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América Latina en la historia económica

versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253

Am. Lat. Hist. Econ  no.24 México jul./dic. 2005

 

Dossier temático: contrabando

 

"La principal industria del país": contrabando en el México decimonónico

 

Walther L. Bernecker

 

El contrabando ha desempeñado un papel de singular importancia en la economía y la sociedad mexicana del siglo XIX. Se puede registrar este fenómeno recurriendo a las fuentes que, a lo largo de aquella centuria, documentaron el desarrollo de esta actividad ilegal; pero al mismo tiempo es extremadamente difícil abordar el tema con rigor científico debido a la escasez de investigaciones en este rubro. La mayor parte de las informaciones sobre la actividad contrabandista proviene de instituciones y grupos que se veían afectados directamente a causa del comercio ilegal: el Estado y los industriales. El Estado perdía los aranceles, tan necesarios para su erario, y los industriales se veían expuestos a una competencia ruinosa. Este artículo pretende acercarse al tema del contrabando a través de mentes oficiales tales como memorias de gobierno, especialmente emitidas por secretarios de Hacienda, y a la vez de testimonios de ciertos cónsules, referidos principalmente a la primera mitad del siglo XIX.

 

Las actividades de contrabando

En el México decimonónico -así como en toda América Latina- el contrabando formaba una parte importante en la vida cotidiana de una gran mayoría de personas; era un fenómeno endémico de la historia comercial. Un manual para comerciantes alemanes -basado en apreciaciones del barón Alejandro von Humboldt- estimaba el tamaño del contrabando antes y después de la revolución de independencia en los siguientes términos:

El valor de los bienes importados secretamente se eleva, según una estimación realizada algo antes de la revolución, a 4 500 000 dólares anuales; y cada año se exportaban en secreto barras de plata y oro por un valor de 2 500 000 dólares. Entre Veracruz y Jamaica se ha establecido un contrabando regular, y a pesar de los esfuerzos del gobierno y de las penas extremamente severas contra este delito, las tiendas comerciales de México estaban y están muy bien surtidas con productos ingleses y alemanes.1

Desde la proclamación de la independencia, las denuncias de los organismos oficiales sobre el contrabando en las fronteras marítimas y terrestres formaban parte de la retórica política, al igual que los lamentos de los industriales mexicanos sobre aranceles de importación demasiado bajos y las quejas de casas comerciales extranjeras sobre aranceles demasiado elevados. Escasos temas de la práctica comercial mexicana se pueden registrar tan regularmente a lo largo del siglo XIX como es el contrabando.

En el fondo, el fenómeno del contrabando en América es tan viejo como el monopolio comercial con las colonias de ultramar, reclamado por España. En primer lugar fueron los ingleses los que practicaron desde su base en Jamaica un extenso comercio ilegal con la América española.2

Por su parte, en Nueva España, el síndico del Consulado de Veracruz en 1797 ya había constatado, por ejemplo, que las importaciones ilegales de manta ascendían a 2 000 000 de pesos.

No obstante, la primera década de la independencia mexicana parece haber resuelto el problema de alguna manera. La tarifa arancelaria no era prohibitiva; las autoridades intentaron controlar el comercio ilegal por medio de toda una serie de medidas organizativas; comerciantes extranjeros y funcionarios mexicanos aún no tenían la experiencia que iban adquiriendo por aquellas fechas para dañar al erario público.

La primera comisión, tras la independencia del país, elaboró en 1821 un nuevo reglamento arancelario y comercial que ya hablaba del "grandísimo" contrabando que se hacía "con perjuicio de las rentas de la Hacienda pública".3 El ministro de Hacienda Arrillaga se quejaba en su Memoria de 1823 ante el Congreso de la extensión del "escandaloso contrabando [...] siempre funesto y punible",4 y recomendaba dictar severas leyes penales para los contrabandistas que precipitaban a la nación al abismo.

El valor de los bienes importados legalmente a México se redujo drásticamente de 10 000 000 de pesos en el año 1820 a sólo 3 700 000 pesos en el año 1822. Esta reducción no sólo se debió a los disturbios revolucionarios de aquellos años, ni al arancel de importación de 25%, o a la valoración más elevada de bienes extranjeros en puertos mexicanos, sino también al aumento considerable de actividades contrabandistas.5

El cónsul general francés, Alexander Martin, estimó en 1827 el valor del contrabando en 25% del valor total del comercio exterior mexicano; el alemán Eduard Mühlenpfordt llegó a calcular que, por lo menos, una tercera parte de todos los bienes extranjeros consumidos en México eran importados de manera ilegal; el representante británico Henry George Ward era de la opinión que en aquellos años la cantidad de los productos importados en forma de contrabando era "infinitamente mayor" que la del comercio legal; y el intelectual liberal José María Luis Mora incluso afirmó que dos terceras partes de todos los bienes de consumo no habían pagado aranceles de importación. El ministro de Hacienda Garay dijo en 1834 que el Estado no percibía ni siquiera la mitad de los aranceles de importación que legalmente le correspondían.6

En 1830 un alto funcionario mexicano, Ildefonso Maniau, llamó la atención sobre el siguiente hecho: desde 1823 estaba prohibida completamente la importación de artículos españoles; no obstante, en los años veinte se podía comprar en todas las regiones mexicanas papel de Barcelona, hierro de Vizcaya, vinos de Jerez y Málaga, brandy de Cataluña, aceitunas y pasas de Andalucía. Aparentemente, las mercancías entraban sin mayores problemas al país y podían ser vendidas.7

