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Revista mexicana de investigación educativa

versión impresa ISSN 1405-6666

RMIE vol.22 no.74 Ciudad de México jul./sep. 2017

 

Investigación

La violencia escolar desde la perspectiva infantil en el Altiplano mexicano*

School Violence from the Perspective of Children in Central Mexico

Mónica Lizbeth Chávez González1 

1Investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México, Escuela Nacional de Estudios Superiores-Morelia, Morelia, Michoacán, México, email: mchavez@enesmorelia.unam.mx


Resumen:

El objetivo de este artículo es analizar las violencias cotidianas que se presentan en las escuelas del altiplano noreste de México desde la perspectiva de los niños que se ven involucrados en ellas como protagonistas y testigos. En los últimos años esta región se ha visto afectada por el narcotráfico y las políticas de militarización federal que han impactado diversos ámbitos de interacción social, uno de ellos ha sido la escuela, en donde se viven de forma cotidiana violencias sutiles y hostigamiento que afectan la convivencia y el aprendizaje y evidencian la falta de mecanismos efectivos para la resolución de conflictos. A través de un estudio cualitativo de corte etnográfico, se analizan las percepciones, experiencias y estrategias de solución de la población infantil en escuelas rurales del noreste del país. Esta investigación demuestra cómo las instituciones escolares son contenedoras, generadoras y reproductoras de diversas violencias sociales que afectan a toda la comunidad escolar, especialmente a la infantil.

Palabras clave: violencia escolar; percepciones; niños; escuelas rurales; contexto sociocultural

Abstract:

The objective of this article is to analyze the daily violence at schools in the northeastern region of central Mexico, from the perspective of children who are involved as participants and witnesses. In recent years, drug trafficking and the policies of federal militarization have affected various areas of social interaction in the region. One such area has been school, where subtle violence and harassment occur on a daily basis, affecting interaction and learning while revealing the lack of effective mechanisms for conflict resolution. By means of a qualitative study of an ethnographic type, an analysis was made of the perceptions, experiences, and strategies of solutions of the young population in rural schools in the northeast part of the country. The study shows how schools contain, generate, and reproduce the social violence that affects the entire school community, and especially the children.

Keywords: school violence; perceptions; children; rural schools; sociocultural context

Las violencias escolares desde la perspectiva de los actores sociales

La violencia escolar en México ha merecido en las últimas décadas una intensa atención por parte de las autoridades públicas y escolares, los académicos y la sociedad civil en general. Han existido diversas políticas educativas tendientes a prevenir o erradicar la violencia en el país: en 2003 “Contra la violencia eduquemos para la paz” y “Prevención integral de la violencia, el delito y las adicciones”, en 2004 “Escuela segura” y, en 2014, la creación de un convenio de coordinación para facilitar el combate a la violencia en las escuelas, entre otros. En los últimos años, las propuestas de maestros para erradicar la violencia se han multiplicado generando un importante número de respuestas locales, estatales y nacionales con alcances y resultados de diferente magnitud.

En la última década se ha generado un campo de conocimiento que aborda las diferentes problemáticas en torno a la convivencia, la disciplina y la violencia escolar. Muchas de estas propuestas están vertidas en los diferentes observatorios (de la Convivencia escolar Querétaro, de Violencia social, género y juventud, de Violencia social y de género, Ciudadano de educación y Ciudadano de la seguridad escolar, entre otros). El estado de conocimiento del Consejo Mexicano de Investigación Educativa reporta el número creciente de investigaciones que tienden hacia la prescripción e intervención del problema más que a la comprensión profunda de las causas, mecanismos y formas de activación de la violencia (Furlan y Spitzer, 2013).

La violencia escolar se ha considerado como sinónimo del bullying y la que ocurre entre pares (regularmente entre alumnos) ha sido la que mayor atención ha obtenido. Esto ha generado una simplificación del fenómeno ya que en la escuela se generan y reproducen diversos tipos de violencias derivadas de conflictividades que no siempre son visibles ni atendidas y que no involucran solo a los alumnos. Esta centralidad del bullying se explica si revisamos el proceso a través del cual ingresó el tema de la violencia a los ámbitos escolares.

En 1989 el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) realizó la Convención sobre los Derechos del Niño donde se reconoce el derecho a una vida libre de violencia. En los años siguientes se desarrollaron marcos normativos internacionales para atender esta situación junto con la Organización Mundial de la Salud. En 2002 se presentó el Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud de la Organización Mundial de la Salud, en el que se señalaba la importancia de atender las diversas formas de violencia. La escuela fue identificada como uno de los espacios de mayor violencia infantil, junto con la familia, las instituciones de detención y protección y los lugares de trabajo. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, 2006) publicaba el Informe Mundial sobre la Violencia contra los Niños y las Niñas en el que, de nueva cuenta, aparece la escuela como uno de los ámbitos más violentos pero también de mayor protección hacia la infancia. Los castigos corporales, los daños psicológicos, los abusos sexuales, la discriminación de género y el acoso escolar son las formas más reiterativas de la violencia escolar en el mundo. México se adhirió a este llamado internacional generando programas específicos, observatorios y campañas de prevención además de múltiples investigaciones empíricas.

La violencia escolar se construyó como un problema educativo gracias a los marcos normativos internacionales que protegían los derechos de la infancia. Esto no necesariamente ha implicado una reflexión interna dentro del propio sistema educativo para identificar las múltiples violencias escolares ejercidas, reproducidas y contenidas. No han sido las escuelas las que han reflexionado sobre sus propias violencias sino que el tema arribó a los círculos educativos gracias a un interés externo que desde el inicio apuntaba a la infancia como el centro de la atención. Es por ello que abundan las investigaciones educativas que han documentado cómo la violencia genera un clima de hostilidad y poco propicio para el aprendizaje infantil, también las que señalan cómo la violencia doméstica llega a la escuela a través de las conductas agresivas de alumnos que son maltratados en casa, o bien aquellas que señalan el impacto de la narcoviolencia y el consumo de drogas generando problemas de disciplina y autoestima entre la población estudiantil (Furlan y Spitzer, 2013).

