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Revista mexicana de investigación educativa

Print version ISSN 1405-6666

RMIE vol.23 n.79 Ciudad de México Oct./Dec. 2018

 

Reseñas

Horizontes para los educadores

Miguel Rumayor* 

*Profesor titular de la Universidad Panamericana, Escuela de Pedagogía, Zapopan, Jalisco, México, email: mrumayor@up.edu.mx

Ibáñez-Martín, José Antonio. 2017. Horizontes para los educadores. Las profesiones educativas y la promoción de la plenitud humana. Madrid: Dykinson,


No hace falta ser un gran intelectual para desarrollar una excelsa labor como educador. La historia se encuentra llena de casos que lo atestiguan: madres de familia, ayos, cuidadores, tutores, etc. Sin olvidar esta idea, pararse a reflexionar sobre aquellos temas que articulan la propia tarea educativa aporta una mayor trascendencia y profundidad a la misma. Como dijera el filósofo español Leonardo Polo, solo hay una manera adecuada de pensar que consiste en detenerse y hacerlo. En este sentido, la obra de José Antonio Ibáñez-Martín, Horizontes para los educadores (Las profesiones educativas y la promoción de la plenitud humana) supone una gran aportación. Alzarse desde un promontorio para observar aquellos temas de gran calado que en nuestra época sitúan las principales coordenadas de la tarea docente.

Para todos aquellos familiarizados con el mundo de la filosofía de la educación a nivel universitario en el ámbito hispanoamericano, el nombre del autor de esta obra es muy conocido. José Antonio Ibáñez-Martín ha trabajado durante varias décadas como catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense, donde ha desarrollado una prolífera carrera, tanto en la formación de alumnos como de profesorado a todos los niveles. Además, ha recibido importantes premios tanto en su tarea profesional como en su oficio como escritor, como son el “Menéndez Pelayo”, el “Marqués de Vega” o el premio Nacional de Literatura de España con una obra, Hacia una formación humanística (1975). De la cual, esta obra que ahora se comenta podría considerarse la segunda parte.

Después de un breve prólogo de tres páginas y una introducción un poco más extensa, el libro se divide en cuatro partes. Cada una supone una unidad temática con varios capítulos y apartados. Los títulos han sido elegidos con acierto ya que resumen las temáticas abordadas en cada caso.

La primera parte, “El marco básico del quehacer educativo” gira entorno a los fundamentos esenciales de toda buena educación. El autor trata de clarificar en los cinco temas que ocupan esta parte aspectos que tienen que ver con la vocación magisterial, la visión sobre los estudiantes, las corrientes educativas, el compromiso del educador, el desarrollo de la sabiduría y la contextualización de lo educativo en un mundo globalizado.

La segunda parte titulada: “Fanales para la tarea educativa” es, como su propio nombre indica, un haz de luces sobre amplios aspectos que tienen que ser atendidos a la hora de formar a una persona. Comparecen aquí temáticas de interés como la formación de la inteligencia, los límites de la libertad, la formación de ciudadanos, la ética y los códigos docentes, y la pertinencia de la existencia de formación religiosa en los colegios.

Es en la tercera parte, “Las metas de una universidad educadora”, donde más claramente se puede observar la propia tarea y vocación del autor del libro. Ibáñez-Martín, como se explicará más adelante, es un firme defensor de un modelo universitario altamente profesional, en el que los profesores se dedican por medio de la excelencia en la docencia y en la investigación a formar personas, y no solo a preparar futuros trabajadores para su inserción en el mundo laboral. En esta parte también se aborda la importancia del papel de las universidades como vehículos para el desarrollo de la paz social y para el desarrollo del pensamiento crítico de las sociedades.

La cuarta y última parte lleva por nombre: “Los compañeros de un educador”. En ella se trasluce el lado más entrañable y humano del escritor, ya que está dedicada a tres figuras fundamentales que marcaron humana y profesionalmente su vida como profesor de universidad: a su maestro, el filósofo Millán Puelles, a su colega y amigo, Elliot W. Eisner, y a su primer discípulo José Manuel Esteve.

Así pues, continuando con un análisis más exhaustivo que pueda ayudar a la lectura de esta obra por parte de educadores en ejercicio, así como de investigadores en el área de filosofía y teoría de la educación, el prólogo, presentado a modo de pequeño resumen de todo el libro inicia con una sencilla anécdota personal del autor como docente de la que concluye con una bella idea que orientará toda la obra:

[…] que no va dirigido a quien considera el trabajo educativo simplemente como un medio para ganarse la vida, en el que creen que van a disfrutar de amplias vacaciones, sino al que aspira a una nobleza en su profesión, que le lleve a la plenitud vital y que le convierta en una persona atractiva para quienes están cerca, de forma que quienes le rodean puedan descubrir en él alguien que señala altas metas para la existencia y que, con su ejemplo, estimula el deseo superación para alcanzarlas (p. 12).

