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Convergencia

On-line version ISSN 2448-5799Print version ISSN 1405-1435

Convergencia vol.21 n.64 Toluca Jan./Apr. 2014

 

Artículos científicos

 

Educar para la paz. Necesidad de un cambio epistemológico

 

Educate for peace. The need for an epistemological change

 

Alfonso Fernández-Herrería y María del Carmen López-López

 

Universidad de Granada, España. alfonsof@ugr.es, mclopez@ugr.es

 

Recepción: 15 de septiembre de 2011.
Aceptación: 28 de noviembre de 2012.

 

Abstract

A review of the publications carried out in the field of peace shows a conceptual and epistemological decompensation in which the presence of violence takes preference over peace. This article studies in depth the consequences of this fact in the field of education for peace, proposing a new epistemological approach within the framework of the systemic-complex thinking; its methodological consequences will be significant in the practical part of education. From this epistemological point of view the sense of education is reconstructed in general, as well as the education in values, and its impact in the development of good-quality practices in the curriculum and in the school culture. This work, of deconstruction and reconstruction, is the fundamental crux of an authentic commitment to peace values and the development of a real education in peace.

Key words: education for peace, general-complex epistemology, education in values, school, curriculum.

 

Resumen

Una revisión de las publicaciones en el ámbito de la paz evidencia una descompensación conceptual y epistemológica que prima la presencia de la violencia sobre la paz. Este artículo profundiza en las consecuencias de este hecho en el área de la educación para la paz y propone un nuevo enfoque epistemológico en el marco del pensamiento sistémico-complejo, con importantes consecuencias metodológicas en la práctica de la acción educativa. Desde esta epistemología se reconstruye el sentido de la educación en general, de la educación en valores, y de su impacto en el desarrollo de buenas prácticas en el curriculum y en la cultura escolar. Este trabajo, deconstructivo-reconstructivo, es el eje fundamental de un auténtico compromiso con los valores de paz y el desarrollo de una verdadera educación en la paz.

Palabras clave: educación para la paz, epistemología sistémico-compleja, educación en valores, escuela y currículum.

 

Introducción. ¿Por qué un cambio epistemológico?

Cuando se examina la voluminosa bibliografía sobre el tema de educación en valores de paz, especialmente artículos en revistas, hay una cuestión que llama la atención: el enfoque que prima corresponde a una perspectiva construida desde la violencia —en las aulas, en los medios de comunicación, en las familias o en los contextos sociales, violencia escolar en los distintos países, estrategias de actuación contra la violencia, comportamientos antisociales, etcétera—. Si hacemos una búsqueda (10/02/2011) en el Educational Resources Information Center (ERIC), una de las principales fuentes de información bibliográfica en ciencias de la educación, con las palabras violence y peace, y comparamos los resultados, vemos cómo el descriptor violence obtiene 9.027, mientras que peace obtiene alrededor de la mitad (4.666). Si realizamos la misma operación (10/02/2011) en la base de datos Scopus, limitando la bús-a al campo de las ciencias sociales, el descriptor violence obtiene 39.100 resultados, mientras que peace presenta 16.515, menos de la mitad.1

Esta evidente descompensación no sólo se debe a causas sociológicas y/o psicológicas, como la relevancia conferida a la violencia por parte de los medios de comunicación, considerada más noticiable que la paz, o al impacto psicológico y social de fenómenos en alza como la violencia escolar, sino que también se ha visto favorecida por la misma epistemología desde la que se ha concebido la investigación en teoría de la paz. Esta investigación, de carácter multidisciplinar, estuvo ligada en sus inicios a Galtung, fundador en 1959 del Peace Research Institute en Oslo (PRIO) y del Journal of Peace Research (1964-1974). En 1959, Galtung establece una diferencia entre paz negativa y paz positiva debido a la pobreza del concepto de paz dominante en esos momentos (Galtung, 1969). La paz es definida, hasta entonces, como ausencia de guerra (paz negativa), concepción heredada de la pax romana.

En los años cincuenta y sesenta la polemología se desarrolló mucho más que la irenología, condicionada, sin duda, por las circunstancias políticas y militares del momento (guerras mundiales, expansión de la URSS, posterior Guerra Fría caracterizada por la carrera de armamentos...). Esto hizo que la perspectiva epistemológica en la investigación para la paz se centrara en el estudio de la violencia y sus causas, de tal forma que "se puede decir que entendemos más de violencia que de paz" (Muñoz, 2001: 24). Incluso cuando Galtung introdujo el concepto de paz positiva, lo cual fue un avance sustancial, lo hace como ausencia de un tipo de violencia. Como sostiene Martínez (2004: 916), "parece que siempre que intentamos hablar de la paz empezamos refiriéndonos a lo que no es paz. Es decir, hablamos de paz en sentido negativo".

La sombra de esta preeminencia epistemológica de la violencia, en detrimento de la paz, se proyecta también en el campo de la práctica (metodologías, investigaciones, programas de acción, recursos económicos) y en la propia agenda de los estudios para la paz, fundamentalmente, en la primera etapa (1930-1959) y, en parte, en la segunda (1959-1990). Todo esto no ha sido inocuo. El enfoque generador de esta descompensación conceptual y epistemológica entre violencia y paz ha deformado nuestras percepciones, al destacar la primera sobre la segunda (Muñoz, 2001) al interpretar desde esta óptica todo el campo de las ciencias humanas y sociales. En el terreno educativo, por ejemplo, se ha reproducido esta percepción al otorgarle un papel histórico más dinámico a la guerra que a la paz, que aparecía como una especie de intermedio entre actos bélicos.

Se plantea así la necesidad de construir una fenomenología de la paz que reconozca su diversa y rica presencia en las realidades sociales (Comins, 2002). Muñoz (2004: 900) propone realizar un "giro o inversión epistemológica". Desde esta posición proponemos una reconversión que nos aproxime al desarrollo de epistemologías complejas de la paz, imposibles de abordar sólo desde la paz.

Esto no implica una mera "vuelta de la tortilla", lo cual ya sería en sí misma una práctica provechosa, sino posibilitar una compresión multilateral, integral, compleja y no meramente unilateral (ya sea desde la paz o desde la violencia), de los hechos y de las interacciones humanas en sus diversos contextos. La paz no es una mera ausencia de violencia, sino presencia de, sólo así se comprende mejor lo que es paz, estudiando esas presencias que son realidades.

Del mismo modo, no se trata de decir ahora que la violencia es ausencia de paz, porque la violencia no es un no-ente, sino la presencia de ciertas realidades complejas, distintas de las de la paz, que abarcan las neuropsicológicas, sociales, culturales y políticas, y que debemos conocer en su real y positiva entidad. Pero, además, ambas realidades, las de la paz y las de la violencia, se presentan inextricablemente interconectadas al convivir en las múltiples interacciones humanas. Por eso las paces son imperfectas (Muñoz, 2001, 2004) y es necesario una incursión al estudio complejo de la paz.