Por otro lado, en los últimos años, las coyunturas política, social y económica de México -derivadas de la política de combate al narcotráfico, de los programas de seguridad y de la militarización en ciertos territorios- han posicionado el tema de la violencia y la seguridad como un asunto ético-político que ha permeado su abordaje científico. La construcción de la violencia como una problemática pública ha imposibilitado su análisis sin la condena moral que despierta, a la vez que ha generado investigaciones más prescriptivas y condenatorias en lugar de favorecer la comprensión profunda de sus causas y manifestaciones. ¿La violencia en las escuelas ha incrementado significativamente en los últimos años a consecuencia de estos acontecimientos? Diversas encuestas nacionales apuntan hacia una respuesta afirmativa; no obstante en el imaginario escolar no siempre se repite esta aseveración, ya que para algunos investigadores la violencia únicamente ha mutado debido al recrudecimiento de las agresiones y del manejo de armas y drogas (Aguilera et al., 2007; González et al., 2013); para otros, ha sido parte constitutiva de los propios sistemas educativos en tanto que son autoritarios, imponen formas de pensamiento y comportamiento, por lo tanto estamos ante un fenómeno de reconocimiento y visibilización necesario (Lionetti y Varela, 2008; Gómez y Zurita, 2013); mientras que otras investigaciones señalan que lo que ha ocurrido ha sido un desplazamiento de los umbrales de sensibilidad social, lo que genera un desfase entre realidad y percepción sobre la violencia escolar debido a un cambio en el modelo cultural que rige la institucionalidad actual, el cual tiene tendencias “sobrecivilizatorias” (Míguez, 2008).

La coincidencia entre todas estas investigaciones reside en entender la violencia escolar como un tipo de violencia social que se caracteriza por enmarcarse y producirse en un contexto institucional educativo. Partimos de la idea de que es un tipo de relación social donde existe un abuso de poder que conlleva a comportamientos que generan diversos tipos de daños entre los individuos involucrados (tanto de la víctima como del victimario) y que pretenden reforzar o alterar la dominación de uno sobre el otro. Si bien regularmente se definen como violentos los hechos de agresividad extrema que provocan daños físicos, estos episodios nunca ocurren de forma aislada o espontánea, sino que se enmarcan en cierto tipo de relación social que provoca malestar en alguna de las partes aun cuando no se acepte de forma consciente o se identifique con claridad al destinatario final del daño causado. Al enfatizar en el carácter relacional de la violencia queremos dejar claro que no existe por sí misma ni suele ser un fin propio, ya que se requiere de la existencia de un “otro” con el cual se tejan relaciones de interdependencia asimétrica (Furlan, 2012; Gómez, 2005; Míguez, 2012; Chávez, 2014)

Si estamos hablando de relaciones sociales violentas más que de actos aislados, es necesario apuntalar que éstas deben de caracterizarse por la dominación y deben estar situadas en momentos de tensión o conflictividad. Han sido varios los autores que han diferenciado y a la vez analizado la relación estrecha entre violencia y conflicto. El conflicto es inherente a las relaciones humanas y, por lo tanto, tiene un fuerte carácter social; suele hacer referencia a un vínculo entre dos o más partes (individuos o grupos) que tienen -o consideran tenerlos- objetivos incompatibles o intereses en disputa. Los conflictos suelen generar mecanismos o estrategias de diversa índole para su resolución o bien pueden desencadenar situaciones de violencia que podrían escalar. Es decir, el conflicto no siempre detona el ejercicio de la violencia pero regularmente donde hay violencia existió un conflicto no resuelto por vías pacíficas (Galtung, 2013).

Vista de esta manera, la violencia debe ser entendida en su carácter procesual, ya que ni las relaciones de poder ni los conflictos suelen ser inmutables; por el contrario, se transforman constantemente y con frecuencia escalan y se desgastan. Por otro lado, como cualquier fenómeno social, la experiencia misma de la violencia suele depender en gran medida de la percepción de los sujetos que la viven, por eso es necesario sumar una perspectiva que entienda a la violencia desde “adentro y abajo”, es decir, desde la experiencia de los sujetos que la viven y desde el propio marco normativo que rige sus vidas cotidianas. Abordar la violencia desde la experiencia de los sujetos implica ir detrás de las diferentes lógicas de acción y marcos de interpretación del mundo que la explican; es decir, revisar las subjetividades nunca permanentes y coherentes de los distintos actores que la viven, por ello resulta fundamental explorar las acciones, representaciones y emociones vinculadas a la violencia (Dubet 1998; Muñoz, 2008).

En el espacio escolar confluye una diversidad de actores sociales cuyas representaciones y acciones sobre el mundo están en constante diálogo, negociación y tensión. La escuela no solo transmite conocimientos formales, sino que tiene un papel preponderante en la construcción de subjetividades y comportamientos culturales en un proceso de socialización continuo. Estas subjetividades entran en un juego constante de reelaboración, aceptación y rechazo que convierten precisamente a la escuela en una arena de negociación entre los diferentes sujetos que interactúan en ella (Rockwell, 1995). La violencia es un fenómeno escolar que no solo se vive en términos de poder y dominación sino también es un fenómeno sociocultural en tanto que es significado y experimentado de diversa manera por los sujetos en función de sus contextos específicos. De ahí que para los actores escolares la violencia escolar no se manifiesta de las mismas formas, tiene orígenes diversos y puede llegar a ser justificada, normalizada o invisibilizada.

