SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.6 número24¿Es posible el capitalismo sostenible?Arrancarle los dientes al trópico: ambiente, enfermedad y el programa sanitario de Estados Unidos en Panamá, 1904-1914 índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.6 no.24 Toluca abr./jun. 2000

 

La crisis ambiental y las tareas de la historia en América Latina

 

Guillermo Castro H.

 

Centro de Estudios Latinoamericanos "Justo Arosamena".

 

Resumen

En las últimas décadas, el empobrecimiento de las sociedades latinoamericanas se ha combinado con el de su medio natural de un modo dramático. En lo social, la región enfrenta un sustancial incremento en la incidencia de la pobreza; en lo que se refiere a su naturaleza, una de las expresiones más claras de su empobrecimiento es el proceso de deforestación, que en los últimos 30 años ha devastado dos millones de kilómetros cuadrados, aproximadamente. Este artículo revisa las crisis ambientales en América Latina y esboza una serie de tareas para estructurar una historia ambiental latinoamericana.

 

Abstract

In the last decades, the impoverishment of the Latin American societies has been combined with the natural one in a dramatic way. In the social thing, the region faces a substantial increase in the incidence of poverty; in what nature aspect is refered, one of the clearest expressions of its impoverishment is the deforestation process, that in the last 30 years has been devastated two million square kilometers, approximately. This article reviews the environmental crises in Latin America and outlines a series of tasks to structure a Latin American environmental history.

 

Se ha de tener fe en lo mejor del hombre
y desconfiar de lo peor de él.
Hay que dar ocasión a lo mejor
para que se revele y prevalezca
sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece.
Los pueblos han de tener una picota
para quien les azuza a odios inútiles;
y otra para quien no les dice a tiempo
la verdad.

José Martí

 

Antecedentes

A lo largo de las últimas décadas, el empobrecimiento de las sociedades latinoamericanas ha venido a combinarse con el de su medio natural de un modo que ya alcanza proporciones dramáticas. En lo social, por la región enfrenta "un importante aumento en la incidencia de la pobreza, como sucedió en el periodo 1980-1990", con lo cual "casi 200 millones de personas sólo pueden acceder a los mínimos necesarios, mientras 94 millones... sólo cuentan con recursos económicos para comer lo mínimo indispensable" (Rosenthal, 1993).

Uno de los ejemplos más dramáticos del empobrecimiento de nuestra naturaleza lo ofrecen los procesos de deforestación que, tras devastar unos 2 millones de kilómetros cuadrados —equivalentes a la totalidad del territorio mexicano— en los últimos 30 años, continúan a una tasa cercana a los 50 mil kilómetros cuadrados por año.2 Combinada con técnicas inadecuadas de utilización y conservación de suelos, a su vez, esa deforestación ha contribuido a que a principios de la década de 1980 unos 2.08 millones de kilómetros cuadrados de territorio —equivalentes a 10 por ciento de la superficie total de la región— se encontraran "en proceso moderado o grave de desertificación" (PNUMA/MOPU: 20,21).

En ese marco, mientras por un lado siguen siendo incorporadas nuevas áreas antes inexplotadas a un cultivo precario o a actividades de ganadería extensiva, para 1982 las áreas naturales oficialmente protegidas "abarcaban tan sólo 446 400 kilómetros cuadrados... apenas 2.2 por ciento de la superficie regional", poniendo en grave riesgo el potencial aún mal conocido de la biodiversidad que alberga América Latina, sobre todo en sus selvas tropicales. Este deterioro rural, a su vez, se corresponde con el de la calidad de vida en áreas urbanas afectadas por la contaminación industrial y sobrepobladas en buena medida debido a la inmigración campesina, las cuales llegarán a albergar a cerca de 60 por ciento de la población latinoamericana para el año 2000, conformando un panorama en el que Fernando Tudela puede afirmar que la pobreza y el deterioro ambiental son "efectos paralelos e interactuantes de un mismo proceso global de desarrollo deformante"(Tudela, 1991: 14).

En esta perspectiva, los problemas de que hablamos resultan de las formas en que nuestras sociedades han sido organizadas para cumplir determinadas funciones dentro del sistema mundial realmente existente, en particular a lo largo de los últimos 150 años. Ésta sería, por tanto, la consecuencia de más largo aliento de la subordinación de nuestras relaciones con el mundo natural a la lógica de aquella economía de rapiña descrita a principios de este siglo por Ernst Friedrich y Jean Brunhes.

Ante tal panorama, parecería que el campo general de trabajo de una historia ambiental latinoamericana debería ser organizado a partir del impacto regional de esa economía de rapiña que, del siglo XVI en adelante, se despliega en un marco de severas restricciones a la autodeterminación de las sociedades iberoamericanas, asociada a la persistencia de estructuras sociales escindidas que dan lugar a visiones contrapuestas de la naturaleza y su lugar en la vida de nuestro pueblos. Sin embargo, ese planteamiento podría ser engañoso.

En efecto, la presencia de esa economía en aquellas sociedades escindidas constituye el resultado de un proceso de muy larga duración, que se forja a partir de la tardía ocupación humana del espacio (latino) americano, y de experiencias prolongadas de desarrollo no capitalista, de las que resultó una situación de abundancia relativa de recursos naturales en el momento de la incorporación de la región a la economía-mundo europea. De allí en adelante, esta larga duración se despliega a lo largo de una diversidad de formas de organización de las economías y las sociedades latinoamericanas, y de la articulación de éstas con el mundo exterior que, según se ha visto, pueden ser reducidas en lo esencial a dos grandes fases bien diferenciadas.

La primera de esas fases abarca lo que va del siglo XVI a la década de 1870. Esa fase se presenta marcada por cambios esencialmente cuantitativos dentro de una situación que combinaba la producción diversificada para el autoconsumo y el mercado interior en amplias extensiones, con la producción especializada para el mercado exterior en enclaves bien delimitados, donde se desplegaron las formas más primitivas de economía de rapiña que parece registrar nuestra historia. Ya se tratara del sistema mina-hacienda o de las primeras economías de plantación, el hecho es que a lo largo de esta fase el saqueo de la naturaleza se vio restringido en su alcance e intensidad por factores que iban desde el carácter restringido y selectivo de la demanda europea de productos americanos y las limitaciones tecnológicas de la época, hasta la tendencia a la conformación de espacios vitales organizados en torno a un ideal de autosuficiencia complementada con intercambios poco regulares y escasamente diversificados con el mercado exterior.

Esa situación, sin embargo, empieza a sufrir una veloz erosión a partir de la década de 1880, cuando el ingreso masivo de capitales y tecnología provenientes del mundo noratlántico, propiciado por el triunfo de la reforma liberal, inaugura una fase histórica nueva, en la que la economía de rapiña dejará de ser un hecho enclavado para convertirse en la forma hegemónica de relación entre las sociedades latinoamericanas y su mundo natural hasta el presente. El hecho cultural dominante en este proceso, a su vez, es el triunfo absoluto del liberalismo sobre el "viejo estilo español" de que hablaba Halperin como norma de pensamiento y conducta entre las viejas y nuevas elites latinoamericanas.

En sus versiones oligárquica, primero, populista, después, y neoliberal en nuestros días, en efecto, el nuevo régimen económico fue organizado de manera predominante en función de un comercio exterior especializado en el intercambio de bienes primarios y productos semielaborados por bienes de consumo, medios de producción y capitales provenientes de las sociedades noratlánticas de capitalismo desarrollado. En ese marco general, las desventajosas desigualdades de esa modalidad de intercambio y el acceso a medios de producción, transporte y comunicaciones modernos se han expresado, a su vez, en una tendencia a la destrucción y el despilfarro constantes de recursos naturales, en la que cabe encontrar una de las más importantes claves de la crisis ambiental contemporánea.

