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Revista mexicana de investigación educativa

versión impresa ISSN 1405-6666

RMIE vol.20 no.67 Ciudad de México oct./dic. 2015

 

Investigación

 

El papel de la universidad pública en la soberanía alimentaria

 

The Role of Public Universities in Food Sovereignty

 

Miguel Ángel Escalona-Aguilar*, María Teresa Leal-Ascencio**, María del Rosario Pineda-López***, Edgar Eduardo Ruiz-Cervantes**** y Lázaro Rafael Sánchez-Velásquez*****

 

* Profesor en la Facultad de Ciencias Agrícolas campus Xalapa, y colaborador de la Coordinación Universitaria para la Sustentabilidad (CoSustenta) de la Universidad Veracruzana (UV). Circuito Gonzalo Aguirre Beltrán s/n, Zona Universitaria, 91090, Xalapa, Veracruz, México. CE: mescalona@uv.mx

** Profesora en la Facultad de Ciencias Químicas campus Xalapa de la UV. CE: tere.leal.a@gmail.com

*** Investigadora del Instituto de Biotecnología y Ecología Aplicada (INBIOTECA) de la UV. CE: rosariorosariop@gmail.com

**** Investigador en el Centro de EcoAlfabetización y Diálogo de Saberes y colaborador de la CoSustenta de la UV. CE: edgruiz@uv.mx

***** Investigador del INBIOTECA y coordinador de la CoSustenta de la UV. CE: lasanchez@uv.mx

 

Artículo recibido: 1 de octubre de 2014.
Dictaminado: 31 de enero de 2015.
Segunda versión: 5 de marzo de 2015.
Aceptado: 23 de marzo de 2015

 

Resumen

La visión economicista adoptada en México supone una excesiva importación de alimentos, abandono del campo, desnutrición y dependencia del exterior para generar los alimentos que consume. El Estado ha renunciado al bien común, falto de visión de soberanía propia y seguridad alimentaria. En este contexto, las universidades pueden ser catalizadores del cambio con un enfoque sistémico, al tomar un papel más activo que impulse el cambio hacia una visión sustentable, de protección de la diversidad biológica y cultural, que considere sistemas de producción y consumo de alimentos que ya están arraigados en el país. En este trabajo presentamos una propuesta de análisis, estructuración y desarrollo de un esquema formativo en la universidad pública que permita dar el paso hacia una práctica integral de consumo y convivencia.

Palabras clave: alimentación, educación, sustentabilidad, transdiciplinariedad, México.

 

Abstract

The economicist vision adopted in Mexico assumes excessive importation of food, an abandoned countryside, malnutrition, and dependence on other countries to generate the food the nation consumes. The state has renounced the common good, lacking a vision of its own sovereignty and food security. In this context, universities can be catalysts of change with a systemic focus, by taking a more active role in encouraging a sustainable vision that protects biological and cultural diversity, and considers the production systems and food consumption patterns that are already established in Mexico. In this article we propose the analysis, structure, and development of a training system in public universities that enables making progress toward integrated practices of consumption and interaction.

Keywords: food, education, sustainability, trans-disciplinary, Mexico.

 

Introducción

El modelo educativo actual en el país se encuentra confrontado con una serie de desafíos sin precedente emanados del actual modelo económico neoliberal, generando serias consecuencias sociales (desnutrición, desintegración familiar, migración), ambientales (pérdida de biodiversidad, reducción de la biodiversidad cultivada, contaminación genética por transgénicos), culturales (pérdida de la identidad y de la relación respetuosa con la naturaleza) y económicas (pobreza, concentración de los ingresos) que se evidencian, desafortunadamente, en problemas de inseguridad alimentaria en la población de menor ingreso (Dahlberg, 2001; Díaz-Barriga, 2012; Altieri et al., 2012). Baste señalar que en 2010 más de 27 millones de mexicanos sufrían problemas de carencia alimentaria, es decir no tenían ingresos suficientes para garantizar el consumo diario de alimentos (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social –CONEVAL–, 2012). Desde esta perspectiva, este artículo busca generar una reflexión sobre el papel que la universidad pública debe tener en la formación de recursos humanos que puedan ser sensibles y proactivos a participar con la propia población en el reconocimiento de las causas de la crisis alimentaria, desde el trabajo colectivo y creativo, para la generación de estrategias de producción y consumo de alimentos con calidad y cantidad suficientes. Lo anterior debe darse en un contexto que fomente la cooperación y entornos colaborativos y creativos frente a la competitividad, creando "escenarios" de intercambio y diálogo de saberes entre los participantes.

