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Revista mexicana de investigación educativa

versión impresa ISSN 1405-6666

RMIE vol.13 no.39 Ciudad de México oct./dic. 2008

 

In memoriam

 

Anthony Burgess y la muerte del alma

 

Juan Manuel Gutiérrez Vazquez

 

Parte I

Escribo esta entrega en medio de una especie de remolino causado por una serie de experiencias muy recientes, relacionadas todas ellas con la educación superior, y que quizá no se hayan apretujado unas con otras de manera fortuita. Primero, la lectura de algunas declaraciones y documentos emanados de las autoridades educativas federales en el peor sexenio que ha sufrido el país en este sector (menos historia, por favor, más computación e inglés y no el inglés necesario para leer a Shakespeare, a Dickens o a T. S. Eliot, sino el que hace falta para redactar un panfleto promocional o una carta de negocios). Luego, las discusiones con grupos de estudiantes de bachillerato en el interior del estado de Michoacán, que me hicieron ver la penuria de la información de la que disponen para decidir su futura vida profesional (que muchos ven en la mercadotecnia, la administración de negocios y la computación). Poco más tarde, la visión fugaz y forzada de algunos anuncios promocionales impresos o televisados. Casi para cerrar, el tono rutinario y simplista de un comercial del Tec de Monterrey, escrito al uso y sabor de funcionarios y burócratas e incluido en una publicación que estaba obligada a mantener un mínimo de seriedad. Y esta tarde, la gota que nos hace ver que el vaso está por derramarse: revisando archivos y papeles para ver una vez más qué conservo y qué regalo, reaparece en mis manos un rayo de luz, una contraparte verdaderamente dramática de todo lo anterior: las notas que tomé durante la lectura de un brillante artículo del escritor británico Anthony Burgess, publicado en el suplemento estudiantil de un diario londinense a principios de 1989, una denuncia demoledora de lo que estaba aconteciendo con la educación superior en su país a causa de una serie de medidas tomadas por el gobierno, en aquel entonces conservador y dirigido por la infausta Margaret Thatcher.

Yo me encontraba por aquel entonces justamente en Inglaterra, donde por diez años fui profesor en la Graduate School of Education de la Universidad de Bristol, de manera que lo que Burgess decía fue recibido en terreno fértil al estar viviendo yo, junto con mis estudiantes y mis colegas británicos, los peligros y amenazas tan demoledoramente analizados por el brillante escritor. Para el que no lo recuerde, Burgess fue un incisivo crítico de la sociedad contemporánea y se hizo universalmente famoso con su popular novela Naranja mecánica; quien no la leyó, cuando menos debe haber visto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick.

No resisto, pues, la tentación de hacer una glosa del artículo de Burgess a través de la relectura de mis propias notas y bajo la óptica de mis recientes experiencias mexicanas, en un intento por socializar con mis lectores la lucidez de sus señalamientos.

Dice el autor que si bien es cierto que primero viene el estar en posibilidades de satisfacer las necesidades que tienen que ver directamente con la subsistencia, esto es la alimentación, el vestido y la habitación de uno mismo y de los suyos, el verdadero camino de la vida humana es el cultivo de la verdad, de la belleza y de la bondad, de manera que deberíamos dedicar cuando menos nuestro tiempo libre a nutrir, fortalecer y embellecer nuestro espíritu en el cultivo de tales valores. Pero ocurre que la mayoría de la gente, en su tiempo libre, lo que busca es divertirse, aunque la diversión no debería estar reñida con la ilustración, como resulta evidente al escuchar las obras maestras de la música de todos los tiempos o al leer las grandes obras de la literatura. Por desgracia, los medios han jugado un papel determinante en el deterioro de ambos procesos, y la radio y la televisión han escindido a la ilustración de la diversión, favoreciendo ésta, con lo que las llamadas fuerzas del mercado han establecido otros valores, concretamente el cultivo de la mediocridad.

 

Parte II

Si bien los medios no lo hacen, tampoco los gobiernos parecen preocuparse demasiado por la verdad, la belleza y la bondad. Es cierto que una de las misiones de la educación superior tiene que ser que las mentes de la juventud salgan de la universidad bien equipadas con los saberes necesarios para hacerse cargo de nuestras sociedades tan permeadas por la tecnología. Pero la función principal de nuestras universidades es educar, y el educar no puede ser circunscrito a lo instrumental, a lo que es "de utilidad".

Si caemos en esa trampa entonces podríamos preguntarnos de qué utilidad son la literatura, la música, la filosofía o la dramaturgia. ¿Cuál es la influencia de la poesía en el producto nacional bruto? ¿Acaso asistir al teatro para ver obras de Sor Juana o de Ruiz de Alarcón incrementará el ingreso per cápita?

En aquellos años, los 80 del siglo pasado, el gobierno británico desalentó propositivamente el trabajo de los departamentos universitarios que no fueran "de utilidad" para el desarrollo económico. Las universidades se resistieron, pero algunas comenzaron a ver como viable el cierre de departamentos de historia, de literatura o de filosofía, mientras se fortalecían campos más vecinos a lo que se entendía como "de utilidad práctica" en la industria o en los negocios (ahora, con Tony Blair, se llevan estos argumentos a consecuencias tan perniciosas como aquéllas, y se están cerrando departamentos de química, física y otras ciencias básicas).