Sin embargo, aun cuando esa crisis expresa la presencia de un indudable conflicto entre tal economía y la naturaleza de la región, la plenitud de su significado histórico sólo empieza a revelarse en la medida en que se incorpora a su análisis otros factores de orden social, político y cultural. Conviene recordar, por ejemplo, que, a diferencia de lo ocurrido en África y Asia, los Estados nacionales latinoamericanos fueron organizados en lo más fundamental en la primera mitad del siglo XIX. Así, cuando el capitalismo noratlántico llevó a su primera culminación la tarea de modelar el mercado mundial bajo su hegemonía, encontró en la mayoría de nuestros países una contraparte organizada, compuesta por oligarquías terratenientes y comerciales ansiosas por asociarse al capital extranjero, al que estaban en capacidad de ofrecerle en abundancia tierras y mano de obra baratas.

Aun así, se ha visto que estas oligarquías no delegaron su poder social interno en sus propios países a sus socios extranjeros, sino que, por el contrario, lo utilizaron como un recurso y como una garantía para la asociación que buscaban, en términos que sugieren la conveniencia de no subestimar —ni entonces ni ahora— su capacidad para comprender y defender sus propios intereses. La "dependencia", en este sentido, puede ser un término tan útil como riesgoso para definir el tipo de relaciones que se forjó entre las oligarquías latinoamericanas y sus contrapartes noratlánticas a partir de fines del siglo XIX.

Resulta notable, en efecto, el modo en que aquellas elites oligárquicas supieron escoger, dentro de las múltiples visiones de la naturaleza presentes en las culturas noratlánticas, aquella forma extrema de la "visión imperial" de que habla Donald Worster que mejor se correspondía al ejercicio de su poder y la promoción de sus intereses, desdeñando, en cambio, las visiones vinculadas a una "administración racional" de los recursos naturales. De ello resultó, en el plano sociocultural, la conformación de sociedades nuevamente articuladas a lo largo de fracturas históricas de larga duración, puestas en evidencia y encubiertas a un tiempo por el conflicto entre modernidad y tradición que parece impregnar toda la vida cultural del periodo.

De esta manera, la coexistencia de dos modos de relación con la naturaleza distintos y finalmente hostiles en el interior de nuestras sociedades definió una circunstancia en la que —a diferencia de aquel conflicto entre visiones distintas dentro de una misma cultura— ocurrió una exclusión —vehemente y a menudo violenta— de toda visión alternativa a la "imperial" en el terreno de lo cultural, tal como fue entendido y organizado por las elites oligárquicas en función de su propio proyecto político. Con ello, lo que en otras circunstancias hubiera podido convertirse en el equivalente legítimo del tipo de visión "arcádica" descrito por Worster —elaborado, por ejemplo, a partir de las experiencias de los sectores no capitalistas de nuestras sociedades—, no llegó siquiera a conformarse como una opción en el terreno de la cultura oligárquica.

Esta exclusión de la experiencia no capitalista del ámbito de la cultura dominante en nuestras sociedades resulta especialmente significativa para una historia ambiental latinoamericana. Por un lado, facilitó, sin duda, que las elites oligárquicas se identificaron, a un tiempo, como representantes de la civilización noratlántica y como adalides en la lucha por el progreso y contra la naturaleza y la barbarie de las sociedades que encabezaban o, mejor aún, contra una naturaleza definida como el medio ambiente más propicio a la reproducción de esa barbarie, como resulta visible, por ejemplo, en el tono generalmente hostil al medio natural que impregna a la narrativa latinoamericana del periodo.

Así, ya se trate de la selva que devora a quienes intentan conquistarla, como en La vorágine, de José Eustasio Rivera; ya del campo, como escenario de conflicto entre la civilización y la barbarie, como en Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos; ya de una naturaleza que alberga al peso muerto de la población indígena, como en el Huasipungo, de Jorge Icaza, se conforma a lo largo del periodo una verdadera ideología de combate, en aras del progreso, contra el medio natural americano y las relaciones sociales que lo caracterizan.1 Pero el mismo proceso, por otra parte, puso de relieve la ausencia en nuestras sociedades de un sector intelectual equivalente al que creó las visiones "arcádicas" en las sociedades noratlánticas.

La clase media rural que produjo a intelectuales como Gilbert White en Gran Bretaña y Henry David Thoreau en Estados Unidos, en efecto, no tuvo un lugar para sí en la América Latina del periodo que nos interesa. Aun en el caso de José Martí, cabe tomar en cuenta que éste produjo lo fundamental de su pensamiento sobre la naturaleza en un diálogo con la cultura estadunidense que conoció, ejercido en Estados Unidos desde la crisis del liberalismo latinoamericano de su tiempo.

Lo excepcional de esa circunstancia, a su vez, fue precisamente lo que permitió a Martí abrir una brecha en los muros de la cultura oligárquica, estableciendo la posibilidad de trasladar aquel diálogo al interior de las culturas latinoamericanas. Su obra, en efecto, dejó una huella profunda y duradera en la sensibilidad y las mentalidades de aquello que —al menos desde la Revolución Mexicana de 1910 y, por supuesto, de la Revolución Cubana de 1959— podría ser llamado una cultura popular subyacente, de permanente presencia en nuestras sociedades y siempre abierta a elaboraciones más complejas en el marco de aquel conflicto entre la "falsa erudición y la naturaleza" a que hacía referencia Nuestra América.2

De este modo, estamos en presencia de dos continuidades. Por un lado, la obra de Martí se prolonga en la relación que establece entre la posibilidad de lo que algunos llamarían hoy un "desarrollo sustentable" y el problema de la autodeterminación y la soberanía popular en las sociedades latinoamericanas. Por otro, el culto al progreso característico de la cultura oligárquica seguirá alentando —tras la crisis del modelo de "crecimiento hacia fuera"— en las ideologías legitimadoras del "crecimiento hacia dentro" y, hasta hoy, en las dificultades de los Estados de la región para incorporar a su discurso y su práctica política la dimensión social de la crisis ambiental. El contraste con las sociedades noratlánticas no podría ser más claro en este terreno.

En efecto, si el origen del interés público por los problemas ambientales en esas sociedades puede ser remitido a los siglos XVIII y XIX, en América Latina resulta difícil encontrar algo más que preocupaciones dispersas y medidas inconexas antes de la década de 1970. De entonces data, en efecto, la incorporación del tema, "desde afuera" y "desde arriba", a la vida pública de la región en virtud del interés de organismos internacionales vinculados al sistema de las Naciones Unidas, primero, y al sistema financiero internacional, después.

No es de extrañar, en este sentido, que hayan sido y sean organismos como la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), los principales promotores y orientadores del debate y la formulación de políticas en relación con el medio ambiente en América Latina, muy por delante incluso de los propios gobiernos de la región. Y de aquí, por otra parte, ha derivado un sesgo singular en la evolución del tema.

Los organismos que ocupan el centro del debate ambiental en la región, en efecto, lo hacen a nombre de su compromiso con un concepto de "desarrollo" que si bien en las discusiones eruditas no es equiparado al sólo crecimiento económico, sino a la capacidad de éste para traducirse en una mejoría sustantiva de la calidad de vida de las grandes mayorías, en la práctica asume como tarea fundamental la maximización de ese crecimiento.3 Así —invocado en nombre del "progreso" antes de 1950; del "desarrollo", de allí a la década de 1970, y de la "modernización" en nuestros días—, el crecimiento económico ha sido de hecho el paradigma supremo de la acción tanto del Estado como de las grandes corporaciones privadas en nuestros países, mientras los problemas asociados a la calidad de vida de las mayorías quedan permanentemente relegados a futuros más o menos distantes.

El caso, sin embargo, es que las sociedades latinoamericanas de hoy no pueden ya alardear en este terreno ni siquiera de éxitos equivalentes a los que obtuvieron en sus periodos de "crecimiento hacia fuera" y "crecimiento hacia dentro". Por el contrario, el crecimiento se ha hecho más lento —cuando no negativo, como en la década de 1980— y los problemas sociales y políticos que estaba supuesto a resolver —la pobreza, la falta de oportunidades de empleo, el deterioro de los recursos humanos y el carácter excluyente y con frecuencia autoritario de las estructuras sociales y los regímenes políticos, entre otros— persisten y se combinan ahora con los del despilfarro de los recursos naturales y la degradación del medio ambiente.

