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América Latina en la historia económica

versão On-line ISSN 2007-3496versão impressa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ  no.26 México Jul./Dez. 2006

 

Artículos

 

Ingenios habaneros del siglo XVIII: mundo agrario interior

 

Mercedes García Rodríguez

 

Fecha de recepción: marzo de 2006
Fecha de aceptación: abril de 2006

 

Resumen

En el siglo XVIII la tierra, la fuerza de trabajo y el molino eran considerados los elementos productivos de mayor importancia en el ingenio, pero sobre todo la tierra, ya que de su fertilidad dependía en gran medida la producción. El estudio muestra la composición, características físicas y organización productiva del llamado fundo de ingenio. Explica el proceso de demolición de las haciendas ganaderas que garantizó una gran disposición de tierras para el azúcar; así como la especulación con los bienes raíces, los precios, las formas de venta o arriendo de tierras, los gravámenes impuestos sobre estas fincas, y analiza si el ingenio, desde el punto de vista agrario, logró ser o no autosuficiente.

Palabras clave: Cuba en el siglo XVIII, ingenio habanero, hatos ganaderos, deforestación, caña de azúcar, economía azucarera, características físicas de la propiedad azucarera.

 

Abstract

In XVII century Cuba, land, work and mili instalIations were considered the most important productive elements on the ingenio. This was particularly relevant in the case of the land, mainly because its fertility depended on its production. The study shows the physical and organizational characteristics of the ingenio. It explains the elimination of fue stock land in order to convert it into sugar production estates. It also analyzes fue speculation, prices, selling, buying, renting and taxes levied on fuese lands. It tries to elucidate iffue sugar estate was self-sufficient.

Key words: XVIIth century Cuba, Havana ingenio, stock land, deforestation, sugar cane, sugar economy, physical characteristics of sugar lands.

 

El presente trabajo es parte de una investigación mayor que intenta rescatar la identidad de la manufactura azucarera de La Habana en el siglo XVIII, obviada casi por completo en las generalizaciones e interpretaciones de la historia de Cuba; a la vez intenta resaltar la importancia que fue cobrando el azúcar y cómo esta dio prosperidad a la isla en una etapa que, historiográficamente, ha sido caracterizada como miserable y de estancamiento económico.1 En tal sentido, este estudio reinterpretativo de la evolución azucarera de La Habana aportará nuevos enfoques y matices a un pasado que no por desconocido es menos auténtico. En su versión más amplia,2 el trabajo recoge un análisis pormenorizado de los diversos factores que resultan imprescindibles para evaluar el crecimiento del renglón azucarero, como son: los capitales inversionistas, la tecnología, la fuerza motriz, la fuerza de trabajo y, por supuesto, la tierra, a la cual dedicamos un estudio puntual en este artículo.

La preferencia por La Habana3 para iniciar este trabajo responde a que fue en esta región donde se inició la más importante transformación de la estructura agraria tradicional, a partir de las demoliciones de los hatos y corrales4 haciendas ganaderas que junto a las estancias de labor caracterizaron el paisaje rural de Cuba en los siglos XVI, XVII Y buena parte del siglo XVIII. Este cambio en el uso de la tierra dio paso a una economía agraria comercial basada en dos productos básicos: el tabaco y el azúcar, que a partir del setecientos se convertirían en los principales renglones productivos de la isla, seguidos por la ganadería y el café.

La nueva disposición de tierras para la caña de azúcar, garantizada en el occidente cubano por el proceso de demoliciones de fines del siglo XVII, generó un amplio crecimiento del renglón azucarero reflejado en un importante número de unidades que se fundaría desde principios del setecientos y a lo largo de toda esta centuria. Ya en 1759, La Habana contaba con 88 ingenios activos y unos diez en construcción. Estas unidades producían 75% del total de azucares elaborados en toda la isla,5 pero el crecimiento continúo de fauna inusitada; entre 1770 y 1780 ya la cifra de unidades azucareras de la región se había duplicado, reportándose 180 ingenios produciendo azucares, y en 1792, la cifra se había elevado a 228, es decir, se habían fundado en sólo doce años 48 nuevas unidades.6 Todo esto es indicativo de un sostenido crecimiento durante el periodo, que colocó a La Habana, como región, en la avanzada del crecimiento azucarero de Cuba, seguida a distancia por las regiones centro-orientales del país, dedicadas fundamentalmente a la rama pecuaria, sobre todo a la cría de ganado mayor.

En este artículo, como ya he advertido, se realizará un estudio puntual de la tierra destinada a la producción azucarera, cuestión muy poco atendida por la historiografía económica que se ocupa de estos primeros siglos, la cual ha puesto el acento en los estudios comerciales o en la "tecnología fabril", descuidando los aspectos agrícolas. Sin embargo, no puede desconocerse que hasta avanzado el siglo XIX, la producción del azúcar fue una actividad eminentemente agromanufacturera y, por lo tanto, en esta simbiosis el estudio de la tierra es de suma importancia para cualquier análisis evolutivo sobre el tema, sobre todo hasta finales del siglo XVIII, etapa en que la producción del dulce tuvo un marcado sabor agrario, y su rentabilidad dependió en un porcentaje elevado de la disposición de tierras adecuadas para el cultivo de la caña, de los factores climatológicos, del empleo eficiente de los bosques, de los animales de tiro y tracción pero, sobre todo, del trabajo esclavo, mucho más en los campos que en la manufactura. La tierra es, además, el elemento fundacional por excelencia de cualquier empresa agrícola y de ahí la necesidad impostergable de su estudio.

El ingenio, como célula productiva agromanufacturera, necesitó en todos los tiempos de menores o mayores extensiones de tierra. En Cuba, los primitivos trapiches del siglo XVI surgieron dentro de las estancias7 unidades agrarias que se mercedaron por los cabildos locales para el cultivo de frutos menores como: yuca, maíz, plátanos, boniatos y frutas tropicales, cuyo destino era el mercado local. Estas unidades eran de pequeña extensión si se les compara con las grandes haciendas de ganado, llamadas en Cuba hatos y corrales. Las estancias se movían en un rango de una a dos caballerías, sólo algunas fueron de tres pero constituían la excepción. Por ello, la superficie física de su terreno resultó muy limitada para la producción azucarera.8 Como práctica, los estancieros que se inclinaron por el cultivo cañero para la elaboración de azucares trataron de adquirir por compras las estancias colindantes, con el propósito de aumentar las capacidades productivas de su parcela, pero esto tuvo fuerte oposición dentro del Cabildo, ya que la caña desplazaba a otros cultivos prioritarios para la alimentación, afectándose seriamente el abastecimiento de la ciudad.9

Entre 1630 y 1660, el Cabildo se refiere continuamente a la escasez de cazabe,10 frutas, huevos, maíz y legumbres en la villa habanera, y varios caballeros capitulares argumentan que esto estaba sucediendo porque

las mercedes que este Cabildo ha hecho para estancias de labranza las han convertido a otros fines [ ... ] fundando en ellas ingenios, y otros las han vendido a los dueños de trapiches que las han agregado a su propiedad azucarera como potrero o para ser sembradas de caña [ ... ] esto provoca que hayan dejado de producir los bastimentas que se necesitan [ ... ] y por ello presentamos petición para que se prohíba que en las estancias se siembre caña y se hagan trapiches.11

También por estos años se declaran vedados o prohibidos los cortes de madera diez leguas al este y diez leguas al oeste del puerto, a favor del astillero y de los ejidos. Medida que supuestamente limitaba la expansión cañera hacia estas zonas costeras y boscosas; aunque a decir verdad, pese a todas estas restricciones, algunos azucareros violaron las disposiciones y salieron triunfantes, a fuerza de comprar favores e imponer su producción y expansión.

Desde mediados del siglo XVII, uno de los retos para el fomento azucarero fue lograr la transformación de la antigua estructura agraria de hatos y corrales en unidades productivas agrarias más pequeñas en extensión, pero más dinámicas en producción, y con mayores propuestas de mercado; esto fue posible por las llamadas demoliciones12 de las antiguas haciendas ganaderas. El proceso de demolición permitió el replanteo del uso y redistribución del suelo y, por lo tanto, liberalizó un importante volumen de caballerías de tierras que antes se dedicaban a la ganadería extensiva y que a partir de entonces se pusieron en función de la agricultura comercial, esencialmente cañera.

La tierra, aunque mercedada en usufructo por la corona y los cabildos locales desde los primeros tiempos de la conquista, se convirtió en el siglo XVIII en objeto de especulación, y este fue otro factor que agilizó el proceso de demoliciones, sobre todo de las haciendas más cercanas al puerto habanero, cuyas fértiles y accesibles tierras se convirtieron en una de las mercancías más cotizadas y codiciadas en la región. Por ello, muchos de los antiguos señores de hatos y corrales de La Habana se apresuraron a demoler varios de sus predios, vendiéndolos o arrendándolos al mejor postor, con la aprobación del Cabildo, cuyos capitulares, para esta fecha, estaban casi todos integrados al negocio azucarero.

Esta nueva reestructuración agraria que dio luz verde al azúcar como renglón económico de cierta autonomía, en referencia al tabaco estancado, obtuvo muy pronto la santificación de la Iglesia, que comenzó a medrar con los dulces diezmos. Incluso algunas de las órdenes eclesiásticas utilizaron parte de sus predios para fundar ingenios, como fueron los betlemitas y los jesuitas,13 y hubo casos de conventos que arrendaron tierras para el cultivo cañero, lucrando con las rentas obtenidas de la producción y venta de azucares.

La especulación de los oligarcas y eclesiásticos de La Habana con los bienes raíces no fue ajena a los oficiales reales españoles, el propio gobernador y capitán general don Francisco Caxigal de la Vega, con plena conciencia del negocio que esto supuso, escribió al marqués de la Ensenada:

un corral con cuatro leguas planas que es su área, incluye 421 caballerías y pico; el costo que han tenido las compras de las tierras para criar ganado es de 500 a 1 000 pesos cada legua, mientras que el rendimiento que lograron los demoledores pasa de 80 000 pesos, poniendo a 200 pesos o un poco más la venta de cada caballeria [ ... ] es un tesoro hallado en la calle por la mera libertad con que le hemos permitido demoler sus haciendas. 14

Los cálculos de Caxigal palidecen ante la realidad de lo que representó esta jugosa especulación, pues las ganancias obtenidas por los señores de hatos y corrales de La Habana fueron realmente enormes al quedar demostrado que la producción de azúcar era viable; esto disparó el precio de la caballería de tierra, duplicándose y hasta triplicándose su valor en sólo unos años. La ancestral oligarquía agraria fijó entonces precios muy elevados a la tierra de las haciendas que demolieron, sobre todo, a los terrenos llanos, más fértiles y cercanos al puerto; dichas tierras las habían recibido por gracia real o merced, sin costo alguno, sólo pagando las aportaciones fiscales correspondientes, pero ahora habían descubierto que con la venta de gran parte de ella, que mantenían inactiva o con ganado cimarrón, podían hacer jugosos negocios.

