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Convergencia

On-line version ISSN 2448-5799Print version ISSN 1405-1435

Convergencia vol.21 n.65 Toluca May./Aug. 2014

 

Artículos científicos

 

Identidades de género y comunicación. El orden simbólico de la maternidad para educar a los hombres en igualdad

 

Gender identities and communication. The symbolical order of motherhood to educate men in equality

 

Juan Carlos Suárez-Villegas

 

Universidad de Sevilla, España. jcsuarez@us.es

 

Recepción: 7 de enero de 2013.
Aprobación: 20 de junio de 2013.

 

Abstract

This article illustrates how through the media roles have been associated with gender identities that are harmful to both men and women. If women have been hampered their integration into the public space and the development of their professional life on the grounds that they should be devoted to caring activities; in the case of men, they have been deprived of the development of some aspects of their personality linking with their family life and associated to the traditional conception of feminine values. The result has been a mutilation of both identities: male and female as a person. Finally, the importance of the media to offer a critical perspective of these patriarchal distortions and promote social criticism to achieve greater equality between men and women is suggested.

Key words: woman, man, communication, equality, stereotypes, media.

 

Resumen

En este artículo se ilustra cómo a través de los medios de comunicación se mantienen roles de género que resultan perjudiciales tanto para los hombres como para las mujeres. Si a ellas se les ha obstaculizado su inserción en el espacio público y el desarrollo de su vida profesional por considerar que su horizonte vital debía estar consagrado a las tareas de cuidado, en el caso de los hombres se les ha privado de desarrollar aspectos de su personalidad relacionados con el imaginario de los valores femeninos. El resultado ha sido una mutilación de un desarrollo completo como persona de ambos. Se sugiere la importancia que tienen los medios de comunicación para ofrecer una perspectiva crítica de estas distorsiones patriarcales y lograr una mayor igualdad entre hombres y mujeres.

Palabras clave: mujer, hombre, comunicación, igualdad, estereotipos, medios.

 

Introducción

Este trabajo forma parte de una trayectoria de investigaciones en el ámbito de los estudios de género en línea con la denominada ética de la responsabilidad, que defiende un modelo de igualdad desde una perspectiva más próxima a los valores tradicionalmente asociados a "lo femenino" en la cultura patriarcal. Por tanto, más que mantener un discurso de la igualdad de corte liberal basado en la concepción de individuos autónomos e independientes, se llama la atención sobre las mutuas dependencias que caracteriza la vida humana y la necesidad de adquirir virtudes que nos permitan gestionar los proyectos personales con los sentidos de pertenencias que conforman nuestra identidad.

Por esta razón, proponemos la maternidad como una referencia de valores vitales que deberían estar abiertos también a los hombres. Mientras los hombres no realicen este recorrido de las responsabilidades compartidas, será difícil que se pueda apreciar la desigualdad que persiste entre hombres y mujeres, pues no se trata de tener los mismos derechos, como facultades para realizar proyectos individuales, sino de advertir que en la vida todos estamos conectados y los derechos sólo adquieren sentido desde una previa asunción de responsabilidades vitales. Pues cuando no se adopta esta perspectiva, la desigualdad no se aprecia, ya que hemos sido educados para mirar desde ella, de manera que la diferencia de roles por convenciones culturales llegan a parecernos naturales y éstas se refuerzan a través de instituciones como los colegios o los medios de comunicación. El propio lenguaje es un buen reflejo de este mundo expresado ya desde la desigualdad de género.

Por eso, en este trabajo reivindicamos un modelo distinto de analizar la igualdad de género basado en la idea de que los valores tradicionalmente asociados a "la cultura de las mujeres" son también posibilidades que debemos recorrer los hombres para completar nuestro sentido de pertenencia y, por tanto, de identidad, sobre todo en aquellas parcelas en las que no podemos ser sustituidos porque tenemos un significado singular para otras personas, como es el sentido de una paternidad responsable, la cual hemos querido hacer más elocuente al denominarla "maternidad masculina".

En su definición cultural, las identidades evolucionan y estamos en tiempos en los que los hombres tienen que aprender a ser más como las mujeres, polivalentes en diversas parcelas, para lograr mayores cuotas de igualdad, pues los modelos arcaicos de relaciones verticales y de poder entre hombres y mujeres es un perjuicio para ambos.

En este trabajo ponemos de relieve las responsabilidades de los medios de comunicación para educar en igualdad a través de una perspectiva crítica de roles de género asociados a identidades sexuales. La función ética de la comunicación exige pensar desde valores emergentes los modelos de construcción mediática de la masculinidad y la feminidad, y hacerlos más abiertos y respetuoso con el valor de la igualdad de hombres y mujeres.

 

Reivindicación de la ética del cuidado como axiología de la identidad masculina

Lo femenino es positivo. Y cuando hablamos de feminidad hemos de entender un conjunto de valores y relaciones humanas asociadas habitualmente al imaginario de las mujeres del que hemos estado excluidos los hombres. Quizás ha llegado el momento de realizar una reivindicación a la inversa. Los hombres hemos de aspirar a la igualdad con las mujeres, es decir, a recuperar una parte de nuestra condición humana ocultada por convenciones sociales que nos ha privado de disfrutar de una parte de nuestra identidad.

Lo femenino es positivo justamente porque reivindica la prioridad de la vida en su sentido más igualitario, el de las relaciones de mutua interdependencia, en las que las acciones hacia el otro no se efectúan con el afán de afirmar una posición de superioridad, sino en su sentido más auténtico del "poder"; es decir, como capacidad de contribuir al bienestar del otro. Por eso, el poder en femenino es una democracia de la vida, una educación para hacer la propia vida y la de los demás más fácil, más libre, más responsable. De acuerdo con esto, se trata de compartir los esfuerzos, las presencias, las responsabilidades y el cuidado como actitud hacia el otro, hechos que deben incorporarse también a la educación de los hombres.