El contrabando era mucho más extenso en la larga costa del Pacífico que en la del Atlántico. El puerto de Guaymas, por ejemplo, se convirtió rápidamente en un emporio de los contrabandistas de metales preciosos. Debido a que en aquella región no había ninguna casa de moneda, barras de oro y plata eran transportadas en secreto al puerto del Pacífico, y de allí eran llevadas en buques extranjeros a Europa; de esta manera se burlaban los aranceles y las prohibiciones de exportación. El ministro de Hacienda José Ignacio Esteva caracterizó la desorganización de las aduanas en la costa del Pacífico como "terrible". A pesar de que los contrabandistas eran conocidos públicamente, no se podía emplear acción legal contra ellos, ya que eran protegidos por las autoridades locales. Esteva decía en su Memoria de 1851: "El contrabando es protegido por las autoridades y por el pueblo, porque todos saben que si no se hace en su respectiva ciudad, se paraliza el tráfico por la falta de introducciones legales, y el contrabando se verifica por las playas desiertas."8 La llegada de las barcazas que habían sido cargadas a cierta distancia de la costa desde los buques mercantes con la mercancía de contrabando, fue anunciada algunas veces con cañonazos.

Cuando un comerciante estadunidense quiso importar, en la primera mitad de los años veinte, mercancías por un valor de 15 000 pesos, sobornó, en la costa del Pacífico, al comandante del puerto con 1 000 pesos, al inspector jefe de la aduana con 500, y a los soldados encargados del control con otros 500. Los 2 000 pesos que pagó en total por el soborno era mucho menos de lo que hubiera tenido que pagar como arancel de importación.9

A mediados de siglo, Mazatlán en la costa del Pacífico obtuvo una importancia cada vez mayor, ya que era el único puerto en el que los grandes buques mercantes que iban de América del Sur a San Francisco podían proveerse con alimentos. Casi era parte de la tradición local que poco antes de llegar un barco tenía lugar un pronunciamiento que -después de haberse efectuado el correspondiente contrabando- terminaba o bien con la huida de los "sublevados" o bien con su perdón tan rápidamente como había comenzado. Los comerciantes extranjeros sobornaban a los soldados del cuartel y los instigaban a una revuelta, y entre tanto la tripulación descargaba la mercancía, con esto evitaban pagar en la confusión reinante los aranceles de importación. Entre 1844 y 1849 financiaron ocho de estas revueltas. En 1841, el gobernador de Sonora escribía al ministro del Interior: "En toda esta costa ha llegado todo este tráfico [de contrabando] al último grado de exceso que se puede imaginar. En estos puertos se descargan y expenden efectos de algodón prohibidos con la mayor publicidad, en grado de hallarse los almacenes llenos actualmente de ellos."10

A pesar de muchas indicaciones existentes acerca del masivo contrabando en los años veinte y principios de los treinta, son dos épocas en el siglo XIX las que sobresalen en la historia comercial mexicana como hitos del contrabando: la primera fase comprende los años después de 1837, cuando se decretó la prohibición absoluta de importar tejidos y otros bienes de consumo; la segunda fase empezó con la guerra entre México y Estados Unidos y duró hasta la era de la reforma, es decir, hasta finales de los años cincuenta.

Cuando se decretaron las leyes prohibitivas en 1837, esto significó el comienzo de dilatados negocios de contrabando con hilo y tejidos. Las pruebas se pueden aducir fácilmente. Pues aunque la exportación de tejidos de algodón y de hilo desde Gran Bretaña a México aumentó considerablemente, en el mismo año los ingresos arancelarios mexicanos provenientes de productos de algodón disminuyeron drásticamente. Los industriales mexicanos seguían lamentando que no podían vender sus productos con ganancias, mientras que los grandes comerciantes extranjeros expandían sus negocios más y más.

México vivió un momento culminante para el contrabando después de la guerra con Estados Unidos. Por el Tratado de Paz de Guadalupe Hidalgo, de 1848, el río Bravo del norte se convirtió en río fronterizo entre México y Estados Unidos. Los dos países disfrutaban de los mismos derechos comerciales. Pero ya en 1849, la Dirección de Colonización e Industria en una llamada dramática se dirigió al gobierno alegando que estaba a punto de producirse la ruina de la industria mexicana, debido a que la vida comercial estaba por paralizarse, y si el comercio exterior legal no producía más ingresos por aranceles, el Estado pronto carecería de los medios necesarios para mantener la administración y el orden público.11

José Ignacio Esteva lamentaba, en 1851, que la nueva frontera contrabandista en el norte del país no había reducido en nada el habitual contrabando en la costa del Pacífico, sino que éste había aumentado aún más. La situación en los puertos era paradójica: si actuaban aduaneros honestos, el comercio se paralizaba por completo, y la Hacienda pública no percibía nada; pero si actuaban aduaneros corruptos, el comercio inmediatamente se avivaba y el gobierno recibía, por lo menos, una parte de los ingresos por aranceles.12 En los próximos años y decenios apenas hubo cambios en la praxis del contrabando, y cuando el emperador de los contrabandistas en la costa del Pacífico, el inglés Eustace Barron, contempló retrospectivamente su vida de comerciante, pudo expresar satisfecho: "Life has been good."13

 

