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América Latina en la historia económica

versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ vol.20 no.1 México ene./abr. 2013

 

Reseñas

 

Guillermo A. Guajardo Soto,
Trabajo y tecnología en los ferrocarriles de México: una visión histórica, 1850-1950,
México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010, 209 pp.

 

Cuando se concluyó la construcción de la primera línea ferroviaria en 1873 -que uniría el puerto de Veracruz con la ciudad de México-, las esperanzas depositadas en el nuevo medio eran enormes. Se consideraba que el abaratamiento del transporte permitiría la consolidación del mercado nacional, generaría una mayor especialización productiva y aumentaría la escala de producción, permitiendo el surgimiento de nuevas empresas y ramas que hasta entonces no se habían establecido debido a la estrechez del mercado. Aunque hubo algunas voces discordantes que no compartían este optimismo, para la mayoría de los mexicanos de la segunda mitad del siglo XIX la construcción de un sistema ferroviario significaba la entrada definitiva a la tan ansiada modernidad.

A pesar de que muchas de las expectativas de la generación que planeó y dio los primeros pasos en la construcción de los ferrocarriles no fueron satisfechas, no se puede negar que estos desempenaron un papel crucial en la conformación del espacio económico mexicano, fungiendo como la columna vertebral del sistema de transporte durante la primera mitad del siglo XX.

Aunque la rápida expansión de las líneas llevada a cabo a partir de 1880 permitió que al término del régimen porfirista la red alcanzara 19 000 km, su crecimiento sería mucho más lento después de la revolución mexicana. Las causas de este debilitamiento, tanto de los Ferrocarriles Nacionales de México -la principal empresa dentro del sistema- como del resto de las compañías, fueron múltiples: una sistemática desinversión que impidió que el sistema continuara creciendo; la construcción de carreteras, que produjo una competencia cada vez más agresiva de los automotores tanto en el transporte de carga como en el de pasajeros; altos costos de operación, ocasionados por el aumento de salarios y el crecimiento de la plantilla de empleados producto del fortalecimiento de la organización obrera y el "desorden" provocado por la revolución; y, en el caso específico de Ferronales, el lastre de la deuda contraída como resultado de la consolidación de 1907 -aunque es presumible que el estado financiero del resto de las empresas no haya sido mucho mejor-, entre otras. Una causa adicional para tratar de explicar este fenómeno, y que hasta ahora no había sido lo suficientemente explorada, nos la ofrece Trabajo y tecnología en los ferrocarriles de México, el más reciente libro de Guillermo Guajardo, para quien el atraso tecnológico y la imposibilidad para generar condiciones que permitieran el aumento de la capacitación laboral y el desarrollo tecnológico autónomo en el sector ferroviario, están detrás de este declive.

El presente libro es la "estación de llegada" de una ruta que comprende un conjunto de textos publicados por nuestro autor en los últimos 20 años, en los que ha explorado distintos aspectos de la problemática tecnológica en los ferrocarriles, tanto en su natal Chile como en México. En algunos de los artículos que sirvieron para la elaboración de este libro, Guajardo establecía un contraste entre los casos mexicano y chileno que le servía para dimensionar el grado de atraso y resistencia laboral a la modernización tecnológica.1 Desgraciadamente, estas útiles referencias fueron eliminadas para esta versión, prefiriendo concentrarse en el caso mexicano. Por otro lado, aunque el libro transcurre en el amplio arco que va desde 1850 a 1950, es decir, desde el "surgimiento tardío" hasta el "decaimiento precoz" -como han llamado Kuntz y Riguzzi a este periodo-,2 el texto se concentra entre 1880 y 1940.

No obstante que el libro que nos ocupa tiene como sujetos principales a los trabajadores ferroviarios, difícilmente podría inscribirse dentro de la historiografía obrera. Si bien, el tema del sindicalismo ferroviario fue un tema ampliamente estudiado hasta la década de 1980, la producción de textos relacionados con los trabajadores ferroviarios en México disminuyó de forma importante en la década de 1990, mientras que los que se publicarían a partir de entonces se alejarían cada vez más de la perspectiva hasta entonces dominante desde el marxismo y la lucha de clases. Precisamente dentro de estas nuevas perspectivas, Trabajo y tecnología es más bien un punto intermedio entre la historia de la tecnología y la historia laboral, en la que el autor da una nueva dimensión a los trabajadores ferroviarios, ya no como meros objetos de intrigas sindicales o manipulaciones políticas, sino como sujetos participativos que rechazan reformas laborales o proponen nuevas formas de organización del trabajo, es decir, sujetos autónomos que no son ni victimizados ni reivindicados.