Decimos que "lo femenino" es positivo porque se trata de ventajas vitales sobre las cuales cabe construir otro concepto de poder, otras voces distintas sobre el desarrollo humano. Lo femenino ha desarrollado una mayor empatía por la vida.

En las relaciones de los primeros peldaños de la vida será sobre el que se sustente la construcción polarizada de las identidades masculina y femenina asociadas a roles convencionales. Esta dicotomía ha de ser desenmascarada y fomentar modelos de identidades abiertos y plurales, evitando que sobre la diferencia sexual se construyan desigualdades de género, pues ser diferentes no significa ser desiguales. Esta convención cultural convierte la sexualidad en categorías estancas, dando lugar a dos géneros que dividen lo humano por la mitad. Queda así delimitado un sentido de la identidad que tendrá un carácter normativo sobre nuestras elecciones. La moralidad se disfraza así de "sexualidad" y, en función de ella, se les exige a las personas distintos deberes y se les marca distintas expectativas.

Esa es la igualdad discriminatoria, la que ha propiciado que muchas mujeres crean que la única manera de tomarse en serio sus aspiraciones profesionales es asumiendo los valores y roles de los hombres: la competitividad, la disponibilidad absoluta al trabajo y la renuncia a cualquier otra responsabilidad que esté por encima de éste. El resultado ha sido el trágico vaciamiento de la vida privada, de ese espacio de valores humanos vinculados a los afectos y a la comunicación con los otros (Suárez, 2006).

El ser humano es constitutivamente masculino y femenino, como dos conjuntos de valores disponibles para su realización vital. De manera cultural y de acuerdo con los estadios socio-evolutivos, ha existido una cierta asignación de roles entre lo masculino y lo femenino, como si estuvieran ligados a los cuerpos. Sin embargo, aunque biológicamente existen diferencias obvias entre hombres y mujeres, siendo la maternidad un concepto que, si bien en lo biológico es exclusivo de las mujeres, en lo vital debe incorporar también la tarea de un padre que sabe adoptar los modos de hacer y querer de la madre como una posición de afecto y cuidado que posibilita a la criatura conocer el mundo desde la mirada de ambos.

Por eso, por maternidad entendemos aquí un conjunto de valores que se realizan a través de las vivencias con los seres que forman parte de un proyecto familiar. En este sentido, hay que reivindicar la experiencia vital de la maternidad como una forma de vida que incluye a un padre presente, capaz de compartir los cuidados y que desarrolla ese modo de comunicación no verbal basada en presencias y cuidados de su progenie.

A ambos corresponde ejercer la maternidad vital, desarrollar la capacidad de alojar al hijo en la existencia, como un espacio en el que se formarán las condiciones de su desarrollo psicológico y social. Por ello, someter a este periodo de crianza de los hijos compartidos por ambos progenitores a presiones que comporten exclusiones entre la familia y las responsabilidades profesionales, supone una estrategia equivocada. La política hacia la maternidad debe ser de conciliación, no derecho que se les concede a las mujeres. Se trata de un proyecto de una sociedad que entiende su desarrollo integrando generaciones y estableciendo condiciones no sólo materiales, sino también afectivas como parte del bienestar social.

La educación de los hijos no puede verse comprometida por un modelo de "laborismo" patriarcal que identifica exclusivamente el éxito social con la dedicación al trabajo. Así como tampoco el proyecto de igualdad no debe servir sólo para producir más personas masculinizadas, basada en mentalidades que contemplan el éxito en la independencia y la competencia para alcanzar objetivos personales. Existe otra medida que corresponde a lo que tradicionalmente se ha asociado con lo femenino pero que pertenece por igual a los hombres.

Reforzar la imagen de la mujer como exclusivamente "madre" ha sido una de las estrategias del patriarcado para mantener la escisión entre el espacio privado y el espacio público, lugar caracterizado por ser el escenario de "fuerzas" en el que se desarrolla la actividad con otros iguales, al menos, en la condición identitaria de los hombres. Por eso, el poder ha sido tradicionalmente de los hombres, mientras que las mujeres han quedado como sujetos poseídos, pertenecientes a un "señor".

Lo masculino y lo femenino se ha planteado como una escala de valor psicológico y moral de la personalidad. Para las mujeres, asumir roles masculinos es una manera de igualarse, y lo expresan como proyecto positivo, pero no se puede decir lo mismo en la dirección de los hombres respecto a las mujeres, que sería una forma de perder valor frente a los hombres (sus iguales, que participan del mismo poder social).

Esta situación ha creado un falso espejismo en relación con la igualdad, pues ésta transita en una sola dirección y, lamentablemente, no es la mejor. Se ha producido una desertización de la realidad humana que entraña el cuidado mutuo como una responsabilidad personal y cívica por un concepto de raíces legalistas que intentan pesar y medir la libertad humana en cada ámbito, basado en el lenguaje de los derechos. Sin embargo, ahora es el tiempo de las responsabilidades, un concepto más espontáneo y vital que exige atender a las circunstancias de cada contexto.

Se trata de dos paradigmas filosóficos: la ética de los derechos y la ética de la responsabilidad, los cuales no son ajenos uno del otro. Lo cierto es que hasta ahora nuestra cultura ha estado subsumida y educada en la cultura de los derechos, a los cuales hay que reconocerles enormes beneficios para clarificar la prevalencia de la libertad individual frente a adherencias comunitarias injustificadas, pero también es un instrumento conceptual que tiene sus limitaciones. La principal, a nuestro juicio, radica en la imposibilidad de remitirse al origen en el que se produce la desigualdad y, por tanto, sus soluciones se asemejan a señales de tráficos de vehículos que vienen de fábricas construidos de muy distintas formas.

