SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.13 issue39Anthony Burgess y la muerte del alma author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Revista mexicana de investigación educativa

Print version ISSN 1405-6666

RMIE vol.13 n.39 Ciudad de México Oct./Dec. 2008

 

In memoriam

 

El arte nos enseña a vivir

 

Juan Manuel Gutiérrez Vazquez

 

Parte I

Hace ocho años, después de una serie de trastornos prolongados que incluyeron hemorragias asaz aparatosas, los médicos me dijeron que tenía cáncer, concretamente un linfoma que había invadido la médula ósea, el estómago y el primer tramo del intestino delgado. De una manera u otra, yo había vivido mi vida y contaba a la sazón con 69 años de edad, aunque de ninguna manera estaba listo para aceptar que todo estaba por terminar; pero lo que más me perturbó fue dejar sola a mi joven esposa, por aquel entonces sin empleo, y sobre todo a mi hijo menor, que cursaba apenas sus estudios secundarios.

Entonces, caminando del hospital a mi casa (un par de kilómetros) tuve una corta conversación conmigo mismo, hablándome de usted como siempre lo hago (pues a estas alturas yo y mi persona nos conocemos más o menos bien, pero de ninguna manera somos amigos cercanos), y me dije: Oigame Gutiérrez, hay que meterle duro a esto pues parece que no le queda mucho tiempo. Lo primero que decidí después de tan breve coloquio fue hacer cara al problema, como he procurado enfrentar casi todo en mi vida madura: con entusiasmo y con alegría; en esto no me iban a ayudar para nada las congojas y languideces de la ya lejana adolescencia ni las desesperanzas sufridas muy ocasionalmente como adulto.

Lo segundo fue buscar el socorro y el apoyo del arte, auxilio que he rastreado y encontrado sistemáticamente, con logros indecibles, desde mi niñez (alguna vez me contaron mis padres que a mis cinco años me dio por bailar nada menos que la Séptima de Beethoven, de la que muchos años después supe que algunos llamaban justamente Tanz sinfonie).

Y manos a la obra. Al llegar a casa de regreso del hospital puse al tanto a mi esposa y a mi hijo y acto seguido me busqué en nuestra biblioteca algunas lecturas, ya conocidas, que acrecentaran mis fuerzas; a su estudio me dediqué con un tesón ese sí digno de mis días de pupilo: el Hipólito de Eurípides, la Biografía de Beethoven de Rolland, el Sadhana de Tagore, los Tres titanes de Ludwig, el Canto a mí mismo de Whitman, La lección de la muerte en el Kata Upanishad, los Cuentos de Tolstoi, Mis universidades de Gorki, en fin. Junto con ello, y por una temporada larga, me puse a escuchar en serio las obras musicales que más me habían ayudado en mi adolescencia y temprana juventud: por supuesto la Tercera, la Quinta, la Séptima y la Novena Sinfonías de Beethoven y sus Cuartetos dedicados a Razumovsky, las Suites para cello solo y los Conciertos de Brandenburgo de Bach, todos los Cuartetos que pude reunir de Mozart y de Haydn, la Quinta de Shostakovich y su Cuarteto número 8 (y su Trío número 2), los Lieder de Schubert (claro que no todas las canciones, son más de 800), la Quinta de Mahler, las Variaciones Enigma de Elgar, las Canciones de Grieg, la versión original de La noche transfigurada de Schoenberg, Una vida de héroe de Ricardo Strauss.

Por esas semanas estuvieron en cartelera La flauta mágica y el Don Juan de Mozart y allá me fui a verlas y escucharlas. Tuve la fortuna de que en la vecina Stratford, la cuna del Cisne de Avon, estuvieran poniendo el Hamlet del propio Shakespeare, el Peer Gynt de Ibsen y el Cyrano de Rostand, y allí estuve. Pude ver en museos y exposiciones obra importante de Velázquez, Cézanne, Kirchner, Francis Bacon, Malevich, Bourdelle, Schiele, Brancusi, Chardin, Kline, Jawlensky, Rothko, y de Diego, de Tamayo y de Carlos Orozco Romero, que me encanta. Y en el cine me sacó adelante volver a ver por esa temporada películas como Tiempos modernos de Chaplin, El séptimo sello de Bergman, Breve encuentro de David Lean y Humberto D de De Sica. Todo esto no solamente me produjo infinito placer y muchas ganas de vivir, también me proveyó de herramientas intelectuales y afectivas para salir adelante, no para ver hacia atrás sino para planear a futuro.

