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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.16 no.50 Toluca may./ago. 2009

 

Dossier: Asociación Mexicana de Estudios Rurales

 

Violencia contra las mujeres, derechos y ciudadanía en contextos rurales e indígenas de México

 

Soledad González Montes

 

El Colegio de México. E–mail: msgonza@colmex.mx

 

Envío a dictamen: 23 de octubre de 2008.
Aprobación: 17 de noviembre de 2008.

 

Abstract

This article reviews recent contributions to understanding the problem of violence against women in rural and indigenous contexts in Mexico. Its main argument is that the struggle against domestic violence has been a central feature of the work carried out by rural women's organizations which questions social relations that oppress them. The search for justice has also been fundamental both for individual and organized women, as well as for the affirmation of new ideas concerning women's roles. In the process of questioning the established gender order, such organizations have appropriated national and international legislation to support their demands, and have become important sources of change for the gender representations and practices in their communities.

Key words: gender, domestic violence, rural women, indigenous women, citizenship in Mexico.

 

Resumen

Este artículo hace un recorrido por un conjunto de contribuciones recientes al conocimiento del problema de la violencia contra las mujeres en contextos rurales e indígenas. Argumenta que la lucha contra la violencia doméstica ha sido un aspecto medular del trabajo realizado por las organizaciones de mujeres rurales que cuestionan las relaciones que les resultan opresivas. Un recurso fundamental ha sido la búsqueda de justicia y la afirmación de nuevas concepciones sobre los derechos de las mujeres y sobre el lugar que deben ocupar en sus comunidades. En este proceso, las organizaciones se apropian de las nuevas normatividades nacionales e internacionales para apoyar sus cuestionamientos al orden social vigente, constituyéndose en un importante factor que apunta hacia posibles transformaciones en las representaciones y prácticas de género en contextos rurales.

Palabras clave: género, violencia doméstica, mujeres rurales, indígenas, ciudadanía en México.

 

Introducción: De la "naturalización" de la violencia contra las mujeres a su reconocimiento como problema1

Hasta hace poco tiempo, la violencia hacia las mujeres no era un tema al que se le prestara mayor atención en los estudios rurales. Cuando comencé a hacer investigación sobre familias campesinas a principios de la década de 1980, la violencia aparecía como un tema recurrente en las historias de vida de mis informantes mujeres y en los relatos que hacían de sucesos de su vida cotidiana. De hecho, muchas de las mujeres entrevistadas señalaban que éste era el problema más fuerte que debían enfrentar, junto con la pobreza. Esto contrastaba con la casi inexistencia de referencias a la cuestión en la bibliografía que consulté en aquel entonces sobre las relaciones familiares en México. Salvo honrosas excepciones (entre la cuales destaca la obra precursora de Oscar Lewis), la violencia hacia las mujeres no era tema de investigación, y sus posibles alcances, significados y consecuencias no se cuestionaban.

A lo largo de la década de 1980, esta situación fue cambiando de manera radical, gracias en buena medida al acercamiento de investigadoras a los estudios llamados "de la mujer" inicialmente, luego "de las mujeres" en plural, y luego "de género". Además de la renovación teórica que significaron estos estudios, para algunas de estas académicas fue muy importante su involucramiento con organizaciones que habían nacido de manera independiente o que formaban parte de las organizaciones mixtas de productores agrícolas, pero cuyo común denominador era que trabajaban con mujeres.2 Estas organizaciones abrieron espacios a la participación de las mujeres, donde ellas pudieron compartir sus necesidades, problemas y aspiraciones. Entre las actividades que realizaron fue muy importante el desarrollo de apoyo legal y terapéutico a las víctimas de la violencia sexual y doméstica, así como la lucha por "hacer visible" el problema, con el fin de que las instituciones públicas lo reconocieran y establecieran programas para atenderlo. Tuvieron un papel fundamental en lograr que la violencia doméstica saliera del silencio privado para incorporarse a las agendas de las políticas públicas y de la investigación académica (Valdez, 2004).3