La escasez de dinero líquido en la región incidió en que estos antiguos hateros se convirtieran de la noche a la mañana en terratenientes rentistas, al tener que aceptar la venta de sus tierras a plazos, a través de las llamadas ventas a censo.15 Por supuesto, en su mayoría, estos señores reservaron para su uso las mejores tierras de cada hacienda demolida, donde construyeron sus propios ingenios. De esta manera un grupo importante de la ancestral oligarquía habanera comenzaría a vivir de las rentas de la tierra y a la vez de la producción y venta de azúcares; junto a otros negocios menores que fomentaron a la par; entre ellos el tabaco, los cueros, el comercio de ropas y alimentos, y los alquileres de inmuebles cercanos al puerto, convertidos en almacenes y locales comerciales. Por ello, a los más ricos propietarios de ingenios, en los siglos XVII y XVIII, no se les puede encasillar únicamente como azucareros, pues en realidad se comportaron como figuras económicas polivalentes, dentro de una cambiante y diversificada economía, donde su estrategia fue la de dispersar riesgos, apostando a diversos negocios.16

Para que se tenga una idea de la curva ascendente en los precios de la tierra destinada al cultivo cañero, en la región, pudiéramos señalar que entre 1700 y 1739, el valor de una caballería de tierra en La Habana oscilaba entre los 250 y350 pesos de a ocho reales; ya para las décadas de los cuarenta y cincuenta su valor se había prácticamente duplicado, moviéndose entre los 400 y 550 pesos. A partir de 1760 y hasta 1790, se reportan ventas entre los 600 y 850 pesos por caballería. Pero después de los años noventa el aumento del precio de la tierra fue galopante en correspondencia con los beneficios demostrados por la agricultura comercial, que se manifestaron en los excelentes precios del azúcar y el tabaco, y en las mayores y más seguras posibilidades de mercados para a rubos productos. En la última década del setecientos una caballería de tierra se cotizaba en La Habana entre los 1 000 Y 1700 pesos,17 sin importar mucho su calidad ni ubicación.

Es necesario aclarar que mientras esta revalorización del suelo esta sucediendo en el occidente de la isla, en las regiones centro-orientales los precios de la tierra permanezcan bajos, prácticamente inalterables, y apenas se reportaban transacciones en cuanto a las propiedades inmobiliarias, en realidad los enormes latifundios ganaderos centro-orientales permanecieron en su gran mayoría indivisos, en manos de sus propietarios; aunque en algunos casos al morir sus dueños sus herederos se las volvieron a repartir en los llamados pesos de posesión, subdividiendo de nuevo estas tierras que se conocen como haciendas comuneras;18 pero sin que esto implicara la ruptura o disgregación de las primitivas haciendas mercedadas, que podían tener a la vez varios dueños, poseedores de una cantidad de los pesos de posesión en que había sido mercedada.

En Sancti Spíritus, durante la primera mitad del setecientos, la venta de un corral no sobrepasaba los 1 000 pesos. Así, por ejemplo, el corral Taguasco fue vendido en 550 pesos en la década de 1740, y también por esos años se vendieron los corrales Tayabacoa Abajo y La Concepción en 300 pesos cada uno. 19

En Santiago de Cuba, las 26 caballerías de tierra del ingenio San Juan de Buenavista se vendieron en 1708, en 600 pesos,20 a razón de 23 pesos cada una. Por lo general, el precio de una caballería21 de tierra en estas regiones fluctuaba entre los doce y 25 pesos en la época, valores ínfimos si se les compara con los que corrían en La Habana por esos años. Ya en el último tercio de la centuria aumentó el valor de la tierra en la región oriental, pero nunca al nivel alcanzado en occidente.

La explicación de estas marcadas diferencias entre el occidente y el centro-oriente de la isla, en cuanto al suelo y su valor, radica en que todavía muchas de estas tierras del interior mercedadas como grandes latifundios ganaderos, algunos devenidos en haciendas comuneras, permanecían explotadas de forma extensiva, y produciendo para un mercado local, bajo el signo de una economía natural, pues sus puertos, no explotados ni privilegiados con el arribo de las flotas, como el puerto habanero, tuvieron un escaso movimiento mercantil al quedar excluidos del tráfico interoceánico y relegados sus habitantes, para sobrevivir, a las prácticas ilícitas del llamado comercio de rescate o contrabando. Esto influyó en que algunos productos agrícolas exportables como el tabaco o la caña de azúcar penetraran muy lentamente en la región centro-oriental del país, ya que desde estas zonas no resultaba fácil su extracción hasta el puerto de La Habana y de allí a Europa.

Sin embargo, estas villas del interior aprovecharon su lejanía de la capital para continuar con la compañía de ganado mayor que para mediados del siglo XVIII era muy demandado por las islas azucareras del Caribe, sobre todo como ganado en pie y carne salada para sus ingenios. El ganado y la carne, exportados desde estas regiones del interior en forma clandestina, dejaba a los habitantes de tierra adentro muy buenos dividendos, especialmente a los vecinos de Bayamo y de Puerto Príncipe, hoy Camagüey.

Con el crecimiento azucarero que va produciéndose en el occidente de Cuba, las llamadas tierras del interior fueron sometidas a reiteradas obligaciones de entregas de ganado a La Habana para cubrir su déficit alimentario.22 Estas medidas perjudicaron sobremanera a los hacendados centro-orientales, ya que estas entregas extras hacían disminuir los envíos clandestinos de ganado a sus compradores del Caribe anglófono que los pagaban a mejores precio que los receptores habaneros. No obstante, estudios regionales de este tipo siguen ausentes, y los problemas agrarios de la región centro-oriental de Cuba continúan siendo todo un rento para la historiografía actual.

Volviendo a la historia agraria habanera, en el cuadro 1 se exponen, a través de algunos ejemplos, los valores que a lo largo del setecientos fue adquiriendo la tierra destinada a la fundación de ingenios, dicho incremento permite afirmar que el fundo o terreno donde se erigía la unidad azucarera resultaba una de las inversiones productivas más costosas del renglón,23 sobre todo para aquellos que decidiesen movilizar capitales hacía el azúcar y no procedieran del tronco familiar de los primeros oligarcas de la tierra, los llamados señores de hatos o hateros.

El valor en que se tasaba la tierra para ingenios estaba determinado esencialmente por tres factores básicos:

a) Cercanía al puerto o a zonas costeras, lo que facilitaba la rápida extracción del azúcar y otros subproductos hacia los puntos comerciales.

b) Suelos preferiblemente ubicados en llanuras aluviales y arcillosas, cercanos a ríos o lagunas, ya que la caña requería de humedad para su buen crecimiento.

e) Sitios con bosques cercanos para extraer la madera con que construir las casas de la manufactura, y de los cuales, de forma continua, pudiera extraerse la leña para las zafras.

Si un corte de ingenios24 poseía estos requisitos básicos, cada una de sus caballerías seña valorada en un precio muy alto, pero quien lo adquiriera tendría asegurada sus ganancias por muchos años, al menos desde el punto de vista de las condiciones ecológicas y los aseguramientos productivos, que para este periodo representaban un porcentaje importante en el triunfo de una empresa agraria. No obstante, es un hecho aceptado que toda la región occidental de Cuba poseía condiciones favorables para el cultivo cañero, por lo que en su geografía veremos los ingenios diseminados por doquier.

Como ha quedado esbozado, durante el setecientos, el futuro hacendado azucarero no agraciado con mercedes de tierras antes de 172925 debió invertir grandes sumas en la compra de las mismas, pero también tuvo la opción de adquirir una parte de ellas a crédito, pagando un interés anual sobre el principal o deuda pendiente. En otros casos podía tomar la tierra en arriendo y pagar entonces un canon o rédito de 5% anual sobre el total de su valor.

La tierra o fundo principal para la construcción de un ingenio pudo obtenerse en la época por cinco vías fundamentales:

1) Por mercedación del Cabildo a un determinado individuo que la solicitara con este fin.26

2) Por aprobación del Cabildo y del rey para que un antiguo propietario demoliera su hato o corral y en esas tierras estableciera uno o más cortes de ingenios, siempre que dichas tierras fueran de nuevo medidas y deslindadas, pagando al juez de Tierras los correspondientes impuestos fiscales y sus honorarios por la medición.

3) Por herencia familiar.

4) Por arriendo, pagando a su dueño un censo anual de 5% sobre el valor total de la parcela de tierra arrendada.

5) Por compra a los antiguos hateros de lo que se dio en llamar cortes de ingenios. Estas compras podían ser al contado o a crédito.

Las tierras adquiridas por arrendamiento o por compra procedían esencialmente de antiguos latifundios ganaderos demolidos, mismos que fueron subdivididos por sus propietarios en cortes de ingenio, estancias y vegas para dedicarlos la agricultura comercial.

La compra de tierras para fundar ingenios, lo mismo al contado que a crédito, fue la vía más recurrente durante el siglo XVIII, de los que pretendían iniciarse en el negocio azucarero y no habían sido agraciados con mercedes de tierras.27 Muchos inmigrantes que habían capitalizado en otras actividades, pero que llegaron tarde al reparto del botín agrario en la isla, estaban ávidos de invertir en bienes raíces, teniendo en cuenta que, como advirtiera Robert Keith,28 la compra de tierras era entonces un desembolso justificado en términos económicos, por ser un bien que aumentaba su valor en el tiempo, sobre todo cuando este era revalorizado a partir de la producción de bienes y alimentos exportables. Por otra parte, y no menos importante, es el hecho de que en la isla, en esa época, no existían muchas alternativas de inversión.29 Además, la compra de tierras llevaba implícito en esta etapa un beneficio adicional y estimulante, ya que su posesión era sinónimo de prestigio social y poder económico y, por lo tanto, era el primer y más importante escalón para todo aquel que aspirara a ocupar cargos dentro del Cabildo y a formar parte de la nobleza local.

