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Revista mexicana de investigación educativa

versión impresa ISSN 1405-6666

RMIE vol.25 no.87 Ciudad de México oct./dic. 2020  Epub 19-Feb-2021

 

Investigación

¿Cómo educar sobre la complejidad de la crisis climática? Hacia un currículum de emergencia**

How Can We Teach the Complexity of Climate Change? Towards an Emergency Curriculum

Édgar J. González Gaudiano1  * 

Pablo Á. Meira Cartea2 

José Gutiérrez Pérez3 

1 Investigador de la Universidad Veracruzana, Instituto de Investigaciones en Educación, Xalapa, Veracruz, México, email: egonzalezgaudiano@gmail.com.

2 Investigador de la Universidade de Santiago de Compostela, Facultad de Ciencias de la Educación, Departamento de Pedagogía y Didáctica. Santiago de Compostela, España, email: pablo.meira@usc.es.

3 Catedrático de la Universidad de Granada, Facultad de Ciencias de la Educación, Departamento de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación. Granada, España, email: jguti@ugr.es.


Resumen

En este artículo exploramos las dimensiones de la crisis climática a partir de la articulación radical de lo científico, lo político y lo social que provoca la procrastinación de medidas de respuesta que permitirían encarar mejor los desafíos de este problema. A esta perspectiva la hemos denominado la triple hélice del cambio climático. Enfatizamos la dimensión educativa y, particularmente, la investigación e intervención educativas no solo en las escuelas, sino en el conjunto de espacios de la vida cotidiana que tendrían que cambiar rápido su cultura energética para poder transitar hacia una sociedad baja en carbono, así como la necesidad de construir un currículum de emergencia que facilite la constitución de ecociudadanía.

Palabras clave: educación ambiental; cambio climático; currículum de emergencia

Abstract

In this article, we explore the dimensions of the climate crisis. We start with the radical articulation of scientific, political, and social aspects that delays improved responses to the problem. We refer to this perspective as the triple driver of climate change. We emphasize the educational dimension, and in particular, educational intervention and research not only in schools, but also in the spaces of daily life that would have to change their energy culture to move toward a low-carbon society. We also point to the need to build an emergency curriculum that facilitates the constitution of eco-citizenship.

Keywords: climate change education; climate change; emergency curriculum

Para empezar

El cambio climático (CC) se ha convertido en una noticia cotidiana en los medios de comunicación. Cada vez con mayor frecuencia las notas sobre desastres en el mundo infiltran la conversación social y política. Ya sea que se trate de extensos incendios en la Amazonia, Australia, Canadá, California, Indonesia y El Congo; de inundaciones en Venecia, Japón y Francia, o de pérdida de glaciares en Groenlandia y en los Andes, el mundo ha adquirido un nuevo perfil en el que cada año se rompen los máximos de los registros de temperatura. Nuevas imágenes de devastación son añadidas cotidianamente a los inventarios existentes. Y los problemas que no suscitan el interés para la prensa -como el calentamiento y acidificación oceánica, la disponibilidad de agua, la pérdida masiva de especies y el deshielo del permafrost, por citar solo algunos de ellos- contienen implicaciones muy graves y de largo plazo.

Dos vertientes analíticas de trascendencia suelen quedar de lado en este tipo de cobertura noticiosa. La primera es la tendencia a minimizar el impacto social de dichos problemas. Si bien algunas veces se reportan aspectos asociados con las pérdidas de vidas humanas, con daños en propiedades e incluso con estragos en ecosistemas, esto ocurre con mayor frecuencia cuando afectan territorios de los países centrales. Las catástrofes ambientales asociadas a la pobreza y la marginación no aparecen en los titulares mediáticos, a menos que tengan consecuencias transfronterizas, como el caso de las migraciones humanas masivas.

Empero, la segunda y más significativa vertiente es lo inusitado que resulta que se mencionen las causas profundas y estructurales que generan toda esta situación. A pesar de todo lo que sabemos al respecto, buena parte de la población sigue viendo los desastres como fenómenos naturales extremos, derivados de condiciones meteorológicas adversas -y excepcionales- o como una externalidad inevitable de los procesos productivos. Antes bien, los episodios meteorológicos que culminan en desastres son un resultado predecible de un crecimiento económico depredador e insaciable. La mayor parte de los desastres ocasionados por fenómenos naturales han sido socialmente construidos; no son accidentes ni contingencias imprevistas, tampoco son designios divinos o de la mala suerte; argumentos que se emplean como excusa. La cadena discursiva desastre-responsabilidad social es negada, escondida y subestimada; incluso en los casos más extremos, desestimada por la ley, omitida por los tribunales e ignorada por órdenes judiciales. En las llamadas sociedades avanzadas, las condiciones relativas o absolutas de bienestar actúan como una barrera objetiva, pero también cultural, que introduce una distancia psicológica con los desastres y sus causas. Todo esto en el fondo implica eximir a alguien de una responsabilidad específica. El encubrimiento de las causas acontece no solamente en los debates políticos en los congresos y las reuniones internacionales, sino también en el silencio ominoso de disciplinas académicas, universidades y organizaciones profesionales, que prefieren mirar para otro lado para no cuestionar sus tradiciones de solera.

En este artículo nos interesa explorar las dimensiones del problema de la crisis climática que a nuestro juicio intervienen en la postergación de acciones de respuesta científica, política y social. Pero, particularmente, nos enfocamos en la investigación e intervención educativa no solo en las escuelas, sino en el conjunto de espacios de la vida cotidiana que tendrían que cambiar rápido su cultura energética para poder transitar hacia una sociedad baja en carbono (Heras Hernández, 2015) y eludir en lo posible los peores escenarios imaginables en este siglo y el sufrimiento humano que pueden generar. Ello a fin de enfrentar de la mejor manera este formidable desafío que caracteriza al mundo eco-sociopático que vivimos.

Lo científico, lo político y lo social: interacciones en una triple hélice

Lo científico

La información científica sobre la crisis climática compilada durante más de 30 años por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) (IPCC, 2014) -esa a la que Greta Thunberg exhorta a escuchar- plantea escenarios bastante problemáticos para el siglo que transcurre, con marcadas diferencias regionales. En su escenario optimista, aquel que llama a permanecer dentro del rango de los 1.5°C con respecto a los niveles de 2010, “las emisiones antropógenas globales netas de CO2 [tendrían que disminuir] en 45% aproximadamente de aquí a 2030… y [ser] iguales a cero en torno a 2050” (IPCC, 2018:14).1 El IPCC ha trazado la senda biofísica para limitar el calentamiento global, pero ahora corresponde a las sociedades humanas y a sus instituciones construir el atajo de la transición social, económica y cultural para concretarla. Este es el gran reto. En medio de restricciones económicas y financieras, ciclos electorales y gobiernos neoliberales no está claro cómo podríamos disminuir casi la mitad de las emisiones en diez años y alcanzar las “cero emisiones netas”2 para mediados de siglo. El mismo informe señala que para lograr esas metas “se necesitarían transiciones rápidas y de gran alcance en los sistemas energético, terrestre, urbano y de infraestructuras (incluido el transporte y los edificios), e industrial” (IPCC, 2018:17). Metas para las que no existe precedente alguno en su escala y en la velocidad requerida y que implican profundas reducciones en las emisiones en todos los sectores, un amplio conjunto de opciones de mitigación y un importante aumento en la cuantía de las inversiones en esas opciones.

