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Revista mexicana de investigación educativa

Print version ISSN 1405-6666

RMIE vol.18 n.57 Ciudad de México Apr./Jun. 2013

 

Investigación temática

 

Alfabetización académica diez años después

 

Academic Literacy Ten Years Later

 

Paula Carlino

 

Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en el Instituto de Lingüística de la Universidad de Buenos Aires. 25 de mayo 221 1° piso, CI002ABE, Ciudad de Buenos Aires, Argentina. CE: paulacarlino@yahoo.com.

 

Artículo recibido: 19 de octubre de 2012
Dictaminado: 17 de diciembre de 2012
Segunda versión: 22 de enero de 2013
Aceptado: 28 de enero de 2013

 

Resumen

Las experiencias y publicaciones latinoamericanas sobre la enseñanza de y con la lectura y la escritura en la universidad han consolidado un campo de acción y pensamiento a lo largo de la última década. Este artículo recorre ciertas ideas que contribuyeron a conceptualizar los problemas intervinientes y analiza iniciativas desarrolladas en el entorno argentino, contraponiendo el enfoque de enseñar prácticas situadas versus entrenar habilidades fragmentarias. Se sostiene que el debate se ha desplazado desde la discusión sobre si es apropiado o no ocuparse de la lectura y escritura en los estudios superiores hacia la disputa por quién, cómo, dónde, cuándo y para qué hacerlo. Finalmente, la definición de alfabetización académica propuesta hace diez años es reformulada para subrayar los procesos de enseñanza que preservan el sentido de las prácticas implicadas.

Palabras clave: enseñanza, escritura, lectura, educación superior, Argentina.

 

Abstract

Latin American experiences and publications that are centered on teaching about and with reading and writing at the university level have consolidated a field of action and thought over the past decade. This article reviews certain ideas that have contributed to conceptualizing the intervening problems, and analyzes initiatives developed in the Argentine setting, contrasting the teaching of situated practices versus training in fragmentary skills. The author sustains that the debate has moved from discussion on whether or not it is appropriate to be concerned about reading and writing in higher education, to disagreement about with whom, how, where, when, and why it should be done. Lastly, the definition of academic literacy as proposed ten years ago is reformulated to emphasize the teaching processes that preserve the meaning of implied practices.

Keywords: teaching, writing, reading, higher education, Argentina.

 

Introducción

Cualquiera que a principio de 2013 guglee entrecomillada la frase "alfabetización académica" encontrará en Internet casi veinte mil resultados, y novecientos si lo hace en el Google académico. En inglés, estas cifras se multiplican por diez. ¿Qué ocurre en cambio, si en este último sitio se restringe la búsqueda hasta 2002? Aparecen sólo diez resultados en español, en tanto que para "academic literacy" subsisten más de mil ochocientas referencias. Estos datos del buscador indicarían que el asunto viene recibiendo creciente atención, y que en el mundo hispanohablante el campo de estudios y experiencias educativas que se reconoce con ese nombre se ha constituido en apenas una década.

Vale entonces detenerse a examinar las ideas que se han ido construyendo desde entonces y abordar uno de los temas que la Revista Mexicana de Investigación Educativa ha propuesto para esta sección monográfica: "Aportaciones teóricas para entender la alfabetización o la literacidad académica: ¿cuáles son los debates actuales?, ¿con qué herramientas conceptuales contamos?, ¿cuáles son sus implicaciones pedagógicas?". En el trabajo que sigue, abordo estas preguntas y repienso ciertas nociones concebidas hace diez años. En primer lugar, sitúo el problema en el filo del siglo pasado a través de la experiencia de los docentes argentinos que buscábamos bibliografía sobre el tema. Examino algunos fundamentos para pensar el escribir y leer en la universidad, citando abundantes referencias para orientar al lector interesado. Luego, analizo las iniciativas pedagógicas más sobresalientes. Finalmente, desarrollo el debate que se planteaba al comienzo de la pasada década y la controversia actual, identificando dos enfoques que mantienen concepciones divergentes sobre lectura, escritura, su aprendizaje y enseñanza. Cierro el artículo con una renovada definición de "alfabetización académica".

 

El contexto argentino de entonces

Según la búsqueda gugleana, los profesores e investigadores que, a comienzo de 2000, queríamos hallar bibliografía relativa a lectura y escritura en la universidad —concebidas como prácticas sociales y pensadas al interior de cada asignatura— disponíamos de escasa literatura en español, a diferencia de la editada en el mundo anglófono (por ejemplo: Bailey y Vardi, 1999; Bogel y Hjortshoj, 1984; Chalmers y Fuller, 1996; Chanock, 2000, 2003b, 2004a, 2004b; Coffin et al., 2003; Gottschalk, 1997; Hjortshoj, 2001; Jones, Turner y Street, 1999; Lea y Street, 1998; Radloff, 1998; Russell, 1990; Russell y Foster, 2002; Zadnik y Radloff, 1995; Tapper, 1999). En nuestro entorno, las publicaciones enfocaban la enseñanza de la interpretación y producción de textos a través de cursos o talleres específicos pero no trataban acerca de qué podían hacer los docentes de las disciplinas para ayudar a que sus alumnos leyeran y escribieran en las diversas materias para las cuales leer y escribir eran un medio y no un fin en sí mismo. Probablemente existían experiencias que se ocupaban de hacerlo, aunque esas prácticas pedagógicas no aparecían documentadas.