Lo anterior explica cómo el proceso de demolición de los antiguos latifundios ganaderos, que se inicia en el siglo XVII y que continuara hasta el siglo XIX, posibilitó que nuevas generaciones de criollos e inmigrantes extranjeros, con ciertos recursos económicos, se insertaran al sector productivo agrario a través de las compras o arriendos de tierra, y que muchos de ellos comenzaran a codearse y a mezclarse con la primada oligarquía local y con sus descendientes en el negocio de la producción de azúcar. Es conveniente aclarar que no todos los hacendados azucareros de los siglo XVII y XVIII eran dueños de la tierra antes de establecer su unidad productiva, como al parecer lo han supuesto algunos autores.30 Por ello, dentro de sus inversiones iniciales fue imprescindible un alto desembolso en la compra de tierras, que junto a la inversión en la compra de esclavos conformaron la movilización de capitales mayor y más importante para la fundación de ingenios, sobre todo en el periodo que se estudia.

Ante el elevado costo de la tierra los interesados en fundar ingenios que no precedían de la oligarquía agraria inicial tuvieron que recurrir, en su mayoría, a la compra a plazos de la misma, estableciendo compromisos de pago a crédito con sus antiguos propietarios, los cuales quedaron recogidos en la documentación bajo las formas de censos redimibles y censos reservativos redimibles,31 con la obligación de pagar un interés anual de 5% sobre el principal o valor total de la propiedad. También tuvieron la opción de arrendar las tierras, pero la documentación demuestra que lo más usual fue la compra a plazos de la misma, bajo la forma de censo redimible; este último es el que aparece con mayor frecuencia en las escrituras notariales protocolizadas del periodo.

Un ejemplo típico de estas transacciones a plazo lo tenemos en la realizada por el señor don Matías de León, quien vendió a censo redimible 30 caballerías de tierra de su antiguo corral demolido Managuana al regidor don Félix de Acosta Riaza; la transacción se celebró por valor de 8 650 pesos, de los cuales, don Félix dio 650 pesos de contado, dejando los 8 000 restantes impuestos a censo redimible sobre dicha tierra, con la obligación de pagar 5% del rédito anual hasta liquidar totalmente la deuda.32

Este, entre otros muchos casos recogidos en los libros de Anotaduría y en los Protocolos notariales, muestra que durante el setecientos la mayoría de las tierras en las que se fundaron ingenios se compraron a plazos, o lo que es igual, a crédito, enmascarados bajo la forma de censos redimibles. De ello se infiere que el renglón azucarero, que llegaría con el tiempo a convertirse en la principal industria de la isla, nació cautivo del crédito hipotecario sobre el suelo. Y un gran número de los nuevos fundadores de ingenios de mediados del setecientos no procedían del viejo y primado tronco de hateros que había visto nacer la villa habanera, sino en algunos casos de una nueva generación de familias criollas y en otros de inmigrantes recién llegados, cuyos capitales se habían originado en actividades mercantiles o en la producción de tabaco para la especulación comercial.

Las deudas y censos que quedaron gravadas sobre la tierra, más el pago de las imposiciones religiosas conocidas como capellanías,33 junto a los préstamos anuales de título personal y de carácter usurario (conocidos en la época como refacción), solicitados para el avituallamiento de ingenios y dotaciones, fueron el talón de Aquiles de la gran manufactura azucarera criolla de fines del siglo XVIII y principios del XIX, ya que limitó la posibilidad de capitalización a la mayoría de los dueños de ingenios al tener que desviar gran parte de sus ganancias para el pago de sus obligaciones y compromisos financieros; todo ello sin contar las enormes sumas que los mismos debieron invertir en la compra de la fuerza de trabajo.34

De esta forma, pudiéramos establecer que en su mayoría los propietarios de ingenios que no pertenecieron a la primada oligarquía de la tierra fueron en la práctica dueños reales de las manufacturas que construyeron en sus unidades azucareras, es decir, de las fábricas y tecnología e incluso de las dotaciones de esclavos, pero arrendatarios, por largos años, de las tierras cañeras y los montes que explotaban para la producción de azúcar.

 

La extensión física del ingenio

Después de los hatos y los corrales, los ingenios fueron las propiedades agrarias de mayor extensión en Cuba. En la escenografía agraria colonial las estancias, vegas, potreros y sitios de labor, que fueron las restantes formas de propiedad que compartieron, junto a ingenios y haciendas ganaderas, casi nunca sobrepasaron las dos caballerías, y como excepción unas pocas llegaron a poseer entre tres y cuatro caballerías, mientras que las unidades azucareras de La Habana llegaron a tener, durante el setecientos, un área promedio de 29.72 caballerías de tierra. Por supuesto, las hubo mayores y también menores, pero en el periodo estudiado nunca un corte de ingenio fue inferior a ocho caballerías, ni pasó de 160.35

En relación al setecientos, podemos afirmar que el tamaño o extensión física de los ingenios varió en las diferentes etapas, así, por ejemplo, en los ingenios fundados entre 1700 y 1739 el área promedio fue de 26.56 caballerías; en los de 1740 a 1762, de 29.41 caballerías, mientras que en los erigidos entre 1763 y 1799 el área promedio había aumentado a 36.15 caballerías.36 Este crecimiento físico de la superficie, en las unidades azucareras, es un factor indicativo de la importancia que iba alcanzando el azúcar dentro del conglomerado de la economía habanera, y de su mar cada tendencia expansionista.

Esteban Pichardo advertía, respecto al área física de los cortes de ingenio, que nunca había prevalecido en Cuba una cantidad determinada, ni regla fija, para establecer la extensión de terreno en que debía fundarse una unidad azucarera, pero que para el siglo XIX esta extensión oscilaba, por lo general, entre las 30 y 50 caballerías.37 Es decir, unas cuantas caballerías más, que en el siglo precedente.

El tamaño del ingenio siempre ha sido punto de mira de los historiadores del azúcar, interesados en calcular, para cada periodo histórico, cuál fue el ingenio óptimo, y por supuesto uno de los indicadores para medir la eficiencia es la utilización productiva del suelo, en relación directa con su extensión y con la mano de obra que en él labora. Es por ello que el conocimiento del área total y la distribución interna de las tierras (cultivables y de monte), en las unidades azucareras, suele ser muy importante para los análisis de corte econométrico e histórico, sobre la productividad y la rentabilidad.

La producción de azúcar de un ingenio depende en gran medida de la caña que se logre plantar y de su calidad, además de lograr una buena molienda en la que se extraiga el mayor porcentaje posible de sacarosa por caña; claro está, en esta época el molino, con una tecnología aún muy rudimentaria, no era capaz de extraerle a la gramínea todo su contenido de sacarosa, condicionando así que el rendimiento físico de la caña resultara bajo comparado con etapas posteriores. Por todo ello, un factor clave para cualquier unidad azucarera era disponer de abundantes tierras para el cultivo de la gramínea. Y sobre todo sembrar gran cantidad de ella.

Los historiadores Ward J. Barrett y Stuart B. Schwartz38 realizaron un análisis comparativo entre dos economías azucareras en América en el siglo XVIII, escogiendo para sus estudios de caso a las regiones de Morelos, en México, y a la provincia de Bahía, en Brasil. Según sus conclusiones, en ambos escenarios geográficos el ingenio eficiente, en cuanto a extensión física, se movía en un rango de 360 a 380 hectáreas, es decir, entre las 27 y 29 caballerías de tierra. Por su parte, Michael Craton,39 en su estudio sobre el sistema jamaiquino de plantación, advierte que el ingenio Worthy Park fue el que más se acercó al ingenio óptimo en la Jamaica del setecientos, a este se le estimaba un área total de 365 hectáreas, equivalentes a 27.3 caballerías. En tal sentido, los ingenios habaneros del mismo periodo se movieron en un amplio espectro, en referencia a su área física, la que por lo general lindó entre las once y 40 caballerías, aunque una buena parte de los mismos se concentraban en el rango de 21 a 30 caballerías, como puede apreciarse en el cuadro 2. Estos cálculos, basados en los datos extraídos de las tasaciones e inventarios de ingenios plasmados en los Protocolos notariales de La Habana, difieren de los estimados realizados por Moreno,40 que se quedaron muy por debajo de la media real.

La nueva mirada a estas fuentes demuestra que los ingenios habaneros, entre 1690 y 1792, fueron similares en extensión a sus contemporáneos caribeños y, por 10 tanto, no fueron tan pequeños como erróneamente ha repetido la historiografía.

Como tendencia, en la región habanera se aprecia un intento por fundar ingenios cada vez mayores en extensión, sobre todo después de la década de 1760. En el cuadro anterior puede observarse cómo de los 221 ingenios en que la variable tierra aparece registrada, 86 de ellos estaban ya por encima de las 30 caballerías, representando estos 39% del total de la muestra, cifra nada despreciable teniendo en cuenta el repetido criterio de que estas unidades antes de 1792 no pasaban de quince caballerías. El historiador Pablo Tornero realizó recientemente un muestreo sobre 61 ingenios habaneros a partir del cotejo de fuentes españolas y cubanas en el periodo comprendido entre 1767 y 1836. Sus datos arrojan que las plantaciones de la región occidental estaban comprendidas, en su mayoría, entre las 36 y 45 caballerías, con una media general de 40 caballerías por ingenio,41 lo cual corrobora mi tesis y también los planteamientos anteriores de Esteban Pichardo (véase cuadro 3).