Lo anterior podemos confirmarlo al proyectar las emisiones globales actuales derivadas de las aportaciones voluntarias comprometidas por los países con arreglo al Acuerdo de París. Todas ellas sumadas “no limitarían el calentamiento global a 1.5 °C, incluso aunque se vieran complementadas con aumentos, muy complejos, en la escala y ambición de las reducciones en las emisiones [si se realizaran] después de 2030” (IPCC, 2018:20).

La dimensión del cambio necesario implica transformaciones apremiantes no únicamente para descarbonizar la economía global, sino para modificar de forma radical el estilo de vida dominante. Esto, a sabiendas de que los grupos de interés económico, las resistencias socioculturales de la población y la inercia propia del conjunto de sistemas mencionados anteriormente, ralentizarán aún más la posibilidad de obtener los resultados que pudieran empezar a combatir los efectos más perniciosos del cambio del clima, así como dificultarán por consiguiente las sinergias en la misma dirección. No vemos por ningún lado que una trasformación así pudiese suceder en el poco tiempo que tenemos. Desde 1988, los embrollos y obstrucciones para arribar a los acuerdos requeridos para comenzar a dar respuestas integradas, globales y oportunas a la crisis, han engendrado los precarios avances de las periódicas Conferencias de las Partes (COP) de la Convención Marco sobre el Cambio Climático.

Por lo visto, al IPCC le acaece lo de la maldición de Casandra, quien poseía el don de vaticinar sobre el futuro, pero nadie creía en sus profecías. En efecto, parece una condena detentar la capacidad de prever calamidades climáticas en el corto, mediano y largo plazos y ser impotente para evitarlas porque son ignoradas o desdeñadas por una humanidad entre escéptica y estupefacta ante los acontecimientos.

En un artículo publicado en 2019, David Corn expone la angustia y depresión que están observándose entre los científicos que estudian el clima debido a los diminutos avances sociales y políticos respecto de las medidas de respuesta. Menciona que numerosos científicos se asumen a sí mismos como “canarios en la mina” (metáfora recuperada de la costumbre de los mineros de carbón que portaban un pajarito para monitorear el nivel de gases tóxicos; si el pajarito moría había que evacuar de inmediato). Corn (2019) también cita algunos estudios publicados acerca de la diversidad de emociones y problemas psicológicos que derivan de silenciar o desoír la información científica disponible. Dicho de otra manera, sostiene Corn, los científicos del clima son como Sarah Connor de la serie Terminator, quien sabe de una catástrofe inminente, pero debe defenderse en un mundo que no comprende los presagios y, lo que es peor, no está interesado en reaccionar a las advertencias de lo que se avecina.

Los climatólogos no son los únicos que se encuentran en tal situación. Científicos de diversas disciplinas constatan en cada nuevo parámetro climático que las medidas adoptadas no solamente no están teniendo efectos positivos, sino que el problema está empeorando. Las calamidades que año con año están aconteciendo, sobre todo en las temporadas de estío o de ciclones tropicales, tienen perspectivas de flagelos mayores pronosticados por la ciencia; incluso a pesar de que las valoraciones del IPCC suelen estar por debajo de las estimaciones reales para evitar un alarmismo “injustificado” (Brysse, Oreskes, O’Reilly y Oppenheimer, 2013; Lewandowsky, Oreskes, Risbey, Newell et al. 2015).

La actitud cautelosa de los científicos que constituyen los grupos de trabajo del IPCC no responde a fraude, manipulación, malversación o engaño sobre los hallazgos de la ciencia, pero sucede a efecto de no perder acceso a fondos financieros competitivos o no incurrir en el riesgo de situarse en las listas de científicos proscritos, por no ajustarse a agendas políticamente correctas (Oreskes, Oppenheimer y Jamieson, 2019).3 Hay presiones de diversa índole que van desde el acoso ejercido por los grupos de interés económico y geopolítico que financian el “negacionismo organizado”, hasta el patrón de comportamiento conservador de los mismos científicos que induce sus propios sesgos, debido a que no se atreven a salirse de los cánones y de la progresión gradual de los hallazgos, para poder arribar al consenso científico.

La subvaloración de los datos también suele responder a los procesos usuales que las tradiciones científicas aplican entre cada descubrimiento y su divulgación, así como a los valores intrínsecos de la ciencia. Para el caso particular de la crisis climática, Pittock (2006:341, citado por Puig Vilar, 2017) afirma que si bien los escenarios extremos se minimizan con miras a evitar generar información que pudiera causar alarma social, también reconoce que la verdadera responsabilidad es ofrecer pruebas acerca de los serios riesgos a enfrentar de alcanzarse niveles inaceptables:

Los recientes desarrollos simplemente podrían significar que la ciencia está progresando, aunque también pueden sugerir que hasta ahora muchos científicos pueden haber minimizado consciente o inconscientemente las posibilidades más extremas en el rango superior de incertidumbre, en un intento de parecer moderados y “responsables” (es decir, para evitar asustar a la gente) […] Sin embargo, la verdadera responsabilidad es proporcionar evidencia de lo que debe evitarse: definir, cuantificar y advertir sobre posibles resultados peligrosos o inaceptables (Pittock, 2006:341) (traducción libre de los autores).

De ahí que la situación puede ser peor de lo comunicado por el IPCC y los resultados previstos en las negociaciones multinacionales para mantener el CO2 por debajo de los niveles peligrosos podrían ser considerablemente más difíciles de alcanzar (Monastersky, 2009).4 Este exceso de mesura y de autocensura por parte de los climatólogos podría estar contribuyendo a que las políticas de respuesta y las medidas sociales a poner en marcha con la radicalidad y el apremio requeridos, continúen posponiéndose porque la emergencia climática es percibida por la gente como poco preocupante (Puig Vilar, 2017).

A ello sumamos las dificultades derivadas de las barreras epistemológicas que existen entre las propias disciplinas académicas y sus comunidades de práctica para transferir y comunicar sus resultados, así como para construir y compartir un conocimiento ambiental transdisciplinar en el que se mezclan temas propios de la ética, la política, la economía, la sociedad y el ambiente; con dimensiones implícitas de seguridad, riesgo y sustentabilidad, que afectan la prospectiva de la humanidad, de su bienestar y su destino. Nos encontramos ante un tipo de ciencia que no puede permitirse el lujo de simplemente modelizar y hacer abstracciones de los complejos problemas del mundo real (y los posibles escenarios climáticos extremos), sino que debe lidiar con ellos directamente y apostar a soluciones urgentes para su abordaje. Asumiendo, además, que las interacciones complejas no son estrictamente físico-naturales, pues se expresan también en lo social y mantienen sinergias que repercuten en otros aspectos controvertidos como la migración, la pobreza, la explotación, el extractivismo y las guerras por los recursos.