Buscar una comprensión multilateral no se queda sólo en un enriquecimiento puramente epistemológico, sino que tiene consecuencias prácticas. La Teoría de la paz busca iluminar para que la intervención en los problemas humanos, que eventualmente pudiera producirse por los actores que corresponda, esté más fundamentada. Este campo de la intervención muestra potencialidades muy interesentes para la construcción de la paz. Desde el enfoque centrado en la violencia, que privilegia la mirada sobre los hechos violentos (estudio de sus causas, desarrollo, consecuencias...), la intervención se mueve fundamentalmente en la perspectiva curativa2 o correctiva.

Esto supone corregir los errores ya cometidos y sus consecuencias, pero este tipo de intervención implica ir siempre detrás de los hechos, de las múltiples manifestaciones concretas de la violencia. En cambio, en la práctica de una epistemología sistémica, la visión desde la paz (y no sólo desde la violencia) está también presente haciendo que la intervención tenga un carácter preventivo, al implementar acciones o promover estrategias en función de los actores, circunstancias y contextos, destinadas a desarrollar la cultura de paz y evitar, en lo posible, la aparición de la violencia. Esta perspectiva preventiva confiere una ventaja estratégica sobre la violencia, ya que permite adelantarse a su aparición en lugar de actuar después de manifestarse los fenómenos violentos.

La epistemología sistémica de la paz y sus consecuencias prácticas en el ámbito de la intervención, al plantear una síntesis de perspectivas (desde la paz y desde la violencia) con el propósito de conocer las problemáticas humanas, transidas de paz y de violencia, reconoce que las prácticas meramente preventivas, siendo en teoría mejores que las curativas, no resolverían la violencia ya existente. Por esta razón, sería necesario también extender esa síntesis al ámbito de las estrategias de intervención, asumiendo, así, la posibilidad de complementariedad entre las prácticas preventivas y curativas. Se trataría, pues, de centrarse en los valores de la paz para prevenir la violencia y, al mismo tiempo, trabajar con la violencia existente desde una perspectiva curativa para combatirla.

El trabajo con la violencia que ya existe, como consecuencia de poner en práctica la perspectiva centrada en la violencia, puede llegar a establecer estrategias que contribuyen a su permanencia, lo cual sería un error. Si lucho contra la violencia lo que hago es darle más fuerza, hacerla más consciente, visible y resistente, como ocurre cuando nos enfrentamos, por ejemplo, a los excesos nacionalistas. Sería como un reto que la invitaría a reaccionar con más fuerza y a radicalizarse aún más. En este sentido, Hessel (2011: 41) se muestra de acuerdo con Sastre cuando afirma que "es cierto que el recurso a la violencia contra la violencia corre el riesgo de perpetuarla".

La estrategia más acertada, en nuestra opinión, sería aquella que ayuda a profundizar y conocer las causas concretas de un fenómeno violento y genera acciones que aproximan a realidades alternativas que producen paz. Desde la epistemología sistémica se completaría con acciones preventivas. Pongamos un ejemplo, por otro lado muy real. Si estableciéramos que las causas de una conducta antisocial en un grupo de jóvenes fueran de carácter socioeconómico (pobreza, socialización negativa en los grupos de iguales) y familiar (descuido afectivo), las acciones con ese grupo tendrían que centrarse en darles posibilidades formativas y profesionales reales, poner en marcha programas de desarrollo emocional y psicosocial conjuntamente con las familias, y para evitar que se sigan produciendo este tipo de situaciones, promover políticas sociales y económicas más justas e igualitarias que mermen las desigualdades sociales.

La epistemología sistémico-compleja (Morin, 1994, 2000) no sólo trabaja los hechos violentos desde el hecho mismo, sino también desde sus contextos —sociales, económicos, culturales, ecológicos y políticos—. Si queremos ser verdaderamente preventivos tenemos que integrar, al menos progresivamente, esta perspectiva contextual e interconectada de la realidad en los programas y acciones a desarrollar.

Esta nueva epistemología de la paz supone una síntesis de perspectivas (preventiva y curativa) y la adopción de un enfoque sistémico-complejo que atienda tanto al individuo y a los hechos, en definitiva a las partes, como a los sistemas sociales, culturales, económicos y políticos, es decir, a las totalidades. Cabría afirmar, entonces, que trabajar preventivamente y de manera eficaz supone ir más allá del hecho y atender a la relevancia de los contextos que interactúan entre sí y con los mismos hechos.

 

La epistemología sistémico-compleja: nuevos compromisos desde la educación para la paz

El cambio epistemológico propuesto tiene consecuencias significativas en la educación para la paz (en adelante, EpP) que debemos considerar. Una, es que no es determinante conocer las casi infinitas formas en las que la mente humana puede cultivar la violencia y manifestarse en un carrusel de conductas inadmisibles. Si tomamos como referencia el centro educativo, se puede cultivar la paz en las personas fomentando valores, actitudes y comportamientos pacíficos, lo cual permitirá conseguir esa ventaja estratégica de la que hablábamos, al buscar eliminar la violencia antes de que nazca (perspectiva preventiva).

Es importante que esta acción sea fruto, al menos, del compromiso adquirido por la institución educativa para hablar mínimamente de prevención y contribuir a la mejora. No obstante, la eficacia de la labor desplegada por los centros educativos en relación con la paz, podría multiplicarse si los profesionales de la educación consiguen la complicidad de otros ámbitos como el familiar y el comunitario. Esto, en ningún caso, implica olvidar o desatender la violencia existente.

Tomemos el ejemplo de un pequeño grupo de alumnos que practican la violencia física y psicológica sobre otros compañeros. La perspectiva curativa se centraría en esos alumnos buscando una intervención educativa que cambie sus actitudes y conductas, dicho así de una forma general. Desde la perspectiva preventiva, en cambio, tratamos de intervenir, por ejemplo, con programas de desarrollo de habilidades personales y sociales, al menos, en el propio centro educativo, a la par que perseguimos eliminar cualquier forma de violencia institucional en dicho centro buscando la colaboración familiar y del entorno inmediato. De esto hablaremos más adelante.

Siguiendo con el ejemplo citado, una EpP desde la epistemología compleja considera que, contrariamente a lo que es habitual en el campo educativo,3 no es que exista sólo un problema con ese grupo de alumnos -los enfermos-, a quienes hay que curar, es decir, intervenir educativamente y presuponer que el resto -personas, institución, formas y vida organizativas, familia, etc.- está sano, sino que la enfermedad también se encuentra en los contextos citados y se manifiesta en ese pequeño grupo de alumnos.

