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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.17 no.52 Toluca ene./abr. 2010

 

Artículos

 

"Divina": consagración cultural y usos de lo sagrado en la actriz mexicana María Félix (1914–2002)

 

Carolina Benavente Morales

 

Universidad Católica Silva Henríquez. E–mail: cbenavem@gmail.com

 

Envío a dictamen: 25 de agosto de 2008.
Reenvío: 21 de abril de 2009.
Aprobación: 18 de mayo de 2009.

 

Abstract

This study revolves around Pierre Bourdieu's notion of cultural consecration, with a focus on Mexican actress María Félix. She is appraised both as a diva consecrated by the dominant middle classes in the context of Mexican cinema's "golden era" and as a woman who achieves her own consecration by behaving like a vedette. By linking the person and the character to concrete social sectors and dynamics, multiple and divergent scripts on the Twentieth Century Mexican history are revealed, and the actress' performance is uncovered in relation to these.

Key words: María Félix, cultural consecration, Mexican cinema, performance, body.

 

Resumen

Este estudio gira en torno a la noción de consagración cultural de Pierre Bourdieu enfocado a la actriz mexicana María Félix. Por un lado, se le aborda como una diva consagrada por las clases medias en ascenso en el contexto de la "época dorada" del cine mexicano, y, por el otro, como una mujer que agencia su propia consagración mediante una performance de vedette. Al vincular la persona a dinámicas y sectores sociales concretos, se observa la existencia de múltiples y divergentes libretos sobre la historia del siglo XX mexicano, y se intenta situar en relación con ellos la performance de la actriz.

Palabras clave: María Félix, consagración cultural, cine mexicano, performance, cuerpo.

 

María Félix y los usos de lo sagrado1

En el presente artículo estudio a María Félix (1914–2002), una de las más importantes actrices de la "época dorada" del cine mexicano, en su faceta de diva. El divismo en la cultura masiva es un tema más bien marginal a la academia latinoamericana, recelosa de la frivolidad del espectáculo y temerosa, a la vez, del tipo de irracionalidad que involucra. Sin embargo, ya desde la década de 1980, al enfocar el tránsito modernizador de la cultura popular rural a otra urbana, así como más recientemente a la cibercultura, se despierta el interés por el papel de los medios de comunicación y las industrias culturales en nuestros países. La ubicuidad que hoy alcanza el sistema de las estrellas plantea la exigencia de evaluar su funcionamiento, especialmente si con internet se inaugura la nueva era del "show del yo" (Sibilia, 2008). En este sentido, me parece de especial interés interrogar el modo en que las mujeres hacen su ingreso al panteón estelar. Icono femenino descollante como pocos a nivel continental, el protagonismo de "la Doña" en la pantalla y en la vida me conduce a preguntarme: ¿cómo se transforma María Félix en diva de la cultura mexicana?

Enfocaré la cuestión desde el punto de vista de la consagración cultural, conceptualizada en forma pionera por Pierre Bourdieu, desde la sociología, al examinar cómo el arte y el consumo cultural legitiman las diferencias sociales. En efecto, puesto que confiere a "objetos, personas y situaciones [...] una especie de fomento ontológico semejante a la transubstanciación", el proceso de consagración permite afirmar la superioridad cultural o "distinción", observa este autor (Bourdieu, 1979: 6),2 para quien se trata de desnaturalizar lo que responde a una construcción sociocultural. Si bien él analiza sobre todo la esfera estética de producción restringida, sus sucesores han ampliado el foco de atención hacia la esfera comercial de la gran producción donde se sitúa la clase de divismo de la que pretendo dar cuenta. De hecho, hoy se observa que la consagración cultural también opera mediante las "culturas mediáticas" —por ejemplo, los clubes de fans–, lo cual permite situar provisoriamente la cuestión.

De acuerdo con Philippe Le Guern, la consagración dentro de lo que Ollivier Donnat llama la "economía mediático–publicitaria" (Le Guern, 2003: 13) —apuntando al rol de los medios y la publicidad en el mercado de bienes culturales— plantea dos clases de problemas. Uno de ellos es la manera en que esta economía se articula a otras instituciones, amenazando la autonomía del campo artístico. El otro es que, si bien el sistema de consagración en la nueva configuración cultural se ha abierto "a obras antes excluidas de la jerarquía tradicional de los valores" (Le Guern, 2003: 38),3 en términos económicos esto beneficia a los grandes consorcios industriales que filtran la oferta cultural. Pero si los pocos estudiosos de la cuestión admiten un "retorno provisorio a la dominación" (Le Guern, 2003: 36), invitan también a examinar más de cerca las "nuevas vías de la consagración cultural" que se han abierto al mezclarse la lógica estética y la lógica comercial, ocupando la crítica un lugar especial como agente en ellas (Le Guern, 2003), junto a los artistas, el público consumidor y los managers (Debenedetti, 2006: 31).

En definitiva, plantea Le Guern, la consagración cultural plantea la cuestión de la construcción social del valor estético y, junto con ella, la de la autonomía de los campos culturales (Le Guern, 2003: 39), aspectos que en relación con el tema que nos ocupa hacen las siguientes preguntas: ¿Mediante qué vías María Félix se transforma en diva de la cultura mexicana? ¿Cómo se articulan los diferentes campos y agentes culturales en la esfera del espectáculo en la que ella se consagra y con qué lógicas? ¿Cómo se ha construido el valor estético de este icono y de qué manera esto ha permitido afirmar la superioridad cultural o instalar valores alternativos a la dominación?

Asumiendo que la consagración es una construcción cultural en que la academia también tiene participación, ya que forma parte de la crítica, mi perspectiva de la cuestión será eminentemente recursiva. En este sentido, no buscaré solamente precisar el modo en que María Félix se consagra en un determinado momento y lugar, sino que buscaré establecer cómo este proceso se enlaza a determinadas formas de pensar lo sagrado en relación con la economía mediático–publicitaria. Es decir, consideraré que la consagración es un proceso dinámico y virtualmente inacabable, siendo susceptible de constantes reactualizaciones, pero de serias impugnaciones y desviaciones. Al verse involucrado en el proceso que constituye su objeto de estudio, el investigador no es ajeno a estas batallas simbólicas, interviniendo en ellas mediante un discurso crítico que requiere volcarse sobre sí mismo.

En el sentido señalado, creo posible perfilar dos grandes corrientes críticas respecto de los procesos de consagración promovidos por la economía mediático–publicitaria. Una de ellas, en la que se inscribe Bourdieu, releva de la crítica de Marx al fetichismo de la mercancía en el capitalismo y cuenta entre sus precursores a Walter Benjamin. Como se sabe, este autor observa que el desarrollo de diversas técnicas de reproducción en la sociedad de masas hace que se pierda la inminencia del contacto con la obra de arte presente en un "aquí y ahora", misteriosa en su unicidad. Con ello esta obra pierde el aura —"manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)" (1989: 24)— que le permitía legitimar las asimetrías sociales haciéndolas ingresar en la intocable esfera de lo sagrado. El hecho es positivo, pues al fin el arte puede cumplir una función política. Sin embargo:

A la atrofia del aura el cine responde con una construcción artificial de la personality fuera de los estudios; el culto a las "estrellas", fomentado por el capital cinematográfico, conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo, a la magia averiada de su carácter de mercancía (Benjamin, 1989: 39).

La crítica posterior de Edgar Morin comparte esta visión: sujeto y objeto de la publicidad, "la estrella es una mercancía total: no hay un centímetro de su cuerpo ni una fibra de su alma ni un recuerdo de su vida que no pueda arrojar al mercado", señala (1964: 163). Ella acompaña el ascenso de las clases medias en la sociedad de masas, promoviendo artículos de consumo que instalan una nueva ética de la individualidad ligada al ocio moderno y cuyo fruto más "inmediatamente consumible" es el amor (Morin, 1964: 210). Por eso, observa, las fans son preferentemente jóvenes mujeres afectadas de bovarysmo (tendencia a evadir la realidad imaginando cosas que no son) y la propia estrella, ordinaria, carnal, pero a la vez inalcanzable, encarna preferentemente este femenino perfil. Su magia radica en esta ambigüedad, así como en una inexpresividad que, en sus diferentes arquetipos, admite toda clase de proyecciones e identificaciones (Morin, 1964).