La integración de riesgos y la evaluación de las incertidumbres en las políticas de respuesta al CC (Ferradas, 2007; Angulo, 2007) precisa considerar que “la interface entre ciencia y política está afectada por la incertidumbre epistémica y por la incertidumbre debida a las lagunas de información o conocimiento en la caracterización del fenómeno climático” (IPCC, 2014:54). Hacer frente a la falta de conocimiento del campo de las ciencias sociales sobre el CC se ha convertido en una variable decisiva de la toma de decisiones y de su conexión con los aportes de las ciencias del clima, marcando pautas en los retos de la nueva agenda de investigación transdisciplinar y en la urgencia en tomar decisiones ante la crisis climática.

Como no podemos anticipar el futuro, resulta más importante saber cómo esa falta de conocimiento se relaciona con el sistema público de toma de decisiones, y con los procesos de aprendizaje colectivo que han de orientar nuestras alternativas en situaciones de incertidumbre como situaciones sociales altamente complejas (Bechmann, 2004:30). Entre los factores sociales que generan incertidumbre destacan la existencia de lagunas de conocimiento sobre el grado de aceptación pública de las distintas opciones tecnológicas y políticas sobre cómo van a responder los “actores del mercado” a las políticas de respuesta; sobre la dificultad para valorar el efecto macroeconómico agregado de los cambios de comportamiento en la ciudadanía; sobre cómo la aceptación de las acciones de mitigación y adaptación puede estar mediada por las percepciones sociales del riesgo y de la vulnerabilidad ante el CC de personas y comunidades, así como por la percepción de los costos y/o beneficios esperados de esas acciones a corto, medio y largo plazos (IPCC, 2014:158). Sin embargo, más conocimiento no asegurará al cien por ciento una transformación del riesgo en seguridad, antes bien parece lo contrario: mientras más sabemos, mejor sabemos que no sabemos y más precisa se vuelve nuestra conciencia de los riesgos (Luhmann, 1991).

Lo político

La negociación política que tiene lugar cada año sobre el CC se manifestó con claridad meridiana en la Conferencia de las Partes (COP) 25, celebrada en Madrid, España, en 2019, después de que Chile desistiera de realizarla por el estallido social en este país. No obstante, el “tiempo de actuar” -lema de la conferencia- fue nuevamente pospuesto. Las dos semanas de intensas negociaciones en el pleno, en grupos o a puerta cerrada (más una prórroga inédita de 42 horas), fueron insuficientes para que los delegados de casi 200 países participantes pudieran arribar a las resoluciones demandadas por los científicos y los inquietos grupos de la sociedad civil. Los “logros” anunciados son minimalistas frente a la urgencia climática. De este modo, el de por sí limitado Acuerdo de París, suscrito hace cinco años, prácticamente entra en una fase de enfermedad terminal; dicho de otra manera, el Acuerdo se ha convertido en papel mojado sumándose con ello al debilitamiento del multilateralismo. En el último momento, para salvar la cara y no culminar en un fracaso mayor, una comunidad internacional fragmentada y antagónica alcanzó el consenso de instar a los países a que en 2020 incrementen sus metas nacionales voluntarias de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (MITECO, 2019).

Veinticinco años de negociaciones no parecen haber generado un mapa de ruta acorde con la urgencia del caso. António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, en su discurso inaugural de la COP25 apeló a la voluntad política de los países para evitar el punto de no retorno, estableciendo un precio a las emisiones de carbono, suprimiendo los subsidios a los combustibles fósiles y gravando la contaminación, no a las personas (EFE: Verde, 2019a). Al concluir la conferencia, en un comunicado manifestó su decepción: “La comunidad internacional ha perdido una oportunidad importante de mostrar una mayor ambición en mitigación, adaptación y finanzas para afrontar la crisis climática” (Niño, 2019; EFE: Verde, 2019b). Por su parte, Greta Thunberg, la adolescente sueca convencida del activismo por el clima, designada “personalidad del año 2019” por la revista Time y nominada para el Premio Nobel de la Paz, representó en la COP25 a los millones de jóvenes movilizados por el problema y nuevamente acusó que la información disponible por la ciencia continúa siendo ignorada en las decisiones políticas (Alter, Haynes y Worland, 2019).

Complejos intereses económicos y políticos intervienen en este resultado, no solamente por parte de los países que son grandes emisores como China e India que se han resistido a aceptar compromisos que limiten su crecimiento -al que aducen tener derechos históricos-, sino también de Estados Unidos, país que incluso ha anunciado su retirada del Acuerdo de París para respaldar a su industria del petróleo y el carbón. Esta decisión contiene el riesgo de desencadenar la salida de otros países, como Rusia, Australia y Brasil, cuyos líderes han cuestionado los beneficios de perseguir el objetivo de cero emisiones netas, si ello pone en peligro la creación de empleos y el crecimiento, a pesar de la devastación de millones de hectáreas que han padecido por los incendios forestales entre 2019 y 2020.5 Únicamente la Unión Europea ha sido consistente en ese propósito al aprobar alcanzar la neutralidad carbono en 2050, pero camina en solitario entre las grandes potencias en apoyo a los países más vulnerables.

Naomi Klein denuncia que durante las últimas cuatro décadas grupos de interés afines a las grandes corporaciones: “han explotado sistemáticamente […] diversas formas de crisis para imponer políticas que enriquecen a una reducida élite: suprimiendo regulaciones, recortando el gasto social y forzando privatizaciones a gran escala del sector público” (Klein, 2015:21-22).6 Debido a ello plantea:

[…] la del cambio climático es una batalla entre el capitalismo y el planeta […] La batalla ya se está librando y, ahora mismo, el capitalismo la está ganando con holgura. La gana cada vez que se usa la necesidad del crecimiento económico como excusa para aplazar una vez más la muy necesaria acción contra el cambio climático, o para romper los compromisos de reducción de emisiones que ya se habían alcanzado […] La gana cada vez que aceptamos que las únicas opciones entre las que podemos elegir son todas malas sin excepción: austeridad o extracción, envenenamiento o pobreza (Klein, 2015:38-39).

En esta misma línea, Oreskes y Conway (2018) recuerdan cómo cuando los intereses económicos de las corporaciones se ven amenazados por los resultados de la investigación científica reaccionan de manera agresiva no solo negándolos con supercherías y minusvalorándolos con base en datos falsos o sesgados como verosímiles, sino incluso, como hicieron con Rachel Carson (1962) y sus reveladores datos sobre los dañinos efectos del DDT en la naturaleza y en la salud, demonizando a los investigadores y desplegando campañas de descrédito y difamación.7 De ahí se deriva en gran parte la actitud recelosa de muchos investigadores al atenuar los resultados de sus estudios.