Un elemento clave para entender las violencias escolares es partir de la idea de que existen diferentes sistemas normativos interactuando en las instituciones de enseñanza y, por ello, coexisten diversas maneras de racionalizarla. Es pertinente colocar en el centro de la atención el dinamismo de la violencia ya que esto nos permite entender por qué y cómo es recatalogada a partir de los parámetros socioculturales de los diferentes actores inmiscuidos en ella. Por ello, no resulta extraño encontrar que un hecho que puede ser catalogado como violento por el cuerpo de maestros no lo sea para los alumnos o los padres de familia. De entrada, esto demuestra la urgente necesidad de construir marcos normativos de convivencia escolar participativos y democráticos que permitan una regulación incluyente de los conflictos y, en todo caso, de las violencias.

A pesar de que las prácticas cambien y las percepciones persistan, las violencias escolares están presentes de forma cotidiana por el tipo de relaciones de dominación implícitas en este espacio formativo. Además del cambio en las relaciones institucionales, el conceptualizar a la violencia desde el enfoque relacional y procesual contribuye al entendimiento de esta supuesta incongruencia entre prácticas y percepciones. Desde esta perspectiva podemos aceptar que el contenido de la violencia cambia, es decir, que los hechos que van considerándose como violentos se transforman a lo largo del tiempo; sin embargo, lo que persiste es la clasificación derivada del abuso de poder y la provocación de daños. Dicho en otras palabras, lo que se mantiene es la relación de desigualdad que se materializa en acciones y discursos que ocasionan daño y refuerzan la vulnerabilidad de un grupo frente a otro, a pesar de que los hechos clasificados se modifiquen constantemente. Es por ello que la violencia no solo puede explicarse a partir de una lista de características o componentes inmutables e inamovibles, ya que se resignifican a lo largo del tiempo y según el contexto cultural, lo que hoy es considerado como un acto violento mañana no lo será, no obstante, la clasificación de la violencia permanecerá en tanto resulte operante para reforzar o modificar las relaciones de poder.

Metodología

El presente artículo forma parte de una investigación más amplia cuyo objetivo es analizar las múltiples violencias cotidianas que se generan en el ámbito escolar en la región conformada por tres municipios de San Luis Potosí y tres de Nuevo León, en el altiplano mexicano. La propuesta metodológica fue de corte cualitativo a través de una investigación etnográfica durante 2014-2015 (Hammersley y Atkinson, 1994) que incluyó la realización de recorridos de campo, observación directa, entrevistas semiestructuradas y conversaciones informales en 11 escuelas primarias con niños de 8 a 12 años. En total se realizaron 75 entrevistas a alumnos de escuelas rurales con perfiles diferentes: tanto a quienes ejercían violencia como los que eran víctimas y a quienes tenían un comportamiento aceptable desde la perspectiva de la institución escolar y que la mayoría de las veces fungían como testigos. Las entrevistas y observaciones giraron en torno a los siguientes ejes: a) identificación de los conflictos detonadores de la violencia, b) estrategias utilizadas para frenar la violencia, c) recursos y efectividad de la intervención externa (básicamente de adultos como el profesor, directivos o padres de familia), y d) racionalización y emotividad vinculada a la violencia. Todo este proceso generó información sobre los diversos tipos de violencias cotidianas que se viven en la escuela así como de los conflictos que las generan, los escenarios que las producen, las diversas respuestas y formas de afrontarla desde la perspectiva infantil y adulta así como las concepciones que, sobre este fenómeno, tienen los niños que asisten a la escuela.

La zona del altiplano noreste forma parte de una extensa región geográfica denominada gran desierto chihuahuense que comprende los estados de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Durango, Zacatecas y San Luis Potosí así como los de Arizona, Nuevo México y Texas en Estados Unidos. Para fines de la investigación, se ha construido una subregión que hemos denominado “altiplano noreste” bajo la premisa de considerar las prácticas cotidianas e imaginarios de la gente en torno a un espacio geográfico que trasciende los límites político-administrativos (Chávez y Hernández, 2015). En este caso, se trata de las localidades de Matehuala, Cedral y Vanegas en el estado de San Luis Potosí, así como las de Doctor Arroyo, Mier y Noriega y Galeana en el de Nuevo León.

La zona tiene diversas actividades productivas: desde la ganadería, recolección, caza y agricultura de temporal, además de las remesas generadas por las altas tasas de migración internacional y los recursos de los programas asistencialistas gubernamentales. Hay que destacar la importancia de la ganadería caprina cuyo carácter trashumante imprime ciertas dinámicas territoriales y formas de organización social y familiar a nivel local que impactan en las prácticas escolares (Mora, 2013). Hay alumnos que dejan de asistir a la escuela por acompañar a sus padres al pastoreo o bien es su actividad principal en cuanto salen de ella, especialmente en el caso de los varones.

Las formas de asentamiento regional tienen un alto impacto en las formas de vida escolar. Una característica de las zonas semidesérticas es la poca población debido en gran parte a los limitados recursos para la subsistencia. Más de 35% de los ejidos tienen menos de 100 habitantes. Esta zona reporta dos realidades contrastantes: por un lado, una enorme cantidad de asentamientos rurales con una muy baja densidad poblacional en extensas áreas y, por otro, los polos urbanos que concentran a la mayoría de la población (Chávez y Hernández, 2015). Esta situación afecta el abastecimiento de servicios básicos y, por supuesto, escolares. El grado promedio de escolarización es de 4 a 6 años considerando a las cabeceras municipales con los niveles más elevados.

Las escuelas rurales de nuestra zona de estudio suelen tener espacios y tiempos flexibles ya que no existe una demarcación fija en cuanto a la localidad y a la escuela: los alumnos entran y salen del salón o de la institución; interactúan con sus padres a la hora de sus alimentos y en ocasiones tienen horarios especiales para cubrir sus clases. Especialmente en el estado de San Luis Potosí, las escuelas rurales son unitarias o bidocentes y es común que entre los alumnos se encuentren lazos de parentesco. Por el trabajo de campo, percibimos casos de familias que migraron a las cabeceras municipales pero que siguen llevando a sus hijos a las escuelas rurales, así como el de niños que se quedan con sus abuelos principalmente por motivos migratorios (a otro estado o a Estados Unidos) o por abandono.