Tal idea se desarrolla también en la Introducción, para Ibáñez-Martín la educación dignifica tanto a aquellos que la ejercitan como a los que la reciben: “un elemento ineludible dentro de los que hemos de facilitar a las nuevas generaciones para que se pongan en condiciones de alcanzar una vida digna, examinada y lograda” (p. 19).

“¿Llenar el vaso o encender el fuego?” (p. 28), con esta pregunta -rescatada de la famosa frase del dramaturgo griego Aristófanes (444-385 a. de c) y que Ibáñez-Martín plantea como título del primer apartado de la primera parte- se busca ensalzar el concepto de un modelo de educación socrático, destinado no tanto a introducir ideas, conceptos, reglas o razonamientos morales en las cabezas de los educandos, sino a provocar en ellos el fuego y el ansia del conocimiento. Se trata, como sucede en la mayéutica, de llevar a los alumnos hacia la excelencia por medio del desarrollo de virtudes: “la educación no es un amaestramiento, sino que es la consecuencia adecuada al descubrimiento de que el ser humano no nace en la plenitud, sino que va avanzando hacia ella gracias a su capacidad para comprometerse en lo que descubre como verdadero” (p. 40).

Por eso para el profesor Ibáñez-Martín las personas que se dedican a la educación deben de tener muy clara la respuesta ante la pregunta que se hacen cada día en su trabajo: “¿qué vengo a hacer aquí?” (p. 35) o también: “¿Y los estudiantes, todos y cada uno, qué vienen a hacer aquí?” (p. 43). Las respuestas a ambos cuestionamientos serán dadas en el texto con el desarrollo de otras ideas que versan sobre lo que el profesor puede esperar de sus alumnos y lo que a su vez ellos pueden esperar él. Todo se podría resumir con esta cita que cierra este primer apartado: “en efecto, la actividad educativa es una actividad humilde, pero tiene la gran dignidad de que mediante ella es posible sacar de muchos su mejor tú” (p. 50).

Ibáñez-Martín en esta primera parte continúa hablando de la importancia de un adecuado enfoque ético y pedagógico de las tareas docentes. Aunque para el autor es cierto que la investigación y el rigor metodológico han de formar parte de la vida de todo profesional de la educación, sin embargo la educación no puede entenderse únicamente desde una perspectiva técnica o instrumental:

[…] defiendo que un lenguaje científico que se presenta ajeno al ámbito moral y que se traduce en una técnica orientada a optimizar la conducta humana, y que sigue las pautas señaladas por la mentalidad dominante, no es el lenguaje apropiado para interpretar el complejo mundo de la educación, como tampoco se consigue un esclarecimiento profundo de la figura del educador cuando se mantiene que en él son independientes su actividad educadora y el núcleo de su persona (p. 56).

Tal perspectiva va a tener trascendentes repercusiones en una clara visión pedagógica, ya que para el intelectual los educandos nunca pueden ser tratados como medios, o como objetos sobre los que se actúa, sino como seres libres. Por eso el profesor y el alumno mutuamente se implican en una tarea de perfeccionamiento personal, de ahí que los auténticos profesores: “deben de tener una relación personal, una cercanía y una capacidad de acogida que facilite la madurez intelectual y moral del estudiante. Esto no es sencillo y quizá solo se consigue cuando hay un deseo de cuidar, un amor de benevolencia a los estudiantes” (p. 70).

Es interesante ver cómo Ibáñez-Martín critica valientemente y sin complejos algunos de los grandes tópicos pedagógicos de los últimos años. Por ejemplo, observa lo negativa que ha sido la excesiva exaltación de la llamada autoestima en los sistemas educativos, la cual, lejos de producir benéficos efectos en los que han sido instruidos en ella, ha ocasionado en ciertos casos personas narcisistas y autocomplacientes, con escasa capacidad para el sacrificio, sin tolerancia a la frustración y con poca preocupación por la gente que les rodea. El educando deformado de esa manera: “olvida cómo termina Narciso, ahogado en su propia imagen reflejada en el agua, a donde le conduce la pretensión de exigir el reconocimiento por parte de todos, prescindiendo de la calidad de sus realizaciones” (pp. 75-76).

Por otra parte Ibáñez-Martín también critica la desproporcionada y por ello inadecuada invasión del mundo de la gestión económica y del management empresarial en la dirección y organización de los centros educativos, que a veces les ha llevado a olvidar aspectos esenciales de su misión formadora, frente a ellos observa: “en efecto, no deja de ser cierto que para la educación los recursos económicos siempre son insuficientes, pero, siendo necesario, el dinero no es la causa mecánica del éxito en la tarea educativa” (p. 83).