El cuestionamiento a la violencia como algo "natural" constituyó el paso indispensable para que llegara a convertirse en un problema objeto de estudio y, eventualmente, en una línea de investigación especializada a lo largo de la década de 1990. Al principio las investigaciones estuvieron orientadas, sobre todo, a mostrar los múltiples vínculos entre violencia y salud; buscaban registrar los daños causados por la violencia, calcular los años de vida saludable perdidos que provoca, demostrar que genera altos costos económicos y que es un obstáculo para la prevención de embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual. Las investigaciones de este tipo que se efectuaron a nivel internacional contribuyeron a que instituciones multilaterales con mucho peso en la creación de lineamientos para las políticas públicas, como la Organización Panamericana de la Salud y la Organización Mundial de la Salud, reconocieran a la violencia hacia las mujeres como un problema de salud pública (Heise et al., 1994).

Otra de las tareas iniciales de las investigaciones fue mostrar con cifras la magnitud del problema. En México la primera encuesta nacional que incluyó un módulo bastante extenso sobre violencia fue la Encuesta Nacional sobre Salud Reproductiva, aplicada en 1998 a población derechohabiente del Seguro Social. En 2003 se realizaron las primeras dos encuestas nacionales dirigidas íntegramente a medir las prevalencias de las diversas formas de violencia. Ambas fueron replicadas en 2006 y permitieron constatar que la violencia hacia las mujeres constituye un problema social de primer orden, en parlicular la violencia conyugal (INEGI et al., 2003 y 2006; INSP y SSA, 2003, 2006).

La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (INEGI et al., 2006) encontró que 43.2% de las mujeres de 15 años sufrió algún incidente de violencia de pareja a lo largo de su última relación conyugal. De éstas, 37.5% declaró haber recibido agresiones emocionales; 23.4% recibió algún tipo de agresión para controlar sus ingresos; 20% sufrió algún tipo de violencia física, y 9% declaró que había sufrido diversas formas de intimidación o dominación para tener relaciones sexuales sin su consentimiento. La población urbana declaró porcentajes de violencia emocional y de violencia económica de los maridos hacia sus esposas más elevados que la población rural, mientras que la prevalencia de violencia sexual resultó significativamente más alta en contextos rurales; respecto a la violencia física no hay mayores diferencias.

La violencia conyugal es tan frecuente que una de las investigaciones pioneras en el tema la llamó "un hecho cotidiano" (Ramírez y Uribe, 1993). No obstante que las prevalencias de violencia hacia las mujeres mexicanas (incluyendo su forma más extrema, el feminicidio) son muy elevadas, no es posible olvidar que la violencia entre hombres es mucho más letal. Esto es especialmente cierto en contextos rurales, donde una de las primeras causas de muerte entre varones en edad productiva es el homicidio (Freyermuth, 2004; González Montes, 1998; De Keijzer, 1998). A pesar de lo dramático de este dato, sus implicaciones están poco investigadas. Los estudios sobre las masculinidades (un campo en rápida expansión) tienen mucho que aportar a la comprensión del problema, que, como hemos visto recientemente, se ha exacerbado allí donde se han expandido el consumo de drogas, el narcotráfico y las guerras territoriales entre cárteles.

Hoy en día ya contamos con mucha más información que hace veinte años acerca de la violencia hacia las mujeres rurales, gracias a estudios dedicados específicamente al tema. A mi juicio, el aporte más completo y complejo a la comprensión de las raíces sociales, culturales y psicológicas de la violencia de género en un contexto rural e indígena es, sin duda, el de Graciela Freyermuth sobre Chenalhó (Altos de Chiapas). Esta investigación explica las razones por las que la violencia constituye uno de los principales factores de riesgo en la maternidad, y propone que el problema debe abordarse atendiendo a dos vertientes: por un lado, los procesos de construcción de identidades, en el marco de relaciones de género profundamente jerárquicas; y, por el otro, el contexto estructural más amplio, por el cual las comunidades indígenas están sometidas a procesos violentos que involucran a la sociedad mayor y que se expresan en diversas formas de discriminación, entre las cuales destaca la falta de atención adecuada por parte de las instituciones de salud.