No estoy tratando de presentar al arte como algo instrumental, como un recurso que es útil para lograr o conseguir algo práctico, de ninguna manera; el arte es válido en sí mismo y por sí mismo, no se construye, se ejecuta, se aprecia o se goza con una finalidad empírica, conceptual o actitudinal redituable. Pasa con el arte como con la educación o con el conocimiento, y para ese caso con el pensar y con el sentir: son un valor en sí mismos, no requieren de justificación alguna, son actividades humanas importantes no porque sirvan para esto o para lo otro, las hacemos, las consideramos, las estimamos porque somos humanos, porque nos son consubstanciales. Pero recorrer los caminos del arte, de la educación y del conocimiento nos permite logros colosales en lo individual y en lo social, en lo intelectual y en lo afectivo, en lo material y en lo moral, eso es indudable.

Al terminar la primera tanda de diez sesiones de quimioterapia, que tomaron casi un año, y con el consejo de los médicos, decidí cambiar de actividad profesional para dejar de moverme entre tantos países como consultor, pues eso de ir a trabajar de Karachi a Buenos Aires y de allí a Nairobi es asunto que fatiga. En todo caso, quiero destacar que el arte fue el que me dijo "¡Fuerza, canejo!" como en el Martín Fierro, y me hizo ver para adelante y recomenzar mi vida nada menos que a los 70 años, tomando ímpetus para los que yo hubiese pensado que ya no me quedaban fuerzas.

 

II parte y última

El arte es un gran amigo que siempre está allí, que siempre nos está enviando mensajes; uno no puede ser tan ciego ni tan sordo ni tan insensible como para no escucharlos o no verlos, tan bruto como para no considerarlos y, en su caso, tan endeble como para no seguirlos. ¿Cuántos desconsuelos y congojas no alejaron en su momento las Consolaciones o la música compuesta para el Soneto 47 del Petrarca por Liszt, o el Andante del Concierto número 21 para piano y orquesta de Mozart, o la Letanía de Arvo Part o la Pavana para una infanta difunta de Ravel? ¿De cuántos momentos de duda e indefinición no nos sacaron la poesía de Pellicer, la de Borges, la de Nicolás Guillén, tan sólo para citar a tres poetas totalmente diferentes? Y al contrario, ¿cuántas certezas erróneas pudimos percibir gracias a las dudas sembradas por la poesía de Homero Aridjis, de Xavier Villaurrutia, de Jaime Sabines o de Torres Bodet?

Desalentados por el infortunio, ¿cuántas veces no nos empujó para salir adelante el cine de Frank Capra, el de Chaplin, el de Jacques Tati o el de Truffaut, cuántas veces no nos hizo reconsiderar nuestra romántica desesperanza el cine temprano de Carné? Recuerdo lo importante que fue para mí, en su momento, asistir al estreno de Rosenkranz y Guildersten han muerto, la obra de Tom Stoppard, en una versión experimental de gran intimidad en un pequeño teatro de la ciudad de México; a partir de esa noche asistí a ver la obra por cinco noches consecutivas más: me cambió la vida y me cambió también algunas de mis percepciones sobre la muerte (...ahora me ves, ahora ya no me ves...). Lo mismo me ocurrió mucho más tarde al estar frente a 60 autorretratos de Rembrandt (dibujos, tintas, grabados, óleos), ocasión única en la vida que me hizo, entre muchas otras cosas, considerar introspectivamente la soledad, la incomprensión, el deterioro físico, la pobreza, la propia mortalidad. ¿Y la alegría y nuevo entendimiento con que salíamos del teatro cuando jóvenes después de ver bailar a Guillermo Arriaga el Zapata con la música de Tierra de temporal de Moncayo, o a Waldeen bailando el Allegretto de la Quinta de Shostakovich, o a David Lichine el Hijo pródigo de Prokoffiev?