Guy Debord desplaza la crítica de lo sagrado desde la esfera del estrellato hacia la del espectáculo. Él observa que lo sagrado "justificó el ordenamiento cósmico y ontológico que correspondía a los intereses de los amos, explicó y embelleció lo que la sociedad no podía hacer", mientras que ahora se instala un "seudo sagrado" que dictamina lo que la sociedad puede hacer, pero en el sentido de lo permitido como opuesto a lo posible (Debord, 1995: 15). Esta imposibilidad responde a que el espectáculo tiene en la separación su "alfa y su omega",4 resultando consustancial al modo de producción capitalista: no se trata de un conjunto de imágenes, sino de una "relación social entre personas mediada por imágenes" (Debord, 1995: 8). Al alienar a las personas de otras y de sí mismas, el espectáculo, soporte del fetichismo mercantil, afirma el reinado de la representación como "movimiento autónomo de lo no viviente" que se contrapone a la realidad del diálogo (Debord, 1995: 14–15).

La visión de Guy Debord es apocalíptica, pero a partir de ella comienza a articularse otra gran corriente de aproximación a lo sagrado, la que ya no se centra en denunciar el encubrimiento de lo real por parte de los medios. De hecho, el propio Morin había aceptado que "la realidad humana se alimenta de lo imaginario al punto de ser ella misma semiimaginaria [sic]" (Morin, 1964: 220); pero con la crítica de Jean Baudrillard se ingresa directo a la zona de ambigüedad donde los medios construyen la realidad, a través de lo que designa como simulacros (Baudrillard, 2007). Puesto que está vinculada a la persuasión publicitaria, él explora la constitución de lo sagrado por medio de la seducción (Baudrillard, 1987) y su esperanza de ver la "revancha del pueblo de los espejos", construidos por Occidente a su imagen y semejanza (Baudrillard, 1996), parece encontrar un eco crítico en, al menos, dos autores latinoamericanos que elaboran la experiencia de lo sagrado en culturas resistentes a la acumulación y la estratificación capitalistas.

En el caso de las culturas indígenas americanas, la función de lo sagrado es, ante todo, observa Ticio Escobar, la de preservar el mysterium fascinans y el extrañamiento ante la vida (2004: 189). Por eso, plantea este autor, recobrar "el espesor de la experiencia aurática [...] puede resultar un gesto político contestatario" persistente en el arte y la cultura popular (Escobar, 2004: 189). Y esta vez desde los lindes internos del capitalismo, Roberto Echavarren apunta:

El fetiche para Freud no tiene que ver —empleando la terminología de Marx— con el valor de cambio, o precio (que ocultaría las relaciones de producción), sino con el valor de uso. No un valor de uso abstracto, sino concreto y diferencial, distintivo. El uso, entendido en este sentido, tampoco es en último término un valor, sino que resulta, en su singularidad viviente, una cualidad no cuantificable (Echavarren, 2008: 28).

Al cargarlo de un "sentido sexológico" (Echavarren, 2008: 25), según el cual la androginia sería lo distintivo del fetiche erótico, este autor observa una continuidad en la preocupación por el estilo de dandis, rockeros y tribus urbanas: como la moda, el estilo es un modo de comportamiento, pero con su ambigüedad desafía los moldes vinculados al dispositivo homogeneizante de la primera. Las micropolíticas del estilo se encargan cotidianamente de borrar la escisión entre vida y obra, motivo por el cual, después de la muerte de Dios y de la muerte del hombre, "el acontecimiento del estilo es lo único capaz de suscitar creencia" (2008: 184). Es lo sagrado por excelencia, lo que explica su permanente intento de captura por el dispositivo de la moda. Así, lo sagrado puede adquirir una valencia "seudo" o mercantil y/o "genuina" o vital, vinculada ésta a la construcción de la vida como fuga estética.

Este breve recorrido teórico me permite plantear que lo sagrado no se plantea ya únicamente como recurso "del" poder, como ocurre en el caso de la crítica de la consagración cultural desarrollada, entre otros, por Pierre Bourdieu, pues hoy se perfila con mayor nitidez conceptual una crítica de lo sagrado como recurso "de" poder. De allí que quepa situar la consagración cultural, concebida como proceso social de construcción del valor estético de la mercancía, a dos procesos que se enfrentan críticamente a ella: la anticonsagración, para la cual ninguna construcción cultural tiene valor en sí; y la aconsagración, que ejerce una valorización de lo estético en cuanto opuesto a la finalidad mercantil. La aconsagración, sin embargo, se desplaza en sus lindes porque tiende a valorar la vida como obra de arte, lo cual la vuelve susceptible de ser mercantilizada a su vez. Por ello, difiere de una re–sacralización orientada a afirmar el valor de la vida en el mysteriumfascinans de su perpetuo movimiento.

Basándome en lo anterior, la hipótesis que desarrollaré a continuación es que la transformación de María Félix en diva responde a motivaciones dispares, más bien propias de la consagración en su momento y que por lo mismo motivaron respuestas anticonsagratorias, pero que hoy también relevan de la aconsagración. El primer aspecto que abordaré es el entrelazamiento de las lógicas estéticas, comerciales y políticas que, vinculadas a Europa y Estados Unidos, operan en el cine mexicano de la "época dorada" y consagran a María Félix como diva en la década de 1940. En segundo lugar, perfilaré el discurso mexicano anticonsagratorio que, en los años sesenta, emerge contra este cine como legitimador de la burguesía dominante, mostrando cómo la trayectoria vital de la actriz se adecua en los hechos a esta empresa. En tercer lugar, indagaré en una revalidación aconsagratoria de esta mujer como artista experta en el recurso de las armas de la seducción. Me aproximo a estos temas desde la transdisciplinariedad admitida por los estudios culturales, especialmente en las áreas de la sociología, la historiografía, el análisis visual y el análisis del discurso.

 

Estrella de la "época dorada" del cine mexicano

El estreno en 1943 de El peñón de las ánimas, película donde María Félix debuta al lado del "charro cantor" Jorge Negrete, entonces ídolo indiscutible de la gran pantalla y futuro marido de la actriz, tiene lugar en plena "época dorada" del cine mexicano, entre mediados de los años treinta y fines de los años cuarenta. La industria cinematográfica mexicana adquiere entonces una notoriedad que responde al peso todavía importante de la esfera restringida de la cultura sobre sus mecanismos de producción. A esto se suma la articulación simbólica y comercial de la cultura mexicana con otras culturas a nivel continental, así como con las matrices culturales metropolitanas. Esto último es importante de considerar, dado que el cine en nuestros países es inicialmente el resultado de un implante externo, no de una evolución autónoma.

El cine aparece en México, como en otros lugares de América Latina, pocos meses después de las primeras proyecciones de los hermanos Lumière en 1895; pero su producción industrial está principalmente a cargo de la compañía francesa Pathé y luego, en la década de 1920, de la norteamericana United Artists Corporation (Bethell, 1992: 225). El desarrollo nacional de la industria puede atribuirse, por una parte, a las políticas de fomento estatal implementadas durante el gobierno de Lázaro Cárdenas en la década de 1930, a través del Ministerio de Educación y, por otra parte, al dinamismo de la iniciativa privada durante la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, dado que el conflicto bélico distrae a las potencias en que el cine encuentra su auge.

La producción filmográfica adquiere entonces un ritmo muy acelerado: las películas se graban y editan en tres semanas, estrenándose un título cada siete días, y, en el mejor de los casos, se exhiben por poco más de un mes (Poniatowska, 1990: 177; Samper, 2005: 25–26). Esto marca desde el inicio el estilo avasallador de "la Doña", pues no es ella quien busca al cine, sino al revés. Es así como alrededor de 1940 la descubre el ingeniero Fernando Palacios, cazatalentos que le enseña los rudimentos de la actuación y la inserta en diferentes eventos sociales que funcionan como espacios de contacto entre actores, productores y medios de difusión (Félix, 1993). La agresiva penetración de la United Artists Corporations en los años veinte da lugar a todo un aparato mediático–publicitario destinado a difundir sus productos en el mercado, con la proliferación de revistas de cine y suplementos dominicales que aparecen "llenos de noticias y fotos de las estrellas y los astros de Hollywood" (Bethell, 1992: 225). Éstos pronto son ocupados para promocionar las producciones locales pero, al rememorar su ascenso al estrellato, María Félix da cuenta de la importancia de dar algunos pasos previos: "[Fernando Palacios] me ofreció mover sus contactos para darme a conocer en el mundillo artístico: 'Necesitas dejarte ver y que se hable de ti'" (Félix, 1993: 58).