¿Qué es la violencia escolar? Miradas desde la infancia

En el caso del altiplano, los alumnos de las escuelas rurales identifican al menos tres tipos de violencias escolares (tabla 1):

  1. actos que “solo” molestan o lo que comúnmente se conoce como hostigamientos o transgresiones menores: aventar papeles, recibir burlas, amenazas, apodos o groserías, robar material escolar o personal, etc.;

  2. violencia física materializada en golpes, arañazos, empujones, patadas, jalones de pelo, y

  3. acciones intimidatorias o delictivas vinculadas al narcotráfico (posesión de armas, uso y venta de drogas, amenazas por el manejo de influencias entre bandas de narcotraficantes).

Tabla 1 Tipos de violencias identificadas por los alumnos del Altiplano 

Elaboración propia con datos obtenidos en el trabajo de campo, 2014 y 2015.

Los varones señalan con mayor regularidad “agarrarse a golpes”, empujar, patear, amenazar, decir groserías y burlarse sobre la apariencia física o las capacidades de sus compañeros; mientras que las niñas conciben como violentos ciertos actos que las hacen “sentir mal”, como los golpes, arañazos, jalones de pelo, la burla sobre su apariencia física o capacidades además de la exclusión del grupo de amigas y el inventar chismes o bien hablar a sus espaldas. Si bien en ambos géneros la violencia física ocupa un lugar importante en las interacciones escolares, existe una construcción diferenciada de lo que se concibe como tal, donde las niñas suelen identificar las agresiones a partir de un sentimiento de dolor o enojo además de incorporar el desprestigio o el aislamiento de su grupo como elementos que atentan contra su integridad. Es importante señalar que para las que se encuentran cursando el nivel secundaria el hostigamiento sexual es otra forma de violencia recurrente pero, además, a veces adquiere formas muy sutiles como miradas hacia ciertas partes del cuerpo. Varios autores han señalado que en el caso de las alumnas es más común el uso de violencias verbales o indirectas, es decir aquellas conductas que lastiman a otros a través de amenazar sus relaciones, afectar la aceptación a un grupo, difundir rumores o chismes, hacer comentarios sarcásticos, rencorosos, acusaciones infundadas o dar a conocer secretos confiados (Mejía y Weiss, 2011).

Por lo regular, al escuchar la palabra violencia escolar, los maestros y alumnos refieren al bullying como la principal problemática, esto implica que se focalizan en la agresividad entre pares, en este caso, entre los alumnos, sin reconocer ningún tipo de involucramiento con los otros tipos de violencias escolares. En las observaciones de campo, fue evidente que las agresiones sutiles son las más cotidianas y las más normalizadas, esto puede definirse como actos cotidianos que generan algún tipo de molestia (psicológica o simbólica), como aventar bolas de papel, empujarse, robar, comerse el lunch, decirse groserías o apodos. Los alumnos suelen tener una actitud de pasividad muy marcada hacia este tipo de actos, “no hacemos nada y solo esperamos a que se harten” (Roberto, entrevista 10 de septiembre de 2014). Este tipo de hostigamiento cotidiano es el que genera malestar entre los involucrados y para varios autores representan la conflictividad latente que, en caso de no atenderse, incrementa a niveles de violencia física o extrema (Prieto, 2005; Tello, 2005).

En la escuela rural de la localidad de La Cruz, en San Luis Potosí, un grupo tenía una dinámica dentro del salón llena de situaciones de violencia sutil. Los alumnos se levantaban constantemente, se daban pequeñas patadas, se decían apodos, levantaban la mano para pedir la palabra sin motivo real y hacían comentarios burlones, lo cual generaba un ambiente de alta dispersión que afectaba el aprendizaje. La maestra, por su parte, asumía una posición ambigua: frente a ciertos actos verbales se mostraba indiferente mientras que asumía que moverse de la silla y levantar la mano constantemente eran actos que cuestionaban su autoridad y respondía con llamadas de atención constantes. Los padres de familia de este grupo consideraban que los niveles de violencia en el aula iban en aumento debido a que la maestra no tenía la autoridad suficiente para imponerse, lo que generaba indisciplina y caos al interior del grupo. Los padres de familia solicitaban castigos más severos por parte de la maestra para “ganarse” el respeto de los alumnos, “ya le tomaron la medida” (Diario de campo, 12 de septiembre de 2014).

Existe una línea muy difusa entre los alumnos y los docentes en torno a las agresiones físicas y verbales derivadas del juego y diversión y las que se originan por el enojo y la agresividad. La primera es una violencia permitida y aceptada, la segunda es condenada, aunque no siempre es tratada. En el marco de una “travesura” los maestros justifican acciones agresivas, pero los límites entre ellas y una acción violenta suelen definirse desde la perspectiva de las autoridades educativas. En una de las localidades del municipio de Cedral un grupo de alumnos que jugaban futbol en su horario de recreo resolvía con patadas el incumplimiento a alguna regla del juego. Este tipo de acciones no generaba reacción alguna entre los actores escolares para quienes resultaba normal la corrección a una falta a través de un golpe en ese contexto. Este tipo de violencias permitidas suelen formar parte de la socialización escolar en los ámbitos rurales del noreste.

“No nos gusta, pero no hay forma de pararla”

En los niños del altiplano suele predominar un sentimiento de indefensión ante situaciones que les provocan malestar o daño derivados de las violencias escolares. Ellos no vislumbran opciones de cambio o de mejoría, lo que aumenta su pasividad y la normalización de la violencia.