Lo social

Varios estudios se llevan a cabo periódicamente para detectar cómo se modifica la percepción social sobre el CC. Uno de los más conocidos es el que publican conjuntamente las universidades de Yale y George Mason (Estados Unidos), consistente en los informes del Programa sobre Comunicación del Cambio Climático en ese país. Algunos de los resultados más recientes (Leiserowitz, Maibach, Rosenthal, Kotcher et al., 2019) registran que alrededor de siete de cada diez estadounidenses (69%) piensan que el fenómeno ya está ocurriendo. Pero de ellos, solamente 46% está “extremadamente” o “muy” seguro. De igual forma y aunque poco más de la mitad de la población (55%) entiende que es principalmente causado por actividades humanas, uno de cada tres (32%) piensa que se debe principalmente a cambios naturales en el ambiente. Adicionalmente, aunque cerca de la mitad de los estadounidenses (53%) entienden que la mayoría de los científicos piensan que el CC está ocurriendo, casi dos de cada diez (17%) comprenden cuán fuerte es el nivel de consenso entre ellos. Apenas cuatro de cada diez (38%) piensan que las personas en Estados Unidos están siendo perjudicadas por el CC “ahora mismo”; pero la mitad de ellos (49%) considera que las nuevas tecnologías pueden resolverlo sin que las personas tengan que hacer grandes cambios en sus vidas.

Por otra parte, Heras Hernández y Meira Cartea (2016-2017:49-50) reportan los resultados de amplios estudios demoscópicos de la sociedad española realizados en 2008, 2010 y 2012 acerca de las creencias y las valoraciones de la población española sobre el CC. Si bien las muestras consultadas admiten mayoritariamente que el fenómeno existe y está ocasionado por la actividad humana, “un porcentaje significativo [...] aún percibe desacuerdos y dudas en la comunidad científica. En el caso de la sociedad española esta cifra alcanzó en 2013 el 39%; es decir, prácticamente la mitad de quienes creen que el cambio climático es real”. Los autores afirman que ello podría explicar, entre otros factores, la falta de “prioridad” o “urgencia” atribuida al problema y que es probable que, en alguna medida, formen parte de las causas reales de la limitada relevancia social del CC en España. Concluyen que no solo se hace muy poco al respecto, sino que se mira hacia otro lado como si el problema no existiera.

Estudios más recientes sobre la posición de la sociedad española ante el cambio climático muestran una evolución que contrasta con la relevancia pública que esta problemática ha alcanzado durante el último año debido a la irrupción global de Greta Thunberg, si bien el movimiento se ha visto eclipsado por la emergencia por COVID-19. Según uno de los últimos barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS, 2018), un porcentaje mayoritario de la población española (83.4%) sigue creyendo que el cambio climático existe, pero es prácticamente un 7% menos que en la demoscopia realizada por Meira Cartea, Arto Blanco, Heras Hernández, Iglesias da Cunha et al. (2013). En este mismo estudio, la proporción de quienes no creen en el CC se habría duplicado: de 4.6 a 10% de 2013 a 2018 (CIS, 2018:6). Esta tendencia apunta en dirección contraria a lo que cabría esperar en un escenario público en el que el CC parece haber adquirido mayor significación.

Si bien el negacionismo climático sigue siendo minoritario en España, que haya duplicado su presencia puede indicar que la mayor relevancia social de la crisis climática está generando cierta polarización en la opinión pública, transformando su cuestionamiento en signo de pertenencia para determinados grupos partidarios que conectan con corrientes neoconservadoras muy influyentes en otras sociedades (Estados Unidos, Brasil, Australia, etc.). Un estudio más reciente (Lázaro Touza, González Enríquez y Escribano Francés, 2019) informa de otra tendencia preocupante en la sociedad española: si en Meira Cartea et al. (2013:33), 39% de la población española percibía que había “poco” o “ningún acuerdo” en la comunidad científica sobre las causas del CC, las dudas sobre el consenso científico alcanzan a 59% de la población en la demoscopia de Lázaro Touza, González Enríquez y Escribano Francés (2019:25).

Siguiendo el mismo patrón del parámetro relativo a la creencia, parece que el mayor peso de la crisis climática en la agenda pública también genera dudas sobre el consenso entre la comunidad científica. De nuevo habría que considerar la hipótesis de la polarización, incluso como fruto de una estrategia diseñada desde los Think Tank negacionistas para sembrar las dudas (Oreskes y Conway, 2018) en una sociedad, cada vez más sensibilizada por la amenaza climática pero, por ello, cada vez más atractivo como blanco de las campañas que buscan su cuestionamiento.

Por otra parte, el Latinbarómetro 2017, un estudio realizado con muestras representativas mediante 20 mil 200 entrevistas cara a cara llevadas a cabo en 18 países de América Latina y el Caribe, ofrece resultados interesantes relacionados con la percepción del CC. Este fenómeno ha adquirido notoriedad en la región en los últimos años, debido a una mayor presencia mediática del tema, así como por una serie de desastres ocasionados por fenómenos meteorológicos que han afectado a estos países en el pasado cercano (huracanes, inundaciones, sequías, etc.) y los derivados de los proyectos neoextractivistas con severos impactos socioambientales, particularmente de la minería.

El resultado más notable de ese estudio, que muestra diferencias sustantivas con respecto a otras regiones del mundo desarrollado, es que:

[…] el 71% de los habitantes de la región dicen que hay que darle prioridad a la lucha contra el cambio climático, sin importar sus consecuencias negativas en el crecimiento económico. Esto va desde un 85% en Colombia a un 60% en República Dominicana. En Ecuador, el país más escéptico respecto de la existencia de este fenómeno, un 80% privilegian la solución del problema por sobre el crecimiento económico (Latinbarómetro, 2017:45).

El estudio sostiene que el CC ha llegado a la región para instalarse en el epicentro de diversas luchas de poder, como cuando se enfrentan el Estado y los capitales privado y extranjero, así como entre los intereses colectivos y los gobiernos proclives a la desregulación ambiental que actúan con suma discrecionalidad. Esta disputa se inscribe en una región con alrededor de 40% de la biodiversidad mundial (PNUD, 2010), pero con serias desigualdades sociales, una creciente degradación ambiental y una aniquilación biológica masiva (Ceballos, Ehrlich y Raven, 2020). Por ello, la población cada vez más demanda saber quiénes son los beneficiarios del desarrollo, así como cuáles son los riesgos presentes y futuros que se socializan, con mayores impactos entre la población más vulnerable afectando su salud, sus medios de subsistencia, su situación económica, el medio ambiente y la disponibilidad de recursos naturales (CAF, 2014).

Otros estudios de la población de la región latinoamericana añaden datos en el mismo sentido, reconociendo características diferentes respecto de los países europeos. Es el caso de una encuesta estadísticamente representativa de la población mayor de 18 años de América Latina (StatKnows, 2019), en 17 países de América y el Caribe. Se realizó con base en una muestra de 7 mil 232 personas, de un universo de 430 millones 411 mil 41 personas. El resultado principal es que el cambio climático es percibido como el principal problema ambiental en 14 de los 18 países. Alcanza porcentajes superiores en Panamá (32%) y Costa Rica (31%). Una gran mayoría (82%) considera que “el cambio climático empeorará la pobreza y la desigualdad en mi país”, y que “los efectos del cambio climático afectarán principalmente a las personas más pobres” (73%). El 75% asocia emocionalmente CC con preocupación y 97% de los encuestados considera que sus respectivos países están poco o nada preparados para enfrentar este fenómeno.