La literatura publicada en Argentina consistía mayormente en estudios "diagnósticos" que precisaban lo que los universitarios no sabían hacer, manuales con ejercicios que procuraban enseñarles a hacerlo, y caracterizaciones de ciertas clases de textos. Las investigaciones lingüísticas y psicológicas centraban su mirada en los alumnos. Y, si bien aportaban análisis de las dificultades que éstos encontraban al escribir o leer, no aparecía teorizado qué podían hacer los profesores a través del currículo para ayudarlos. En estos trabajos, la enseñanza no solía ser enfocada como un campo de estudios sino como un ámbito de aplicación de los conocimientos generados en las ciencias del lenguaje o la psicología. La didáctica de la educación superior examinaba las prácticas docentes desde una perspectiva general, en la cual la lectura y la escritura tendían a pasar desapercibidas.

Algunas publicaciones daban cuenta de la enseñanza de la escritura en taller, donde se planteaba escribir, leer y recibir comentarios colectivos sobre lo escrito para luego reescribirlo. Estas iniciativas estaban centradas en redacción creativa, de ficción, narrativa o periodística (Alvarado y Pampillo, 1988; Bas, Klein, Lotito y Vernino, 1999), divergente de la escritura académica requerida para el estudio de las disciplinas. También los talleres ayudaban a analizar y a producir textos como lo hace un se-miólogo (Arnoux et al., 1998; Pereira, 2006), pero este modo de leer y escribir resultaba inapropiado para planificar su enseñanza en los demás campos del saber.

Toda una serie de libros tenía por destinatarios a los alumnos. En contraposición, era exigua la bibliografía dirigida a profesores universitarios para orientarlos sobre cómo incluir el trabajo con la lectura y escritura en sus cátedras. Otras publicaciones en castellano aportaban recomendaciones para escribir, descripciones del proceso redaccional y de estrategias de aprendizaje (Cassany, 1991, 1995; Castello, 2000; Monereo et al., 2000; Rinaudo y Vélez, 2000; Vélez y Rinaudo, 1996), útiles aunque insuficientes para diseñar la enseñanza de la lectura y escritura en las distintas materias universitarias, tal como proponían Escofet, Rubio y Tolchinsky (1999) y Tolchinsky (2000).

En el contexto argentino, fueron fundacionales las I Jornadas sobre "La lectura y la escritura como prácticas académicas universitarias", realizadas en la Universidad de Luján, en junio de 2001 (Benvegnú et al., 2001; Carlino, 2001; Marucco, 2001; Muñoz, 2001; Vázquez, 2001).1 Allí se planteó por primera vez la idea de que la lectura y la escritura debían ser objeto de enseñanza en la universidad, no como un asunto remedial sino como la responsabilidad de las instituciones educativas de compartir las prácticas lectoras y escritoras propias de cada ámbito disciplinar.

 

Aportes de la autora y el GICEOLEM

Teniendo en cuenta las publicaciones mencionadas, y retomando contribuciones de Lerner (2001; Lerner et al., 1996) y Nemirovsky (1999), Carlino (2002b, 2005a) ensayó y sistematizó una serie de actividades de enseñanza de las prácticas de estudio que sus alumnos debían realizar para participar en la asignatura a su cargo. Para incluirlos en la cultura escrita de la psicología de la educación, era preciso guiarlos en tareas de "leer y escribir para aprender" los conceptos de esta disciplina. Y, si bien el objetivo en primer plano fue ayudarles a apropiarse de las nociones de la asignatura, el trabajo de producción e interpretación de textos favoreció —simultáneamente— que siguieran "aprendiendo a leer y a escribir" (Carlino, 2012b).

Al mismo tiempo, comenzó a indagar las formas en que se organizaba la enseñanza de y con la escritura en otros lugares del mundo. La doble preposición resalta que no sólo se buscaban experiencias sobre cómo enseñar a escribir y leer sino sobre cómo enseñar psicología, relaciones del trabajo, geología, etcétera, con ayuda de la lectura y la escritura. Tomando como objeto de estudio a las universidades de Estados Unidos, Canadá y Australia, exploró los dispositivos institucionales que se ocupaban de acompañar la elaboración y análisis de textos en las disciplinas (Carlino, 2002a, 2003a). Dado que el movimiento "Escribir a través del currículum", con gran tradición en Estados Unidos (Bazerman et al., 2005; Russell, 2002), y las iniciativas documentadas en Australia de "enseñar escritura en contexto" (Chalmers y Fuller, 1996; Radloff, 1998; Skillen et al., 1998) eran poco conocidos en la bibliografía castellana, varias publicaciones dieron cuenta de estas corrientes, que ameritaban difundirse (Carlino, 2004a, 2005b, 2007). Sobresalía en ellas el trabajo con la producción y comprensión escrita en las diversas materias a través de la labor conjunta entre profesores disciplinares y especialistas en lectura, escritura, aprendizaje y enseñanza. Y fue en acuerdo con esta perspectiva que la autora recogió en sus artículos el concepto de alfabetización académica.