 

Papel del Estado en la seguridad y soberanía alimentaria

Es una tarea inevitable y urgente promover un cambio de paradigma en la producción agrícola para asegurar alimentos saludables a precios accesibles, para una creciente población (Toledo et al., 1985; Altieri et al., 2012). La International Assessment of Agricultural Knowledge, Science and Technology for Development (IAASTD) (2009) señala que el único sistema agrícola que podrá afrontar estos desafíos es el que promueva altos niveles de diversidad, productividad y eficiencia. Los ecosistemas y sus procesos, que representan la fuente de materias primas para la producción, son un componente crucial para mantener una producción de alimentos sustentable, hecho que ha sido frecuentemente olvidado. En contraste, la especialización de las unidades de producción de alimentos ha llevado a creer que la agricultura industrializada es un milagro moderno. Sin embargo, las evidencias indican que la excesiva dependencia de los monocultivos y los insumos agroindustriales, tales como las tecnologías de capital intensivo (plaguicidas y fertilizantes químicos) han impactado negativamente al ambiente, a los productores y consumidores (Dahlberg, 2001; Negri, 2005; Altieri y Toledo, 2011; Ayala et al., 2011), lo que autores como Pimbert (2009) llaman el "modelo dominante" asociado a la producción intensiva y especializada de alimentos. En nuestro país hay una fuerte dependencia tanto tecnológica (agroquímicos, semillas, etcétera) como alimentaria. Baste señalar que, según datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), en 2012 se importaron más de 4 mil 300 millones de dólares en agroquímicos y para 2013 se importaron, también en millones de dólares, más de 3 mil 200 en carne, más de mil 600 en leche, lácteos, huevos y miel y más de 3 mil 500 en cereales, factores que influyen en que un sector amplio de la población no tenga acceso en cantidad y calidad suficientes para satisfacer su necesidad básica alimentaria. La crisis alimentaria que atraviesa México debe verse no solo desde la dimensión productiva, que influye en la disponibilidad interna de alimentos, sino desde una perspectiva económica en donde la desigual distribución en el ingreso limita el acceso a los alimentos.

De acuerdo con el Programa Sectorial de Desarrollo Agropecuario y Pesquero 2007-2012, la superficie agrícola nacional es heterogénea, los productores del norte del país poseen predios ocho veces mayores que los del centro y sur. Adicionalmente, 80% de los productores agrícolas poseen predios menores a 5 hectáreas, mientras que en el sur, 45% de la superficie agropecuaria corresponde a régimen ejidal, porcentaje que disminuye para los estados del centro (34%) y norte (29%) (SAGARPA, 2007).

Estas características diferenciales de la agricultura nacional, representan un importante factor en el tipo de cultivos producidos y determinan, también, su contribución al consumo de alimentos (Analiese, 2008). México, desafortunadamente, se ha convertido en un país importador neto de alimentos ya que para 2012 importó 30% del maíz, 58% del trigo, 82% de arroz y casi 100% de aceite comestible (SAGARPA, 2013; García, 2012) con una cada vez menor superficie cultivada y precios más altos al consumidor, lo que sin lugar a dudas ponen en riesgo su seguridad alimentaria (González, 2010), por otra parte nuestro país presenta un índice de apertura comercial al exterior de 70% (el mayor del mundo) pero, paradójicamente, es uno de los menos competitivos, al ocupar el lugar número 60; tema en el que ha retrocedido 29 posiciones con respecto a 1999; esto indica que los pilares que soportan el crecimiento a mediano plazo han perdido solidez y sustentabilidad (Ayala et al., 2011).

