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América Latina en la historia económica

versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ vol.19 no.1 México ene./abr. 2012

 

Reseñas

 

Yovana Celaya Nández,
Alcabalas y situados. Puebla en el sistema fiscal impe
rial, 1638-1742,
México, Colmex, 2010, 402 pp.

 

La corona española enfrentó múltiples conflictos bélicos que en distintos momentos fueron financiados con los ingresos generados en sus colonias americanas. Es bien sabido que para edificar y mantener centros estratégicos de defensa en los confines del imperio, las distintas casas reinantes utilizaron la figura fiscal del situado como mecanismo de abastecimiento de géneros y plata, de un punto de generación a otro de demanda. Si bien en la historiografía económica colonial se ha destacado la participación fiscal de Nueva España en el sistema de transferencia de recursos para la manutención de presidios y fuertes en Asia y el Caribe, el estudio de Yovana Celaya abunda en el análisis sobre las estrategias de negociación tanto políticas como fiscales que la metrópoli estableció con los actores políticos y económicos locales para el buen funcionamiento del mecanismo.

Los ingresos del situado se obtenían generalmente sobre los de otra renta ya establecida como la alcabala; es por ello que para la elaboración de su estudio la autora recurre al análisis de los distintos sistemas de administración de la alcabala en la ciudad de Puebla establecidos en la segunda mitad del siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII. La elección tanto del espacio fiscal como de la temporalidad cobran especial interés por dos motivos principales. En primer lugar porque a partir del análisis de los registros de alcabala la autora resalta la participación de los comerciantes poblanos en el mercado urbano en aras del abastecimiento de las flotas para los centros de defensa del Caribe, con lo que es cuestionada la idea recurrente en la historiografía de que la ciudad de Puebla experimentó una crisis agrícola y comercial durante ese periodo. En segundo lugar porque si bien la alcabala fue establecida en los primeros años del orden colonial, las investigaciones sobre la misma se han centrado en la segunda mitad del siglo XVIII; esta tendencia historiográfica se debe en buena medida a que la aplicación de las reformas borbónicas en Nueva España -aquellas encaminadas a la reorganización y eficacia del sistema fiscal imperial- nos legó un abundante acervo estadístico. En ese sentido el trabajo de Celaya abunda en el conocimiento de la fiscalidad novohispana en un periodo poco estudiado en la historiografía.

Sin dejar de lado el análisis fiscal del impuesto alcabalatorio (niveles de recaudación, balances de ingresos y egresos, circulación de mercancías, etc.), el principal objetivo de la obra es destacar la participación de las entidades locales recaudadoras del gravamen, así como las implicaciones que tuvo dicha participación en la Hacienda virreinal y en la política imperial. Lo anterior, en un contexto de economía de antiguo régimen donde el establecimiento de pactos entre el rey y los reinos resultaba crucial para la obtención de mutuos beneficios.

La corona recurrió a tres sistemas para el cobro de la alcabala, a saber: la administración directa a cargo de funcionarios reales, el arrendamiento a particulares y el encabezonamiento por parte de instituciones como los cabildos y los consulados de comerciantes. A lo largo del siglo XVII y hasta la oleada de reformas del periodo borbón, los sistemas de administración más recurrentes eran los arrendamientos y encabezonamientos, los cuales eran establecidos mediante la firma de un contrato donde el rey cedía el derecho fiscal de recaudación a una corporación a cambio de una aportación determinada. Si bien estos acuerdos presentaban algunos inconvenientes, tales como que el monto fijo anual no reflejaba necesariamente las fluctuaciones del intercambio mercantil y que en varias ocasiones los miembros del Cabildo eran hacendados o comerciantes que gracias a su condición política estaban exentos del pago, resultaban una opción viable ya que la Real Hacienda no contaba con un cuerpo administrativo para percibir el gravamen, al tiempo que le permitían disponer de un ingreso fijo por el tiempo de duración del convenio.