El estímulo de Palacios muy pronto encuentra respuesta en la personalidad de la actriz, quien es invitada a trabajar en Hollywood. Unos pocos años antes tal vez habría aceptado hacerlo, pero a lo largo de su carrera se niega persistentemente a ello. Ya que esto no responde a un nacionalismo "localista" —"me considero una mujer internacional, sin atavismos de ninguna especie" (Félix, 1993: 27)—, esto se debe en parte a la necesidad de desmarcarse de la figura de Dolores del Río, su predecesora, así como al declive del interés por el tipo de cine exotista que había transformado en diva a esta última (Monsiváis, 1988b: 222). En realidad, se produce una acentuación caricaturesca del mismo, como lo muestra la carrera fulgurante de la brasileña Carmen Miranda. Reticente a perder su perfil de femme fatale, la Félix se acopla a los códigos nacionalistas de la bullente industria mexicana y, cuando su carrera se internacionaliza, va en dirección a Europa y, en menor medida, a Sudamérica.

Dada la velocidad de la producción industrial en la "época dorada", los personajes resultarían más importantes que las historias al producirse una película (Samper, 2005: 25); hecho que se sostiene sobre la centralidad que, desde los años veinte, adquieren los "mudos rostros del cine", observa el chileno Carlos Ossandón. Como proyección de lo privado en lo público, señala este autor, el "tipo solar de vedette" acompañaría el cambio en las "bases de la politicidad o de gobierno de la vida" hacia una validación del bienestar íntimo y cotidiano mediante el consumo (Ossandón, 2007: 128). Una revisión histórica del cine mexicano permite,5 no obstante, situar esta transformación en relación con un ideario norteamericano que muy pronto es cuestionado desde América Latina, motivando diversas respuestas de apropiación. No sólo se inventan estrellas locales, sino que se construye un espacio fílmico propio, insertando estos rostros en otro tipo de historias. Al adquirir relevancia en función de sus géneros cinematográficos más que en la especificidad de sus títulos, ellas articulan las nuevas vivencias domésticas y urbanas a un nacionalismo posrevolucionario mexicano que genera identificación continental.

Ya en la época del cine mudo, que dura hasta la Primera Guerra Mundial, el cine mexicano tiene un carácter eminentemente documental a través del cual se registran, por ejemplo, diversos sucesos vinculados a la Revolución. Las pocas películas argumentales que se realizan están basadas sobre todo en el teatro romántico decimonónico, pero también en la historia nacional (Bethell, 1992: 223–224). Indicio de una norteamericanización que pronto hace parecer anticuadas "formas culturales hispánicas, como la zarzuela y la corrida de toros" (Bethell, 1992: 225), pero que da cuenta de la modernización continental, con el desarrollo de temáticas nuevas. Sin embargo, al ser percibida como una amenaza económica y política, esta penetración industrial–cultural, unida a la imagen caricaturesca que proyecta de los mexicanos y los latinoamericanos el cine producido en Estados Unidos, resulta determinante para que se consoliden los géneros nacionalistas del cine mexicano de ficción donde debuta María Félix.

Luego del cine "revolucionario" (Ayala Blanco, 1968) impulsado en la década de 1920 por Miguel Contreras Torres (1960), en los años treinta aparecen nuevos géneros nacionalistas. Ellos, por una parte, se orientan hacia el pasado anterior a la Revolución, como sucede con el cine de "añoranza porfiriana" y, sobre todo, con el melodrama "ranchero" que se consagra en los años cuarenta y tiene un alcance continental. Estas historias, donde lo colectivo se une a lo íntimo, transcurren en un tiempo y lugar indefinidos (una hacienda mexicana del siglo XIX) para alcanzar a un amplio público latinoamericano y atraer a los turistas (Ayala Blanco, 1968: 64–71; Bethell, 1992: 226–227). Elpeñón de las ánimas, donde debuta María Félix en 1943, es un melodrama del género ranchero y se convierte en un gran éxito de taquilla. Esto le permite a la actriz participar en nuevos filmes, aunque un paso decisivo en su consagración se da con Doña Bárbara, película con argumento basado en la novela homónima de Rómulo Gallegos. El director de ambos filmes, Fernando de Fuentes, inaugura el género ranchero con Allá en el Rancho Grande en 1935 (Ayala Blanco, 1968: 34), pero con Doña Bárbara y luego con La Devoradora, también protagonizada por María Félix, contribuye a perfilar en los años cuarenta el cine de "las devoradoras". En él la actriz ocupa un lugar sobresaliente:

[...] Y, por encima de todas ellas, María Félix, Doña Bárbara, La mujer sin alma, La devoradora, La mujer de todos, La diosa arrodillada y Doña Diabla. Herederas aprovechadas y materialistas de La mujer del puerto, las devoradoras son vampiresas despiadadas y vengativas, sin escrúpulos sexuales y usurpadoras de la crueldad masculina; esclavistas, bellas e insensibles; supremos objetos de lujo, hienas queridas; hetairas que exigen departamento confortable y cuenta en el banco para mejor desvirilizar al macho (Ayala Blanco, 1968: 135).

Este tipo de películas le otorga una parte fundamental de su celebridad a María Félix, pero antes de volver a ellas quiero detenerme sobre otro tipo de producciones donde participa la actriz. Mientras la dirección de Fernando de Fuentes la populariza nacional y continentalmente, su trabajo con Emilio el Indio Fernández le da proyección europea mediante cintas como Enamorada (1946), coprotagonizada por el reconocido actor Pedro Armendáriz, y sobre todo Río escondido (1948), donde es la figura central junto a un elenco de menor relieve. El realismo expresionista cultivado por Emilio el Indio Fernández y su camarógrafo Gabriel Figueroa constituye en sí una variante nacionalista del cine mexicano y está influido por el rodaje en 1930 de ¡Que viva México!, película del ruso Sergei Eisenstein (Ayala Blanco, 1968: 97).

Su actuación en esta clase de películas nacionalistas hace a María Félix participar en una corriente estética de vanguardia que, trasladada al cine, entra en tensión con los requerimientos comerciales afrontados por la industria norteamericana a mediados del siglo XX. Sin embargo, esto es plenamente coherente con el dandismo de clase media propio de la sensibilidad camp, la que admite orientaciones hacia lo alto y hacia lo bajo simultáneamente porque no aprecia el valor moral o el contenido de los elementos culturales, sino su estilo, que reelabora mediante el artificio y la exageración (Sontag, 2008: 358–359). En el caso de María Félix, esta operación se acentúa por su posición transcultural y así, luego de participar del crudo "realismo" estético de Emilio el Indio Fernández, décadas después ella hace ostentación de sus joyas de serpientes y cocodrilos (Félix, 1993: 208), así como del famoso retrato con su mandril que le hace su última pareja, el pintor francés indigenista Antoine Tzapoff.

En la autobiografía que redacta al final de su vida, titulada Todas mis guerras (1993), ella busca mostrar que tiene ascendencia indígena y, para despejar cualquier duda al respecto, señala lo siguiente de su padre:

Nació en el Valle del Yaqui, pero bien podía haber pasado por europeo. Los yaquis, como toda la gente del norte de México, tienen un físico muy diferente a la población del centro y del sur. Son más grandes, más corpulentos y de carácter más individualista. Para sentarse a la mesa se ponía saco, era muy formal en el vestir (Félix, 1993: 31).

En realidad, es claro al mirar las fotografías incluidas en el libro que Bernardo Félix es mestizo y que su hija lo indigeniza, europeizando a la etnia yaqui, para presentarse a sí misma como mujer cien por ciento mestiza —su madre, como veremos, sería responsable del aporte europeo. Esto satisface la concepción de una identidad racial de fusión hispánico–indígena que es muy propia de América Latina y de México en la época y que todavía hoy encuentra amplia difusión, pero que dialoga con la mirada del otro europeo.6 De hecho, la relación más directa de María Félix con los yaquis no pasa por su padre ni por sus abuelos, sino por el servicio doméstico, a través de una nana, llamada Juana, de quien aprende algunas frases en yaqui que se le "quedaron grabadas" (Félix, 1993: 34). Producto de un habitus o sistema de preferencias (Bourdieu, 1998) racista, la actriz sostiene opiniones contradictorias respecto de los pueblos indígenas, aunque éstas sean de tipo más bien folclorizante. Así, se refiere a los indios como "huehuenches", negándose a hacer tal papel cuando se le invita a desfilar por México en Estados Unidos al inicio de su carrera (Félix, 1993: 59), pero hacia el final de su vida expresa lo siguiente, probablemente influida por Tzapoff:

Hay una clase que es maravillosa en México: la del campo. Hay que hacer algo por ellos y por los grupos indígenas, respetando su cultura y su manera de ser. Ayudándoles en su terreno, en su ambiente, con sus ritos, su religión y sus costumbres, los podríamos hacer más felices que poniéndoles zapatos que no les vienen (Félix, 1993: 205).