Este proceso evidencia el hecho de que se ha incrementado la dependencia del exterior, dominada por un grupo de multinacionales que determinan lo que se produce y consume en todo el planeta (Calle et al., 2011). Algunas de las consecuencias de dicho proceso son: la desarticulación de estrategias de cooperación social, especulación de materias primas, pérdida de formas de vida relacionadas a la agricultura sustentable, incremento de oligopolios, medidas económicas y judiciales de apoyo a los mercaderes de semillas o distribución de alimentos, descuido de los impactos ambientales generados por la agroindustria trasnacional, barreras a redes comercializadoras locales o regionales, políticas públicas orientadas a una agricultura insostenible, entre otras (Gliessman, 2007; Gliessman, 2010).

A pesar de las políticas que imponen las agencias internacionales, muchos seres humanos están lejos de tener seguridad alimentaria y varios países la han perdido (Deasmarais, 2007).

La soberanía alimentaria incorpora los derechos de elegir las políticas relativas a la distribución y consumo de alimentos y el de las personas a alimentos adecuados desde el punto de vista saludable y cultural, obtenidos a través de métodos sostenibles y ecológicos así como definir sus propios sistemas alimentarios y agrícolas (Foro Mundial de Soberanía Alimentaria, 2007). En el presente artículo cuando se habla de producir alimentos en cantidad y calidad suficiente se ha decidido acoger el término de soberanía alimentaria y no el de seguridad alimentaria, ya que éste incluye la articulación, coordinación e interdependencia, tanto de los que producen y comercializan los alimentos, como de los que los consumen; tomando en cuenta criterios culturales locales que promuevan su producción en sistemas agroalimentarios, es decir como un proceso democratizador de las relaciones de producción y consumo (De Schutter, 2010; Cuéllar y Sevilla, 2012).

En México, el Estado se ha dedicado más a la seguridad alimentaria que a la soberanía. Mientras que en la Constitución (artículo IV) se lee: "Toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad. El Estado lo garantizará" (Diario Oficial de la Federación (DOF), 2011), 10% de los mexicanos sobreviven en condiciones de extrema pobreza. Se calcula que la población en carencia alimentaria creció un 21.4% entre 2008 y 2010 (CONEVAL, 2011).

Si, además, se suma que el cambio en los hábitos ha derivado a un mayor consumo de alimentos procesados, por ejemplo, en la actualidad México ocupa el lugar número uno en ingestión de refrescos per capita con un consumo anual de 119 litros por persona, el décimo lugar en consumo de alimentos procesados, el lugar 102 en consumo de vegetales con solo 55 kg/año/persona. Lo que ha llevado a una realidad de obesidad y sobrepeso (Clark et al., 2012), provocando enfermedades como la diabetes, que fue la razón de 82 mil 964 defunciones en 2010, representando 14% de las muertes en el país, lo que representa un incremento alarmante si se considera que en 1950 la tasa de mortalidad por diabetes era de 4.8 por cada cien mil habitantes mientras que en 2010 fue de 73.9 (INEGI, 2010; Narro y Zepeda, 2012). Tal vez la mayor tragedia es que 73% de la población mayor a 15 años presenta sobrepeso u obesidad, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición, con datos reportados en 2012. Esto evidencia, desafortunadamente, que el Estado no ha podido diseñar una estrategia adecuada para encontrar y mantener la seguridad alimentaria.

 

Opciones de sistemas de producción y consumo de alimentos

Los procesos de globalización, industrialización y liberalización del mercado, si bien son causantes de toda la problemática planteada, también están originando nuevos movimientos que intentan crear una sociedad ecológica y socialmente sustentable (Raynolds, 2000; Follett, 2009). Impulsando que el acceso a la comida, sana y de calidad, no sea un lujo y además proponiendo reconstruir una vida en comunidad y no individualizada, recuperando conocimientos y tecnologías agrarias locales históricamente sustentables armonizándolos con los nuevos conocimientos de una manera participativa (Sevilla y Martínez-Alier, 2006). Los sistemas alimentarios incluyen, no solo los aspectos de la producción sino el procesamiento, la distribución y el acceso.