Respecto al papel de la violencia en la conformación de identidades y actitudes femeninas que ponen a las mujeres en posición vulnerable, Freyermuth señala que en Chenalhó:

Desde tempranas edades, las mujeres interiorizan, por las prácticas educativas familiares, la necesidad de ser sumisas y obedientes y de no manifestar sus malestares o preocupaciones. La integración de estas representaciones se realiza merced a procedimientos correctivos severos, muchos de los cuales implican daños físicos permanentes. Estas experiencias previas al matrimonio posibilitan relaciones de violencia doméstica, y sobre todo una actitud pasiva frente a la misma, no sólo de la víctima, sino de la familia e incluso de la comunidad (Freyermuth, 2004: 83–84).

De manera semejante, en otras dos regiones del país (el sureste del Estado de México y la Sierra Norte de Puebla) pude observar que a la mayor parte de la violencia contra las mujeres se le atribuye un valor correctivo cuando es aplicada por el jefe del hogar. Es decir, el modelo genérico y familiar le confiere al jefe la autoridad para "disciplinar" a los demás miembros de la familia, castigándolos físicamente cuando no cumplen con las obligaciones de servicio y obediencia que les asigna el modelo, de modo que los golpes son vistos como una prerrogativa legítima de padres y maridos.4 Al igual que ocurre en los Altos de Chiapas, en los dos contextos que estudié, las autoridades judiciales (sea que ejerzan el derecho positivo o el consuetudinario) comparten con la población que atienden "la concepción de que existe violencia legítima e individuos autorizados para ejercerla" (Hernández, 2004: 366; González Montes, 2006, 1998; Martínez y Mejía, 1997).

En este artículo mi objetivo es presentar investigaciones que demuestran que las mujeres no permanecen pasivas frente a la violencia que se ejerce contra ellas, sino que la confrontan de múltiples maneras, que van de las respuestas individuales a las colectivas. Una de las respuestas individuales más importantes es recurrir a las autoridades en búsqueda de justicia. Aquí me interesa abordar el problema de la distancia que existe entre la enunciación de derechos a favor de las mujeres en normatividades internacionales y nacionales, y la realidad de las prácticas de procuración de justicia. Por el lado de las respuestas colectivas, quiero referirme a los aportes de investigaciones recientes que describen las maneras en que las organizaciones están utilizando estas nuevas normatividades, tanto en la labor de promoción de los derechos de las mujeres ante las instituciones judiciales, como en un esfuerzo más amplio por transformar las representaciones culturales y las prácticas en torno a las relaciones de género en el campo. Sin lugar a dudas, estos trabajos están contribuyendo a renovar los estudios rurales, y enriquecen, en particular, la reflexión sobre el papel de la construcción de la ciudadanía y la democracia desde la perspectiva de las necesidades y demandas de las mujeres.

 

Violencia, derechos y ciudadanía

En un mundo globalizado, las sucesivas generaciones de derechos emanados de las Naciones Unidas tienen una influencia decisiva en lo que se consideran las pautas actualizadas de la modernidad en el concierto de las naciones. Los gobiernos participan en la construcción de este nuevo orden simbólico y normativo, del que difícilmente pueden sustraerse; al hacerlo contraen compromisos que en algunos casos los llevan a modificar las legislaciones nacionales y a la creación de políticas públicas y programas, con el fin de dar cumplimiento a los convenios y acuerdos que han firmado. Esta es una parte importante del contexto en el que se generan discursos oficiales sobre los derechos de las mujeres y en el que se enmarcan los programas dirigidos a la prevención y atención de la violencia doméstica. De llevarse a la práctica las normatividades más avanzadas indudablemente conducirían a transformaciones sociales profundas, en dirección hacia una mayor equidad y respeto a los derechos de las mujeres. Por el momento su papel principal es el de utopías por alcanzar.