Al respecto, el análisis histórico facilita comprender el verdadero alcance de las estructuras y tendencias que subyacen tras lo que un texto como Desarrollo y medio ambiente en América Latina. Una visión evolutiva designa como la paradoja de que una región que, "según la opinión generalizada", carece de

limitaciones en sus sistemas naturales que le impidan la satisfacción de sus necesidades, que dispone de una base educativa, cultural y tecnológica incipiente, pero bastante más sólida que la de las demás regiones del mundo en desarrollo, y que ha logrado en su conjunto avances democráticos innegables, (se vea sometida a) un proceso de deterioro social y ambiental sin precedentes.

Esa paradoja, sin embargo, puede resultar aún más amplia.

En efecto, sociedades que han moldeado una parte tan sustancial de su cultura en este siglo en la búsqueda de sus especificidades y en la construcción de su identidad, se ven ahora enfrentadas a una crisis de escala planetaria que les exige otra vez pensarse en el seno de una civilización que en tantos sentidos les ha sido ajena y hostil. Esto viene a ocurrir, además, cuando la caracterización de esa crisis se torna elusiva, a medida que los datos que va aportando su devenir abarcan ámbitos cada vez más amplios de la vida humana y, al propio tiempo, cancelan sin cesar la viabilidad de las alternativas intentadas o pensadas en cada fase del proceso.

Este nuevo giro en nuestra historia se vincula, a su vez, con dos fenómenos propios de nuestro tiempo. Por un lado, con la preocupación por el deterioro de nuestras tierras, aguas y aire, asociada a un gran crecimiento demográfico en un marco de subdesarrollo económico e iniquidad social creciente, a esto se agrega la que provocan procesos que ya no tienen un origen meramente regional. Por otro lado, los periodos de desarrollo de nuestras relaciones con la naturaleza parecen ser cada vez más cortos, coincidir de manera cada vez más cercana con los de la historia de nuestras relaciones económicas externas y, al propio tiempo, desplegar consecuencias de alcance cada vez más vasto.

Es inevitable, en esta circunstancia, que entren en cuestión todos los términos en que hasta hace poco era pensada América Latina, empezando por el concepto mismo de "desarrollo". Así, por ejemplo, el texto Nuestra propia agenda sobre medio ambiente y desarrollo, tras caracterizar al deterioro ecológico como un proceso que afecta "con diversas intensidades y consecuencias" a todos "los países en desarrollo", deriva de ello la "premisa fundamental" —de cuyas implicaciones, dice, "depende el destino de la humanidad"—, de que "el deterioro ambiental no es una consecuencia inescapable del progreso humano, sino una característica de ciertos modelos de crecimiento económico que son intrínsecamente insostenibles en términos ecológicos, así como desiguales e injustos en términos sociales". Así, ya resulta no sólo "indispensable", sino además "posible", la búsqueda de "otras formas de desarrollo" que permitan "un nuevo crecimiento económico" sostenible, tanto en términos ambientales como sociales y económicos.

Con todo, la restricción inicial del análisis a los países "en desarrollo" se ve rebasada en cuanto se afirma que esa búsqueda debería tener por objetivo "un cambio cualitativo del modelo", que privilegiara "como objetivo central la calidad de vida de todos los seres humanos del planeta", lo que naturalmente implicaría "tener en cuenta las interacciones múltiples y dinámicas, a distintas escalas desde lo local a lo global" (PNUD/BID,1991: 21).4 Y aun así, al considerar a la crisis ambiental como un factor de riesgo para un desarrollo que no cuestiona en su racionalidad, sino en la eficiencia ambiental y social de sus estilos vigentes, el texto no llega realmente a articular entre sí lo ambiental con los problemas inherentes a la exacerbación de las iniquidades que caracterizan a la economía mundial contemporánea.

Por su parte, el texto del PNUMA/MOPU —desde una perspectiva menos comprometida con las políticas al uso por parte de la mayoría de los Estados de la región— considera que tanto la crisis contemporánea como el intento de enfrentarla mediante "economías de guerra" que "postergan con frecuencia los objetivos sociales y ambientales del desarrollo", ponen en evidencia "un cambio notable en la percepción social del proceso de desarrollo". De este modo, se dice, tras décadas de un optimismo "rayano en el triunfalismo, parece dominar hoy en la región un sentimiento de frustración y fracaso", pues lo que empezó siendo "una simple crisis económica está adquiriendo ya el carácter de una verdadera crisis de civilización", que integra las diversas "crisis específicas" en una sola, en la cual se sintetizan "las dificultades para adaptarse a las nuevas dimensiones derivadas de las transformaciones en curso" (PNUMA/MOPU, 1991: 19).5

Todo indica, así, que nuestra crisis regional expresa las consecuencias de una modalidad de participación en un proceso global del que no escapa ninguno de los sistemas económicos contemporáneos. En ese marco, la dimensión socioambiental de la crisis en América Latina resulta tanto de las limitaciones que su inserción en el mercado mundial le impone para dar respuesta a sus problemas sociales, como del ritmo y la escala que esa inserción ha llegado a imponer a la explotación de sus recursos naturales. Con ello, podría decirse que el análisis de nuestra crisis ambiental podría equivaler al recuento de las consecuencias que ha tenido para el medio ambiente regional nuestra modalidad de inserción en el mercado mundial. Sin embargo, aún este planteamiento podría presentar equivalencias engañosas.

 

América Latina ante la crisis global de la biosfera

En un sentido general, existe amplio consenso en cuanto a que el impacto de la crisis contemporánea se hace sentir con especial energía en los campos del comercio, la seguridad y el medio ambiente globales. Sin embargo, la dimensión ambiental de la crisis manifiesta singulares diferencias en su naturaleza, su alcance y sus implicaciones, respecto a las otras dos.

En primer término, los problemas asociados a la seguridad y el comercio internacionales ya han estado presentes en otras grandes transiciones del sistema mundial en lo que va de mediados del siglo pasado a nuestros días.6 El deterioro global de la biosfera, sin embargo, constituye un problema de nuevo tipo, que excede los viejos procesos de definición de cuotas de poder a escala planetaria y plantea a la humanidad los riesgos de un severo retroceso en la calidad de vida de la especie entera, cuando no los de su eventual extinción.

Quizá lo más sorprendente de la crisis que hoy nos aqueja sea el modo en que implica y no un retorno a las formas y problemas normales en el funcionamiento de un sistema mundial que comenzó a formarse hace (apenas) unos 500 años. En efecto, el desarrollo de ese sistema se ha caracterizado —salvo el breve interregno de la Guerra Fría— por conflictos asociados al reparto de esferas de influencia entre grandes potencias; a la disputa por el control de los flujos financieros y comerciales; a la lucha por la soberanía y la autodeterminación de las naciones emergentes —incluyendo sus expresiones etnoculturales y religiosas— y a los que se originan en el impacto multifacético de los flujos migratorios, por mencionar algunos de tradicional importancia en las relaciones internacionales.