Las preocupaciones de las que vengo hablando son viejas, y muchas de ellas nos vienen desde el siglo XIX, cuando gobiernos imbuidos por un positivismo mal entendido se preocuparon más por el desarrollo material que por el fortalecimiento espiritual. Y cuando me refiero al espíritu no quiero que se me malinterprete, estoy hablando de lo que florece en nosotros gracias a la filosofía, a las bellas artes y a la literatura, otra vez la verdad, la bondad y la belleza.

Ni Burgess en su artículo ni yo en esta glosa creemos necesario asistir a misa los domingos para solventar las cuestiones espirituales. En cualquier caso, este espíritu secular, no religioso, que aflora y prospera cuando la imaginación y la inteligencia trabajan juntas, parece no interesar grandemente a los políticos, pero justamente en esto se centra uno de los roles más importantes de las universidades: una institución de educación superior debe estar preocupada por el cultivo de las verdades y los valores imperecederos tanto como de los actuales, y esto convierte a la universidad y a su claustro en críticos formidables de lo que pasa en la sociedad y lo que hacen sus gobernantes y sus políticos.

Defender el estudio y el cultivo de la verdad, de la belleza y de la bondad en nuestras universidades, esto es lo que personas más instrumentales califican de estudios teóricos o abstractos o cuando menos poco útiles (como si bancos, automóviles y maquiladoras hubieran traído un gran progreso al país), puede hacerse desde una gran variedad de posiciones, pero sería un error hacerlo solamente en los mismos términos que quienes nos critican.

Por supuesto que las artes promueven el turismo y por lo tanto los negocios, la psicología social provee de grandes ideas a los publicistas, pero con ello nos estamos doblegando ante las fuerzas del mercado contra las cuales estamos y los académicos debemos evitar tales argumentos en esta discusión.

El problema no está allí. Si algunos de nuestros gobernantes (y por desgracia muchos jóvenes y muchos padres de familia) se empeñan en visualizar a nuestros estudiantes universitarios simplemente como profesionales que se van a incorporar a la estructura económica nacional, ¿en dónde quedan entonces la verdad, la bondad y la belleza? ¿En dónde quedó lo supuestamente aprendido en los cursos de literatura, de historia, de geografía, de filosofía, que tomamos en la secundaria y en la preparatoria?

Necesitamos distinguir claramente entre lo que es educación y lo que es capacitación o entrenamiento, lo que es realmente educativo y lo que es meramente instrumental. Que la universidad me convierta en un médico o en un ingeniero no quiere decir que la universidad me haya educado. Cuando nuestras consideraciones se limitan a lo utilitario, estamos arrojando lo educativo por la ventana.

Nuestros pragmáticos gobernantes, algunos de ellos dentro de nuestras propias instituciones educativas, caen dentro del dictum que tan sabiamente acuñó Oscar Wilde: saben cuál es el costo de todo, pero no saben el valor de nada. Si la finalidad es recuperar en términos económicos todo lo que se invierte en educación superior, entonces estamos minando desde sus cimientos nuestra propia civilización y las posibilidades de que lleguemos a entender cuál es la posición del ser humano en el universo, asunto éste que, evidentemente, no deja dinero.

No todo es hacer negocios, no todo son ventas y compras, no todo es diseñar promociones exitosas, y si vamos más lejos no todo es construir puentes y carreteras, complejos habitacionales y vender más y más automóviles. Tenemos que seguir educándonos también en cómo pensar y como ser creativos y cómo cultivar las áreas de la verdad, de la bondad y de la belleza, y por lo tanto de la historia, de la filosofía, de la literatura y del arte; tenemos que ser capaces de reconstruir dentro de nosotros mismos lo que mujeres y hombres del pasado han elucubrado sobre todo ello, y también tenemos la obligación de diseminar en la sociedad una manera de pensar y de sentir que podemos llamar civilizada, educada. Nuestros gobernantes, no hay por qué insistir, demuestran una y otra vez con lo que dicen que carecen de educación en el sentido que vengo anotando. Nuestro presidente, en competencia con su colega del norte, indigna a unos y hace reír a otros con una regularidad consuetudinaria.

Muchos pensadores han señalado ya lo que sucede cuando los cursos universitarios se someten a las fuerzas del mercado. Lo útil prevalecerá sobre lo genuinamente educativo y las nuevas mitologías emanarán ya no de la historia y de la cultura, sino de la televisión y de las tiras cómicas.

Cuando los profesores investigadores de nuestras universidades encuentran una nueva cura para alguna enfermedad que aqueja a muchos miles de personas, o una nueva manera de aprovechar fuentes alternativas de energía, o mejores procedimientos para regular el crecimiento urbano, por supuesto que nos llenamos de orgullo y de alegría.

Pero nuestras universidades tienen que hacer algo más que eso. Afortunadamente ha habido mucha oposición a la disminución perversa del gasto en investigación científica y tecnológica por parte del gobierno. Ha sido menos notable la voz de quienes se han opuesto a los daños que han sufrido las artes, la historia, la literatura y la filosofía dentro del conjunto de nuestras instituciones de educación superior, con la proliferación de universidades e institutos tecnológicos, federales, estatales y privados y el regateo de los fondos necesarios para el cultivo de todos estos campos y disciplinas "poco prácticos o rentables".

Ojalá no sigamos bajando por la misma pendiente, porque entonces estos mismos funcionarios se darán cuenta, tardíamente, que se encuentran gobernando un país que ha perdido el alma.

 

Nota

Artículo publicado en La Jornada Michoacán, 22 y 23 de febrero de 2006.

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