Para responder a la pregunta sobre cuáles fueron los obstáculos que impidieron la innovación tecnológica del ramo ferroviario, Guajardo plantea diversas hipótesis a lo largo de los ocho capítulos que integran el libro. La primera de ellas es la forma en que fue introducida la tecnología ferroviaria en nuestro país y los efectos que generó en la economía mexicana. Para el autor, dados los bajos niveles de calificación técnica y la abundancia de mano de obra, la introducción del sistema ferroviario en lugar de promover la entrada masiva de tecnología a través de la inversión extranjera, generó el proceso contrario, es decir, intensificó la explotación de la mano de obra, ya que las nuevas posibilidades de transporte de cultivos de exportación llevó a la semiesclavización de los trabajadores agrícolas, como en el caso del henequén en la península de Yucatán.

Dentro de este mismo punto, Guajardo también toca el polémico asunto acerca de la "orientación" de los ferrocarriles en la economía mexicana. Señala que dentro del contexto latinoamericano, "México hizo una contribución relativamente baja de recursos y energías nacionales para establecer sus vías férreas" (p. 5). Así, a pesar del "enorme esfuerzo fiscal" que representaron las exenciones de impuestos, las concesiones de tierras y los subsidios por kilómetro construido, la participación nacional en la inversión total fue relativamente baja. Por ello, resulta normal que la concentración de líneas -medidas tanto en términos de kilómetros de vía por kilómetro cuadrado como en términos de número de habitantes-, se orientaran hacia el norte del país y el Golfo de México, y que los sectores más beneficiados con el nuevo sistema de transporte hayan sido aquellos de propiedad mayoritariamente estadunidense, en especial, la minería -favorecida con bajas tarifas de carga. Esta orientación exportadora -por no llamarla, como se hizo durante mucho tiempo, expoliadora- tiene su correlato en la debilidad del mercado interno, es decir, el atraso tecnológico en el campo mexicano impidió la formación de una agricultura comercial que pudiera ocupar la oferta de transporte de carga ofrecida por el ferrocarril. Todo esto nos llevaría a preguntarnos si los ferrocarriles fueron construidos, desde un inicio, orientados hacia el exterior o, como parece señalar nuestro autor, adoptaron esta orientación porque no existía otra opción pues la carga destinada al mercado interno era insuficiente para cubrir los costos mínimos de operación de los ferrocarriles.

Otra hipótesis que nos ofrece el autor para responder al problema del atraso tecnológico es la deficiente formación técnica de los trabajadores ferroviarios. Durante los primeros años del sistema, los principales puestos laborales que requerían algún tipo de capacitación estuvieron ocupados por ferrocarrileros extranjeros -sobre todo estadunidenses, aunque también canadienses y británicos- mientras que los mexicanos ocupaban puestos que requerían escasa o nula formación, como peones o fogoneros, por ejemplo. Por su parte, desde el gobierno de Benito Juárez las autoridades mexicanas trataron de impulsar la educación técnica y la ingeniería; sin embargo, los proyectos de profesionalización del trabajo ferroviario tuvieron muy escaso éxito. El fracaso en la formalización de la capacitación aunado a barreras -promovidas, o al menos toleradas por las compañías-como el uso del inglés, impidieron la difusión del conocimiento técnico, mismo que era celosamente guardado por los ferroviarios extranjeros; así, el que haya existido una oferta de trabajadores extranjeros hizo innecesaria la capacitación, por lo que a diferencia de lo ocurrido en otros países, la introducción de nuevas tecnologías no incrementó, en términos generales, los niveles educativos. Este fenómeno comenzaría a revertirse con la llamada "mexicanización" llevada a cabo en 1912, la cual aceleró el traspaso de estos puestos de trabajo a ferrocarrileros mexicanos -aunque este proceso ya había comenzado durante los últimos años del periodo porfiriano y se concluiría hasta entrada la década de 1920.

Paradójicamente, los que serían los principales beneficiados con el adiestramiento y la formación de escuelas técnicas, los trabajadores ferroviarios, se oponían abiertamente a su establecimiento, pues consideraban que era en el taller donde se deberían capacitar los nuevos ferroviarios. En el fondo, temían ser desplazados por los egresados de estas nuevas escuelas debido a su mayor capacitación, o que se utilizara a estos para destituirlos durante las huelgas, por lo que las llamaban "escuelas de esquiroles". Así, todo ascenso quedó atado a la rigidez de los sistemas escalafonarios, lo que aunado a la falta de estímulos a la productividad, sin duda desincentivó el esfuerzo individual y bloqueó el ascenso de individuos con capacidad y ambición.