Los protagonistas

Resulta fácil contestar a la pregunta ¿quiénes estaban envueltos en las prácticas del comercio ilegal? Las fuentes de la época ponen claramente de manifiesto que todas las personas que tenían que ver, de una u otra forma, con el comercio hacían uso de prácticas ilegales. En primer lugar hay que mencionar a los comerciantes y empresarios extranjeros. No existía casi ninguna casa comercial que no tratara de sacar un provecho económico burlando las leyes vigentes. En segundo lugar hay que resaltar, por el lado mexicano, la intensa red de relaciones en el nivel local, regional y nacional, empezando por los guardas del puerto y los transportistas locales, pasando por el comandante de la plaza, el recaudador de impuestos o el juez, hasta llegar con el jefe político del distrito, tal vez el gobernador de un Estado, el ministro en la ciudad de México o incluso quizá hasta el presidente de la república. El contrabando se había convertido en un gran negocio del que todos querían participar.

Resulta más difícil saber qué nacionalidades estaban representadas mayoritariamente entre los contrabandistas extranjeros. Si bien es cierto que comerciantes de todas las nacionalidades estaban involucrados en los negocios ilegales, no se puede precisar sin más, en qué medida lo estaban y cuál nacionalidad primaba sobre otra. La respuesta dependerá de las fuentes a las que se recurra. Los alemanes parecen haber practicado el contrabando ante todo en Colima, los mexicanos y los españoles en Tampico y Veracruz. A juzgar por fuentes francesas, la mayor parte del contrabando la ejercían los ingleses, mientras que éstos veían en los franceses y los estadunidenses a sus competidores más fieros.

En la costa del Pacífico, entre las casas comerciales más involucradas en el contrabando estaba la casa hispano-mexicana Sprin, la empresa Echeguren, la casa peruana Sarmiento, la casa inglesa Barron & Forbes. Lo interesante de esta lista es el hecho de que Echeguren ejercía el consulado español, Barron el inglés, Forbes el estadunidense y el chileno. Todos ellos se aprovecharon de su estatus consular, reclamaron inmunidad diplomática e hicieron uso de sus múltiples relaciones sociales. El mayor comerciante y empresario en la costa del Pacífico era Eustace Barron. Él hacía sus negocios no tanto como empresario o comerciante, sino más bien como agiotista, especulador con la deuda del Estado y, ante todo, por medio del contrabando. Junto con su colega Forbes mantenía, por décadas, estrechas relaciones con el extenso grupo de contrabandistas ubicado en la costa occidental de México; y hasta la caída definitiva de Santa Anna, este grupo ejercía gran influencia económica y política en Jalisco. Cuando los reformadores liberales se hicieron con el poder en México, a mediados de los años cincuenta, y trataron de terminar con los oscuros negocios de Barron, este intento originó una fuerte sacudida política en el país. En una petición de la municipalidad de Tepic al gobernador se especificaba:

La criminal conducta de esta casa [Barron & Forbes] extranjera, injiriéndose en nuestros asuntos políticos por obtener el monopolio del comercio, que antes ejercía y que perdió por la honradez de los nuevos empleados, es intolerable e injustificable [...] La audacia y cinismo de la casa de Barron Forbes y Cía. hacían ya incompatible su existencia con la de todo gobierno independiente y moral, sean cuales fueren los principios políticos que éste adopte, pues la lucha entre esa casa y el país no es política, sino la del robo en las aduanas, el cohecho de los jueces y el servilismo de los funcionarios públicos, contra el orden, recta administración de justicia e independencia de todas las autoridades.14

Barron y Forbes fueron desterrados, lo que llevó inmediatamente a pleitos diplomáticos; Gran Bretaña incluso interrumpió las relaciones diplomáticas con México y esta medida afectó a los nuevos políticos liberales de manera especialmente dura, ya que estaban necesitados del reconocimiento internacional. Finalmente, el gobierno mexicano transigió en el momento que apareció el primer buque de guerra británico en el Golfo de México y cuando los políticos liberales se vieron expuestos a diversas crisis políticas. México, a duras penas, pudo mantener su prestigio; Barron y Forbes ocuparon de nuevo sus puestos y fueron indemnizados por el daño que aparentemente habían sufrido. El ministro mexicano de Asuntos Exteriores explicó al encargado de Negocios británico la postura mexicana de no perseguir, en última instancia, los negocios ilegales de los dos ingleses con las palabras: "There were some charges which in this country it was impossible to establish judicially, of which smuggling was one."15

En la solución de la crisis ya no se hablaba de las acusaciones de contrabando y de agitación política con el fin de obtener ilegalmente ventajas económicas. Aprovechándose de las dificultades político-militares del gobierno liberal de Ignacio Comonfort, la representación inglesa logró más bien echar toda la responsabilidad y culpa de lo ocurrido a los mexicanos. Ni en este caso ni en ningún otro se llegó a castigar a los contrabandistas; éstos -que eran empresarios y comerciantes, frecuentemente diplomáticos, y casi siempre extranjeros- pudieron hacer uso de su influencia económica en la región o influyeron a través de canales diplomáticos al débil Estado mexicano para conseguir sus intereses económicos.