Aquí la perspectiva epistemológica es sistémica y, en consecuencia, la intervención educativa también debe serlo. Al organizarse la intervención sobre las realidades que constituyen el sistema, los contextos, no se busca curar sólo una parte enferma, en nuestro ejemplo, el grupo de alumnos con fenomenología violenta, sino potenciar la salud de todo el sistema expandiendo las acciones al mayor número posible de contextos. El diseño de la intervención buscaría una mayor apertura del aula y centro a la comunidad, al entorno social y natural; una mayor participación de las familias; el desarrollo de una cultura profesional cooperativa sustentada en la colaboración y unas metodologías más activas, sensibles al desarrollo de las múltiples inteligencias. La diferencia de enfoque es sutil pero muy importante. Desde una perspectiva sistémica, en síntesis -prevención y curación-, la intervención no se centra sólo en los hechos y/o en los personajes desde otra mirada, sino también, y de manera equilibrada, en los contextos familiares, sociales e institucionales.

Por consiguiente, al asumir esta nueva epistemología de la EpP necesitamos plantearnos esos aspectos básicos que, con frecuencia, se han pasado por alto en las instituciones educativas, más preocupadas por centrar la mirada sólo en los hechos violentos como corresponde a una epistemología de la violencia. Atender este compromiso supone no sólo contemplar conjuntamente los hechos y contextos, sino visibilizar los elementos explícitos y ocultos que los impregnan y que están presentes en la organización y funcionamiento de las propias instituciones, también en la educativa.

Profundizar en estas dimensiones nos aproxima a nuevas claves para mejorar la salud del sistema educativo como pieza estratégica del sistema social. Nos referimos, en concreto, a lo siguiente:

1. Necesitamos reflexionar y plantear qué significa realmente educar, y si lo que se hace en los centros y aulas va en el sentido que proponemos en este artículo.

2. Dado que hablamos de una educación en valores, en concreto, valores de paz, hay que plantearse cómo se educa en valores y desde qué perspectiva, pues si ésta no fuera correcta estaríamos equivocando todo el proceso.

3. Finalmente, y puesto que nos planteamos la educación en valores en los centros educativos, es conveniente examinar la institución escolar, su organización y funcionamiento, su cultura profesional y sus prácticas sociales para evitar que haya elementos o dinámicas contrarias a la educación en valores que se persigue, o que éstas puedan quedar camufladas en el currículum oculto o en ciertas formas sutiles de violencia institucional (Fernández, 1995).

En la práctica educativa común, desde la mera perspectiva curativa, estas cuestiones acaban perdiendo visibilidad, pero su análisis resulta vital para la perspectiva sistémica. La forma en que se educa, en general, y en valores, en particular, en un contexto institucional es muy importante de cara a promover o no la paz. Llama la atención, no obstante, el poco recorrido que estos temas tienen en la literatura existente en el campo de la EpP. A continuación profundizamos en estas tres cuestiones.

Redefinir el sentido de la educación: una tarea inaplazable

Cuando se hace la pregunta acerca de lo que es la educación, es habitual contestar que educar es humanizar, desarrollar lo humano a lo largo de toda la vida, lo que hace referencia a un proceso de construcción personal y a las etapas del mismo (Santos, 1995: 39). Sin embargo, tantas esperanzas puestas en la educación décadas atrás, han terminado por disiparse y ahora estamos asistiendo al crecimiento de la frustración, la desorientación y hasta los resentimientos. Necesitamos reconsiderar la educación, su sentido y finalidad, tratar de reencantarla (De la Torre y Moraes, 2005) y recobrar la esperanza (Freire, 1993; Fullan, 2003).

Podemos decir que existe un malestar profundo en y con la educación. Debemos cuestionarnos qué debemos cambiar y cómo para superar esta situación. La crisis de la educación no es una novedad. Por un lado, el significado mayoritariamente compartido por los responsables y actores de la educación se reduce más a fenómenos como la socialización, instrucción o transmisión/ adquisición de cultura, olvidando otros aspectos, lo que imposibilita hablar de educación en su sentido pleno. Por otro, el sistema educativo vive de espaldas a la comunidad, tal como denuncia Hargreaves (2003) y, sobre todo, manifiesta una falta de compromiso con el desarrollo de una personalidad integral, como ya señalara Faure (1973: 234-235) cuando proponía tender hacia el hombre completo. Sostenía entonces que:

Para las necesidades de la instrucción se ha destacado arbitrariamente una dimensión del hombre, la dimensión intelectual bajo el aspecto cognoscitivo, y se han olvidado o descuidado las otras dimensiones que se encuentran reducidas a su estado embrionario o se desarrollan de manera caótica. So pretexto de las necesidades de la investigación científica o de la especialización, se ha mutilado la formación completa y general de numerosos jóvenes.

Años más tarde, autores como Hargreaves (2003), Fullán (2003), Naranjo (2004), Goleman (1995) y Gardner (1987), entre otros, han insistido en el nulo carácter integral de la educación. Hargreaves (2003), por ejemplo, habla de la necesidad de profundización del cambio educativo y denuncia cómo la educación se ha centrado en lo cognitivo, olvidando las otras inteligencias a las cuales Gardner (1987) denomina inteligencias múltiples. Para este autor, además de las inteligencias clásicas (verbal o lingüística, lógico-matemática y visual-espacial), existen la musical, que nos hace pensar en términos de sonidos, ritmos y melodías; la corporal-cinestésica: codifica el aprendizaje de la vida a través de experiencias multisensoriales y de todo el cuerpo; la social, que puede ser intrapersonal y nos capacita para el autoconocimiento, e in terpersonal, que regula la competencia en el trato con los demás; la inteligencia naturalística, que penetra en el mundo de los fenómenos naturales, y la inteligencia espiritual, relacionada con el mundo de la trascendencia. Estas inteligencias están olvidadas en el currículum.

Hargreaves (2003) señala también otro parámetro vinculado con el anterior: la ampliación, es decir, la necesidad de abrir las escuelas a la comunidad, trayendo también ésta a la escuela para trabajar conjuntamente, si se pretende lograr mejoras significativas. Las escuelas no pueden seguir siendo centros aislados, con escasas interrelaciones dentro de sus comunidades.

La consecuencia de esta visión reducida de la educación repercute en la experiencia cotidiana. "En las escuelas hay más 'cabezas' que corazón, mucha 'más mente' que cuerpo, mucha más 'ciencia' que arte; mucho más 'trabajo' que 'vida', muchos más 'ejercicios' que 'experiencias' (...) mucha más pesadumbre y aburrimiento que alegría y entusiasmo" (Toro, 2005: 21). Parece necesaria, pues, una labor de reelaboración de la noción de educación que vaya más allá de la acción de construcción personal centrada en lo cognitivo y orientada a la incorporación al mundo económico-laboral, a la reproducción sociocultural, en cuanto medio para alcanzar éxito social. Hemos reducido el aprendizaje a poco más que aprendizaje cognitivo desconectado entre sí y de sus contextos, y esto es un olvido dramático con consecuencias nefastas (Fernández y Carmona, 2009). Todo lo que no sea un aprendizaje lo más integral posible está fomentando desequilibrios en el desarrollo de las personas; no está, pues, abonando el campo de la salud, sino del malestar educativo, del desencanto y de las conductas antisociales cada vez más visibles dentro y fuera de la institución educativa. Esto es un fenómeno presente cada vez en más países. De ahí que tender hacia una educación más integral sea tan importante para la nueva perspectiva que defendemos en el campo de la EpP, pues lo que buscamos es cómo potenciar la salud del sistema, es decir, su capacidad de generar paz y no violencia.