Es en este contexto que el cambio climático adquiere características políticas singulares y obliga a considerar cómo se puede responder a las amenazas que comporta desde distintos ángulos y ámbitos institucionales. La educación y la investigación educativa han de tener un papel relevante dadas las exigencias que las sucesivas declaraciones de emergencia climática van a proyectar sobre los procesos y los recursos educativos formales y no formales. Las respuestas educativas han de contribuir al cambio cultural que requiere la descarbonización -como objetivo prioritario de las políticas de mitigación- y la protección de las comunidades humanas vulnerables ante las que son y serán consecuencias inevitables del cambio climático -como objetivo primordial de las políticas de adaptación-.

Ese es el propósito del proyecto Respuestas educativas y sociales contra el cambio climático (RESCLIMA), liderado por la Universidad de Santiago de Compostela, hacer estudios comparativos entre España, México, Portugal, Brasil y más recientemente Italia, con población de estudiantes universitarios y de secundaria. El trabajo se ha basado en la aplicación de encuestas adaptadas a muestras significativas (no representativas) de los países implicados. El instrumento se organizó en dos bloques de indagación. El primero -más extenso- explora conocimientos y creencias del cambio climático y, el segundo, las valoraciones que tienen los estudiantes sobre el potencial de amenaza de este fenómeno, derivadas de sus experiencias educativas acerca del mismo.

Para el caso de los estudiantes de secundaria, el trabajo se desarrolló durante el ciclo escolar 2016-17, en distintos meses en función de las peculiaridades del calendario académico de cada país. La muestra final ha sido de mil 671 estudiantes (España, n= 418; Italia, n= 418; México, n= 401 y Portugal, n= 434).8 Las muestras fueron constituidas con base en criterios de estratificación que permitieran su comparación (centros educativos de poblaciones de tamaño pequeño e intermedio o periurbanos y cursos equivalentes con base en el criterio de edad). La lógica de este diseño es que las muestras sean comparables y significativas para el objeto del estudio, no solamente entre la población de secundaria, sino también con los resultados de la población universitaria indagada unos años antes en el proyecto RESCLIMA 1 (EDU2012-33456). También se elaboró un perfil sociodemográfico y curricular de los centros en los que fue aplicada la encuesta, para estimar la posible influencia de factores contextuales en los resultados. Los datos fueron analizados con el paquete estadístico SPSS.

En la Figura 1 podemos observar cómo las puntuaciones medias fluyen en un rango similar en todas las muestras, sin diferencias estadísticamente significativas entre los países (salvo en algunos ítems), ni entre creencias y conocimientos (bloque 1), aunque sí en cuanto a la percepción de la amenaza (bloque 2).

Fuente: elaboración propia con base en los resultados del estudio.

Figura 1 Resultados comparativos entre países en educación secundaria 

Destaca cómo los estudiantes mexicanos perciben el CC como una amenaza directa tanto personal como nacional, mientras que son los italianos quienes valoran menos su potencial de amenaza nacional y menos aún como un riesgo personal (Figura 2).9 En una situación intermedia se sitúan las muestras española y portuguesa, si bien con la tendencia a considerar el CC más como un riesgo nacional y menos como algo que les puede afectar personalmente. Este es un resultado fundamental del estudio: la existencia de niveles de creencias y conocimientos similares, pero con percepciones diferenciadas de los riesgos atribuidos al CC.

Fuente: elaboración propia con base en los resultados del estudio.

Figura 2 Percepción del riesgo del CC en estudiantes de educación secundaria de México e Italia 

Lo anterior también es evidente cuando se comparan los resultados de los cuestionarios aplicados a estudiantes de secundaria y universitarios: aunque las puntuaciones medias son ligeramente superiores en las muestras de universitarios, el perfil de respuesta a los 32 ítems del bloque 1 es el mismo en ambos niveles educativos. La investigación pone de manifiesto el peso de la cultura común en la representación social del CC y las disposiciones a actuar en consecuencia, así como la mínima influencia de los procesos educativos escolarizados en este resultado.

Esos resultados también muestran la complejidad de los procesos que implican la trasposición de la ciencia del cambio climático a la sociedad y la necesidad de tener en cuenta los procesos culturales por los cuales esta información es reelaborada y re-presentada en el marco de la cultura común, algo que los programas de educación y alfabetización científica no suelen tener en cuenta. Otra derivación clave es la necesidad imperiosa de crear una agenda de investigación que explore las mejores estrategias pedagógicas y comunicativas para responder a la emergencia climática con mayor eficacia y ajuste a los cambios sociales y culturales que exige la urgencia y gravedad de la situación.

La triple hélice de interacción de aspectos científicos, políticos y sociales exhibe un problema sumamente complejo y relevante que debiese tener prioridad en el marco de las políticas públicas, pero no es así. De hecho, como puede observarse, la mayoría de la población, aunque está informada del problema, no se encuentra activada para emprender los cambios requeridos con la radicalidad necesaria, ni para ejercer la presión debida a los grupos gobernantes para transitar por otro mapa de ruta. El distinto grado de preocupación declarado por la población latinoamericana suponemos que proviene de la distinta percepción del riesgo y vulnerabilidad respecto de otras regiones. ¿Es esta una variable a considerar en procesos educativos ad hoc? ¿Qué tipo de educación debiéramos impulsar para lograr mejores resultados? ¿De qué magnitud tendrían que ser los cambios para que la institución escolar deje de formar parte del problema y contribuya a su solución? ¿Cómo articular lo que la escuela hace o debiese hacer con los procesos educativos que sobre este fenómeno están ocurriendo en las calles, con la movilización social que comienza a escalar hacia nuevas expresiones?

La respuesta a esas cuestiones no es fácil. Lo lógico sería una redefinición de los marcos curriculares oficiales -en sintonía con los procesos y recursos de la educación no formal- para situar la crisis climática y la transición hacia sociedades descarbonizadas y resilientes entre sus prioridades. No se puede interpretar de otra forma la inclusión en el Acuerdo de París del artículo 12:

Las Partes deberán cooperar en la adopción de las medidas que correspondan para mejorar la educación, la formación, la sensibilización y participación del público y el acceso público a la información sobre el cambio climático, teniendo presente la importancia de estas medidas para mejorar la acción en el marco del presente Acuerdo (Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, 2015).

No ignoramos que hay otros asuntos urgentes que deben reconsiderarse en el currículum oficial vigente; asuntos que agreden y vulneran a grandes grupos de la población, que han emprendido significativos movimientos en defensa de sus derechos, como el feminista, el de los grupos culturalmente diferenciados (principalmente de los pueblos originarios y afrodescendientes), el de las reivindicaciones sexuales y reproductivas, así como el de la lucha contra el racismo y toda forma de colonialismo, entre otros. Pero lo que queremos plantear aquí, sin minusvalorar el apremio de atender curricularmente dichas causas de raigambre secular, es que el cambio climático -por su naturaleza global y radical- es el telón de fondo que exacerba las condiciones de existencia de la vida misma y empeora problemáticas de suyo complejas, como las pandemias, la inseguridad alimentaria, la escasez hídrica, la extinción a gran escala, las migraciones masivas, la violencia, la desesperanza y los conflictos armados.

