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América Latina en la historia económica

versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ vol.19 no.1 México ene./abr. 2012

 

Artículos

 

Los Anchorena: patrones de inversión, fortuna y negocios (1760-1950)*

 

Roy Hora

 

Fecha de recepción: julio de 2010
Fecha de aceptación: octubre de 2010

 

Resumen

Este trabajo analiza la trayectoria económica de la principal dinastía propietaria argentina, la familia Anchorena, entre mediados del siglo XVIII y mediados del siglo XX. El interés de esta exploración radica no sólo en el tamaño de las fortunas que los miembros de esta familia lograron acumular, sino también en la capacidad que exhibieron para adaptarse a los cambios que la economía argentina experimentó a lo largo del periodo considerado. Al mismo tiempo, el estudio de los patrones de inversión de esta poderosa familia ofrece elementos para comprender la peculiaridad de la elite de negocios argentina y pone de relieve la singularidad de este grupo en relación con otras elites económicas latinoamericanas. El trabajo se basa en la investigación de fuentes que hasta el momento no han sido objeto de análisis, en particular juicios sucesorios e información de origen judicial, así como correspondencia privada.

Palabras clave: Anchorena, Argentina, elite económica, terratenientes, riqueza.

 

Abstract

This article analyses the history of the Argentina's wealthiest family, the Anchorenas, in the period 1760s- 1940s. What makes these capitalists so peculiar is not only the sheer size of their wealth but also their capacity to adapt to profound changes in the economic and institutional environment. Analysis of the Anchorenas' patterns of investment is placed within a larger debate on the peculiarities of the Argentine economic elite. This article makes use of little-explored sources such as probate records, together with private correspondence. Links between changes in patterns of investment and changes in the economic and institutional environment are explored.

Key words: Anchorena, Argentina, economic elite, landowners, wealth.

 

Este trabajo analiza la trayectoria económica de los Anchorena, la dinastía propietaria más exitosa de la historia argentina. Esta familia se destaca por el excepcional tamaño de las fortunas que algunos de sus miembros lograron acumular, pero también por su capacidad para mantenerse en la cúspide de la elite económica por más de un siglo y medio. La habilidad de estos capitalistas para adaptarse a las mutaciones que experimentó el escenario en el que desenvolvían sus negocios y su capacidad para dirigir sus recursos hacia terrenos atractivos y rentables constituyen un fenómeno infrecuente en la historia de las elites propietarias argentinas. De hecho, los Anchorena constituyen quizá el único ejemplo de una familia de la elite colonial que logró permanecer dentro del núcleo de la elite económica hasta cerca de la mitad del siglo XX.

Pese a estas peculiaridades, la trayectoria económica de los Anchorena no ha sido objeto de ningún estudio comprensivo, capaz de establecer las razones de su éxito y perdurabilidad o, al menos, de interrogarse por las condiciones que los hicieron posibles. Los trabajos existentes sólo abordan periodos específicos o aspectos parciales de su historia, y se centran en su mayor parte en la etapa colonial y los primeros años independientes.1 Con base en la consulta de todos los inventarios sucesorios de integrantes de la familia Anchorena disponibles en los archivos argentinos, este trabajo ofrece una visión global sobre la historia de este clan propietario desde el periodo colonial hasta mediados del siglo XX. El análisis de los capitalistas de esta familia permite, además, formular algunas consideraciones adicionales sobre dos cuestiones. Por una parte, la exploración de la manera en que fueron cambiando tanto la inserción económica como las estrategias de inversión de los Anchorena ofrece elementos para volver sobre las discusiones suscitadas en torno a los rasgos de la elite propietaria argentina de la era agroexportadora. En segundo lugar, el estudio de esta familia permite formular algunas consideraciones, en perspectiva comparativa, sobre la especificidad de la elite económica de cuyo sector más poderoso los Anchorena formaban parte.

 

Una fortuna de origen mercantil

La historia de los Anchorena en el Río de la Plata comienza con Juan Esteban, que arribó a Buenos Aires hacia 1751, apenas cumplidos los quince años. Además de algunas relaciones personales cuya relevancia no resulta sencillo establecer con certeza, este inmigrante vasco no contaba con más recursos que su ambición y su talento. Inició su carrera como dependiente de una casa comercial, esto es, en los escalones inferiores de la estructura mercantil porteña, pero al cabo de un tiempo comenzó una veloz carrera ascendente. En la década de 1760 se independizó y para 1775, cuando contrajo matrimonio con la hija de una familia de mercaderes prestigiosa pero empobrecida, ya había acumulado un patrimonio considerable, cercano a los 80 000 pesos.2 La muerte lo sorprendió a fines de la década de 1800; para entonces, su fortuna estaba próxima al cuarto de millón de pesos y se ubicaba entre las mayores de la capital del virreinato del Río de la Plata.3

Las fuentes disponibles no permiten analizar en detalle la manera en que el primer Anchorena se abrió camino hasta la cima de la elite económica virreinal. El contexto que hizo posible su ascenso, en cambio, es más sencillo de delinear. A lo largo de su vida, Juan Esteban concentró todos sus recursos y energías en la actividad mercantil. Tuvo la suerte no sólo de insertarse en el sector más dinámico de la economía rioplatense colonial, sino también de hacerlo en un momento en el que los horizontes de sus principales agentes se ampliaron considerablemente. En efecto, desde mediados del siglo XVIII la comunidad mercantil porteña vio crecer sus oportunidades de negocios gracias a la expansión de la economía atlántica -que a lo largo del siglo XVIII hizo girar el eje del tráfico comercial de la región desde el Pacífico hacia el Atlántico- y a la creciente importancia de Buenos Aires en este nuevo escenario. Como resultado de la gradual liberalización del intercambio entre América y la metrópoli que culminó con la elevación de Buenos Aires a capital virreinal en 1776 y la sanción del Reglamento de Libre Comercio en 1778, esta ciudad se convirtió en la cara atlántica del imperio español en América del Sur y con ello creció la importancia tanto del tráfico comercial captado por su puerto como la riqueza de sus mercaderes. El desplazamiento de Lima por Buenos Aires como principal nexo mercantil entre España y sus posesiones australes en América del Sur ofrece, pues, el contexto en el que los negocios de Anchorena crecieron en escala y osadía y él, en relevancia. Para la década de 1770, su actividad ya se desplegaba sobre un vasto territorio que comprendía todo el virreinato del Río de la Plata (desde Chile a Buenos Aires, desde Paraguay al Alto Perú) y llegaba hasta el Caribe y España.4

El eje de la actividad de mercaderes como Anchorena consistía en la importación de bienes europeos que luego eran comercializados a través de una red de asociados en los mercados urbanos que unía el puerto de Buenos Aires con los prósperos distritos mineros del Alto Perú. Los mercaderes concentraban su atención en la comercialización de bienes de alto valor unitario y obtenían sus ganancias gracias a las diferencias de precios existentes entre mercados distantes y mal comunicados. Desde la década de 1790, el prolongado ciclo de guerras internacionales abierto por la revolución francesa, sumado a las revueltas indígenas del Alto Perú, asestó duros golpes al escenario que había permitido el ascenso de Anchorena. Desde entonces, su suerte se tornó menos brillante. En esta última etapa de su vida, sin embargo, poco cambió su manera de hacer negocios. Este hombre ascético y metódico no mostró interés en ingresar en nuevas actividades o en invertir en activos más seguros (bienes de renta urbana), como era frecuente entre los comerciantes rioplatenses de fortuna más antigua.5 Hasta el fin de sus días, su actividad siguió centrada en el tipo de intercambios transatlánticos e interregionales gracias a los cuales había forjado su fortuna.

El hecho de que en 1808 Juan Esteban de Anchorena legara una de las primeras fortunas del virreinato, cercana a 250 000 pesos, parece sugerir que esta decisión no fue del todo errada. Aunque modesto en comparación con la gran riqueza de los mayores centros del imperio americano (México y Lima, donde existían fortunas por encima de los 2 000 000 de pesos), el patrimonio de Anchorena sólo era superado por un puñado de comerciantes rioplatenses, entre los que se destacaban Segurola, Belgrano y Tellechea, que legaron entre 300 000 y 400 000 pesos.6 Pero mientras que estos mercaderes debieron dividir su patrimonio entre un elevado número de descendientes (nueve en el caso de Tellechea y Segurola, trece en el de Belgrano), a Anchorena sólo le sobrevivieron tres hijos. Cuando su padre falleció en 1808, Juan José, Tomás Manuel y Nicolás de Anchorena contaban con una formidable base a partir de la cual seguir ascendiendo por el camino de la riqueza.