 

Los métodos

Lo que ya se pudo apreciar en el caso Barron & Forbes, se puede generalizar respecto a las prácticas ilegales. La regla más importante consistía en soborno y cohecho. También hubo casos en los que se descargaba la mercancía ilegalmente en algún punto de las extensas costas, lejano al próximo puerto; pero este método, por lo general, era demasiado pesado y arriesgado como para practicarlo a gran escala. Por lo general, los comerciantes se ponían en contacto con sus cómplices en los puertos y descargaban la mercancía de manera casi oficial. Tanto fuentes mexicanas como extranjeras concuerdan en que casi todas las personas oficiales eran corruptibles y venales; el cohecho se practicaba hasta las esferas más altas del gobierno. En las pequeñas islas de la costa del Pacífico podían encontrarse almacenes repletos de mercancías; y desde allí los capitanes de navio entablaban contacto con los puertos. En cuanto se llegaba a un arreglo con los aduaneros, se empezaba con la descarga de la mercancía. Si las dos partes no podían ponerse de acuerdo -cosa que ocurría muy pocas veces-, el barco continuaba su ruta hasta el siguiente puerto.

El cónsul general prusiano Friedrich von Gerolt informó en 1835 a Berlín sobre las prácticas contrabandistas de los cónsules y diplomáticos extranjeros: "Un comerciante estadunidense radicado aquí, de nombre Parrot, ha amasado inexplicablemente una gran fortuna en muy poco tiempo, haciendo a los otros comerciantes sospechar que se dedica a introducir clandestinamente monedas de cobre desde Estados Unidos al país, embaladas entre láminas de hierro, que se transportan en cajas. Este negocio es muy lucrativo, pues 49 de estas monedas tienen un costo de 1/4 o 1/8 de real, dando un valor nominal de 100 pesos. La introducción y circulación de estas monedas falsificadas en el extranjero no fue fácil de descubrir, pues el gobierno mexicano, por especulación monetaria, había emitido en los últimos años una gran cantidad de ellas dificultando así su reconocimiento, hasta que, hace año y medio, al descargar del barco un envío consignado a Parrot, una caja se rompió casualmente, y se descubrió que estaba llena de monedas de cobre. El barco fue confiscado, el sobrecargo detenido, y con él un empleado de Parrot. El sobrecargo se dio a la fuga poco después del arribo del propio Parrot a Veracruz, y el empleado se quitó la vida en la cárcel. Parrot consiguió sustraerse a la jurisprudencia legal, no así a la pública sospecha. Hace poco tiempo fue nombrado cónsul, propuesto por el encargado americano, y cuando ostentosamente preparaba su nueva residencia, la opinión pública volvió a levantarse contra él, esta vez por medio de un diario local, acusándolo, entre otros improperios, no sólo de contrabando de cobre, sino además de asesinato, cometido en la persona de su joven empleado muerto en la prisión de Veracruz. Parrot entabló demanda contra el diario, aunque sin mucho éxito, ya que el verdadero autor del artículo no era el pobre diablo que había sido pagado por firmarlo, y ni siquiera sabía el contenido de lo que había firmado, mientras, el verdadero autor, a quien hubiera sido bien difícil aportar las pruebas de lo que afirmaba, logró permanecer en el anonimato. Muchos de los comerciantes más respetables del lugar, que saben de qué naturaleza son los negocios del señor Parrot, quien desde hace algunos años habita en la localidad como dentista, no dudan en afirmar que le debe su fortuna al contrabando de monedas falsas de cobre. No sé si su gobierno le retendrá el cargo, pero no me sorprendería que continuase, ya que el surtido de compatriotas suyos radicados en la localidad no es muy grande, y el anterior cónsul estadunidense, general Wilcocks, fue retirado de su puesto sólo tras largos años de estafas y encubrimiento.

"No mejor reputación que el cónsul americano tiene el jefe de una importante casa alemana de comercio, un hamburgués que hace cuatro semanas fue nombrado cónsul general por su majestad el rey de Sajonia, y que ha recibido el exequátur del gobierno. El mencionado Parrot recibe grandes cargamentos de mercadería desembarcada en el puerto de Tuxpan, situado entre Tampico y Veracruz, defraudando allí el pago de aranceles, como todos saben, con la ayuda de una casa francesa de aquel lugar, que anda en tratos con las autoridades portuarias locales. Estas mercancías han entrado masivamente a México, con sus respectivas guías o sus certificaciones aduanales donde consta que el derecho de importación ha sido pagado. Mientras tanto el administrador general de aduanas en Veracruz en sus informes se queja ante el gobierno del país, de que en Tuxpan no se perciben ingresos arancelarios. Los comerciantes de Veracruz se han quejado de tal calamidad ante el presidente Santa Arma mediante una diputación propia, pero, a pesar de su influencia, y a pesar de la indignación de la mayoría de los comerciantes del lugar y de las acusaciones de los periódicos locales contra la susodicha casa comercial alemana, la cual puede ofrecer sus productos, la mayoría de ellos de fabricación alemana, a precios mucho más bajos que su competencia, nada hasta ahora ha sucedido, como no sea que alguien en la Cámara de Diputados ha propuesto cerrar el puerto de Tuxpan.

