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América Latina en la historia económica

versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ  no.35 México ene./jun. 2011

 

Reseñas

 

Claudio Belini, La industria peronista, 1946–1955: políticas públicas y cambio estructural

 

Hernán González Bollo*

 

Buenos Aires, EDHASA, 2009, 220 pp.

 

*Instituto de Estudios Históricos y Sociales–CONICET

 

El derrotero de la industria argentina está dominado por expectativas frustradas y una recurrente evaluación negativa sobre sus resultados a largo plazo, en especial respecto de su capacidad para desarrollarse de forma autónoma, a pesar de la dotación de los recursos humanos y naturales. Frente a una agricultura y una ganadería competitivas en el mercado internacional, la actividad secundaria dejó de ser un apéndice de ambas para formar parte de la agenda política. Si ello ocurrió tímidamente en los años veinte, en la década siguiente el parque industrial preexistente se vio beneficiado por el híbrido de política económica que incluía medidas cambiarias, fiscales y monetarias para reactivar la economía. Lo cierto es que a principios de los cuarenta la inversión pública aceleró la industrialización nativa (que lideraba un incipiente intercambio comercial de bienes no tradicionales), al punto que superó a las actividades primarias. Mientras, la segunda guerra mundial profundizó el debate sobre el papel de la entera rama secundaria en la inmediata posguerra. Las herramientas de gestión pública creadas por el conservadurismo en la década infame (1930–1943) fueron heredadas por la elite peronista, conformando la plataforma desde la cual esta apostó a una industrialización basada en el crecimiento del mercado interno y la planificación de metas productivas. Claudio Belini da cuenta de que detrás de tales metas se articuló una trama compuesta por organismos públicos, políticas e incentivos sectoriales. Ella estaba en constante interacción con una amplia variedad de intereses empresariales, inmersa en un contexto político y económico cambiante.

Ante las clásicas referencias a las políticas globales (Consejo Nacional de Posguerra, Primer y Segundo Plan Quinquenal), junto con las reconstrucciones de climas de ideas (crisis de posguerra, doctrina de Defensa Nacional, difusión del New Deal), la originalidad de la investigación de Belini reside en profundizar el análisis desagregado por sectores fabriles. De esta manera, enfatiza en los propósitos iniciales y la puesta en marcha de programas puntuales (sin olvidar los problemas derivados de tales iniciativas), para evaluar el impacto productivo y laboral. La obra tiene como eje transversal el uso de la categoría autonomía enraizada, desarrollada por Peter Evans, una alternativa viable a la categoría autonomía relativa (cuya consecuencia metodológica es la concepción de un Estado nacional aislado de la sociedad), a fin de definir las relaciones entre las burocracias y los empresarios mediante fluidos canales de comunicación para negociar metas y reformular objetivos. El autor matiza la visión canónica, pues descarta que estemos frente a una política industrial, originalmente con fines autárquicos. En realidad, las crisis de la balanza comercial (1949) y la escasez de dólares (1952) obraron a favor de la profundización del proteccionismo, a través de permisos previos de cambio, cuotas de importación, etc. Por otra parte, Belini relativiza la visión normativa que impone la utilización del término política industrial, si bien reconoce que el peronismo impuso en definitiva el giro copernicano a favor del sector secundario. La promoción del crecimiento manufacturero supuso un amplio repertorio de instrumentos: créditos, controles sobre las importaciones, tipos de cambio diferenciales, regímenes de promoción sectorial, en medio del deterioro de las reservas monetarias y las desconfianzas mutuas entre las autoridades financieras nativas y el capital extranjero. Dicha promoción refleja un orden de prioridades con objetivos excesivamente optimistas —dando por sentada la potencialidad expansiva del mercado interno— que otorgaban cierto poder de decisión a las burocracias en medio de los continuos conflictos entre los grupos que componían la elite en el poder (dinámica política a la que, por otra parte, no escaparon). El autor analiza seis ramas industriales, en este orden: siderurgia, automotriz, maquinaria agrícola, artefactos para el hogar, textil y cemento. El orden de presentación que sigue el autor no es explicado: ¿por qué deben alinearse al principio dos actividades capital–intensivas (flamantes partícipes de las ambiciosas metas de los planes justicialistas) y al final otras dos trabajo–intensivas (con antecedentes previos)?