Es obvio, que dicha reforma curricular dista mucho de ser posible de forma inmediata y global (Fahey, 2012; Reid, 2018). De hecho, las apuestas educativas asociadas a los proyectos de reducción de emisiones y adaptación presentados hasta ahora por los países firmantes del Acuerdo apenas dan cuenta de acciones puntuales y limitadas, como denuncian los estudios comparados (Von Storch, Chen, Pfau-Effinger, Bray et al., 2019; Richardson, Heidenreich, Álvarez-Nieto, Fasseur et al., 2019). En este escenario surge una cuestión más apremiante para responder desde los sistemas educativos a la situación de urgencia que implica la crisis climática: ¿Qué implica y cómo podríamos operativizar un currículum de emergencia ante la rigidez inmanente a los sistemas educativos vigentes?

La dimensión educativa: un currículum de emergencia

Un currículum de emergencia implica pensar en los márgenes e intersticios de las políticas educativas imperantes, a fin de encontrar respuestas distintas de aquellas que se alinean a una concepción subordinada de la función educativa del Estado. Esas que acatan de forma sumisa el mandato del capitalismo global para proveer individuos afines a la racionalidad que ha engendrado la crisis climática. Un currículum de emergencia no puede nacer de la matriz epistémico-pedagógica colonizada que configura un sistema educativo que camufla, falsea e incluso niega la ruina socioambiental en marcha (Peters, Lankshear y Olssen, 2003). Una nueva matriz de planificación curricular debe construirse -como dispositivo para rearticular la actual totalidad desorganizada- desde los aportes de los tres ejes de la hélice social, científica y política. Ello, a efecto de lograr un nuevo posicionamiento en el que la educación en todas sus facetas, ámbitos, contextos e instrumentos trence esta triple hélice en una cadena de ADN curricular, orientada a educar en la complejidad de la emergencia climática para vislumbrar escenarios de cambio inmediato y efectivo (Figura 3).

Fuente: elaboración propia.

Figura 3 Matriz epistémico-pedagógica de triple hélice  

En otras palabras, un currículum de emergencia concebido desde esa crítica supone detener la fuga hacia adelante que insiste en:

  • Reforzar solo la alfabetización sobre el clima, asumido como tema constreñido a las ciencias naturales y a partir de la premisa del déficit informativo; asimismo, organizar el proceso educativo con base en asignaturas incomunicadas entre sí que orbitan en torno de la cognición de contenidos homogeneizados, sin propiciar la participación, la responsabilidad y el aprendizaje significativo y situado del estudiante acerca de una emergencia climática que afectará la calidad de su vida de manera radical (González Gaudiano y Meira Cartea, 2019; González Gaudiano y Meira Cartea, 2020). Se trataría de dejar de considerar el cambio climático como un tema para convertirlo en un problema complejo y socialmente controvertido, que es preciso conectar con la vida cotidiana de las personas y las comunidades para contextualizarlo y convertirlo en significativo para sus vidas.

  • Invisibilizar la dimensión ético-política de la crisis climática, al admitir solamente la necesidad de un ajuste de la economía global, administrando una mayor eficiencia tecnológica para arribar a la sustentabilidad de un capitalismo verde, bajo la falaz premisa de que la conservación de la calidad de la biosfera es compatible con el crecimiento a largo plazo, sin necesidad de alterar las relaciones sociales y de producción (Taibo, 2011; Rodríguez Panqueva, 2011; Sempere, 2018).

  • Morigerar las posturas críticas que podrían nutrir el proceso de constitución de agentes del cambio estructural requerido, al promover un ‘ambientalismo blando’ reducido a alentar el empleo de coches híbridos y lámparas ecoeficientes, así como la separación de residuos domésticos (Baraona Cockerel y Herra Castro, 2018), sin analizar la raíz del estilo de vida -como los patrones de producción, distribución y consumo-, para evitar lesionar los intereses del capitalismo global y sus intereses locales.10

  • Procrastinar las decisiones individuales y colectivas mediante la minimización del sentimiento de urgencia que dimana del conocimiento científico disponible. La ciencia climática muestra fehacientemente el quebranto del metabolismo de los procesos que dan soporte vital al planeta, pero el dogma económico neoliberal inocula un falso optimismo tecnológico y una ilusoria visión de un futuro de progreso permanente -aunque algunos, cada vez más, pierdan-; una prescripción que no solamente anestesia e induce un estado hipnótico en la población, sino que acelera sus condiciones de riesgo y vulnerabilidad.

El cambio climático encarna un escenario de controversia inédito en la teoría del currículum contemporánea y sitúa a los educadores en nuevos escenarios profesionales. En primer lugar, demanda una ruptura radical del consenso social estructural clásico en el que el sistema educativo mantenía cierta fidelidad hacia unos objetivos, contenidos y valores universales que la escuela debía transmitir desde una particular visión y misión tecnocrática de respuesta común ante las problemáticas ambientales emergentes y la conservación de ecosistemas. Aunque este consenso nunca llegó a determinar completamente la práctica curricular (por ello se habla del currículum oculto), en épocas pasadas hubo pactos y acuerdos más o menos básicos sobre los contenidos y valores ambientales a transmitir en el campo de la educación, marcados como estándares universales que llegaron a escribirse como reformas curriculares constructivistas inspiradas en un enfoque transversal que apenas llegó a tomar tierra en la praxis educativa.

En segundo lugar, la globalización mueve el piso, especialmente la globalización de la crisis socioambiental que se expresa a través del cambio climático; si vivir en sociedades cerradas imponía un formato compartido de socialización convergente y poco cuestionada, ahora el currículum escolar homogéneo hace agua por su falta de respuestas a escenarios vitales de riesgos y problemas ambientales y de salud reales que la ciencia puede objetivar.

En tercer lugar, lo que era alerta incipiente hace tres décadas -el IPCC se crea en 1988- ahora se troquela en respuesta imperiosa, ágil y contundente que exige de conciencia crítica y compromiso activo de todos los agentes. En un marco de cultura poscolonial y posmoderna, estos universales categóricos quiebran, quedan obsoletos y desvelan su incapacidad para atender escenarios de crisis y demandas de urgencia.

Mientras, el sistema continúa sin visos de renovación, recitando sus mantras ancestrales y anestesiado, con baja capacidad de respuesta muy a pesar de la creciente intensidad de las alarmas y los apremios. De nuevo es el factor social el que estimula su remozamiento, al ser los propios jóvenes los que organizan su “currículum paralelo” (Javadi y Kazemirad, 2020) fuera de las aulas para coordinarse y actuar, aprender de sus proclamas en la calle y transformar colectivamente, demandando al sistema agilidad en sus respuestas y diligencia en su puesta al día. Véanse al respecto las convocatorias del creciente movimiento Extinction Rebellion.

En un proceso cuya fuerza y capacidad de influencia social y política están aún por calibrarse, los jóvenes protestan y hacen huelgas los viernes, descontentos de las pobres decisiones de sus gobernantes, de su falta de responsabilidad institucional y su débil compromiso con la descarbonización y la reducción de las emisiones. Objetan ante la falta de sensibilidad de los adultos y denuncian un currículum que no satisface sus necesidades, intereses, demandas y preocupaciones; en un contexto de decisión urgente ante el que se sienten gravemente perjudicados y privados del derecho universal a disfrutar de un planeta sano y habitable en el presente y el futuro. Instan a mayores cotas de compromiso de la investigación educativa y de las agendas públicas institucionales. Ser sensibles a su cuestionamiento obliga a los investigadores educativos a priorizar los estudios curriculares acerca de qué debemos hacer, cómo y con qué recursos para responder a los reclamos flagrantes de estas jóvenes generaciones.