No sólo los nuevos ingenios de mediados del setecientos se conciben con una extensión mayor, también a muchos de los ya existentes se le agregan nuevas tierras para ensanchar sus posibilidades productivas. La década de 1760 puso proa hacia el crecimiento interior de las unidades azucareras. Estos años fueron determinantes en el cambio de mentalidad de un gran número de productores azucareros que comienzan a preocuparse más por aumentar la producción del dulce con vistas a suplir las mayores demandas del mercado. Desde 1762, los productores más abiertos hacia el exterior intentaron aprovechar al máximo los inmejorables precios del azúcar en época de conflictos bélicos entre las potencias, y las concesiones a la que España se vio compulsada en materia comercial.42 Muchos de los propietarios azucareros de La Habana comienzan a prepararse para asumir el nuevo reto de mercados, y entre sus primeros pasos estuvo lograr el crecimiento interno de sus ingenios y dotaciones con vistas a implantar dentro de sus predios una economía de escala. En tal sentido, puede afirmarse que la iniciativa personal de cada productor lideró las transformaciones para el incremento interior de sus unidades azucareras, modelando estas de acuerdo con las características físicas y geográficas de sus tierras y a los fondos y préstamos de capital logrados para las inversiones.

Así, por ejemplo, don Joseph de Herrera fundó en la década de 1740 su ingenio Nuestra Señora de los Dolores, compuesto por 25 caballerías del antiguo hato Ariguanabo, al oeste del puerto habanero. En 1758, don Francisco de Oseguera compra este ingenio a Herrera e inicia su ensanche en 1763, adquiriendo 171/2 caballerías de tierras que colindaban con su propiedad, lo que hizo aumentar el fundo de la unidad a 421/2 caballerías. Este ingenio, en 1770, pasa como herencia al capitán don Francisco de Orta Bello y a su esposa doña Nicolasa de Oseguera, hija del difunto Francisco Oseguera. Dicho matrimonio compró 571/2 caballerías de tierra del corral demolido San Pedro, que lindaba con su propiedad, agregándolas al fundo del ingenio, el cual en 1787 poseía ya 100 caballerías. Además, para asegurar la producción adquirieron 37 esclavos que sumaron a su dotación.43 Este ingenio es además una buena muestra de la perdurabilidad en el tiempo de este tipo de unidades, pues después de 50 años de fundado sigue en pie, aun más fortalecido en tierras y esclavos.

Otro caso similar fue el del ingenio Jesús, María y José, fundado en la década de 1750 por don Sebastián de Peñalver Angulo, regidor de privilegio del Cabildo habanero. Esta unidad se inició con 30 caballerías como fundo principal, pero sus distintos herederos fueron incorporándole nuevas tierras a lo largo del siglo, y ya en 1795 el ingenio había alcanzado las 65 caballerías.44 Para esta fecha los marqueses de Casa Peñalver se habían convertido en unos de los más importantes productores y especuladores de azucares de La Habana. Este ingenio, que operó entre dos siglos, pues continua en activo durante las primeras cinco décadas del siglo XIX, prueba que los ingenios del setecientos no fueron tan efímeros, como también se ha afirmado; y aun cuando algunos pudieron ser demolidos en un corto plazo de tiempo, la gran mayoría tuvieron una larga vida, incluso por más de 100 años.

Varios ingenios pudieran ser mencionados como muestra de este ensanche interno de sus tierras, operado en gran número de unidades azucareras de la segunda mitad del setecientos, y también un número importante podría dar muestra de la perdurabilidad de estas unidades en el tiempo, como son los casos de Nuestra Señora del Rosario y San Antonio de Guanabo, de don Antonio Claudio de la Luz que se fundó con 40 caballerías, y en la década de 1780 ya poseía 75. San Cipriano de Lechugas, que echó a andar en la década de los treinta con doce caballerías y en 1778 ya poseía 25; SanJuan Bautista, de don Gabriel María de Cárdenas, cuyo fundo pasó de 20 caballerías a 34 a finales de la década de 1770; San Francisco de Asís que se funda en 1720 con 40 caballerías, y en 1780 su dueño, don Lorenzo de Montalvo, le incorpora otras diez para dar un total de 50. También al ingenio El Plátano, de la familia Aróstegui, se le incorporan tierras en la década de 1780, pasando su fundo de 30 a 40 caballerías;45 y como éstos otros tantos, lo cual es el lógico resultado de las potencialidades que se avizoran para el azúcar en el mercado internacional, ya que esta mercancía se hacía cada día más imprescindible en las mesas de los habitantes de varios continentes.

La adición de tierras al fundo inicial no sólo se concibió para multiplicar las ya dedicadas al cultivo de caña, sino también, en muchos casos, para aumentar las reservas de leña, sumando al antiguo fundo nuevas tierras boscosas. En 1880, Antonio del Valle Hernández se refirió a esta necesaria práctica de los hacendados de ingenios desde antaño, cuando escribió, "Por lo regular, un fundo bien proporcionado, para ingenio, consta de unas 30 caballerías cuando menos, porque además del terreno que ha de ser menester ocupar en cañaverales, necesita cada ingenio un repuesto de monte para hacer anualmente la leña que ha de alimentar las fornallas.46

 

El espacio agrario compartido: tierras de monte y tierras cultivables

Los ingenios azucareros del setecientos, como se podrá inferir de lo anteriormente expuesto, no dedicaron todas sus tierras al cultivo de la gramínea, estos poseían extensiones mucho mayores que la superficie plantada de caña. En la práctica, el fundo de cada ingenio estaba dividido internamente en dos funciones esenciales: tierras cultivables (compartida entre la caña y cultivos varios para la alimentación de la dotación) y tierras de monte, en la época conocidas como tierras montuosas o boscosas. La determinación de las proporciones de ambas, en cada unidad, es tarea difícil, pues cada ingenio tenía sus propias características físicas del terreno. Tampoco parece haber funcionado, como aclara Pichardo, un parámetro fijo en la época que estableciera las extensiones idóneas para cada parte. No obstante, es posible intentar una aproximación al asunto a partir de los escasos datos aparecidos sobre la composición interna de las tierras de cada ingenio en las tasaciones de los mismos.

En sus investigaciones sobre el siglo XVII, Alejandro de la Fuente estimaba que en los ingenios de La Habana sólo se destinaba aproximadamente entre 30 y 37% de la tierra para plantar caña; el resto del terreno quedaba como reserva para leña y para cultivos de rotación como el maíz, la yuca, el boniato y los plátanos, destinados a la alimentación de la negrada47 La documentación consultada para este estudio nos permite afirmar que, para el siglo XVIII, la proporción descrita por De la Fuente no varió sustancialmente. De las 805 caballerías de tierra que componían el patrimonio territorial de los 26 ingenios para los que se encontró información sobre su disposición de tierras interiores, entre 1700 y 1792, sólo 39.5% estaban destinadas a los cultivos,48 cifra que rebasa en sólo 2% los estimados más altos que calculó el mencionado autor para el siglo precedente. El resto, es decir 60.5%, eran tierras de bosques; esto sin duda es indicativo de que en los ingenios de los siglos XVII y XVIII, los esquemas estructurales agrarios eran prácticamente iguales, cuestión lógica, porque en ambos periodos, los bosques del ingenio eran aun imprescindibles para obtener la leña, empleada como combustible para elaborar el producto básico final, el azúcar.

Investigaciones recientes sobre las colonias azucareras de la América española y portuguesa en los siglos XVII y XVIII49 han determinado que la superficie cañera de los ingenios de dicha región se movió en un rango algo mayor a la de Cuba, ocupando entre 40 y 45% de la extensión total de cada ingenio. Pero, definitivamente, tanto en la mayor de las Antillas como en el resto de las colonias azucareras de América, más de la mitad de la tierra que poseían los ingenios de estos siglos no era destinada a la producción básica, la caña, sino a cultivos menores de subsistencia y montes, con funciones subordinadas a la producción de azúcar, aunque no por ello menos importantes. En este sentido, vale una precisión. Tampoco en las economías de plantación pura la totalidad de la tierra era sembrada de caña, pues las reservas de árboles para leña también ocuparon espacios importantes dentro de cada unidad. Por lo tanto, estas tierras boscosas dentro del ingenio eran una necesidad impuesta a la manufactura azucarera por el estadio de desarrollo tecnológico de la época, no sólo a Cuba, sino a todos los territorios dedicados a este tipo de renglón económico.

Por otra parte, no sólo en Cuba hubo conucos de autosubsistencia, cultivados por esclavos, dentro de los ingenios, también en las economías de plantación pura, especialmente en las colonias inglesas de Jamaica y Trinidad y Tobago, se repartieron tierras entre los esclavos de las plantaciones para solucionar el problema de su alimentación diaria y con ello rebajar los costos de producción del hacendado. A estas tierras destinadas al cultivo para el autoconsumo, situadas por lo general en la periferia de las propiedades azucareras inglesas, se les llamó "polinkas",50 y fueron el símil de los conucos de subsistencia repartidos en Cuba a los esclavos de ingenios. Este método de doble utilización y explotación de la dotación, dentro de las unidades azucareras, llevó a que cada esclavo produjera parte de su propia dieta alimentaría aliviando con ello los gastos en su manutención, y funcionó como una regularidad en los ingenios caribeños de los siglo XVII y XVIII (véase cuadro 4).

Como ya ha quedado expuesto, para la fundación de una unidad azucarera era imprescindible disponer de tierra abundante, pero, especialmente, en estos siglos se hacia necesario que una buena. parte de las tierras que componían el fundo fueran de bosques, actuando estos como reservorios de la leña indispensable. Algunos historiadores han incurrido en el error de no considerar productivas las tierras cubiertas de árboles, pero sin lugar a dudas las mismas tenían una función económica estratégica insustituible, por entonces, en la elaboración de azúcar: aportar el combustible para el hervor de los caldos en la casa de calderas. Estas tierras boscosas eran, por lo tanto, un componente productivo indispensable dentro de cada unidad.