"De estos hechos puede su excelencia denotar la forma en que los cónsules de la localidad comprometen penosamente, apenas ven que hay algún provecho en su propio pecunio, a su respectivo gobierno, al que representan en caso de no haber un agente diplomático del mismo. A pesar de todo, y para el orgullo de los alemanes, puedo afirmar que éste es el primer caso en muchos años, en que una casa alemana ha sido vituperada de contrabandismo,"16

En fuentes consulares alemanas se describen los métodos aplicados en Matamoros, después de la guerra contra Estados Unidos. Los aduaneros mexicanos colaboraban con los contrabandistas para asegurarse, por lo menos, el importe de lo que debía ser su sueldo; ante todo querían conseguir que no todos los comerciantes se mudaran a Brownsville, Texas, desviando de esta manera el lucrativo comercio exterior de la ciudad de Matamoros. Por una determinada suma o por una relativa participación en la ganancia del contrabando, otorgaban todo tipo de certificaciones. Un comerciante inglés describe uno de los métodos practicados en Veracruz:

Si llegaba un barco de ultramar, en la primera noche que se encontraba anclado en el puerto, se embalaban en diferentes cajas las mercancías preciosas, que pagaban un elevado arancel, y las mercancías simples, libres de arancel. Y cuando a la mañana siguiente las autoridades portuarias llegaban a bordo para inspeccionar la mercancía del barco, las cajas con los productos de valor ya habían desaparecido.

Ante todo, en la costa oriental se aplicaba una serie de métodos que oscilaban entre legalidad e ilegalidad. Uno era el cambiar objetos prohibidos por parecidos, pero que, a causa de ligeras modificaciones, no aparecían en las listas de prohibición del arancel aduanero. Un ejemplo: tejidos de algodón, cuya importación estaba prohibida, eran mezclados con otros materiales como lino, y entonces podían ser importados legal-mente como tejidos mixtos. Otro método semilegal consistía en que los comerciantes extranjeros dejaban enviar los productos a Nueva Orleans, después alquilaban un barco mexicano e importaban los tejidos bajo bandera mexicana; de esta manera pagaban un arancel inferior al comercio internacional de importación. Debido a que regía la regla "la bandera cubre la mercancía", muchas veces se izaba en barcos ingleses poco antes de llegar al puerto una bandera mexicana. Pagando la "mordida" correspondiente, ningún comandante portuario preguntaba, de dónde venían tantos buques mexicanos -cuando la flota mercantil mexicana de ultramar era prácticamente inexistente- y por qué los marineros hablaban perfectamente inglés, pero ni una palabra de español.

En 1837 después de promulgarse las prohibiciones de importación, fue introducida la obligación del estampado para todos los tejidos mexicanos, para poder distinguirlos inmediatamente de tejidos y vestidos extranjeros. Si bien esto dificultó el contrabando, no lo hizo imposible. Más bien, los mexicanos y extranjeros que estaban al igual interesados en el contrabando, siempre practicaban variaciones nuevas de su negocio ilegal. Un ejemplo: fabricantes mexicanos y extranjeros, cuyas fábricas estaban cerca de la frontera o de la costa, nacionalizaban artículos importados imprimiéndoles su propio sello; incluso se han encontrado sellos de fábricas que ni siquiera existían. Ante todo en la costa del Pacífico había toda una serie de empresas que sólo vivía de este negocio de la nacionalización o mexicanización de tejidos extranjeros.

El representante prusiano en México, el barón Emil Karl Heinrich Freiherr von Richthofen, decía en sus despachos a Berlín que en México sólo se habían enriquecido unos cuantos industriales

que han construido sus fábricas en un lugar adecuado de la frontera y cerca de los puertos, para hacer pasar por sus productos aquellos que habían importado por contrabando, ya con el estampado de sus respectivas fábricas. Se puede decir pues que el contrabando es la industria principal, y la fábrica sólo el título para poder comercializar los objetos clandestinamente importados como si hubieran sido fabricados en el país mismo.17

Resumiendo, se puede decir que tanto personas oficiales como particulares, de diversas nacionalidades, estaban involucradas de una forma u otra en el contrabando. Es decir, si este grupo era heterogéneo, y los métodos aplicados eran múltiples, también se puede afirmar que los intentos de combatir el contrabando eran extensos y variados.

 

La lucha contra el contrabando

El gobierno mexicano hizo múltiples intentos por acabar con el comercio ilegal. Ahora bien, en la realidad del contrabando cotidiano, las prácticas ilegales apenas se vieron restringidas alguna vez por los diferentes planes de lucha para detenerlo. Como era de opinión general que el mecanismo principal que hacía posible el contrabando era el cohecho, las medidas gubernamentales trataron de eliminar en primer lugar este fenómeno. Funcionarios corruptos debían ser castigados y alejados de sus puestos, y el personal de vigilancia incrementado. Pero el éxito de estas medidas fue poco convincente.

Si no se podía cambiar a las personas, por lo menos las instituciones y la infraestructura debían ser un impedimento. Transitoria y temporalmente se cerraron algunos puertos y estaciones marítimas para el comercio de ultramar. Lo mismo ocurrió con ciertas fronteras terrestres con Estados Unidos.

Para intensificar el control de la costa, debían usarse más cruceros de aduana, pero por motivos financieros y organizativos finalmente se prescindió del plan. Para poder controlar mejor el contenido de un barco se debía incluir una exacta declaración, el llamado affidavit (declaración jurada); pero lo único que se consiguió fue que las sumas de cohecho subieran ligeramente. Para impedir la nacionalización de tejidos extranjeros -fenómeno explicado más arriba- a partir de 1842 estaba prohibido construir fábricas de tejidos en una zona de 125 kilómetros de la costa. Pero en colaboración con los gobernadores de los estados, no le costó mucho al influyente grupo de empresarios de fábricas de tejidos burlar las disposiciones de esta ley.