Por su parte, con el fin de describir lo que ocurría en diferentes carreras universitarias argentinas, desde el Grupo para la Inclusión y Calidad Educativas a través de Ocuparnos de la Lectura y la Escritura en todas las Materias (GICEOLEM), desarrolló un programa de investigaciones para explorar concepciones y prácticas en torno a la lectura y la escritura en diversas materias. Así, se entrevistó a docentes y alumnos universitarios (Carlino, 2009, Di Benedetto, 2012; Di Benedetto y Carlino, 2007; Diment, 2011; Diment y Carlino, 2006; Estienne, 2008; Estienne, y Carlino, 2004; Fernández y Carlino, 2010) y se encuestó a profesores de las distintas carreras de los institutos de educación superior que forman a los futuros docentes secundarios (Carlino, Iglesia y Laxalt, 2013). Estudios actuales del GICEOLEM analizan observaciones de clases (por ejemplo, Cartolari y Carlino, 2011) para describir las prácticas que efectivamente tienen lugar y no sólo lo que se dice sobre ellas.2

 

Iniciativas pedagógicas

Talleres de lectura y escritura: enseñar prácticas situadas o habilidades fragmentarias

Esta década ha visto crecer el número de talleres o cursos de redacción que se ofrecen al comienzo de diversas carreras en los estudios superiores argentinos, constituyendo la forma más extendida de enseñar a escribir y leer (Carlino, Iglesia y Laxalt, 2013; Fernández Fastuca, 2010). Es por esta razón que el presente trabajo se centra en analizarlos. En otras publicaciones, a las que remito al lector, he priorizado la descripción de iniciativas que integran leer y escribir para aprender en la enseñanza de las materias. En contraste con esas iniciativas "a través del currículum", los talleres presentan ventajas, limitaciones y también riesgos.

Como rasgos positivos, hacen visible la necesidad de que la universidad continúe ocupándose de la lectura y escritura, disponen de un tiempo curricular asignado para trabajarlas, permiten convertir en objeto de reflexión lo que suelen ser prácticas inadvertidas y, al ser impartidos por especialistas, posibilitan tratar aspectos lingüísticos, discursivos y metacognitivos difícilmente abordables por profesores no expertos en ellos.

Por su parte, el alcance de estos cursos requiere ser examinado a fin de prevenir falsas expectativas. Sugiero considerar que los talleres sirven para aprender a leer y a escribir lo que genuinamente se lee y se escribe dentro de ellos, siempre y cuando ofrezcan oportunidad de ejercer, con colaboración del docente, prácticas de lector y escritor completas y con sentido para los estudiantes. Asimismo, contribuyen a gestar la necesaria "duda ortográfica y gramatical": actitud metacognitiva de detectar cuándo no se está seguro sobre el uso aceptado de la lengua y la ortografía, para entonces consultar alguna fuente apropiada, si se escribe con un propósito y una audiencia que lo ameritan. Adicionalmente, los talleres —en los cuales se leen borradores, se comentan y reescriben— ayudan a desarrollar "conciencia retórica", es decir, saber que quien escribe ha de encauzar su texto coordinando su propósito con las expectativas y objeciones que anticipa en su lector previsto. Este conocimiento es útil aunque insuficiente para escribir en cada ámbito. Subsiste la necesidad de aprender nuevos géneros y de continuar recibiendo comentarios sobre lo escrito para revisarlo. De igual modo, el recorrido como lector en una disciplina ayuda a enfrentarse a sucesivos textos sabiendo qué buscar. Para campos disciplinares ajenos, el mismo lector podrá sentirse perdido y dispondrá sólo de estrategias generales (leer más lento, saltear, consultar otras fuentes, discutir con otros, releer, etcétera).

Así, escribir y leer en cierto contexto, y reflexionar sobre ello, sirve como experiencia. Mas no forja "la" capacidad de hacerlo de una vez para siempre y en solitario. He escuchado de David Russell una comparación ilustrativa: aprender a jugar al beisbol puede volver ágil al jugador pero no le basta para conocer las reglas del básquet o hockey. Igual ocurre cuando se aprenden usos del lenguaje escrito dentro de una esfera de la actividad humana.

Según lo anterior, propongo reconsiderar la expectativa de que los talleres preparen para leer y escribir cualquier texto académico para cualquier materia. De acuerdo con las teorías del aprendizaje situado (Brown, Collins y Duguid, 1989), y la concepción de la escritura y lectura como actividades o prácticas sociales (en contraposición a técnicas o destrezas independientes de su contexto de uso) (Artemeva, 2008; Lea y Street, 1998; Russell, 1990), las prácticas se aprenden por participación in situ. Ningún espacio curricular único y delimitado permite desarrollar una competencia general, abstracta, que luego por su cuenta los alumnos podrían aplicar al resto de las asignaturas.