Aquí voy a referirme brevemente a dos conjuntos de convenios y normatividades internacionales que fueron firmados por el gobierno mexicano, los cuales influyen sobre los cambios legislativos y que además están siendo utilizados por las organizaciones de mujeres (incluyendo a las indígenas) para dar apoyo a sus reclamos. El primer conjunto se refiere a los derechos de las mujeres, y el segundo, a los derechos sexuales y reproductivos. Ambos conjuntos definen los derechos de las mujeres como derechos humanos, establecen el vínculo entre la no discriminación por razones de género, el ejercicio pleno de la ciudadanía femenina y la lucha contra la violencia hacia las mujeres.

La Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW)5 fue el primer instrumento internacional de gran alcance que dio reconocimiento específico a los derechos de las mujeres. En 1993 la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer reconoció a la violencia contra las mujeres como una transgresión a los derechos humanos. Esto implica que el ámbito privado, donde tiene lugar la mayor parte de esta violencia, también entra en la esfera de acción del Estado (Torres, 2004: 325–326). Otro paso fundamental ha sido la aprobación de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará, 1994, ratificada por México en 1998) (INSP y SSA, 2003: 16).

Por otra parte, el discurso de los derechos sexuales y reproductivos ha jugado un importante papel en la lucha de las mujeres por la apropiación de sus cuerpos, desde que fue legitimado en la IV Conferencia sobre Población y Desarrollo (realizada en El Cairo en 1994). La salud reproductiva es un campo en disputa por diversos actores que intervienen para definirla según sus propias miras e intereses. Un enfoque estrecho (presente en muchos prestadores de servicios de salud) considera que la salud reproductiva se refiere a la planificación familiar y a la salud materno–infantil. Una visión más amplia le incorpora la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y las acciones en torno al VIH–SIDA. Por otra parte, el feminismo ha trabajado para elaborar un concepto mucho más complejo y amplio, en términos de los derechos de los individuos a decidir sobre su sexualidad y reproducción libres de coerción y violencia. Desde esta perspectiva, el cuerpo, la sexualidad y la reproducción se politizan, para convertirse en elementos clave de lo que se ha llamado "la construcción de la ciudadanía de las mujeres" (Lamas, 2001; Ortiz, 1999; Szasz y Salas, 2008).

De acuerdo con Lamas (2001), inicialmente los ejes fundamentales en la defensa de los derechos reproductivos eran la educación sexual, el acceso a métodos anticonceptivos seguros, el aborto como último recurso y el rechazo a la esterilización forzada. Posteriormente la agenda incorporó los derechos sexuales y el derecho a elegir pareja, a tener relaciones sexuales sin el riesgo de embarazos no deseados y de enfermedades de transmisión sexual, junto al reclamo de no sufrir discriminación por la preferencia sexual (Rojas, 2001). Más recientemente el énfasis de los derechos sexuales ha estado puesto en la aceptación de la diversidad sexual, así como en el rechazo a la estigmatización y exclusión de quienes no se ajustan a los códigos morales dominantes sobre la sexualidad. Quienes abogan por los derechos sexuales proponen que sean considerados como derechos humanos, que requieren de la creación de condiciones para ejercerlos y de garantías para su respeto y protección (Szasz y Salas, 2008: 17).