El problema no está en cómo se regula la convivencia, sino en cómo se construyen los sujetos que la comparten. Por supuesto, el Derecho tiene una importante función normativa y también pedagógica para enseñar a los sujetos el valor de ciertos comportamientos. El hecho mismo de que algo pueda ser sancionado por la ley constituye, prima facie, una marca moral sobre el valor de la conducta. Sin embargo, ésta es la punta del iceberg que ha de ser removido desde la base.

Los derechos han sido y siguen siendo útiles y necesarios, pero insuficientes. Se necesita implantar otra lógica basada en un concepto de responsabilidad compartida que impregne todos los ámbitos de la relación, desde lo privado a lo público. Se trata de un concepto con más potencialidad educativa y ética que jurídica. La responsabilidad compartida rompe la lógica de una convivencia de sujetos autónomos y reivindica valores comunes que forman parte del bienestar de cada cual. La lógica de la pertenencia no puede ser meramente formal, requiere participar en tareas que no son retributivas en términos económicos pero que reportan un beneficio humano en términos de convivencia.

La lógica del mercado no puede seguir siendo el referente del éxito. La identidad del hombre no se define por su capacidad de depredador social para abastecer a su familia, ni la de la mujer basada en el sacrificio como forma de afirmación. Educar en los valores femeninos, la interacción horizontal, haría la convivencia más humana. No se trata de una mera actitud ética, sino de un principio que revolucionaría también el espacio público, aportándole el carácter horizontal y dinámico de una vida que tiene que ser construida sin escisiones entre lo público y lo privado.

 

El patriarcado mediático

Los medios de comunicación son educadores permanentes de la ciudadanía. Si bien ellos se convierten en reflejos de las mentalidades y prejuicios de la mayoría social, deberían también asumir una función crítica dirigida a promover valores éticos, tales como la igualdad, la libertad y el pluralismo social. Por esta razón, los medios deberían prestar especial atención al diseño de las identidades de género, el tratamiento de minorías sociales y otras cuestiones fundamentales para una convivencia democrática.

No existe democracia sin igualdad, y la discriminación de las mujeres es un indicador de la fragilidad democrática de una sociedad. Por eso conviene visibilizar a la mujer en todos los escenarios públicos, al tiempo que se ha de combatir su utilización como un objeto decorativo de los triunfos y placeres masculinos. También es necesario tener en cuenta los modelos de identidades de hombres y mujeres que nos ofrecen los medios de comunicación y con los que la ciudadanía debate cada día.

Así, por ejemplo, cuando la mujer es protagonista en publicidad, sigue representando alguno de los siguientes roles: mujer fatal, la perfecta ama de casa, la mujer en el espacio público masculinizada o asumiendo funciones de cuidados como educadora o cuidadora. Entre ambas está la fusión total de la superwoman, capaz de ser mujer profesional sin renunciar a su ineludible responsabilidad doméstica, y todo ello sin descuidar un ápice su belleza externa.

Mediante la superposición de roles preasignados, se trata de lograr una imagen perfecta que avale las virtudes físicas como seña de la identidad femenina. Las niñas son instruidas en este mundo de la imagen prácticamente desde que nacen. Ser niña significa un especial cuidado de sí misma y muchos de sus juegos consisten en prestar atención a su imagen o a las de sus muñecas. La belleza se representa como elemento de poder, su valor social radica básicamente en conservar ese frasco de esencias juveniles que es el cuerpo (Berganza y Del Hoyo, 2006). Envejecer es dejar de existir.

La mayoría de los anuncios dirigidos a las mujeres corresponde a productos de cosmética o a aquellos otros relacionados con el hogar y el cuidado familiar. La mujer sigue siendo la princesa bella que se convierte en sirvienta de su caballero. La mujer, aunque se incorpore a la esfera pública y lleve adelante sus aspiraciones profesionales, no debe olvidar que su dedicación no le exime de aquellas otras que parecen venir asociadas a su condición de mujer (Garrido, 2008).

Por otro lado, muchos anuncios publicitarios siguen utilizando este esquema de que la mujer feliz es la mujer que recibe los mejores regalos del hombre, el amor como sentimiento metamorfoseado en amor sólido, capaz de ser exhibido socialmente. En la cultura de la imagen, lo que se enseña es lo que se tiene, por eso, de ahí que a los afectos se les ha fijado precio en forma de regalos materiales mercantilizados.

Este modelo que ha justificado la dominación de las mujeres, ha sido también en el cual han sido educadas ellas y que, con frecuencia, reproducen. Se corre el riesgo incluso de que ellas identifiquen el poder con la masculinidad, asumiendo voluntariamente que deben quedar relegadas a un segundo plano o que, si bien ellas acceden a esas formas de poder, deben actuar de acuerdo con los patrones de la cultura androcéntrica.

Esta actitud se puede observar, por ejemplo, en mujeres liberadas del trabajo doméstico por la contratación de otra mujer que tratan con el mismo desdén con que ellas hubieran sido tratadas por sus maridos. En este sentido, conviene recordar una vez más que el primer imperativo de la igualdad radica en el respeto a la dignidad, sin distinción no sólo de género, sino también de clases sociales o de cualquier otra diferencia por la que una persona considere que su ventaja en la vida le concede un poder frente al otro.

La cultura de la imagen ha extendido el imperativo cosmético del cuidado del cuerpo también a los hombres. La juventud se ha convertido en valor universal y ha promovido una cultura unisex de la identidad humana. Se trata de un esteticismo cosmético en el que la diferencia de los cuerpos se diluye, favoreciendo una identidad juvenil, imberbe y maquillada como formas narcisistas del sujeto posmoderno. Ahora bien, no se derriban los "géneros" como categorías sociológicas, sino que se solapan "los sexos" como artificios de identidad física. Consumir lo mismo y hacernos más igual como sujetos físicos es una estrategia diseñada por los intereses empresariales, pero esto no hace que haya grandes pasos hacia la igualdad humana en materia de género.