El desarrollo de buenas prácticas en valores desde una epistemología sistémico-compleja

Puesto que la EpP es educación en valores, preguntarnos por la forma de pensar la educación en valores, tratar de evidenciar los presupuestos implícitos, tiene consecuencias significativas en la práctica de la EpP. Cabe señalar, sin embargo, que no toda educación en valores se hace desde los mismos supuestos epistemológicos.

Contextualicemos un poco el análisis. El paradigma epistemológico clásico, tradicional, se caracteriza por su carácter analítico, mecanicista y racionalista. Con él nació la ciencia en los siglos XVI y XVII. Nombres como Copérnico, Galileo, Locke, Bacon, Kepler, Descartes y Newton fueron los principales promotores del cambio. Ellos introdujeron un enfoque empírico y el inicio de la descripción matemática de la naturaleza que tanto éxito ha tenido y tiene en la historia de las ciencias.

Morin (1994, 2000) afirma que este paradigma tradicional, que se distingue por una epistemología sustentada en una visión reduccionista y fragmentaria de la realidad (mantiene la creencia de que para entender los fenómenos complejos hay que reducirlos a sus partes constitutivas), tiene en Descartes (2005) su máximo exponente. Su método analítico, de reducción de lo complejo a lo simple, inició todo un programa de investigación para describir minuciosamente los mecanismos que constituyen los organismos. Físicos, biólogos, psicólogos, sociólogos, entre otros, lo han seguido durante trescientos años. Unido a la reducción va la medición y, en general, la cuantificación, lo matematizable, que en tanto realidad privilegiada no conserva el mundo de los fenómenos en su totalidad, sino sólo aquellos aspectos que pueden ser formalizados y operacionalizados.

Esto fue facilitado por Locke (1982), quien distinguió entre cualidades primarias u originales, inseparables de los cuerpos (él cita la solidez, extensión, figura y movilidad), y cualidades secundarias (sonidos, colores y gusto), que son rechazadas por no ser tanto de los objetos mismos como de sus posibilidades de causar sensaciones en nosotros mediante sus cualidades primarias. Otra de las principales características de este paradigma racionalista, de simplificación, es la disyunción, que distingue y separa, es decir, fragmenta, aislando los objetos entre sí (atomismo), a los objetos de su entorno (perspectiva antiecológica) y a los objetos de su observador (perspectiva objetivista).

Si analizamos muchas de las prácticas formativas típicas que constituyen el trabajo con valores, también con la paz, podemos reconocer esta forma de pensar, primero, al fragmentar el mundo de los valores, aislándolos unos de otros, cuando a menudo se discute en los claustros de profesores qué valor se va a trabajar durante un curso, como independiente de otro. Otra forma de fragmentar es aislando los valores, de las personas, no considerándolas en su integridad. Esto ocurre cuando la educación en valores se resuelve en un mero acercamiento cognitivo. Sabemos por la experiencia que sólo el aprendizaje intelectual, racional, no es suficiente para producir un cambio de actitudes y conducta.

Si a esto añadimos que también es muy común una separación entre los valores y sus contextos, tenemos claramente una puesta en práctica del pensamiento de simplificación. Esta separación entre el valor y los contextos propios en los que vive la persona -familiar, escolar, social- ocurre cuando la práctica concreta de educación en valores aparece como algo externo al desarrollo del currículum y a la vida organizativa del centro, cuando se reduce a actuaciones en fechas muy señaladas o acciones puntuales que el alumnado percibe claramente como extraordinarias.

En estos casos se aprende, de forma colateral, que no deben ser muy importantes porque la labor diaria en las que se usa el tiempo está ocupada con las materias de siempre, las que se evalúan. Además, con cierta frecuencia se privilegia, en demasía, enfoques cuantitativos cuando, sin rechazar éstos, las metodologías narrativas de estudio de casos, los enfoques fenomenológicos y hermenéuticos son especialmente apropiados para la comprensión, investigación y evaluación de los valores.

Este análisis revela hasta qué punto el pensamiento de simplificación del paradigma clásico está presente en el enfoque y tratamiento de la educación en valores. Ante esta perspectiva, el pensamiento sistémico-complejo, tal como lo ha expresado Morin (1994), plantea frente al principio de disyunción, el principio de interrelación e interdependencia, que distingue pero no separa, de tal forma que aplicado al tema de educación en valores significa que distingue los valores, pero al tener una perspectiva interconectada, contempla sus interrelaciones.

El pensamiento sistémico, además, no fragmenta al ser humano en dimensiones separadas, privilegiando una en la práctica, normalmente la cognitiva, sino que tiene en cuenta que el ser humano es, dicho simbólicamente, cabeza, corazón y manos. Por consiguiente, tiene en cuenta la integridad del ser humano, pues enriquece el aprendizaje con la interrelación de las dimensiones cognitivas, afectivo-emocionales, de la acción y la experiencia. Esto contribuye al desarrollo de una verdadera educación en valores. Por último, este aprendizaje enriquecido debe darse desde sus contextos naturales, ya que este tipo de pensamiento no separa la realidad de sus contextos.

Por esta razón, la educación en valores en el ámbito escolar debe plantearse de forma natural y habitual, no como actividades aisladas y ocasionales, sino desde el contexto organizativo y de la vida del centro, y a partir del desarrollo de todos los elementos del currículum. Además, debe ser complementada, en lo posible, con la integración de esos valores, al menos en el contexto familiar y, deseable, en los contextos locales, comunitarios y a mayor escala.

Este cambio de enfoque tiene el potencial de situarnos en el camino de las buenas prácticas en el mundo de los valores, pero supone cambios importantes en la realidad educativa de la escuela, porque es claro que habría desarrollos del currículum y estilos organizativos del centro educativo más coherentes con esa nueva mirada y otros que no lo son, como vamos a ver a continuación. No podemos caer en la incongruencia de querer educar en valores de paz, en nuestro caso, en un contexto organizativo cuya estructura, funcionamiento y prácticas sean contrarias a dicho propósito.