A las medidas de control -más bien técnicas- presentadas hasta ahora, se unieron ya tempranamente reflexiones que debían combatir el contrabando no en sus síntomas superficiales, sino desde la raíz. Un alto funcionario de la burocracia del Estado, Ildefonso Maniau, había dicho ya en los años veinte que el contrabando era un fenómeno de la esfera del mercado, que al combatirlo se debían, pues, modificar las condiciones de mercado. El contrabando, decía, no podría eliminarse mientras merecía la pena para los implicados. Su propuesta rezaba, lógicamente, producir en México mismo y ofrecer a precios competitivos todo lo que hasta entonces se había importado legal o ilegalmente. La idea de la promoción industrial se debía a Maniau, pero también su éxito fue sólo muy relativo.

El segundo intento por encarar el problema sistemáticamente tuvo lugar en la época liberal, a mediados del siglo. En 1850, el ministro de Hacienda anunció patéticamente el fin de México si no se combatía inmediatamente el "cáncer moral" del contrabando. Se trataba de la "existencia o no existencia del erario público, por lo tanto, de la existencia de la república misma". Sólo el fin de las prohibiciones y una reducción de los aranceles podría salvar a México de la disolución, de la "destrucción completa".

Aranceles de importación debían servir en primer lugar a las necesidades fiscales del Estado y no a la protección de la industria. Los liberales sabían que algunas fábricas no podrían sobrevivir a la competencia extranjera; pero las demás empresas estarían obligadas a realizar medidas de modernización y racionalización que en última instancia repercutirían a favor del consumidor.

Ni el plan de fomento de la industria de los años veinte, ni el concepto liberal de los años cincuenta pudieron eliminar el contrabando; y también las medidas técnicas quedaron sin un resultado palpable. Las quejas sobre el contrabando omnipresente, a finales de siglo, eran casi las mismas que a principios de la independencia. Por lo tanto, habrá que plantearse la cuestión: ¿por qué fracasaron las medidas aplicadas en la lucha contra el contrabando?

 

La persistencia del contrabando: corrupción como fenómeno histórico

Las medidas propuestas para combatir el contrabando fueron múltiples e igualmente múltiples han sido las causas que explican por qué éstas fracasaron finalmente. Las soluciones "técnicas" —multas, despidos, controles- no podían ser exitosas ya que nunca llegaban al centro del problema y no consideraban la situación específica de los funcionarios sobornados. En el informe del Ministerio de Hacienda de 1840 se mencionaba como una de las causas principales de la corrupción y corruptibilidad de los funcionarios de aduanas su pésimo salario: "La inseguridad de los empleos, con la mala dotación de éstos, con la impunidad y con la falta de responsabilidad de los empleados han dado impulso al contrabando, sistemándolo de manera que no es peregrino ver repentinamente progresar y ver enlazados y ostensibles la riqueza del empleado y la del que defraudó los derechos a la Hacienda pública."18

El aduanero no sólo sufría a causa de sus malos ingresos, sino que también por la forma irregular de su pago. Algunas veces, los empleados tenían que vivir durante meses sin recibir su salario. Así también el descenso en los ingresos del Estado, por las prohibiciones de importación del año 1837, redujo aún más las posibilidades de los aduaneros de percibir un pago regular y suficiente. Si querían sobrevivir, tenían que recurrir a un ingreso extralegal. Las prohibiciones de importación fomentaron la corrupción, y no la impedían, ya que los aduaneros, a causa de su precaria situación, transformaron las prohibiciones vía corrupción en "aranceles" particulares. Para los aduaneros era tanto más fácil dejarse corromper por el soborno en cuanto la sociedad consentía este tipo de prácticas.

Para muchos contemporáneos, las prácticas ilegales no eran una forma de contrabando; en las fuentes se habla continuamente de arreglos entre comerciantes y funcionarios de la aduana, entre estos funcionarios y el gobierno regional, y finalmente entre los gobiernos regional y nacional. Todas las personas que estaban ubicadas en esta escala jerárquica recibían una parte del botín y todos estaban interesados en el funcionamiento del sistema.

La posición que ocupaban todos los funcionarios involucrados en asuntos de comercio (funcionarios de aduana, comandantes de puerto, jueces etc.) les permitía aprovecharse de ciertas funciones estatales; eran, en cierta manera, "monopolistas" de los que dependían los comerciantes. Para estos "monopolistas" no resultaba demasiado extraño aumentar sus ingresos por medio de la corrupción. Este fenómeno estaba generalizado y era contemplado como algo cuasi natural; y esta postura deja entrever la relación existente entre el "monopolista", el Estado y su cargo público. Existía una larga tradición en la administración colonial española de otorgar cargos públicos y usarlos como fuente de ingresos. El funcionario "clásico" de la administración colonial -bajo la dinastía de los Habsburgo y hasta las reformas borbónicas en la segunda mitad del siglo XVIII- compraba su cargo público y no percibía un salario regular. Por ese motivo utilizaba los años en el cargo para recuperar su inversión y para obtener el máximo provecho de su cargo a través de todo tipo de negocios particulares. En este sentido, se puede pensar que la corrupción era una parte del sistema administrativo. En el México decimonónico como un país preindustrial eran ante todo cuatro factores los que caracterizaban la corrupción; éstos, por lo demás, también eran característicos para los estados europeos preindustriales del antiguo régimen.