La crisis de nuestro tiempo, sin embargo, articula y exacerba a un tiempo los problemas característicos de esa normalidad de un modo que ya plantea una amenaza a la sustentabilidad de las formas de relación con la biósfera de las que ha dependido la civilización occidental durante estos cinco siglos. Éste es, en efecto, el sentido más preciso en que cabe afirmar que la dimensión ambiental de la crisis expresa los problemas de una estructura económica global gestada y administrada a partir de un paradigma que "excluye a los seres humanos de la leyes de la naturaleza" y que, al mismo tiempo, considera a la biosfera como un reservorio inagotable de recursos. (Porter y Welsh,1991: 27).7

En segundo lugar, la crisis de nuestro tiempo revela también limitaciones crecientes en la eficacia de los mecanismos creados hasta ahora para el manejo de los conflictos ambientales inherentes al funcionamiento del mercado mundial. El carácter ubicuo del deterioro ambiental, y lo generalizado y diverso de las preocupaciones que genera, tienden inevitablemente a desbordar las formas tradicionales de relación entre los Estados, ampliando, por otro lado, la esfera de influencia de organismos internacionales que, como el Banco Mundial, actúan, en los hechos, como entidades supranacionales, de un modo que con frecuencia exacerba las inadecuaciones del sistema internacional contemporáneo y contribuye a generar en la práctica una reforma del mismo que apenas empieza a ser debatida en la teoría.

Los problemas que esto implica se complican, además, porque el sistema internacional contemporáneo no fue diseñado para enfrentar el tipo de conflictos que plantea la dimensión ambiental de la crisis. Ésta, en efecto, no es "explosiva" sino gradual en su desarrollo y permite, por lo mismo, plazos en apariencia muy amplios para la adaptación de las sociedades humanas a sus consecuencias, y para la negociación de soluciones a sus causas. Al respecto, por ejemplo, basta observar cómo hemos venido habituándonos en América Latina a convivir con la endemia del cólera, cuyo retorno a la vida de nuestras sociedades dejó de ser motivo de escándalo público en cuanto la enfermedad generalizó su presencia en todos los países de nuestra región.8

Por otra parte, resulta especialmente llamativa la relativa irrelevancia del poderío económico y militar ante los problemas que plantea la dimensión ambiental de la crisis. Sin duda, el hecho de que un Estado o un grupo de Estados disponga de esas formas de poderío les otorga aquí, como en los otros terrenos de la agenda internacional, una posición ventajosa para la promoción de sus propios puntos de vista en el debate o para el bloqueo de propuestas de solución que afecten sus intereses. Aun así, esas ventajas pueden resultar políticamente contraproducentes para quienes las ejercen, pues el tipo de economía que las sustenta constituye precisamente el mayor factor de presión y despilfarro sobre los recursos naturales en nuestro tiempo, con lo que esos factores de poder se convierten en un motivo más para situar a quienes los poseen en una incómoda posición defensiva ante el resto de la comunidad internacional.

Por otra parte, la dimensión ambiental de la crisis crea circunstancias en las que Estados carentes de aquellas ventajas pueden oponerse a decisiones de interés para los más poderosos, en la medida en que controlan el acceso a recursos naturales o segmentos de procesos productivos que les confieren un virtual poder de veto ante problemas específicos. El caso de las oligarquías ganaderas y agroindustriales latinoamericanas, estrechamente asociadas a las elites de poder de nuestros países, no puede ser más ilustrativo, por ejemplo, en su capacidad para bloquear iniciativas encaminadas a la protección de las selvas tropicales.

Por último, el rasgo diferencial de mayor trascendencia que presenta la dimensión ambiental de la crisis es, probablemente, el que se deriva de los espacios que ella ha abierto a la participación de organizaciones no gubernamentales en el planteamiento y desarrollo del debate en torno a los conflictos asociados al deterioro de la biosfera. En este sentido, y quizá como nunca antes, las sociedades de los países involucrados en esta crisis han empezado a abrirse paso en terrenos que los Estados nacionales y las organizaciones internacionales usualmente se han reservado en virtual exclusividad para sí.

En esta perspectiva, y en medio de todos sus males, la crisis ambiental podría llegar a tener un efecto profundamente democratizador en las relaciones internacionales, originando una posibilidad insospechada para la creación de un orden mundial que resulte nuevo por ser mucho más participativo que aquéllos que tuvieron por eje a la Sociedad de las Naciones o la Organización de las Naciones Unidas. Sin embargo, aun esta posibilidad se presenta atravesada por todas las disparidades características del sistema internacional contemporáneo.

Así, por ejemplo, a principios de la década de 1980 se estimaba que existían 13 mil ONG en los países industrializados, cuya población representa 20 por ciento de la humanidad. En contraste, los países en desarrollo —que reúnen 80 por ciento de la población mundial—, contaban con unas dos mil 230 ONG. El European Environmental Bureau, por ejemplo —una confederación de 120 ONG nacionales—, tiene una membresía combinada de 20 millones de afiliados en los países de la Comunidad Europea, mientras que las ONG vinculadas a temas ambientales en los Estados Unidos reúnen unos 13 millones de asociados (Porter y Welsh, 1991: 56-57).

De este modo, aun cuando pueda decirse que estas ONG del norte y el sur "comparten en su mayoría una misma orientación hacia el desarrollo sustentable", el hecho es que persisten diferencias muy importantes entre ambos grupos, que no se reducen a problemas de "estilo y estrategia". Así, a la enorme desigualdad en el número de organizaciones y de recursos de todo orden de que disponen, debe agregarse la diferencia en la capacidad de esas ONG para influir en los procesos de negociación y toma de decisiones en sus respectivos países como en el escenario internacional.

En el caso de las ONG latinoamericanas, por ejemplo, resulta evidente que, a más de ser poco numerosas por comparación, dependen en medida mucho mayor de subsidios externos, tienen un radio de influencia social mucho más restringido —en particular a sectores urbanos de clase media— y operan ante Estados para los que la sociedad civil constituye más un concepto discursivo de la "modernidad" que un sujeto tangible por derecho propio. Por lo mismo, al presentarse como sucedáneas del tipo de interlocutor que el Estado tiene en las sociedades noratlánticas, las ONG latinoamericanas contribuyen en ocasiones a redondear entre nosotros la implantación de las formas características del debate sobre lo ambiental en el mundo desarrollado.

En un sentido aun más amplio, este tipo de situaciones confirman lo advertido por el historiador Eric J. Hobsbawn (1992) al señalar que en la crisis ambiental de nuestro tiempo se combinan a escala planetaria las amenazas a la vida humana que se derivan del "puro crecimiento exponencial de la producción y la contaminación", con los conflictos inherentes a un mundo "dividido en una minoría de Estados muy ricos y la mayoría de los pobres". Una crisis así, añade Hobsbawn, plantea problemas que sólo pueden ser resueltos mediante "una acción sistemática y planeada por parte de los gobiernos dentro de los Estados e internacionalmente, y... un ataque a los bastiones de la economía de mercado de consumidores". Con ello, el desafío mayor de nuestro tiempo consistiría en que si esta acción pública y esta planeación "no son encaradas por gente que cree en los valores de la libertad, la razón y la civilización", lo serán "por gente que no cree en ellos, porque tendrán que ser emprendidos por alguien".

Para una América Latina que sigue siendo parte de aquella "mayoría de los pobres", sin embargo, resulta evidente que la acción pública y la planeación de que habla Hobsbawn tendrían que enfrentar tanto los formidables obstáculos que implicaría una transformación en las formas de relación hoy existentes entre el norte y el sur, como los que supondría una reforma radical de sus propias estructuras sociales. No basta aquí, en efecto, con afirmar la necesidad indudable de encontrar nuevas formas de colaboración a nivel hemisférico, como las propuestas por el Pacto para un Nuevo Mundo ante problemas como la deforestación, el uso inadecuado de la energía, la contaminación industrial, la pobreza, el crecimiento demográfico, la carencia de tecnologías ambientalmente adecuadas, las restricciones al libre comercio y las limitaciones de recursos financieros, y propone iniciativas de política a todos los gobiernos del continente para enfrentar esos problemas a un tiempo desde el norte y el sur del río Bravo (Diálogo..., 1991).

Es necesario, además, emprender las tareas que hagan posible desplegar, en las sociedades de ambas regiones, la voluntad política necesaria para crear las condiciones de equidad social y participación democrática sin las cuales ningún desarrollo puede llegar a ser sustentable. En este sentido, si concedemos que Hobsbawn tiene razón en la disyuntiva que señala, tendríamos que reconocer también que el significado de términos como libertad, razón y civilización dista mucho de ser evidente por sí mismo en una América Latina que busca un lugar para sí en un mundo en crisis.