 

Inversiones diversificadas

Los integrantes de la segunda generación de la familia Anchorena pasaron a primer plano en el momento en el que la crisis final del orden colonial destruía el mundo comercial en el que los había iniciado su padre. Como consecuencia de las guerras de independencia y luego las civiles, el comercio a distancia se tornó difícil y riesgoso. Al mismo tiempo, la apertura al comercio atlántico arrasó con las barreras legales que protegían a los comerciantes españoles y criollos de la concurrencia extranjera. Bajo la presión de los mercaderes provenientes del Atlántico Norte, el patrón de importaciones experimentó una profunda mutación. El comercio de bienes de lujo y de productos provenientes de España perdió relevancia, y creció de modo explosivo la importación de textiles de algodón de bajo precio (en su mayoría británicos). En el curso de unos pocos años, estos pasaron a representar más de dos tercios del valor total de las importaciones de la región.7

Al calor de estos cambios, que golpearon con dureza a la elite comercial nativa, los negocios de los hermanos Anchorena experimentaron tres evoluciones. En primer lugar, orientaron su actividad hacia aquellos rubros en los que los comerciantes provenientes del Atlántico Norte no podían hacer valer los estrechos contactos con los mercados nordatlánticos y el acceso al capital disponible en esas plazas que los convertían en el nexo obligado con las nuevas metrópolis mercantiles e industriales. Así, luego de 1810, la correspondencia de estos hermanos registra una importante actividad vinculada con puertos y comerciantes del Mediterráneo, Brasil y el Caribe, desde donde introducían productos tales como papel, vino y aguardiente, azúcar y yerba. En segundo lugar, concentraron sus negocios en espacios geográficos relativamente protegidos de los efectos de la guerra y la fragmentación política: Buenos Aires, las provincias del interior y la región litoral.8

Finalmente, también incursionaron en nuevas actividades que crecieron al calor de la apertura comercial, entre las que se destaca la compra, acopio y exportación de cuero (convertido desde 1810 en el mayor producto de exportación de la región). Para 1816, esta actividad se había convertido en uno de sus principales negocios; ese año, Tomás Manuel poseía, además de unos 55 000 pesos en la casa Hullet de Londres, más de 40 000 pesos adelantados a productores y acopiadores de cuero.9 A comienzos de la década siguiente, su correspondencia nos informa que contaba con una extensa red de agentes que acopiaban este producto en distintos puntos del interior (Córdoba y Tucumán) y en el litoral fluvial.

¿Qué impacto tuvo la crisis de independencia sobre las fortunas de estos mercaderes? No tenemos elementos de juicio suficientes como para determinar con precisión cómo les afectaron esos años turbulentos. Parece claro, sin embargo, que lograron sobreponerse a la tormenta; de hecho, los tres incrementaron los 83 000 pesos que cada uno recibió en herencia. La información ofrecida en el párrafo anterior sugiere que, para 1816, Tomás contaba con al menos 95 000 pesos; al contraer matrimonio en 1821, Juan José, declaró poseer 200 000 pesos.10 Aunque no podemos establecerlo con certeza, la suerte de Nicolás, que terminó sus días como el más rico de los hermanos, no parece haber sido menos positiva.

A partir de la década de 1820, por primera vez, los Anchorena comenzaron a volcar recursos hacia la actividad rural. Entre 1822 y 1826, Juan José y Nicolás se asociaron y colocaron bajo su dominio cerca de 400 000 hectáreas en las tierras de frontera de la provincia de Buenos Aires; también realizaron importantes compras de ganado para poner en explotación esas tierras.11 Poco más tarde, en 1827, Tomás Manuel invirtió cerca de 50 000 pesos en la adquisición de una gran propiedad ganadera en tierras de frontera.12

Para incursionar en este terreno completamente desconocido, los Anchorena recurrieron a su primo Juan Manuel de Rosas. Dotado de experiencia como empresario rural, Rosas los asesoró en la compra de tierras, actuó como administrador de sus intereses rurales y, cuando decidió volcarse de lleno a la carrera política que lo llevaría a convertirse en el hombre más poderoso de la confederación, dejó al frente de las estancias de sus parientes a administradores de su confianza. Con el paso de los años, los Anchorena comenzaron a familiarizarse con su nuevo negocio. Sin embargo, su competencia para la gestión de una empresa rural se vio circunscrita a los aspectos comerciales de la actividad, ya que todo lo referido al proceso productivo les siguió resultando ajeno. De hecho, ninguno de los tres visitó jamás ninguna de sus vastas propiedades en la campaña, a las que sólo conocieron por las descripciones que les ofrecían sus administradores. En este contexto, estas figuras subalternas desempeñaron un papel de primera importancia en la gestión de los intereses rurales de los Anchorena, con frecuencia retribuido mediante participaciones en las ganancias.

La importancia de las inversiones agrarias de los Anchorena se advierte cuando recordamos que apenas un puñado de fortunas rurales porteñas del periodo previo a 1810 excedía los 25 000 pesos.13 En la década de 1820, cada uno de estos tres hermanos dirigió hacia el campo cifras bastante superiores, por lo que no sorprende que pronto se contasen entre los mayores terratenientes de la pampa. Su interés en la inversión rural fue producto de estímulos negativos y positivos; en su origen se encuentran tanto las dificultades que enfrentaban sus actividades comerciales como las oportunidades de negocios surgidas en el sector rural gracias al incremento de la demanda atlántica de productos pecuarios que siguió a la apertura comercial. En efecto, cuando el Río de la Plata entró en contacto directo con el mercado atlántico, el precio del cuero y otros productos exportables experimentó una fuerte alza, superior a 150%. Ello atrajo capital de sectores que experimentaban dificultades y con ello nacieron empresas rurales de una escala desconocida en la era colonial.14

Un trabajo seminal de Tulio Halperín Donghi publicado en 1963 sugirió que el desarrollo de la producción ganadera en gran escala sentó las bases para la emergencia de una nueva elite económica, eminentemente terrateniente.15 En la última década, algunos aspectos de esta influyente interpretación han sido cuestionados; diversos estudios muestran que los grandes capitalistas del periodo posindependiente debieron ceder posiciones en el comercio a distancia, pero mantuvieron, o incrementaron, su presencia en otras actividades, como el comercio local y regional, la oferta de crédito y la renta urbana. Sin duda, la producción rural para la exportación se convirtió en la actividad más dinámica y rentable, sobre todo a largo plazo, por lo que muchos hombres de fortuna se volcaron en ella. Pero el elevado nivel de riesgo que presentaba esta actividad -producto de abruptas fluctuaciones de precios, de largas sequías, de un escenario político muy conflictivo con guerra, civil e internacional, prolongados bloqueos al comercio exterior, expropiaciones, peligro indígena en la frontera, etc.-, tornó inestables y aleatorios los retornos a la inversión rural a corto y mediano plazo. En consecuencia, muchos nuevos terratenientes buscaron atenuar los riesgos que suponía una excesiva exposición en esta actividad, para lo cual conservaron sus inversiones en otros terrenos, en particular en aquellos que, si bien podían resultar menos rentables, se hallaban menos sometidos a los caprichos de la naturaleza o a los azares de un contexto institucional muy frágil e inestable.16

La manera en que los Anchorena ingresaron en la actividad rural agrega nuevas evidencias a favor de esta interpretación que relativiza el carácter exclusivamente terrateniente de la elite de la primera mitad del siglo XIX, pues a la vez que dirigían parte de sus activos hacia la tierra, también realizaban inversiones de similar magnitud en bienes de renta urbana, un sector en el que tampoco habían incursionado en el pasado. Estos dos nuevos destinos de inversión, más que eliminar, convivieron con negocios en el comercio y el préstamo, campos de inversión en los que los Anchorena venían incursionando desde tiempo atrás y que mantuvieron su vigencia luego de 1810. En efecto, luego de un quinquenio de importantes inversiones en la campaña, Juan José y Nicolás dejaron de adquirir propiedad rural, pero siguieron comprando propiedad urbana, y continuaron incursionando en la esfera comercial y en el préstamo de dinero.