Este indigenismo folclorizante facilita el ingreso de María Félix al cine europeo, aunque continúe representando, paradójicamente, los personajes en la línea de las "devoradoras" con los que ella se había hecho famosa. Así, en momentos en que el cine mexicano dialoga con el europeo de tú a tú, ella actúa como una suerte de embajadora cultural de su país. En España, donde se ven 44 películas mexicanas al año frente a 157 norteamericanas, 21 italianas y 15 francesas (Samper, 2005: 49), ella se establece durante tres años a partir de la grabación de Mare Nostrum en 1948. Luego, su carrera la conduce a Italia, donde entre otras filma Messalina (1951), película ambientada en la Roma imperial y la más cara del cine italiano de la época, y a Francia, donde por ejemplo filma French Can Can (1954) bajo la conducción de Jean Renoir y comparte roles con Yves Montand en Los héroes estánfatigados (1955). También trabaja como cantante en escenarios norteamericanos y realiza como tal una exitosa gira por países sudamericanos como Venezuela, Colombia y Perú en 1955 (Félix, 1993; Samper, 2005).

La mixtura camp y transcultural de María Félix se hace evidente en sus círculos de amistades. En México, ella se casa con Agustín Lara, el poeta músico del "sentimentalismo prostibular" urbano (Monsiváis, 1988: 61) y rey indiscutido de las ondas radiales en los años treinta, y luego se casa con Jorge Negrete, pero también se hace amiga íntima de Frida Kahlo y Diego Rivera, a quien conoce durante la filmación de Río Escondido. En Francia, gracias en gran parte a su amistad con Jean Cau y luego a su prolongado matrimonio con el banquero Alex Berger, en 1955, se codea con la crème de la crème de la intelectualidad parisina: Jean Cocteau, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Pablo Picasso y Salvador Dalí, entre otros; Leonor Fini le hace un retrato. El interés de la actriz es participar de la "aristocracia del talento". Dice tener "una admiración sin límites por los hombres inteligentes" (Félix, 1993: 137) y envidiar "una sola cosa: [...] alguien de mucha cultura" (Castillo, 2001), cualidad que hace equivaler a la inteligencia, la rapidez y sobre todo a algo a lo que hace constante alusión: las "luces". Pero si su visión del arte contemporáneo es el de un arte enfermo donde se "han adulterado nuestros valores éticos y estéticos" debido al culto al dinero (Félix, 1993: 137), ella paradójicamente también lo profesa —"Pero el billete es importantísimo en la vida. No da la felicidad, ya se sabe, ¡pero cómo calma los nervios!" (Félix, 1993: 23).

La ambivalencia de la actriz le permite proyectar imágenes dispares de sí misma, las que satisfacen un amplio abanico social de instancias consagratorias y al mismo tiempo alimentan su aura de misterio. Entre su debut en 1943 y su última participación en cine en 1966, con el film de (fallido) estilo jodorowskiano titulado La Generala, ella filma 47 películas, con un promedio superior a dos por año en las décadas de 1940 y 1950 (Félix, 1993; Samper, 2005). Esto se adecua hasta cierto punto al auge de la industria fílmica de su país, extendiéndose su carrera gracias a su incursión en el revitalizado cine europeo de posguerra. Ya desde fines de la década de 1940, el cine mexicano decae frente a él y sobre todo frente al norteamericano, volcándose a la gran producción comercial (Ayala Blanco, 1968). Esta decadencia acarrea una crítica desacralizante del cine de la "época dorada" a partir de la cual es posible relacionar la carrera de María Félix con su trayectoria vital.

 

Desacralizada: la burguesa liberal–nacionalista

En la década de 1950 y especialmente en la de 1960, el cine mexicano estuvo dominado por los llamados "churros", apelativo con el que se designa a las películas orientadas al consumo inmediato (el entretenimiento) del gran público por su baja calidad. Esto conlleva la emergencia de una renovación crítica que reevalúa la totalidad del cine mexicano y que, en contraposición a la celebridad de María Félix, enjuicia las películas en que ella participa de manera altamente negativa. Si bien los dardos de esta crítica desacralizadora no están dirigidos específicamente en contra de la actriz, el enjuiciamiento es implícito, pues abarca el conjunto de la producción vinculada con la "época dorada" del cine mexicano. Aparecen dos tipos de crítica que la desacralizan en sus fundamentos. Una de ellas, la de Miguel Contreras Torres, en El libro negro del cine mexicano (1960), podría situarse en la línea de los estudios sobre industrias y políticas culturales y apunta al monopolio de las salas de exhibición, único negocio rentable de la misma. La denuncia afecta a un conjunto de empresarios aliados al gobierno del presidente Miguel Alemán, así como a la ANDA (Asociación Nacional de Actores), quienes habrían hecho perecer al cine mexicano al impedir que realizadores independientes como Contreras Torres pudieran seguir adelante con sus producciones.

La crítica anticonsagratoria liderada por Jorge Ayala Blanco, cuyo libro Aventura del cine mexicano (1968) es un clásico influido por la crítica "cahierista" francesa, señala al contenido de las películas. Reconociendo que "el cine mexicano se presta muy poco a estudios de tal naturaleza", Ayala se pregunta "¿queda algo valioso en el cine mexicano si quitamos a Luis Buñuel?", para concluir negativamente, después de un extenso análisis de obras clásicas y recientes, que "el cine es el lugar en que se inmola la disidencia" (Ayala Blanco, 1968: 9, 11, 397). Este autor observa en forma un tanto homológica que la aparición del cine "de prostitutas" anunciado por el de "las devoradoras", donde destaca la Félix, coincide con el gobierno del mismo presidente Alemán, durante el cual, acusa duramente Ayala Blanco, prima "la corrupción de los administradores públicos, el favorecimiento de la penetración de capital extranjero, el desarrollo de la industria con o sin chimeneas y el saqueo de los recursos naturales" (Ayala Blanco, 1968: 133–135).

Pero incluso el cine patriótico de Emilio el Indio Fernández es descalificado por Ayala Blanco, quien resume el argumento de Río Escondido, donde María Félix es primera actriz, recogiendo sarcásticos propósitos de Carlos Monsiváis: es un cuento de hadas donde una "maestra milagrosa vence al dragón malo a golpes de alfabeto" (Ayala Blanco, 1968: 97). El problema del Indio Fernández, a juicio de este crítico, es que originaría un cine monolítico, paternalista y folklorista que poco daría cuenta de los conflictos sociales mexicanos. De hecho, es el legado mismo de la Revolución el que se resquebraja en la década de 1960, con un parteaguas histórico en la matanza de Tlatelolco, que se prolonga durante la crisis de los años setenta y luego en la fatal "década perdida" de los años ochenta. Entonces, más allá del equívoco al que conduce su nombre, este mito refundador de la nación quedaría desbancado a la luz de una actualidad caracterizada por el subdesarrollo.

Desde el punto de vista de la crítica que apunta a una desacralización, la "época dorada" del cine mexicano constituye otro mito por desbancar, al igual que María Félix, quien, en su papel de diva, participa activamente de estas construcciones. De hecho, ella no sólo las promueve, sino que las encarna a la perfección. Nacida en 1914, cuatro años después del estallido de la Revolución, y fallecida en 2002, dos años después del derrocamiento del PRI (Partido Revolucionario Institucional), su vida se acopla con un ligero desfase al siglo XX mexicano. En las actuales revisiones históricas, sin embargo, la Revolución se contempla como una guerra civil en el seno de la clase media burguesa que, si abre puertas a cambios sociales y políticos, en comparación con Perú, Chile o Argentina lo hace con el añadido de la violencia. Sus alcances se limitarían a una reforma del Estado que no afectaría la continuidad del capitalismo económico y sólo en parte lo modernizaría. Los sectores populares, exceptuando aquellos liderados por Emiliano Zapata, intervienen poco en ella (Bethell, 1992: 79–80), aunque el proceso mismo les abra puertas a una participación política ampliada en lo sucesivo.