Coincidimos así con lo expresado por Santos (2010), cuando afirma que será difícil que se produzcan mejoras significativas en educación si no se modifican sus contextos organizativos. Desde esta perspectiva es imprescindible, en un primer momento, dar visibilidad a cualquier forma de violencia institucional, revelarla, a fin de generar los cambios necesarios que conviertan al centro educativo en un factor clave, capaz de potenciar una educación verdaderamente comprometida con la paz y no en un elemento que la obstaculiza.

Generar un auténtico compromiso con los valores de paz: la educación en la paz

Presentamos a continuación lo que consideramos es nuestra propuesta de educación en la paz desde una epistemología sistémico-compleja, tal como se ha ido perfilando en este texto. Los dos apartados anteriores han permitido profundizar en lo que debe entenderse por educación y por educación en valores, pero es en la institución educativa, en su cultura organizativa y profesional, y a través del currículum, como se va a concretar lo que es educación y, específicamente, educación en valores de paz.

El contenido, la forma y los contextos

Comenzamos distinguiendo entre contenido, forma y contexto para, posteriormente, establecer la relación entre estos conceptos y el aprendizaje. Se entiende por contenido lo que se enseña (o se aprende). Siempre se enseña (o se aprende) algo; por forma, el modo de enseñarlo/aprenderlo, y el contexto, el escenario/lugar interactivo donde se enseña/aprende. Estos conceptos, aunque distintos, no son separables, pues no sólo se enseña/aprende un contenido explícito, sino que laforma de enseñarlo/aprenderlo, junto al contexto -estructura, relaciones y funcionamiento-, también es parte del aprendizaje (Putnam y Borko, 2000; Santos, 2010). Esta mayor atención conferida a la forma y al contexto es lo que distingue la educación sobre la paz (centrada en la relevancia del contenido) de la educación en la paz.

La educación en la paz implica que la forma de enseñar y/o aprender sean contenidos de paz o sean otros, debe ser pacífica en sí misma y, en consecuencia, coherente con lo que se persigue. No debe haber contradicción entre el fin, que son los valores de paz, y los medios para conseguir dicho fin. Si queremos educar en la paz todos los procesos, procedimientos, medios, contextos y ambientes de aprendizaje deben ser pacíficos, de lo contrario se estaría enseñando -aprendiendo- contenidos en ambientes y con procedimientos violentos; lo cual, además de contradictorio, ayudaría a perpetuar el aprendizaje implícito de la propia violencia. Como sostuvo Gandhi (2006), si queremos valores de paz, la paz misma es el camino, no hay otros caminos para la paz.

Así, por ejemplo, con la adopción en la práctica del conocido lema "La letra con sangre entra", ¿qué se le enseñaba o aprendían los niños? Desafortunadamente, además de la lecto-escritura o unos contenidos conceptuales, aprendían también el miedo y la violencia en un ambiente de clase angustioso que, con frecuencia, desembocaba en un rechazo hacia el aprendizaje, los lugares (escuelas) y las personas implicadas en el proceso formativo (profesorado). Todo esto se aprende junto con el aprendizaje de los contenidos explícitos, teniendo a menudo una influencia más fuerte y permanente que dichos contenidos. Este aprendizaje de lo implícito es lo que se llama curriculum oculto y en él se esconde mucha violencia.

Más allá de los contenidos que presenta un docente, todo educador puede y debe promover una educación en la paz con formas pacíficas y en contextos sensibles, comprometidos con los valores de una cultura de paz, reduciendo primero, y eliminando después, cualquier forma de violencia. De hecho, todo profesor promueve consciente o inconscientemente educación en la paz o en la violencia, en función del tipo de prácticas implícitas y explícitas que desarrolla en un contexto determinado a través de su actividad profesional.

No hablamos de violencia física o maltrato psicológico solamente, eso sería muy evidente, sino de una violencia más de fondo, tácita, menos visible, que tiene que ver con los elementos del currículum y con las formas organizativas y funcionamiento de los centros escolares. La violencia ligada a la forma y a los contextos -violencia estructural- se manifiesta en los centros educativos, con frecuencia, como algo difuso que se diluye en las redes de la burocratización y de la gestión de tales centros.

Se manifiesta en los estilos docentes rutinarios y poco participativos, en la falta de comunicación multilateral entre los distintos miembros de la comunidad educativa, en las resistencias de la comunidad escolar ante los cambios innovadores, en modos corporativistas de funcionamiento, en la reproducción de la jerarquía social, en el ambiente competitivo e individualista potenciado o cultivado en los procesos de enseñanza-aprendizaje, en estilos poco formativos adoptados al enfrentarse a los conflictos, en una gestión burocrática y poco democrática de los centros, y en relaciones sociales basadas en roles y endogrupos, etcétera.

La importancia de esto reside en el contundente efecto que la violencia tiene en los seres humanos. Los efectos pueden llegar a ser permanentes (en el caso de que no produzcan la muerte), pues "la violencia se ha definido como la causa de la diferencia entre lo potencial y lo efectivo [...] cuando lo potencial es mayor que lo efectivo y ello sea evitable [...] obstaculiza la autorrealización humana" (Galtung, 1981: 96). Esto conlleva que las personas sufran "realizaciones afectivas, somáticas y mentales, [... ] por debajo de sus realizaciones potenciales" (Galtung, 1985: 31).

Al ser un obstáculo evitable, por eso es violencia, impide el desarrollo al producir realizaciones reales por debajo de las capacidades de esas personas -físicas, afectivas, mentales, socioculturales, espirituales-. De aquí que sea especialmente contradictorio que la institución educativa, que dice existir para educar a las personas, pueda llevar a cabo diversos tipos de prácticas (sobre todo ligadas a la forma y a los contextos) que obstaculizan o impidan ese desarrollo pleno.

El proceso educativo debe visibilizar y tratar la violencia que, con frecuencia, se esconde en ciertas formas de trabajo en los contextos escolares (violencia estructural) y, por supuesto, en los contenidos-violencia etnocéntrica y sexista-, a fin de sustituirla por una cultura de paz desde una educación en la paz.

Educación en la paz desde la escuela y el currículum

A continuación vamos a analizar, de forma sintética, los principales elementos del currículum, la cultura profesional de los profesores e institucional de los centros educativos en un intento por integrar perspectivas, es decir, mirando desde la paz, para descubrir las realidades que promueven educación en la paz, pero también desde la violencia, abordando su fenomenología en el marco de los contexto y tratando de visibilizar sus formas implícitas (véase Cuadro 1)4.

Es importante saber cómo afrontar estas situaciones y conocer lo que podría ocurrir de no hacerlo. Ambas perspectivas se corresponden entre sí, como el positivo y el negativo de una fotografía. Una manifiesta el aspecto constructivo, la otra, lo deconstructivo, lo que hay que evitar. Este tipo de análisis es una forma de despertar las conciencias en relación con ambos aspectos: lo que hay que realizar (lo constructivo), los compromisos por adquirir, y por otro lado, lo que necesitamos explicitar para hacer visible y trabajar la violencia escondida en las prácticas curriculares, en la cultura profesional docente y en la propia cultura organizativa de los centros educativos (acción deconstructiva).