Por lo general, señalan que el maestro o las autoridades no hacen nada, que las familias se muestran indiferentes y en ningún caso consideran otras opciones de protección hacia este tipo de situaciones. Ante la pregunta sobre las posibles soluciones frente a la violencia, los niños respondieron: a) que las madres de familia hablen con los hijos para que los calmen o castiguen, lo cual refleja que para los niños la violencia escolar es un asunto familiar cuyo tratamiento recae principalmente en la figura materna; b) que los niños violentos se vayan de las escuelas o en su defecto que sean expulsados, o c) que los violentos se queden siempre al lado de un adulto vigilándolo, lo cual refleja una imposibilidad de autocontrol desde la perspectiva infantil. En caso de que la violencia no termine, los alumnos solicitan que cada vez los castigos sean más duros para los agresores; sienten que no se les pone atención cuando se trata de violencias menores, ya que cuando comienzan los conflictos el docente responde hasta que llegan los golpes o “hasta que estamos tirados en el piso” (Alexis, entrevista, 10 de septiembre de 2014). Cuando sucede esto asumen que tendrán un castigo o pagarán una consecuencia aunque tampoco hay mucha claridad al respecto: “a veces nos castigan, a veces nos regañan, a veces nos dejan sin recreo, a veces no pasa nada” (Marlon, entrevista, 14 de septiembre de 2014). Así, los alumnos conciben a la violencia escolar como una especie de péndulo que retorna constantemente y a veces golpea más fuerte que otras (tabla 2).

Tabla 2 Soluciones de los alumnos contra la violencia escolar 

Elaboración propia con datos obtenidos en el trabajo de campo, 2014 y 2015.

Es importante resaltar que los alumnos de estas escuelas rurales suelen personificar la violencia escolar desde sus marcos de interpretación. Para ellos, el compañero que genera violencia es el “problema a atacar”, por lo que las soluciones que proponen es expulsarlo de la escuela, pedirle que ya no asista más o bien hablar con sus padres para que los sancione. Esta postura es interesante ya que refleja una concepción de la problemática: los niños no se perciben como parte de un proceso de conflictividad que involucra a más de un individuo; por el contrario, se asocia con la violencia como una característica de la persona por lo que se individualiza y se asume la postura de la “manzana podrida”. Esto, sin duda, contribuye a la estigmatización del sujeto violento que lo coloca en una posición de condena moral lo cual dificulta el auto reconocimiento y, por supuesto, la intervención efectiva. Más que considerar a la violencia como una respuesta agresiva a una situación de conflicto no resuelta se vislumbra como algo constitutivo a la persona, como algo que la define o que la caracteriza, con lo que se favorece su exclusión del grupo social.

Los niños que ejercen violencia

En la región que estudiamos, quienes presentan comportamientos agresivos en los entornos de conflictividad suelen ser niños que aprendieron en algún momento a manifestar este tipo de respuestas, por lo regular han arrastrado problemas de hostigamiento. Es el caso de Cristian, que fue violentado en una escuela de la cabecera municipal de Matehuala por un grupo de alumnos que se dedicaban al narcomenudeo y que fue sacado de su escuela por una acusación de intento de violación a una compañera de grupo. Esta acusación fue hecha y difundida por uno de los niños que lo hostigaba, Cristian recuerda a su acusador con las siguientes palabras “tenía mucho coraje, tenía ganas de agarrarlo y hacerlo pedazos” (Cristian, entrevista, 9 de septiembre de 2014). Además de alegar su inocencia, Cristian no recibió ningún tipo de atención ni procesamiento de tipo familiar, escolar ni judicial por lo que persiste un fuerte sentimiento de injusticia. En su nueva escuela, Cristian es señalado por las alumnas como uno de los compañeros que ejerce hostigamiento sexual hacia ellas.

En la mayoría de casos, los alumnos que ejercen violencia son vistos como especies “anormales” que presentan comportamientos poco convencionales, que tienen trastornos de aprendizaje, problemas para relacionarse socialmente o, en algunos casos, padecimientos psiquiátricos diagnosticados. Estos alumnos son señalados como “locos” o “raros” y hacia ellos hay poca atención específica ante la falta de comprensión de sus conductas agresivas. Los docentes suelen asociar agresividad con trastornos mentales, lo cual refuerza la estigmatización hacia el infante identificado como violento. La violencia es percibida por el personal docente como una conducta inherente al sujeto que, en el mejor de los casos, obedece a una patología del orden biológico-mental o a conductas aprendidas en casa, también señalan que la gran mayoría de las veces estas conductas se aprenden en el hogar, con lo cual se deslindan de cualquier responsabilidad para erradicarlas y asumen un papel de “contenedores” de estos comportamientos agresivos. De ahí que, más que pensar en estrategias a largo plazo para la prevención y erradicación de la violencia, generan medidas punitivas y paliativas para lidiar con el problema de forma momentánea. Los niños que ejercen violencias escolares son conscientes de la reprobación social de sus conductas por lo que suelen no reconocerla y por lo tanto carecen de disponibilidad para abordar esta problemática.

En la escuela de La Rinconada, en el municipio de Cedral en San Luis Potosí, encontramos a dos niños que eran identificados como agresores permanentes, tenían síndrome de Down y problemas de lenguaje. La maestra de este grupo los aislaba poniéndolos a trabajar en actividades más lúdicas y menos académicas como escuchar música, ver videos, realizar dibujos, etcétera. Los alumnos realizaban estas actividades a la par que se levantaban de sus asientos para escupir a sus compañeros, golpearlos y aventar su material escolar. La maestra mostraba una actitud permisiva hacia ellos bajo el argumento de que son “especiales”, a quienes les cuesta más trabajo controlar la agresividad (maestra María, entrevista, 10 de septiembre de 2014).

