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América Latina en la historia económica

versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ vol.21 no.3 México sep./dic. 2014

 

Reseñas

 

William J. Suarez-Potts,
The Making of Law. The Supreme Court and Labor Legislation in Mexico, 1875-1931
,
Stanford, Stanford University Press, 2012.

 

Es común pensar que la legislación laboral que estuvo en vigor en México durante el siglo XX, fue resultado único y exclusivo de la Constitución de 1917 y de su artículo 123. Sin embargo, la reglamentación de las relaciones laborales en nuestro país siguió un proceso que se extendió desde mediados del siglo XIX, hasta alcanzar su maduración a principios de la década de 1930 con la creación de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje y la promulgación de la Ley Federal del Trabajo, esto como parte de una acelerada centralización de facultades en el ámbito laboral por iniciativa del gobierno federal.

En The Making of Law. The Supreme Court and Labor Legislation in Mexico, 1875-1931 (2012) William Suarez-Potts estudia cómo la jurisprudencia creada como respuesta a los amparos interpuestos ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación devino una fuente determinante del derecho laboral mexicano del siglo XX, además del texto constitucional. Los procesos judiciales que se analizan en el texto fueron presentados por trabajadores de diversas ocupaciones a lo largo del periodo 1875-1931 y publicados en el Semanario Judicial de la Federación. La mayor parte de estos procesos argumentaban violaciones a garantías constitucionales como el derecho al trabajo, pero también denunciaban castigos corporales y reclamaban una justa remuneración por el trabajo realizado.

La riqueza y diversidad de los litigios presentados por el autor dan un espléndido panorama de la conflictividad del periodo de estudio y constituyen una de las principales aportaciones del mismo, pues permiten conocer al no iniciado en estos temas las distintas respuestas y estrategias presentadas por los trabajadores de acuerdo con la actividad laboral que desempeñaban. Sin embargo, no debe perderse de vista que el presente libro no es una historia del movimiento obrero, sino un acercamiento riguroso a la historia del derecho laboral en nuestro país; así, aunque los obreros sean los sujetos actuantes de los litigios, los verdaderos protagonistas de esta historia son los legisladores, jueces y abogados que dirimen los conflictos.

La obra está compuesta de ocho capítulos que pueden agruparse en dos partes: en la primera se estudian casos de conflictos laborales que contribuyeron a configurar la legislación porfiriana, mientras que en la segunda se hace lo propio con aquellos presentados durante el periodo revolucionario y la década de 1920. Sin embargo, y pese a la aparente ruptura que supuso la revolución mexicana, el autor muestra hábilmente las continuidades tanto en la legislación como en las estrategias de acción de los trabajadores después del movimiento armado.

Desde mediados del siglo XIX, individuos pertenecientes a las actividades más dinámicas de la economía mexicana se organizaron en mutualidades, hermandades y diversas asociaciones de ayuda que lentamente evolucionarían hasta la conformación de sindicatos. Aunque dichos individuos eran analfabetas en su mayor parte, poco a poco se fueron acostumbrando a expresar sus demandas en términos jurídicos, participando así en la configuración de una versión original de la llamada "cuestión social", en la que el liberalismo clásico, el reformismo francés y el pensamiento social católico se combinaron para crear una interpretación local.

No obstante el carácter autoritario del régimen de Porfirio Díaz, durante su gobierno se vivió una intensa acción legislativa para tratar de delimitar los derechos de los trabajadores y los empleadores, donde usualmente la Suprema Corte de Justicia tenía la última palabra dentro de los litigios debido a que las peticiones de amparo recaían en esa instancia. Aunque se reconocía la libertad laboral, garantizada en el artículo 4° de la Constitución de 1857, el régimen coartó la libertad de asociación de los trabajadores y, en los casos más graves, reprimió las huelgas que, se decía, ponían en peligro la producción. A pesar de la respuesta gubernamental, durante el porfiriato se llevaron a cabo más de 250 huelgas, de las cuales al menos sesenta fueron en el sector ferroviario, uno de los gremios más reactivos y a la vanguardia del movimiento obrero durante el periodo.