Dado que en América no existían propiamente los reinos a la usanza peninsular, los representantes de las ciudades, es decir los cabildos, se convirtieron en espacios de interlocución entre la política real y la sociedad local. Así, de 1600 a 1697 el Cabildo de Puebla y la corona española firmaron ocho contratos de cabezón, cuyos términos se iban transformando según las necesidades monetarias de la metrópoli y los reclamos de beneficios por parte de los regidores. Según Celaya, es posible determinar dos etapas en la firma de estos convenios, la primera en la que ambas partes firmaron tres contratos sin objeciones y la segunda donde los regidores obtuvieron mayores prerrogativas. Al parecer las modificaciones estaban íntimamente ligadas a la defensa del imperio, puesto que en las décadas de 1630 y 1640 se determinó un incremento de la alcabala de 4% para el mantenimiento de la Armada de Barlovento y la Unión de Armas, urgencia económica que fue utilizada por los regidores para hacer nuevas peticiones a la corona. Entre los beneficios obtenidos por el Cabildo, acaso los más importantes fueron el reforzamiento del ámbito urbano como espacio fiscal de la ciudad gracias a la inmunidad obtenida frente a los oficiales de la Hacienda virreinal y la rebaja en la renta por la ausencia de la flota de Castilla o Filipinas.

Celaya menciona que, a diferencia de lo que podría esperarse, el sistema de transferencia de recursos resultó beneficioso para los regidores, puesto que al ser ellos quienes escogían a los productores y negociaban el precio de los géneros necesarios para el abasto de las flotas, lograron controlar un sistema de comercio y circulación compuesto por comerciantes, hacendados, panaderos, tocineros y arrieros. Por otro lado, cabe señalar que también tenían cierta libertad para cumplir con las libranzas giradas por el virrey puesto que determinaban cuándo, cómo y a quién hacer el pago. De ahí que la autora señale que la recaudación de la alcabala representó para los regidores una estrategia de control de los recursos alcabalatorios frente a las autoridades virreinales y una opción político-económica en tanto que les permitió el control del espacio fiscal arrendado.

Aunque el mayor beneficio de la corona con los arrendamientos era el de tener un ingreso seguro, Celaya demuestra que la delegación de funciones la eximía de otros deberes tales como la vigilancia directa de los contribuyentes; este era trabajo del Cabildo, cuyos miembros debían establecer mecanismos de control interno para evitar el fraude y la evasión. En Puebla la alcabala era cobrada, como la autora menciona, mediante el sistema de repartimiento y de forastería; en el primero, de cierto modo la alcabala adquiría la característica de contribución directa pues el monto a cobrar era repartido entre los comerciantes vecinos de la ciudad, para lo cual se realizaban padrones de vecinos, mientras que en el segundo el cobro se hacía a la entrada de las mercancías al suelo alcabalatorio. El sistema de repartimiento era motivo de constantes quejas por parte de los contribuyentes, quienes denunciaban la parcialidad de los miembros del Cabildo en el reparto de los montos -ya que como se recordará muchos de sus miembros eran comerciantes- y los obstáculos que este imponía para eliminarlos del padrón. Las disputas internas entre regidores y comerciantes se dirimían en el contexto local, la corona entonces no tenía que lidiar con este tipo de problemas cotidianos.

Según la autora, pese a que el sistema de recaudación de la alcabala establecido por el Cabildo tenía algunas deficiencias, la corona permitió su continuidad puesto que aun cuando se presentasen atrasos, el Cabildo no descuidó su principal encargo: el abasto de las flotas. El arriendo dejó de ser funcional cuando se estableció el asiento de bizcocho, lo que significó la pérdida del control en el abasto, aunado a que el aumento del gasto para las fuerzas militares y navales superó la capacidad de pago de los regidores, quienes tuvieron que cubrir los costos con los ingresos de otros impuestos o mediante la petición de préstamos. El endeudamiento orilló al Cabildo a establecer acuerdos con los comerciantes, quienes se erigieron a fines del siglo XVII como un grupo de poder local de presión que, aprovechando la vulnerabilidad de aquel, presentó una nueva postura para obtener el arriendo. Lo anterior provocó un conflicto interno entre regidores y comerciantes que hubo de ser resuelto mediante la imposición de un comisario real.