A lo largo de la década de 1820, Juan José se hizo dueño de inmuebles en Buenos Aires por no menos de 68 000 pesos, una cifra probablemente mayor que la que invirtió en el campo.17 En esos años, Tomás Manuel colocó 37 000 pesos en bienes de renta urbana (algo así como 75% de lo que destinó a propiedad rural). En lo que les quedaba de vida (Juan José falleció en 1833, Tomás en 1847 y Nicolás en 1856) ninguno de ellos volvió a invertir en la campaña en proporciones considerables y en ningún caso incorporaron más tierra a su patrimonio. Juan José se mantuvo activo en el comercio hasta su muerte y Nicolás al menos hasta comienzos de la década de 1840,18 aunque hasta el fin de sus días siguió prestando dinero. En síntesis, hasta mediados del siglo los emprendimientos rurales de los Anchorena fueron parte de su estrategia de inversión, signada por la diversificación de activos que combinaba inversiones en esferas que conocían bien (como el comercio o el préstamo de dinero) con colocaciones en nuevas actividades, riesgosas pero de alta rentabilidad (como la producción rural), junto con otras de menor rendimiento pero más seguras (como la renta urbana).

La información existente sobre el patrimonio legado por Tomás y Nicolás permite precisar estas consideraciones generales. Los bienes que dejó Tomás fueron tasados más de 20 años después de su fallecimiento y para entonces rondaban el millón de pesos. Sus propiedades urbanas (55% del total) superaban ampliamente el valor de sus activos rurales (40%); el resto, seguramente subestimado, eran efectivo y depósitos (5%).19 La fortuna de su hermano Nicolás, quizá la mayor del Buenos Aires rosista, tampoco era solamente rural. Nicolás dejó unas 200 000 hectáreas, inmuebles urbanos, e importantes cantidades en metálico, en depósitos en Londres y en créditos activos. La información disponible sólo permite conocer la tasación de estos bienes para 1871, esto es, una década y media después de su muerte. Para entonces, sus inversiones rurales rondaban los 900 000 pesos y sus propiedades en la ciudad llegaban a 1 300 000 pesos. Al valor de ese año, los activos líquidos dejados por Anchorena rondaban el millón de pesos. Una evaluación más ajustada del valor de sus ganados, sin duda subestimados en el inventario de 1871, otorgaría mayor peso a sus inversiones en el campo. De todos modos, ello difícilmente modifica el hecho de que el mayor terrateniente argentino dejase una fortuna diversificada que superaba los 3 000 000 de pesos, cuya estructura estaba compuesta, en partes relativamente equivalentes, por bienes urbanos, bienes rurales y activos líquidos.20

 

La primacía de la inversión rural

Entrada la segunda mitad del siglo XIX, diversos testimonios indican que los Anchorena seguían concibiendo la producción agropecuaria como una inversión no exenta de riesgo.21 Sin embargo, para muchos capitalistas esta percepción se modificó bajo el influjo del proceso de crecimiento experimentado por el sector rural pampeano en el último tercio del siglo XIX. Distintos factores impulsaron esta expansión productiva, entre los que se cuentan el incremento y la sofisticación de la demanda externa de productos rurales (lana, carne, cereales), las novedades tecnológicas que revolucionaron el sistema de transportes (en particular el ferrocarril y el barco de vapor), el auge de la inversión extranjera y la expansión de las instituciones financieras y el mercado de capitales. Estas transformaciones, características de esa etapa signada por la expansión mundial del capitalismo, contribuyeron a apuntalar un proceso de cambio tecnológico y expansión productiva que, en Argentina, tuvo al sector rural de exportación como su elemento más dinámico. La aceleración del crecimiento se benefició del fortalecimiento experimentado por las instituciones estatales en las décadas posteriores a la llegada de los liberales al poder en 1852, que aseguraron los derechos de propiedad de los capitalistas nativos y los inversores extranjeros, y favorecieron el desarrollo de la economía de mercado.22

Este nuevo escenario de expansión económica y estabilidad institucional incrementó los recursos de los empresarios, los instó a actuar de manera más osada y, en particular, a invertir con mayor decisión en los sectores más dinámicos de la economía. A partir de un influyente ensayo de Jorge Sábato, dado a conocer en 1979, cobró forma una perspectiva analítica que afirma que los sectores más poderosos de la clase empresarial nativa respondieron a estas oportunidades expandiendo sus horizontes más allá del sector rural, invirtiendo en terrenos tales como comercio, finanzas y producción manufacturera.23 De acuerdo con esta visión, lo que hasta entonces había sido en esencia una elite propietaria de base rural se transformó en una burguesía de negocios con una cartera de inversiones diversificada. Aun cuando esta perspectiva subrayó rasgos que consideraba idiosincráticos de la clase propietaria argentina (entre los que se destacaba su comportamiento especulativo), de todos modos terminó confluyendo con estudios que, para otros países o regiones de América Latina (Perú, Colombia, México o São Paulo, para mencionar algunos ejemplos), también llamaron la atención sobre la capacidad de los capitalistas de este periodo para avanzar sobre los sectores secundario y terciario de la economía.24

Esta línea de interpretación tuvo el mérito de enfatizar, con toda justicia, el dinamismo de la elite empresarial, con frecuencia desestimado en estudios previos.25 En otros aspectos, sin embargo, sus postulados resultan discutibles. Un escenario económico caracterizado por los elementos que acabamos de reseñar -aceleración del crecimiento y expansión del mercado; mayor solidez institucional y menor incertidumbre a largo plazo; incremento de la presencia de poderosas empresas extranjeras que conquistaron una presencia decisiva en el comercio, la banca y el transporte; desarrollo de una poderosa banca pública- supuso un incremento considerable de las oportunidades de negocios, pero también impuso condiciones más competitivas en muchos de los ámbitos en los que los capitalistas argentinos habían incursionado en el pasado. Contra lo que sostuvo Sábato, cuando la economía se tornó más compleja y especializada, y cuando crecieron en importancia el Estado y los actores extranjeros, los hombres de negocios locales vieron cercenadas sus posibilidades de mantener su presencia en distintas esferas de actividad. Así, por ejemplo, tras el desembarco de grandes empresas de capital extranjero en segmentos tales como la banca, el comercio interno o el comercio de exportación -ámbitos en los que la presencia extranjera se hizo muy visible-, los capitalistas nativos vieron recortadas sus oportunidades de negocios como prestamistas o mercaderes.

Sin embargo, estos actores no tuvieron tantos motivos para lamentarse. Las pérdidas que supuso su desplazamiento de algunos nichos de actividad fueron ampliamente compensadas por las nuevas oportunidades surgidas al calor de la expansión económica. No obstante, para aprovecharlas los empresarios nativos debieron concentrar sus recursos y energías en aquellos terrenos donde podían competir con ventaja frente a los empresarios inmigrantes y el capital extranjero. La producción rural fue, de todos ellos, la que se reveló más importante y atractiva, tanto porque se trataba de un terreno familiar para estos capitalistas, en el que podían desplegar sus destrezas gerenciales, como porque ofrecía excepcionales oportunidades para crecer en escala. En efecto, las campañas militares de la década de 1870 pusieron fin a la presencia indígena, incorporando más de 20 000 000 de hectáreas de bajo precio y dotando a la propiedad del suelo de una sólida garantía estatal. En las décadas siguientes, la expansión del ferrocarril y el incremento de la oferta de crédito hicieron posible la explotación de esta vasta reserva de tierra fértil, dando lugar a una súbita expansión de la gran propiedad en las tierras de frontera saqueadas al indio. En síntesis, la formación de una economía más desarrollada y más compleja instó a la elite de negocios nativa a apartarse de los terrenos en los que se afirmaba la presencia del gran capital y el empresariado extranjero, y a especializarse en aquellas actividades en las que podían valorizar mejor sus destrezas y recursos. En este escenario, muchos de ellos, y en particular los más poderosos, profundizaron su vinculación con la producción rural.26

¿Qué nos dice el ejemplo de los Anchorena sobre el comportamiento de los grandes capitalistas de la era del auge exportador? Su comportamiento se entiende mejor cuando se encuadra en esta segunda perspectiva. En el curso de un par de décadas, los capitalistas de esta familia perdieron interés en los negocios urbanos, retirándose por completo de la actividad comercial y el préstamo de dinero; a partir de ese momento, se lanzaron a explotar las ventajas que reportaba la especialización agraria. Precavidos contra el exceso de especialización por una experiencia que a lo largo de más de un cuarto de siglo había premiado a los empresarios capaces de combinar los negocios de alto rendimiento con la búsqueda de seguridad, los Anchorena no abandonaron del todo sus inversiones en la ciudad y siguieron conservando una parte, aunque decreciente, de su activo en bienes de renta urbana. No volvieron a incursionar, sin embargo, en actividades comerciales o financieras. De hecho, el giro hacia la inversión rural que las nuevas generaciones de empresarios de esta familia protagonizaron en las tres décadas posteriores a la caída de Rosas supuso una mutación muy visible respecto a su estrategia de inversión del periodo previo.