En un marco de referencia curricular ortodoxo-clásico, difícilmente caben las demandas de complejidad, pluralidad y emergencia que proyecta el cambio climático sobre los distintos componentes de los sistemas educativos actuales. Se eluden -o son muy escasos- los intentos serios de incorporar el conflicto y la urgencia de los cambios en el seno de una ideología de aparente consenso, que guarda poca semejanza con las contradicciones que rodean al control y la organización de la vida social.

Bajo condiciones tan desafiantes, un currículum de emergencia ha de establecer operativamente, a largo plazo, el imperativo de la ecociudadanía en una visión ontogénica y política para refundar el camino del mundo desde una perspectiva ecosocial (Sauvé, 2017):

La ecociudadanía nos lleva al nivel más reflexivo de la ética, al nivel ético de una democracia que reconoce la naturaleza como sujeto de derecho… [y] se enraíza en el territorio. Los ciudadanos son seres encarnados, situados, contextualizados y no solo seres racionales, actores de una democracia des-carnada. En este sentido, […] las luchas socio-ecológicas contra la invasión de proyectos extractivistas exógenos son espacios privilegiados para la toma de conciencia de la pertenencia territorial (en relación con una identidad territorial) y su corolario, la responsabilidad territorial colectiva (Sauvé, 2017:272-273).

Sauvé (2017) apela a la creación de competencias críticas, éticas, heurísticas y políticas para aprender a construir colectivamente un saber significativo -una inteligencia colectiva- que nos permita definir un proyecto ecosocial común. De ahí que, dice Lucie Sauvé (p. 274), en los procesos de movilización por reivindicaciones sociales y políticas, es posible tomar conciencia de la dimensión colectiva de la acción: aprender a conocernos mutuamente, “a trabajar juntos entre protagonistas, entre miembros de unidades de resistencias o de equipos de proyectos; aprender a vivir las inevitables tensiones en los grupos, a resolver conflictos, a enfrentar los desafíos, a reconocer los avances, etc. Aprender a debatir, discutir, argumentar, deliberar, comunicar”.

Coincidimos con Lucie Sauvé en que la formación de ecociudadanos debe darse en la lucha, en el compromiso activo -en la escuela, en la familia, en la calle, en el trabajo-, asumiendo los liderazgos y responsabilidades que a cada quien le correspondan, para poder estar en condiciones de reconstruir una identidad ecológica -individual y colectiva-, así como una dimensión política con base en competencias para saber cómo podemos actuar. Sin embargo, también destacamos la necesidad de una dimensión afectiva, puesto que la representación social de la realidad finalmente se construye con base en un bucle recursivo (Morin, 1996) de narrativas verbales y no verbales (simbólicas, icónicas, gestuales,…) que modifican nuestra estructura cognitiva, pero que asimismo movilizan emociones que son ontogénicamente anteriores a la formación de conceptos. En tal virtud, el compromiso político con el cambio climático está articulado a una disposición emocional que no podemos ignorar, puesto que forma parte intrínseca de la construcción de sentido de la práctica social.

Una de las áreas en la que un currículum de emergencia tendría que intervenir para formar ecociudadanos es en la del consumo. Las prácticas de consumo preconizadas por la ideología del neoliberalismo han convertido en adictas a millones de personas que ignoran el papel que desempeñan en esta nueva razón del mundo (Laval y Dardot, 2013). El consumo se ha convertido en una racionalidad que tiende a estructurar la acción y las aspiraciones sociales, sobre todo de muchos niños y jóvenes, administrando sus conductas y sus deseos para inducir la regulación de sí mismos -una biopolítica en el sentido de Foucault (2007) -. En otras palabras, responder automáticamente al marketing al consumir es también un habitus que produce cierto tipo de relaciones sociales, ciertas maneras de vivir, ciertas subjetividades, para percibir y legitimar el mundo de determinada manera y actuar en él de acuerdo con esta representación, constituyendo “estructuras estructurantes estructuradas”, según Bourdieu (2007).

Nada más contrario a la necesidad de crear condiciones para arribar a una eficacia colectiva (Sampson, Raudenbush y Earls, 1997; Bandura, 1997) ecociudadana con base en competencias críticas, éticas, heurísticas y políticas (Sauvé, 2017), que el patrón de consumo que se ha instalado en la normalidad de nuestras vidas.11 Por ejemplo, las tecnologías de la información cada vez más median las esferas de interacción consigo mismo, entre nosotros y con el medio ambiente. Al deshumanizar las relaciones sociales y naturalizar un proceso de creciente alienación con el mundo-mundos (De Alba, 2009), las tecnologías de la información oscurecen las diversas manifestaciones de dominación no solamente política y económica, sino también cultural, así como legitiman las contradicciones históricas del pasado y del presente y, por ende, los rasgos para escrutar el futuro.

¿Cómo hacer frente con un currículum de emergencia a la matrix de este poderoso proceso? A la espera de una reacción sistémica del mundo educativo, la construcción de un currículum de emergencia ha de convertirse en un campo de confrontación de argumentaciones basadas en evidencias de las ciencias del clima, en un escenario para aprender a convivir y tolerar las incertidumbres y para promover la construcción dinámica de consensos sociales a imagen y semejanza del trabajo de los científicos, sujetos a la relatividad y provisionalidad de los hallazgos y la transitoriedad de las medidas adoptadas. De esta forma podremos aprender a emitir menos gases de efecto invernadero, cambiar los hábitos alimentarios y combatir el control social hegemónico, orientado a la reproducción cultural desarrollista y el imperativo económico neoliberal del crecimiento sin límites. Esto implica plantar cara al eslogan de la ingenua neutralidad oculta tras los procesos de selección curricular al servicio de la reproducción de intereses, valores, normas sociales y estructuras económicas que protegen y mantienen culturas engrasadas por el uso intensivo de combustibles fósiles y el consumismo.

Algunos aspectos a considerar para definir la orientación y el diseño de un currículum de emergencia podrían ser los cuatro siguientes:

  • Reformatear los estándares canónicos de universalidad del currículum para transformarlos en redes de transición y compromiso palpable, inspiradas en principios de flexibilidad, manejo de la incertidumbre, de precaución y creación de resiliencia social, entre otros. Ello, a partir de enfoques pedagógicos basados en la investigación-acción participativa y el aprendizaje basado en problemas, así como de la progresión de aprendizajes desde lo micro a lo meso y a lo macro que amplíen los dominios de intervención curricular a otras esferas y dimensiones de construcción de conocimiento local en acciones significativas reales.