Por el contrario, ese significado ha de ser ubicado en algún punto entre los extremos de nuestro ambientalismo. Por un lado, el de la reiterada exaltación tecnocrática del progreso en nombre de la "modernización", a la que se aferran los poderes públicos y privados de nuestros países. Y, por otro, el de la idealización de la creatividad desesperada de nuestros pobres del campo y la ciudad, por parte de sectores intelectuales de una clase media empobrecida que Joan Martínez-Alier llama "neonarodnistas".9

Tales extremos, en efecto, constituyen los polos más opuestos en el debate en marcha sobre la agudización de los conflictos de todo orden que caracterizan el periodo de transición que atravesamos, en cuya naturaleza parece estar la creciente disputa que acompaña a cada paso de avance en el consenso y la consiguiente ampliación incesante del campo de lo ambiental en la discusión. Por lo mismo, la posibilidad de que nuestras sociedades puedan enfrentar con éxito los retos y oportunidades de nuevo tipo que les ofrece la dimensión ambiental de la crisis plantea dificultades derivadas del modo en que la preocupación por este tema se ha hecho presente en la región.

En contraste con las sociedades noratlánticas —donde se ha venido desplegando "desde dentro" y "desde abajo" a lo largo de casi 200 años—, esa preocupación por lo ambiental, además de ser relativamente reciente entre nosotros, ha venido siendo planteada en lo esencial "desde fuera" y "desde arriba". De allí que, mientras el ambientalismo noratlántico pudo constituirse en un importante factor de participación ciudadana que obligó al Estado a construir un discurso formal y a desarrollar una política ambiental explícita, en América Latina pasó a ser el Estado quien estableciera los términos en que el discurso ambiental podía ser considerado como tal.

El carácter tecnoburocrático dominante en la delimitación de lo ambiental como tema de debate público en nuestros países constituye un factor que no debe ser subestimado al indagar sobre las formas de presencia del medio ambiente en nuestra cultura contemporánea. Ello ayuda a comprender, por ejemplo, que —así como a fines del siglo XIX las elites oligárquicas hicieron suya aquella visión "imperial" de la naturaleza propia de sus pares victorianos— a partir de 1970 nuestros Estados se apropiaran de las versiones más extremas, también, de aquella "nueva ecología" que encuentra sus paradigmas en los valores del "moderno orden económico, tal como resulta modelado por la tecnología" (Worster,1992: 293).

El resultado discursivo de esa apropiación puede verse, por ejemplo, en la definición de desarrollo sustentable que ofrece el documento Ecosistemas: conceptos fundamentales, producido por la Unidad Conjunta CEPAL/PNUMA de Desarrollo y Medio Ambiente: "En términos ecológicos, la sustentabilidad de un ecosistema es su capacidad de mantenerse estable en el tiempo, lo que se logra si los parámetros de volumen, tasas de cambio y tasas de circulación se mantienen constantes o fluctúan en torno a valores promedio" (1990: 1134). Todo ello, además, ayuda a entender que en nuestro medio académico la preocupación por lo ambiental se concentre —a menudo sin verdadero contacto entre sí— en las áreas de la biología y la geografía, aunque en fecha más reciente haya empezado a tener algunas manifestaciones en el campo de la economía, si bien de manera unilateral, estrechamente asociada a las discusiones acerca de una "gestión ambiental" usualmente referida al servicio a agencias estatales o grandes corporaciones transnacionales.

Lo evidente de la brecha social y cultural entre ese discurso y los intereses de las grandes mayorías latinoamericanas obliga a preguntarse por las formas de presencia de la multitud —invisible en esos términos— que conforman los excluidos del debate así planteado. Podría decirse, en este sentido, que el verdadero equivalente latinoamericano del movimiento ambientalista noratlántico se encuentra aquí escindido entre las capas medias educadas urbanas, por un lado, y sectores populares, por otro —en particular pobres urbanos, indígenas y campesinos—, que desde hace decenios vienen luchando por preservar para su propia existencia recursos naturales amenazados por la expansión de empresas capitalistas modernas.

En este sentido, mientras el ambientalismo noratlántico actúa dentro de la economía de mercado —como también suele hacerlo el más cercano a las elites de nuestras sociedades—, una parte sustancial del ambientalismo popular latinoamericano actuaría contra esa economía, que entre nosotros se encuentra aún en expansión. Desde la perspectiva de las ideologías del progreso, esto explica que tales movimientos ecologistas sean descalificados a menudo como reaccionarios —cuando no son objeto de represión abierta o encubierta— o se conviertan, de manera paradójica sólo en apariencia, en aliados de sectores conservacionistas del norte.10

Esta situación, por supuesto, tiene que ver con los tiempos y las formas en que los problemas ambientales se han hecho presentes en el quehacer cultural y político de la región. A primera vista, por ejemplo, factores que en las sociedades noratlánticas se han sucedido a lo largo de dos siglos, en América Latina operan a partir de una simultaneidad social y cultural sustentada en la compleja trama de articulaciones entre sectores "tradicionales" y "modernos" que caracterizan a nuestras sociedades.

Las nuevas visiones ecotecnocráticas que nuestros sectores urbanos cultos han adquirido en los países noratlánticos, por ejemplo, coinciden en el tiempo latinoamericano con la antigua visión de la naturaleza centrada en la interdependencia entre el ser humano y su medio ambiente, característica de sectores indígenas y campesinos que siguen siendo importantes en nuestros países. De algún modo, se ha reconstituido entre nosotros la brecha entre una ecología de la civilización neoliberal y otra de la barbarie neopopulista.

Aun así, es posible que el antagonismo entre esas tendencias en pugna en nuestra cultura sea más relativo de lo que parece a primera vista. En efecto, si bien el interés por lo ambiental tiene su expresión más visible entre nosotros en la actividad de sectores urbanos minoritarios de clase media educada —cuyo lenguaje, intereses, aspiraciones y conducta los sitúan en una posición a menudo distante de los pobres de las ciudades y el campo—, esto no implica por necesidad ausencia de preocupaciones ambientales relevantes para nuestras sociedades entre estos últimos. Por el contrario, lo que este panorama nos ofrece recuerda más bien a aquella imagen de lucha entre las especies "por el dominio en la unidad del género", con que José Martí caracterizara a la cultura latinoamericana de la década de 1880.

Es un hecho, sin duda, que el obrero del plátano envenenado por los pesticidas y el habitante de barrios pobres contaminados por deshechos tóxicos y aguas servidas tienen escaso contacto con el estudiante o el intelectual urbanos que se preocupan por el efecto invernadero, el desgaste de la capa de ozono o el tráfico internacional de deshechos tóxicos. Pero también es un hecho que en una crisis que hoy se plantea —y mañana ha de resolverse o no— a escala global, la cultura ecológica de las capas medias mantiene a nuestras sociedades en contacto con un movimiento internacional rico y diverso. Esto, sin duda, contribuye a que podamos comprender y encarar mejor los problemas ambientales de nuestra propia región y, naturalmente, los que ella comparte con el resto del planeta.

Aun así, el reconocimiento de estas especificidades latinoamericanas implica, en primer término, el de las dificultades que ellas plantean para el diseño de las estrategias de movilización social y cambio cultural que garanticen la eficacia de la acción política y las transformaciones económicas imprescindibles para enfrentar la crisis ambiental en nuestra región. Sometidos a un estilo de desarrollo que hoy crea sin cesar más problemas de los que resuelve en todos los órdenes de nuestra vida, nos corresponde, ahora como nunca, enfrentar el desafío mayor de la persistencia de los factores que estimulan aquella disociación de nuestras sociedades y nuestra cultura de la que resulta la principal dificultad para constituir el tipo de movimiento social que exige la solución a los problemas ambientales que nos aquejan.