Respecto a los propósitos perseguidos a través de la acción y concretados en los objetivos, se debe promover el aprendizaje holístico, integral y vivencial, implicando no sólo a la institución educativa, sino al entorno y sus contextos5 para, de esta forma, superar el mero aprendizaje cognitivo que desconsidera otras inteligencias y descuida el desarrollo integral de las personas.

De esta forma, los contenidos serán los de una cultura viva, experiencial, fundamentada y, al mismo tiempo, contextualizada, sensible a las interrelaciones (cuota de interdisciplinariedad) de las distintas dimensiones que integran la realidad -económica, social, cultural, política, ecológica y ética-, lo cual les dota de mayor sentido y significado para el alumnado. Un aspecto clave por considerar en este sentido es el proceso de selección: ¿qué enseñar/ aprender?, ¿por qué unos contenidos y no otros? Necesitamos reconsiderar lo que en nuestra época es realmente relevante. No se justifica, por ejemplo, que haya tanta presencia de la cultura occidental, clase media urbana y masculina en los contenidos. Esta práctica selectiva encierra intereses de poder que pretenden naturalizar una determinada visión de las cosas como si fuera la única visión posible. A esto se llama violencia cultural.

Esta violencia cultural, relacionada con los contenidos, se hace visible en el poder que detenta un grupo social para imponer una visión, una definición del mundo mediante la interiorización de la cultura dominante, de sus categorías perceptivas y de apreciación de la realidad, mostrándose como natural y legítima, disimulando las relaciones de fuerza (violencia) que se esconden tras esas significaciones. Se manifiesta en la selección del conocimiento, su organización y distribución en el currículum, en definitiva, en lo que se considera cultura relevante y aceptable o cultura de alto y de bajo estatus.

Esta forma de proceder comporta el olvido de las culturas de otros pueblos, la consideración de la cultura popular como de bajo rango, la calificación de subculturas a ciertas culturas de grupos urbanos, la invisibilidad de la influencia de la mujer en la cultura o el aumento de tiempo curricular para materias consideradas básicas (matemáticas, lengua) en detrimento de otras, todo como resultado de una arbitrariedad cultural impuesta por un poder interesado. El etnocentrismo y el sexismo, por ejemplo, son manifestaciones de esta violencia cultural que deja su impronta en el alumnado a través de la educación.

Por otra parte, la propia organización de los contenidos en el currículum, apoyada en la relevancia de lo cognitivo y la visión fragmentada de la realidad, hace que éstos se presenten fragmentados, compartimentados, segmentando la realidad, dividiendo la percepción de la misma al desconsiderar su interrelación desde perspectivas más interdisciplinares. Esto dificulta gravemente que el estudiante desarrolle un pensamiento interrelacionado del mundo, precisamente cuanto más falta nos hace, dado que los problemas globales que tenemos están profundamente interconectados.

Morin (2011: 26) ha insistido en los peligros de esta división de las mentes, de la comprensión, al afirmar que "con esta compartimentación se pierde la visión del conjunto, lo global y, con ello, la solidaridad". Dicha distorsión de la comprensión de la realidad incapacita a la educación para responder adecuadamente a la complejidad del mundo en que vivimos, lo que genera desconfianza y recelo hacia ella.

Esta fragmentación se manifiesta en la organización lineal del currículum con materias desconexas entre sí, en formas de trabajo que priman el individualismo de los estudiantes, en culturas profesionales docentes poco colaborativas y en centros escolares desvinculados del entorno. Esto conlleva una desmovilización social y política que desemboca en una falta de compromiso con la mejora del contexto. Estas formas traducen y vehiculan la violencia institucional ligada a las prácticas curriculares.

Si centramos la mirada en la metodologia, desde la educación en la paz se prima la indagación, el descubrimiento, la cooperación, el uso de distintas fuentes de información e incluso la conquista didáctica del entorno para promover un aprendizaje integral, enriquecido, experiencial, de tipo individual y grupal al mismo tiempo, participativo, recíproco y dialógico, donde se implica a la familia y a la comunidad, al tiempo que se requiere el protagonismo y compromiso del estudiante.

Aportaciones como las desarrolladas por Barkley et al. (2007), Prieto (2008) o Gavilán y Alario (2010) pueden ser clarificadoras en este sentido. Se trata de buscar alternativas claras a la metodología basada en la transmisión-reproducción verbalista del conocimiento realizada por un profesor que aparece como intermediario entre una cultura meramente intelectual y la inteligencia de los alumnos, reducida a depósito, dando lugar a un proceso que Freire (1970) denomina educación bancaria. La metodología en este escenario promueve la pasividad y la dependencia del alumno respecto al profesor, en lugar de favorecer el aprender a aprender y el ejercicio responsable de la autonomía.

En una educación centrada más en el aprendizaje activo del estudiante que en la enseñanza del profesor, la evaluación debe ser formativa, continua y de proceso, en la que participan otros agentes externos, y no sólo el profesor a través de pruebas fundamentalmente escritas. Se apuesta así por una diversificación de las técnicas y procedimientos de evaluación para atender, de esta forma, la naturaleza compleja del aprendizaje que se persigue. Supone, por tanto, superar la concepción sumativa y de producto que desconsidera los diversos ritmos de trabajo y el carácter multidimensional del aprendizaje.

Para impulsar la educación en la paz desde los presupuestos que presentamos se requiere profesores comprometidos con su profesión, que reflexionan, investigan e indagan en su práctica y comparten conocimientos con sus colegas en sus contextos de trabajo, contribuyendo así a la creación de comunidades docentes de aprendizaje (Escudero, 2009; Stoll y Louis, 2007), sustentadas en una cultura del cuidado (López et al., 2011). La creación de comunidades profesionales comprometidas con la mejora de la enseñanza-aprendizaje permite articular, en un mismo proceso, cambios organizativos en los centros y cambios individuales de los profesores, ya que facilita la transición desde una cultura de la ejecución individual de propuestas externas, a una cultura sustentada en la autonomía, la negociación, la confianza, la innovación internamente generada y el trabajo colegiado de los docentes, formas de trabajo conjunto dirigidas a analizar reflexiva y colaborativamente lo que se hace, por qué y cómo se ha llegado ahí, valorar logros y necesidades, repensar lo que se podría cambiar y consensuar planes de acción, acciones que en conjunto representan un cambio importante en la cultura y práctica docente.

De esta forma recobran especial relevancia las políticas de formación docente que fomentan la colaboración a través de equipos docentes (Rué y Lodeiro, 2010), prestan atención al proceso de iniciación e inserción a la docencia (Marcelo, 2009; López, 2010) y favorecen la construcción de la identidad profesional (Hollins, 2011).