El cine de Antonioni (El eclipse, El desierto rojo, Blow up, El pasajero) o de Visconti (La tierra tiembla, Rocco y sus hermanos, El Gatopardo, Muerte en Venecia), el de Fellini (Cabiria, La dulce vida, Ocho y medio, Amarcord), el de Eisenstein (Octubre, Potemkin, Alejandro Nevsky, Ivan El terrible) o el de René Clair (A nosotros la libertad, Bajo los techos de París, Puerto de Lilas), el de Dovzhenko (Arsenal, Tierra) o el de Ang Lee (Sense andsensibility, La tormenta de hielo, Ride with the devil, El tigre y el dragón); las actuaciones de Daniel Auteuil, Marlon Brando, Alec Guinness, Toshiro Mifune, Emma Thompson, o Dirk Bogarde, en el cine, o las de Anthony Sher, Alex Jennings, John Guielgud, Jane Lapotaire, Judy Dench o López Tarso en el teatro; o bien, las fotografías de Álvarez Bravo, Cartier-Bresson, Yampolsky, Capa, Steichen, Weston, Rodchenko, Héctor García: todo ello nos ha señalado, en su momento, aspectos del vivir que quizá no habíamos percibido en esa dimensión, nos ha iluminado ángulos y salientes de la vida y del ser humano y, por lo tanto, de nosotros mismos que no habíamos tomado en cuenta con esa nueva luz.

¿Quién que haya leído en su momento oportuno el Juan Cristóbal de Rolland no aprendió a vivir más sabiamente su adolescencia temprana? ¿Quién no vivió más ilustradamente su primera madurez gracias a la lectura de La Montaña Mágica de Thomas Mann? ¿Quién no identificó con más precisión sus molinos de viento gracias al Quijote, sus espectros gracias a Ibsen o no desentrañó su propio laberinto gracias a Chéjov o a Dostoievsky? ¿Y no acaso hemos aprendido a apreciar y a manejar de manera más equilibrada y armónica las proporciones, los espacios, las superficies, las texturas y los colores, y no hemos logrado con ello una visión más estética y más cordial de la vida misma, gracias a la contemplación y el estudio de las grandes obras de la arquitectura de todos los tiempos, ya sean las logradas por las civilizaciones del pasado, las de los pueblos originarios de Mesoamérica o de Sudamérica, de Egipto o del Asia Menor, las de los griegos y los romanos, o las de la Edad Media con sus catedrales y sus edificaciones civiles, las modernas del art nouveau, o las contemporáneas de Lloyd Wright, Le Corbusier, Félix Candela, Luis Barragán o Frank Gehry? ¿Y las esculturas de Gaudier-Brsenska, de Archipenko, de Zadkine, de Lipschitz? Y sin irnos a tales alturas, ¿no aprendemos a ser más incisivos al percibir el acierto del arte popular, ya se trate de textiles, de cerámica, de manufacturas elaboradas con palma o de pequeñas obras de arte hechas de madera?

Por más que se afirme que el arte es manifestación del espíritu, en este nuestro tránsito por la vida y por la apreciación de la belleza, del talento y del primor, tenemos que reconocer que toda obra con valor estético está hecha de cosas y con cosas materiales, está hecha de colores, texturas, proporciones, superficies, sonidos, espacios, frases, secuencias, silencios, consonancias, ritmos, miradas, gestos y movimientos, todo ello corpóreo y substancial. De esta manera llegamos al más grande aprendizaje de todos: que cuerpo y alma, forma y fondo, substrato y esencia, carne y fantasía, son una y la misma cosa, son aspectos varios de lo indivisible, del ser humano, de nosotros, que no podemos ser fraccionados en partes sin que dejemos de ser eso justamente, humanos.

 

Nota

Artículo publicado en La Jornada Michoacán, 9 de abril de 2006.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License