A pesar de lo dispuesto en la Constitución, los códigos civil y penal asumían que la libre contratación era un instrumento suficiente para regular las relaciones entre empleados y empleadores, por lo que al Estado sólo le correspondía vigilar el estricto cumplimiento del mismo. Aunque la interpretación que se dio a la Constitución de 1857 fue dentro del marco del liberalismo clásico –en el que se asumía que la única obligación del Estado era salvaguardar la libertad de trabajo y los derechos de propiedad–, con el cambio de siglo se fue moldeando una nueva interpretación en la que se demandaba una mayor protección a los trabajadores. Así, por ejemplo, a lo largo del porfiriato se discutió sobre los límites que habrían de tener el derecho de huelga, los principios que regirían a las asociaciones de trabajadores o el papel que deberían desempeñar las instancias legales en la resolución de conflictos laborales.

Aunque la opinión pública de principios del siglo XX –juristas, intelectuales e incluso parte de la prensa– comenzó a reconocer la responsabilidad gubernamental en la regulación laboral, la actuación de la Suprema Corte iba a contracorriente de esta tendencia, ya que después de haber tenido un primer periodo en el que sus fallos favorecían mayoritariamente a los trabajadores, desde finales de la década de los noventa y durante el resto del régimen, las decisiones en los amparos interpuestos fueron negativas para aquellos. En opinión de nuestro autor, si bien no hubo una consigna expresa para negar los amparos interpuestos, a partir de 1899 fueron más evidentes las presiones recibidas por la Corte por parte de altos miembros del régimen y del propio Díaz, alegando que las decisiones favorables a los quejosos afectarían la producción.

Una muestra adicional de la ambigüedad del final del porfiriato en materia laboral, fue que al mismo tiempo que se llevaba a cabo la represión de huelgas como las de Cananea y Río Blanco, el régimen toleraba movimientos como el de los ferrocarrileros que derivaría en diversas huelgas entre 1900 y 1910. Los conflictos de los trabajadores ferroviarios en el marco de la llamada mexicanización de las líneas –la igualación salarial y de condiciones laborales entre trabajadores mexicanos y extranjeros– marcarían un punto de inflexión porque por primera vez el gobierno federal negociaría con un grupo de trabajadores organizados para tratar de resolver un conflicto laboral. Aunada a esta mayor flexibilidad, existía plena conciencia de la necesidad de legislar en materia laboral entre los miembros de la elite gubernamental, aunque fuera como mecanismo de control de los trabajadores, pues se creía que podía alcanzarse un equilibrio entre los factores de producción en completa armonía y sin despertar ningún tipo de conflicto social. Evidentemente, la revolución mexicana acabaría con la belle époque jurídica imaginada por los abogados liberales porfirianos.

Desde el interinato de León de la Barra se comenzó a impulsar la creación de un departamento laboral que realizara funciones de arbitraje a petición de las partes confrontadas. El proyecto de ley para su creación justificaba una mayor participación del Estado con el objeto de disminuir el impacto nocivo que podían tener las huelgas sobre la producción, así como por la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores.

No obstante, durante la puesta en marcha del departamento en enero de 1912, ya bajo la presidencia de Madero, las demandas obreras no disminuyeron, al menos en los tres sectores más conflictivos: textiles, minería y ferrocarriles. La política laboral del nuevo gobierno privilegió la realización de conferencias en las que reunía a los principales fabricantes textiles con el objetivo de redactar un reglamento de aplicación general para todas las industrias, pero sin tomar en cuenta de forma directa a la representación obrera. A pesar de los modestos resultados obtenidos, mismos que concluyeron con la promulgación de una nueva ley obrera en diciembre de 1912, las conferencias sirvieron para introducir en la discusión pública numerosas demandas laborales, mismas que se retomarían en los debates del artículo 123.

Después del asesinato de Madero, el régimen de Huerta consideró la cuestión obrera como uno de sus problemas principales, por lo que no sólo continuó con el Departamento del Trabajo, sino que además transfirió a la Secretaría de Industria y Comercio los asuntos laborales. Aunque se presentaron diversas propuestas de ley durante el periodo, sólo se aprobaron algunas reformas al Código de Comercio en lo relativo a las condiciones contractuales.

Carranza mantuvo una posición ambigua sobre la necesidad de las reformas laborales, pues aunque en el discurso las apoyaba en la práctica fue reacio a alterar el orden social establecido en materia laboral y sólo cedió ante la presión generada a lo largo de la guerra. Serían militares de filiación constitucionalista –Obregón, Aguilar o González, por sólo citar algunos–, mas no Carranza, quienes avanzarían en el establecimiento de medidas de tipo social en las áreas que controlaban. La reticencia carrancista quedaría evidenciada en el proyecto presentado ante el Congreso Constituyente en 1916, en el cual aunque se reconocía la necesidad de un salario mínimo o una pensión por vejez o enfermedad, entre otras, no se reconocía el derecho de huelga. Las propuestas presentadas y su discusión en el seno del constituyente modificarían radicalmente la propuesta carrancista de reforma del artículo 5° de la Constitución de 1857, hasta llegar a la determinación de establecer un artículo que reuniera las disposiciones de carácter laboral.