El gobierno de México ha firmado y ratificado los convenios internacionales a los que me acabo de referir, y a lo largo de la última década ha incorporado la cuestión de la violencia contra las mujeres a la agenda de las políticas públicas y a la legislación nacional. Como veremos más adelante, las organizaciones que defienden los derechos de las mujeres en el campo mexicano utilizan todos estos instrumentos en el trabajo que realizan. El cambio legislativo más reciente y significativo respecto al problema que nos ocupa es la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, aprobada a comienzos de 2007. Si bien aún no encontré estudios sobre el uso que le están dando las organizaciones rurales, no puedo dejar de mencionarla pues constituye un hito histórico para nuestro país y es una de las más completas del continente en la materia. Define la violencia contra las mujeres como:

Cualquier acción u omisión basada en su género que les cause daño o sufrimiento psicológico, físico, patrimonial, económico, sexual o la muerte, tanto en el ámbito privado como en el público. Dicha violencia está basada en el sometimiento, discriminación y control que se ejerce sobre las mujeres en todos los ámbitos de su vida, afectando su libertad, dignidad, seguridad e intimidad, violentando así el ejercicio de sus derechos (Diario Oficial de la Federación, 1 de febrero de 2007).

Además, establece el Sistema Nacional y el Programa integral para prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres.

 

Hacer valer los derechos: mujeres en búsqueda de justicia

Una pregunta clave para quienes nos interesamos por el problema de la violencia es cuál es la relación entre las nuevas normatividades en torno a los derechos de las mujeres y la situación realmente existente respecto a la atención de las víctimas de violencia y sus posibilidades de acceder a la procuración de justicia. Valdez (2004: 441) afirma en este sentido que "los logros plasmados en los acuerdos internacionales y las leyes nacionales en materia de violencia no han llegado a la mayor parte de la población que deberían proteger. En consecuencia, existe un gran abismo entre los primeros y la realidad de las mujeres cuando denuncian o demandan apoyo...". A pesar de la importancia de esta cuestión, ha sido poco estudiada. Hasta ahora las investigaciones se han concentrado en tres grandes áreas temáticas: la medición de la violencia que ejercen los varones hacia sus parejas heterosexuales, la relación de esta violencia con diversos factores, y sus consecuencias para la mujer (Ramírez, 2006).

La Encuesta de Salud y Derechos de las Mujeres Indígenas ENSADEMI2008 explora la cuestión de la búsqueda de apoyos institucionales por parte de las mujeres violentadas y la respuesta que reciben, en ocho regiones, donde 40% y más de la población habla alguna lengua indígena.6 Esta encuesta revela que a pesar de la fuerte carga de violencia estructural (caracterizada por la pobreza y la marginación) y de género que sufren las mujeres, cerca de un tercio de las que declararon alguna forma de violencia conyugal en los últimos 12 meses y cerca de 40% de las que sufrieron violencia física y/o sexual, específicamente, recurrieron a las autoridades para poner una denuncia (INSP, 2008; González Montes y Mojarro, en prensa). Esto es casi el doble del porcentaje nacional consignado por la Encuesta Nacional sobre Violencia contra las Mujeres, ENVIM 2003 (INSP y SSA, 2003: 116).7 Una posible explicación de la diferencia es que las comunidades indígenas tienen una larga trayectoria histórica de ventilar los problemas interpersonales ante las autoridades locales, y las mujeres entrevistadas participan de esta práctica, a pesar de todos los obstáculos que deben enfrentar para acceder a las instituciones de impartición de justicia.

Recurrir a las autoridades puede ser visto como parte de las tácticas que las mujeres despliegan para intentar detener la violencia y mejorar los términos de la relación conyugal. A través de la denuncia, las mujeres buscan que las autoridades intervengan con el fin de que se castiguen y/o reparen los daños sufridos o, lo que es más frecuente, que se reformule el pacto matrimonial sobre bases diferentes, más favorables hacia ellas, de modo que el marido no continúe maltratando y que se establezcan mejores condiciones para la convivencia. Dar el paso de acudir a las autoridades requiere de valor, expresa una forma de resistencia a condiciones que dejan de ser aceptables y pone en juego la noción de derechos vulnerados. Se trata de una acción individual (a veces con el apoyo de familiares y a veces sin él), que tiene lugar en el marco de representaciones y prácticas colectivas en torno a las relaciones de género y los derechos de las mujeres.