 

La crisis ambiental y las tareas de la historia

En perspectiva histórica, podría decirse que el debate sobre lo ambiental se organiza hoy a partir de una verdad cada vez más evidente: que la "normalidad" del trabajo contra la naturaleza, característica del moderno sistema mundial, ha dejado de ser "sustentable". Con ello, la especie humana se acerca a un momento de su evolución en el que la acumulación de los resultados de sus propias acciones a lo largo de cinco siglos le impone una disyuntiva cada vez más precisa.

Por un lado, está la alternativa hoy dominante de preservar a toda costa las formas de organización y desarrollo social que subyacen tras esa modalidad de relación con la naturaleza, lo que sin duda implicará costos económicos y políticos cada vez más altos, sin ofrecer verdaderas garantías para la reversión del deterioro global que presenciamos. Por otro, está la de encarar la necesidad de encontrar formas nuevas de organización de la vida social que, a su vez, permitan iniciar el desarrollo de una relación de trabajo con la naturaleza, en términos que permitan revertir el proceso en cuestión.

Ante esa disyuntiva, la primera tarea de una historia ambiental ha de consistir en cuestionar la naturalidad aparente de una relación con el medio ambiente, que a fin de cuentas se reduce a la identificación y explotación, tan intensa y rápidamente como sea posible, de los recursos que demande el mercado exterior. Historizada, por el contrario, esa relación se ve remitida a una circunstancia en la que

bajo determinadas formas de organización humana, en las que las relaciones sociales resultan asimétricas, las relaciones entre producción y naturaleza también resultan contradictorias, (mientras que) una relación armónica, sinergética, entre producción y naturaleza sólo sería posible en una sociedad con relaciones internas también armónicas (Jované,1994: 19).

Al hacerlo así, resultará evidente que el estilo de discusión dominante sobre el tema oculta el hecho de que nuestros problemas ambientales se prolongarán en el futuro a menos que sea modificada aquella doble asimetría, interna y externa, que caracteriza nuestro desarrollo a partir del siglo XVI. Por ahora, sin embargo, ni los sectores de clase media ni los pobres de la ciudad y el campo tienen verdaderas posibilidades de éxito en la tarea de creación de esa circunstancia nueva, a menos que encuentren un terreno firme de coincidencia para sus luchas hasta hoy dispersas.

Esto define, como segunda tarea para una historia ambiental latinoamericana, la de facilitar la definición de ese terreno de coincidencia, contribuyendo a revelar hasta dónde son comunes los problemas de ambos sectores sociales y hasta dónde tendrán que serlo las soluciones realmente capaces de beneficiar a la mayoría que ambos forman. El reconocimiento de esos elementos comunes, en lo que tienen de específico a nuestra región, tendrá, en efecto, una importancia decisiva para el diseño de las estrategias de movilización social y cambio cultural que garanticen la eficacia de la acción política y las transformaciones económicas imprescindibles para enfrentar la crisis ambiental. Por lo mismo, la construcción del conocimiento histórico que nos permita re-conocer la comunidad que podemos ser —y entender la necesidad de asumir los costos que implique constituirla—, adquiere singular importancia en momentos en que, como nunca antes, nuestro destino se juega con el de la humanidad entera.

Esas tareas de nivel regional, a su vez, sólo podrán ser emprendidas con verdaderas posibilidades de éxito si se atiende a su vinculación ineludible con los problemas de orden global que plantea la crisis ambiental de nuestro tiempo. Por lo mismo, la tercera tarea de una historia ambiental latinoamericana tendría que consistir en facilitar el desarrollo de nuestra capacidad para trabajar con el mundo, y no contra él, en la solución de los problemas que plantea esa crisis.

En este sentido, por ejemplo, esa historia ambiental podría efectuar una importante contribución al debate sobre el llamado "desarrollo sustentable", que hoy constituye, quizá, el más importante de los espacios disponibles para la creación de un nuevo consenso norte-sur en torno a los fines y los medios a emplear para hacer frente al deterioro de la biosfera. No se trata aquí de intentar aún más variaciones sobre un asunto cuyo éxito de prensa ya tendría que inspirar sospechas en tiempos como los que vivimos, sino de encarar —de un modo que sea nuevo, entre otras cosas, por su capacidad para reconocer la legitimidad de las perspectivas en diálogo— el tema al que ese asunto alude, que es el de la insustentabilidad de las formas vigentes de relación entre el mundo humano y el natural a escala planetaria.

Desde el norte, por ejemplo, Donald Worster ha rastreado el origen de la noción de sustentabilidad en problemas asociados al manejo de bosques madereros para garantizar su rendimiento sostenido en la Alemania de fines del siglo XVIII. Esa noción de sustentabilidad, dice, vino a ser vinculada a la de desarrollo a mediados de la década de 1980, como parte de una solución de compromiso que permitiera a los grandes centros de poder del sistema mundial asumir y mediatizar, a un tiempo, la inquietud que provocaba en las sociedades noratlánticas la creciente percepción de una amenaza ambiental a lo que hasta poco antes había parecido la posibilidad de un crecimiento económico sostenido, aunque no sustentable.

Así, asociada a la noción de "desarrollo", que sintetizaba las aspiraciones de las partes menos afortunadas de ese sistema mundial, la sustentabilidad pasó a formar parte de un discurso cuyo atractivo mayor consiste "en su aceptabilidad política internacional, tanto para las naciones ricas como para las pobres, y su potencial para estimular amplias coaliciones entre numerosas partes enfrentadas". En ese discurso, el norte y el sur "podrían unirse ahora sin mayores dificultades en torno a un ambientalismo nuevo y más progresivo", de modo que

El capitalista y el socialista, el científico y el economista, las masas empobrecidas y las élites urbanas, podrían marchar felizmente juntos por una vía recta y fácil, si no hacían preguntas molestas acerca del destino al que se dirigían (Worster, 1993: 143-144).

Para Worster, en efecto, el ideal del desarrollo sustentable se apoya en tres equívocos. El primero consiste en la idea de que "el mundo natural existe ante todo para servir a las demandas materiales de la especie humana". El segundo, en que si bien el desarrollo sustentable reconoce algún tipo de límite a esas demandas, "depende de la premisa de que podemos calcular fácilmente la capacidad de carga de ecosistemas locales y regionales". Y el tercero, finalmente, en que "el ideal de sustentabilidad reposa sobre una aceptación acrítica... de la visión del mundo tradicional en el materialismo progresista, secular", con lo cual "se nos conduce a creer" que la sustentabilidad del desarrollo puede ser lograda con las instituciones y valores asociados a esa visión, "incluyendo las del capitalismo, el socialismo y el industrialismo" (Worster,1993: 155-154).

Desde América Latina, esa crítica a la noción de sustentabilidad tendría su equivalente en la que ya amerita el modo en que entre nosotros se utiliza la de "desarrollo". Esta segunda noción, en efecto —que casi no recibe atención por parte de Worster—, constituye la parte más significativa de la ecuación en nuestra cultura, aunque sea por la notable distancia que guarda con respecto a las realidades de una América Latina cuyas elites se expresan hoy mediante un discurso organizado en torno al culto del crecimiento económico como único criterio verdadero de éxito en la gestión pública y privada, y donde el "desarrollo" no sugiere ya la necesidad de algún tipo de vínculo entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.

De hecho, tanto la sustentabilidad como el desarrollo son hoy nociones sujetas a un proceso de transformación que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si es que desean sobrevivir. Contribuir a que ese diálogo sea posible constituye, así, una cuarta tarea para una historia ambiental latinoamericana.

Esto implica, en primer término, procurar la historización del diálogo mismo, para llevarlo más allá del campo de problemas inherentes a la "gestión" de los recursos de la biosfera dentro de una situación dada por "natural". Ello supone enfatizar, en cambio, la comprensión del origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan el modelo de crecimiento vigente, que considera a nuestra región en un sentido que "sugiere la dotación ilimitada de recursos que caracteriza a una sociedad con una frontera abierta" (Porter y Welsh,1991: 27).