 

Más zafras, menos bosque: el gran dilema

La leña, extraída de las tierras boscosas de cada ingenio, garantizó y abarató, por su cercanía, la producción azucarera hasta la época en que comenzó a molerse con bagazo. No obstante la leña y la madera para las construcciones dentro de las unidades permanecieron por mucho tiempo vinculadas al proceso productivo principal. Según los cálculos de la investigadora Marie Louise von Wartburg, se necesitaba un kilogramo de vapor para condensar un kilogramo del agua contenida en el guarapo de las calderas de un ingenio; por ello afirma que: "era constante la necesidad del aprovisionamiento de leña para quemar en las hornallas o formallas, incluso aunque se recurriera a la ignición de bagazo"51

Para Cuba y Santo Domingo, según los cálculos de la época, una carreta cargada de leña contenía entre 60 y 70@ Y permitía producir 40@ de azúcar,52 lo cual implicaba un enorme consumo de combustible vegetal por zafra. En La Habana del setecientos el ingenio medio producía entre 3 900 Y 4 OOO@ anuales de azúcar,53 para lo cual consumía, aplicando los cálculos anteriormente citados (65@ de leña permitían producir 40@ de azúcar) unas 6 500@ de leña por zafra aproximadamente. Por supuesto los grandes productores de la época, que rebasaban las 10 000 arrobas,54 empleaban el doble, e incluso el triple de esta cantidad de combustible vegetal. Por ello puede afirmarse que existió una relación directa entre el incremento de la producción azucarera y la pérdida de la vegetación boscosa de cada unidad y, por consiguiente, una merma de los bosques del occidente de Cuba. Esto fue similar para el resto de la isla en la medida que avanzó la penetración azucarera, y por supuesto, una deforestación repetida en otras regiones productoras de azúcar del Caribe.

Un escrito testimonial refleja con gran crudeza el desastre ecológico producido por el ensanche azucarero del setecientos. El documento en cuestión es una carta remitida en 1768 al señor don Pedro A. de Charum, administrador general de las Temporalidades, por los señores don Manuel Becerra Betancourt, inspector de la Junta de Temporalidades, y Leandro Luis Jorge, mayoral del ingenio Río Blanco, que tras un recorrido de inspección por las antiguas propiedades de la Compañía de Jesús, después del paso del huracán Santa Teresa, que azotó a La Habana, en octubre de ese año, expresaba lo que sigue:

transitábamos la loma que nominan de Nazareno, y divisamos desde su cima las dos costas, del Norte y del Sur, de que se infiere la destrucción del espeso bosque y de los montes que cubrían esta vista y algo más asombroso aún, desde el ingenio del conde de Macurijes se percibe claramente todo el ingenio de don Juan López y Morales, que no se había visto jamás. Muchos de estos árboles se han cortado para leña, en zafras anteriores y otros los ha derribado el huracán. 55

Estas cortas líneas expresan, gráficamente, los daños causados al paisaje habanero y alos recursos forestales que lo integraron, por el impacto del azúcar, dando veracidad al criterio historiográfico de que los ingenios cubanos fueron los grandes devoradores de bosques, a lo largo de cuatro siglos de colonialismo.

Los estimados de Moreno, sobre el consumo de leña en los ingenios, son realmente impactantes, este aseguraba que: "a fines del siglo XVIII se tumbaban anualmente 500 caballerías de bosque, equivalentes a 6 710 hectáreas, para quemarlo como leña en los ingenios; y otras muchas más para el fomento de nuevas fábricas".56 Lo terrible de esta historia no está en el consumo de leña para la producción de azúcar, pues el bosque es un recurso natural renovable, sino en la despreocupación, bastante generalizada, de los azucareros por asegurar la renovación de los recursos forestales. Los señores de ingenios, lejos de replantar los árboles consumidos cada año, expandían los cultivos comerciales en estas tierras desmontadas, especialmente los sembrados de caña, tabaco, cacao y café. Aun hoy, generaciones completas de cubanos sufren, desde el punto de vista ecológico, las consecuencias de haber perdido, casi por completo, los verdes pulmones arbóreos de la parte occidental de la isla.

La deforestación interior de los ingenios fue ocurriendo de forma gradual, cada zafra liquidaba un volumen considerable de vegetación de las tierras boscosas de las unidades, incluidos árboles de maderas preciosas como la caoba, los cedros, los jobos y los robles, aun cuando por disposición real estos cortes estuvieran prohibidos, en beneficio de las construcciones de navíos a cargo de la Marina real española.57

La deforestación de los bosques habaneros comenzó a ser tan palpable en esta época que los comandantes generales de Marina, reunidos en la llamada Junta de Maderas, hicieron una fuerte oposición al crecimiento azucarero y criticaron duramente las entregas de tierras para crear nuevos ingenios, pues sabían que este crecimiento conspiraba contra los recursos madereros necesarios para la construcción de bajeles para la Marina española. En un recorrido realizado por dichos funcionarios, por la jurisdicción de La Habana, en 1775, observaron muchos destrozos en los bosques aledaños al puerto habanero y en los existentes entre las diez y catorce leguas de la ciudad, por lo que concluyeron que "mientras más ingenios, menos navíos"; peligrosa situación que pusieron rápidamente en conocimiento del rey. De ahí su persistente interés por regular las demoliciones de haciendas y prohibir los cortes de maderas preciosas como la caoba y el cedro.58 No obstante, la viabilidad que ya había alcanzado el azúcar dentro del cuadro agrario de la región y las ganancias que esta generaba eran tan importantes que los hacendados azucareros no se detuvieron ante nada, y violaron sistemáticamente las regulaciones establecidas por el poder colonial, para los cortes de madera.

En referencia a la deforestación causada por las continuas zafras es importante precisar que cuando los árboles de un ingenio quedaban consumidos totalmente en las continuas zafras, la unidad azucarera estaba condenada a ser demolida y su maquinaria vendida o trasladada a nuevas tierras para fundar un nuevo ingenio, ya que nunca fue rentable comprar leña en otras haciendas vecinas por los grandes desembolsos que esto generaba, no sólo por el elevado costo de la madera, sino por los gastos de su transportación que encarecían sobremanera el proceso productivo.

Algunos dueños de ingenios desforestados como el Barrutia, administrado desde 1767 por la Junta de Temporalidades, buscaron como solución a la falta de leña quemar bagazo seco y brusca para no parar sus zafras, pero otros propietarios habaneros, menos dados quizá a la experimentación, optaron por desmontar sus ingenios y vendieron o repartieron sus tierras en arriiendo para otros cultivos, como el tabaco o el café.

 

Las tierras de cultivo: caña, conucos de autoconsumo y cultivos comerciales agregados

Junto a los imprescindibles bosques, cada unidad azucarera necesitaba abundantes tierras desmontadas empleadas como áreas cultivables, donde la caña pudiera ser plantada en abundancia a la par que otros cultivos alimentarios, sembrados en los llamados conucos de subsistencia para la dotación.

La tierra cultivable dentro del ingenio se subdividía, como ya hemos explicado, en dos funciones claves. Una parte, casi siempre de mayores proporciones, se destinaba a la siembra de la caña, producto básico para la elaboración del azúcar, y el resto de la tierra, casi siempre ubicada en la zona periférica del ingenio, se dedicaba a los llamados cultivos menores, que se cosechaban en los conucos de subsistencia, y los mismos con tribuían a la alimentación de la dotación. Entre estos cultivos se encontraban el maíz, la yuca, el arroz, los frijoles y otros dos productos que se privilegiaban sobre el resto, estos eran el plátano y el boniato.

Aunque la historiografía azucarera ya ha apuntado reiteradamente la existencia de estos conucos de subsistencia dentro de los ingenios azucareros, poco ha escudriñado en los datos cuantitativos de estas producciones complementarias dejando a la imaginación la proporción de las mismas, que por lo general se han asumido como pequeñas teniendo en cuenta que eran cosechados por los mismos esclavos que debían atender los cultivos de la caña. Sin embargo, la novedad que nos descubre la acuciosa revisión de fuentes es la elevada cifra que de estas siembras se reportan durante todo el setecientos en un número nada despreciable de inventarios y tasaciones de ingenios. Así, por ejemplo, en el ingenio Nuestra Señora de la Concepción de Río Piedras, propiedad de Jacinto Pita Figueroa, se cuantificó la existencia, en 1704, de 14000 cepas de plátano y unas 1 500 de boniato, atendidas por los esclavos de su dotación que no pasaban de 40.59

Por otra parte, de las nueve caballerías cultivables que fueron reconocidas en la tasación del ingenio San Luis de Gonzaga, en 1760, una y media se declaró como sembrada de boniatos y yuca, y otra caballería sembrada de plátanos y árboles frutales de variadas clases,60 por lo que los frutos obtenidos debieron ser muy abundantes. Ese mismo año, en el ingenio Nuestra Señora del Rosario, propiedad de Francisco de Oseguera, se reportan 3 000 cepas de plátano y unos 300 árboles frutales, junto a algunas matas de café.61 En 1772, don Miguel Ciriaco de Arango, en su ingenio El Retiro, con 72 negros en su dotación, tenía sembradas 6 000 cepas de buen plátano, 1 500 de yuca, y unas 3 000 de boniato.62Evidentemente estos ingenios tenían un gran excedente que seguro destinaban a la venta o intercambio con otros productores, o en la ciudad.

La tasación realizada al ingenio San Rafael, de don Ambrosio de Sayas, en 1785, revela la asombrosa cifra de 25 000 cepas de plátanos, muchas de ellas paridas, 65 árboles frutales y unas diez tablas de maíz, y sólo contaba en su dotación con 48 esclavos, con lo cual parece exagerada toda esta producción con vistas solamente al autoconsumo de su pequeña fuerza de trabajo, lo que al igual que en los casos anteriores nos hace suponer que su propietario, o los propios esclavos, intercambiaban con otros productores colindantes el excedente de viandas y frutas producidos, o que sencillamente lo destinaban a la venta en el mercado interno de la ciudad, siempre necesitado, según los comentarios del Cabildo, de productos alimenticios como el cazabe, los plátanos, los boniatos, etc. No olvidemos que La Habana, ciudad populosa para la época y punto de tránsito entre dos continentes, demandaba de manera constante una gran cantidad de productos agropecuarios, no sólo para sus habitantes y los foráneos, sino también para el avituallamiento de las flotas, que recalaban en su obligado puerto.