Como resultado de la falta de capacitación, tanto los sindicatos como las empresas fueron incapaces de generar las condiciones para la construcción y reparación de material rodante -locomotoras y carros de carga y pasajeros. Aunque hubo algunos intentos de producción interna, estos no fructificaron en plantas constructoras que ayudaran a la sustitución de las importaciones, y mucho menos condujeron al diseño de tecnología propia. Para agravar aún más esta situación, Guajardo plantea una paradoja interesante: a pesar de que México era un productor importante de acero -contaba con la industria siderúrgica más importante de América Latina antes de la revolución- las plantas existentes en nuestro país eran incapaces de proveer acero laminado con la calidad y en la cantidad necesaria para la construcción de locomotoras y carros, lo que obligó a las compañías a comprar el material rodante en el extranjero o a alquilarlo, lo que significaba altas erogaciones para las empresas. Además, las compañías siderúrgicas tampoco podían proveer los rieles necesarios para el tendido de nuevas vías y para la reparación de las ya existentes, pues no cubrían los requerimientos de resistencia, corrosión y tensión necesarios, por lo que sólo se usaba acero nacional en vías secundarias con menor tráfico y carga.

Una objeción adicional de los trabajadores a la formalización, era que sospechaban que alteraría sus ritmos de trabajo y las jerarquías existentes tanto en los talleres como en los patios. El temor a la intensificación del trabajo y al rígido control de los tiempos laborales, es un asunto relacionado con la tecnología que apenas se encuentra esbozado en el texto, pero que se trasluce importante dadas las disputas por el pago de horas extras, aunado a que la circulación de trenes estaba sometida a estrictos horarios de salida, escalas e itinerarios, por lo que requería de sistemas de control de trenes coordinados cronométricamente.

Un aspecto aparentemente no relacionado con el atraso tecnológico, pero de importancia fundamental para explicar la expansión de la plantilla de trabajadores, fue el efecto que la revolución mexicana tuvo sobre la administración de los ferrocarriles.3 Tradicionalmente la interpretación de los efectos de la revolución mexicana sobre el sistema ferroviario se había limitado a dos aspectos principales: por un lado, al impacto directo que tuvo la guerra sobre el equipo físico del sistema -destrucción de material rodante, vías y obras de infraestructura como puentes o estaciones- y, por otro, a la disminución de la carga y pasajeros -lo que afectaba los llamados coeficientes de operación. Sin embargo, Guajardo pone el acento en el daño que pudo haber causado en la consolidación del capital humano necesario para la operación cotidiana de las líneas. Al respecto, el autor argumenta que la revolución afectó el "escaso acervo de habilidades técnicas y productivas", relajó la disciplina industrial, alteró la orientación empresarial con que se había guiado la administración y aisló la capacitación laboral del sistema educativo, hasta "conformarse como una actividad definida en sus parámetros de productividad por el sindicato y una comunidad gremial resistente a exigencias económicas y al cambio tecnológico" (p. 15).

La necesidad de los bandos en pugna de contar con un medio eficiente para el transporte de tropas, los llevó a ocupar los ferrocarriles en los territorios que tenían bajo su poder. Al controlar la administración, tanto los zapatistas como los constitucionalistas introdujeron la militarización en la operación de las líneas, por lo que el ascenso de los trabajadores ferroviarios quedó determinado por las acciones militares en campaña y no por la capacidad técnica, o ni siquiera por el simple escalafón. Este fenómeno conocido como "derechos de carabina" no sólo sustituyó la "cadena de mando" civil por una militar, sino que además echó por tierra lo poco que se había avanzado en el terreno de la profesionalización de los trabajadores. Por si fuera poco, el aumento en la discrecionalidad para la asignación de las plazas de trabajo, puesto que ahora se premiaba a soldados con empleos ferroviarios, generó conflictos con los trabajadores que se veían ahora superados en los ascensos por individuos carentes de toda formación técnica, lo que desincentivó aún más el trabajo.

Es interesante la comparación implícita que plantea Guajardo entre zapatistas y constitucionalistas como administradores ferroviarios. La facción zapatista operó partes de las redes de los Ferrocarriles Nacionales de México, Interoceánico, de San Rafael y Atlixco entre 1914 y 1916, llegando a controlar hasta 1 100 km de vías, aunque con un núcleo más o menos fijo en el centro del país de alrededor de 760 km. En el texto se presenta a los zapatistas como buenos administradores, pues manejaron los ferrocarriles de forma eficaz para los fines militares que perseguían, coordinando a actores no campesinos y conservando una jerarquía basada en el conocimiento técnico y administrativo; incluso, supieron adaptarse a las condiciones del medio en que se encontraban, pues ante la escasez de carbón en su zona de operación, reconvirtieron locomotoras para poder utilizar leña como combustible a pesar de las tensiones que esto trajo con algunas comunidades campesinas.