Tomás Severino, el único hijo varón de Tomás Manuel de Anchorena, ofrece un primer ejemplo de este proceso de especialización agraria. En 1871 heredó Tres Lomas, una propiedad de 24 300 hectáreas, pero antes y después de esa fecha realizó grandes compras de tierra, hasta multiplicar cinco veces la superficie que recibió en herencia. De acuerdo con su inventario sucesorio, dejó un patrimonio de 2 000 000 de pesos en 1899, cuyas inversiones rurales (62%) excedían ampliamente el valor de sus fincas urbanas y suburbanas (15.5%) y de sus títulos de renta (3.5%). Tomás Severino dejó créditos activos por 16% de su fortuna, pero estos consistían en adelantos de herencia y préstamos a hijos y parientes que difícilmente pueden considerarse como inversiones, ya que se hallaban colocados a una tasa similar o inferior a la del mercado (6% anual). Si descontamos estos créditos, el peso de sus activos rurales ronda los cuatro quintos de su fortuna.27

Un contraste similar con las formas de inversión típicas de la generación anterior se advierte tanto en los negocios de sus primos, Pedro -el único hijo varón de Juan José, quien dejó casi dos tercios de sus 4 500 000 en propiedad rural-,28 y Juan N. y Nicolás (los hijos de Nicolás), sin duda los más poderosos integrantes de esta tercera generación. Los descendientes de Nicolás heredaron no sólo la riqueza, sino también el talento para acumular que hizo famoso a su padre, el mayor capitalista de los años rosistas. En los dos decenios posteriores a la muerte de su progenitor (1856), estos hermanos conformaron una sociedad para administrar sus inversiones rurales, con la que incrementaron 2.5 veces su herencia territorial, que pasó de 120 000 a algo más de 310 000 hectáreas. En esa etapa, su comportamiento se asemejó más al del especulador que al del productor, puesto que dirigieron parte considerable de sus recursos a adquirir tierras vírgenes, muchas de las cuales permanecieron largas décadas sin explotar. Los recursos con que contaron tras el fallecimiento de su madre, acaecido en 1873, les permitieron, ahora sí, invertir con energía. Desde entonces pusieron bajo su control tierras que antes habían cedido en arriendo e invirtieron sumas considerables en equipamiento. Entre fines de la década de 1870 y 1884, sólo en cercos de alambre, invirtieron cerca de 400 000 pesos.29

Nicolás, el mayor de estos dos hermanos y fallecido en 1884, acumuló una fortuna de 7 000 000 de pesos; conservó parte importante de las inversiones urbanas que había heredado de sus mayores, pero dirigió el grueso de sus recursos hacia el campo. Dejó propiedades y empresas rurales (54%), propiedades urbanas (43%) y un poco de papeles y efectivo (3%). Su hermano Juan, muchas veces descrito como "el más acaudalado millonario del país",30 tuvo una existencia más prolongada, lo que contribuye a explicar por qué al momento de su muerte (1895) su fortuna era más rural y menos urbana. Al igual que sus mayores, Juan mantuvo una relación fría y distante con sus intereses rurales, a tal punto que su estilo de gestión semeja más al de un gran ajedrecista que al de un estanciero emotivamente identificado con sus posesiones rústicas. Acabado "modelo de estanciero de escritorio",31 su condición de propietario absentista, sin embargo, no fue obstáculo para que desde mediados de la década de 1870 se volcara a invertir en el campo con una ambición pocas veces igualada en su tiempo.

Aun cuando su juicio sucesorio se halla perdido, el testamento que otorgó en 1888 ofrece una idea de las características y el volumen de su patrimonio y pone de relieve su enorme voracidad como terrateniente. Siete años antes de morir, Juan de Anchorena contaba con una importante cantidad de fincas urbanas, 24 en total, casi todas ellas heredadas. El grueso de sus recursos, sin embargo, estaba en la campaña, donde poseía más de 1 000 000 de hectáreas. En ese enorme patrimonio rural pesaban las 800 000 que había adquirido en los nuevos territorios que el Estado había saqueado a los indígenas tras la campaña del desierto, gran parte de las cuales permanecía sin explotar. Anchorena también poseía 275 000 hectáreas en la provincia de Buenos Aires, que conformaban el verdadero corazón de su fortuna; allí pastaba uno de los mayores rodeos del país. El testamento también menciona una importante cantidad de títulos de renta fija ("nacionales del cinco y seis por ciento, municipales de la Provincia de Buenos Aires, cédulas hipotecarias del ocho por ciento y acciones del Banco Nacional") por un valor nominal de 1 400 000 de pesos.32 Cuando falleció, La Nación estimó su fortuna en 10 000 000 de pesos.33 Si la tasación de sus bienes hubiese tenido lugar un quinquenio más tarde, cuando los precios del suelo terminaron de recuperarse de la caída que experimentaron en los años inmediatamente posteriores a la crisis del noventa, su fortuna hubiese sido aún más considerable.

Mercedes Castellanos, la viuda de Nicolás Anchorena, ofrece una última evidencia del énfasis en la inversión rural que caracterizó a esta familia en las décadas del auge exportador. Esta enérgica mujer no escatimó recursos para mantener a su familia, ni para hacer donaciones a la Iglesia católica, que la retribuyó con un título de marquesa pontificia; pero su generosidad no liquidó su patrimonio ni le impidió continuar invirtiendo en el campo. Cuando falleció, en 1920, dejó quizá la primera fortuna argentina de su tiempo: 20 000 000 de pesos: 63% estaba colocado en propiedad rural, 22% en bienes de renta urbana y 11% en sus residencias. Esta cifra y estos porcentajes no comprenden los adelantos de herencia que realizó en vida, casi todos ellos en propiedad rural.

La distancia que separaba a la viuda de Anchorena de los banqueros e industriales más encumbrados confirma que los terratenientes ocupaban el lugar de privilegio en el seno de la elite propietaria argentina. Su fortuna -la primera, pero sólo una más en esta familia de ricos- estaba cerca de duplicar los 11 000 000 de pesos que acumuló Ernesto Tornquist, sin duda alguna el banquero más poderoso de la era agroexportadora.34 Frente a otros empresarios de la banca, el comercio o la manufactura, las diferencias de riqueza eran aún más considerables. El activo de esta terrateniente superaba entre siete y diez veces a las principales fortunas comerciales e industriales del periodo,35 y era grande incluso cuando buscamos términos de comparación fuera de las fronteras argentinas. La fortuna de la viuda de Anchorena duplicaba el patrimonio que dejó Joaquin de Sousa Aranha, el capitalista más rico de São Paulo a fines de siglo, y excedía cualquier fortuna australiana de los 100 años previos a la segunda guerra.36 El hecho de que, por esos mismos años, en Prusia, un importante estado de una potencia económica de primer orden como Alemania sólo hubiese cuatro fortunas personales ubicadas por encima de 25 000 000 de pesos ofrece una buena idea de la relevancia de este patrimonio -y en general de la gran riqueza argentina- a escala internacional.37

 