Asistimos a una sociedad de sujetos pegados a la pantalla, cuyo horizonte reflexivo no sube más allá del negro del marco de pasta del televisor. El resultado es un pensamiento plano, en consonancia con la pantalla, cuya verdad o mentira sólo vendrá afirmada por el éxito social, al cual se le ha dado el valioso papel de verificador ideológico del mercado. Lo que funciona es verdad, lo que no funciona es mentira, no sirve.

Cabría distinguir entre una igualdad creativa, que identificamos con una feminización de la vida humana, con una igualdad retórica, caracterizada por la imagen androcéntrica de los "derechos" como balsas de los individuos de la sociedad de consumo en el naufragio de los valores de la vida privada. Esta visión dicotómica de dos visiones de la igualdad y la inversión axiológica de una por otra, en la que lo masculino destaca sobre lo femenino, constituye una de las estrategias de la sociedad de consumo. El espacio público, la competencia, el individualismo y las formas de felicidad son sometidos a fechas de caducidad.

En este sentido, la incorporación de la mujer al espacio público puede producir una mayor impresión de igualdad pero no hemos de olvidar que se trata básicamente de una igualdad como consumidora. El mercado está interesado en vaciar el espacio privado: la comida, la limpieza, la atención de los niños... Todo se convierte en soluciones rápidas, que te devuelven el tiempo. Al hombre se le concibe como actor del espacio público, de las tecnologías y de la acción. El hombre sigue siendo representado bajo el imaginario del poder, en cualquiera de sus parcelas simbólicas.

Otra diferencia que se puede apreciar en la prensa dirigida a ellos es el lenguaje impersonal, pues se trata de informar a un ser supuestamente racional, de quien hay que respetar su criterio independiente. Respecto a ellas, la prensa las presupone un ser sensible, por eso está llena de consejos y testimonios que le ayuden a tomar sus decisiones de acuerdo con las voces de otros actores informativos. Un ejemplo muy claro lo podemos ver con la tipología de revistas que en la actualidad saturan el mercado. Páginas y páginas de coches, mujeres explosivas y claves del éxito laboral para los hombres. Publicaciones de cuidado del hogar, de los niños o consejos para conseguir el amor de un hombre para las mujeres.

En contraste con estas representaciones del hombre como héroe de lo público, su contribución a las labores domésticas es considerada una "ayuda", un gesto de voluntad solidario, una ONG doméstica, y no como un trabajo que se ha de compartir por igual. En cambio, el padre sí aparece en el espacio doméstico en ratos de esparcimiento nocturno, tras finalizar el día, como elemento de seguridad, y acompaña a sus hijos en aquellas actividades que requieren la instrucción y el ingenio tecnológico de papá: ayuda a construir coches y barcos o artefactos tecnológicos que le permiten compartir con sus hijos ratos de diversión "inteligentes".

No obstante, persiste un discurso cínico sobre la igualdad del hombre en su responsabilidad doméstica que lo presenta como un manazas incapaz de realizar dichas tareas, desplazando así toda la responsabilidad hacia la mujer. Estos argumentos con los que se pretende perpetuar los mismos discursos de la inversión de roles son nuevas expresiones del micromachismo (Bonino, 2004; Mayobre, 2009; Gordillo y Gómez Javara, 2011).

Sin embargo, la mentalidad no ha evolucionado con la celeridad de los acontecimientos y estos cambios han cogido desprevenidos a muchos hombres que, aferrados a una educación patriarcal, se resisten a aceptar la inversión de roles. La igualdad debe ser, ante todo, un asunto de respeto a la dignidad y, por tanto, nadie es más ni menos por desempeñar la tarea que realiza. Nuestra cultura está basada en una idea del mérito que convierte las ventajas particulares en motivos para la diferencia y, con frecuencia, para la discriminación, aunque ésta venga envuelta en una apariencia aterciopelada.

Por todas estas razones, la ética de la comunicación es indispensable para la construcción de una sociedad respetuosa de la diversidad, de la igualdad de la mujer o del respeto intergeneracional. Sólo un diseño de comunicación que refleje de manera igualitaria la dignidad de las personas, sin distinción de sexo, religión, raza, grupo étnico, lengua, aspecto físico o singularidad en su modo de vivir y ser, podrá garantizar el libre desarrollo como personas. Y las personas son la auténtica riqueza de una sociedad, ya que ellas son quienes protagonizan el cambio social a través del entusiasmo de sus convicciones.

 

El tratamiento de la violencia contra las mujeres en los medios de comunicación

El maltrato es un concepto amplio que abarca comentarios, actitudes y comportamientos que mantienen el propósito de vejar a la otra persona. Se trata de una conducta que, de manera progresiva, va intensificando el control y la sumisión del otro. Hablamos de violencia de género cuando el motivo en el cual se basa este conjunto de actuaciones tiene como fundamento la presunción de superioridad sobre la mujer.

En otras palabras, el maltrato es el resultado de un proceso educativo por el cual el hombre considera que su posición frente a la mujer le permite recurrir a ciertas prácticas de dominio que forman parte de su identidad masculina. Comportarse como un hombre entrañaría ejercer una acción de poder sobre "las mujeres", en cualquiera de sus modalidades.