Los espacios locales se sostienen a través de los principios de diversidad, descentralización y adaptación dinámica. Los sistemas alimentarios locales, desde esta perspectiva, ofrecen potencialmente un contexto más proclive para la participación democrática, por vincular de forma directa a los actores (productores y consumidores), que el sistema alimentario global, el cual considera a las tecnologías como la única alternativa de solución (Escalona y Sevilla, 2011). Se debe inducir a un proceso de construcción o fortalecimiento de organizaciones locales que permitan mejorar la capacidad de la gente para tener y mantener sus propias iniciativas (Escalona, 2010). Esto implicaría, según Pimbert (2003), la adopción de un enfoque de proceso de aprendizaje continuo; nuevos valores profesionales, métodos y comportamientos participativos; así como políticas que apunten a promover sistemas alimentarios y economías locales, procesos en donde es fundamental pensar en que los egresados de las universidades cultiven este tipo de acciones desde su ámbito profesional.

Las organizaciones locales (que incluyen a productores, consumidores, técnicos e investigadores) pueden generar este cambio mediante propuestas, surgidas de su potencial endógeno e impulsando un desarrollo participativo enfocado a la producción y la circulación de sus productos. De esta manera se rearticula lo local (social, económico y cultural) de forma integrada con los ecosistemas que los acogen, enfrentado la homogeneización y la colonización de la cultura urbano-industrial (Sevilla et al., 2008).

Así, las organizaciones generan alianzas entre actores, implícitamente estas alternativas presentan tanto una crítica como una oposición a los sistemas alimentarios existentes y son una visión alternativa de relaciones socioecológicas incorporadas a la forma de producir y consumir los alimentos (Allen et al., 2003; Fonte, 2008; Escalona y Sevilla, 2011). En esta circunstancia adquieren gran valor la reconstrucción de las relaciones entre productores y consumidores en un mundo de producción interpersonal (Fonte, 2008); a esta perspectiva se le ha llamado la re-conexión. Desde los noventa, particularmente en el norte de Europa, Estados Unidos y en ciertos países latinoamericanos surgieron movimientos sociales que representaban a grupos de productores y consumidores y se plantearon el objetivo de re-apropiarse de la alimentación a nivel local. Algunos ejemplos de lo anterior son las Comunidades en Apoyo a la Agricultura (CSA), el movimiento de mercados de agricultores (Estados Unidos, Inglaterra, Irlanda, Escocia), grupos locales de consumo, ventas directas de agricultores, círculos urbanos de alimentos (Friedmann, 2007), ferias y mercados ecológicos en Brasil, Colombia, Costa Rica, Perú y México; Agricultura Urbana en Argentina y Cuba (Allen, 1999; La Trobe, 2002; Fonte y Angostino, 2006; Fonte, 2008; Rosset et al., 2011; Escalona, 2012). Todas estas experiencias muestran un movimiento que está construyendo redes de consumidores en las ciudades en legítima defensa de su soberanía alimentaria, comprometiéndose con los productores. El precio justo se logra mediante un diálogo que permita una remuneración adecuada para la actividad de los productores rurales, en lugar de ser resultado de las oscilaciones de los precios de los productos en el mercado; esto posibilitará un cambio social agroecológico (Galindo, 2006; Cuéllar y Sevilla, 2009).

La Trobe (2002) y Chappell y LaValle (2011) proponen que los sistemas locales de alimentos pueden proporcionar beneficios:

1) económicos para los productores y las comunidades locales;

2) de seguridad alimentaria y de salud al incrementar el acceso a alimentos frescos y sanos;

3) al ambiente al diversificar los sistemas agrícolas para satisfacer la demanda local de una amplia gama de productos;

4) ambientales y para la salud, garantizando que la comida viaja la distancia mínima posible, y asegurando que para la producción de los alimentos se emplean diversas prácticas sustentables; y

5) sociales a través de un contacto más estrecho entre productores y consumidores y la tierra.