En primer lugar, el cargo público era interpretado como una posesión de la que había que sacar el mayor provecho posible. En segundo lugar, se creía que la seguridad personal, ante todo el aseguramiento del futuro, sólo era posible si estaba fundamentada por relaciones personales, es decir, a través de influencias. En tercer lugar, muchas personas tenían que recurrir a la vía burocrática para conseguir riqueza y prestigio, ya que el sector económico estaba sólo débilmente desarrollado. Y en cuarto lugar, no era válida la regla: riqueza lleva a poder, sino al revés: poder conlleva riqueza.

El funcionario tenía la convicción de que con el cargo público había adquirido, al mismo tiempo, el derecho de administrarlo en su propio provecho.19

El trasfondo de esta postura era la estructura específica del Estado y de lo público que no permite aplicar a la situación mexicana la categoría moderna de corrupción como abuso de un cargo público en provecho particular. El concepto moderno de corrupción parte de una ética y una mentalidad de la administración pública, como se desarrolló en Europa Central en la época del absolutismo ilustrado y que fue codificado en las monarquías constitucionales del siglo XIX en el derecho funcionario. Fue entonces cuando el Estado asumió la obligación para el sustento de sus funcionarios, garantizándoles un empleo vitalicio pero exigiendo, por otro lado, la dedicación plena al trabajo. El súbdito dependiente hasta entonces del monarca se convertía ahora en un funcionario del Estado que se debía a una ética general.

Antes, la mentalidad respecto al cargo público había sido diferente; esta postura, característica del antiguo régimen, seguía vigente en el México decimonónico. En el Estado y la sociedad, el pagar y el aceptar dinero se toleraba de cierta manera tanto que regalos y donaciones (la famosa "mordida") eran contemplados como parte integrante del sueldo. Para poder caracterizar este comportamiento como corrupción faltaba la proscripción jurídica y social. El cohecho todavía no era un delito.20

Otro factor de importancia era que tener un cargo público no significaba sentirse responsable para con el Estado. Otras lealtades (personales, locales, regionales) tenían un papel mucho más importante. La persona que detentaba un cargo público no debía interpretar su obligación para con el Estado, como algo más importante que sus obligaciones con su grupo primario; en caso contrario, corría peligro de quedar socialmente marginado. Sus amigos eran más importantes que un Estado "abstracto".

Por lo tanto, sólo se puede hablar de manera muy limitada de corrupción en el sentido de un comportamiento irregular. Por otra parte, esto no significa que las condenas, incansablemente repetidas de la corrupción, fueran sólo retórica sin contenido. Su función consistía en ser un arma en las disputas entre diferentes intereses, por ejemplo, entre el centro y la periferia. La historia de los aranceles mexicanos y de sus innumerables violaciones también podría escribirse como una lucha entre los intereses del centro y de la periferia:

Las regiones periféricas siempre se sentían desatendidas por el centro político y marginadas económicamente. La prohibición de poseer fábricas de tejidos cerca de la costa era interpretada por la Junta de Fomento de Culiacán como un intento del centro por fomentar las industrias en el altiplano central y dañar a las industrias en las regiones costeras. Lo que desde una perspectiva "nacional" se presentaba como una medida para combatir el contrabando, desde la perspectiva regional era nocivo a los intereses económicos de la periferia.21

Otro aspecto que se debe tener en cuenta son los aranceles del comercio exterior. Mientras que éstos fueran elevados, se convertían al mismo tiempo en un incentivo para el contrabando. Pero los gobiernos no podían o no querían disminuirlos, ya que formaban el ingreso principal de la Hacienda pública. Ni siquiera los liberales pudieron escapar de este círculo vicioso.

Por otro lado, los aranceles no eran sólo el ingreso más importante del Estado, sino que servían también al pago de la deuda externa. Si comerciantes extranjeros practicaban el contrabando, no sólo dañaban al Estado y a la industria mexicana, sino al mismo tiempo a sus compatriotas que habían comprado bonos mexicanos y esperaban su pago.

Aparte de los aspectos discutidos hasta ahora, para finalizar hay que resaltar otro factor que puede contribuir a explicar la persistencia del contrabando en México: el mercado. En última instancia, el contrabando no era otra cosa que una reacción a las condiciones del mercado, creadas artificialmente, y a necesidades del mercado, existentes realmente. Las condiciones del mercado no hacían posible una importación legal, ya que el gobierno había gravado las relaciones del mercado con medidas prohibitivas, modificándolas por leyes de importación. Pero las exigencias del mercado hacían necesarias justamente esas importaciones de las que la mayor parte de la población obtenía provecho. Y como no podían realizarse legalmente, se hacían ilegalmente. Durante todo el siglo XIX existía, en la sociedad mexicana, demanda de los productos importados ilegalmente; y aparentemente esta demanda era tan grande que incluso el bloqueo artificial del mercado fracasó.