Por tanto, el maltrato es la punta del iceberg de la sociedad patriarcal, cuya lógica igualitaria se limita a reconocer ciertos derechos a las mujeres a modo de concesiones formales que no redundan en una condición de igualdad real. Esta es la razón que justifica la violencia de género, la incomprensión de hombres que aceptan supuestamente la igualdad de las mujeres, pero no aceptan compartir la vida de las mujeres; es decir, esos valores que no establecen una lógica vertical de poderes, sino una lógica horizontal de colaboraciones. El modelo androcéntrico de la sociedad se concibe como una relación de poder del hombre sobre la mujer y, por ende, la superioridad del orden simbólico de lo masculino sobre lo femenino. Por eso, cualquier inversión de roles es advertida como el quebrantamiento de un orden social basado en la dominación masculina.

Por esta razón, el maltratador pretende que la víctima desarrolle el complejo de culpa como resorte de su reconocida autoridad y de la posición de dominación que ella debe adoptar respecto a él. Frente a esta conducta masculina, todavía muchas mujeres persisten en el empeño de salvar una convivencia que, para ellas y de acuerdo con los ideales en los que ha sido educada, representan algo más que una ruptura: un fracaso personal que puede llevarse consigo un proyecto familiar que desea para sus propios hijos.

Por otro lado, hasta hace poco, dado el estado de dependencia económica y social de la mujer respecto al hombre, la ruptura entrañaba enfrentarse a dificultades añadidas para salir adelante con su familia. Esto se debe a la existencia de una conciencia social de que cualquier tipo de agresión no debe ser tolerada, aunque persiste todavía hoy, incluso entre los más jóvenes, esquemas de control del otro que son semillas de la futura violencia que se desencadenará en la relación de pareja.

El desarrollo de la educación de las mujeres, su reconocimiento tanto profesional como social, y la consiguiente independencia económica son factores que permiten augurar una libertad llena de contenido que permita a las mujeres cifrar su autoestima en otros valores más allá de la simple relación afectiva. Desde esta posición podrá adquirir una perspectiva sobre su propia relación y ponderar cuándo la convivencia se convierte en un bien común por el que merece la pena luchar o, por el contrario, se ha convertido en una prisión doméstica. Pero no hay que extrañarse de que surja la violencia cuando primero se ha consentido la desigualdad de las mujeres como modelo educativo, ya que ésta no es más que su expresión más extrema de dicha convicción patriarcal. A lo que no tiene valor, a lo que se considera como "objeto de propiedad", ¿quién impide que pueda maltratarse?

La mejor prevención contra la violencia de género es la educación. Si no se aprende a respetar a las otras personas como seres éticamente iguales, con la misma libertad y derecho de hacer su vida; si no se entiende a las mujeres como compañeras en la vida y no una segunda madre o esclavas privilegiadas, será difícil combatir esta lacra social que es la violencia contra las mujeres.

Esta tarea educativa debe comenzar desde las propias casas, la escuela y los primeros peldaños de la convivencia social en los que ser niño o niña no sea aprendido como una diferencia que entrañe comportamientos y expectativas distintas. No tenemos que negar las diferencias, que es lo que enriquecen al ser humano, sino combatir las desigualdades, rechazar el empeño de una cultura que normaliza y normativiza conductas asociadas a cada género.

La violencia es gradual y el paso al maltrato físico es el más llamativo, pero el insulto, los piropos de mal gusto o intimidatorios, los chistes humillantes y otras expresiones de nuestra cultura, son el germen en el que crecerán actitudes arrogantes y amparadas en la cultura machista.

La autoexclusión injustificada de ciertas responsabilidades por parte del hombre constituye también otra forma de violencia, en tanto que la opción de la mujer de hacerlas no es voluntaria. Marie-France Hirigoyen (1998) realiza un interesante análisis del perverso narcisista, que vendría a corresponder de manera bastante próxima con la psicología de los maltratadores, a quien define del siguiente modo: "Son megalómanos y se colocan en una posición de patrón de referencia del bien y el mal y de la verdad. A menudo, se les atribuye un aire moralizador, superior y distante. Aunque no digan nada, el otro se siente cogido en falta. Exhiben unos valores morales irreprochables con los que dan el pego y una buena imagen de sí mismos. Y denuncian la malevolencia humana".

Sus acciones son reacciones que surgen de su deseo de controlar y contrarrestar las aspiraciones de otros. Así, por ejemplo, en el ámbito de las relaciones machistas, sería tratar a la mujer como una reina, porque así se expresa de manera más completa su poder, pero no como una compañera.

Por otro lado, cuando se produce un cuestionamiento del poder, una ruptura en su ejercicio de autoridad, no hay nada que le apetezca más que una revancha fría a través de la mano de hierro en guante de seda y ejecutar de manera implacable su voluntad, hasta conseguir el arrepentimiento del trasgresor, no para restituir ningún orden anterior, sino como prueba de la vigencia de su poder tras el supuesto desafío. También saben que, de esta forma, la humillación está asegurada y, como consecuencia, su concepción del bien y su superioridad se reafirma.

Otra característica del perverso narcisista es la del vampirismo, es decir, la tendencia a neutralizar las cualidades del otro a través de su poder. Este objetivo es llevado a cabo mediante un espíritu de crítica exacerbado y el ataque a la autoestima y confianza del otro para aumentar así su propio valor.

En primer lugar no podemos ignorar la importancia que ha tenido sacar a la luz pública los malos tratos sufridos por las mujeres en nuestra cultura. Por un lado, ha permitido cambiar la consideración social hacia ellos. Por el otro, ha contribuido a poner rostro humano a un crimen hasta hace poco invisible y supuestamente aceptado como una simple distinción de las relaciones privadas. La labor de los medios de comunicación ha sido más decisiva que la de las propias leyes para que la sociedad haya adquirido conciencia de esta forma de "terrorismo doméstico" invisibilizado por la propia mirada cultural.