  • Impulsar un trabajo participativo y colaborativo que sustituya el sesgo individualista que caracteriza la educación escolar actual. Como hemos visto, los embates del cambio climático requieren del aprendizaje de medidas colectivas organizadas que incidan en lo público para ejercer presión en lo político y en lo económico. Las acciones individuales como disminuir el consumo de carnes rojas, emplear focos de bajo consumo y suprimir las botellas, bolsas y popotes e incluso todos los plásticos de un solo uso, son medidas que pueden operar bien para involucrar a las personas en los cambios, pero por sí mismas no producen los efectos deseados. Sin embargo, a ese tipo de actividades se reduce lo que suelen promover los espacios educativos.

  • Inventar nuevos espacios de conexión curricular entre agentes escolares y no escolares con enfoque ecociudadano, mediante acciones de transversalidad interinstitucional que permitan coordinar esfuerzos y no generar frustración ni contradicciones en la población, a fin de construir una cultura de cambio y cooperación.

  • Ampliar las redes de formación continua con base en modelos de liderazgo distributivo en la gestión de organizaciones escolares y no escolares, que doten de capacidades para que el profesorado pueda distinguir responsabilidades específicas, a nivel individual y colectivo y sepa diferenciar programas genuinamente educativos de aquellos mediados por intereses corporativos que se enmascaran en estrategias de greenwashing.

Coincidiendo con la creación del IPCC (en 1988), el científico estadounidense James Hansen confirmó a los miembros del Congreso de Estados Unidos, el alto grado de certeza de que los gases de efecto invernadero estaban provocando el calentamiento global y que las 350 partes por millón de CO2eq constituían un punto de inflexión que no debíamos rebasar (US Senate-Committee on Energy and Natural Resources, 1988). Desde entonces se han realizado 25 conferencias de las Partes que han suscrito la Convención Marco de Naciones Unidas sobre CC y se ha progresado enormemente en la información científica disponible y su grado de certidumbre. Hace más de tres décadas el testimonio de Hansen fue recibido con escepticismo; el día de hoy, aunque un número creciente de personas en el mundo está convencido de que el CC es real, que ya está ocurriendo y que podría afectar y afecta radicalmente la calidad de sus vidas, observamos una lamentable indiferencia e inacción en la mayoría de la población. ¿Puede la educación contribuir a modificar esa irresponsabilidad? Sabemos que sí puede, pero hay que operar de otra manera, más rápido, con eficacia colectiva y con base en un currículum de emergencia de alto voltaje asumido como proceso social que ilumine nuestras acciones.

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1 Esos datos son consistentes con la revista Nature (McGlade y Ekins, 2015), que estima que para mantenerse por debajo de 2°C, el total de emisiones entre 2011 y 2050 no deberían rebasar las 1,100 gigatoneladas de CO2, lo que conlleva dejar en el subsuelo 80% de las reservas conocidas de carbón, 50% de las de petróleo y 30% de las de gas.

2Es decir, emitir prácticamente lo mismo que los sumideros naturales de carbono, fundamentalmente bosques y océanos, son capaces de reabsorber.

3El IPCC está organizado en tres grupos de trabajo que generan reportes independientes: Grupo de Trabajo I: Bases de ciencia física; Grupo de Trabajo II: Impactos, adaptación y vulnerabilidad y, Grupo de Trabajo III: Mitigación del cambio climático. La presencia de científicos sociales es bastante reducida -y prácticamente ausente en el grupo I-, salvo en el II.

4“El IPCC estima entre 2.5 °C y 6.4 °C el rango ‘probable’ de calentamiento para 2100 bajo A1FI [uno de los escenarios globales de emisiones], por lo que existe una probabilidad del 5 al 17% de que las temperaturas suban más de 6.4°C para 2100” (Schneider, 2009:1104) (traducción libre de los autores). El escenario A1FI parte de los siguientes supuestos: un mundo futuro de crecimiento económico muy rápido, bajo crecimiento demográfico y rápida introducción de tecnología nueva y más eficiente. Los principales temas subyacentes son la convergencia económica y cultural y la creación de capacidad, con una reducción sustancial de las diferencias regionales en el ingreso per cápita. En este mundo, la gente busca la riqueza personal en lugar de la calidad ambiental (IPCC, 2014).

5Para agosto de 2019, en Brasil se reportaban 1.9 millones hectáreas quemadas, detectadas a través de satélites de la NASA, de acuerdo con el National Geographic (Borunda, 2019) y el Time (Kluge, 2019), pero en los dos últimos meses de 2019 ardieron más de 10 millones de hectáreas; en Rusia a finales del mes de julio de 2019, los incendios habían alcanzado 2.6 millones de hectáreas; además, para mediados de agosto en Sajá, Siberia, se reportó una superficie adicional de 880,224 hectáreas, según datos de la Federal Forestry Agency (NASA, 2019); por su parte, en Australia para el 31 de enero de 2020 se habían quemado alrededor de 26 millones de hectáreas, según el National Geographic (Pickrel, 2019; también véanse, NASA, 2020a y 2000b). Esto significa que en seis meses, por lo ocurrido solo en estos tres grandes países, se quemó una superficie equivalente a toda Alemania.

6Ese poder económico y el poder político fáctico escondido detrás, están liderados por grupos como el Instituto Heartland, Koch Industries y Exxon-Mobil (Klein, 2015; Oreskes y Conway, 2018).

7A Carson la llamaron histérica y emocional, la amenazaron con demandas penales y la compararon con Hitler y Stalin, culpándola de que por sus investigaciones habían muerto millones de personas en África, al suspenderse el combate a la malaria empleando DDT. La campaña de denostación continúa hasta hoy día (Oreskes y Conway, 2018:220-222).

8En este estudio no participaron estudiantes de Brasil, mientras que en el de población universitaria aún no participaba Italia.

9El riesgo y la vulnerabilidad podrían ser variables indicativas de la diferencia de prioridades observada entre la población latinoamericana respecto de la europea, como constata el Latinbarómetro, 2017.

10Para un ejemplo de ese “ambientalismo blando” aplicado al CC, véase el documental de Al Gore La verdad incómoda. Pese a la gravedad de los datos presentados en la narrativa del propio largometraje, las propuestas de intervención para el cambio social no podrían estar más atemperadas.

11“La eficacia colectiva, definida como la cohesión social entre vecinos combinada con la voluntad de intervenir en nombre del bien común” (Sampson, Raudenbush y Earls, 1997:918) (traducción libre de los autores). “La eficacia colectiva percibida se define como la creencia compartida de un grupo de capacidades en su conjunto para organizar y ejecutar los cursos de acción necesarios para producir determinados niveles de logros” (Bandura, 1997:477) (traducción libre de los autores).

**Este trabajo se inscribe en el marco de las acciones del Proyecto RESCLIMA-2 titulado “Educación para el cambio climático en Educación Secundaria: investigación aplicada sobre representaciones y estrategias pedagógicas en la transición ecológica” (RTI2018-094074-B-I00). Financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (España) en la convocatoria 2018 de Proyectos «Retos Investigación» del Programa Estatal de I+D+i orientada a los retos de la sociedad.

Recibido: 18 de Marzo de 2020; Aprobado: 02 de Junio de 2020

*Autor para correspondencia: Édgar González Gaudiano, email: egonzalezgaudiano@gmail.com

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