No hay duda de que, en sintonía con las tendencias internacionales, en la Argentina de la segunda posguerra cobraba forma una sociodicea que cohesionaba a industriales, a militares y a administradores gubernamentales: todos estaban convencidos de que la creciente expansión del sector siderúrgico era índice inequívoco de progreso económico. Una prioridad que, dados los grandes recursos que se ponían en juego, empalmaba perfectamente con el sentido programático de toda planificación indicativa. La tesis del enraizamiento le permite a Belini probar la exitosa puesta en marcha del mecanismo de enlace entre empresarios laminadores, el Estado y los consumidores industriales, y explicar el notable logro alcanzado por ese sector metalúrgico. En cambio, las múltiples circunstancias que llevaron a las postergaciones y a los retardos en la concreción de una planta integrada, revelan otras relaciones de fuerza en el seno del régimen peronista. El celo nacionalista de las legislaturas, defensoras del control estatal del plan siderúrgico, contrasta con la mayor flexibilidad de los militares, los cuales, por otra parte, no obtuvieron todo lo que demandaron al poder ejecutivo. No son menos frustradas las expectativas puestas en la industria automotriz. Aquí el autor pone de relieve su adscripción a la línea de estudios que resalta la distancia entre discursos y resultados. El optimismo desmedido hizo vaticinar a las máximas autoridades políticas que una familia obrera podría comprar un automóvil y que se exportarían en un tercer plan. Al igual que en la siderurgia, en la reconstrucción que realiza Belini es clara la variedad de condicionantes que implica instalar plantas ensambladoras y fábricas de carrocerías o crear una red auxiliar de productores de repuestos. En fin, un punto llamativo del análisis de ambas ramas capital–intensivas es que se ven empañadas por maniobras varias veces millonarias, preludio de la dramática evaporación de reservas en divisas.

La maquinaria agrícola y los artefactos para el hogar señalan dos avances de la industrialización peronista. Sobre la primera rama, Belini destaca una paradoja, que originalmente fue considerada como un insumo importado gracias al alto precio del intercambio de bienes agrícolas. Luego, su promoción industrial fue al calor del objetivo de mecanizar el sector primario y, finalmente, formó parte de una política sectorial. La misma supuso la organización de otra comisión consultiva entre funcionarios, industriales e intereses agrícolas para alentar la especialización productiva. No obstante, convivió con la necesidad de importar los bienes de capital para facilitar el aumento de las exportaciones primarias. A pesar de esta tensión, la motorización agrícola justicialista no resultó más problemática de la que la sucedió. No menos exitosa fue la industria de artefactos para el hogar. La investigación destaca dicho logro como resultado de la redistribución del ingreso y del estímulo de la demanda interna. Pese a la falta de apoyo del crédito oficial, el libro da cuenta de otros incentivos, como los tipos de cambio múltiples (que alientan la progresiva fabricación local de componentes más complejos), la creación de un servicio público como Gas del Estado (cuya columna vertebral fue el gasoducto Comodoro Rivadavia–Buenos Aires) y un creativo sistema de pago en cuotas de los mismos fabricantes (señal inequívoca de la existencia de una demanda ávida e insatisfecha). A esta altura de la investigación surge un rasgo distintivo del Estado peronista, el de un Estado informado mediante la elaboración de informes sectoriales, cuya ruptura con el pasado es la rápida conversión del diagnóstico en insumo para reorientar los programas oficiales.