Rentistas y empresarios rurales

El vuelco de los Anchorena a la inversión rural tuvo lugar en un momento particular del desarrollo de la economía agraria argentina. En la segunda mitad del siglo, cuando la actividad rural se tornaba cada vez más segura y atractiva, la incorporación al dominio estatal de millones de hectáreas lanzó sobre el mercado una enorme cantidad de tierra a bajo precio. La considerable ampliación que experimentó el patrimonio territorial de los Anchorena en la segunda mitad del siglo XIX sugiere bien su disposición para sacar ventaja de estas excepcionales circunstancias. Cuando el siglo XIX terminó, las oportunidades para realizar adquisiciones de tierra a gran escala desaparecieron. Una vez incorporadas al dominio estatal, la progresiva explotación de las regiones de frontera impulsó un sostenido incremento del precio del suelo. Así, clausurada la etapa de ocupación de las tierras de frontera, en vísperas de la Gran Guerra se bosquejaron los contornos del nuevo escenario en el que debieron desenvolverse las nuevas generaciones de empresarios de esta familia.38

Enriquecidos gracias al sostenido incremento del valor de su patrimonio territorial, a la vez que confiados en que la economía rural se encontraba en una marcha ascendente que les aseguraba una continua y segura valorización de su patrimonio rústico, algunos Anchorena se dedicaron a disfrutar la despreocupada vida del rentista. A diferencia de las formas más típicas de este comportamiento entonces vigentes en los países del hemisferio norte, en los que abundaban los "cortadores de cupones", en el caso que nos ocupa, este tipo de parasitismo económico se fundaba en la percepción de renta agraria.39 La opción de arrendar sus extensas propiedades resultaba especialmente atractiva para las viudas o las solteras emancipadas de la tutela de sus padres, ya que les aseguraba un ingreso seguro y creciente en el tiempo. Al igual que en etapas previas, estas mujeres continuaron gozando de rentas urbanas, que a lo largo de las décadas del cambio de siglo incrementaron su rendimiento conforme crecía el precio del suelo en la ciudad. Pero a diferencia de lo sucedido hasta la década de 1870, en los años del auge exportador la posesión de propiedad rural se volvió frecuente también para las mujeres. Así, por ejemplo, Agustina, una de las hijas de Tomás Manuel, fijó su residencia en París, adonde le llegaban regularmente los arrendamientos devengados por las 32 000 hectáreas que poseía en Dolores.40

Los encantos de la vida del rentista sedujeron a miembros varones de la familia y algunos de ellos se destacaron porque sus enormes recursos les ofrecieron la posibilidad de ocupar un lugar preeminente en el alto mundo social, no sólo en Argentina sino también en el continente europeo. Uno de los nietos de Nicolás Anchorena, Fabián Gómez de Anchorena, empleó su dinero como llave de entrada en la alta sociedad española en las décadas de 1870 y 1880. Formó parte del séquito del futuro Alfonso XII, a quien en ocasiones parece haber superado en su capacidad de derroche.41 Algunas décadas más tarde, y gracias a su fortuna, Aarón de Anchorena alcanzó renombre como hombre de mundo, deportista y explorador.

En el último cuarto del siglo XIX, pues, el ascetismo que había signado el comportamiento de generaciones previas y que todavía se percibe en la dura denuncia contra "el principio inmoral de que las clases acomodadas vivan en el ocio dejando esterilizar sus facultades para su propio bien y para todos los demás hombres" que Juan Anchorena dejó sentada en su testamento (1888),42 quedó definitivamente atrás. Entre las generaciones nacidas en la era del auge exportador, estos austeros imperativos cedieron ante el avance de un dispendioso y aristocrático estilo de vida.43 Sin embargo, en su mayor parte, los varones de esta familia siguieron derroteros menos extravagantes que los de Fabián Gómez o Aarón de Anchorena. Con frecuencia, ello se tradujo en una fórmula que combinaba, en dosis variables, el disfrute de los placeres de la vida mundana con la dirección de empresas y negocios rurales.

Dado que el incremento del precio del suelo tornaba difícil la expansión del patrimonio territorial heredado, las biografías económicas de los empresarios de esta familia desde las primeras décadas del siglo XX revelan aspectos más rutinarios de la gestión de los recursos heredados. Clausurado el camino de la expansión territorial, quizá la principal novedad se refiere a la creciente vocación de las nuevas generaciones para invertir en la mejora técnica con el fin de incrementar la rentabilidad de un activo que, en líneas generales, había dejado de aumentar en superficie. Así, mientras generaciones previas habían demostrado escaso aprecio por la innovación técnica, desde el cambio de siglo estos terratenientes desarrollaron un conocimiento más íntimo y directo de las realidades productivas de sus empresas. Este nuevo perfil empresarial alcanzó mayor relevancia y visibilidad en los negocios vinculados con la producción ganadera, ya que la producción agrícola, de creciente importancia desde la década de 1890, creció sobre la base del arrendamiento a familias de agricultores, por lo que en este terreno los grandes propietarios desempeñaron un papel secundario en la organización y dirección del esfuerzo productivo.

En esta etapa, varios miembros de esta familia se destacaron como estancieros modernizadores. Los hijos de Tomás Severino testimonian la emergencia de esta nueva figura empresarial, a su vez reveladora del gusto por la vida rural que constituye un rasgo típico de la elite de ese periodo. Esteban alcanzó renombre como criador de animales de raza y convirtió su cabaña Santa Clara en una de las más prestigiosas del país a comienzos del siglo XX; otro tanto puede decirse de su hermano Joaquín, propietario de otra afamada estancia, La Merced. Los hijos de Nicolás Anchorena también destinaron parte importante de sus enormes recursos a la mejora productiva de sus estancias, a las que además transformaron en ámbitos destinados a desplegar un fastuoso estilo de vida: Emilio hizo construir una gran residencia en La Azucena, Enrique hizo otro tanto en El Boquerón y Aarón, en su propiedad de San Juan, en el vecino Uruguay (más tarde convertida en la residencia de verano del presidente de este país).44 Su hermana Josefina los superó en derroche y ambición: su estancia Acelain se cuenta entre las más magníficas de la pampa.

En general, todos los integrantes del clan Anchorena de la primera mitad del siglo XX hicieron de la actividad rural el centro de sus intereses económicos, concentrando su energía en la administración de la herencia territorial recibida, que a lo sumo combinaron con el ejercicio de la abogacía o alguna otra profesión liberal. Así hicieron, por ejemplo, Victorio, cuyos bienes rurales representaban 80% del activo que dejó en 1911, y Juan Esteban, que en 1943 dejó una fortuna de más de 13 000 000 m. n. o 3 100 000 dólares de la época, en la que las propiedades rurales representaban 76% de su patrimonio total.45

En todos estos casos, el énfasis en la inversión rural significó algo más que una transformación en el patrón de inversiones, pues también comprendió aspectos más generales referidos a su identidad social. Entre los empresarios de esta familia que actuaron desde fines del siglo XIX se pone de manifiesto una identificación con la actividad rural de una intensidad desconocida en generaciones previas. Desterrado el ausentismo y reforzados los lazos afectivos con la vida rural y la actividad ganadera, en este periodo los Anchorena terminaron de convertirse en estancieros.

 

El descenso

Definida y cristalizada de este modo la inserción económica de los Anchorena, desde el periodo de entreguerras el descenso desde su posición encumbrada era poco menos que inevitable. Precisamente por el carácter esencialmente agrario del patrón de inversiones adoptado a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, al cabo de algunas décadas tres procesos de distinto ritmo de desarrollo los afectaron con particular intensidad: la depresión mundial, las leyes de arrendamiento de 1943 y la fragmentación de la propiedad como consecuencia de la partición hereditaria.