 

Resumen

El contrabando era en el México del siglo XIX un fenómeno masivo con puntos culminantes a partir de los años cuarenta y continuando nuevamente en los cincuenta, con una concentración regional en la frontera norte del país y en la costa del Pacífico. En el contrabando estaban involucrados, junto con los comerciantes extranjeros de diversas nacionalidades, muchos funcionarios mexicanos en diferentes posiciones, encubridores y ayudantes. Los métodos empleados eran múltiples y abarcaban desde el cohecho hasta la instigación de revueltas. También las medidas para combatir el contrabando fueron múltiples, pero ninguna de ellas tuvo éxito, ya que sólo iban encaminadas a modificar síntomas, y las personas responsables no reconocían (o querían reconocer) que el contrabando era una reacción a condiciones de mercado fijadas políticamente. La lucha para detener el contrabando no debía ser, pues, en primer lugar un problema de solución "técnica", sino más bien, la ejecución de una intervención profunda en las relaciones de mercado y de ingreso. Pero en el centro político de México no existía la intención de cambiar sustancialmente estas condiciones. Es por ello que todo enfrentamiento al contrabando estaba condenado a fracasar.

Las reflexiones acerca de la corrupción como fenómeno histórico han aportado un resultado más: el contrabando no es sólo una parte más o menos extravagante de la historia comercial de un país, más bien, permite investigar aspectos importantes del Estado y de la sociedad, cuestiones relativas a la tradicionalidad y modernidad de un Estado, del proceso de racionalización que caracteriza el camino del Estado hacia la época moderna. En Europa, la contención de la corrupción estaba relacionada con una expansión de los poderes estatales. Diferentes grados en la intensidad de la corrupción reflejan, pues, diferentes escalas en el desarrollo del Estado, y deben ser examinados bajo esta perspectiva (y no bajo una perspectiva moralizante). En el caso mexicano, este tipo de investigaciones todavía está por hacerse. El terreno se nos presenta desafiante.

 

Archivos

AGN Archivo General de la Nación.

ANP Archives Naüonales Francaises.

ZSAM Zentrales Staatsarchiv Merseburg.

 

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Notas

1 Schmidt, Theoretisch-praktisches, 1837, p. 1468; véanse también Humboldt, Versuch, 1813; Poinsett, Notes, 1969, p. 33.

2 Kapp, "Relations", 1974, p. 18; Brown, "South", 1926, pp. 662-678; Chaunu, Seville, 1963. Respecto al contrabando británico desde Jamaica, véanse también Christelow, "Contraband", 1942, pp. 309-343; Pohl, "Gesdbichte", 1976, pp. 13-18; Guimerá, Burguesía, 1985, pp. 389 y ss.

3 Citado por Sierra y Martínez, Historia, 1973, pp. 18 y ss

4 Memoria, 1823.

5 Mackenzie a Canning, Xalapa, 24 de julio de 1824, Public Record Office (en adelante pro), Board of Trade (BT) 6/53.

6 Rapport sur le Mexique. Premier Rapport sur l'état commercial du Mexique, 1827, en Archives Nacionales Frangaises, F12 2695; Mühlenpfordt, Versuch, 1969, pp. 423 y ss.; Ward a Canning, México, 19 de enero de 1827, pro, Foreign Office (FO) 50/31A; Mora, Méjico, 1977, t. 1, p. 46.

7 I. Maniau, en suplemento al Registro Oficial, num. 42, 3 de febrero de 1830, s. p.

8 Ministro de Hacienda, Juan Ignacio Esteva, en su Memoria de 1851, cit. por Quintana, Primeros, 1975, t. 1, p. 161.

9 Beafoy, Mexican, 1828, p. 114.

10 Gobierno del Departamento de Sonora (Manuel María Gándara) al Ministerio del Interior, 2 de agosto de 1841, en Archivo General de la Nación (en adelante AGN), sección Gobernación, leg. 106, exp. 66.

11 Dirección de Colonización e Industria, núm. 407, 23 de junio de 1849, en Memoria, 1850, pp. 32-38.

12 Esposición, 1851. Sobre el contrabando en la costa del Pacífico en los años cincuenta, véase también Banco, Colección, 1976, p. 17.

13 Manuel J. Aguilar al Ministerio mexicano del Interior, agosto de 1841, en AGN, sección Gobierno, leg. 106, exp. 45.

14 Municipalidad de Tepic, Tepic, 5 de enero de 1856, PRO, FO, 50/289, fs. 77-82.

15 Lettsom a Clarendon, 5 de agosto de 1856, PRO, FO, 50/293, f. 301.

16 Zentrales Staatsarchiv Merseburg, 2.4.1. n 652, t. 49.

17 Richthofen, Infieren, 1854 y 1859, p. 281.

18 Memoria, 1840.

19 Sobre la corrupción de la burocracia en la Hispanoamérica colonial, especialmente en el reino de Nueva España, véase Pietschmann, "Burocracia", 1982, pp. 11-37.

20 Sobre la relación entre el bandidaje y la corrupción de los funcionarios estatales, véase Gerdes, Mexikanisches, 1987, pp. 46-50.

21 Esposición, 1843.

 

Información sobre el autor

Walther L. Bernecker

Es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Erlangen-Nürnberg, Alemania. Sus principales líneas de investigación se refieren a la historia latinoamericana, especialmente a la mexicana en los siglos XIX y XX; así como también a la historia de la España moderna y contemporánea, e historia europea del siglo XX. Sus más recientes publicaciones son: De agiotistas y empresarios. En torno de la temprana industrialización mexicana (siglo XIX), México, Departamento de Historia-Universidad Iberoamericana, 1992; y junto con Hans Werner Tobler editó Lateinamerika im 20, Jahrhundert, vol. 3, Handbuch der Geschichte Lateinamerikas, Stuttgart, 1996.

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