La figura del comisario en la ciudad de Puebla, y en el sistema imperial en general, resulta de particular interés ya que fue un mecanismo poco común al que la corona recurría para engrandecer sus rentas. Según la autora, aunque el comisario se erigió como un ministro autónomo dependiente del Consejo de Indias, resulta difícil equiparar sus funciones con las que les fueron otorgadas a los oficiales reales impuestos por los Borbón en la segunda mitad del siglo XVIII para obtener el control fiscal directo del imperio. A decir de Celaya, tampoco puede decirse que el comisario fue un medio para cancelar el sistema de administración de las rentas por cabezón, más bien funcionó como un "instrumento para conocer el ingreso y en un futuro realizar una nueva cesión de derechos basada en nuevos acuerdos con la corporación que asumiera la administración" (p. 334). En ese sentido, el nombramiento de Joseph Veytia como comisario no es considerado por la autora como parte de un proceso reformista.

El encargo del comisario fue recaudar la renta de alcabala y hacerse de las estrategias necesarias para aumentar sus ingresos. Aunque en términos formales estaba supeditado a satisfacer las necesidades de la Hacienda virreinal, el comisario gozaba de inmunidad frente a las autoridades fiscales y de justicia del virreinato. Lo anterior, aunado a la concentración de atribuciones -ya que fue nombrado alcalde mayor en 1699, juez privativo en 1703 y juez superintendente de azogues en 1709- le otorgó cierta libertad administrativa en el manejo del territorio. Cabe resaltar que aquellas atribuciones le fueron cedidas sobre el entendido de que contribuían a mejorar y facilitar el funcionamiento de su gestión, pero sobre todo con el objetivo expreso por el comisario de que eran necesarias para aumentar los ingresos reales.

A partir del estudio de las redes establecidas por Veytia a lo largo de su gestión, la autora señala dos grandes etapas. La primera apoyada por su red externa (el virrey, el Consejo y las concesiones reales) y caracterizada por una constante presión sobre los grupos locales para imponer su jurisdicción, y la segunda cuando, a causa del debilitamiento de la red externa, el comisario hubo de recurrir a la negociación con los grupos locales.

Dado que el objetivo del administrador era aumentar las rentas, constantemente denunció los fraudes en que incurrían tanto regidores como las autoridades eclesiásticas al gozar de la exención de pago sobre la venta de los productos de sus haciendas, lo que constituía un impedimento importante para aumentar la recaudación. Como Celaya menciona, en la primera etapa el embate contra el Cabildo para fortalecer su autoridad fiscal fue exitoso, no así contra las autoridades eclesiásticas. La segunda etapa estuvo caracterizada por el ataque tanto de la Audiencia como del virrey, quienes denunciaban que el poder y el control del comisario en la ciudad de Puebla eran tales que incluso había provocado la migración, la disminución del trato y el caudal de los comerciantes. Sin embargo, disuelto el poder del Cabildo, el comisario nombró regidores interinos que junto con los comerciantes funcionaron como su red de apoyo interna.

La administración de Veytia se diferenció en varios puntos de la desarrollada por los regidores. Esto porque, a decir de Celaya, llevó a cabo distintas medidas encaminadas a la creación de una administración centralizada en la ciudad de Puebla y descentralizada de la Real Hacienda novohispana. Así, estableció un cuerpo burocrático encargado de la recaudación bajo los criterios de capacidad, celo, honestidad e inteligencia; delimitó los confines geográficos del espacio a fiscalizar mediante el establecimiento de garitas; amplió su jurisdicción fiscal con la cesión de la administración de las jurisdicciones aledañas y estableció una aduana en la ciudad de Puebla. Otro elemento a destacar de la administración del comisario es el establecimiento de acuerdos con los contribuyentes para la tasación de su actividad; por ejemplo, acordó con los tocineros el pago de una cuota anual mientras que a sabiendas del poder de los comerciantes y de su importancia como grupo de poder económico les dio el arriendo de las jurisdicciones aledañas.