Como a todos los productores y rentistas agrarios argentinos, la crisis del treinta golpeó con fuerza a los Anchorena. A fines de 1930, Leonor Uriburu de Anchorena señalaba, alarmada, que "la situación agrícola es tal vez la peor que jamás [hemos] atravesado; en el mejor de los casos la gente entendida cree que este año las rentas se reducirán a la mitad".46 No se trataba sólo de la caída del ingreso corriente, sino también de la devaluación del patrimonio. Lo sucedido con las propiedades de Clara Romana, una de las hijas de Tomás Manuel de Anchorena, lo muestra con claridad. En esos años, el precio de sus activos rurales se derrumbó: su campo de 21 600 hectáreas en Dolores, tasado en casi 600 000 pesos en 1930, cuando ya la caída de los precios había comenzado, se liquidó en poco más de 50% de esta cifra unos años más tarde.47

Para enfrentar estas dificultades, los Anchorena debieron adoptar un estilo de vida menos rumboso o liquidar parte del patrimonio. Enrique Anchorena, que poco antes había solicitado los servicios de Alister Mackenzie -quizá el mayor arquitecto de canchas de golf de todos los tiempos- para diseñar el campo de golf que deseaba construir en su estancia El Boquerón, debió contentarse con poner en marcha un proyecto bastante menos ambicioso.48 En París, la viuda de Emilio de Anchorena confesaba que "gasto lo estrictamente necesario en vivir [...]. Los anticuarios, joyeros, etc., no me han visto ni el polvo."49 En esos años de dificultades, los Anchorena sintieron crecer la presión sobre sus grandes residencias urbanas. La venta de dos de ellas marcó, en lo que a estilos de vida de la elite se refiere, el fin de una época. En 1936, los descendientes de Mercedes Castellanos vendieron su magnífica casa al Estado nacional; desde entonces pasó a alojar al Ministerio de Relaciones Exteriores. Tres años más tarde, la formidable mansión de Lucila de Anchorena fue demolida y el terreno fraccionado y vendido en lotes más pequeños.50

A pesar de la recuperación parcial de los precios agrarios desde mediados de la década de 1930, el momento dorado de la renta del suelo había tocado su fin. El ingreso de Argentina en la era de la democracia social no sólo volvió cada vez más inaceptable el despliegue público del dispendioso estilo de vida de la elite de la belle époque; también tuvo consecuencias decisivas sobre el marco legal en el que se desenvolvían las relaciones entre los terratenientes y sus arrendatarios, en particular los que destinaban la tierra a la producción agrícola. La legislación sobre arrendamientos sancionada por los militares que alcanzaron el poder en 1943 afectó con especial dureza a los propietarios rentistas. Esta legislación, que se mantuvo en vigencia hasta 1968, limitó la capacidad de los propietarios de disponer libremente de sus tierras. Al mismo tiempo, les aseguró a los agricultores arrendatarios la posibilidad de permanecer en las tierras que ocupaban a cambio de un canon congelado, cuyo valor nominal los propietarios tenían prohibido incrementar pese a la elevada y persistente inflación que signó al periodo de posguerra.51 Como nos advierte la tasación de los bienes rurales de la sucesión de Norberto Anchorena, en 1946, esta legislación tuvo consecuencias muy directas sobre el valor de las propiedades cedidas en alquiler. Como resultado de "la incidencia que tienen en el valor de los predios rurales, las actuales leyes de arrendamiento", el precio de su estancia cayó 40% en apenas tres años.52

Esta abrupta caída del valor y de la posibilidad de disponer de la tierra arrendada, sumada a la caída del ingreso agrario que sucedió a la crisis del treinta, perjudicó a los terratenientes. Con todo, estos eventos le otorgaron mayor celeridad y dramatismo a un proceso de declinación que podía demorarse pero no detenerse, ya que era producto del proceso de partición hereditaria que afectó a los Anchorena y a otros grandes clanes terratenientes a lo largo del siglo XX. Desde las primeras décadas de la nueva centuria, las extensas propiedades acumuladas por la segunda y la tercera generación de esta familia comenzaron a fragmentarse a un ritmo cada vez más acelerado. Durante la etapa de expansión de la frontera que se prolongó hasta fines del siglo XIX, su patrimonio territorial creció a ritmo veloz, mientras que el tamaño relativamente reducido del grupo familiar contribuyó a mantenerlo unido, o en su defecto a reconstruirlo (muchas veces a ampliarlo) más rápido de lo que lo fragmentaba el crecimiento de las nuevas generaciones. Sin embargo, cuando la incorporación de tierras de frontera llegó a su fin, cesaron también las condiciones que habían hecho posible la expansión de su patrimonio rústico. Ello sucedió al mismo tiempo que el descenso de la mortalidad infantil (resultado de avances de la medicina y mejoras sanitarias), combinado con la persistencia de valores familiares tradicionales que promovían altas tasas de natalidad entre las familias de clase alta, incrementaba el tamaño de las nuevas generaciones a un ritmo notablemente más veloz que en el pasado. A lo largo de esas décadas, la explotación más intensiva de la tierra incrementó el ingreso total percibido por los Anchorena, pero lo hizo a una velocidad muy inferior a su crecimiento demográfico.

Desde comienzos de siglo, el tamaño de este clan creció de manera exponencial. Tomás Manuel, fallecido en 1847, dejó seis hijos y estos otros ocho, que a su vez tuvieron al menos 28 descendientes. Juan José, muerto en 1833, dejó tres hijos que dividieron su fortuna en trece partes; varios de estos dieron vida a más de ocho vástagos cada uno: Mercedes tuvo diez y Norberto nueve. Mariano, fallecido en 1856, dividió su fortuna en tres partes, pero sus hijos dejaron catorce descendientes, que se convirtieron en varias decenas para el periodo de entreguerras. En la década de 1880, los adultos que llevaban el apellido Anchorena no eran más de quince; cuatro décadas más tarde superaban los 40 y la familia seguía creciendo. De acuerdo con un estudio genealógico realizado en 1946, en ese año los descendientes de Juan José eran 105, los de Tomás, 77, y los de Nicolás, 111.53 En el curso de algo más de un siglo, la familia había crecido casi cien veces.

Para las décadas de los veinte y los treinta algunos miembros de este clan en expansión todavía poseían imperios territoriales que una opinión pública cada vez más hostil hacia la gran propiedad rural juzgaba excesivos. Con todo, incluso las mayores fortunas territoriales del periodo de entreguerras no sólo eran menores que las existentes medio siglo antes, sino que todas ellas estaban en franco retroceso. Pedro, el único hijo varón de Juan José Anchorena, ofrece un ejemplo de la intensidad que tomó el proceso de fragmentación de la propiedad rural de esta familia en el curso de dos generaciones. En 1908, Pedro dejó más de 60 000 hectáreas de tierra pampeana a sus diez herederos. Cuatro décadas más tarde, uno de sus hijos, Norberto, dividió sus 13 000 hectáreas entre nueve vástagos. Cuando a Eduardo, nieto de Pedro e hijo de Norberto, le tocó repartir sus bienes, apenas pudo disponer de 1 800 hectáreas.54 Como se advierte, los descendientes de Pedro intentaron revertir la contracción de su patrimonio mediante nuevas adquisiciones, pero a una escala cada vez más modesta. Por estos motivos, Eduardo siguió llamándose "hacendado", pero el significado que poseía esta palabra era muy distinto para él que para su padre o su abuelo. Aun cuando no todas las ramas de la familia crecieron tan rápido ni sufrieron tan intensamente la fragmentación de su patrimonio, todas ellas se vieron afectadas por el mismo proceso, y ello terminó expulsando a los Anchorena de la verdadera cúspide de la riqueza.

 

Visión en perspectiva

La historia de los Anchorena ejemplifica las mutaciones que experimentó el sector dominante de la elite de negocios entre la creación del virreinato del Río de la Plata y la depresión mundial, y pone de relieve algunas de las características más sobresalientes de este grupo. A lo largo de ese extenso periodo, los empresarios de esta familia demostraron una infrecuente habilidad para explotar las actividades más atractivas y rentables en cada momento histórico. El comercio a distancia, base sobre la que se erigieron las principales fortunas coloniales rioplatenses, constituyó por medio siglo el núcleo original de los negocios de los Anchorena. En esta región donde no existían ni emprendimientos mineros ni grandes ciudades y en la que tanto los mercados como las empresas urbanas y rurales poseían una escala muy modesta, el comercio a distancia constituía la única plataforma que permitía escapar a las constricciones impuestas por el entorno local a la acumulación de riqueza. La comercialización de bienes de alto valor unitario a través de una extensa geografía que iba desde Potosí a Cádiz, que permitía lucrar con las diferencias de precios existentes entre mercados distantes y mal comunicados, constituía el único nicho en el que podía labrarse una gran fortuna. Ningún otro sector ofrecía oportunidades de negocios tan considerables, sobre todo desde que, en la era de los Borbones, Buenos Aires se convirtió en una de las principales cabeceras de la reorientación atlántica del imperio español. Juan Esteban de Anchorena sacó provecho de estas circunstancias y en el curso de tres o cuatro décadas, se convirtió en uno de los porteños más ricos de su tiempo.