En el último apartado de la primera parte es analizado el impacto que tiene la globalización desde el punto de vista de la formación personal. El mestizaje entre pueblos y culturas es para Ibáñez-Martín un fenómeno positivo, siempre y cuando sea compatible con la enseñanza a los educandos de la búsqueda del bien en cada uno de estos aspectos: “movernos a redescubrir la aspiración a la calidad, a la reflexión crítica y a las virtualidades éticas y cívicas que dan sentido a los sistemas educativos” (p. 118).

En la segunda parte del trabajo, como apuntamos anteriormente, se tocan algunos temas que pueden arrojar luz sobre la finalidad de la tarea educativa en nuestros días. Se habla de la formación de la inteligencia de los educandos, que no versa únicamente sobre la enseñanza de un conjunto de conocimientos técnicos. Los profesores deben enseñar a sus alumnos la búsqueda y el amor a la verdad. También a tener sentido crítico y a respetar la libertad intelectual de los que les rodean (p. 129). Relacionada con esta idea aparece también la crítica que Ibáñez-Martín realiza a la llamada filosofía post-truth y su irrupción en el mundo de la sociedad y la política, y su influencia en el mundo de la educación.

En el siguiente apartado se toca el tema de la sociedad de la información e internet, el llamado acceso universal al saber, su difusión y las innumerables posibilidades que ha traído este fenómeno a la educación. Entre estas encontramos algunas muy positivas y otras, sin embargo, que requieren una especial dedicación pedagógica como el desarrollo de hábitos ante el ocio y el aprovechamiento del tiempo, el cuidado de la propia intimidad y la de los demás, o la necesidad de educación en la prudencia ante las personas desconocidas que el educando puede encontrar en la red.

El último apartado de esta segunda parte gira entorno a la enseñanza de la religión en las escuelas. El autor dirige aquí sus reflexiones a la sociedad española en la que se mezclan los modelos de escuela pública, privada y concertada, en todas las cuales es posible recibir con diferente importancia este tipo de educación. Para Ibáñez-Martín la educación religiosa tiene un lugar legítimo en el currículum, y considera bajo la decisión de los padres que sus hijos sean o no formados en un credo religioso particular, ya que: “una sociedad libre y abierta, en la que las personas no son meros súbditos sino ciudadanos, dueños de su propia existencia, está llamada a hacer posible el cultivo de las identidades de los distintos grupos sociales y la exposición pública de sus propia ideas, dentro del respeto de los derechos humanos” (p. 191).

En el penúltimo apartado de este libro se habla de la vida universitaria. Existe en el autor un decidido empeño en demostrar que la universidad no puede ser considerada como un apéndice del mundo empresarial, ni tampoco solamente como el último escalón de la formación escolar. Por eso para Ibáñez-Martín los profesores universitarios no pueden ser “simples aficionados, ni personas que se les pague por horas, sino que, en continuidad con una vieja tradición, han de ser auténticos profesionales expertos, que se esfuercen largamente en conseguir la formación propia para su trabajo” (p. 204). Resalta así una vieja y valiosa idea, olvidada por muchos, que se halla en la esencia de la vida universitaria, como es la importancia de la existencia del valor de la vocación académica.

A lo anterior se une la necesidad del desarrollo de una carrera académica en la que los profesores, según su empeño y trabajo, puedan ir creciendo tanto en prestigio académico como en desarrollo laboral. Además, para el autor es fundamental en la universidad el desarrollo de investigaciones de gran nivel, con publicaciones de impacto que incidan en la comunidad internacional. Pero no es menos importante el desarrollo de una docencia de excelencia. Un buen profesor es para el escritor de este libro alguien que dedica horas al estudio y a la investigación rigurosa y también a pensar en la manera más interesante y atractiva de formar a sus alumnos en una determinada ciencia, empeñado en dar buenas clases. Los centros universitarios de calidad mundial se ocupan de seleccionar y promover docentes con este perfil.

El valor de la última parte del libro es que está escrita desde el fondo del corazón. José Antonio Ibáñez-Martín, dedicado toda la vida a la tarea universitaria y ya jubilado -si es que se pudiera aplicar este adjetivo a un auténtico académico como él- evoca con nostalgia y simpatía momentos y anécdotas de tres profesores ya fallecidos que han marcado su vida tanto como alumno, como compañero de otros profesores y como formador. De todos se puede decir de diferente manera y a modo de conclusión, que el autor recibió e impulsó el “talante metafísico, que nos incita a no detenernos en las apariencias ni en las ideas superficiales para intentar llegar a explicaciones cada vez más sólidas y profundas en nuestros intentos por hacer inteligible la realidad” (p. 270).

Recibido: 01 de Junio de 2018; Aprobado: 03 de Octubre de 2018

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