Sin restar un ápice a la meritoria tarea de los medios de comunicación en este esfuerzo, hemos de lamentar que no siempre los modos de abordar los malos tratos contra las mujeres por parte de los medios parecen los más apropiados. En primer lugar, estas noticias surgen con más frecuencia de los tanatorios que de los juzgados donde prevalece la imagen de la mujer víctima sobre aquella otra de la mujer luchadora por hacer respetar su autonomía moral y física.

La sangre vende más que las denuncias y sentencias que condenan a los maltratadores. No necesitamos más mujeres muertas, sino mujeres vivas capaces de superar la violencia machista y que sirvan de referencia a quienes en esta lucha necesitan reforzar su imagen de mujer que confía en su propia lucha. Los efectos que se derivan de este tipo de prácticas informativas resultan contraproducentes al propósito que se persigue de denuncia social.

Las noticias de malos tratos se adentran en un detallismo trágico que para nada contribuye a favorecer el respeto hacia la víctima. Los medios deben ser prudentes y evitar que se incurra en actitudes sensacionalistas y que finalmente el crimen contribuya más a la notoriedad del verdugo que a su condena. De hecho, muchas veces, los medios se recrean tanto en analizar el proceso que dio lugar a la muerte y en analizar al maltratador, dándole el papel de protagonista, que parecen obviar que lo realmente importante es la víctima, no lo que pasó.

Por eso, quizá sea aconsejable, sin evitar el contenido humano de ciertos programas televisivos, prescindir del relato de las historias conflictivas en primera persona y proponer las historias como guiones recreados por actores para que los casos puedan ser analizados en público. Estos programas han copado los horarios correspondientes a la supuesta franja de superprotección de la programación infantil.

Lamentablemente, los más pequeños no sólo no gozan de espacios apropiados, sino que además, la oferta corresponde en la mayoría de las cadenas, bien a telenovelas latinoamericanas que reflejan una situación social de fuerte discriminación para la mujer o programas denominados del corazón en los que la vida social de famosos o anónimos espontáneos sacan sus miserias humanas para airearlas públicamente.

El tratamiento que se realiza de la mujer en los medios de comunicación ha de comprender también su condición de espectadora. Existe un discurso sentimental de la mujer en los medios de comunicación y una peligrosa reafirmación de su presencia por su condición de víctima de la violencia. La presencia de la mujer en los medios debe empezar por fijarnos en los lugares donde no está, por una ausencia de la realidad que sigue manteniéndola rehén de una actualidad que parece protagonizada sólo por hombres.

Estas ausencias hay que relacionarlas con aquellas otras en las cuales su reconocimiento se establece casi exclusivamente por su condición de víctima. ¿Dónde están las mujeres en el espacio público? ¿Sigue siendo la tradicional cuidadora, mujer perfecta y madre que no tiene más vida que la que le asigna la sociedad patriarcal? Hay que empezar por ver la educación que reciben las mujeres y esta responsabilidad también afecta de manera directa a la propia programación televisiva. Programas que siguen potenciando la idea de que la mujer proyecta su vida exclusivamente sobre los demás, que hace de los sentimientos una jaula más que un horizonte de desarrollo personal, que incentiva actitudes románticas trasnochadas, que confunde el amor con un gesto de la cultura machista y no con el respeto al otro. Todo esto constituye graves e importantes argumentos de una educación discriminatoria para las mujeres.

 

Revisión de lo público y lo privado. A propósito de la política de las mujeres

El cambio de siglo no ha traído el cambio de la revolución más decisiva del siglo XX: la incorporación de la mujer al espacio social. No se trata sólo de condescender con una reivindicación claramente sostenida desde el siglo XV por muchas mujeres que denunciaron el proceso ilustrado por su carácter androcéntrico, en virtud del cual sólo los hombres parecían plenos sujetos de derechos, actores de la vida pública, quedando las mujeres relegadas a sus feudos particulares, una mayordomía doméstica que se adquiría con el matrimonio y que no requería ningún otro pago, excepto la distinguida consideración de ser "señora de", que se convertía en la "ama de casa", para así hacerle responsable de todo lo que ocurría dentro de ella.

La incorporación de la mujer, efectivamente, se ha logrado en distintos ámbitos, si bien todavía se miran de reojo las posiciones que va ocupando en el espacio público. Sin embargo, ser mujer es un factor de vulnerabilidad acerca de las expectativas de promocionarse en los distintos ámbitos sociales y profesionales. Como ejemplo podemos destacar que ser mujer embarazada es ser mujer discriminada. La igualdad se impone a costa de un igualitarismo casi biológico, exigiendo prescindir de cualquier circunstancia que supuestamente reste disponibilidad a los objetivos profesionales.

Las mujeres sigue siendo vistas bajo el prisma masculino de competitividad, como si fuera una carrera en la que hay que prescindir de cualquier peso, de tal suerte que cuantos menos compromisos más eficacia se puede lograr en la gestión. Finalmente se impone el individuo atomizado, aquel que se asemeja a una percha en la cual la voz del mercado le indique qué tipo de etiquetas define su identidad. Se trata de una presunción falsa sobre la diferencia entre hombres y mujeres, a partir de la cual se pretende trazar una línea en el agua entre dos ámbitos supuestamente adecuados a cada uno de ellos: lo público y lo privado.

La igualdad de género comienza en las esferas más próximas de la convivencia. Si dentro de la familia no existe una misma consideración y respeto mutuo a las aspiraciones de cada uno de sus miembros, difícilmente se podrá reclamar esta igualdad en otros espacios sociales, pues aquí es donde las personas reciben la mayor confianza para proyectarse en cualquier otra dimensión social. Por eso, la discriminación privada es la semilla de la segregación del espacio público, de la consideración de que las mujeres sólo acceden a éste con el consentimiento de los hombres, quienes la examinarán desde su óptica masculina, siendo la belleza su principal aval, como si fuera ésta la cualidad más competitiva de la mujer.