Es importante subrayar, no obstante, que el éxito de los cambios profundos que se sugieren desde la educación en la paz, en el ámbito curricular y profesional, va a depender de la capacidad que se tenga de transformar la institución educativa. Para Cochran-Smith (2009) o Santos (2010) esta transformación es imprescindible. El cambio debe instalarse en la estructura, funcionamiento y cultura institucional, pero no será fácil

porque a la institución escolar se le plantea una contradictoria tarea axiológica. Se le pide que eduque en los valores -solidaridad, paz, tolerancia, verdad- y que prepare a los individuos para la vida y la sociedad. Ahora bien en la sociedad imperan algunos contravalores que configuran su cultura -insolidaridad, violencia, intolerancia, mentira- (Santos, 2010: 185).

Se requiere un centro escolar concebido como unidad básica de cambio, abierto a la comunidad, donde se da la presencia de otros agentes educativos, lo cual implica una organización escolar flexible y democrática con buenas cuotas de autonomía para redefinir así los espacios, tiempos y las propias prácticas formativas, con un nuevo estilo de liderazgo pedagógico, con mayor compromiso y presencia en el entorno social y natural (Gairín y Armengol, 2008; San Fabián, 2011).

Cabe subrayar, sin embargo, que una educación en valores de paz no es responsabilidad única del centro escolar. Aunque quisiera no podría hacerlo solo, los contextos de influencia social y mediática son tan potentes que se necesita conjugar la acción de otros agentes sociales para poder diseñar y desarrollar con garantía las acciones que se requieren. Por consiguiente, los profesores, además de contar con una organización y cultura institucional facilitadora y comprometida con la paz, deben buscar apoyos en las familias (Hargreaves y Fink, 2006) y en otros agentes sociales de la comunidad que pueden, deben y, en muchos casos, quieren trabajar con padres y profesores -servicios sociales, ONG, otras instituciones y movimientos sociales-. La colaboración del centro escolar y del profesorado con otras instituciones y organizaciones sociales es un valor añadido que puede contribuir al éxito. El trabajo conjunto de todas las instancias tiene un enorme poder configurador de experiencias, vivencias, percepciones, sentimientos, compromisos y relaciones sociales.

En relación con este último aspecto, por ejemplo, tendríamos relaciones sociales e institucionales menos marcadas por los roles propios de la institución educativa: alumnado, profesorado, equipo directivo, personal de administración y servicios, etc. En su lugar, este otro desarrollo del currículum, de la cultura profesional docente y la nueva concepción del centro educativo, íntimamente vinculado con otros contextos -familiares, comunitarios y ecológicos-, nos daría como resultado unas relaciones sociales más fluidas, complejas, más cercanas a lo personal, multidireccionales y menos jerarquizadas, en una comunidad educativa ampliada -profesores, padres, educadores sociales, expertos en distintas temáticas, ONG-. Proyectos como: ciudades educadoras (Asociación Internacional de Ciudades Educadoras, 2008), comunidades de aprendizaje (Flecha, 2009) o eco-escuelas6 son ejemplos de esta dimensión ampliada de la educación y de la comunidad educativa.

 

Algunas reflexiones finales

A continuación hacemos una síntesis de la propuesta y algunas reflexiones en torno a la misma. Hemos visto la pertinencia de plantearnos un nuevo enfoque epistemológico en el campo de la EpP, perspectiva que se inicia con la Teoría de la paz. El cambio de enfoque propiciado por una epistemología compleja de la paz y, en consecuencia, de la EpP, asume una interrelación de perspectivas: desde la paz, pero sin descartar la violencia que convive con ella, se opone y, por eso, se complementan en la vida real y, lógicamente, también en el ámbito de la educación y sus instituciones. Este enfoque complejo tiene en cuenta los contextos en los cuales aparecen estas interacciones, retroacciones y complementariedad, que además se da en distintos niveles: local, medio y global, abarcando los contextos institucionales, familiares, sociales, comunitarios, ecológicos y culturales con todas sus ambivalencias y contradicciones. El enfoque complejo exige una reforma del pensamiento y una exquisita capacidad de discriminación para saber captar la paz en la violencia, y la violencia en hechos pacíficos.

Aunque esta epistemología compleja plantee una síntesis de perspectivas (desde la paz y la violencia), eso no quiere decir que ambas realidades estén en el mismo nivel, por supuesto, ni ético ni estético, ni tampoco debiera estarlo en el epistemológico, ya que aunque afirmemos la necesidad de ver ambas realidades, de conocer la violencia, en realidad está en razón del medio, no del fin. Éste es la paz. Esta preeminencia epistemológica de la paz se extiende al ámbito de la acción transformándose en ventaja estratégica, propia de la perspectiva preventiva, al adelantarnos a la múltiple y cambiante variedad de los hechos violentos, haciendo que nuestras acciones educativas y nuestra intervención no estén en dependencia metodológica ni estratégica respecto de la fenomenología de la violencia.

Naturalmente, no dejamos de intervenir sobre la violencia que ya existe, ni en la nueva que surgirá. Sin embargo, debemos contemplar que paz y violencia conviven, complementándose y oponiéndose al mismo tiempo. Así es la paz que producimos, una paz humana, situada, histórica, imperfecta y, por eso, mejorable. No ambicionamos lo mejor, lo ideal. Ese es un idealismo que ha salido muy caro a la humanidad. Baste recordar cuando se ha concretado históricamente bajo la forma de libertad o de igualdad.

En la práctica, esto convierte a la EpP no sólo en actos de curación centrados en los fenómenos violentos, sino también, y especialmente, en acciones sistémicas que buscan prevenir, al centrarse en el desarrollo de la salud -paz, convivencia- de todo el sistema educativo, de sus elementos constituyentes básicos y de los sistemas o contextos con los que interacciona -familia, comunidad, sociedad-. Habrá que hacer ambas cosas, prevenir y curar, lo cual implica aumentar la salud -paz-, mejorando el funcionamiento de los elementos curriculares, de la cultura profesional del profesorado y de la institución, de su vida organizativa y su conexión con el medio social y natural. Todo ello para abordar la violencia desde marcos contextuales y desvelar y deconstruir las prácticas que obstaculizan el desarrollo de una cultura de paz en la propia institución. Hemos visto que las tiene. Esta síntesis, que se plantea en un contexto sistémico-complejo, busca dar cuenta, explicar, promover, gestionar, comprender y actuar, tanto desde lo concreto, lo individual y la fenomenología de la violencia y/o de la paz, como desde los contextos, los ambientes y las instituciones. Esta es la exigencia de la perspectiva sistémico-compleja.