Las ramas textil y de cemento cierran esta investigación. La primera, integrada por las subramas de algodón, lana y rayón, no tuvo una evolución homogénea. Su producción se había consolidado durante la guerra y tenía pautados claros objetivos en el Primer Plan Quinquenal (1947–1951), cumplidos con éxito por la primera y la última de las subramas. Sin embargo, la producción textil debió sobrellevar el control de precios, como todo bien de consumo masivo, y el fortalecimiento de la capacidad negociadora del sindicato. Del análisis desagregado de la política crediticia y laboral surge una trama tan compleja como los cambios intrarrama: quejas políticas sobre la rentabilidad empresaria, pero generoso apoyo financiero a tasa negativa; huelgas de trabajadores, apoyo político a la patronal e intervención de la Asociación Obrera Textil por la Confederación General de Trabajo. De todas maneras, el autor aclara que los subsidios y las presiones sobre los costos son apenas dos aspectos para juzgar una organización productiva que, progresivamente liderada por la industria del algodón, era desatendida por los mismos empresarios. Finalmente, el caso de la industria del cemento es paradójico, pues el amplio programa de obras públicas del primer plan permitiría deducir que estaba pautada la producción y la ampliación de la capacidad instalada. No sólo no había previsiones para la rama, sino que había estado estancada durante la guerra. Estas peculiaridades, más el riguroso control oficial de la estructura de costos, señalan que los incentivos sectoriales fueron creados para atender la voraz demanda de la obra pública, lo que prolongó el estado vegetativo de la capacidad productiva y su tardía recuperación.

Por otra parte, a lo largo del texto surge un componente crucial, entre la planificación indicativa (o la falta de ella) y los vasos comunicantes Estado–intereses productivos. Me refiero a la cuestión de la disponibilidad de los datos sociolaborales y económicos en tiempo real y en series anuales. El peronismo declamó sobre la falta de un empadronamiento de la población y de un registro simultáneo de las actividades económicas, que luego de muchos obstáculos concretó en el cuarto censo nacional, en el otoño de 1947 (ya estaba en ejecución el Primer Plan Quinquenal). El desfase es notable si observamos que las cifras finales estarán disponibles a fines de la década de los cuarenta. En realidad, la flamante planificación indicativa se recostaba sobre la estadística industrial bienal, organizada desde 1935; los informes sociolaborales anuales del Departamento Nacional del Trabajo–Secretaría de Trabajo, organizada desde 1937, y el cuarto censo escolar de abril de 1943, que incluía datos de ingresos y vivienda de familias con hijos de hasta 21 años. Es decir, las fuentes iniciales concentradas por el Consejo Nacional de Posguerra y disponibles por el peronismo eran una estimación muy aproximada de la composición de la población económicamente activa, destrezas e inserción en el mercado laboral urbano. De todas maneras, esto supone un sesgo en la visión de la economía argentina de entonces. Sesgo que se contrapone al desarrollado entonces por el Banco Central, que tenía disponible una estimación de la renta nacional desde el punto de vista monetario y desagregado por actividades, de 1935–1945 (1946), discretamente marginada por el nuevo centro de decisión política. Las referencias de dicha estimación eran los trabajos de James Meade y Richard Stone, en Gran Bretaña, y Simon Kuznets, en Estados Unidos, puntos de partida de la planificación de la guerra total y de su exitoso desenlace. No está de más aclarar que John Hopkins, contratado por la Fundación Armour, consideraba excesivas las sumas y los agregados estimados por el Banco Central. Mientras, el peronismo pudo aducir que faltaban estadísticas confiables y computaba talleres de menos de diez obreros como parte integral de la industrialización en marcha. Igualmente, fue capaz de levantar otras dos estadísticas industriales (1948 y 1950) y un censo comercial, industrial y minero (1954), que permitieron a la Secretaría de Asuntos Económicos retomar la sabia estimación sectorial de la renta nacional, esta vez, desde 1935 hasta 1954 (1955).

Detrás de estos laberintos contables, en realidad, emerge un primer plan con una amplia y genérica definición de objetivos, y un segundo plan con fluidos contactos en el ámbito de las cámaras empresariales. Si ahora podemos juzgar esto, es posible gracias al análisis desagregado de Claudio Belini, que coloca en un nuevo umbral el debate sobre el perfil y el desempeño de la economía peronista.

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