La actitud que la sociedad tiene frente al consumo, así como la práctica cotidiana en la que la concreta, es uno de los elementos clave que incide en el modelo agroalimentario que podrá construirse. Así, el consumo responsable, consciente o radical tiene un componente político y colectivo fundamental; solo una perspectiva colectiva dará las herramientas necesarias para generar satisfactores. No se trata de sustituir las compras de unos productos por otros, de unas marcas a otras o de reducir el consumo de materia y energía, sino de cuestionar los satisfactores para generar autogestión, ya sea a través de la autoproducción y de los intercambios; preferiblemente no monetarios pero, en última instancia, con precios y dinero establecidos bajos criterios políticos de colectividad y autogestión (Cuéllar y Rintjes, 2009).

Como indica Sousa-Santos (2005: 267), se ha instalado una monocultura del saber tecnocrático y autoritario que trata de sustituir el vacío, por un futuro de posibilidades plurales y concretas, simultáneamente utópicas y realistas, que se va construyendo en el presente a partir de las actividades de cuidado. Por ello es que la soberanía alimentaria constituye la única opción para promover circuitos locales de producción y consumo y acciones organizadas para lograr el acceso a tierra, agua y agrobiodiversidad.

Hay recursos clave que las comunidades rurales deben controlar para producir alimentos con métodos agroecológicos (Altieri y Nichols, 2010) y que, vinculados con el medio urbano, generan un continuo rural urbano imprescindible para un cambio social agroecológico centrado en la gente y no en el dinero. Se hace necesaria la propuesta de reconsiderar el valor de uso y no el de cambio de los bienes, con los cuales tendrán que satisfacerse las necesidades, a través de procesos sistémicos que potencien a los satisfactores sinérgicos y la acción colectiva (Cuéllar y Sevilla, 2009; Escalona, 2010).

 

Valores éticos-culturales y biodiversidad versus valores económicos en el contexto de la universidad pública

La educación contemporánea es confrontada por desafíos sin precedente y se ve convocada a repensar sus principios, métodos y objetivos; una parte importante de los retos que hoy la interpelan emerge de procesos detonados por la revolución industrial y se intensifica en las últimas décadas por la globalización del capital (Merçon et al., 2012), por lo que hoy, más que nunca la universidad necesita reconocer todos los cimientos filosóficos y epistémicos en los que se encuentra anclada, con la finalidad de re-ensamblar su arquitectura institucional y pedagógica.

Desde sus inicios, la universidad se ha caracterizado por ser agente detonador de cambios importantes en la sociedad y por ser formadora de profesionales con valores éticos y humanos. Está llamada a ejercer su rol social en la compleja trama que existe en torno a la soberanía alimentaria, desarrollando las diversas formas de co-investigación basada en el conocimiento especializado y no especializado y la formación de redes horizontales para el aprendizaje y la acción autónoma (Pimbert, 2009).

Al promover sistemas sustentables, la universidad plantea necesariamente el reconocimiento de los modos tradicionales de conocimiento y, con ello, de aquellos saberes locales que permitieron que el país y sus regiones tuvieran la posibilidad de generar sus propios cultivos y procesos de consumo para, desde ahí, dialogar con el conocimiento y desarrollo tecnológico sustentable que se genera en las universidades para construir procesos de producción y consumo más sustentables (Leff, 2006). Por lo tanto, la institución debe reconocer los saberes que son definidos como conocimientos y que no tienen la pretensión del paradigma científico moderno de ser universales y neutrales, sino que son conocimientos situados, en este caso, en las realidades y cosmovisiones de los pequeños productores rurales y sus dirigentes y organizaciones de base (Gutiérrez, 2011).

En este sentido las instituciones de educación superior deben verse como un eje estratégico para el desarrollo del país (Arias, 2010), como instituciones sociales comprometidas con los principios para la sustentabilidad (Toledo, 2000). La universidad, desde esta perspectiva, tiene un enorme potencial para transformar la interface entre ciencia y sociedad y, consecuentemente, contribuir como un actor importante para articular procesos y dar respuesta a los problemas complejos que implica la provisión de alimentos desde un enfoque sistémico hacia la soberanía alimentaria.