A pesar de reconocer el enorme avance que significó el artículo 123 en las relaciones laborales en México, Suarez-Potts puntualiza sus limitaciones, siendo tal vez las más importantes: no reconocer la contratación colectiva, requerir cambios sustanciales en los derechos de propiedad y no determinar específicamente a qué nivel de gobierno correspondería llevar a la práctica sus distintas disposiciones. Tal vez esto explique el porqué se realizaron más de 90 leyes y decretos relacionados con dicho artículo entre 1918 y 1928.

La nueva Constitución restablecería a la Suprema Corte como instancia para dirimir las disputas obrero-patronales y mantendría el juicio de amparo, aunque el funcionamiento de la Suprema Corte se modificaría a lo largo de la década de 1920, creándose salas especializadas entre las que se encontraba aquella encargada de los asuntos laborales. Cabe señalar que durante el periodo posrevolucionario, la Corte gozó de amplios márgenes de independencia, pues la debilidad relativa del Estado –que se veía enfrentado a revueltas militares, conflictos religiosos, sobrevivencia de cacicazgos regionales y presiones externas­– le impidió ejercer un mayor control tanto sobre el poder legislativo como sobre el judicial; de esta forma, aunque el presidente participaba en el proceso de selección, no era el factor determinante en el nombramiento de los miembros de la Corte. Esta autonomía comenzaría a disminuir con las reformas impulsadas durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, relacionadas con el proceso de selección y duración de los magistrados.

La debilidad del poder ejecutivo también hizo que fuera relativamente lenta la promulgación de la legislación secundaria que tendría que instrumentar al artículo 123 constitucional. La supuesta radicalidad de los gobiernos de Obregón y Calles, su cercanía a la cúpula de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) y la participación activa de los mismos, no ayudaron a impulsar las leyes y a crear los organismos necesarios para satisfacer los reclamos de los obreros, mismos que creían que el triunfo revolucionario les garantizaría automáticamente sus derechos y satisfaría sus demandas materiales. A pesar de la participación activa de Luis N. Morones, máximo jerarca cromista, dentro de los gabinetes del periodo, no se impulsó una política tan abiertamente favorable como lo hubieran deseado los trabajadores organizados. De hecho, tanto la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje como la Ley Federal del Trabajo –piezas clave del nuevo entramado institucional en el ámbito laboral– tendrían un efecto negativo sobre la independencia sindical y la capacidad de respuesta de las organizaciones.

La creación de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, el 17 de septiembre de 1927, fue la respuesta institucional a la huelga ferrocarrilera que había estallado un año antes, por lo que fue el primer asunto que conocieron. La coyuntura era perfecta, pues aunque desde la época de Obregón se había tratado de reglamentar el artículo 123 en lo relativo al arbitraje laboral, el callejón en el que se había convertido la huelga obligaba a darle una salida legal. Inicialmente se había pensado que la Junta Federal resolviera sólo la parte arbitral de aquellos conflictos que eran de su competencia –trabajadores y empresas de jurisdicción federal, entre los cuales se encontraban los conflictos ferrocarrileros–, mientras que delegaba la parte conciliatoria a la juntas locales. Sin embargo, las complicaciones administrativas y los gastos adicionales que significaba llevar juicios en dos instancias, hizo que la Alianza de Ferrocarrileros Mexicanos y la Sociedad Ferrocarrilera del Departamento de Vía, junto a otros gremios, solicitaran que la junta federal asumiera ambos procesos. El 13 de agosto de 1928 se aceptó la solicitud de los ferroviarios, por lo que la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje quedó como la instancia única para dirimir estos conflictos. Aunque la opinión que los ferrocarrileros tenían de esta instancia no era nada favorable, reconocían que era un avance en las relaciones entre el gobierno y los sindicatos, pues hasta antes de su creación, las disputas laborales eran resueltas directamente por la Secretaría de Industria sin ningún tipo de participación de los interesados. Así, a pesar de que la junta no era una panacea, por lo menos era una tribuna donde los afectados podían exponer sus reclamos.