Algo importante, y que también llama la atención, son los cultivos comerciales agregados que se cosechaban dentro del ingenio, paralelamente a la caña. En muchas unidades azucareras aparecen tasadas siembras de tabaco, cacao y café, las que por su poco volumen en algunos ingenios pudieran estar destinadas al autoconsumo de los propietarios y de su familia, pero en otros casos sus elevadas proporciones nos inclinan a pensar que eran producciones dirigidas a la comercialización en la ciudad. Algunos ejemplos pudieran explicar mejor esta situación, que se nos dibuja como una estrategia de diversificación interior compensatoria, es decir, una vía de asegurar ciertas ganancias, en otros cultivos paralelos a la caña, para reducir los riesgos de una mala zafra. Por supuesto, estas producciones comerciales alternativas -tabaco, cacao y café-dentro de las unidades azucareras, unida a las producciones de aguardiente, miel de purga, miel de abeja y cera, además de las vasijas, hormas, ladrillos y tejas de barro que se producían en los tejares de los ingenios, y que también eran comercializadas en otras unidades sin tejares y en los pueblos, contradicen el carácter que desde sus inicios define al ingenio como una unidad monoproductora, cuando en la práctica, y durante estos primeros siglos coloniales, los ingenios se comportaron como unidades diversificadas en las que primaba un cultivo básico, la caña, junto a diversas producciones agregadas y subproductos, de volumen nada despreciable.

Así, por ejemplo, podemos señalar que tan tempranamente como en 1712, el ingenio San BIas, San Francisco de Asís y San Juan Bautista, además de azúcar, miel de purga y aguardiente, cultivaba cacao. En su tasación, realizada ese año, se refleja una siembra de 150 plantas de este cultivo, y otras tantas recién sembradas, junto a una arboleda de más de 100 frutales.63 En 1764, los tasadores del ingenio Nuestra Señora de Regla, alias El Retiro, dejan plasmado en la descripción de esta unidad que la misma poseía dos casas de tabaco con sus cujes por un valor de 2 352 pesos, y una siembra de tabaco bien tratada, en una caballería cultivada por los esclavos, de la cual no se expresó su valor.64 Por otra parte, en el ingenio Nuestra Señora del Carmen y San Francisco de Paula, alias El Cano, tasado en 1771, se reporta una plantación de café con más de 500 matas, además de 100 matas de coco paridas y una arboleda con unos 200 árboles frutales.65 Y como curiosidad, aunque no fue el único, exponemos el caso del ingenio San Antonio, de los marqueses de Villalta, el cual en 1783 poseía 500 colmenas con sus enjambres en la arboleda de frutales del ingenio, además de otros 135 cajones de colmenas.66 No hay que olvidar cuán importantes eran entonces las producciones de cera y miel, la primera para la fabricación de velas y la segunda para endulzar postres y confeccionar golosinas, además de su uso farmacéutico. Dado sus aventajados precios en el mercado, se terminó estableciendo un comercio de ceras y miel entre La Habana y Veracruz, Maracaibo, Cartagena, Talllpico, Portobelo y Cádiz,67 al cual contribuyeron muchos señores de ingenios con sus producciones de mieles y panales.

La manufactura, por su parte, también concentraba unas producciones suplementarias, que como las agropecuarias fueron bases de sustento para el renglón; entre ellas pudieran mencionarse las hormas para la purga, las tejas y ladrillos para las construcciones y una multiplicidad de vasijas que se empleaban en las labores cotidianas de las unidades azucareras, especialmente en la cocina colectiva, entre ellas pueden mencionarse los porrones, las tinajas y los platos. Esta elaboración artesanal del barro, con fines utilitarios, se desarrollaba en los tejares de los ingenios y no sólo eran para el autoconsumo en los mismos, sino que también se producían por encargos de los ingenios vecinos que no poseían tejares, o para vender a los vecinos del ingenio. También muchos ladrillos, tejas y vasijas, como los porrones y platos, eran vendidos en los mercadillos de la ciudad y pueblos colindantes. Esto dejaba utilidades a sus propietarios que muchas veces eran reinvertidas en el propio ingenio. Las hormas se vendían entre tres y cuatro reales cada una, y el millar de tejas a diez pesos de a ocho reales; las vasijas, según su tipo, en cinco o seis reales.68

Otra de las producciones artesanales del ingenio, que apunta a su diversidad productiva, era el aguardiente de caña, a partir de destilar las mieles finales obtenidas en el proceso de purgado de los azucares. Por ello, esta producción, además de complementaría, es considerada un subproducto del proceso de elaboración de azucares.

Como bien precisa Moreno, el hacendado azucarero tenía dos opciones con estas mieles: destilarlas para convertirlas en aguardiente o, simplemente, venderlas como materia prima a las destilarías fundadas en La Habana, y a otras que, nacidas en el exterior como las estadunidenses, progresaron gracias a la importación de mieles finales de Cuba,69 las cuales al ser consideradas de excelente calidad pudieron venderse a muy buenos precios.

El aguardiente se destiló y se propagó a la sombra del azúcar y paradójicamente contribuyó a disminuir los costos de elaboración del dulce, pues las ganancias adquiridas de su venta se reinvirtieron en el beneficio azucarero; a pesar que durante siglos, su producción en la isla sufrió prohibiciones y serias regulaciones fiscales que limitaron, pero no impidieron, su permanencia y crecimiento como subproducto del azúcar.

Entre 1700 y 1764 varios ingenios de La Habana, además de azúcar, produjeron volúmenes importantes de aguardiente de caña, a pesar de estar prohibida por decreto real su fabricación, de ellos se destacan los ingenios San Bias, San Francisco de Asís y San Juan, propiedad hasta 1712 de Juan Rodríguez Vigario y más tarde del capitán don Joseph Bayona,70 supuestamente un noble militar fiel a la corona. Otra de estas unidades productoras de aguardiente, pese a las prohibiciones, lo fueron los ingenios Nuestra Señora del Rosario y San José, del matrimonio Pedro Beltrán de Santa Cruz y María Valdespino.71 Cada uno de estos ingenios poseía una casa de aguardiente, con un alambique con cabeza y culebra, de cobre y plomo, respectivamente, varias canoas de batisión y entre diez y quince barriles de buena madera de roble blanco para depositar el aguardiente destilado, hasta su traslado y venta en la ciudad.

Mucho del aguardiente producido en los ingenios habaneros, como un secreto a voces, entre 1724 y 1764, se extraía de contrabando hacia la Florida, Panzacola, el Mississippi, los Apalaches y otras regiones de América, aunque también se vendía al por menor en pulperías, bodegones y casas de la ciudad. En resumen, el rey estaba lejos, y como dice el dicho, ojos que no ven... En la isla, ante la prohibición, todos se hacían de la vista gorda y el negocio de los aguardientes lejos de eliminarse alcanzaba niveles superiores, porque el riesgo que engendró la prohibición disparó los precios. No cabe duda que el vicio, por una parte, las coimas a oficiales reales, por otra y, sobre todo, los amplios márgenes de utilidades que estos alcoholes dejaban a los señores de ingenios y alambiques, resultaron más atractivos que el cumplimiento de las órdenes dadas desde la lejana corte madrileña. Una vez más, los intereses y beneficios de los criollos y españoles residentes en la isla se imponían a los metropolitanos mediante una sórdida desobediencia.

Según Moreno, hasta el gobierno de don Luis de las Casas, los aguardientes de Cuba habían estado prohibidos hasta 1764, y más tarde gravados como forma de proteger los licores españoles, pero la sacarocracia, liderada por Francisco de Arango y Parreño, consiguió eliminar estas trabas legales a finales de siglo y desarrollar en grande este negocio.72

Todo ello nos lleva a las siguientes consideraciones finales.

La trasformación de la estructura agraria tradicional del occidente de la isla, a partir del proceso de demoliciones de los antiguos hatos y corrales desde fines del siglo XVII, garantizó una amplia disposición de tierras para el fomento de ingenios en la región habanera, al replantearse el uso de la tierra y la redistribución del suelo, antes dedicado a la ganadería extensiva. Lo cual hizo posible un sostenido crecimiento del número de ingenios en la región y con ello un apreciable incremento de la producción de azúcares, que colocó a La Habana en la avanzada del renglón azucarero en Cuba.

La viabilidad del azúcar, como producción exportable, involucró a muchos interesados en este renglón en la compraventa de tierras para fundar ingenios, comenzando una gran especulación con los bienes raíces que elevó a cifras astronómicas el precio del suelo en la región occidental de la isla. Esto, sumado a la escasez de dinero líquido en la colonia, convirtió a los antiguos señores de hatos y corrales en terratenientes rentistas, al tener que aceptar la venta de sus tierras a plazos en forma de censos. A la vez que muchos de estos antiguos hateros se convertían en hacendados azucareros al destinar sus mejores tierras a la fundación de nuevos ingenios.

Por otra parte, las deudas y censos con los que fueron gravadas las tierras compradas a plazo para fundar ingenios, por aquellos que no procedían de los antiguos señores de la tierra, unido a las imposiciones religiosas y a los préstamos solicitados para asegurar las zarras, fueron el talón de Aquiles de la manufactura azucarera criolla de fines del setecientos y principios del siglo XIX, ya que limitó la posibilidad de capitalización a la mayoría de los dueños de ingenios al tener que desviar gran parte de sus ganancias para el pago de sus deudas y compromisos financieros. Esto los convirtió en arrendatarios por largos años de las tierras y bosques que explotaban para la producción del dulce, y a muchos los llevó a la bancarrota teniendo que transferir sus ingenios a sus refaccionistas como única vía de saldar sus enormes deudas.

A diferencia de lo establecido por la historiografía tradicional, el manejo de nuevas fuentes ha permitido demostrar que los ingenios cubanos del setecientos fueron similares en extensión y formas de explotación agraria a sus contemporáneos caribeños. Sin dudas, la caña logró imponerse como cultivo comercial en el occidente de Cuba, pero a diferencia de las islas azucareras del Caribe, este renglón no desplazó completamente a la pequeña agricultura campesina dedicada a los cultivos menores, ni a la ganadería; al contrario, se apoyó en ellas, y a contrapelo de que les fuera favorable o no, incentivó estos renglones en las "regiones del interior".

Los ingenios del siglo XVIII no lograron ser unidades auto suficientes, como ha afirmado la historiografía, pues como ha quedado demostrado, necesitaban abastecerse en los mercados no sólo de carne, sal, aceites, pabilo, sogas, etc., sino también de piezas de cobre y hierro para la manufactura, comprar la mano de obra, e incluso movilizar hacia ellas capitales obtenidos a través de los préstamos hipotecarios.