Y es a partir de la construcción de un modelo pedagógico transdisciplinario (Nicolescu, 2010) que la universidad debe dirigirse al rescate y revaloración de los distintos saberes profesionales y tradicionales para que todas las disciplinas –que integren procesos de consumo consciente y de adquisición de competencias agroecológicas– estén acordes con los escenarios globales. Una pedagogía capaz de brindarles a los estudiantes el saber y el hacer, en la que el mercado economicista no sea el único camino para la sociedad.

 

Propuesta de formación integral del estudiante dentro de un contexto de sustentabilidad articulando la soberanía y seguridad alimentaria

Es fundamental abordar los procesos educativos y de vida de formación-transformación de los universitarios para gestar profesionales co-creadores de sustentabilidad socio-ambiental como base para alcanzar la seguridad y soberanía alimentaria. Resulta primordial reconocer que, históricamente ha sido y es en las universidades donde se han generado profesionistas que han impulsado la mecanización y el uso indiscriminado de componentes químicos en el campo. Por lo tanto, ellas deben, desde la toma de conciencia y la reflexión crítica de estos procesos, pasar a ser protagonistas de una transformación social hacia formas del conocimiento y la educación sustentables en torno a las problemáticas alimentarias. Bajo una mirada sistémica, humanista y socioambiental, resulta ya inviable generar procesos educativos a espaldas de la relación esencial que el ser humano y todo ser vivo tiene con la tierra como proveedor de sustento en todos los ámbitos del vivir, pero de forma esencial con los alimentos (Merçon et al., 2012).

La educación superior no puede continuar encerrada en su atrapamiento solipsista, disciplinario y eficientista (Morin, 1999; Gaddotti, 2002); sino que debe orientarse hacia la conciencia planetaria pues es un elemento indispensable para la auto-eco-formación de profesionales y de procesos del conocimiento, que sean capaces de gestar dinámicas humanas socioambientalmente sustentables (De la Torre, 2006). La formación integral del profesionista y de la comunidad universitaria en general exige procesos de aprendizaje, de trabajo y de vida que crezcan en una reflexión y una praxis crítica, respecto de las condiciones básicas de supervivencia del ser humano y su sociedad, vinculadas y reproducidas sin lugar a dudas en sus hábitos de consumo.

La visión hacia la soberanía alimentaria no puede ser, por tanto, un eje conceptual abstracto que se vierta en contenidos abordados en una currícula sustentable, aislada de la formación de la persona y del profesionista. El acto de la relación básica del profesionista con la tierra y su producción de alimentos debe pasar a formar parte de los procesos básicos de auto-eco-formación profesional. Así, es posible que de esta experiencia se nutran, de forma transversal a los contenidos, otras indagaciones que tengan lugar a lo largo de la currícula disciplinar del estudiante, incluida de forma esencial la soberanía alimentaria. Los procesos transversales de formación integral de los universitarios, la práctica de actividades relacionadas con la producción de alimentos y su relación con la tierra, el manejo de la biodiversidad, las formas de consumo que se enmarcan en la reflexión crítica en torno a las problemáticas del imperativo de la soberanía alimentaria deben jugar un papel central en la formación básica del universitario, como está ocurriendo en otros lugares (Blair, 2009; Rojas et al., 2011).

La creación participativa, no como una currícula impuesta, de huertos universitarios y opciones de alimentación sana se da, por ejemplo, en la Universidad de Morelos, la Facultad de Ciencias Agrícolas y Desarrollo Rural, desde hace varios años produce hortalizas orgánicas y las vende a los universitarios, o como en el caso de la universidades del estado de Nuevo León que, de manera conjunta, han creado lo que se conoce como Programa de Universidades Nuevoleonesas activas y saludables que buscan, entre otras acciones, disminuir la prevalencia de sobrepeso y obesidad en la población de las instituciones de educación superior (Huerta y Solis, 2011). A partir de esta reflexión crítica en torno a diversos ámbitos que concurren en estos trabajos agroecológicos, resulta posible desarrollar temáticas transversales, tales como la interculturalidad, la equidad de género y económica y la participación como formación política, entre otras.