Debido a que María Félix forma parte de la clase media que encabeza la Revolución, necesitamos precisar que en México esta noción designa a quienes se desempeñan en el sector servicios o bien "a quienes no trabajan con sus manos", y que, hacia mediados del siglo XX, cuando tiene lugar el "milagro mexicano" asociado a la industrialización de sustitución de importaciones, este sector es el que conquista mayores ganancias en la redistribución del ingreso (Bethell, 1998: 85–89). El problema es que esto carece de un equivalente numérico, situación que se agudiza en las décadas siguientes debido al crecimiento poblacional y a las crisis económicas, de modo que el siglo XX mexicano puede ser también interpretado como el tránsito de una sociedad de élites y de masas a otra de clases donde las capas medias son las beneficiadas (Loaeza, 1993: 108–112). Así, tenemos en México, al igual que en otros países latinoamericanos, la paradoja de una "clase media" ubicada en la cúspide de la pirámide social.

En términos de ideología, el ascenso de esta clase media se acompaña de la instalación de un liberalismo ferozmente anticlerical y que, para afianzarse, necesita construir un Estado fuerte, lo cual se complementa y refuerza con la adopción de un nuevo tipo de nacionalismo "político". El propósito de este nacionalismo ya no es sólo la integración cultural, sino la construcción de consensos para asegurar la gobernabilidad de una sociedad altamente fragmentada (Loaeza, 1993: 112–113). Según explica la historiadora Soledad Loaeza, este nacionalismo se reorienta al Estado como una forma de suplir la afirmación identitaria frente a un tercero que tradicionalmente era España (idem). Y me parece que en el siglo XX entra en escena un nuevo "tercero", Estados Unidos, con el que la clase media mexicana mantiene relaciones ambivalentes de competencia y admiración.

Al resistir a la fascinación que ejercen palabras como "Revolución", "clase media" o "María Félix", descubrimos que la trayectoria de esta actriz se ajusta plenamente a la de la burguesía liberal–nacionalista que las erige. Una inmersión en la historia de su vida, facilitada por la publicación de su autobiografía, las saca a relucir en todo su esplendor. Ella nace como María de los Ángeles Félix Guereña en El Quiriego, pequeña localidad del estado de Sonora, al noroeste de México, en una familia compuesta de doce hijos, seis mujeres y seis hombres. Su madre, Josefina Guereña, es "hija de padres españoles que tenían una situación económica holgada" porque eran plateros en una ciudad, Álamos, que había sido un importante centro minero en el siglo XIX. Josefina Guereña, mujer "muy propia y discreta siempre, muy correcta en su trato", se cría en un convento católico al sur de California, y en 1901, con el consentimiento de ambas familias, contrae matrimonio con Bernardo Félix, comerciante originario del Valle del Yaqui en la misma región y a quien ya me referí anteriormente (Félix, 1993: 29–31).

La familia Félix Guereña reside originalmente en Álamos, Sonora, pero la creciente amenaza asociada a las peleas entre los diferentes bandos revolucionarios los obliga a huir del lugar y a establecerse en El Quiriego, donde los abuelos maternos mantienen un rancho, y es entonces cuando nace la futura actriz. Bernardo Félix intenta infructuosamente reconvertirse a la agricultura y luego, como explica su hija:

Nos mudamos a Guadalajara cuando el presidente Obregón, que era muy amigo de mi papá, lo nombró jefe de la Oficina Federal de Hacienda. Era un puesto de alta responsabilidad que no le daban a cualquier tarado. Antes había ocupado el mismo cargo en Mazatlán, cuando yo era muy chica, y también estuvo un tiempo en Chiapa de Corzo. Como la familia no se podía trasladar a todos esos lugares, mi madre lo visitaba con alguno de nosotros (Félix, 1993: 39).

Tanto dentro como fuera de México son mucho más populares las figuras de Francisco Villa y Emiliano Zapata, pero es Álvaro Obregón el gran jefe militar triunfador de la Revolución y quien ejerce como presidente entre 1920 y 1924 (Bethell, 1992: 78–145). El traslado de la familia Félix Guereña a Guadalajara debe ocurrir durante la niñez de María Félix, pero aunque ella diga "a veces pienso que nunca estuve en Sonora, que desde siempre viví con los charros" (Félix, 1993: 39), los destinos de la familia siguen estando orientados por la política sonorense:

No llegué a conocer a Obregón, pero fue una figura tutelar de mi niñez. Era un hombre que se parecía a mi papá en los bigotes y en el tipo neto de sonorense: alto, firme, echado para adelante. Lo recuerdo por el retrato inmenso que mi papá tenía encima de su escritorio, un retrato que presidía nuestra vida como en otras casas preside la imagen del Sagrado Corazón con gladiolas (Félix, 1993: 198).

Obregón es asesinado en 1928, pero, de acuerdo con el historiador británico Leslie Bethell, su gobierno instala una duradera hegemonía política del proyecto liberal sonorense, que apenas se ve interrumpida por la llegada a la presidencia de Lázaro Cárdenas en 1934 para sentar las bases de la política mexicana a todo lo largo del siglo XX: con un Estado que constituye la columna vertebral de la nación, pero estructuralmente débil, y a través del cual un grupo de hombres capitalistas ejerce un despotismo ilustrado sobre el resto de la población. Es durante la presidencia de Obregón, cuando el ministro de Educación José Vasconcelos pone en marcha el nacionalismo revolucionario y se lleva a cabo una reconciliación ambigua pero persistente con el poderoso vecino del norte (Bethell, 1992: 146–151).

El habitus al que se refiere Pierre Bourdieu tiene que ver, en el caso de María Félix, con un microclima cultural sonorense caracterizado por "las tradiciones seculares, el pragmatismo a ultranza y la lucha violenta por la supervivencia". Esto lo hace radicalmente diferente de las culturas campesinas del centro y el sur del país, donde prima el servicialismo, se desconocen las leyes del mercado y el dinero se malgasta en festejos (Bethell, 1992: 146–147). La similitud del perfil sonorense que María Félix cultiva de ella misma resulta pasmosa. En lo que respecta a su autobiografía, un sencillo análisis discursivo revela que desde el título elegido de "Todas mis guerras" hasta cada capítulo y cada párrafo del volumen están impregnados de una metáfora militar vinculada a la Revolución, desde luego, pero sobre todo a los obstáculos encontrados por la gente del noreste al implantar su proyecto modernizador. Es decir, ella no sólo encarna el proyecto revolucionario mexicano, sino su vertiente específicamente liberal y nacionalista burguesa que accede al poder, y esto sin duda contribuye a entender parte importante de su reconocimiento social (y político).

Aunque esta sensibilidad política de María Félix se encuentra anclada a un ethos militar que funda y sostiene la Revolución liberal–nacionalista, ella lo trasciende, como lo dejan ver las simpatías que expresa hacia Miguel Alemán, el primer presidente civil de México. A la luz de lo revisado hasta el momento, resulta menos sorprendente advertir la coincidencia existente entre la consagración de la actriz y la del gobierno de Alemán que, iniciado en 1946, inaugura la era del "milagro mexicano"; un milagro que se sostiene sobre el repetido hallazgo de pozos petrolíferos. Para Leslie Bethell, sin embargo, se trata de superar "la sensación casi de atemporalidad" que hay respecto del periodo 1930–1990 mexicano y explicar su importancia histórica:

Los civiles y técnicos del sexenio de Alemán, imbuidos de una modernizadora ideología de la Guerra Fría, y de una ética basada en el enriquecimiento rápido, recogieron los cascotes del cardenismo y utilizaron el material —el partido corporativo, las instituciones de masas, el ejecutivo poderoso, el ejército domesticado y el campesinado subordinado— para construir un México nuevo. El material era cardenista, pero el plan fundamental lo trazaron ellos. Lo construyeron para que durase (Bethell, 1998: 83).

Durante el "milagro mexicano" el fenómeno es poco visible, pero considerando el periodo alemanista en su conjunto, el ocaso del cine mexicano puede ser otra expresión del fracaso en la estrategia de "industrialización mediante sustitución de importaciones" apuntado por Bethell. En efecto, los "cascotes" del cardenismo también incluyen la industria cinematográfica, la que vive su momento de esplendor y al mismo tiempo, y por esta razón, se ve socavada por una lógica del "enriquecimiento rápido". Por otra parte, muy pronto se privilegia un nuevo negocio mediático, la televisión, hacia donde se dirigen los llamados "churros" cinematográficos.