Se deben implementar políticas de igualdad también en lo privado. Educar en valores que permitan modificar esquemas tradicionales de lo privado es también una responsabilidad pública. Una sociedad más igualitaria en el ámbito de las relaciones privadas hará más factible cualquier proyecto de cohesión social. Por ejemplo, una educación que derribe prejuicios culturales sobre los valores masculinos y femeninos contribuirá a flexibilizar las opciones laborales de los miembros de una familia para combinarlo con la responsabilidad doméstica.

La ética feminista apuesta por un concepto de integración comunitaria, hacer de las dependencias intersubjetivas un valor en común para llevar a cabo de manera más eficaz los proyectos de los miembros de la familia. Lograr la igualdad entre hombre y mujeres es más una tarea educativa que legislativa, si bien las leyes pueden ayudar a marcar líneas rojas de conducta inadmisibles contra la dignidad de las mujeres.

Para este objetivo la labor de los medios se antoja fundamental, ya que administran el capital simbólico de las identidades sociales. El reflejo mediático proyecta la imagen de la conciencia social de qué significa ser hombre, mujer o cualquier otro tipo de identidad. Ellos organizan los modos de mirar lo que somos y nos atribuye sentimientos de responsabilidad de las distintas conductas asociadas a esas identidades. Así, los medios de comunicación se convierten en una escuela abierta a la que asistimos de manera espontánea y en la que aprendemos a reconocernos bajo distintas expresiones identitarias.

Ha llegado el momento de romper de una vez por todas con la dicotomía entre lo público y lo privado, pues carece de sentido esta polaridad si nos tomamos la igualdad de género en serio. ¿No tiene el trabajo privado un valor público?, ¿no podría considerarse el trabajo público como una eficaz gestión de servicios que deberían estar dirigidos a mejorar la vida privada de las personas? Cuando determinados servicios asistenciales son asumidos por el Estado, como el cuidado de los pequeños o de las personas dependientes, tradicionalmente realizados por las mujeres, ¿no debería reconocerse que este trabajo presentaba una dimensión de servicio público para la sociedad?

Lo mismo cabría decir con la familia, institución privada por antonomasia, pero que es, a su vez, la célula del tejido social. Por eso, atender la familia como centro nuclear de la vida social, facilitando la conciliación y la prioridad de la educación de los hijos, se está logrando como un gran objetivo público. De otra forma, el fracaso de una política de atención a la familia supondrá un mayor coste de atención social para el futuro.

En este sentido, esta mentalidad de lo público y lo privado resulta contraproducente para un proyecto integral de vida social humanizada. Y en esta conciliación las mujeres nos llevan ventajas a los hombres, no sólo en su experiencia, sino también en el modo de concebir y educar para integrar ambas esferas. Se trata de hacer la sociedad competitivamente más humana, de tal forma que los avances profesionales y sociales no vayan separados de las dependencias mutuas de la vida familiar.

Esta reivindicación de valorar ambos escenarios de lo público y lo privado no debe restar un ápice a aquella otra que persigue romper con el denominado "techo de cristal", esa estructura invisibilizada del poder dentro de la sociedad que se organiza con criterios masculinos. La aportación de las mujeres a las distintas esferas de la actividad social constituye un beneficio común.

En primer lugar, por una cuestión de justicia. No somos diferentes en capacidades y hasta hora sólo lo hemos sido en oportunidades; luego, es comprensible modificar esta dinámica con medidas que impulsen este objetivo. En segundo lugar, por una cuestión de eficacia. La diversidad es un valor de la cultura empresarial y organizativa. El factor de género, es decir, la condición de ser mujer, constituye un enfoque diferentemente distintivo, tanto para representar los intereses de muchas mujeres trabajadoras dentro de la empresa como sobre formas de organización que puedan agilizar la gestión.

Las mujeres prefieren dinámicas de trabajo más horizontales e interactivas, las cuales permiten desarrollar valores como la coordinación espontánea, sin criterios jerárquicos, mayor polivalencia en las tareas, lo que facilita la sustitución entre las compañeras o una mayor capacidad para participar en objetivos comunes en el trabajo. Estos valores, que se han considerado tradicionalmente femeninos, están siendo adoptados en las nuevas estrategias de organización empresarial, frente al modelo vertical y mecánico de la cultura masculina, porque se ha comprobado que son los que rentan, tangible e intangiblemente, mayores éxitos.

Más allá de esta igualdad implementada por la ley, debemos avanzar hacia una igualdad en las formas de convivir, en los modos de entender y decidir en los distintos escenarios de lo privado y lo público. La ley puede garantizar mayor incorporación de la mujer al ámbito de la función pública, pero ésta no se hará efectiva si no va acompañada de una educación que remueva también la mentalidad de hombres y mujeres sobre el espacio privado.

Romper el techo de cristal debe incluir nuevas formas de repensar las decisiones en el espacio público, pero también modificar las actitudes que hemos desarrollado en relación con el espacio privado en función de los géneros. Se trata de algo más que de un cambio de roles, como hemos abordado en la primera parte de este capítulo, y afecta a una consideración de la identidad ética con la que construimos nuestra personalidad.

En este contexto, estimamos pertinente recoger algunas observaciones sobre el papel de la mujer en el ámbito del poder político. En primer lugar, hemos de indicar que la igualdad en el ámbito público pasa por el incremento de la presencia femenina y también por la introducción del debate sobre modelos de convivencia que armonicen las distintas responsabilidades de hombres y mujeres con su dedicación profesional. No sería un avance para la igualdad la presencia de aquellas mujeres que justamente hayan adoptado los patrones de vida del género masculino.