La continuidad de Veytia en el cargo (1698-1722), a decir de la autora, se debió a que había cumplido con éxito los encargos reales, es decir, el aumento considerable de los ingresos y la transferencia puntual de recursos a La Florida. Como era de esperarse, la gestión del comisario también estuvo íntimamente ligada a la política internacional de defensa del imperio. En los primeros años del siglo XVIII el avance inglés obligó a la corona española a reforzar sus fuertes; Felipe V dispuso entonces que los recursos alcabalatorios de la caja de Puebla se concentraran en el mantenimiento del presidio de San Agustín de La Florida. Aquella disposición incidió de manera importante en la transferencia de los recursos de la caja poblana a la virreinal, puesto que el pago de las libranzas giradas por el virrey se vio disminuido por el envío del situado. Según Celaya esta disposición abonó a la centralización de los recursos en Puebla, dado que se eliminaba la intervención de las autoridades virreinales, al tiempo que fue beneficiosa puesto que permitió el abasto continuo de los recursos a San Agustín.

Al término de la gestión de Veytia, la autora demuestra que la corona tuvo que establecer nuevos acuerdos con los actores locales recaudadores. Pese a que fue nombrado un comisario interino, la vieja disputa entre los regidores y los comerciantes por el control de la administración del gravamen resurgió, siendo estos últimos los favorecidos en la cesión del derecho, pese a que no contaban con un estatuto jurídico que los avalara como corporación organizada. El contrato establecido entre la corona y los comerciantes revela la importancia que para la primera tenía el sistema de transferencia como elemento de negociación, pues no obstante que el monto anual ofrecido por aquellos era reducido en contraste con el que la administración de Veytia reportaba, el poder económico de los auto-nombrados diputados del comercio aseguraba tanto el cumplimiento del pago anual como la continuidad del sistema. De ahí la puntualización de la autora al señalar que "los beneficios y acuerdos resultantes de la cesión de un derecho fiscal a los grupos no dependieron de la entidad corporativa sino de su capacidad de negociación a partir del reconocimiento del sistema de transferencia de recursos" (p. 359).

El análisis de la renta de alcabalas y su relación con el situado permite a Yovana Celaya destacar la articulación entre la recaudación de los ingresos novohispanos y el gasto para la defensa imperial. Articulación en la que, como se ha visto, los sectores intermedios tuvieron un papel de primer orden para establecer acuerdos y negociaciones tanto con la corona y las autoridades virreinales como con los contribuyentes. A decir de la autora, el estudio de la intervención local resulta útil para entender no sólo la efectividad de la fiscalidad en un sistema de antiguo régimen considerado generalmente como disperso, sino la misma continuidad del sistema monárquico español. Cabe señalar que a partir del análisis sobre la recaudación y el gasto, la autora igualmente resalta la constante preocupación de la corona por establecer una correlación entre ingreso y egreso con el fin de racionalizar los recursos fiscales, tendencia que generalmente se le ha atribuido a las reformas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII.

Aunado al interés principal de Celaya, la participación de los sectores intermedios en el sistema fiscal imperial, el libro resulta de utilidad para los estudiosos de la fiscalidad novohispana ya que, a partir de la exposición del funcionamiento interno de los distintos sistemas de administración establecidos por el Cabildo y el comisario es posible conocer a profundidad las transformaciones a las que estuvo sujeta la alcabala en el siglo XVII y principios del XVIII, e incluso establecer una comparación con la naturaleza del impuesto durante la etapa borbónica en la que, dicho sea de paso, se lo privilegió como contribución indirecta sobre las transacciones mercantiles sin dejar de lado su carácter directo a través de las igualas y las relaciones juradas.

Finalmente, Alcabalas y situados logra destacar la participación de una ciudad novohispana no sólo como centro abastecedor y redistribuidor de mercancías al interior de su hinterland y de Nueva España en su conjunto, sino de otros puntos del imperio tales como La Florida, con lo que se abunda en la reevaluación de otras ciudades novohispanas, además de la de México, como ejes articuladores de un sistema económico más allá de sus fronteras.

 

Iliana Marcela Quintanar Zárate
Estudiante de doctorado en Historia

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