En las comunidades rurales e indígenas, la búsqueda de la intervención de las autoridades es una de las vías posibles para dirimir conflictos interpersonales, especialmente cuando no es posible recurrir a otras vías o cuando se han intentado otras alternativas (como la intervención de mediadores informales) sin resultados favorables. Acceder a las instancias de justicia locales es, en términos generales, relativamente sencillo, y la población rural tiene una larga historia de continuo uso de ellas. Los expedientes judiciales muestran que desde la época colonial hasta el presente las mujeres han recurrido a estas instituciones, aun cuando en su caso el acceso ha estado cargado de dificultades y limitaciones de diverso tipo, atribuibles tanto a las situaciones adversas en las que viven, como a las respuestas desfavorables o inoperantes que suelen recibir de los funcionarios.8

No obstante todos los obstáculos que deben enfrentar para acceder a la procuración de justicia, "las mujeres suelen ser usuarias asiduas de los juzgados locales" (Sierra, 2004: 119). Estudios de caso realizados en diversas regiones del país muestran que ellas buscan que las autoridades intervengan para poner un alto al maltrato, que castiguen a los responsables, que los obliguen a reparar los daños que les han causado, o para que se fijen nuevas condiciones con el fin de mejorar la convivencia cotidiana (Chenaut, 2001; González, 2006; Hernández, 2004; Martínez y Mejía, 1997; Sierra, 2004; Vallejo, 2004). Estas investigaciones, al igual que la realizada por Amnistía Internacional (2008) en otros contextos rurales y urbanos del país, han señalado que las autoridades generalmente están más preocupadas por que las partes lleguen a un acuerdo conciliatorio que por garantizar los derechos de las mujeres y su seguridad e integridad física.

Se ha documentado en este sentido que las autoridades suelen minimizar los problemas presentados por las mujeres y las instan a cumplir con el papel que les asigna el modelo genérico, que incluye la obligación de la "buena esposa" de subordinarse al marido "por el bien de la familia" y en particular de los hijos. No obstante las fuertes presiones que reciben para que desistan de sus demandas, una parte de las mujeres se atreve a llevar sus casos a instancias judiciales superiores cuando no logran que se resuelvan en el nivel local, sea por la gravedad de las lesiones y delitos cometidos contra ellas (por lo que requieren ser tratados por vía penal), o porque no cuentan con el apoyo de las autoridades locales. Desgraciadamente estos estudios han constatado que a pesar de los esfuerzos de las víctimas por alcanzar justicia, lo habitual es que sus casos nunca lleguen a resolverse mediante sentencia, sino que permanezcan eternamente rezagados (Amnistía Internacional, 2008; Martínez y Mejía, 1997).

 

La apropiación de los derechos en la lucha colectiva contra la violencia

Numerosas investigaciones describen las estrategias utilizadas por las mujeres rurales para tratar de mejorar las condiciones de vida de sus familias, en particular su participación en organizaciones de diverso tipo, entre las cuales la mayoría promueve el funcionamiento de proyectos productivos generadores de ingresos. En estos espacios es común que además de discutir la marcha de los proyectos emprendidos, las mujeres analicen los problemas que tienen por su condición de género, tanto en sus hogares como en el espacio público (González, 2002). De manera recurrente, cuando discuten sus problemas en éstos y otros espacios organizativos, la violencia emerge como uno de los obstáculos más fuertes en sus vidas, pues restringe sus posibilidades de tomar decisiones en diferentes ámbitos, desde el más íntimo y privado de la reproducción, hasta el más público de la participación en las organizaciones y en el gobierno local (Artía, 2005; Mejía et al., 2003; Villa 2003; Hernández, 2004).

La lucha contra la violencia se ha convertido, por lo tanto, en uno de los aspectos centrales del trabajo que realizan las organizaciones de mujeres rurales. Frente a las limitaciones en las respuestas que las instituciones públicas les dan a las mujeres maltratadas que recurren a ellas, las organizaciones se han apropiado de los discursos internacionales y nacionales sobre los derechos de las mujeres, en tanto son instrumentos útiles no sólo para la defensa de quienes han sufrido violencia cuando reclaman ante las instituciones judiciales, sino también para la labor pedagógica que llevan a cabo para transformar las nociones locales sobre el lugar de las mujeres en la sociedad, en el camino de lograr relaciones de género más equitativas.