Se produce con demasiada frecuencia que las mujeres, en su afán legítimo de competir y alcanzar las posiciones de los hombres, terminan adoptando sus mismos modelos de vida. Y no se trata sólo de que ellas ocupen el poder, sino de redefinir el poder con valores que incluya sus reivindicaciones (o de los hombres); es decir, de un estilo de vida que integre las responsabilidades privadas. Desde esta óptica, los modelos de gestión pública deben evolucionar hacia criterios de eficacia laboral más acordes con la visión femenina de la conciliación de vida personal y profesional.

La participación de las mujeres en los ámbitos de poder político es una exigencia de la propia comprensión de nosotros mismos como colectivo social. Se trata de una dualidad que no responde a meras circunstancias sociológicas, sino a una cuestión de raíz más profunda, al modo de "aparecer" y "ser" humano. Si a esto le añadimos que, por razones biológicas y culturales, se genera entre ambos sexos una relación dialéctica de poder, parece razonable que las soluciones sean buscadas y adoptadas de forma conjunta no por mero oportunismo político, sino porque son parte complementaria de la solución (Sambade, 2008).

Frente a esta aspiración, asistimos a una especie de "simulacro democrático". Muchas mujeres están en política elegidas por hombres o por su adopción de roles masculinos. También porque los tiempos así lo exigen pero no por sus virtudes internas, sino porque lo dicta el ser moderno. Por otro lado, las mujeres se han incorporado a muchos sectores profesionales, empresariales y políticos, pero no forman parte de las esferas de poder.

La política de igualdad no puede ser una política de escaparate basada en una presencia femenina sin más. Se trata de darles la voz a las mujeres para que tengan voces propias, no porque representen las voces de los hombres.

En nuestras sociedades a las mujeres se les ha reconocido cada vez más igualdad de un determinado modelo que habría que saber si sería el preferido por ellas. Las mujeres tienen más posibilidades para conciliar su vida familiar y profesional, al tiempo que se les recuerda que son ellas quienes tienen que hacerlo. La igualdad, en muchos casos, ha supuesto para las mujeres que tengan que asumir la doble tarea de lo que hacía su padre y su madre en una sola vida.

Esta lógica nos lleva a pensar que la posibilidad de tener más derecho significa parecerse más a los hombres. A lo mejor no es eso lo que quieren las mujeres. Quizá sea una cuestión más intuitiva y menos racional. Un modo de organizar la vida desde otra perspectiva, basado en la corresponsabilidad vital, un modo de entender la igualdad desde referencias más radicales y no tan formales.

 

Conclusiones

Los medios de comunicación potencian estereotipos de identidades masculinas y femeninas que podríamos denominar rígidos, de acuerdo con los cánones de la cultura patriarcal. Los hombres son representados en una proporción de tres a uno sobre las mujeres en los espacios informativos, siendo los actores del escenario público; mientras, las mujeres lo hacen cuando se abordan noticias que conciernen a profesionales asociadas al imaginario del cuidado, tales como maestras o enfermeras, por ejemplo.

Por otro lado, un gran porcentaje de las mujeres como protagonistas de las noticias corresponde a su presencia por su condición de víctima de la violencia machista. Frente a este carácter de vulnerabilidad de las mujeres, se potencia el relato rosa y lacrimógeno de la actualidad para las mujeres, frente al tratamiento más formal y objetivo que se hace en los noticiarios, destinado para el público mayoritariamente masculino.

La construcción de la identidad masculina, en cambio, se basa en la seducción del poder, el cual viene asociado con espacios como la política, los deportes, la economía o el conocimiento (la ciencia), en los que prácticamente la mujer está ausente o su presencia en muchos casos queda justificada como premio del éxito masculino. El hombre es concebido como un sujeto independiente y, por ende, actor de lo público, mientras que su aparición en el ámbito privado se representa sólo como una especie de cualificada compañía a la inteligencia de sus hijos o como sello de seguridad familiar. Sin embargo, su contribución al trabajo doméstico es tratada en clave de humor, basada en una inversión de papeles que pretende transmitir el efecto contrario a la situación representada.

Esta categorización de las identidades masculinas y femeninas constituye un obstáculo en la educación de valores asociados a lo femenino, que son experiencias extraordinarias también para la construcción de la identidad masculina. A nuestro juicio, en el modo de entender la vida de las mujeres existe una reserva moral sobre el modo de entender y tratar a los demás que resulta necesario para lograr una vida más competitiva humanamente.

Las mujeres nos enseñan a apreciar qué significa ser persona, a sentirnos singulares a través del cuidado y del afecto. Lo recibimos de nuestras madres, quienes nos enseñaron las cuestiones más importantes de la vida sin darnos ninguna lección magistral. Sus discursos eran vitales, contados a través de la propia vida, sin esperar recompensa, sino con la satisfacción del sentido de hacer lo que tenían que hacer porque era parte de su identidad como persona, vinculada al éxito de los demás y con el propósito también de impulsar sus propios proyectos profesionales. Instruir mediante la comunicación en estos valores como forma de la identidad masculina nos ayudará a todos a vivir de manera más auténtica y con un mayor sentido de la responsabilidad hacia el otro.

 

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Información sobre el autor:

Juan Carlos Suárez-Villegas. Doctor en Filosofía. Se desempeña en la Facultad de Comunicación, de la Universidad de Sevilla, España. Líneas de investigación: ética y deontología de la comunicación, estudios de género en comunicación. Publicaciones recientes: "La actitud ética de los periodistas andaluces ante cuestiones de especial sensibilidad social", en Revista Latina de Comunicación Social, núm. 68, La Laguna (Tenerife): Universidad de La Laguna. "La comunicación en defensa de los derechos humanos", en Revista Razón y Palabra, núm. 80, agosto, México (2012); "El debate en torno a la utilización de la cámara oculta como técnica de investigación periodística", en revista Comunicación y Sociedad, núm. XXIV, Pamplona (2011).

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