María Félix se refiere a estas diferentes situaciones en forma superficial, llevándolo todo a cuestiones puramente anecdóticas o sentimentales. Con su segundo marido, Agustín Lara, ella se va de "noche de ronda" por los clubes y cabarets de la ciudad modernizándose bajo el alemanismo: del Ciro's al Leda, el Esmirna y el Salón México (Félix, 1993: 79). En los funerales de su tercer marido, Jorge Negrete, quien fallece prematuramente, le solicita a Cantinflas descender de la limusina porque ella lo culpa de haber sido el "peor enemigo [de Negrete] en la ANDA" 7 y de contribuir a su enfermedad —aunque Cantinflas se limita a cambiarse de asiento, según la actriz, "para que los fotógrafos vieran mejor sus lágrimas de cocodrilo" (Félix, 1993: 119). Durante el gobierno de Miguel Alemán se rumora que es la amante del presidente, pero ella lo conoce después de que éste deja el cargo y se hace íntima amiga de él —"aparte de su importancia como político, Alemán era simpático, alegre, fácil de tratar, sencillo, inteligente y muy atractivo [...]. Si nos hubiéramos conocido más jóvenes, quién sabe qué hubiera pasado. Pero Alemán ya tenía su segundo frente, una mujer austriaca bellísima" (Félix, 1993: 200).

Este modo melodramático de relatar su vida no significa que carezca de opinión política liberal (o neoliberal, puesto que la emite en 1993). Ella califica de "ingenuos e ilusos" a los comunistas, aunque muchos de sus amigos artistas sean de esa tendencia (Diego Rivera y Frida Kahlo o Yves Montand y Simone Signoret en Francia) y critica a Lázaro Cárdenas por haber nacionalizado el petróleo —"eso le costó mucho dinero a México y no ha servido para nada: ahí está el gasoducto de PEMEX que estalló hace poco en Guadalajara"— (Félix, 1993: 198). En cambio, apoya a Díaz Ordaz frente a la matanza de Tlatelolco —"fue atroz pero salvó al país en un momento de crisis" (Félix, 1993: 201)— y a Salinas de Gortari por vender Telmex —"que vende los teléfonos, pues bueno, de alguna forma tenemos que conseguir dinero, ¿no?" (Félix, 1993: 203).

María Félix se contradice al tener amistad con Miguel Alemán, quien después de pasar por la presidencia se convierte en uno de los hombres más ricos de México, y criticar al mismo tiempo la corrupción de José López Portillo. Es que la corrupción tampoco parece ser un parámetro en sí misma, a pesar de lo que ella señale al respecto, sino la capacidad de generar riqueza y junto con esto lo que llama la "actuación" como una forma de ejercer poder. "El espectáculo del poder", como se titula el penúltimo capítulo de su autobiografía, es mucho más que la visión personal de una actriz sobre la política y el dinero. En México, es sin duda la mejor manera que encuentra la clase media para afirmar su dominio mediante una escenificación constante de la nación y de la Revolución tanto en el cine como en la televisión. Al mirar a María Félix en el siglo XX mexicano, sin embargo, es posible vislumbrar que el espectáculo, desde las convenciones del melodrama, se transforma en un agenciamento de poder:

Pero ningún papel me apasionó y me fatigó tanto como el que la vida me obligaba a representar por aquellos años [fines de la década de 1940]. En el cine había una historia que guiaba mis pasos. En el amor tenía que actuar sin libreto. Nadie podía enseñarme cómo ser la esposa de Agustín Lara (Félix, 1993: 74).

 

Objeto de deseo: el estilo aconsagratorio de la vedette

En las biografías más recientes sobre María Félix, comenzando por su propia autobiografía, la metáfora guerrera a veces se asocia de manera restringida a las relaciones (y conflictos) de género en una sociedad machista latinoamericana. Estas obras que se desprenden del espacio biográfico mediático (Arfuch, 2002) sobre la actriz aparecen hace pocos años atrás y constituyen la expresión de sociedades donde las mujeres gozan de crecientes oportunidades para desenvolverse socialmente. Así, por ejemplo, la colombiana Juanita Samper en su volumen titulado María Félix, María Bonita, María del alma (2005) presenta a la actriz como "la mujer luchadora, capaz, que se rebelaba contra el poder de los hombres sobre la figura femenina" (Samper, 2005: 9).

Existen otro tipo de aproximaciones, como la de la audiovisualista chilena Carmen Castillo, en las que se realiza la asociación entre la mujer y la Revolución, pero desde la premisa —siguiendo a la misma María Félix— según la cual "a una actriz no se le investiga, a una actriz se le inventa" (Castillo, 2001).

Realizada con motivo de la entrega de la Legión de Honor francesa a la actriz mexicana, esta producción congrega a dos mujeres contrapuestas en varios sentidos. Carmen Castillo, pareja del líder revolucionario izquierdista Miguel Enríquez en el momento de su asesinato por la dictadura de Augusto Pinochet, tiene motivos para conmoverse ante una película como Enamorada, donde María Félix encarna a una "mujer que lucha junto a su hombre". Sólo que esta aproximación soslaya que su "hermosura combatiente" —cita de Castillo a Octavio Paz (2001)— también está asociada a los obstáculos enfrentados por la modernización burguesa sonorense y que, por lo demás, la propia actriz reniega del cursi romanticismo de Enamorada.

Como sea, el equívoco no es simplemente el fruto de un desconocimiento sobre la "verdadera" historia mexicana, sino más bien de una suerte de encandilamiento. Las historias mentirosas son imprescindibles, los países y las personas necesitan inventarse para proyectarse, pues el futuro es un libreto abierto, y así lo da a entender Octavio Paz en su "Razón y elogio de María Félix":

Cada hombre, al nacer, es una promesa de ser; para cumplirla, cada uno debe, en mayor o menor grado, hacerse a sí mismo. [...] María Félix nació dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí misma. [...] La estrella no se realiza como persona, sino que se inventa, se transforma en imagen. [...] El mito de María Félix es distinto [al de la Virgen de Guadalupe, la Malinche, la Llorona o la Adelita]. En primer lugar, es moderno; en seguida, no es enteramente imaginario, como casi todos los del pasado, sino que es la proyección de una mujer real (Paz, 2001).

Cualquier proyección, sin embargo, se hace a través de la mirada de otros. En el caso de María Félix, necesitamos saber por qué otros la levantaron con la mirada —"El éxito lo considero inferior a la celebridad. [...] El éxito lo haces tú. La celebridad te la dan los demás" (Félix, 1993: 22)—, para poder dimensionar los obstáculos no menos reales que tuvo que enfrentar a través de su personaje. Para entender, por ejemplo, por qué en la mirada de Elena Poniatowska es "la única que en México ha logrado cambiar las reglas del juego" (Poniatowska, 1994: 164) y por qué en ella resulta cautivante "su manera de moverse, de ir hacia un cuadro y otro, buscar la mirada del interlocutor, rescatarla, demandarla imperiosa, y atornillar sus ojos en los de uno" (Poniatowska, 1994: 156).

El apodo que le da Agustín Lara de "María Bonita" resulta engañoso: al leer a Elena Poniatowska y luego a Octavio Paz y a la misma María Félix, queda claro que ésta no es "la Doña" sólo por su belleza, sino más bien por ser dueña de sí, propietaria de su persona. Así, se consagra también por acoplarse a la imagen, elaborada por Rómulo Gallegos, de una nación feminizada en su debilidad, pero cuya fortaleza (la venganza de Doña Bárbara sobre sus violadores como revancha de la Malinche) descansa en su capacidad de ejercer seducción sobre el otro, de engatusarlo —y a ella le dicen "Puma"— con su ceja levantada y su cabellera leonada. Es la fortaleza de una nación frágil, pero segura del atractivo que mediante su cultura ejerce sobre el otro dominante y conquistador. En esto, que le da a María Félix un erotismo mexicano y latinoamericano, ella tiene precursoras, pero inaugurando asimismo un nuevo estilo; y para perfilarlo mejor es necesario situarla en relación con las mujeres mexicanas del siglo XX.

Al evocar su infancia en su autobiografía, María Félix recuerda que desde esa etapa ella destaca al interior de su familia. Se rebela permanentemente contra el autoritarismo de su padre y es la consentida de su madre. Esto provoca la envidia de sus hermanas, que intentan asesinarla arrojándola a un pozo seco. Además, ella afirma tener preferencia por los juegos masculinos, los que comparte con su amado hermano Pablo, tempranamente fallecido. Durante su adolescencia en Guadalajara hace sus primeras apariciones en público y, debido a su belleza, sobresale en sociedad y es coronada reina de la universidad. En 1934 se casa con Enrique Álvarez para independizarse de sus padres y tiene con él a su único hijo, también llamado Enrique, aunque debido a las infidelidades de él, y luego de ella, muy pronto se divorcian. Por unos años, María Félix se queda también sin su hijo, pues su ex marido se lo quita y pretende también dejarla sin la patria potestad (lo rescata con la ayuda de Agustín Lara). Después de regresar por un tiempo con su familia, decide migrar a la Ciudad de México y obtiene empleo en el consultorio de un cirujano plástico, momento en que es reclutada como actriz por la industria cinematográfica (Félix, 1993).