Historizar así el diálogo implica un esfuerzo aún pendiente de caracterización de las diferencias y afinidades entre los interlocutores, de un modo que facilite identificar posibilidades hasta ahora quizá insospechadas para una cooperación realmente eficaz ante la crisis ambiental que comparten. Como se ha visto, por ejemplo, existen fronteras aún pendientes de exploración en la cultura latinoamericana, en las que un uso previsor de los recursos naturales se presenta estrechamente asociado a la necesidad de incorporar a las grandes mayorías sociales de la región a la solución de sus propios problemas. Esas fronteras muestran sugerentes coincidencias con planteamientos y posturas que, en el ambientalismo noratlántico, se derivan de las expresiones más democráticas de su tradición "arcádica".11

Incorporar esa reserva cultural al debate contemporáneo implica un empeño nuevo —tan fascinante como urgente— en el que tendría que converger una amplia gama de profesionales en muy diversas disciplinas de las ciencias humanas en nuestra región. Sin embargo, para que ese empeño pueda ir más allá del señalamiento siempre apresurado del tipo de soluciones "prácticas" a corto plazo tan del gusto de nuestras burocracias, debe ser encarado a través de una quinta tarea: la de avanzar mucho más en la caracterización de las diferencias y las convergencias en la historia de las relaciones entre las sociedades del norte y el sur y sus respectivos mundos naturales, continuando los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, en América Latina, y Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre otros.

Ese esfuerzo apunta, además, a un problema más amplio, y a una promesa más rica. Realizarlo, en efecto, exigiría la búsqueda de nuevas formas de diálogo y trabajo entre las ciencias humanas y las naturales, encontrando los temas y medios imprescindibles para combinarlas "no en otra disciplina aislada, sino en una empresa intelectual de vasto alcance que alterará de manera considerable nuestra comprensión de los procesos históricos" (Worster,1984: 2).

Esa búsqueda puede resultar especialmente compleja si se piensa hasta dónde se ha perdido —aquí como allá— aquella capacidad para el pensamiento ecuménico que en otro tiempo caracterizara a hombres como Martí y Darwin, por señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o entre aquél y Thoreau, en ésta. Sin embargo, el nuevo tipo de desafíos que plantea el deterioro de la biosfera está creando con rapidez una circunstancia también nueva, que sin duda contribuirá a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen, como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.

Para convertir en una realidad esa posibilidad, se hace necesario crear las circunstancias que hagan posible trabajar con quienes puedan facilitarnos el acceso a aquella cara oculta de la cultura ecológica del norte, desde donde se afirma, por ejemplo, que "no es posible tener lo mejor de ambos mundos maximizar la riqueza y la dominación, y maximizar la democracia y la libertad a un tiempo" y, por tanto, ha llegado para aquellas sociedades la hora de hacer "una opción intelectual clara" (Worster,1992: 334). Así planteada, esa labor facilitaría mucho la caracterización de los obstáculos y oportunidades de orden cultural y político para una cooperación internacional que incluya efectivamente a las sociedades involucradas y no sólo a sus Estados.

Se trata, en conclusión, de empezar a hacer —y no sólo escribir— una historia finalmente planetaria, desde una perspectiva que supere la tendencia hoy dominante a considerar la biosfera como un mero entorno en el cual se despliegan las relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas. En la medida en que hagamos lo que está a nuestro alcance y constituye lo esencial de nuestro deber, esto es, como gente de cultura comprometidas con la sobrevivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos atendido a tiempo la advertencia que formulara Simón Bolívar en el marco de otra crisis, también decisiva: "A la sombra de la ignorancia trabaja el crimen". Sin duda, frente a todo lo que ya se sabe pendiente, dejar de hacer es el crimen mayor de nuestro tiempo.

 

Bibliografía

BANCO INTERAMERICANO de DESARROLLO, PROGRAMA DE NACIONES UNIDAS para el DESARROLLO, COMISIÓN de DESARROLLO y MEDIO AMBIENTE de AMÉRICA LATINA y el CARIBE, 1991, Nuestra propia agenda sobre desarrollo y medio ambiente, 2a edición, Fondo de Cultura Económica, México.         [ Links ]

COMISIÓN ECONÓMICA para AMÉRICA LATINA y el CARIBE, 1991a, El desarrollo sustentable: transformación productiva, equidad y medio ambiente, Santiago de Chile.         [ Links ]

COMISIÓN ECONÓMICA para AMÉRICA LATINA y el CARIBE, 1991b, Evaluaciones del impacto ambiental en América Latina y el Caribe, Santiago de Chile.         [ Links ]

COMISIÓN ECONÓMICA para AMÉRICA LATINA y el CARIBE, 1991c, Balance preliminar de la economía de América Latina y el Caribe, Santiago de Chile.         [ Links ]

COMISIÓN ECONÓMICA para AMÉRICA LATINA y el CARIBE, 1992, Reseñas de documentos sobre desarrollo ambientalmente sustentable, serie Infoplan, Temas Especiales del Desarrollo, Santiago de Chile.         [ Links ]

DIÁLOGO del NUEVO MUNDO SOBRE MEDIO AMBIENTE y DESARROLLO en el CONTINENTE AMERICANO, 1991, Pacto para un nuevo mundo, World Resources Institute, Washinton, D.C.         [ Links ]

GORE Senator Al, 1992, Earth in the balance. Ecology and the human spirit, houghton Mifflin Company, Boston, New York, London.         [ Links ]

GOROSTIAGA, Xavier, 1991, "América Latina frente a los desafíos globales", en Tareas núm. 79, septiembre-diciembre, Revista del Centro de Estudios Latinoamericanos "Justo Arosemena", Panamá         [ Links ].

HOBSBAWN, Eric J., 1992, Seeds od change. Five plants that transformed mankind, Papermac, London.         [ Links ]

JOVANÉ, Juan, 1994, "Medio ambiente y ajuste neoclásico", en César Picón y Rodrigo Tarté (eds.), Ambiente y desarrollo. Panamá ante el desafío global, Fundación Natura, Panamá         [ Links ].

LA JORNADA, 11 de agosto de 1993, p.46, México.         [ Links ]

MARTÍ, José, 1975 Obras completas, ed. de Ciencias Sociales, La Habana.         [ Links ]

MIRES, Fernando, 1990, El discurso de la naturaleza. Ecología y política en América Latina, Departamento Ecuménico de Investigaciones, San José, Costa Rica.         [ Links ]

PORTER, Gareth y Janet Welsh Brown, 1991, Global environmental politics, Westview Press, Boulder, San Francisco, Oxford.         [ Links ]

PROGRAMA de las NACIONES UNIDAS para el MEDIO AMBIENTE (PNUMA); AGENCIA ESPAÑOLA de COOPERACIÓN INTERNACIONAL (AECI); MINISTERIO de OBRAS PÚBLICAS y URBANISMO, 1990, Desarrollo y medio ambiente en América Latina. Una visión evolutiva, Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, Madrid.         [ Links ]

ROSENTHAL, Gert, 1993, en sección Ideas, Excelsior, (091193), México.         [ Links ]

TUDELA, Fernando, 1991, "Diez tesis sobre desarrollo y medio ambiente en América Latina y el Caribe", en Ecológicas, boletín bimestral del Instituto Autónomo de Investigaciones Ecológicas A.C., año 2, vol. 2, septiembre/octubre, México.         [ Links ]

WORSTER, Donald, 1989, "The vulnerable earth: tower a planetary history", en Worster, Donald (ed.): The ends of earth. Perspectives on modern environmantal history, Cambridge University press, Cambridge.         [ Links ]

WORSTER, Donald, 1992, Nature's economy. A history of ecological ideas, Cambridge University Press.         [ Links ]

WORSTER, Donald, 1993, The weallth of nature. Environmental history and the ecological imagination, Oxford University Press, New York.         [ Links ]

 