En esta lucha las organizaciones han desplegado una gran capacidad creativa, utilizando múltiples estrategias. Realizan talleres de reflexión, discusión, "sensibilización", no sólo con mujeres sino también con varones, prestadores de servicios de salud y autoridades. Preparan y difunden programas de radio, y con frecuencia mantienen relaciones de interlocución con las instituciones locales de salud y justicia, con las que realizan actividades conjuntas, al mismo tiempo que cuestionan sus deficiencias y ejercen presión para transformarlas. Contamos ahora con algunos estudios que han comenzado a describir estas experiencias (Artía, 2005; Terven, en proceso), y también con los testimonios y análisis de líderes de las mismas organizaciones (Sánchez, 2005; Villa, 2003), pero este es un campo que requiere de más investigaciones.

Un caso muy bien documentado es el de Maseualsiuamej Mosenyolchicauanij (Mujeres Indígenas que Trabajan Juntas), una cooperativa de mujeres artesanas de Cuetzalan (Sierra Norte de Puebla) que desde principios de la década de 1990 realiza talleres sobre violencia doméstica, las cargas de trabajo de las mujeres, sus derechos y los derechos humanos (Martínez, 2000). Maseualsiuamej participa en redes y foros regionales, nacionales e internacionales de derechos humanos y cívicos. Para fortalecer la posición de las mujeres en su búsqueda por el respeto a sus derechos invoca las nuevas leyes nacionales y los acuerdos internacionales. Así, en diferentes momentos las integrantes de la cooperativa han analizado y discutido entre ellas la Ley de Mujeres del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y diversos instrumentos como la Norma Oficial 190 de la Secretaría de Salud (2000) y la Ley para Prevenir, Sancionar y Atender los Casos de Violencia Familiar del Estado de Puebla (Martínez y Mejía, 1997; Mejía et al., 2003).

Algo parecido ha sucedido allí donde los Comités por una Maternidad Sin Riesgos y otros programas de salud han reunido a autoridades, organizaciones no gubernamentales y prestadores de servicios de salud para elaborar y llevar a cabo planes regionales de acción. Un aspecto interesante es que la legitimidad alcanzada por el discurso de la salud reproductiva entre los prestadores de servicios ha abierto la posibilidad de que organizaciones como la Maseualsiuamej realicen actividades en colaboración con las instituciones locales, por ejemplo, en cuestiones tales como la educación sexual de los jóvenes, la prevención de la mortalidad materna, la sensibilización acerca del problema de la violencia y la necesidad de su detección y atención oportuna. Los derechos reproductivos son utilizados especialmente en el trabajo con las mujeres y los jóvenes para apoyar la idea del respeto debido a las decisiones personales, así como también para demandar servicios públicos que permitan llevar a la práctica las decisiones (por ejemplo, en materia de planificación familiar), y para denunciar la violación de estos derechos (por ejemplo, cuando se realizan esterilizaciones sin el consentimiento de las mujeres).9 En el caso de la Maseualsiuamej y la Casa de la Mujer Indígena de Cuetzalan, el trabajo con las autoridades se ha extendido al nuevo Juzgado Indígena, instalado en la cabecera municipal desde 2002 (Terven, en proceso).