Por su parte, Carranza incautó los Ferrocarriles Nacionales el 4 de diciembre de 1914 -mismos que serían devueltos a sus propietarios hasta el 1 de enero de 1926-, los cuales sumados a otras líneas ocupadas, le daba el control sobre una red de alrededor de 3 200 km de vías. La implantación generalizada de los "derechos de carabina", la militarización de todas las decisiones operativas, la corrupción y abuso en el manejo del equipo, además del excesivo crecimiento de la planta laboral durante este periodo, son sólo algunos indicadores del desastre que significó la administración carrancista dentro de los ferrocarriles. Sin embargo, a pesar de todos sus defectos, la necesidad que tenían los constitucionalistas de utilizar los ferrocarriles como fuente de recursos los llevó a rehabilitar con rapidez las líneas, lo que permitió una recuperación muy rápida de la carga ya para 1917-1918.

Por último, Guajardo afirma con respecto al sistema ferroviario en su conjunto, que a partir de 1925 el "deterioro organizacional, laboral, mal servicio y obsolescencia tecnológica [...] empezaron a marcar su más pronta decadencia como medio de transporte. A esto, tanto los gobiernos federales posteriores como el movimiento obrero ferrocarrilero, contribuyeron en forma constante, sin preocuparse mucho de sus consecuencias en la economía" (p. 125). Resulta sorprendente que determine el año de 1925 como "punto de no-retorno" de los ferrocarriles como medio de transporte a escala nacional, pues pareciera que para nuestro autor lo que vendría después -la caída de los ingresos por transporte de carga resultado de la crisis de 1929; la creciente conflictividad obrera de inicios de la década de 1930; el aumento de los coeficientes de operación; la nacionalización ferroviaria y la efímera administración obrera de los Ferrocarriles Nacionales-, fueran sólo clavos adicionales que sellarían el ataúd ferroviario. Aunque es debatible una fecha tan temprana para declarar como inviable al sistema de transporte ferroviario en nuestro país, es innegable que muchos de los lastres que padecieron los ferrocarriles en México hasta su reprivatización en la década de 1990, se fueron deteriorando desde entonces.

El valioso aporte que el autor ha hecho con este libro a la comprensión de la problemática ferroviaria de nuestro país, sugiriendo nuevas hipótesis que nos ayuden a explicar las causas de su declive, ampliando el horizonte de los estudios sobre los trabajadores ferrocarrileros e introduciendo a la tecnología como una variable significativa, abre nuevos espacios para la investigación de este fascinante medio de transporte, a la cual todavía le faltan muchas estaciones por recorrer.

 

Arturo Valencia Islas
Estudiante de doctorado en Historia,
El Colegio de México
Ciudad de México, México

 

Notas

1 En particular véanse Guillermo A. Guajardo, Between the Workshop and the State: Training Human Capital in Railroad Companies in Mexico and Chile, 1850-1930, Munich Personal Repec Archive Paper, num. 16135, julio de 2009, en <http://mpra.ub.uni-muenchen.de/16135/> [Consulta: 22 de noviembre de 2011], y "Nuevos datos para un viejo debate: los vínculos entre ferrocarriles e industrialización en Chile y México (1860-1950)", El Trimestre Económico, Fondo de Cultura Económica, vol. 65, núm. 258(2), abril-junio de 1998, México, pp. 213-261.

2 Véase Sandra Kuntz Ficker y Paolo Riguzzi (coords.), Ferrocarriles y vida económica en México (1850-1950). Del surgimiento tardío al decaimiento precoz, México, Universidad Autónoma Metropolitana/Ferrocarriles Nacionales de México/El Colegio Mexiquense, 1996.

3 Guajardo había comenzado el estudio sobre los ferrocarriles constitucionalistas en el magnífico artículo "Escuelas técnicas y derechos de carabina: los problemas de la calificación y la productividad de la mano de obra ferrocarrilera en México, 1890-1926", Historias, Instituto Nacional de Antropología e Historia, núm. 37, octubre de 1996-marzo de 1997, México, pp. 91-105; mientras que el del zapatismo en "Tecnología y campesinos en la revolución mexicana", Mexican Studies/Estudios Mexicanos, Institute for Mexico and the United States-University of California/ Universidad Nacional Autónoma de México, vol. 15, núm. 2, verano de 1999, pp. 291-322, y en "Tierra y acero. Máquinas y obreros bajo los zapatistas (1910-1915)" en Laura Espejel López (coord.), Estudios sobre el zapatismo, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2000, pp. 247-268.

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