También desde la promulgación de la Constitución de 1917 hubo polémicas y discusiones sobre el alcance que tendría el artículo 123 y cuáles serían las instancias para su reglamentación. Inicialmente se determinó que los estados de la federación eran los encargados de reglamentar y aplicar dicho artículo, por lo que surgieron múltiples leyes laborales de muy distinta tendencia. La autonomía que gozaban los estados en la aplicación del artículo 123 pronto generó conflictos y enfrentamientos entre los poderes locales y el gobierno federal. Por ello, desde el gobierno de Carranza hubo intentos de reglamentación que no tuvieron éxito. Posteriormente, Obregón planteó la Ley Sobre el Seguro Obrero que tenía como objetivo transformar el reparto de utilidades en un sobresueldo de 10% cubierto por el patrón, que tampoco reunió el suficiente apoyo legislativo. Esta misma iniciativa volvería a ser presentada al año siguiente junto con una Ley de Accidentes de Trabajo, a la que poco tiempo después se añadiría una propuesta para federalizar la reglamentación laboral; ninguna llegaría a buen término.

Paralelamente, los trabajadores no tenían una posición única ante las diferentes propuestas de Ley del Trabajo. Mientras el sindicalismo oficial encabezado por la crom, veía las iniciativas con simpatía, el sindicalismo independiente las consideraba un retroceso y se oponía terminantemente a la federalización legislativa pues consideraba, con razón, que saldría perdiendo ante un gobierno federal que se mostraba más moderado que muchos de los gobiernos estatales. Parecería incomprensible que laCROMdurante sus años de esplendor no hubiera impulsado la promulgación de una legislación secundaria del artículo 123 que favoreciera la causa obrera; sin embargo, sus antecedentes patrimonialistas y progubernamentales podrían explicar el porqué no se legisló al respecto. Es decir, no es que laCROMhubiera bloqueado la creación de la ley, simplemente no la promovió porque el ejecutivo federal no consideró que fuera necesario llevarla adelante.

La agudización de la conflictividad obrera que trajo consigo la crisis de 1929 creó las condiciones necesarias para reglamentar de una vez por todas las relaciones laborales. El 6 de septiembre de ese año, como paso previo para la creación de la ley laboral, se modificaron los artículos 73 y 123 de la Constitución de tal manera que se concedió al Congreso federal la facultad de expedir la legislación en materia laboral. A los pocos días se presentaría ante el Congreso el llamado "Proyecto Portes Gil" en el que se consideraba al Estado como un patrón más en sus relaciones laborales, por lo que daba a sus trabajadores todos los derechos reconocidos para el resto de la clase obrera, incluido el derecho de huelga. El proyecto tropezaría tanto con el rechazo de los empresarios, que consideraban que la nueva ley haría demasiado rígida tanto la contratación como el despido, y el de la crom, pues existía una relación de franca enemistad entre Morones y Portes Gil desde la época en que este, siendo gobernador de Tamaulipas, bloqueó las actividades de laCROMen la entidad.

En febrero de 1930, el presidente Pascual Ortiz Rubio solicitó a su secretario de Industria, Comercio y Trabajo, Luis L. León, que elaborara un nuevo proyecto de ley laboral, mismo que sería concluido en enero de 1931 por Aarón Sáenz –que lo sucedería en el puesto– y presentado ante la Cámara de Diputados en junio de ese año. El nuevo proyecto volvería a ser rechazado por el movimiento obrero ahora coordinado por la Alianza de Organizaciones Obreras y Campesinas –agrupación en la que participaba activamente la Confederación de Transportes y Comunicaciones (CTC), antecedente del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana–; sin embargo, a diferencia de la propuesta anterior, el sector empresarial permanecería al margen de las discusiones, lo que facilitaría su aprobación. Finalmente, la Ley Federal del Trabajo sería promulgada el 27 de agosto de 1931, después de un rápido proceso de discusión legislativa.

Aunque la nueva ley salvaguardaba los derechos laborales por los que habían luchado las organizaciones sindicales desde la revolución mexicana –libertad de asociación, jornada laboral de ocho horas, derecho de huelga, indemnizaciones por accidentes laborales e incluso aceptaba la cláusula de exclusión sindical y el contrato colectivo–, en la práctica la legislación reglamentaria del artículo 123 imponía mecanismos de control que limitaban la independencia sindical por dos vías: primero, porque hacía obligatorio el registro de sindicatos, contratos colectivos y conflictos laborales ante el gobierno federal; segundo, porque creaba un sistema judicial especial ante el que se ventilarían los conflictos, estableciendo de manera definitiva el arbitraje del Estado en los mismos.

Arturo Valencia Islas
Estudiante de doctorado en Historia
El Colegio de México

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