De igual modo, el alcance de un taller está restringido por la experiencia de quien lo imparte como practicante de una determinada cultura académica. Por ello, si el profesor realiza crítica literaria, podrá enseñar a escribir y leer textos de crítica literaria. Y ayudará a entender y producir escritos educativos o psicológicos si participa de la vida académica o profesional de la educación o la psicología y ha reflexionado sobre sus géneros. Difícilmente un taller consiga enseñar a ejercer una práctica letrada ajena a su profesor. Los especialistas en lengua, en psicología, en análisis del discurso, en educación, incluso en escritura, raramente lograrán solos enseñar a leer o a escribir en biología porque no forman parte de su comunidad letrada. Pueden ayudar a tomar conciencia del funcionamiento del lenguaje en ese ámbito, lo cual es distinto de enseñar a comprender y producir sus textos. En cambio, sí están en condiciones de trabajar junto con especialistas en biología, en química, en historia, etcétera, para diseñar colaborativamente secuencias de trabajo con textos de esas áreas disciplinares a fin de ayudar a los alumnos a desempeñarse como biólogos-lectores, químicos-escritores, etc.3

Si se asume lo que han mostrado los estudios sobre géneros textuales desde una perspectiva sociorretórica (Bazerman, 1988; Freedman, 1994), resulta preciso admitir que aprender a leer y a escribir para propósitos específicos no es incorporar técnicas ni practicar análisis discursivos sino involucrarse en un proceso de enculturación (Prior y Bilbro, 2011), lo cual incluye adquirir herramientas para desenvolverse en una actividad social mientras se participa en ella. Para esta perspectiva, los géneros no son clases de texto, formas que puedan transmitirse verbalmente, sino categorías de acciones retóricas en respuesta a situaciones recurrentes: "[...] si los géneros representan acciones, deben contener la situación y el motivo porque la acción humana [.] es interpretable sólo en un contexto de situación y a través de la atribución de motivos" (Miller, 1984:152).

Enseñar géneros académicos es, entonces, posibilitar que los alumnos se incluyan en situaciones discursivas típicas de comunidades especializadas, según propósitos, significados y valores compartidos. Aprender a leer y a escribir significa formarse para participar y pertenecer a ellas:

[...] quienes escriben están aprendiendo no sólo a comunicarse de modos particulares sino que están aprendiendo cómo "ser" tipos particulares de personas, es decir, a escribir "como académicos", "como geógrafos", "como científicos sociales". Por ende, la escritura académica concierne también a la identidad personal y social (Curry y Lillis, 2003:10).

En contraposición, buena parte de los talleres en nuestro entorno suele "hacer practicar" a través de ejercicios, lo cual difiere de enseñar a participar en una práctica social. Observamos tres tipos de talleres: los cursos remediales (aquellos que instruyen sobre propiedades básicas de la escritura: ortografía, gramática), los que analizan y ejercitan aspectos discursivos para ser transferidos a las materias restantes, y los que ayudan a ejercer acciones sociales contextualizadas. Tanto el primero como el segundo tipo contrastan con el tercero porque abordan atributos parciales del lenguaje propedéuticamente, es decir, como preparatorios del futuro uso completo y situado. El tercer tipo preserva la práctica integral y su sentido en el presente y, si bien propone reflexionar sobre cuestiones normativas y discursivas focalizadas, lo hace en función de su utilidad para consolidar el aprendizaje de las prácticas que ayuda a desarrollar, y no anteponiéndolo a éstas.

Como ejemplo de este tercer tipo, puede mencionarse uno de los primeros talleres de lectura y escritura, que se puso en marcha en la Universidad de Buenos Aires dentro de la asignatura Semiología, en el primer año universitario de una institución pública gratuita, a la que se accede sin examen. Dos décadas atrás, este taller surgió frente a la necesidad de los alumnos de recibir orientación para leer y escribir los textos requeridos en ella (Di Stefano, Pereira y Reale, 1988; Pereira, 2006). La idea original era, por tanto, ayudar a los ingresantes a desenvolverse en la cultura académica de una materia específica. Estaba impartido por docentes formados en esa materia. Con el tiempo, sin embargo, algunos talleres derivados de éstos fueron implícitamente asumiendo el enfoque de que debían entrenar a los alumnos para escribir y leer en las demás asignaturas, transformando el propósito original de enseñar una práctica contextualizada en aprestar, a través de ejercitaciones, una habilidad general para aplicar en el futuro.

Otros espacios curriculares ad hoc con un enfoque de enseñanza situada son el taller que acompaña a alumnos de letras a escribir y exponer una ponencia (Padilla, Douglas y López, 2011) y el que lo hace con doctorandos en educación (Carlino, 2012a). En ambos casos, y a diferencia del enfoque de habilidades, función y forma aparecen indisociadas, tanto como uso y reflexión sobre el lenguaje. Asimismo, dentro de esta enseñanza con sentido inmediato se encuadran las tutorías de alumnos avanzados que ayudan a estudiar a principiantes (Solá Villazón y de Pauw, 2004). En vez de "practicar" técnicas, se apuntala un proceso de enculturación académica.

Finalmente, vale mencionar los riesgos potenciales que presentan los talleres y otras iniciativas por fuera del currículo de las disciplinas. En primer lugar, pueden crear la falsa expectativa de que entrenan a leer y/o a escribir para el conjunto de la carrera y para todas las asignaturas. Concomitantemente, las demás materias y sus profesores podrían despreocuparse por cómo leen y escriben sus estudiantes. Es decir, la existencia de un espacio curricular específicamente dedicado a la lectura y/o escritura puede crear la ilusión de que está cubierta su necesidad de enseñanza, y entonces desresponsabilizar al resto de la institución y de docentes.

En segundo lugar, si la labor pedagógica de producción y comprensión textual queda confinada al especialista, la oportunidad de trabajo conjunto entre docentes de distintas disciplinas en torno al leer y escribir en las áreas curriculares aparece desaprovechada. Se pierde así la ocasión de formación continua que podría resultar del intercambio entre profesores de escritura y de otras materias. Ejemplo de lo contrario sería el Programa de Desarrollo de Habilidades de Lectura y Escritura Académica a lo largo de la Carrera (Prodeac) u otro tipo de formación en servicio interdisciplinar, como abordaré más adelante.

Además, si los talleres se proponen enseñar a producir y comprender textos, deberían evitar que las "prácticas para ser ejercidas" se conviertan en "palabras para ser dichas" (Lerner, 2001). Anteponer la explicación del profesor y los ejercicios sobre aspectos parcelados del uso del lenguaje, a la participación en actividades situadas de leer y escribir, pone en riesgo no sólo el aprendizaje de estas prácticas sino que resta sentido a reflexionar sobre ellas.

Asimismo, existe el riesgo de que los talleres asuman un enfoque puramente normativo y superficial del lenguaje, desligado del contenido de aquello sobre lo que se escribe. En efecto, si el taller tiene por objetivo enseñar a comunicarse en general (y carece de un objeto de enseñanza vinculado con un campo temático particular), los aspectos sustantivos acerca de lo que se redacta tienden a pasar a segundo plano porque el contenido a enseñar se centra en la "expresión escrita". Quedaría relegado el uso epistémico de la escritura, es decir, su potencialidad para descubrir, aclarar y elaborar ideas en torno al tema sobre el que se escribe. En forma similar, un taller de comprensión lectora —que se proponga transmitir "técnicas de estudio" por fuera de una auténtica situación de lectura— podrá aconsejar cómo subrayar, resumir, tomar notas, usar un índice, etcétera, pero no podrá discutir por qué han de jerarquizarse y seleccionarse unas ideas en desmedro de otras, al carecer de un para qué. La pauta formal se impondrá sobre el contenido, dado que leer no tiene un genuino propósito si en el taller se lee para aprender a estudiar en general.

Recíprocamente, si las restantes asignaturas se despreocupan por cómo escriben sus alumnos, depositando en el taller la función de ocuparse ello, pierden también la ocasión de promover un uso epistémico de la escritura, y tenderán a considerarla "un producto textual más que un proceso intelectual" (Carter, Miller y Penrose, 1998). Al mismo tiempo, desligadas de la producción e interpretación de los textos que requieren, las materias desaprovecharán la oportunidad de enseñanza dialógica, que el trabajo con la lectura y la escritura posibilitan (Carlino, Iglesia y Laxalt, 2013; Cartolari y Carlino, 2011; Dysthe, 1996). Sin participación para discutir acerca de lo leído o lo escrito, las clases mantendrán una estructura monológica, en la cual predominantemente el profesor expone y los alumnos tienden a asumir una posición receptiva y pasiva.

Por último, otro riesgo de enseñar a escribir y leer en espacios curriculares ad hoc es la potencial irrelevancia o falta de sentido que los alumnos puedan encontrar en ellos (Myers Zawacki y Taliaferro Williams, 2001). Los estudiantes que han elegido como carrera la Sociología o la Física, por ejemplo, suelen preguntarse por qué deben cursar un taller general de escritura y/o lectura. En cambio, si el profesor de Sociología dedicara tiempo de clase a discutir el texto que da para leer y a revisar colectivamente parte de lo que ellos han escrito, probablemente se sentirían guiados en lo que eligieron formarse. Igualmente, si en el taller de comunicación —a cargo de un docente de Física y un profesor de escritura— se acordara y orientara un proyecto de escritura para participar en un congreso de la especialidad, los estudiantes se sentirían convocados (véase la experiencia australiana de Zadnik y Radloff, 1995; Zadnik, Radloff y de la Harpe, 1998). Asimismo, podría ocurrir que los alumnos inscritos en la carrera de Historia o de Geología, por caso, se sintieran amenazados si el objeto de enseñanza y evaluación fuera la escritura, sentida como ajena. El uso de la lengua escrita podría convertirse en riesgoso y el miedo al error, tener un efecto paralizante.

Otras experiencias

Si bien los talleres de lectura y escritura son las propuestas pedagógicas más frecuentes, otras iniciativas argentinas ameritan también mencionarse. A continuación, resaltamos las que se enmarcan dentro del enfoque de enseñanza de prácticas situadas y remitimos al lector a los artículos originales que las describen

Interesa el trabajo pedagógico realizado por su cuenta que han documentado algunas cátedras universitarias de diversas disciplinas. Por ejemplo, en la asignatura Introducción al conocimiento científico, sus docentes ayudan a discutir e interpretar los textos polifónicos que requieren en ella (Fernández, Izuzquiza y Laxalt, 2004). En Biología del primer año, la cátedra pauta y retroalimenta clase a clase breves escrituras para que sus alumnos pongan en relación los conceptos disciplinares trabajados (De Micheli e Iglesia, 2012). Otras experiencias relevantes pueden consultarse en Rinaudo y Vélez (2000) y Váquez y Jakob (2006, 2007).

Además, sobresale un programa institucional, en el que un especialista en enseñanza de la escritura trabaja en equipo con un profesor disciplinar para diseñar las tareas de producción escrita que se realizan en la asignatura del segundo y determinar los mejores modos de enseñar lo que será evaluado por escrito. Juntos intervienen para analizar con los alumnos las características del texto esperado y para ofrecer ayudas durante su proceso de producción. Esta iniciativa, denominada Prodeac (Moyano y Natale, 2012), alienta que todos los profesores de todas las asignaturas del ciclo superior de las carreras de la universidad donde se lleva a cabo trabajen en colaboración con un estudioso de la escritura durante dos o más semestres. Como puede notarse, además de ser un programa de enseñanza de la escritura en contexto, la labor conjunta entre profesores de las disciplinas y especialistas en escritura conlleva el desarrollo profesional de los docentes implicados. En el entorno argentino resulta destacable una iniciativa de esta naturaleza porque institucionaliza:

• la necesidad de que los universitarios, incluso en los últimos años de sus carreras, continúen recibiendo enseñanza sobre cómo escribir;

• la necesidad de que los profesores de las diversas asignaturas reciban orientación para ocuparse de la escritura en sus clases, durante tiempos prolongados;

• la idea de que la formación docente continua se realiza en torno a la práctica de enseñanza, en parte dentro de las aulas y no sólo con teoría;

• la oportunidad de cooperación interdisciplinar entre un especialista en escritura y un experto en otra disciplina.

Es decir, esta iniciativa desnaturaliza la idea de que corresponde al sentido común diseñar y evaluar tareas de escritura para que sirvan al aprendizaje disciplinar de los alumnos.

 

El debate de entonces y el debate actual

Hace una década y más, el debate que era preciso instaurar en nuestra región consistía en ayudar a tomar conciencia de que a leer y a escribir no se termina de aprender ni de enseñar cuando finaliza la escuela obligatoria. Ciertos trabajos pioneros ya habían planteado la cuestión (Di Stefano, Pereira y Reale, 1988) aunque todavía centrados en los déficits de los estudiantes y en la necesidad de superarlos. Asumiendo un enfoque no remedial sino considerando las particularidades de la escritura y lectura en las disciplinas, las Jornadas de la Universidad de Luján en 2001 contribuyeron a instalar el campo de discusión (Benvegnú et al., 2001; Carlino, 2001, Marucco, 2001; Muñoz, 2001; Vázquez, 2001). Publicaciones posteriores aportaron en igual dirección (Araujo et al., 2004; Benvegnú, 2004; Carlino, 2002b, 2003a, 2003b; Estienne, 2004; Fernández, Izuzquiza y Laxalt, 2004; Flores y Natale, 2004; Padilla, 2005; Solá Villazón y De Pauw, 2004; Solé Gallart, 2004; Vázquez y Jakob, 2006). El argumento a favor de que la universidad se ocupara de la lectura y escritura sostenía que el pasaje de la escuela secundaria a los estudios superiores exige dominar textos y prácticas desconocidos para los ingresantes. Asimismo, la constatación de que buena parte de los alumnos no consigue superar ese desafío por su cuenta reforzaba la necesidad de que instituciones y profesores de educación superior se hicieran cargo de enseñarlo. Adoptando los aportes de Chanock (2001, 2003a), Carlino (2004b) y Estienne y Carlino (2004) destacaban que los universitarios, si bien son co-responsables de adquirir los modos disciplinares de leer y escribir no son autónomos para lograrlo.

En la década transcurrida desde entonces, los foros de discusión en Argentina han ido aceptando estas ideas. Por consiguiente, ya no se suele cuestionar, como antes, que la universidad tenga la responsabilidad de ocuparse de la lectura y la escritura de sus alumnos. Leer y escribir ha dejado de ser considerado un conocimiento básico: aun reconociendo que la educación secundaria debe mejorar y que entonces los ingresantes universitarios llegarán mejor formados, necesitarán seguir aprendiendo a producir e interpretar los textos de sus carreras. Y se admite, al menos en los ámbitos especializados, que ello requiere enseñanza.

Sin embargo, el debate se ha trasladado a asuntos más finos. La controversia actual es igualmente relevante pero implica un análisis sistémico del problema en juego. Por ello, es posible hipotetizar que lo que actualmente está en disputa no será objeto de consenso por bastante tiempo, ya que la polémica afecta hondamente nuestras concepciones de qué es aprender y qué es enseñar, además de involucrar nuestras ideas sobre qué es leer y escribir.

Así, en publicaciones y congresos recientes no hay acuerdo acerca de en qué deba consistir la enseñanza de la escritura en la universidad (la lectura aparece más desdibujada). Hay quienes proponen que se enseña a escribir ayudando a ejercer prácticas completas y situadas, y quienes abogan por proponer ejercicios graduales. Tampoco hay coincidencias acerca de dónde, cómo y quiénes han de hacerse cargo de esta enseñanza. Las opciones que se enfrentan, opciones pedagógicas que conservan o sacuden los cimientos del sentido común, pueden contrastarse como dos enfoques denominados "enseñanza en contexto" (Purser et al., 2008; Skillen et al., 1998) versus "aprestamiento de habilidades o competencias fragmentarias". El cuadro 1 esquematiza ambos enfoques explicitando las concepciones que tácita o abiertamente asumen sobre lectura y escritura, sobre su aprendizaje y enseñanza. El cuadro 2 distingue las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza de las disciplinas en general, para las cuales leer y escribir son un medio y no un fin.