No obstante, las conductas violentas en la población infantil no solo están estrechamente relacionadas con la inclusión escolar sino con el arraigo comunitario. Al explorar en las historias de vida de los alumnos que ejercían violencia, resaltó el poco vínculo que tienen con el entorno en el que viven. Algunos porque fueron retornados de las cabeceras municipales o bien de ciudades o estados aledaños (Monterrey, Tamaulipas y San Luis Potosí) por motivos familiares, económicos y de seguridad y están descontentos con su nueva situación. Son niños que sueñan con salirse de la localidad en cuanto puedan, que manifiestan explícitamente que no quieren estar ahí y que extrañan la ciudad porque estar en los entornos rurales les resulta aburrido. Quienes tienen conductas altamente violentas en sus escuelas tienen historias familiares de migración pendular, van y vienen del rancho a las ciudades y para ellos permanecer en aquel lugar era una especie de castigo. Roberto, es un alumno que vive en una cabecera municipal pero que dejó de estudiar por problemas de drogadicción y viaja todos los días a la escuela rural más cercana bajo la tutela de uno de los profesores con la idea de que estos planteles son más pequeños y controlables; lo cierto es que se han convertido en depositarios de las exclusiones sociales que, a nivel estructural, causan la precariedad económica y el narcotráfico.

En otros casos se trata de niños que viven una especie de “abandono” en las comunidades rurales por tener capacidades físicas diferentes o porque forman parte de relaciones familiares rotas, son dejados al cuidado de los abuelos. A lo largo de las entrevistas en una de las escuelas de Cedral, los alumnos solían nombrar a Irving como el que los violentaba constantemente. Pasaron un par de días para conocerlo porque no asistía regularmente. Cuando lo conocimos nos dimos cuenta de que era un niño con síndrome de Down (detalle que nadie había evidenciado en las conversaciones) que difícilmente podía articular palabras. En nuestra entrevista tenía a un niño traductor, quien contó la historia familiar de Irving: “A él no lo quisieron, se lo dejaron a su abuela, ¿verdad que sí Irving? (Irving asienta con la cabeza)… Su abuela acaba de morir hace poco y su mamá tiene otra familia allá donde vive” (Irving, entrevista, 11 de septiembre de 2014).

Una característica del ejercicio de la violencia entre los alumnos del Altiplano es que no se ejerce en soledad, es decir, se requiere de la presencia de un compañero o de un grupo para detonar el comportamiento agresivo. Varios autores han señalado cómo un grupo logra estimular o detener la escalada de violencia en los espacios escolares. En campo observamos a los niños catalogados como violentos quienes en ningún momento manifestaron estas conductas en un lugar alejado, oculto o de forma solitaria, sino en compañía bajo una especie de complicidad que reforzaba su posición de dominio frente a los testigos y a los afectados. La risa, se convierte en el lenguaje principal para potencializar las conductas violentas entre los testigos. En el caso de la socialización infantil, el ejercicio de la violencia también debe ser entendido como un juego de poder que surge en el marco de las interacciones para reforzar el papel de superioridad y ejercer el sometimiento de un niño frente a otro. Las peleas escolares muchas veces funcionan para obtener o preservar el prestigio, para enfrentar chismes u ofensas o para mantener el equilibrio entre pares (Mejía y Weiss, 2011).

Los agredidos y los testigos

Los alumnos que reciben agresiones son, al menos, de dos tipos: a) los que se convierten en sujetos constantes de las violencias cuyas posiciones de víctimas suelen ser permanentes; y b) los que viven agresiones de forma esporádica y que, en ocasiones, son agresores que reproducen la violencia. En el primer caso estamos hablando de alumnos que tienen una personalidad introvertida, poca interacción con sus compañeros y fenotípicamente son diferentes al resto: de estatura pequeña, con sobrepeso, morenos o bien con alguna discapacidad física. El ejercicio de la violencia en sus vidas se percibe incluso en la forma en que caminan y se comunican. Como bien señala Gómez (2013), la violencia en las escuelas es un discurso sin voz, en tanto que es dificil enunciarla pero que se vive y se expresa a nivel corporal y emocional.

Por lo regular los niños que se involucran directamente en conductas de violencia escolar suelen mostrarse reacios a hablar de tema. En el caso de los agresores porque tienen clara la condena moral hacia sus actos, pero en el de los agredidos las razones son de diversa índole: por temor a ser más violentados, porque se autoconciben como vulnerables permanentes o porque consideran que lo que viven no es lo suficientemente importante para denunciarlo. “No hay que hacer más grande el problema” señalaba Claudia, una niña de 8 años de San José de Raíces en Nuevo León, que recibe burlas sobre su apariencia física por parte de una compañera que es la favorita del profesor (Claudia, entrevista, 3 de febrero de 2015).

Los estudiantes agredidos sienten vergüenza y humillación por la violencia que reciben. Esta actitud fue más recurrente en el caso de las mujeres, quienes son señaladas por sus compañeros como “las más débiles que lloran de todo”. Incluso el alumno que suele denunciar alguno de los maltratos que recibe es acusado de “niña”, “mariquita” y “chillón” entre sus ofensores, vinculando así la debilidad con la construcción de la feminidad. Ana Paola, una niña de la localidad de San José de Raíces, es constantemente hostigada por Jazmín, quien la aísla del grupo de compañeras, no obstante, no quiere que nadie se entere del malestar que esto le genera, mucho menos el profesor, ya que no quiere reforzar la idea de que es una “gorda chillona”. Ana Paola lloraba frecuentemente en las entrevistas cada vez que recordaba los episodios de violencia que vivía al interior de su escuela (Ana Paola, entrevista, 5 de febrero de 2015).