Conocemos el resto de la historia, una historia bastante diferente del común de las mujeres de su generación. En México como en otros países, el siglo XX es el momento en que ellas ingresan a la esfera pública, aunque, pese a la presencia desde los primeros años de trabajadoras, de activistas políticas y sindicales, de escritoras y artistas emancipadas y modernas, este ingreso se dilata considerablemente en el tiempo y, debido al peso que en ellas tienen las posturas conservadoras y clericales, sólo obtienen el derecho a voto en 1953 (Cano, 2007). María Félix cuenta con educación en circunstancias en que los niveles de alfabetización todavía son reducidos, especialmente en el caso de las mujeres. Además, se incorpora al mundo laboral en la década de 1940, cuando "(el ahondamiento de) la frontera entre lo público y lo privado" produce un lento trastrocamiento de los roles de hombre y mujer, pero que paradójicamente "facilita el mayor confinamiento de las mujeres a ese espacio íntimo y su exclusión de funciones público–comunitarias, sobre todo en las áreas urbanas", mediante la promoción de un engañoso ideal de modernidad doméstica (López, 2007: 87).

María Félix se rebela contra esta idea del ser femenino al formar parte de la minoría de mujeres que participan en alguna actividad económica (sólo 15% en los años sesenta) (López, 2007: 101). Junto con ello, al divorciarse de su marido (a lo largo de su vida se casa cuatro veces y tiene innumerables amantes) se rebela contra "la ideología del amor romántico" que prevalece en el periodo y que tolera la infidelidad masculina (López, 2007: 99). Ella no acepta la infidelidad y la practica como revancha cuando es objeto de ella, manifestando así un poder de decisión sobre su cuerpo. Lo mismo puede decirse de su decisión de tener un solo hijo en una época (1927–1936) en que las mujeres en promedio tienen casi siete (López, 2007: 82–85); un hijo que envía a estudiar a una escuela militar en Estados Unidos y luego a un internado en Canadá.

Considerando que en su generación ya existen núcleos artísticos e intelectuales que están desarrollando un activismo político y en los cuales no participa, María Félix no es una precursora de los feminismos que afloran en los años sesenta, sino que constituye en sí una variante de emancipación liberal y anticlerical que asume otro tipo de compromiso con la situación de la mujer y que resulta muy actual. Ella enfrenta y supera su confinamiento de género en la esfera privada, aunque fuera de la domesticidad, en las relaciones directas con los hombres y obteniendo el apoyo de personas cercanas a ellas —familiares, amistades. Las miradas feministas de hoy pueden dar cuenta en parte de esta trayectoria, por ejemplo en el caso de Marta Lamas, quien se aproxima a la prostitución femenina como actividad "decente" u "honesta" y cuestiona —basada en Bourdieu— la naturalidad de un orden social masculino que estigmatiza a las mujeres que ejercen el oficio (Lamas, 2007: 314). Pero es también necesario escuchar a la actriz cuando afirma no ser una prostituta:

Mucha gente confunde a las mujeres sin alma con las prostitutas. No son lo mismo. Una mujer sin alma como las que yo interpretaba es atractiva, talentosa, triunfadora y se divierte mucho en la vida. Las prostitutas, en cambio, son crueles consigo mismas. Una mujer sin alma no se debe enamorar. Las prostitutas flaquean con el macho y son capaces de todo con tal de echarse a perder la existencia. Por lo general llevan una vida miserable, aunque sea con lujos (Félix, 1993: 71).

Estos propósitos se entienden mejor si se relacionan con las palabras que María Félix le atribuye a la bella Otero, vedette a quien encarnó en una película con este nombre y que conoció en el Festival de Cannes: "Tú eres más bonita de lo que yo era —me dijo—, pero a tu edad ya se habían matado por mí dos banqueros y un conde" (Félix, 1993: 125). María Félix ciertamente pertenece al linaje de las mujeres que explotan su cuerpo —"Mi oficio ha sido ser guapa" (Félix, 1993: 22)—, pero no para entregarlo, sino para usarlo como objeto de deseo, explotando los cánones de belleza erigidos por el hombre y desde allí conquistando espacios de autonomía individual. Más que a cualquier otro grupo social, es posible vincularla con el de las vedettes. Carlos Monsiváis muestra un importante grado de desafección hacia la figura de la actriz. Sin embargo, él observa al aproximarse a una figura de principios del siglo XX, Celia Montalván, que, en contraste con el destino trágico de las mujeres emancipadas —Tina Modotti, Frida Kahlo o Antonieta Rivas Mercado, por ejemplo—, "es en el 'intrascendente' teatro frívolo donde se intuyen o se vislumbran las potencialidades recién adquiridas de la mujer" (Monsiváis, 1988a: 30).

Dentro de las mujeres del espectáculo, María Félix se aparta de la elegancia sosegada de Dolores del Río, y de la sensualidad salvaje encarnada más adelante por Irma Serrano, la Tigresa. Ni discreta ni infeliz ni demasiado sexual, equilibrada en su pertenencia a la "clase media", ella obnubila a los hombres mexicanos, aunque los lazos que establece con ellos son más bien desastrosos. Se divorcia de su primer marido y luego de Agustín Lara, con quien tiene un romance apasionado, pero que la atemoriza por sus celos y su violencia —incluso intenta asesinarla—, además de tener mala suerte al enviudar de Jorge Negrete a un año de su matrimonio, aunque el recuerdo que guarda de él no es muy entusiasta. En cambio, mantiene muy buenas relaciones con sus maridos franceses: el banquero Alex Berger, de quien enviuda con mucho pesar, y el joven pintor de ascendencia rusa Antoine Tzapoff, a quien ayuda a hacerse un sitio en el mundo del arte con sus producciones indigenistas.

En su entrevista con Elena Poniatowska, ella explica que París está hecho a la medida de la mujer, aludiendo a la presencia en esta ciudad, donde se establece por largos años, de casas de modas como Chanel o Dior. Más allá de la frivolidad y del arribismo cultural, es necesario considerar el argumento de género y a la vez el argumento artístico, burgués y moderno, que se entrecruzan en sus miradas sobre la Ciudad Luz. Al destacar sus lazos con los artistas e intelectuales de ese lugar, María Félix busca desmarcarse de la imagen de la vedette; pero si ella, a su vez, capta el interés de los primeros es quizá porque perciben en ella un gesto vanguardista, el estilo camp de una mujer que afirma: "Me encanta la minifalda. La usaría si yo tuviera quince años. Me gusta muchísimo el pop, el up, el camp, el in, el out, el punk, el kitch, todo lo que es nuevo" (Poniatowska, 1990: 165); pues desde Arthur Rimbaud sabemos que es necesario ser absolutamente modernos.

La sensibilidad de María Félix no está remitida a una obra concreta entendida en un sentido convencional, ni siquiera considerando que ella nace "dos veces". Más bien, se vincula a un tipo particular de performance que es aconsagratoria, porque explora los mecanismos del deseo en relación con su propio cuerpo. Esto la inscribe en una vanguardia cultural, más que artística, pues su obra tiene menos que ver con los patrones de la esfera restringida de la cultura que con las tendencias en la esfera de la gran producción. Debido a su posición clasemediera y cosmopolita, ella anticipa movimientos que sólo hoy, cuando la globalización es reconocible y la modernización en América Latina asume la forma de las democracias de mercado, estamos en condiciones de apreciar, aunque existan diferentes perspectivas al respecto.

En el guión del sociólogo alemán Zygmunt Bauman, "estar a la delantera del pelotón de la moda" es una exigencia por lo menos desde la década de 1920 en Alemania, con el auge de los salones de belleza, y se relaciona con la necesidad de las personas de "reciclarse bajo la forma de bienes de cambio, vale decir, como productos capaces de captar la atención, atraer clientes y generar demanda", con el fin de obtener empleo (Bauman, 2007: 18). La actual sociedad de consumidores funciona sobre la promesa de "felicidad en la vida terrenal, [...] instantánea y perpetua", pero de modo tal que permanezca siempre insatisfecha, para no interrumpir el ciclo de la producción (Bauman, 2007: 67–70). Por eso, el cuerpo desnudo avergüenza, pues no ha sido suficientemente trabajado, es decir, reificado como resultado de "la conquista, anexión y colonización de la vida por parte de los mercados". El objetivo consiste en "hacer de uno mismo y no sólo [en] llegar a ser", siendo la mejor expresión de esto los nuevos tótems de las "tribus posmodernas" señaladas por Michel Maffesoli (Bauman, 84–116).