Otra conclusión importante es que los ingenios del setecientos no pueden ser considerados unidades monoproductoras, pues como se ha probado, en sus tierras se producían diversos cultivos, tanto para la alimentación como para la exportación, aunque se privilegiaba, como es lógico, la siembra de la caña, materia prima indispensable para su producto básico final, el azúcar. Sin lugar a dudas, el método de repartir conucos entre los esclavos e incentivarlos a que cosecharan la tierra en pro de su subsistencia permitió reducir los costos de producción al disminuir las inversiones necesarias para el sostenimiento alimentario de las dotaciones y, a la vez, generó una diversificación agraria interior en los ingenios a partir de cultivos menores agregados al cultivo principal, e incluso de cultivos comerciales como el tabaco, el cacao, el café y los cocotales, también habría que sumar a ello los subproductos como las mieles, el aguardiente y la producción alfarera de sus tejares. Esta realidad nos muestra que en las unidades azucareras del siglo XVIII, las tierras de sus fundos fueron empleadas con un criterio diversificador para dispersar los riegos de una mala zafra, aun cuando a la caña se le diera el peso productivo mayor respecto a otros cultivos de consumo y exportables. Por todo ello, podemos afirmar que el siglo XVIII marcó para el renglón azucarero que se desarrollaba en La Habana, una paradójica realidad de diversificación/especialización que se producía a la par en la casi totalidad de los ingenios de la región, lo que los convierte en unidades polivalentes, o ingenios pluriproductores, más cercanos a las haciendas que a las plantaciones.

 

Archivos

AGI Archivo General de Indias, Sevilla, España.

ARMC Archivo Museo Histórico de la Ciudad, La Habana, Cuba.

ANC Archivo Nacional de Cuba, La Habana, Cuba.

BNJM Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, Cuba.

 

Bibliografía

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Notas

1 Exponentes de este criterio son, entre otros, los historiadores cubanos Ramiro Guerra y Felipe Pichardo Moya, este último consideraba los primeros siglos coloniales de Cuba como los más atrasados y pobres de toda su historia, debido al estancamiento productivo en que vivieron sus habitantes. Véase Pichardo, "Edad", 1943. Entre los autores extranjeros que opinan de forma similar pueden citarse al inglés Thomas, Cuba, 1973, y al estadunidense Ely, con su ya clásico libro, Cuando, 1963. Ambos historiadores consideran que la verdadera historia de Cuba comienza con la ocupación de La Habana por las tropas inglesas en 1762, época en que se logra la prosperidad y la apertura económica para la isla.

2 La autora acaba de concluir una amplía monografía titulada: Entre haciendas y plantaciones: la manufactura azucarera de La Habana en el siglo XVIII. En fase de edición. En ella no sólo se abordan con profundidad estos factores, sino también la legislación colonial respecto al comercio y la trata, las reformas borbónicas en estos aspectos y el funcionamiento de la refacción azucarera para obtener los capitales necesarios.

3 La Habana del setecientos, a la que haremos constante referencia en el trabajo, comprendía, en la época que se estudia, desde el Cabo de San Antonio, punto más occidental de la isla, hoy perteneciente a la provincia de Pinar del Río, hasta la actual provincia de Matanzas, excluyendo la Ciénaga de Zapata, al sur.

4 Hatos y corrales fueron la denominación que recibieron las grandes haciendas mercedadas a nombre del rey, por los cabildos o ayuntamientos de las diferentes villas que conformaron la isla, con la intención que fueran pobladas de ganado mayor, los hatos, y de ganado menor, los corrales. No obstante, en ambas unidades se criaban tanto unos como otros, de forma extensiva. Los hatos eran propiedades circulares y comprendían dos leguas de radio, mientras que los corrales de igual forma sólo tenían una legua de radio. Para mayor información sobre estas haciendas véase Bernardo, Manual 1860, pp. 176-177.

5 Archivo Nacional de Cuba (en adelante ANC), fondo Miscelánea de expedientes, núm. 2646. Libro que comprende las producciones y contribuciones de 5% de los ingenios de esta isla de Cuba, entre 1759 y 1762.

6 Archivo General de Indias (en adelante AGI), sección Santo Domingo, lego 1721.

7 Iglesias, "Estructura", 1991, p. 106.

8 García, "Ingenios", 1991, p. 116.

9 Archivo Museo Histórico de la Ciudad (en adelante AHMC), fondo Actas capitulares de La Habana. Libros correspondientes a los siglos XVII y XVIII, libro 10, f. 152; libro 11, fs. 510, 515, 609, 672, 673, Y libro 16, fs. 294, 295.

10 Cazabe: torta o pan que se hace en Cuba y en varias partes de América, utilizando una harina sacada de rayar la yuca o mandioca, como también se le conoce. Esta harina se seca y más tarde se amaza, aplastándose en forma de grandes galletas y se cocina en los llamados burenes. Originalmente fue un alimento producido por los indios americanos, pero más tarde los negros y mulatos libres se dedicaron a su fabricación, también los estancieros o campesinos de Cuba. Hoy día todavía se fabrica y se consume en algunas regiones de la isla, sobre todo en su parte centro-oriental.

11 AHMC, fondo Actas capitulares de La Habana Libros correspondientes a los siglos XVII y XVIII, libro 9, fs. 397-397v.

12 Se le llamó demolición o demoliciones al acto de sustituir, en una unidad agraria, un cultivo o actividad productiva por otra, siempre que su propietario obtuviera autorización legal para ello. En el caso de Cuba, los cabildos o poderes locales que se habían atribuido el derecho de repartir la tierra en usufructo, entre los colonizadores residentes de la isla, fueron los encargados de aprobar que las haciendas pudieran ser demolidas, es decir, que los dueños de hatos y corrales abandonaran la cría y montería de ganado para dedicarse al cultivo de otros productos como la caña o el tabaco.

13 Para mayor información, véase García., Misticismo, 2000.

14 "Correspondencia", 1915, pp. 263-267.

15 García, Aventura, 2004. Este estudio hace un análisis pormenorizado de las ventas a censos y de todo el proceso de hipotecas generado por la compraventa de tierras a plazos, para destinarlas a la producción azucarera.

16 Para ampliar la información, véase ibid.

17 García, "Ingenios", 1991, pp. 118-120.

18 Nombre genérico dado en Cuba a las haciendas constituidas en forma de comunidad, pues generalmente teman más de un propietario comunero. El comunero o copropietario posee la tierra en los llamados pesos de posesión. En este tipo de hacienda de comunidad, el comunero puede ser coparticipe o copropietario; pero también podía ser accionista o aparcero. Estas haciendas eran poligonales, y la mayoría poseían 72 lados, aunque las hubo de 64 lados, y eran por su extensión verdaderos latifundios. Estas haciendas se concentraban en la región centro-oriental del país, y muchas de ellas permanecieron indivisas hasta mediados del siglo XIX. Véase Bernardo, Manual 1860, p. 98.

19 Pérez, Historia, 1988, pp. 260-262.

20 AGI, sección Contaduría, lego 1180.

21 A saber: una caballería cubana de tierra equivale a 13.42 hectáreas o a 33.1625 acres de tierra. Y un peso de la época equivalía a ocho reales de plata de ley.

22 AGI, sección Santo Domingo, lego 1157. Véase en este legajo el expediente titulado: "Discurso sobre el fomento de la isla", elaborado por el ingeniero militar Agustín Crame, en el que hace una radiografía de la economía colonial y además elabora algunas propuestas para solucionar los serios problemas existentes con los abastecimientos alimentarios en la región occidental.

23 La inversión en tierras sólo fue comparable al valor de las inversiones en la compra de la fuerza de trabajo, ambos fueron los elementos productivos que requirieron de un mayor desembolso dentro del ingenio; ya para el siglo XIX se le sumarán a estos dos elementos los desembolsos en tecnología. Para ampliar la información al respecto, véase García, "Ingenios", 1991, p. 118.

24 Al área o extensión de terreno requerida para fundar o fomentar un ingenio se le llamó en la época corte de ingenio. Cuando en este terreno o corte de ingenio comenzaban las labores de levantar las casas o manufacturas, y se iniciaban las siembras de caña, se le denominaba sitio de ingenio, y al estar en producción la unidad, se le denominaba ingenio.

25 En 1729 le fue retirada al Cabildo la facultad de mercedar tierras, y sólo podía ser obtenida a partir de confirmación real, pero realmente, ya para esta fecha, en La Habana estaba casi toda la tierra repartida entre un grupo de vecinos que conformaban la llamada oligarquía de la tierra. Para ampliar la información, véase Iglesias, "Estructura", 1991.

26 Es necesario aclarar que esta vía fue posible hasta 1729, fecha en la que como ya hemos advertido, a los cabildos se les elimina, por disposición real, la facultad de mercedar tierras baldías.

27 Puede ampliarse la información en García, Aventura, 2004.

28 Keith, "Origen", 1970, pp. 42-43.

29 Recordar que estamos hablando de la etapa preindustrial.

30 Tornero, Crecimiento, 1996, y el propio Moreno en su obra Ingenio, 1978, t. l.

31 El censo reservativo redimible se diferencia del censo redimible, en que en el reservativo interviene la voluntad del vendedor, quien decide finalmente si realiza la venta real de la tierra o si sólo la da en arriendo de por vida al interesado, sujetándolo al pago de un canon, que por regla general para la época era de 5% sobre el valor total de la propiedad. Por ello es importante diferenciar entre las compras realizadas a censo reservativo redimible, en las que por lo general los dueños no perdían el derecho a su propiedad, y las efectuadas a censo redimible, las que pueden ser consideradas como una forma de venta a plazo, pues una vez liquidada la deuda, el comprador recibía el título de propiedad. El agrimensor público don Rodrigo Bernardo y Estrada precisó, en un acucioso estudio, cómo operaron en Cuba los censos sobre la tierra. Para mayor información véase Bernardo, Manual 1860, pp. 80-93. También, sobre este tema véase García, Aventura, 2004.

32 ANC, fondo Anotaduría de hipoteca, libro 6, fs. 153-154.

33 En los siglos XVII y XVIII proliferaron en La Habana las fundaciones de capellanías por los miembros de la oligarquía criolla, estas se constituían con una determinada cantidad de dinero otorgada a un capellán para que en la iglesia o parroquia donde oficiara cantara misa cada año al fundador de dicha capellanía una vez que este hubiera muerto.