El derrumbe del imperio dañó el entorno en el que los Anchorena habían iniciado su ascenso. La apertura comercial y el arribo de mercaderes provenientes del Atlántico Norte los obligó a retirarse del lucrativo comercio de importación. Desde entonces, los descendientes de Juan Esteban de Anchorena orientaron su actividad comercial hacia regiones y mercados donde se hallaban mejor protegidos de la competencia con los nuevos dominadores del vínculo externo. Desplazados de los circuitos comerciales más dinámicos y rentables, comenzaron a explorar alternativas fuera de la actividad mercantil. En la década de 1820, emprendieron la inversión en la producción rural para la exportación, un ámbito que había tomado impulso tras la apertura comercial y donde estaban surgiendo empresas de una escala desconocida en la era colonial. Ello no supuso, sin embargo, un vuelco completo de sus activos hacia el campo. Durante la etapa de alta inestabilidad institucional que se prolongó hasta mediados de siglo, los Anchorena combinaron inversiones agrarias con colocaciones en comercio y crédito y también invirtieron en bienes de renta urbana. Su estrategia de inversión apuntó a diversificar sus activos, combinando inversiones riesgosas pero de alta rentabilidad con otras menos rentables pero más seguras.

En la segunda mitad del siglo XIX se produjo una transformación decisiva en su estrategia de inversión, producto a su vez de la aceleración del crecimiento y del cambio en el entorno institucional en el que desarrollaban sus negocios. La afirmación del orden político, la creciente solidez de las instituciones económicas y la expansión productiva crearon un nuevo contexto en el que los patrones de inversión conservadores perdieron atractivo, impulsando a los capitalistas a invertir en las actividades más dinámicas y rentables. La expansión económica abrió grandes oportunidades de negocios en todos los sectores de la economía; no todas, sin embargo, se mostraron igualmente atractivas para los capitalistas nativos. La expansión del mercado y la mayor estabilidad institucional también crearon incentivos para el arribo de nuevas y más poderosas empresas extranjeras que dominaban tecnologías y recursos de capital que se hallaban fuera del alcance de los capitalistas nativos, así como para el desarrollo de un empresariado de origen inmigrante. El desembarco de grandes firmas extranjeras que pusieron bajo su control los segmentos dominantes del sistema de transporte, y parte considerable de la actividad comercial mayorista, así como el desarrollo de grandes casas bancarias, tanto públicas como privadas, recortaron oportunidades de inversión en sectores en los que los Anchorena y otros capitalistas porteños habían incursionado en el pasado. Al mismo tiempo y pese a la veloz expansión que entonces experimentaba la economía argentina, el tamaño relativamente reducido del mercado interno siguió imponiendo límites a las oportunidades de acumulación en terrenos tales como la producción manufacturera o la actividad comercial.

En estas circunstancias, la decisión de los Anchorena de concentrar sus energías en el sector rural parece la más apropiada para sacar el mejor provecho de sus destrezas de gestión y sus vastos recursos. Ella les permitió vincularse con un sector cuyo crecimiento, gracias a la disponibilidad de tierras de frontera y la expansión de la demanda externa de lanas, carnes y granos, parecía no tener límite. Inicialmente, su especialización en la actividad rural tuvo un componente especulativo de considerable importancia, por lo que a lo largo de la segunda mitad de siglo los Anchorena adquirieron vastas extensiones en los distritos de frontera que se incorporaban al dominio estatal y, más lentamente, a la actividad productiva. Cuando todas sus tierras entraron en producción, los Anchorena vieron multiplicarse varias veces tanto su ingreso como su patrimonio. En ese momento, las ventajas de haber apostado a la producción rural se volvieron muy evidentes, como lo prueba su capacidad para sobrepasar no sólo a los empresarios que actuaban en otros terrenos (comercio, industria y finanzas) en el medio local, sino también para alcanzar una posición de privilegio en la jerarquía de la riqueza internacional.

Puesto en un contexto comparativo, el caso de los Anchorena ejemplifica un fenómeno más general sobre las características de la elite económica argentina de la etapa de crecimiento exportador. En muchas economías latinoamericanas de ese tiempo, los empresarios agrarios más poderosos buscaron extender su influencia fuera del sector primario, girando excedentes hacia otros sectores de actividad. En São Paulo, los intereses cafeteros avanzaron desde la producción agrícola hacia el comercio, el transporte, las finanzas y la producción manufacturera. En México, la elite empresarial también invirtió simultáneamente en producción, comercio y finanzas. En la pampa, en cambio, los mayores empresarios rurales apostaron a profundizar su especialización sectorial. El hecho de que los principales terratenientes argentinos alcanzaran fortunas que no sólo eran las primeras del país, sino que también se encontraban entre las primeras de los países de la periferia, y no muy lejanos de las mayores fortunas de la Europa continental, sugiere cuán acertada era esta estrategia. Y es que la especialización en la actividad rural sirvió para obtener el máximo provecho posible de la excepcional calidad y la notable abundancia de los recursos naturales de la región. Contar con la extraordinaria reserva de tierra fértil pampeana constituyó una ventaja que ninguna otra clase empresarial latinoamericana estaba en condiciones de igualar. Por tanto, resulta razonable que los grandes capitalistas nativos se lanzaran a explotarla en todas sus posibilidades.

En la segunda mitad del siglo XIX, los Anchorena se hicieron dueños de decenas de miles de hectáreas de tierras fértiles, que se valorizaban continuamente y rendían ingresos crecientes. A pesar de la división de su patrimonio entre numerosos hijos, todos ellos dejaron a sus descendientes en una posición privilegiada, a la que muy pocos argentinos de las primeras décadas del siglo XX podían aspirar.

La etapa de expansión exportadora que se prolongó hasta 1914 fue, sin duda, el momento dorado para los Anchorena. Por una ironía del destino, cuando este periodo llegó a su fin, la especialización agraria comenzaba a ofrecerle rendimientos decrecientes a una familia cuya identificación económica y emotiva con la actividad rural se había hecho más intensa y más completa que en cualquier otro momento previo. No obstante, el cambio de rumbo no se produjo. Fieles a un modo de entender la actividad económica que, luego de cuatro o cinco décadas de exitosa especialización en la actividad rural, se les había tornado una segunda naturaleza, las nuevas generaciones de esta familia no se mostraron capaces de moverse hacia los sectores que, desde la década de 1920, y más claramente desde la gran depresión, comenzaron a mostrar mayor dinamismo, y que se vinculaban con la economía urbana y la producción de bienes y servicios para el mercado interno.

En ese punto, la especialización en la actividad rural terminó revelándose problemática. Clausurada la etapa de expansión de la frontera, el crecimiento demográfico de la familia comenzó a fragmentar su patrimonio y a contraer su ingreso. En alguna medida este último proceso quedó oculto, pues algunos de sus síntomas coincidieron con momentos de dificultades excepcionales para todos los productores rurales argentinos. Durante la crisis del treinta, la baja de la rentabilidad agraria afectó sus ingresos y contrajo el valor de sus activos. Las leyes de arrendamiento sancionadas en 1943 marcaron el comienzo de una larga etapa en la que la política económica se tornó hostil hacia la gran propiedad. Ello sucedió cuando tanto la expansión de la industria y los servicios como las políticas públicas contribuían a desplazar el centro de gravedad de la economía desde el sector exportador hacia el mercado interno. Desde entonces, los empresarios de la manufactura, el comercio, los servicios y las finanzas desplazaron a los propietarios agrarios de la cúspide de la riqueza. Incapaces de reaccionar a tiempo ante el viraje de los vientos económicos, los Anchorena siguieron vinculados a la suerte de un sector que ya no podía brindarles la posibilidad de recrear la trayectoria ascendente de generaciones pasadas. Herederos de un pasado más glorioso que su presente, conforme transcurre la segunda mitad del siglo XX los Anchorena desaparecieron de la cumbre de la burguesía argentina.

 

Fuentes consultadas

Archivos

AGN Archivo General de la Nación, Argentina.

APJN Archivo General del Poder Judicial de la Nación, Argentina.

AJA Archivo privado Juan Anchorena, Buenos Aires.