La coherencia y viabilidad de lo aquí planteado implica la necesidad de que los otros actores universitarios acompañantes de este proceso auto-eco-formativo del estudiante, es decir académicos, administrativos, directivos, etcétera, tengan una praxis reflexiva y una formación coherente con esta visión de un ser humano integral. Al respecto puede decirse, como señala Freire (2006:37), "Nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo. Los hombres se liberan en comunión". Por lo tanto, resulta indispensable que la comunidad universitaria, como organismo en constante aprendizaje y transformación, asuma los procesos de eco-alfabetización y en particular su dimensión en torno a la soberanía alimentaria como una prioridad para sí misma.

Es desde este constante proceso transformativo de la universidad, como comunidad de aprendizaje, donde deben gestarse los procesos educativos con los estudiantes, que sean capaces de responder ante la crisis planetaria y, en lo particular, de la inseguridad y falta de soberanía alimentaria de los pueblos. Esto plantea enormes retos de transformación del ser humano, en particular el de la soberanía alimentaria, implica procesos donde múltiples niveles de realidad se conectan y entraman, desbordando los estrechos enfoques disciplinarios, yendo más allá de lo multidicisplinario e identificadose como un proceso transdisciplinario (Nicolescu, 2010; Francis et al., 2011 y 2013; Mendez et al., 2013).

Las estructuras y prácticas mentales racionalistas, positivistas y reduccionistas de la ciencia moderna poco tienen que hacer ante la complejidad de la problemática del sistema agroalimentario. Las supuestas "salidas o soluciones" a la inseguridad y a la inequidad alimentaria únicamente están llevando a mayores desequilibrios de inviabilidad. No pueden resolver los problemas complejos generados por las formas convencionales de pensamiento moderno disciplinario, con los mismos fundamentos epistemológicos dualistas que son su base. El sujeto de conocimiento, tanto académico como estudiante, debe re-aparecer en el proceso del aprender y el pensar. Las experiencias educativas, los conceptos y las problemáticas requieren salir del aula, vincular la palabra con la cosa (Bateson, 1979), enraizar el aprender en el hacer reflexivo y crítico del mundo real (Morin, 1999).

En este sentido, las escuelas, oficinas y aulas son espacios llenos de problemáticas significativas para los estudiantes y académicos, así como para el mundo concreto en el que se vive la crisis local y planetaria. Las relaciones mercantiles injustas de la globalización corporativa del sistema alimentario están presentes en la vida de los estudiantes, académicos y trabajadores. La inequidad económica con su inviabilidad personal y social son problemáticas de cada día en la vida universitaria y más allá, en las comunidades del país. Es en este contexto es que se requiere la construcción de prácticas hacia una soberanía alimentaria, es donde la currícula, los procesos de aprendizaje transformativo y significativo de la universidad pública del siglo XXI deben hallar su espacio natural (Spiegel et al., 2011).

 

Conclusiones

México se ha alejado de la soberanía alimentaria al convertirse en importador de alimentos, y al modificar sus hábitos alimentarios con las consecuente problemática de salud, ambiental y social que se evidencia con los datos expuestos. La solución de esta crisis puede ser aliviada a través de las formas de producción y consumo locales, más cercanas a la gente, lo que a su vez puede ser la base para alcanzar la soberanía alimentaria en el país. Las universidades públicas han contribuido a la visión actual sobre la producción y el consumo de alimentos, lo que las obliga ahora a ser protagonistas de grandes cambios para superar la crisis socio-ambiental y alimentaria. Para ello, la propia universidad deberá transformarse para dimensionar los problemas complejos y formar profesionistas reflexivos que respondan a las nuevas necesidades que la sociedad demanda. Dentro de los retos de la educación pública están los cambios de las estructuras curriculares que fomenten un trabajo colaborativo y vinculado con la sociedad.

Finalmente señalar que los procesos formativos en los estudiantes, debe ser un proceso en congruencia con la forma en que se vive la universidad, es decir no es suficente con la incorporación de temas de sustentabilidad en la currícula, sino que es fundamental que se convierta en una entidad sustentable, donde toda su comunidad participe de manera activa en los cambios que se requieren para lograrlo y, sobre todo, que los procesos de investigación-desarrollo y extensión reflejen lo que se plantea desde el proceso de enseñanza- aprendizaje.

 

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