La capellanía no establecía una cuota determinada, esta era a voluntad del fundador, casi siempre estaba en correspondencia con el rango social y económico de este, los propietarios muy ricos, además de su contribución en metálico, generalmente construían una capilla en sus propiedades y pagaban a un capellán para que oficiara en ella, a esta capilla podían sumarse los familiares, amigos e incluso los vecinos que quisieran contribuir con algún aporte. Fueron muy usuales las capillas en haciendas de ganado, ingenios e incluso en medio de varias estancias de labor fundada por uno, dos o varios propietarios.

Las capellanías no encubren ni crean relaciones de producción. Son fundaciones de servicios religiosos que no están vinculadas directamente al proceso productivo; los lazos que creó entre propietarios e Iglesia fueron de carácter filantrópico, basado en los cánones y costumbres religiosas de la época. La prueba más convincente es que hubo gran número de capellanias impuestas sobre propiedades no productivas, por ejemplo, casas de viviendas, oficios, embarcaciones, etc. Un estudio interesante sobre las capellanías y de lo que ellas representaron para la propiedad agraria en América puede verse en la obra de Levaggi, Capellanías, 1992.

34 Una explicación amplia sobre este asunto y varios ejemplos que apoyan la afirmación puede verse en García., Aventura, 2004.

35 Ingenios Habaneros del Siglo XVIII, base de datos elaborada por Mercedes García Rodríguez, puede consultarse en la biblioteca del Instituto de Historia de Cuba. También puede consultarse Iglesias, "Estructura", 1991, y García, "Ingenios", 1991.

36 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. De las diferentes escribanías consultadas entre 1700 y 1800 se extrajeron un número importante de tasaciones de ingenios y de inventarios de estas unidades para su venta, con esta información se creó la base de datos Ingenios Habaneros del Siglo XVIII, que permitió establecer estas áreas promedios, a partir de los datos internos de la tierra o fundo de cada unidad, en las diferentes etapas del siglo. El cálculo del ingenio medio para el siglo XVIII es de 30.7 caballerías.

37 En Marrero, Cuba, 1978, t 4, p. 3, véase la nota 59.

38 Barrett y Schwartz, "Comparación", 1988, pp. 533-558.

39 Craton, "Worthy", 1988, pp. 580-582.

40 Moreno, Ingenio, 1978, t. 1, cap. 2, p. 53. En el epígrafe La Tierra, el autor estimó que el área promedio de los ingenios hasta 1762 era de diez a doce caballerías, y para 1792 había aumentado a 22 caballerías. Su elemental método de cálculo es, a mi juicio, lo que hace débil su conclusión, pues dividió el área cañera total, que se cortó en estos respectivos años (de la cual no da fuentes), entre el número total de ingenios, pero nunca el área sembrada de caña dentro de un ingenio fue equivalente en este período a su extensión física total; incluso este trabajo demuestra que el espacio dedicado al cultivo de la gramínea, dentro de cada unidad azucarera, siempre fue menor en proporción a las tierras montuosas de cada ingenio, con lo cual su estimado dejó de considerar más de la mitad de la superficie total de las unidades, que aunque no estaban sembradas de caña, sí estaban en función de la elaboración de azúcar.

41 Tornero, Crecimiento, 1996, p. 203. Sus estimados son lógicamente mayores, pues su muestra contiene gran número de ingenios fundados en los primeros 30 años del siglo XIX, con áreas mucho más extensas.

42 En la segunda mitad del setecientos varios hechos influyeron para que a Cuba se le liberara de ciertas trabas comerciales. La toma de La Habana por los ingleses dejó una enseñanza a Carlos III: la necesidad de reformar sus obsoletas relaciones con América, y en particular con Cuba, donde ensayó una serie de reformas; dando algunas libertades comerciales en 1765, como, por ejemplo, la libertad de comercio entre Cuba y la provincia de Comayagua, en el golfo de Honduras, a la cual se envía azúcar y tabaco a cambio de cebo, mulas y carne salada, y la apertura del comercio regular con Cumaná y el Mississippi, territorios a los que se exportaba grandes cantidades de aguardiente y mieles. Más tarde se dictó el reglamento de comercio libre de 1778, que, sin duda, abrió nuevas oportunidades a los productores criollos. Tampoco puede olvidarse lo que significó para los propietarios de ingenios de La Habana el poder comerciar con los recién fundados Estados de la Unión, en la década de los ochenta, y la posibilidad de cubrir las demandas de azúcar del mercado internacional, después de la caída de Haití en 1792.

43 ANC, fondo Anotaduría de hipotecas, libro 10, f. 218; libro 15, f. 140; libro 20, f. 60, Y libro 21, f. 233v.

44 Ibid, libro 7, f. 321; libro 8, f. 45v; libro 18, f. 181v; libro 21, f. 111v; libro 22, f. 325, Y libro 25, f. 24.

45 ANC, fondo Anotaduría de hipoteca, diferentes libros y años.

46 Valle, Sucinta, 1977, p. 78.

47 Fuente, "Ingenios", 1991, p. 5.

48 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana, diferentes libros, años y escribarúas. Información extraída de las tasaciones e inventarios de ingeIÚos y procesada en mi base de datos lngeIÚos Habaneros del Siglo XVIII, que puede consultarse en el Instituto de Historia de Cuba. Departamento de Historia Colonial.

49 Barrett y Schwartz, "Comparación", 1988, y Craton, "Worthy", 1988.

50 Malawi, "Historical", 1995, pp. 62-63.

51 Wartburg, "Design", 1995, pp. 11-40.

52 Rodríguez, "Economía", 2000, p. 139.

53 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. Diferentes escribanías y años, y Miscelánea de libros núm. 2646. Datos tomados de las producciones, tasaciones e inventarios de ingenios. Esta información es parte de lo que recoge la base de datos Ingenios Habaneros del Siglo XVIII, puede verse reflejada en su tabla de salida núm. 28, titulada: Ingenio medio del siglo XVIII.

54 Los ingenios que molieron en La Habana hasta la década de 1790 no sobrepasaron las 16000 arrobas de azúcar por zafra, algunos de los mayores de su tiempo como el Jesús, Maria y José, de don Miguel de Cárdenas, produjo en 1759, 10 440 arrobas de azúcar, y Nuestra Señora del Loreto y San Nicolás, de don Ignacio de Peñalver, que en 1760 produjo 14 923 arrobas del dulce, por sólo poner algunos ejemplos.

55 "Relación del estado en que se hallan las fábricas, cañaverales, bosques y dotaciones de los ingenios pertenecientes a los bienes ocupados a la Compañía de Jesús de La Habana", 15 de octubre de 1768, en AGI, sección Cuba, lego 1098.

56 Moreno, Ingenio, 1978, t. 1, p. 157. Véase el epígrafe: La Muerte del Bosque.

57 Para ampliar la información sobre la deforestación de los bosques cubanos por el azúcar, y las leyes que favorecieron la explotación de los mismos en beneficio de la Marina real española durante el siglo XVIII, véase del historiador Funes, "Conocimiento", 2003, y Bosque, 2004.

58 Funes, Bosque, 2004, p. 121.

59 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. Escribanía Fornaris, fs. 484-488v.

60 ANC, fondo Bienes del Estado, lego 3, núm. 34.

61 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. Escribanía Ortega, 1760, fs. 660-668v. Tasación del ingenio.

62 ANC, fondo Bienes del Estado, lego 8, núm. 4.

63 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. Escribania Fornaris, año 1712, fs. 600-608v.

64 "Tasación del ingenio El Retiro, solicitada por sus herederos en 1764", en Biblioteca Nacional José Martí, colección de manuscritos de Pérez Beato.

65 "Diligencias de Manuel de Céspedes solicitando un préstamo a la Junta de Temporalidades, para su ingenio El Cano", en ANC, fondo Bienes del Estado, lego 7, núm. 13.

66 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. Escribanía de Salinas, año 1783, fs. 10011004v.

67 El conde de Ricia favoreció la traída a Cuba, desde la Florida, de enjambres de abejas para desarrollar esta producción en la isla, con vistas al comercio intercolonial. Se dice que entre 1770 y 1774, además del consumo interno, sólo La Habana exportó a los puntos señalados del continente americano unas 18 390 arrobas de cera y miel, vendidas a precios muy ventajosos para los apicultores. El coronel Antonio Raffelin, quien transportó desde la Florida las primeras colmenas, las estableció en su propio ingenio, fundado en 1770, y enseñó a otros hacendados a perfeccionar el método de beneficiar, blanquear y labrar la cera. AG!, sección Santo Domingo, lego 1217. Sin duda, era un rubro económico a tener en cuenta, y a los azucareros no les resultaba difícil establecerlo en sus tierras boscosas.

68 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana Diferentes años y escribarúas.

69 Moreno, Ingenio, 1978, 1. 1, p. 245.

70 ANC, fondo Protocolos notariales de La Habana. Escribanía Fornaris. Año 1712, fs. 600608v, y 1728, [s. 506-510.

71 lbid., año 1732, fs. 240-242v.

72 Moreno, Ingenio, 1978, p. 245.

 

Sobre la autora

Mercedes García Rodríguez

Doctora en Ciencias Históricas, investigadora auxiliar del Instituto de Historia de Cuba, donde dirige desde 1996 el Departamento de Estudios Coloniales. Profesora auxiliar adjunta de la Universidad de La Habana. Se especializa en historia de Cuba y en particular estudia los orígenes azucareros de la isla y la esclavitud. Es autora de varios libros, entre ellos: Los jesuitas en la economía de Cuba, 1720-1767, La Habana, Instituto de Historia de Cuba, 1998; Misticismo y capitales. La Compañía de Jesús en la economía habanera del siglo XVIII, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2000; La aventura de fundar ingenios. La refacción a la manufactura azucarera de La Habana en el siglo XVIII, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2004; y autora de artículos en los siguientes libros: Entre haciendas y plantaciones: los orígenes azucareros de Cuba, en prensa; Cuba: la Perla de las Antillas, Madrid, Editorial Doce Calles, 1994; Diez nuevas miradas a la historia de Cuba, Valencia, Universidad Jaime 1, 1998; La Habana. puerto colonia: siglos XVIII-XIX, Madrid, Fundación Portuaria, 2000, y La Habana / Veracruz. Veracruz / La Habana. Las dos orillas, México, Universidad Veracruzana, 2002, entre otros. Ha publicado también gran número de artículos en revistas especializadas de Cuba, México, Estados Unidos y Europa.

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