Notas

1 En lo literario, por ejemplo —con salvedades como la de la obra José María Arguedas—, la hostilidad al medio natural sobrevivirá a sus estilos narrativos y posturas ideológicas de origen, impregnando incluso a la narrativa de corte progresista de la primera mitad del siglo XIX, donde —en casos como Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas, o en El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría—, la naturaleza será vista como un ámbito marcado por la expropiación y represión del campesinado, que abren paso a la expansión capitalista. Más tarde, autores de posturas tan distantes en otros terrenos como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa compartirán tanto esa visión hostil como una actitud de desesperanza en las posibilidades del progreso para poner remedio a tal situación. Sea el ámbito natural como escenario de procesos sociales de explotación y destrucción —en lo que va de Cien años de soledad a El amor en los tiempos del cólera—, sea en su capacidad para preservar las conductas y mentalidades propias de una barbarie concebida como consustancial a los sectores populares —de La casa verde a La guerra del fin del mundo—, esa actitud se presenta como un rasgo dominante en lo más occidental de unas culturas latinoamericanas que, en el proceso, han perdido aquella capacidad de pasmo de los primeros cronistas españoles ante una abundancia en apariencia inagotable, y aún la de esperanza en el uso de esa abundancia para conquistar una prosperidad sin límites, característica del redescubrimiento del medio latinoamericano en el siglo XVIII.

2 Como ocurre, por ejemplo, en el caso de formas muy elaboradas de expresión musical de raíz popular, como las del grupo dominicano 4 40 bajo la dirección de Juan Luis Guerra. Egresado de un conservatorio en Boston, Guerra ha sabido depurar al merengue dominicano de su estridencia, resaltando en cambio su sensualidad y sus posibilidades líricas. Cada uno de sus discos ha incluido temas de acento ecológico tratados en una perspectiva popular. "Ojalá que llueva café" fue el primero; "Si saliera petróleo (como en Kuwait)" destaca en Areíto. "Reforéstame", de Bachata en Rosa y cantado por la vocalista Adalgisa Pantaleón, es de una singular delicadeza: "Reforéstame el amor de ayer/ siembra una tarea de cariño/ en mi corazón/ dale de beber/ abónalo en tu pecho/ desnúdalo sobre el huerto/ y hazlo crecer./ Reforéstame al amanecer/ cubre con tus manos mi lecho/ y un rayo de luz nos dibujará/ mi tierra es de la buena/ tu siembra será cosecha/ una vez más."

3 Aquí, como lo señalara el economista Herman Daly en 1977, "El crecimiento económico es el objetivo más universalmente aceptado en el mundo. Capitalistas, comunistas, fascistas y socialistas, quieren todos el crecimiento económico y se empeñan en maximizarlo... Los atractivos del crecimiento consisten en que es la base del poderío nacional y es una alternativa a la necesidad de compartir, en tanto que medio para combatir a la pobreza. Ofrece la perspectiva de más para todos sin el sacrificio de ninguno" (Worster, 1989a: 17).

4 A partir de la amplitud geográfica de los procesos ambientales considerados, el volumen de la población y de las actividades económicas afectadas directamente, la gravedad de los efectos sobre ambas y la capacidad actual y potencial de enfrentar los procesos ambientales implicados, el documento ubica como problemas fundamentales en lo regional el uso de la tierra, el medio ambiente en los asentamientos humanos, los recursos hídricos, los ecosistemas y el patrimonio biológico, los recursos forestales, los recursos del mar y costeros, la energía, los recursos mineros no energéticos, y la industria; en lo internacional, los casos de las cuencas y ecosistemas compartidos, las precipitaciones ácidas, el destino de residuos tóxicos, las guerras convencionales y la "seguridad ecológica"; en lo global, el riesgo nuclear, el calentamiento climático, las drogas, la pérdida de biodiversidad, la destrucción de la capa de ozono, la contaminación y explotación de recursos de los océanos y el uso de los recursos de la Antártida y del espacio exterior (PNUD/BID, 1991: 23-40).

5 Es notable el creciente consenso en torno al vínculo entre la crisis ambiental y la de la civilización que conocemos. El hoy vicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore (1992) coincide aquí —con todos los matices del caso— con un ecologista de orientación radical como Fernando Mires (1990) con un sacerdote jesuíta y sociólogo como Xavier Gorostiaga (1991) y con un anarquista como Joan Martínez-Alier (1991a, 1991b, 1992).

6 Nos referimos, en primer término, a la transición del mundo de las monarquías al de los Estados nacionales, signada por el conflicto norte-norte y las dos guerras mundiales que lo culminaron; a la que fue del mundo multipolar al bipolar, signada por el conflicto este-oeste bajo el cual tomó forma, a su vez, el conflicto norte-sur y, finalmente, a la transición de nuestro tiempo, en la que el paso a la multipolaridad nueva de un mundo de regiones se presenta signado por un conflicto norte-sur que se combina con —y se articula en torno a— formas nuevas y más complejas de conflicto norte-norte.

7 Para los autores, este paradigma "se sustenta en primer término en las premisas de la economía neoclásica: primero, que el libre mercado siempre maximizará el bienestar social y, segundo, que no sólo existe un abastecimiento infinito de recursos naturales, sino además de 'vertederos' donde depositar los deshechos que resulten de la explotación de esos recursos —a condición de que el libre mercado esté en operación (y) siempre que se otorgue total libertad a la tecnología y se permita a los precios fluctuar lo necesario para estimular la búsqueda de sustitutos, de modo que la escasez absoluta pueda ser pospuesta para un futuro indefinido".

8 Se ha estimado que la creación de las condiciones de saneamiento ambiental necesarias para eliminar nuevamente el cólera de América Latina tendría un costo de unos seis mil millones de dólares. Al sistema internacional realmente existente, sin embargo, le es más fácil reunir en breve plazo los 46 mil millones de dólares que —según estimaciones conservadoras— costó la Guerra del Golfo Pérsico, como le es más sencillo asumir las responsabilidades y los costos de una intervención militar en Somalia, que los que implicaría enfrentar con éxito el problema de la desertificación del Sahel, en la que cabe identificar una de las causas fundamentales de las situaciones de hambruna y conflicto social y político en el África subsahariana.

9 Por referencia a los revolucionarios rusos agrupados en torno a la naródnaya volya —la voluntad del pueblo—, que veían en la comunidad campesina en proceso de destrucción por la reforma liberal zarista de la década de 1860 el núcleo fundamental para la construcción de una sociedad nueva, capaz de evadir los males del desarrollo capitalista mediante la instauración de un socialismo inspirado directamente en las virtudes rurales de la Rusia que desaparecía.

10 Así, la preocupación por la pérdida de la biodiversidad —con todo lo que entraña a su vez de recursos hoy desconocidos para el crecimiento económico futuro— ha venido produciendo un interés creciente en torno a esos movimientos ambientalistas por parte de sectores vinculados a las tendencias tecnocráticas en el ambientalismo de las sociedades noratlánticas. Al respecto, por ejemplo, véase Linden (1991).

11 Como es el caso de la propuesta de un "paradigma alternativo", según el cual el crecimiento económico no puede ocurrir a expensas del "capital natural" de la Tierra, sino que la economía mundial debe aprender a vivir de los "intereses" de ese capital, reduciendo drásticamente el uso de combustibles fósiles, dependiendo más de fuentes de energía renovables, encarando con rapidez la transición a sistemas sustentables de manejo de recursos, y buscando acuerdos para estabilizar la población del planeta al más bajo nivel posible (Porter y Welsh, 1991: 30).

 

Información sobre el autor

Guillermo Castro. Licenciado en Letras por la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba; Maestro en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México; Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad; investigador asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos "Justo Arosamena" y miembro del Consejo Editorial de la revista Tareas. Sus publicaciones incluyen Política y cultura en nuestra América 1880-1930 y la antología de ensayos Panamá: recuento y perspectivas. Correo electrónico: memu@sinfo.net

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons