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Revista mexicana de investigación educativa

versión impresa ISSN 1405-6666

RMIE vol.15 no.47 Ciudad de México oct./dic. 2010

 

Ensayo

 

Apuntes para pensar la relación entre "medios" de comunicación social, educación y formación para la democracia

 

Jessica Gerdel* y Javier Seoane**

 

*Profesora de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Católica Andrés Bello. Apartado Postal 47007, Los Chaguaramos, Caracas (1040), Venezuela. CE: jgerdel@gmail.com

**Profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela y de la misma Facultad en la Universidad Católica Andrés Bello. Su parte en este ensayo ha contado con el apoyo financiero y académico del Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la Universidad Central de Venezuela, por medio del Proyecto PI–05–7389–2008/1. Apartado Postal 17399, Caracas (1015), Venezuela. CE: javier.seoane@ucv.ve

 

Artículo recibido: 25 de enero de 2010
Dictaminado: 7 de mayo de 2010
Segunda versión: 7 de junio de 2010
Aceptado: 22 de junio de 2010

 

Resumen:

Partiendo de que la educación sobre los medios de comunicación está en la médula misma de la educación democrática este ensayo aborda, en primer lugar, una aproximación a las dimensiones epistemológica, ética y política de la educación para la democracia. En segundo lugar, trata lo problemático, complejo e incierto que resulta pensar los medios de comunicación, la educación acerca de ellos y la democracia. Finalmente, sintetiza una serie de proposiciones que pretenden seguir animando una discusión en construcción permanente, difícil, sobre todo incierta, pero necesaria, impostergable y que requiere tomar prontas decisiones en el accionar ético–político.

Palabras clave: educación para los medios, educación y democracia, ética, pedagogía crítica, Venezuela.

 

Abstract:

Based on the concept that learning about the media is the core of democratic education, this essay addresses, in first place, the epistemological, ethical, and political dimensions of education for democracy. In second place, it covers the problematic, complex, and uncertain aspects of thinking about the media, education about the media, and democracy. Lastly, it synthesizes a series of proposals that attempt to continue stimulating the permanent construction of a discussion that is difficult, uncertain, but necessary and impossible to postpone, and which requires making quick decisions in the ethical/ political arena.

Keywords: media education, education and democracy, ethics, critical pedagogy, Venezuela.

 

En la escuela hemos aprendido a pensar separado. Aprendimos a separar
las materias: la historia, la geografía, la física, etc. [...] Está bien
distinguir estas materias pero no hay que establecer separaciones
absolutas: Aprendimos muy bien a separar. Apartamos un objeto de su entorno,
aislamos un objeto con respecto al observador que lo observa.
Nuestro pensamiento es disyuntivo y, además, reductor: buscamos la
explicación de un todo a través de la constitución de sus partes. Queremos
eliminar el problema de la complejidad. Este es un obstáculo profundo,
pues obedece al arraigamiento de una forma de pensamiento
que se impone en nuestra mente desde la infancia, que se desarrolla en
la escuela, en la universidad y se incrusta en la especialización; y el
mundo de los expertos y los especialistas maneja cada vez más nuestras
sociedades (Morin, 1998: 423—424).

 

Preámbulo

Este trabajo se define como un ensayo —en el sentido pleno de esta palabra— para pensar una serie de tópicos sobre la formación en medios de comunicación como parte indispensable de una educación para la democracia. Partimos de que la educación en, para y por los medios de comunicación está en la médula misma de la educación democrática que anhela futuros ciudadanos críticos y bien informados. En primer lugar se realiza una aproximación a las dimensiones epistemológica, ética y política de la educación para la democracia. Sin pretender exhaustividad, queremos expresar que el problema de la educación democrática resulta inseparable del modo en que asumimos los saberes, de su compromiso epistémico con consecuencias prácticas, éticas y políticas. Hay saberes autoritarios, portadores de verdades excluyentes de otras verdades. La educación democrática será efectiva si se compromete con concepciones del saber más hermenéuticas, pragmáticas, críticas, impugnadoras de las epistemologías autoritarias.

En segundo lugar, el trabajo trata lo problemático, complejo e incierto que resulta pensar los medios de comunicación, la educación acerca de ellos y la democracia en tiempos agradecidamente desfondados. En continuidad con la tónica de lo ya dicho, y sin juicios definitivos, oponemos un modo estrecho de entender esta educación que la reduce al uso de las técnicas de los medios, a un modo crítico, más reflexivo, que se pregunta por las condiciones subjetivas y objetivas de la recepción de los medios. Se trata de aumentar la comprensión sobre el fenómeno mediático llamando la atención sobre el contexto de recepción.

Finalmente, se sintetiza una serie de proposiciones para seguir animando una discusión en construcción permanente, difícil, sobre todo incierta, pero necesaria, impostergable y que requiere tomar prontas decisiones en el accionar ético–político. Son proposiciones que derivan de lo tratado y de las que estamos convencidos que requieren discusiones ulteriores más elaboradas. En todo momento, el espíritu que nos embarga es crítico. Se nos dice, una y otra vez, que no hay democracia fuerte sin ciudadanos informados. Pues bien, se precisa de ciudadanos informados sobre las formas de operar las fuentes de información en nuestra sociedad contemporánea. De eso se trata. A ello responde la tesis de que no se puede deslindar la educación para la democracia de la educación sobre los medios de comunicación.

El mundo humano se ha vuelto planetario en poco más de cien años, cada vez más complejo e incierto. Ya Max Weber apuntaba que el pensamiento sobre el mundo era un ensayo de conjeturas, una serie de recortes irreales sobre una realidad infinita intensa y extensamente. El pensador no escapa a la vocación astronómica de construir una y otra vez constelaciones sobre lo real, agrupaciones de objetos en un campo de fuerzas astral donde nuestro limitado entendimiento apenas alcanza a establecer relaciones entre dos o más estrellas y, ocasionalmente, a identificar algunas afinidades electivas —era esta una metáfora que le resultaba muy cara a Weber. El científico social alemán llamaba a una estricta vigilancia de nuestras decisiones y acciones, vigilancia desde las coordenadas de una ética de la responsabilidad. A su juicio, nuestras decisiones están comprometidas con nuestros modos de pensar el mundo y tienen consecuencias imprevistas al ser puestas en acción. Una vez esclarecidos sobre esto, y a sabiendas de que hay muchos modos de pensar el mundo, Weber reclamaba del científico y del político actuar con responsabilidad, esto es, suspender reflexivamente sus propias convicciones y evaluar las consecuencias probables de una acción. En cierto modo, al científico le correspondería pensar esas consecuencias calculando escenarios y al político hacerlo desde la perspectiva de una ética profesional, preferiblemente liberal y democrática. Weber era, podría decirse no sin debate, constructivista, pragmático y responsable.

Ese mundo planetario, complejo e incierto donde vivimos está, en gran medida, configurado mediáticamente. Se trata de una iconosfera (Ferrés, 1996) cosmopolita, donde las relaciones de dominación no están ausentes. La comunicación (¿información?) se monopoliza por grandes corporaciones mediáticas, marcadas por una amalgama de intereses económicos, partidistas, militares, socioculturales, con un alcance espectral inédito en la historia y con una capacidad inmensa para establecer las agendas de opinión pública nacional y planetaria.

El escenario cultural en el que tienen presencia los llamados "medios" de comunicación da cuenta de un contexto donde éstos, lejos de ser simples mediadores, constituyen actores clave de la dinámica de las sociedades, en tanto funcionan como organizaciones complejas cuyos contenidos contribuyen a modelar modos de ver, de interpretar, de actuar. Juegan un papel significativo en la construcción de la realidad, por tal razón, si creemos en la democracia como un ethos, reflexionar sobre la educación para el uso crítico, reflexivo y comprensivo de los medios constituye una tarea urgente e inaplazable.

Pero este trabajo está marcado por una apuesta epistemológica próxima a los planteamientos weberianos, aunque rechazamos de entrada la visión ascética e instrumentalista que el alemán tenía de la ciencia. Creemos, eso sí, que de lo real tenemos irreales recortes, conjeturas e interpretaciones que ensayamos una y otra vez. A cierta altura, elegimos unas y rechazamos otras. Nuestras consideraciones antropológicas de científicos sociales nos impulsan a criterios pragmáticos y responsables sobre una ética que busque cuáles legitimar y cuáles no. Así, si se reconoce la ineludible diversidad de interpretaciones sobre el mundo y que debemos al menos cohabitar con el otro, pensamos que nuestra apuesta debe ser por una ética democrática que reconozca esa diversidad y la legitime, siempre y cuando no entre en juego una interpretación activamente aniquiladora de la pluralidad existente y por existir.

Pensando en el poder mediático de las grandes corporaciones de la alguna vez llamada industria cultural —poder que procura imponer interpretaciones afines a sus intereses, encubiertos bajo una presunta objetividad e imparcialidad sobre "la realidad"—, el asunto de la educación acerca de los medios está, una vez más, en la médula misma de la educación democrática, la cual anhela futuros ciudadanos críticos y bien informados.

Alertando que orientamos la mirada hacia la escuela más que hacia otras formas de educación para nada despreciables, reiteramos al lector que, en primer lugar, nos aproximamos a las dimensiones epistemológica, ética y política de la educación para la democracia según una concepción que se precia de crítica y comprometida con una transformación sustantiva de lo realizado como mundo hasta hoy. En segundo lugar, se trata lo problemático, complejo e incierto que resulta pensar los medios de comunicación, la educación y la democracia en tiempos agradecidamente desfondados, tiempos nada cartesianos. Se cierra este trabajo con una serie de proposiciones que pretenden seguir animando una discusión en construcción permanente, difícil, sobre todo incierta, pero necesaria, impostergable y que requiere tomar prontas decisiones en el accionar ético–político.

 

Educación en y para la democracia: aproximación a las dimensiones epistemológica, ética y política

Consideramos el concepto de educación en y para la democracia inseparable de la reflexión epistemológica, antropológica, ética y política. Ello obedece a que no comprendemos la democracia como un sistema procedimental para la elección y ejercicio de gobiernos en un determinado contexto político; la pensamos al modo de Dewey (1995) como un modo de vida, como ethos y eticidad.

La dimensión epistemológica trata, en parte, de cómo se presentan los discursos, sus respectivas subjetividades y las formas de atribuir verdades. Al respecto, hay epistemologías claramente totalitarias. Por ejemplo, esencialismos como el de Platón, conforme al cual la Verdad de las cosas se concibe eterna, única, inmutable y poseída por los más sabios, quienes siendo sus dueños están destinados a gobernar. Tomás de Aquino presenta una cuestión parecida pero, en última instancia, fundada más en la fe cristiana que en la filosofía. En ellos, como diría Sartre (1984), la esencia precede a la existencia.

También el positivismo clásico y el positivismo lógico posterior caen en una visión totalitaria. Su concepción de la verdad remite a los criterios de correspondencia y coherencia. Según Comte (1984), el conocimiento debe abandonar la imaginación disolvente y someterse metódicamente a la descripción de los hechos reales. El lenguaje debe contentarse con describir "lo dado". El positivismo lógico llevó a término este programa y cayó en extremismos como el de Otto Neurath (1973), para quien todo enunciado científico debía presentarse en términos fisicalistas; o como las del primer Wittgenstein (1973), para quien los términos éticos, estéticos o políticos perdían sentido al carecer de referentes observacionales —algo que rechazaría en escritos posteriores. Para el positivismo hay un lenguaje privilegiado para la descripción del mundo (Rorty, 2001), observacional y metodológicamente riguroso.

La distinción de Marx y Engels (1973; 1982) entre ideología o conciencia falsa y ciencia o conciencia verdadera se desliza fácilmente al totalitarismo epistemológico. La conciencia verdadera, científica insistiría Althusser (1983), no falsea la realidad, como sí hace la ideología por sus compromisos de clase. El conocimiento científico resulta, entonces, el único que aprehende la totalidad (realidad); en este sentido, y siguiendo al primer Lukács (1969), la categoría de totalidad, comprendida ontológicamente, resulta la categoría básica del marxismo.

Todo discurso que se pretenda democrático debe negar las concepciones totalitarias de la verdad. Del mismo modo, una educación para el uso reflexivo y crítico de los medios de comunicación debe impugnar cualquier intento de evadir la discusión de su fondo epistemológico, especialmente cuando se observa que las concepciones epistemológicas adoptadas siempre tienen consecuencias en la práctica ética, estética y política de la praxis mediática y de su comprensión. Sólo una educación fragmentadora, cartesiana, puede soslayar sin empacho la dimensión epistémica que la constituye. Ese saber fragmentado, escindido en cajitas separadas, conforma un sujeto de comprensión también fragmentada —algo, por demás, bienvenido a la lógica de la dominación. Frente a esta atomización del mundo se precisa una actitud abierta a la diversidad, proteica, creativa, marcada por la complejidad y la incertidumbre (Morin, 1998), una actitud que bien podríamos calificar de hermenéutica.

Con esa actitud más hermenéutica y democrática del saber y de la vida encontramos ya en la antigüedad a los sofistas. Según la célebre frase atribuida a Protágoras —"el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que no"— nadie puede asumirse como dueño o portador privilegiado de la verdad. Al revés, porque de hecho hay diversas verdades, interpretaciones múltiples del mundo, el terreno humano de la elección resulta más ético, político y estético que epistemológico.

Nuestra versión de la realidad es sólo una versión, una interpretación, un sistema de crédito (James, 1994); es decir, un sistema de creencias y valores, una construcción psicosociocultural. De ello no se sigue, como quieren los subjetivismos, que cualquier versión dé lo mismo que otras, pues dependiendo de los contextos y de las condiciones pragmáticas, además de una ética que hay que poner necesariamente en juego, habrá criterios para legitimar o no muchas versiones. Se puede decir, en cierto sentido, que si en lo epistemológico "vale todo", ello no es así en los planos ético y político. Precisamente, una educación en, por y para la democracia, entre cuyas instancias obligadas está una educación reflexiva y comprensiva en torno a los medios, implica una apuesta ética que limita lo pragmáticamente permitido. A esto volveremos más adelante.

Por lo pronto, somos de la firme creencia de que las bases epistemológicas del pensar democrático se pueden recoger y sintetizar adecuadamente desde las tradiciones hermenéutica y pragmática. Para ellas el terreno epistemológico está signado más por la retórica que por la razón monológica. Tal como bien lo ha señalado Perelman y Olbrechts–Tyteca (1989), ha llegado el momento de no seguir con el prejuicio ilustrado totalitario que juzga peyorativamente a las retóricas. Las épocas doradas de la retórica han sido generalmente épocas democráticas. En el parlamento, en el tribunal de justicia, en una demostración científica, en una clase y en muchos otros contextos los participantes oponen versiones que procuran convencer al auditorio de sus razones. La mayoría de las veces triunfa aquella que efectivamente logra convencer y persuadir al mayor número de adversarios, cuestión que en estos espacios suele lograr la que resulte más inclusiva. Ver en la retórica sólo artilugios destinados al vil engaño y a la demagogia supone creer también que hay un terreno no retórico en el cual se pueden dirimir las oposiciones.

Para lograr discusiones efectivas —para que haya buenos parlamentos, tribunales, clases y acuerdos— se precisa luchar contra las brutales asimetrías socioculturales que hacen que algunos se valgan de técnicas retóricas para explotar la ignorancia. Nos referimos a lo que en otras coordenadas teóricas se llama distorsiones comunicativas (Habermas, 1999). Esto se constituye esencialmente como una tarea educativa donde la escuela y los medios de comunicación tienen una misión privilegiada a cumplir.

Lo referido remite a una apuesta ética democrática. No se trata sólo de si podremos habitar juntos, sino de si podremos convivir reconociendo nuestras diversidades. Por supuesto, el mínimo exigido sería poder cohabitar con nuestras diferencias como garantía de un mundo en paz. Mas el anhelo sería dar un paso más allá. En el lenguaje de Lara (1992), buscamos un proyecto de identidad ética democrática. Su justificación básica pasa por comprender que no hay sistema político democrático viable si no se apoya en un ethos ciudadano democrático —algo que ya enunciamos. La democracia constituye un sistema político pero, sobre todo, un modo de vida. Si el sistema no se apoya en el ethos, será de cartón piedra.

¿Qué rasgos ha de tener este ethos democrático? Conforme a lo dicho sobre el plano epistemológico, cabe destacar que ha de suponer una ética de la interpretación que legitima usualmente un amplio espectro de interpretaciones a propósito de un acontecimiento u objeto interpretable dado, pero no valida la sobreinterpretación (Eco, 1997). Por ejemplo, a modo de aproximación intuitiva, ninguna persona en su sano juicio sociocultural, sin bromear, diría que "Martes 13" —título ya resignificado, puesto que el original es "Friday the 13th"— pertenece al género cinematográfico musical romántico. La temeridad hermenéutica tiene límites que, de transgredirse, conducen a la destrucción de la comunidad, a la imposibilidad de la comunicación. En consecuencia, no cualquier interpretación vale lo mismo que otra(s). Hay límites para la validación, límites que no son impuestos a priori por alguna receta o técnica metodológica. Dependiendo del universo constituyente del sujeto y de los contextos, los límites resultan más o menos flexibles.

Nuestro contexto es el de una metrópolis vuelta cosmópolis e iconosfera (Ferrés, 1996): sus espacios resultan cada vez más cibernéticos, virtuales y mediáticos que físicos. En ella cohabitan diferentes personas, provenientes de distintos universos socioculturales, pertenecientes a diversos escenarios (eclesiástico, artístico, científico, empresarial, etc.). La metrópolis constituye el centro espacial donde concurren todos estos sujetos con sus respectivas interpretaciones, cada una siendo un horizonte significante y significativo. En el cruce de interpretaciones, de horizontes, suelen surgir dos situaciones de base: a) el rechazo del otro, con el concomitante cierre dogmático de la interpretación propia; y b) la apertura que reconoce legitimidad al otro. Esta segunda situación conduce fácilmente a la fusión de horizontes (Gadamer, 1977), un nutriente reflexivo del sujeto (Lara, 1992). El mínimo democrático exige, a nuestro entender, que la primera situación señalada resulte tolerante, soportable. Pero el ethos democrático aquí anhelado apunta a una situación de apertura, siendo una apuesta por el reconocimiento del otro.

Heller (en Heller y Fehér, 1994) señala que la objetividad de la interpretación no viene dada por su adecuación con el objeto de la interpretación sino por la intersubjetividad, es decir, la objetividad es un acuerdo social sobre lo aceptable en términos de interpretación. De este modo, la comunidad valida las interpretaciones. El problema de la objetividad se trastoca en un asunto de legitimidad, lo epistemológico se desliza a lo ético–político. En un vocabulario rortyano, la objetividad se comprende como solidaridad, como ampliación de la comunidad. Será más objetivo lo que sea aceptado por la comunidad mayor que podamos concebir y construir. Así, repetimos, lo epistemológico entronca con lo ético y con lo político. Por supuesto, emerge la cuestión de qué pasaría si un grupo totalitario (los nazis, por ejemplo) se imponen por la fuerza y aniquilan a los otros. Pero aquí sólo cabe la perplejidad y la depresión por respuesta: se habrá impuesto el totalitarismo, una comunidad pequeña se habrá impuesto y aniquilado a la mayor. Por ello mismo es que, para evitar una situación así, se demanda acompañar al sistema democrático de la formación de un ethos que lo sustente y que reaccione con fuerza contra el enemigo activo de lo plural. De allí la preocupación por una educación en, por y para la democracia que tenga como uno de sus centros reflexivos la cuestión mediática como lugar privilegiado de conformación de los consensos.

En la vida metropolitana la diversidad se vuelve parte de nuestras existencias, así como un imperativo ético para sostenerlas en paz y con justicia social. Dicha diversidad como imperativo supone el paso del cohabitar al convivir. La ética democrática, base de la educación para la democracia, aspira a formar sujetos abiertos a la diferencia, que den el paso desde la tolerancia hacia el reconocimiento. La única condición sería que el otro a reconocer resulte al menos tolerante. Es decir, el límite del reconocimiento viene dado por el rechazo categórico hacia aquellas posiciones activamente absolutistas y negadoras de la otredad. La democracia resulta incompatible con interpretaciones del mundo que desconocen violentamente a las demás. El otro es tolerable siempre que no active una voluntad de dominación aniquiladora del otro.

La evolución del cristianismo, como la de muchas otras grandes religiones, ha apuntado hacia una ética secular que hoy gratamente se nos impone, al menos como anhelo, en lo que denominamos Derechos Humanos. Estos tienden a institucionalizarse planetariamente, junto con el ideario democrático, y se vuelven un ideal regulativo con el que se juzgan las prácticas políticas y morales colectivas e individuales. Un rasgo muy significativo de estos derechos lo constituye el individualismo moral. Esto es, los derechos humanos tienen por objeto el imperativo kantiano del individuo como fin en sí mismo, no reducible a instrumento del otro —como muchas veces suele hacer la racionalidad estratégica, especialmente en los terrenos económico y político. Contrariamente al individualismo egoísta, el moral concibe a todos los individuos iguales por principio.

No obstante, el anhelo choca con lo realizado. Por eso, y en la tónica de la crítica de Marx a Hegel, la historia está por realizarse y cualquier proclama de su fin en la actualidad encubre las relaciones establecidas de dominación. Así, para no caer en el abstraccionismo del derecho, resulta menester tomar en cuenta las condiciones mínimas para alcanzar una justicia social que cumpla con la demanda ética del individualismo moral. Para ilustrar el punto, haremos un boceto de la equidad a partir de los capitales requeridos para que los individuos se aproximen al ideal de simetría social.

Definimos capital como un bien con el que se pueden lograr otros bienes. En tal sentido, un capital resulta un medio para el logro de cosas deseadas. La noción de capital, y su definición, suele usarse "naturalmente" en el campo económico. Pierre Bourdieu la amplió al campo sociológico al referirse a capital escolar y capital cultural como bienes adquiridos por los individuos y que les sirven para la consecución de otros bienes. El grado de instrucción y el nivel cultural da a las personas poseedoras ciertas ventajas en determinados ámbitos.

Igualmente, Coleman (en Dasgupta y Serageldin, 2000) propuso la noción de capital social, entendido como los bienes que las sociedades tienen en redes de organización social para el logro de sus metas. Ciertos indicadores como el grado de confianza entre personas detectan los niveles de dicho capital. La tesis de la teoría del capital social afirma que a mayor capital social, mayor capacidad posee una sociedad para la resolución de problemas económicos y el logro de un desarrollo satisfactorio.

Por otra parte, se podría hablar también de un capital relacional, definido como el número de relaciones influyentes que un sujeto puede tener, el cual le puede facilitar el logro de otros bienes, especialmente en sociedades como la venezolana.

Finalmente, podemos señalar un capital no adquirido sino, en cierto sentido, constitutivo: el capital genético. Se nace con un capital genético más o menos bueno. No lo escogemos, pero nos permite lograr o no ciertos beneficios y acceder o no con ventaja a ciertas actividades (deportivas, por ejemplo). Hay niños que sufren leucemia y personas que llevan una vida dispendiosa durante 90 años y viven con óptima salud. El capital genético se debe entender también como un bien que facilita o no la vida.

Los capitales no están distribuidos equitativamente. Hay, al respecto, demasiadas y perjudiciales asimetrías. A excepción del genético, del que se puede cuidar pero no decidir sobre su disposición —aunque la genética ofrece renovadas promesas modernas en este campo—, los capitales restantes mencionados son adquiridos y algunos transferidos por la familia a sus descendientes. Según la familia, se entra en la vida con más o menos capitales. En muchos casos, la asimetría resulta completamente injusta, pues algunos entran con exceso de capital económico y se les ofrecen excelentes capitales escolares, culturales, relacionales; mientras otros entran con ausencia de los mismos. En nuestro mundo planetario conseguimos demasiados ejemplos deplorables sobre las inequidades de capitales. Por mencionar sólo un caso, los etíopes nacidos en áridas y miserables zonas no escogieron morir famélicos a los tres años —mientras que Estados Unidos dilapida anualmente millones de dólares en la industria bélica y consume cerca de 40% de la energía diaria producida en el planeta.

El problema de la inequidad social de los capitales se vincula directamente con el de la ciudadanía y del ethos democrático entendido como individualismo moral en el sentido kantiano. Si el individuo se concibe como universal, entonces no se trata de una clase de individuos sino de todos y cada uno. No se nace siendo autónomo, reflexivo y ciudadano: uno se forma como tal, formación que por definición es una condición cultural. Por ello, no nos interesa aquí el concepto jurídico de ciudadanía sino el concepto sociocultural. Para el primero basta tener 18 años — o, en cada caso, los requeridos para la mayoría de edad— y estar en pleno uso de las facultades mentales y de rigor de ley. Empero, la ciudadanía democrática exige, como estamos viendo, un ethos, una forma de vida (Dewey) que precisa de un mínimo vital de condiciones económicas, políticas, educativas.

Resulta muy cuesta arriba ser ciudadano en las regiones miserables del mundo. No se puede exigir ciudadanía de quien anda buscando un hueso para roer. Por ello, la equidad en la distribución de los capitales resulta inexorable para la constitución del ethos democrático. A escala planetaria, hay cientos de millones de personas confinadas a la miseria. Los promotores económicos y políticos de esa miseria constituyen la mayor amenaza a la vida democrática. Son el caldo de cultivo de guerras, totalitarismos y cuantos crímenes dominan el escenario humano actual. A la par, esos promotores con su demagogia y explotación requieren perpetuar esas miserias. Sólo así existen y persisten. Sólo así son fuerzas de dominación. La hegemonía mediática resulta un lugar neurálgico para estas fuerzas, construyendo y difundiendo discursos que condicionan los procesos de subjetivación en nuestras sociedades, que generan deseos, que impulsan aversiones, que motivan acciones, que destacan elementos, que ocultan otros. Y todo ello ofrecido bajo el manto ideológico de la objetividad de la imagen que nos dice: el mundo es así, como lo reflejamos en nuestros medios. Una educación democrática que obvie a estos poderes sólo puede ser una gran trampa.

Hay un nexo entre epistemologías, ética y política. El oxígeno de la democracia precisa no suprimirlo. Hemos esbozado el nexo entre epistemologías y ética. Ahora toca ir de lo ético a lo político. A nuestro juicio, la institucionalización de ese nexo pasa por la conformación de un Estado social de derecho garante de la equidad en la distribución de los capitales. Materia que, dada la experiencia de institucionalización de Estados autoproclamados sociales y de derecho en el pasado, requiere de una mayor reflexión crítica imposible de abordar en esta ocasión. Lo importante, a nuestro entender, consiste en comprender que la democracia es inseparable de la justicia como equidad social. Sólo así se garantizará un individualismo moral universal y no de clase.

 

Educación en y para la democracia y educación acerca de y para los medios de comunicación

Numerosos son los tópicos en los que se insiste repetidamente al referirse al ámbito educativo en la actualidad, apelando indistintamente a muchos de ellos sin definirlos en algún momento de las exposiciones en las que son usados. Es común la referencia al ineludible paso de la escuela que se tiene, a "la escuela necesaria" (Aponte, 2007), sin precisar en menor o mayor medida cómo sería dicha escuela o bajo qué concepción se le cita. Son omitidos elementos tan cruciales como a partir de qué sería definida, bajo qué parámetros se precisará aquello necesario o innecesario para los estudiantes y la sociedad de la que forman parte, quiénes los definirían y con qué finalidades, especialmente si consideramos que las estrategias tienen siempre algún nivel de conciencia e intencionalidad.

Siguiendo a Edgar Morin (1998), cuando señala que hemos aprendido muy bien a separar las materias en la escuela, separando del mismo modo todo cuanto acontece a nuestro alrededor, debe reconocerse la frecuente separación que se estableció entre la escuela y las otras dimensiones de la vida social.

Una de las afirmaciones que suele hacerse al respecto, es que la escuela debería propiciar una mayor relación con la cotidianidad, con lo cual inicialmente estamos de acuerdo. No sólo porque es necesario que lo aprendido tenga utilidad en la vida diaria (si no, qué sentido tiene la academia), sino porque es más sencillo y menos tedioso comprender las elaboraciones mentales que se construyen y explican en las aulas si se relacionan con esa realidad a la que hacen referencia. Pero si partimos de que la fragmentación del pensamiento conlleva a su empobrecimiento y que, por lo tanto, es necesario promover la transdisciplinariedad y asumir la complejidad del mundo en que vivimos y las limitaciones de los saberes parcelados que hemos construido para explicarlo; no puede desprenderse de la afirmación inicial una apuesta por la existencia de una suerte de verdad revelada que nos dirá cuál es el camino "correcto" que nos llevará al pleno bienestar —ya sea a través del orden y progreso del positivismo, la lucha de clases profesada por posturas marxistas, o el todo vale de algunos postmodernos, por ejemplo.

En consecuencia, reiteramos nuestra alerta al lector de que no encontrará en estas líneas una receta de cómo proceder en estas cuestiones. Plantearlo en esos términos constituiría no sólo una pretensión difícilmente alcanzable sino deshonesta con lo expuesto. En su lugar, presentaremos algunos elementos que consideramos pertinentes en la discusión sobre la relación entre medios de comunicación social, educación y formación para la democracia.

En ese sentido, es crucial el cuestionamiento reflexivo de propuestas que parten de afirmaciones gratuitas (en tanto que no explican su origen o base argumentativa) y planteamientos que, pese a defender un nexo más estrecho de la escuela con la realidad, no dan muchas luces en cuanto a su relación con la dimensión práctica del conocimiento escolar ni a los alcances reales y viables de una vocación heroica que parece demandársele a algunas disciplinas o proyectos como el que nos compete, como si se tratara de un proceso simple y mecánico de tener respuestas y soluciones definitivas a los problemas del mundo.

Adherirse a una u otra teoría sobre la influencia de los medios de comunicación implica diferentes concepciones de instruir en los mismos, y la preocupación "democrática" estará presente al menos de distinta manera en cada caso: podrá serlo, aunque todo depende de cómo se tome. [...]

[Los enfoques] pueden "imponerse" o "negociarse", y conducen a la pura "constatación" o a "tomar conciencia", a buscar el análisis por el análisis, o el análisis en beneficio de la acción.

Obligar a cada cual a tomar conciencia de las razones de su elección, o a desmontar los mecanismos de representación de la realidad en los medios de comunicación, así como la razón de ser de tales mecanismos, puede servir tanto para mantener las desigualdades como para desarrollar el sentido de ciudadanía (Jacquinot, 1999: 30).

Ampliar el acceso a la producción y difusión de mensajes mediáticos, propiciando la participación de los ciudadanos, constituye una vía para democratizar la comunicación. Sin embargo, según Jacquinot, no son suficientes las herramientas tecnológicas: no basta con poner cámaras en manos de los sujetos; hace falta una reflexión profunda acerca del tipo de sociedad que se quiere construir y las vías para lograrlo, incluyendo el cuestionamiento de nuestros modos de ver, narrar e interpretar, aplicándolo a los procesos de recepción y producción de mensajes mediáticos.

Si la escuela no puede abstraerse y encerrarse en sí misma obviando su relación con la realidad —de la que no sólo forma parte sino que contribuye considerablemente a formar— entonces no debe dejarse de lado la reflexión en torno a los modos en que construimos conocimientos y los usos que les damos a los saberes. Las teorías y técnicas que son aprendidas–enseñadas en las aulas no quedan allí, en un ámbito meramente discursivo y abstracto, sino que tienen profundas implicaciones y consecuencias en el plano práctico. Así como tampoco quedan en el vacío los contenidos difundidos por los medios de comunicación.

La alerta debe dirigirse a la demanda de cuestionamiento constante en un doble sentido: a) en torno a lo que se está haciendo —como educadores en el caso de la escuela y como comunicadores sociales en el caso de los productores de contenidos mediáticos— y b) cómo se está haciendo; conscientes de la responsabilidad que todo individuo tiene en la construcción de la realidad de la que forma parte, llamados a una reflexión ética en torno a los saberes que construimos y enseñamos y a los modos en que son usados tanto en la academia como en los otros ámbitos de la vida, incluido el de las experiencias mediáticas.1

Es fundamental entonces que a cambio de esa ampliación del acceso a la producción/difusión de mensajes mediáticos no se exija la legitimación y reproducción de las propias ideas y planes. Al contrario, se precisa fomentar la participación en términos de apertura y posibilidad de expresión de los usuarios de esos medios, independientemente de la cercanía o lejanía que tengan sus interpretaciones con la de quien ofrece las herramientas y canales de acceso.

Las visiones totalizantes y unificadoras del pensamiento y aprehensión de lo real, que derivan en la sustitución del discurso dominante por otro, aplicadas en ocasiones al análisis de los medios de comunicación y a los contenidos educativos, sólo consiguen suprimir lo incierto y negar la complejidad inherente a nuestra existencia. Por ello, y como ya mencionamos, el plano epistemológico resulta aquí ineludible y cualquier intento de menospreciarlo no dejará de suscitar suspicacia.

No es secreta la importancia que tiene el mundo mediático en la conformación de las tramas simbólicas en las sociedades de hoy, desplazando en alguna medida al sistema escolar otrora privilegiado en los procesos de socialización y construcción identitaria. Como tampoco lo es que en el contexto venezolano actual el periodismo y la comunicación ocupan un lugar protagónico al centro del debate político, donde medios tanto privados como estatales:

[...] absuelven y condenan; construyen "verdades" a partir de videos y versiones construidas a partir de ángulos particulares, prevalece la propaganda y no el análisis y la interpretación equilibrada [...]. Este comportamiento de los medios venezolanos constituye una muestra valiosa de cómo la comunicación mediática, en este caso, interactúa e influye; [...] produce una compensación simbólica, es decir por vía de las prácticas, costumbres y saberes compartidos, a través de los valores y percepciones generadas [...] (Villalobos, 2008: 79).

La presencia y el desarrollo de las tecnologías de la información y comunicación han redefinido los roles de las esferas que conforman el sistema educativo, entendiendo por éstas a instituciones como la familia, la escuela, la iglesia y el conjunto de relaciones interpersonales y del entorno en que se halla el sujeto. De esa capacidad de convertir información en pautas culturales que se materializan en modos de ver e interpretar el mundo, se derivan actitudes que a largo plazo conllevan posturas políticas, de las cuales surgirá en cada contexto uno u otro proyecto de sociedad.

[Pero] No se trata sólo "de lo que hacen los medios con la gente", sino que se verifica lo contrario, "lo que hace la gente con los medios". La mediación de los medios conoce de límites, detectados y delimitados, pero el bombardeo mediático, medido en intensidad del consumo y en influencia, propicia un entorno simbólico envolvente y como consecuencia una subjetividad que está allí, en espera de explicaciones más elaboradas.

Esta subjetividad sólo puede valorarse si se comprende que la realidad no es una simple abstracción, el contexto pasivo, sino en buena medida nuestra propia creación simbólico–vivencial (Villalobos, 2008:75).

Si, en conjunción con ello, convenimos que lo económico y lo simbólico entreveran todas las prácticas sociales, incluidas las mediáticas y educativas (Jacquinot, 1999:29), se añade dificultad a la tarea de precisar cómo educar acerca de los medios de comunicación: las ideas de instrucción en medios se supeditan a las ideas que se tengan sobre su influencia en el público (Anderson, citado en Jacquinot, 1999). La orientación de tal instrucción variará tanto en función de relaciones de poder existentes, como de convicciones acerca de determinados modos de proceder e interpretar el mundo.

¿Cómo denunciar el aspecto ideológico de las emisiones en búsqueda de una elección más cuidadosa de los programas, sin que ello derive en la sola estigmatización de aquellos que difieren de la propia postura? ¿Cómo conseguir que cada cual tome conciencia de las razones de su elección? ¿Cómo asegurarse, en alguna medida, de que el aprendizaje del lenguaje y las técnicas de producción consigan desmontar los mecanismos de representación de la realidad, visibilizando su ineludible grado de "manipulación" de la misma? Y, sobre todo, ¿hasta dónde y de qué manera se logra que esos saberes lleguen a modificar la conducta del ciudadano que está en contacto con los mensajes mediáticos? Son estas algunas interrogantes que surgen en este contexto, indicio de la ausencia de respuestas definitivas.

Una de las principales dificultades en esta discusión la constituye el mismo intento de iniciarla. El análisis de los medios de comunicación y sus efectos ha sido frecuentemente relacionado con la noción de ideología, y varias de las definiciones existentes del término parten de formulaciones peyorativas, implicando en algunos casos la idea de no ver la realidad "debidamente". Sobre la base de algunas de esas definiciones, nadie afirmaría que su pensamiento es ideológico: desde esa perspectiva, la ideología sería lo que tiene la otra persona (Eagleton, 1997). Así, la capacidad autorreflexiva y autocrítica —vitales para el logro del tan citado "sentido crítico" requerido por la formación acerca de los medios de comunicación y el ejercicio de la democracia en general— queda bastante limitada o inexistente.

Aislar los objetos con respecto al observador ha supuesto que se aseguraría la anhelada objetividad, entendida como correspondencia de enunciado y objeto. La sensación de estar aprehendiendo la realidad tal cual es, junto con la noción de que la ideología sólo se halla en el otro que piensa distinto a mí, anula la posibilidad de cuestionar tales supuestos; de comprender el papel de la percepción, la subjetividad y las experiencias previas en nuestra visión del mundo y, por ende, en nuestra construcción de conocimiento; de entenderlas no como limitantes de ese proceso sino como potencialidades.

Qué pasa entonces cuando "[esa] forma de pensamiento que se impone en nuestra mente desde la infancia, que se desarrolla en la escuela, en la universidad y se incrusta en la especialización" (Morin, 1998:424) produce individuos incapaces de diferenciar y comprender el contenido de los mensajes y señalar sus distintos elementos; de integrar lo que advierten y relacionarlo con elementos de su propia vida, entender las emociones sentidas y reflexionar sobre los medios empleados para producirlas; de situar cualquier mensaje mediático en la voluntad de un(os) emisor(es), y entender cómo y por qué puede decirse que los medios de comunicación son también parte del sistema educativo. O cuando, inclusive, algunos cuya formación académica los acredita como comunicadores sociales tampoco se plantean tales cuestiones.

Además de la lógica simbólica —junto con la mercantil— con la que funcionan los medios de comunicación2 parte del problema radica en que:

[...] los periódicos, la publicidad, el cine y la televisión, nacieron antes de que las propias escuelas pudieran definir sus condiciones ideales. Así, se vive la paradoja de que en una misma Universidad, el Departamento de Técnica de la Comunicación enseñe una práctica que el Departamento de Ciencias Políticas o de Filosofía critica como ilícita.

Se piensa que la Universidad vive en esta pluralidad de puntos de vista. Pero desafortunadamente en muchos países no existe un ejemplo de integración de las diferentes perspectivas. En muchas escuelas [...] de Periodismo los estudiantes aprenden cómo hacer un periódico, mientras que los estudiantes de Filosofía o Sociología aprenden a criticarlo. [...] las dos perspectivas podrán noblemente coexistir en los ordenamientos académicos, pero las dos líneas de pensamiento influirán en dos categorías distintas de ciudadanos y futuros profesionales, ignorándose mutuamente toda la vida (Eco, 2004:153–154).

Esto plantea la insuficiencia de una educación acerca de los medios pensada únicamente en términos de proveer los conocimientos técnicos para hacer un periódico, una publicidad o una producción audiovisual. Tal conocimiento no necesariamente desembocará en una toma de conciencia del alcance de ese tipo de mensajes, ni en una postura crítica ante la información recibida diariamente a través de ellos.

Ante la necesidad de definir, aun sin precisión, qué se entiende por sentido crítico de los alumnos o educar en democracia, y qué se gana con ello (Jacquinot, 1999), partimos de una apuesta ética configurada desde la certificación de lo incierto (Rojas Guardia, 1996) que invita a "dudar activamente de la necesidad de lo necesario, desdeñando el acatamiento a los discursos cerrados que sólo admiten la verosimilitud de lo mil veces comprobado y no respetan otro proyecto colectivo [...]" (Savater, 2001:312); a no permitir que se convierta en irremediable, en obstáculo para cualquier manifestación de lo otro, de la diversidad que reside en cada uno de nosotros y de nuestras culturas.

Ello implica, entre otras cosas, reconocer la propia comprensión como una visión del mundo, que no tiene por qué presentarse como la única, definitiva, real y/o correcta. No obstante, no debe derivar en un relativismo absoluto la crítica a una postura que, con miedo, prefiere lo "conocido", lo sometido y filtrado por un paradigma dominante obsesionado con la objetivación de los hechos y sus pretensiones omniabarcantes. Mudar de una razón vuelta obsesivamente sobre sí misma, empeñada en lograr certezas, a una que se alimente de dudas y cuestionamientos, implica ubicarse en una conciencia de la incertidumbre, lúcida, dialógica, responsable, "[...] la incertidumbre es también una conducta, consecuencia de una actitud determinada frente al cosmos. Presupone un talante ético e incluso una cierta contextura práctica [...]" (Savater, 2001:17).

De esa negación de la unidimensionalidad deriva una lógica des–centrada, donde el centro no deja de existir sino que se vuelve múltiple, incluyente de tantos ángulos de visión como sea posible. Se trata de la construcción de una pedagogía de la complejidad, que entienda lo incierto y el desorden como posibilidad de creación y no como una restricción al desarrollo del conocimiento. Una apuesta consciente de su contingencia, que impulsa la problematización de lo instituido e interpela a los paradigmas y lecturas unilaterales del mundo que limitan la apertura a lo posible; mantiene vivo el sentido del escándalo, de la conmoción ante lo que ocurre en el mundo; tiene en cuenta que:

Una de las dificultades, no epistemológica sino ética, de la enseñanza en medios de comunicación es que las apreciaciones que se dan de ella están marcadas con el sello de la "distinción" (en el sentido que dice Bourdieu): doble exigencia axiológica de la enseñanza que, por un lado, recomienda la tolerancia y el respeto a los demás, hasta en sus gustos, y al mismo tiempo, exige una formación del gusto (que no puede verse favorecida con su afirmación), entendida, en lo esencial, como algo que guarda estrecha relación con las capas sociales más escolarizadas de su país y de su época. [...] [Implica] pensar los difíciles problemas de acceso a la cultura o a la conciencia social (Jacquinot, 1999:34).

Es necesario, entonces, aproximarse tanto al conocimiento que tienen los ciudadanos sobre los medios de comunicación y su forma de aprender a través de ellos, como a la construcción e introducción en la escuela de un instrumento para aprender a pensar (Jacquinot, 1999:33) que, proponemos, se aleje de univocidades, considere lo múltiple y —sobre todo— la posibilidad de perder. Se trace metas, "cartas probables de navegación" pero, como la incertidumbre, no busque llegar a ninguna parte (Rojas Guardia, 1996). Plantearse llegar a una última parada o a un último puerto del viaje, sea por medio de la razón o de alguna verdad revelada, negaría la condición desde la que se define. De allí que opte por posturas más relacionales: al incluir al menos dos partes, resulta más susceptible de diálogo para el logro de acuerdos; lo cual forma parte de la apuesta democrática.

La responsabilidad que recae sobre el educador que se presenta como transmisor del conocimiento producido tiene que ver con que, en la medida en que transmite un conocimiento certificado como válido y un modo de producirlo prevaleciente en la institución académica, es copartícipe de cualquier exclusión y supresión de la diferencia y de posibilidades de apertura a otros modos de conocer. En el marco de esta propuesta, la asunción del riesgo de lo incierto como inherente a la existencia lleva consigo un elemento innegociable: la aceptación de la diferencia y la consideración del otro. Sin olvidar que:

[...] el pluralismo no defiende una única verdad aunque tampoco las admite todas, sólo señala, entre esos polos extremos, que la verdad no admite monopolio, o que la identidad, en el caso de las culturas, no se presta a exclusivismos. Ese pluralismo se realiza en vistas a una causa común (García, 2007:184).

Causa común que podríamos identificar con lo que Charaudeau (2005) llama derecho de mirada ciudadano, que incluye:

Exigir a los actores de dicha máquina [la mediática] que tengan conciencia de lo que hacen, de modo que las elecciones que hagan los comprometan como responsables de ellas. Tener un derecho de mirada es en primer lugar no aceptar la trampa, y sobre todo no aceptarla en nombre del audímetro [...] Pero tener un derecho de mirada es también rehusar sucumbir a los efectos que produce la máquina de informar [...] Finalmente, tener un derecho de mirada es [...] [entender y exigir que se reconozca que aquello que se muestra] depende de lo que escojamos mostrar y de la puesta en escena con la que lo hagamos. Y después, quizás debiéramos recordar a los actores de la máquina de informar que si su papel, por útil que sea de contribuir a la discusión democrática es importante, no pueden tomarse a sí mismos por la conciencia moral ciudadana, pues ésta se fabrica en la mixtura misteriosa de pequeñas y grandes cosas de la vida en sociedad (Charaudeau, 2005:328–329).

En relación con el último elemento, hay quienes señalan la necesidad de batallar y enfrentarse con los medios de comunicación y su efecto negativo (Díaz Rangel, 1996). Sin embargo, como ya hemos dicho, la concepción tradicional desde la que se ha conformado el aparato escolar ha errado en su empeño por parcelar el conocimiento y presentar las esferas de la vida de un modo separado, así como al considerarse en posición de enfrentamiento —y no en relación— con los medios de comunicación. Es importante orientar las reflexiones hacia la identificación de las interconexiones existentes y la búsqueda de alternativas que permitan superar el fracaso general que se ha tenido en la mayoría de los casos para abordar el papel de las corporaciones mediáticas en las sociedades actuales.

Debe reubicarse el debate teniendo en cuenta el fracaso de posturas que han desembocado en un "apagar el televisor" como presunta solución al problema, pues sabemos que el papel que han alcanzado los medios de comunicación en la actualidad ya no permite su exclusión del panorama que analizamos. Se trata de reflexionar en torno a la idea de que:

[...] ni los medios son el enemigo (o lo contrario) de la educación, ni están construyendo o sustituyendo a la escuela, lo que los medios hacen es desorganizar la hegemonía de la escuela desafiando su pretensión de seguir siendo el único espacio legítimo de organización y transmisión de los saberes (Bisbal, 1996:149).

De este modo, asumir la contingencia y la incapacidad de la incertidumbre pudiera ser, quizá, un primer paso en la construcción de visiones de mundo menos excluyentes, visiones alejadas de aquellas que, centradas en sí mismas, derivaron muchas veces en destrucción y deformación del sentido de humanidad que muchas veces alzaron como bandera.

 

Para seguir discutiendo

Complejidad, incertidumbre, hermenéutica, diversidad, apertura, pragmática han sido palabras favoritas de este trabajo exploratorio sobre algunas problemáticas de la formación acerca de los medios de comunicación como una instancia capital de la educación en, por y para la democracia. Seríamos terriblemente inconsistentes si ahora, llegando al cierre, petulantemente presentáramos unas conclusiones definitivas al respecto. Afortunadamente corren tiempos poco cartesianos, más nihilistas y hermenéuticos. Por ello, quizás nuestro mejor aporte consista en asentar algunos elementos que creemos valiosos para continuar la discusión. Valgan las siguientes proposiciones para tal fin:

1) Pensamos que la formación acerca de los medios de comunicación, entendida como parte insoslayable de la educación para la democracia, debe plantearse sobre sus posibles fondos epistemológicos. Las epistemologías realistas, objetivistas, resultan perjudiciales si se quiere una práctica inclusiva del otro; a diferencia de otras más hermenéuticas. En este sentido, los planos epistemológicos de la educación nos parecen inseparables de los planos ético, estético y político.

2) Creemos importante contraponer —como referentes para animar la discusión— al menos dos concepciones de la educación para la democracia. Una entiende la educación como enseñanza de principios democráticos formales: derecho, costumbres, normas, teorías sobre formas de gobierno y estructuración del Estado. La otra visión comprende la democracia como un modo de vida que trasciende lo formal desde un compromiso ético, estético y político que persigue realizar en la práctica social planetaria lo que hasta el presente sólo han sido principios jurídicos abstractos sobre la igualdad de derechos. No se puede obviar que los derechos han de conquistarse en un mundo marcado por exclusiones económicas, políticas, culturales, mediáticas.

3) Cada una de las concepciones mencionadas tiene un impacto en los modos de asumir la educación sobre los medios. La formalista fácilmente se conforma con una educación de carácter técnico instrumental: cómo hacer un periódico, un programa de radio, de televisión o una película. La concepción crítica hermenéutica supone dotar a los educandos de una comprensión lo más cabal posible de la naturaleza y funcionamiento de los "medios"; de los intereses económicos, políticos y socioculturales que representan como empresas privadas o "estatales", como empresas político–económicas o agentes corporativos de información; de las gramáticas audiovisuales y sus respectivos códigos; de los efectos de agenda que subrayan u omiten aristas de opinión pública. En pocas palabras, procura formar ciudadanos reflexivos, críticos y adecuadamente informados sobre la lógica mediática.

4) La democracia, enseñada como acción democratizadora radical, combate las inequidades sociales fundadas en las relaciones existentes de dominación. Una de esas tantas inequidades está dada por las asimetrías brutales en los capitales escolar y cultural sobre la comprensión y uso crítico de los medios. Mientras nuestras instituciones de educación superior dotan a los profesionales de la comunicación de todo tipo de estrategias propagandísticas encaminadas a la "manipulación" ideológica, nuestras escuelas forman a los ciudadanos sin anticuerpos mediáticos. Este hecho se agrava aún más en los circuitos de escolarización (Bourdieu, 2008; Bronfenmayer y Casanova, 1986) más deteriorados —aquellos masificados, sin condiciones pedagógicas e infraestructurales adecuadas; aquellos que atienden a la población económicamente más necesitada, la más menesterosa de anticuerpos mediáticos.

5) No eludiremos lo que todas estas propuestas para la discusión implican: el problemático concepto de ideología. No creemos que la ideología haya muerto, que sea hoy un concepto inútil. Tampoco creemos que sea una falsa conciencia por oposición a una conciencia lúcida, científica. El concepto de ideología se debate entre los intentos de ideológicamente enterrarlo o de justificar cualquier aberración totalitaria. Pensamos, no obstante, que hay una dimensión rescatable e irrenunciable del concepto: la dimensión funcional —nos inspiramos aquí en la propuesta de Riú (1981) sobre los usos y abusos del concepto de alienación. Lo que queremos decir con contundencia es que la sociedad planetaria actual está signada por claras relaciones de dominación en las que muy pocos se adueñan de una inmensa porción de bienes económicos, políticos, culturales y mediáticos y los transfieren como herencia a sus propias generaciones mientras la gran mayoría está sistemáticamente excluida, muchas veces hasta de los bienes más vitales.

Estas relaciones de dominación son de dominio militar y también ideológico, este último se caracteriza por hacer pasar la interpretación de la clase y los estratos dominantes como la única válida. La ideología, si se quiere, naturaliza las relaciones de dominación bloqueando la diversidad hermenéutica o procurando mantenerla encerrada en algunos guetos llamados universidades, institutos de investigación, comunidades científicas o intelectuales. La ideología es entonces, y siempre a nuestro entender como propuesta para seguir discutiendo, una serie de prácticas discursivas que funcionalmente velan las relaciones establecidas de dominación. Ello no implica la postulación de un concepto —totalitario— de ideología como conciencia falsa desnudada por una única conciencia verdadera. Finalmente, no guardamos la menor duda de que los medios son hoy un aparato fundamental de dominación ideológica, lo que hace insoslayable el que sean abordados exhaustivamente por una educación emancipadora y democrática.

 

 

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Notas

1 Thompson (1998) define las experiencias mediáticas como aquellos acontecimientos que el individuo experimenta a través de los medios de comunicación masiva y que influyen de modos diversos en la configuración del yo.

2 Al producir bienes de consumo cultural que no se limitan a la mera adquisición de un producto para determinada necesidad, sino que plantean e incrustan pautas de lectura, modos de percibir, de ver e interpretar el mundo, contribuyendo a construir sentidos para quien los consume y para los otros.

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