Es posible preguntarse por qué los talleres de escritura o cursos de composición al comienzo de las carreras son las iniciativas predominantes en Argentina y en otros países latinoamericanos (González, 2012) , si se lo compara con las iniciativas para entramar el trabajo guiado con la lectura y escritura en todos los espacios curriculares (Carlino, Iglesia y Laxalt, 2013). Como muestran los cuadros 1 y 2, crear un taller o curso de redacción conlleva agregar a los programas universitarios una asignatura más, permitiendo que la enseñanza en las materias restantes continúe igual a sí misma. Añadir un curso es lo más sencillo en términos administrativos y lo más asimilable para el statu quo. Las demás asignaturas pueden seguir basándose en la educación transmisiva de siempre (el profesor expone, los alumnos escuchan). En contraste, el enfoque integrado o de enseñanza de la escritura en contexto requiere no sólo un cambio curricular generalizado sino que exige destinar recursos para formar a los profesores de cada asignatura, dado que no es posible hacer que se ocupen por decreto de cómo leen y escriben sus alumnos. Precisan participar en un largo proceso de desarrollo profesional docente para cambiar concepciones y prácticas de enseñanza arraigadas, y para volverse y sentirse capaces de orientar la lectura y escritura de sus estudiantes (Benvegnú, 2004; Carlino y Martínez, 2009; Flores y Natale, 2004; Marucco, 2004).

Teniendo en cuenta lo anterior, puede dimensionarse el desafío que enfrentamos quienes abogamos por que todas las asignatura se ocupen del leer y escribir de los alumnos como un medio de ayudarles aprender. Estamos proponiendo un cambio en todo el sistema educativo, un cambio que no añade un contenido periférico más, sino que afecta las tradiciones pedagógicas a lo largo y ancho de la universidad —porque si se integrara el trabajo orientado con la lectura y la escritura en cada materia, las clases dejarían de ser sólo transmisivas, lo cual modificaría la institución como un todo (Skillen y Mahony, 1997). Igual que una década atrás, esta postura requiere desnaturalizar aquello que parece obvio y necesario. Pero, a diferencia de hace dos lustros, la controversia presente apunta al corazón del quehacer docente, al "núcleo duro" que estructura no sólo la formación para escribir y leer sino las bases consuetudinarias de cómo se enseña y cómo se aprende en el conjunto de las materias.

 

Una reconceptualización de la alfabetización académica

En este apartado propongo revisar el concepto de alfabetización académica, enunciado una década atrás. Sugiero denominar "alfabetización académica" al proceso de enseñanza que puede (o no) ponerse en marcha para favorecer el acceso de los estudiantes a las diferentes culturas escritas de las disciplinas. Es el intento denodado por incluirlos en sus prácticas letradas, las acciones que han de realizar los profesores, con apoyo institucional, para que los universitarios aprendan a exponer, argumentar, resumir, buscar información, jerarquizarla, ponerla en relación, valorar razonamientos, debatir, etcétera, según los modos típicos de hacerlo en cada materia. Conlleva dos objetivos que, si bien relacionados, conviene distinguir: enseñar a participar en los géneros propios de un campo del saber y enseñar las prácticas de estudio adecuadas para aprender en él. En el primer caso, se trata de formar para escribir y leer como lo hacen los especialistas; en el segundo, de enseñar a leer y a escribir para apropiarse del conocimiento producido por ellos.

De acuerdo con la teoría anterior, alfabetizar académicamente equivale a ayudar a participar en prácticas discursivas contextualizadas, lo cual es distinto de hacer ejercitar habilidades que las fragmentan y desvirtúan. Porque depende de cada disciplina y porque implica una formación prolongada, no puede lograrse desde una única asignatura ni en un solo ciclo educativo. Así, las "alfabetizaciones académicas" incumben a todos los docentes a lo ancho y largo de la universidad.

En cambio, hace diez años, una de las publicaciones que contribuyó a establecer el campo concebía la alfabetización académica en estos términos:

El concepto de alfabetización académica [...] Señala el conjunto de nociones y estrategias necesarias para participar en la cultura discursiva de las disciplinas así como en las actividades de producción y análisis de textos requeridas para aprender en la universidad. Apunta, de esta manera, a las prácticas de lenguaje y pensamiento propias del ámbito académico. Designa también el proceso por el cual se llega a pertenecer a una comunidad científica y/o profesional [...], precisamente en virtud de haberse apropiado de sus formas de razonamiento instituidas a través de ciertas convenciones del discurso. [.] Ahora bien, la fuerza del concepto de alfabetización académica radica en que pone de manifiesto que los modos de leer y escribir —de buscar, adquirir, elaborar y comunicar conocimiento— no son iguales en todos los ámbitos. Advierte contra la tendencia a considerar que la alfabetización es una habilidad básica, que se logra de una vez y para siempre. Cuestiona la idea de que aprender a producir e interpretar lenguaje escrito es un asunto concluido al ingresar en la educación superior. Objeta que la adquisición de la lectura y escritura se completen en algún momento. Por el contrario: la diversidad de temas, clases de textos, propósitos, destinatarios, reflexión implicada y contextos en los que se lee y escribe plantean siempre a quien se inicia en ellos nuevos desafíos y exigen continuar aprendiendo a leer y a escribir. De hecho, es necesario comenzar a hablar en plural: de las alfabetizaciones [.] (Carlino, 2003a:410).