En los pliegues de la mercantilización y según otro libreto, es posible recordar que Maffesoli celebra las identidades tribales —citando a Guy Debord— por su "prodigiosa inactividad" (Maffesoli, 2002: 231). Utilizado en un marco capitalista, el vocablo anglófono de performance evoca la idea de producir, pero podemos remitirlo también a una ejecución de la materialidad física del cuerpo como instancia última y primera de desposeimiento: violación, esclavitud, explotación, tortura, desaparición; en el cometido de la productividad. Por eso, lejos de preservarlo incólume en su materialidad, el arte de performance y la performance como arte exploran los límites del cuerpo interrogando sus tecnologías para desde allí extenderse a otros artefactos y técnicas culturales. Es interesante la cita siguiente, pues en ella se establece la idea de una transgresión de los límites en las relaciones hombre–mujer como obra singular de María Félix:

Puedo hablar con absoluta libertad porque mi vida no puede ser un ejemplo para nadie, aunque me felicito de haber contribuido en algo a la liberación de la mujer mexicana, que era una esclava del macho cuando yo empecé a darme a conocer. Pero eso no significa que mi vida sea un modelo a seguir, porque se necesita un egoísmo formidable para ser como yo. Hay que pasar por encima de todo y de todos (Félix, 1993: 19).

Al incorporar la sabiduría cultural de las colectividades que se fundan en identidades de género, raza o edad como afirmación desde un sometimiento fundado en caracteres físicos, la noción y práctica cultural de la performance enturbia lo que Jean Baudrillard (1980) llama el "espejo de la producción". Muestra así lo artificioso de su naturalización como valor supremo occidental, pone en evidencia que "el género, por ejemplo, es un estilo corporal, un 'acto', por así decirlo, que es al mismo tiempo intencional y performativo (donde performativo indica una construcción contingente y dramática del significado)" (Butler, 2007: 271). Mientras que la producción transforma el cuerpo en un bien de cambio, la performance lo trabaja desde su valor de uso y, por esa vía, subraya la no equivalencia de ningún cuerpo en su singularidad como única e indispensable medida de su equivalencia con otros cuerpos. Por eso, María Félix no se considera a sí misma un modelo a seguir, a replicar o a copiar.

Aunque recurre a una estrategia de masculinización que es propia de la mayor parte de las mujeres que acceden a la vida pública hasta el siglo XX —"Sólo he sido una mujer con corazón de hombre" (Félix, 1993: 15)—, su objetivo no es igualarse al hombre ni generar clones ahombrados. Su performance en este ámbito más bien roza la ambigüedad elaborada por el dandi a través del estilo —"esa magia que rompe los límites", al decir de Roberto Echavarren (2008: 42)—, y que se corresponde con la androginia del fetiche erótico (Echavarren, 2008: 28), acentuándose este aspecto hacia el final de la vida de la actriz. En este sentido, la performance de María Félix es singular. Ella constituye sólo un instante y un gesto en un campo específico de relaciones sociales, pero tiene el poder de atraer la atención hacia la pulverización de los límites que operan demarcando las identidades para jerarquizarlas y capturarlas. Su modo de operar es el de la seducción, "estrategia del diablo" y "artificio del mundo" que se confunde con la femineidad "en cuanto reverso mismo del sexo, del sentido, del poder" (Baudrillard, 1987: 9–10); identidad demoniaca de mujer reforzada en su devenir masculino y latinoamericano.

 

María Félix, la cultura y el poder: aperturas

María Félix constituye un artefacto cultural complejo, otra muestra del modo heterogéneo en que se construyen las identidades en una modernidad donde necesariamente el sujeto debe negociar o articular distintas pertenencias, horizontes o ejes, así como maneras de enfrentarse al poder. De acuerdo con ciertas perspectivas acerca de la sociedad y la cultura, ella se mantiene al margen de la institucionalidad formal y no pelea con los hombres las cuotas de poder político. Por este motivo, su consagración como modelo de femineidad a través de la industria del cine y luego de la televisión, instancias centrales de poder mediático, consolida el orden establecido contribuyendo, en el mejor de los casos, a socavar las jerarquías en la esfera restringida de las relaciones de género. Esto es, a menos que se piense, siguiendo otros guiones, que una manera alternativa de transformar las jerarquías establecidas es actualizando otro tipo de relaciones en los resquicios o las fisuras de las instituciones formales o legales.

Allí, María Félix exhibe una performance que es aconsagratoria porque detecta, incorpora y ejecuta los mecanismos de consagración cultural que operan en la afirmación de la superioridad, y porque, de tanto que los exacerba, los hace visibles sin desenmascararlos. A través de esta performance, ejecutada en el espacio privado y también en el espacio público en los medios de comunicación —por ejemplo, durante entrevistas televisadas con elevadísimos niveles de rating en los últimos años de su vida—, María Félix disuelve el aura como sustancia, exhibiéndola sin embargo a su público como instancia obligada de relacionamiento social en las mediatizadas democracias de mercado de hoy. De allí, pienso, su vigencia como diva. Al perfilar este fenómeno, empero, he querido llamar la atención sobre la necesidad no de fusionar las críticas existentes de lo seudo sagrado espectacular, sino de incorporarlas, articularlas y actualizarlas en la ejecución de nuestra propia performance crítica, donde la cuestión del divismo merece tener un lugar especial.

 

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Notas

1 Este estudio es parte del proyecto Fondecyt (Chile), núm. 1070102, año 2007, "Fábulas de identidad: el discurso autobiográfico en María Félix, Carmen Miranda y Libertad Lamarque", dirigido por Ana Pizarro (U. de Santiago de Chile). Agradezco a Mauricio Bravo Carreño por las conversaciones mantenidas sobre estos temas.

2 Bourdieu sostiene estos propósitos en la introducción a La distinción, que está excluida de la versión en castellano. Los recogemos de una traducción realizada a partir de la versión inglesa (véase bibliografía).

3 Esta traducción y las restantes son de la autora de este artículo.

4 Esta definición podría basarse en la visión de Roger Caillois sobre el tema (2005: 14–15).

5 Principalmente debido a lo restringido del mercado y exceptuando los casos de México, Argentina y Brasil, el resto del cine latinoamericano no conoce un desarrollo industrial sino hasta el día de hoy.

6 Como una forma de superar la discriminación racial que afecta a los pueblos latinoamericanos, pero sin cuestionar la ideología misma del racismo, el intelectual y ministro de Educación José Vasconcelos (1882–1959) postula la superioridad, por sobre las razas puras europeas, de la "raza cósmica" constituida en América a través de la fusión o mezcla racial.

7 Mientras Jorge Negrete apoyaba el monopolio de las salas de exhibición, Mario Moreno Cantinflas se oponía a él. En lugar de reclamar un fortalecimiento del cine nacional, sin embargo, Cantinflas hizo alianza con Hollywood para la distribución de sus películas (véase Contreras Torres, 1960). A mi entender, esto permite que Cantinflas se consagre internacionalmente, mientras que Negrete sólo alcanza renombre regional.

 

Información sobre la autora

Carolina Benavente Morales. Dra. en Estudios Americanos, mención Pensamiento y Cultura, Universidad de Santiago de Chile. Profesora adjunta, Dpto. de Castellano, U. C. Silva Henríquez. Coinvestigadora, proyecto Fondecyt, núm. 1070102, año 2007, dirigido por Ana Pizarro, Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile. Líneas de investigación: literatura, arte y cultura en América Latina y el Caribe, culturas juveniles y populares, pensamiento caribeño. Publicaciones recientes: Incendio en Babylon: propagación de la cultura rasta hacia América Latina, tesis para optar al grado de Doctora en Estudios Americanos, Santiago de Chile (2007); "El original y su traducción: Edouard Glissant y Michael Dash", en Memorias de la fragmentación. Tierra de libertad y paisajes del Caribe, Berlín (2005); en coautoría con Ana Pizarro, "El Diego y el dribbling simbólico en el Cono Sur", en Iberoamericana. América Latina–España–Portugal (2007).

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