En estos escenarios escolares de violencia, tanto los involucrados directamente en los conflictos (agresor y agredido) como los testigos se incluyen subjetivamente al experimentar emociones que van desde el enojo, el dolor, la tristeza, el miedo, la frustración y la impotencia hasta el rechazo hacia el agresivo. Esto junto con una gama de sentimientos no identificados que obstruyen la comprensión de las consecuencias negativas del vivir cotidianamente la violencia entre la población infantil. Uno de los problemas que se detectaron en las observaciones de campo es que los niños no saben cómo manejar el enojo: “me da ansiedad”, “rompo cosas” o “golpeo” son parte de las respuestas vertidas por los que ejercen la violencia. Llegar al autorreconocimiento de la violencia no es tarea fácil, los niños no se destapan inmediatamente como sujetos agresores, lo que sí reconocen es que actúan bajo un impulso negativo de enojo que los lleva a lastimar a los otros. Así, la violencia entre los niños suele enunciarse como un sentimiento poco controlable. El único alumno que manifestó explícitamente su gusto por golpear y lastimar a sus compañeros tiene un retraso mental diagnosticado. Sin embargo, las respuestas sorprendentes provinieron de un pequeño grupo que expresó no sentir nada cuando observa actos de agresividad entre sus compañeros.

La violencia escolar suele partir de escenarios conflictivos que no cuentan con una vía de resolución adecuada y que además va escalando en intensidad y amplitud. Ante una situación de conflicto suele haber una primera reacción de violencia por alguna de las partes. Por lo regular, la violencia escolar cuenta con actores pasivos o llamados testigos que suelen manifestar deseos de intervención ya sea para contener o bien para alentar el conflicto. La participación de estos testigos resulta crucial, ya que a través de las risas, la imitación, la observación o el bloqueo emocional incitan o no una situación violenta. Los niños testigos participan, observan, dan testimonio, alegan, acusan con el maestro e incluso dan consuelo al agredido. En algunos contextos brindan un acompañamiento entre pares que puede potencializar nuevas estrategias para la resolución de conflictos. Las formas de intervención por parte de los adultos suelen ser variadas aunque, hasta el momento, no hemos reportado ninguna contundente ya que las agresiones entre los involucrados suelen reaparecer. Se trata de violencias apagadas temporalmente por sanciones punitivas que no coadyuvan al autocontrol ni a la reposición de los daños, sino que permanece latente, se trata de violencias que retornan.

Las otras violencias que llegan a la escuela: la familia y el narcotráfico

En las localidades rurales abordadas, la violencia escolar pasa por el filtro de las relaciones familiares y el parentesco. Esto es más evidente ya que se trata de entornos escolares con baja población, muchas de estas escuelas son unitarias o bidocentes por lo que es común encontrarse con lazos de parentesco al interior de las instituciones. Las violencias domésticas se reproducen en el ámbito escolar ya que fue frecuente observar a niños que son violentados por sus propios hermanos o primos. A este dato hay que agregar que la mayoría de los 75 entrevistados señalaron recibir golpes en sus casas de parte de sus padres. Esta información fue corroborada por los padres quienes señalaron como natural el ejercicio de los golpes como parte de sus sistemas de crianza. María, una de las madres de Vanegas justificaba así el uso de la “nalgada pedagógica”, fue entrevistada en su casa y tiene tres hijas en edad escolar que a veces son hostigadas por sus compañeros, ella logra reconocer con facilidad las conductas de violencia sutil que reciben sus hijas como el ponerles apodos o el que les roben sus útiles, sin embargo justifica los golpes que ella les da como acciones que se enmarcan en un contexto de amor y de crianza por lo que no pueden catalogarse como violencia (María, entrevista, 1 de febrero de 2015).

Por otro lado, la violencia escolar ejercida entre hermanos se sanciona menos a pesar de que observamos algunos que transitan por la escuela atemorizados por las agresiones familiares. Estrella, una niña de 8 años de la localidad de La Cruz en Cedral, recibía varias patadas y golpes de su hermano Jonathan de 11 años frente al maestro sin que provocara alguna reacción. Estrella es una niña tímida que señaló en las entrevistas sentir miedo por los golpes que recibe. Sus compañeras de la escuela, que también son sus vecinas, señalaron que es común escuchar los gritos de Estrella ante los golpes que recibe en su casa.

No es una novedad señalar que muchas de las violencias escolares se originan o vinculan con las domésticas, lo interesante de esto es que los docentes reproducen la normalización de la violencia familiar al considerar como natural estas conductas entre hermanos y/o primos. Los maestros asumen que en la escuela están saldando cuentas de conflictos no resueltos en sus espacios domésticos. Las escuelas vinculan automáticamente las conductas violentas de los alumnos como originadas en ambientes familiares, lo cual les resta responsabilidad así como posibilidades de intervención al no considerarlo dentro de su ámbito de acción.

En años recientes, la zona del altiplano ha sido escenario de conflictos armados vinculados con el narcotráfico. Históricamente es un territorio estratégico para el comercio legal e ilegal de mercancías, por lo que lo que su disputa para el tráfico de drogas tomó mayor auge a partir de 2011. Estos hechos, sin duda, han afectado la dinámica cotidiana de los pobladores, sin que la población infantil escolar sea la excepción. Al iniciar esta investigación, la violencia escolar se asociaba directamente con la presencia del narcotráfico en las escuelas, así lo referían los directores y los funcionarios de las zonas escolares. Inmediatamente fueron identificadas las escuelas donde los profesores reportaban que sus alumnos jugaban a ser “zetitas”, que presumían sus vínculos familiares con los grupos de narcotraficantes o señalaban la presencia de padres que habían amenazado a profesores haciéndoles saber sus vínculos con el narcotráfico. Por voz de los propios alumnos sabemos que hay secundarias en la cabecera municipal de Matehuala en donde son reclutados como “halcones” bajo la promesa de una paga muy buena. “A mí me ofrecían mil quinientos pesos por mandar unos papeles (droga)”, señalaba Cristian.