Alfabetización académica denotaba entonces los modos específicos de hacer uso de los textos según las expectativas de una comunidad académica, como podía ser una cátedra universitaria con una orientación disciplinar dada. También significaba un proceso de aprendizaje por parte de los alumnos para volverse partícipes de esos usos.

La redefinición del concepto planteada en este trabajo obedece a varias razones. Por un lado, explicita la labor de profesores e instituciones educativas, y evita dar a entender que alfabetizarse académicamente es un asunto que concierne sólo a los alumnos. Asimismo, advierte sobre la imposibilidad de lograr alfabetizar en un único curso o a través de ejercicios que parcelan y disuelven las prácticas de lectura y escritura. Por último, el uso en la bibliografía de las expresiones "literacidad", "literacia", y "alfabetismo" académicos (por ejemplo, Cassany, 2008; Zavala, 2008) puede ayudar a reservar estas denominaciones para referirse a las "culturas escritas" (Ferreiro, 1999) o conjuntos de "prácticas de lenguaje y pensamiento propias del ámbito académico" (Carlino, 2003a), es decir, a "todos los conocimientos, habilidades, valores y prácticas relacionadas con el uso de los escritos" en la universidad (Cassany, 2008:20). Por ello, en vez de emplear la noción de "literacidad" como intercambiable con la de "alfabetización", conviene distinguir los significados en juego y hacerles corresponder diferentes denominaciones.

La idea de alfabetización académica desarrollada en este artículo destaca las acciones que deben implementarse a nivel institucional y didáctico, desde todas las cátedras, para favorecer el aprendizaje de las literacidades académicas (es decir, la participación de los alumnos en sus culturas escritas), a través de una enseñanza que las preserve como tales.

 

Conclusión

Este trabajo aporta al debate sobre la enseñanza de la lectura y la escritura en la educación superior al analizar iniciativas pedagógicas emprendidas en el entorno argentino y examinar el enfoque que subyace a ellas. Es en virtud de este recorrido que el concepto de alfabetización académica se presenta reformulado al final del trabajo.

La nueva definición propuesta apareja una consecuencia, que no debería pasar desapercibida. Distinguir alfabetización —como quehacer educativo— de literacidad —como conjunto de prácticas culturales en torno a textos— exige diferenciar dos tipos de investigaciones necesarias. Por una parte, se precisa indagar los modos de enseñar que propician el acceso de los alumnos a las culturas letradas de las diversas disciplinas. La investigación didáctica apunta así a caracterizar las prácticas docentes, las formas de organizar las interacciones en clase que favorecen el trabajo con los textos que han de producirse o comprenderse para aprender las asignaturas, las intervenciones de los profesores, etcétera, que facilitan la participación de los alumnos en las acciones retóricas típicas de cada materia. Los estudios educativos también deberían enfocar los dispositivos que las instituciones sostienen para apoyar las alfabetizaciones académicas.

Por otra parte, se requieren indagaciones de corte lingüístico y etnográfico, que describan y analicen los discursos especializados y las prácticas con textos en cada comunidad disciplinar. Si bien mantienen relaciones, ninguno de estos campos de investigación ni los conocimientos emergentes de ellos pueden reducirse a o derivarse del otro. En este sentido, distinguir alfabetización de literacidad permite diferenciar no sólo dos conceptos, sino dos categorías de problemas teóricos y dos clases de investigación: la didáctica-educativa y la lingüística-etnográfica.

Las diferenciaciones a lo largo de este artículo —entre formas de enseñar a leer y a escribir, enfoques que las sustentan, concepciones y tipos de investigación implicadas— aspiran a nutrir los debates actuales y las alternativas pedagógicas para que el campo de las alfabetizaciones académicas siga creciendo.

 

Reconocimientos

Agradezco los comentarios críticos de dos evaluadores anónimos y de los integrantes del GICEÜLEM, que ayudaron a revisar la versión previa de este artículo. Este trabajo forma parte del Proyecto PICT 2010-893, financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Técnica de Argentina.

 

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Notas

1 Una selección de las ponencias presentadas, más un texto final de elaboración colectiva, puede encontrarse en la siguiente dirección: http://www.juan23.edu.ar/institucional/docs/multiple_docs/files/Acompanamiento%20Educativo%20y%20Alfabetizacion%20Academica%20en%20la%20ES/La%20lectura%20y%20la%20escritura%20practicas%20universitarias.doc

2 En https://sites.google.com/site/giceolem2010/ pueden bajarse publicaciones del GICEOLEM.

3 Los especialistas pueden también coordinar "grupos de escritura" de diversas disciplinas (Aitchison, 2003; Ruggles Gere, 1987) y orientar a sus integrantes para ser "etnógrafos" de su campo disciplinar (Motta-Roth, 2009).

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