 

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Notas

* Versiones previas de este trabajo fueron discutidas en la Red de Estudios Rurales, Buenos Aires, y en el Segundo Congreso Latinoamericano de Historia Económica realizado en la ciudad de México en febrero de 2010. Agradezco los comentarios recibidos en ambos encuentros, así como las sugerencias y observaciones de los evaluadores anónimos de esta revista.

1 Véanse, en particular, Brown, "Nineteenth-Century", 1978; Poensgen, Familie, 1998; Milletich, "Formación", 2006; Hora, "Patrones", 2005, y "Comercio", 2005.

2 Durante el extenso periodo que se analiza en este trabajo, la unidad monetaria experimentó dos grandes mutaciones. En 1822, el peso de plata español fue reemplazado por el peso fuerte (de plata) y el peso moneda corriente (papel sin respaldo); estos, a su vez, dejaron lugar en 1883 al peso oro (moneda metálica) y al peso moneda nacional (papel moneda) respectivamente. A poco de su aparición en 1822, el papel sin respaldo comenzó a depreciarse a gran velocidad; para 1883, cuando el peso corriente dejó de circular, apenas cotizaba a 4% de su valor original. Gracias a su contenido en metal precioso, la moneda metálica retuvo su valor hasta su desaparición poco antes de la crisis de 1930. A lo largo de ese extenso periodo, sólo experimentó las alzas y bajas propias de la cotización del metálico, y otras igualmente circunstanciales de corto y mediano plazos vinculadas con la política monetaria y la situación de la balanza de pagos. En los momentos de modificación del signo monetario, el peso colonial, el fuerte y el peso oro se cambiaron a la par (1 peso=1 peso fuerte=1 peso oro). En este ensayo, pues, las magnitudes siempre se expresan en pesos metálicos, con la intención de proveer un patrón de comparación relativamente uniforme para todo el periodo considerado. Para facilitar las comparaciones internacionales, conviene recordar que la moneda metálica argentina poseía un valor similar al del dólar estadunidense y se cambiaba por 0.2 libras esterlinas.

3 La trayectoria de Juan Esteban Anchorena es analizada con más detalle en Hora, "Patrones", 2005, pp. 47-50, y Milletich, "Formación", 2006.

4 Hora, "Patrones", 2005, pp. 47-50, y Milletich, "Formación", 2006.

5 Socolow, Mercaderes, 1991, pp. 78-82, y Gelman, Mercachifle, 1996, p. 38.

6 Sobre las fortunas limeñas, véase Haitin, "Urban", 1986, pp. 281-298; sobre las mexicanas, Brading, Miners, 1971, pp. 127-128; sobre las porteñas, Socolow, "Marriage", 1980, p. 403, y Gelman, "Carácter", 1989, p. 54.

7 Este proceso es analizado en Halperín, Revolución, 1972, pp. 93-120.

8 Tomás M. de Anchorena a Francisco Gabriel del Portal, 10 de junio de 1818, Libro copiador de cartas, t. I; T. M. de Anchorena a Juan José de Anchorena, 11 de diciembre de 1820, en Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Archivo Anchorena, Libro copiador de cartas, t. I. Mi hermano Tomás su cuenta desde su salida a Montevideo, en AGN, Archivo Anchorena, f. 316.

9 Tomás M. de Anchorena a Nicolás Anchorena, 8 de mayo de 1816, en AGN, Archivo Anchorena, Donación Ibarguren, Jockey Club de Buenos Aires.

10 Hora, "Comercio", 2005, p. 576.

11 Ibid., pp. 579-588.

12 Hora, "Patrones", 2005, pp. 60-68.

13 Garavaglia, Pastores, 1999, p. 150.

14 Los principales rasgos de la expansión productiva posindependiente son analizados en Brown, Socioeconomic, 1979; Amaral, Rise, 1998; Garavaglia, Pastores, 1999; Hora, Historia, 2010, y Míguez, Historia, 2008. Una introducción a las discusiones historiográficas en Salvatore y Newland, "Between", 2003.

15 Halperín, "Expansión", 1963.

16 Garavaglia, "Patrones", 1999, y Hora, "Perfil", 2006.

17 Poensgen, Familie, 1998, pp. 250-251.

18 AGN, Protocolos notariales, registro 1, 1844, f. 847.

19 Sucesión Tomás M. de Anchorena, en AGN.

20 Sucesión Nicolás Anchorena, en AGN. Véase un análisis detallado en Hora, "Comercio", 2005, pp. 589-97.

21 Véase, por ejemplo, sucesión Josefa Catalina Aguirre de Anchorena, en AGN, f. 227.

22 Sobre los principales rasgos de este periodo véanse Cortés, "Growth", 1993; Hora, Historia, 2010; Míguez, "Veinte", 2006, e Historia, 2008, y Regalsky, "Modernización", 2006.

23 Sábato, Clase, 1991. Entre las contribuciones que se inscriben en esta perspectiva, véanse Schvarzer, Empresarios, 1991, y Rocchi, Chimneys, 2006.

24 Cerutti, "Burgueses", 1989. Para el caso de San Pablo, véase Cardoso, Metamorfoses, 1982; Saes, Grande, 1986; Dean, Industrialization, 1969, y Suzigan, Indústria, 2000. Para Perú, véase Quiroz, "Financial", 1988; para México, Haber, Industry, 1989.

25 Véase, por ejemplo, Giberti, Historia, 1954.

26 Hora, "Landowning", 2002, y "Making", 2003.

27 Sucesión Tomás S. de Anchorena, en AGN f. 91.

28 Sucesión Pedro Anchorena, en Archivo del Poder Judicial de la Nación (en adelante APJN), fs. 316-330.

29 Sucesión Nicolás Anchorena, en AGN, f. 30.

30 La Prensa, 20 de octubre de 1895, p. 5.

31 La Nación, 20 de octubre de 1895, p. 4.

32 El testamento es reproducido en Institución, Vigesimosegundo, 1938, p. 19.

33 La Nación, 20 de octubre de 1895, p. 5.

34 Hora, "Landowning", 2002.

35 Hora, "Grandes", 2009.

36 Cardoso, Metamorfoses, 1982, p. 164.

37 Rubinstein, "Entrepreneurial", 1983.

38 Para una visión general sobre las transformaciones de la economía rural pampeana en la primera mitad del siglo XX véase Barsky y Gelman, Historia, 2001; para una introducción a la literatura sobre el tema véase Girbal, "Historiografía", 2001.

39 Piketty y Saez, "Income", 2004, tabla 2.

40 Sucesión Agustina Anchorena de Pacheco, en AGN.

41 Lusarreta, Cinco, 1999, p. 70.

42 Institución, Vigesimosegundo, 1938, p. 29.

43 El estilo de vida de las elites de este periodo es analizado en Losada, Alta, 2008.

44 José Uriburu a Leonor Uriburu de Anchorena, 28 de julio de 1931, en Archivo Juan Anchorena (en adelante AJA); Narciso Vivot a Leonor Uriburu de Anchorena, 23 de noviembre de 1926, en AJA; La Nación, 18 de marzo de 2006.

45 Sucesión Victorio Anchorena y Sucesión Juan Esteban Anchorena, ambas en APJN.

46 Leonor Uriburu de Anchorena a Emilio Anchorena Uriburu, 21 de noviembre de 1930, en AJA.

47 Sucesión Clara Romana Anchorena de Uribelarrea, en APJN.

48 Dunne, "Lost", 2007.

49 Leonor Uriburu de Anchorena a Alfredo Vivot, 22 de noviembre de 1930, en AJA.

50 Quesada, Lucila, 1996, p. 52.

51 Sobre la reforma agraria impulsada por la revolución de 1943, véase Hora, Landowners, 2001, pp. 214-17, y Barsky y Gelman, Historia, 2001.

52 Sucesión Norberto Anchorena, en APJN, f. 740.

53 Institución, Trigesimoprimero, 1947, pp. 45-79.

54 Sucesión Eduardo J. Anchorena, en APJN.

 

Sobre el autor

Roy Hora

Roy Hora es doctor en Historia Moderna por la Universidad de Oxford. Es profesor en la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del CONICET. Sus libros más recientes son Historia económica de la Argentina en el siglo zor(2010) y Los estancieros contra el Estado. La Liga Agraria y la formación del ruralismo político en la Argentina moderna (2009).

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