En 2012 la escuela rural de la localidad de Cruz de Elorza, en el municipio de Doctor Arroyo en Nuevo León, vivió un episodio de violencia que todavía está presente en la memoria colectiva del personal escolar y de algunos estudiantes. Debido a su cercanía con la carretera Panamericana, en esa localidad se desmontaban los tráilers para el tráfico de droga. El profesor había denunciado estos hechos frente a los niños y padres de familia, la respuesta fue la vandalización de la escuela por parte de alumnos que estaban vinculados a estos grupos que comercializan la droga. Rompieron el inmobiliario escolar, destruyeron la documentación y robaron el equipo de cómputo y televisión. El director denunció lo ocurrido a las autoridades estatales, que le pidieron que mejor hiciera caso omiso. Desde entonces la salud física del director y algunos profesores se ha visto mermada y el dolor sigue presente en el relato de los hechos dada la impunidad y gravedad del asunto. En esta misma escuela, el intendente fue señalado por el personal administrativo como vendedor de drogas. Esta situación ocurre frente a los ojos de las autoridades educativas y judiciales sin que se ejerzan mecanismos de resolución (maestro José, entrevista, 7 de febrero de 2015).

Conclusiones

Las violencias escolares han sido objeto de múltiples definiciones y enfoques desde la teoría social; no obstante, poco se ha reconocido el valor de la perspectiva de los actores escolares en su definición. Resultaría pertinente alejar a la violencia escolar de perspectivas universalistas y atemporales para atender la diversidad de significados y contextualizaciones locales. El considerar que las violencias son las mismas en cualquier latitud del mundo y que su clasificación ha sido fija a través del tiempo nos puede conducir a un entendimiento falso de las mismas en tanto que no se consideran como parte de un fenómeno sociocultural y situado en el tiempo. Una propuesta para abordar las violencias desde estas premisas es considerarlas como parte de las interacciones sociales y de las relaciones de dominación que se ejercen en el ámbito escolar y que detonan conflictos entre los diversos actores involucrados en el mismo. Así, se deja de percibir a la violencia escolar como una lista de características o atributos inmutables, ya que las mismas investigaciones han demostrado que su significación es más diversa y compleja que la prescripción unívoca del fenómeno.

La violencia escolar, como cualquier tipo de violencia social, forma parte del entramado de relaciones de poder que tiene un fuerte componente sociocultural que no siempre se ha reconocido en el ámbito de la investigación (Tello, 2005; Gómez y Zurita, 2013; Chávez, 2014). Más allá de condenar este fenómeno, el objetivo de este artículo es mostrar la necesidad de concebir a la violencia como un tipo de relación social que, si bien no es natural, sí se construye desde significaciones muy variadas y desde experiencias de vida muy concretas. En este caso, resaltamos las perspectivas de la población infantil partiendo de la necesidad de reconocer que no son los únicos actores involucrados en el ejercicio de la violencia. Hasta el momento se ha delimitado a las agresiones entre pares, principalmente entre alumnos, por lo que es necesario preguntarnos cómo la viven, cómo afecta su vida cotidiana, qué emociones experimentan ante ella, y qué medidas de solución proponen para erradicarla. Estas percepciones, además, provienen de la voz de niños que viven en contextos de alta marginación económica y social.

El mundo escolar suele estar definido por visiones adultocéntricas que imponen sus marcos de referencia a la población infantil y a través de ellos justifican la jerarquización de las posiciones y las relaciones al interior de las instituciones. Es por ello que las acciones que abusan de esta posición jerárquica son las menos reconocidas y abordadas por los docentes o autoridades educativas. Reconocer las violencias sociales de los adultos en el espacio escolar es una tarea pendiente para avanzar en la conformación de un entorno de convivencia positiva.

Para los niños del altiplano la violencia escolar se conceptualiza a través de golpes físicos, mientras que las formas de hostigamiento o las violencias menores son poco reconocidas aunque son vividas diariamente. Por otro lado, los alumnos se conciben a sí mismos como los principales actores que participan en la violencia, ya que reconocen al bullying como la principal problemática escolar; sin embargo, pocos aceptan la participación de los profesores y directivos en este proceso de reproducción de la violencia a pesar de que viven abusos de autoridad por parte de estos adultos. Con esto también se contribuye a la normalización de la violencia al no considerar los daños causados debido a los abusos de las autoridades educativas en los centros escolares.

A través de estas voces infantiles podemos señalar que las instituciones escolares tienen un papel fundamental en la definición de las violencias permitidas y condenadas. Por ejemplo, las agresiones sexuales de las alumnas suelen invisibilizarse, mientras que los hostigamientos menores se normalizan, se justifican las agresiones que mantienen la autoridad de los superiores y se reconocen únicamente como graves los golpes y otro tipo de violencia física. La exposición cotidiana a formas de violencia así como las respuestas poco claras y efectivas de contención o erradicación de las mismas genera, en la población infantil, percepciones de indefensión y de indiferencia que motivan la pasividad y la permisividad ante este tipo de hechos. La institución escolar, se convierte en un espacio que contiene, genera y reproduce diversas violencias sociales susceptibles de ser identificadas y atendidas. Las violencias sutiles y cotidianas son las que se normalizan como parte de un sistema de convivencia escolar que no actúa frente a ellas. Establecer los límites sobre lo que es la violencia escolar resulta una tarea compleja ya que en la escuela interactúan diversos marcos normativos que afectan la convivencia cotidiana. Es por ello que resulta necesario no aislar los comportamientos de su contexto de producción o de la situación conflictiva en la que se generó. Las concepciones de los niños frente a la violencia evidencian la necesidad de construir nuevas pautas de entendimiento sobre esta problemática que ofrezcan visiones menos lineales, individualizadas y punitivas al respecto.

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*Los resultados de esta investigación forman parte del proyecto Múltiples violencias sociales en el espacio escolar en el Altiplano noreste (IA302416) PAPIIT, DGAPA, UNAM.

Recibido: 22 de Septiembre de 2016; Revisado: 09 de Enero de 2017; Revisado: 20 de Enero de 2017; Revisado: 08 de Febrero de 2017; Aprobado: 14 de Febrero de 2017

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