Esta violencia institucional, de fondo, puede explicar parte de esa violencia visible que tanto agobia al profesorado. Otra parte explicativa tiene que ver con otros contextos en los cuales viven los alumnos -la vida familiar y social, el contexto económico, la influencia de los medios de comunicación, grupos de iguales, etc.-. Sin embargo, al profesorado compete de forma privilegiada hacer visible, deconstruir y tratar con esa violencia instalada en instituciones que aspiran a educar, al tiempo que potencia la cultura de paz. Los otros agentes sociales y organizaciones tendrían que asumir también sus responsabilidades, porque una educación integral debe hacerse en la comunidad y con el compromiso de las instituciones directamente implicadas. "Si no se modifican los contextos organizativos de la educación será difícil que se produzcan en ellos mejoras significativas" (Santos, 2010: 194).

Con la propuesta desarrollada en este trabajo se ha pretendido poner de manifiesto que todos los aspectos señalados funcionan como factores fundamentales de un verdadero programa de educación en la paz. Decimos fundamentales porque consideramos que debemos mirar, desde la paz-violencia, las estructuras y prácticas de fondo que sustentan el sistema educativo, es decir, su currículum, cultura profesional y cultura organizativa y funcional de la institución educativa para promover los cambios que sugerimos.

No debemos confundir un verdadero trabajo de transformación cultural e institucional, no exento de dificultades, con la mera puesta en práctica de dinámicas puntuales, ocasionales y, en algunos casos, folklóricas, porque estaríamos confiriéndoles un papel que no les corresponde, pues adormecen la conciencia crítica y nos hacen pensar, ilusamente, que al promover sólo este tipo de acciones, estamos desarrollando buenas prácticas en EpP, cuando en realidad no se ha entrado en el fondo de la cuestión.

Aguado (2005) sostiene que la eficacia de los programas de prevención de la violencia destacan, por este orden: los que buscan cambiar la escuela para adaptarla mejor a las necesidades de los alumnos, los que promueven cambios y habilidades en el profesorado para prevenir la violencia, y, en último lugar, los que simplemente pretenden modificar la conducta individual de los alumnos violentos. Nuestra propuesta plantea la necesidad de llevar a cabo actuaciones coordinadas en estos tres niveles para mejorar el grado de eficacia.

¿Cuál podría, entonces, ser la incidencia esperada de esta propuesta?, ¿qué nuevas oportunidades se abren con su implementación? En primer lugar, un cambio en la mirada. Ante ella otro escenario, un paisaje interconectado, donde se muestran los hechos violentos conectados con sus contextos. En consecuencia, la enfermedad de la violencia no está sólo en su apariencia fenomenológica, sino que se extiende a sus ámbitos institucionales donde se manifiesta.

Por otra parte, el paisaje cobra profundidad dado que invita a visibilizar la violencia implícita en los centros educativos a través del análisis institucional. Esta mirada, al ser compleja, elimina el riesgo de ciertos sistemismos que subrayan en demasía lo global, lo general, en detrimento de lo singular de los hechos. Lo complejo añade esa capacidad de caminar por el filo de la navaja, conjugando con prudencia lo general tanto como lo particular.

En este caso, el paisaje no sólo no aparece fragmentado, sino que invita a un sano equilibrio al fomentar la cautela de no tratar los contextos, de tal forma que el factor individual apenas sea considerado y quede perdido en las explicaciones estructurales; y a la inversa, que lo general aparezca invisibilizado ante la importancia de lo individual. Este último enfoque es muy propio de las ideologías liberales en las que se responsabiliza casi completamente a las personas de sus problemas, fracasos o situaciones.

Esta nueva mirada es la de la síntesis de las perspectivas preventivas y curativas, constructivas y deconstructivas. Su consecuencia práctica en la agenda de trabajo es que lo preventivo funciona con las personas en sus contextos institucionales para desarrollar la salud -paz- conjunta de los mismos. Esta sería la función principal de la EpP, pero cumplir esta labor supone desvelar la violencia implícita en las instituciones, que suelen ocultar intereses de dominación y, como actividad subsidiaria pero insoslayable, tratar de resolver lo mejor posible la violencia que ya existe enmarcándola en sus contextos. Esto comporta cambios estructurales, al menos en las prácticas curriculares, en la cultura profesional de los docentes y en la cultura organizativa y funcional de la institución educativa, siempre a partir de la reconstrucción del concepto de educación y de la educación en valores ya descritos. Esta sería la agenda de la EpP en esta propuesta.

 

Anexo

 

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Notas

1 Como ejemplo de ello véase en la bibliografía los monográficos de las revistas siguientes: Cuadernos de Pedagogía, números 270 y 287; Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, números 41 y 44; Revista Iberoamercana de Educación, números 37 y 38, y Revista de Educación, núm. 313.

2 Se ha comparado la enfermedad con la violencia, y la salud con la paz. Cfr. Galtung (1993).

3 Véanse los monográficos sobre violencia escolar en las revistas que aparecen en la bibliografía.

4 El cuadro se localiza al final del presente artículo (Nota del Editor).

5 Es posible que el trabajo por competencias, si se aborda adecuadamente, pueda convertirse en una oportunidad para superar la práctica educativa que prima básicamente lo cognitivo (Coll, 2007).

6 Véase Boletín de la Red Internacional de Ecoescuelas en internet.

 

Información sobre los autores:

Alfonso Fernández Herrería. Profesor titular de la Universidad de Granada, España. Doctor en Pedagogía. Líneas de investigación: Teoría de paz, educación para la paz, Carta de la Tierra y filosofía de la educación. Publicaciones recientes: "Reflexiones y demandas de estudiantes egresados de la Universidad de Granada sobre la formación práctica. Aportaciones para la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior", en Education Policy Analysis Archives, núm. 18, vol. 31 (2010); "La educación en valores desde la Carta de la Tierra. Por una pedagogía del cuidado", en Revista Iberoamercana de Educación, núm. 53, vol. 4 (2010); "Una ecopedagogía para la escuela basada en la Carta de la Tierra. Cambios básicos necesarios", en Gervilla, E. et al., La educación nos hace libres. La lucha contra las nuevas alienaciones, Madrid: Biblioteca Nueva (2011).

María del Carmen López López. Doctora en Pedagogía y profesora titular de la Universidad de Granada, España. Líneas de investigación: formación inicial y desarrollo profesional del profesorado, educación intercultural, prácticum, y didáctica universitaria. Publicaciones recientes: "La educación en valores desde la Carta de la Tierra. Por una pedagogía del cuidado", en Revista Iberoamercana de Educación, núm. 53, vol. 4 (2010); "Reflexiones y demandas de egresados de la Universidad de Granada sobre la formación práctica. Aportes para la mejora del espacio europeo de educación superior", en Education Policy Analysis Archives, núm. 18, vol. 31 (2010); "El estudio de las creencias sobre la diversidad cultural como referente para la mejora de la formación docente", en Educación, vol. XXI, núm. 15 (2012).

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