El Foro Internacional de Mujeres Indígenas, en el que participan representantes de organizaciones mexicanas,10 advierte que en el caso de las indígenas es indispensable tomar en cuenta que la violencia de género está marcada por la pertenencia de las mujeres a pueblos cuyas identidades étnicas y derechos colectivos deben ser reconocidos y respetados. Más aún, la violencia hacia las mujeres debe definirse "no sólo por la discriminación de género dentro de los contextos indígenas y no indígenas, sino también por un contexto de continua colonización y militarismo, racismo y exclusión social, así como por políticas económicas y de "desarrollo" que aumentan la pobreza" (FIMI, 2006: 14–16). Esta posición, que busca establecer los vínculos entre los derechos de los pueblos indígenas, los derechos humanos y los derechos de las mujeres, ha sido retomado por algunas líderes y organizaciones indígenas (Artía, 2005; Blackwell, 2006; Olivera, 2000; Sánchez, 2005). La pertinencia e importancia de este enfoque puede constatarse en el análisis que un grupo de investigadoras realizó sobre la masacre de Acteal (Hernández et al., 1998).

Ahora bien, la titularidad de los derechos sexuales y reproductivos, al igual que la de los derechos humanos, corresponde a los individuos. Esto plantea un posible conflicto o dilema cuando los derechos colectivos preceden a los derechos individuales, como es el caso de las comunidades indígenas donde tienen vigencia los llamados "usos y costumbres". Ya contamos con estudios que analizan el doble reto que enfrentan las organizaciones de mujeres indígenas cuando buscan transformar los aspectos opresivos de las costumbres que comprometen su dignidad (la violencia física en primer lugar, la imposición de matrimonios, la exclusión del gobierno comunitario), al mismo tiempo que participan en la defensa de los intereses colectivos de sus comunidades (Artía, 2005; Hernández, 2004; Hernández y Sierra, 2005; Millán, 2006; Speed, 2006).

La manera en que las líderes están resolviendo el dilema se expresó de manera clara y contundente en la histórica intervención de la comandante Esther ante el Congreso de la Unión, el 18 de marzo de 2001. En esa oportunidad Esther manifestó el cuestionamiento de las mujeres a las costumbres que atentan contra su dignidad, a la vez que defendió las demandas de autonomía de las comunidades zapatistas:

Nosotras sabemos cuáles usos y costumbres son buenos y cuáles son los malos. Malos son pegar y golpear a la mujer, de venta y compra, de casar a la fuerza sin que ella quiere, de que no puede participar en asamblea, de que no puede salir de su casa [...] Por eso queremos que se apruebe la Ley de Derechos y Cultura Indígena [...] Va a servir para que seamos reconocidas y respetadas como mujer e indígenas que somos [.] Eso quiere decir que queremos que sea reconocida nuestra forma de vestir, de hablar, de gobernar, de organizar, de rezar, de curar, nuestra forma de trabajar en colectivos, de respetar la tierra y entender la vida, que es la naturaleza que somos parte de ella [...] En esta ley están incluidos nuestros derechos como mujer, que ya nadie puede impedir nuestra participación, nuestra dignidad e integridad de cualquier trabajo, igual que los hombres [.] (citado en Hernández y Sierra, 2005: 112–113).

Esther se refería a los Acuerdos de San Andrés Sacamchén/Larráinzar (firmados por los representantes del gobierno mexicano y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en febrero de 1996), que contienen una sección dedicada a "la situación, derechos y cultura de las mujeres indígenas" (Frente Zapatista de Liberación Nacional, 1999: 29–30), donde específicamente se da reconocimiento a los derechos humanos de las mujeres, de acuerdo con la Convención para la Eliminación de Todas las formas de Discriminación contra las Mujeres (CEDAW). La cuestión es de qué maneras el reconocimiento discursivo de los derechos de las mujeres se traduce en la vida cotidiana a la construcción de nuevas representaciones y prácticas de género, que permitan sentar las bases para un avance en la dirección de lograr relaciones más libres de violencia. Este es un tema sobre el cual empieza a haber algunos estudios (Millán, 2006: 88–95; Stephen, 2006; Zylberberg, 2006), pero que por su complejidad y por la diversidad de condiciones y trayectorias regionales requiere de muchas más investigaciones a futuro.

 

Conclusiones

La violencia contra las mujeres es un grave problema en México, tal como lo atestiguan los resultados de encuestas recientes que han registrado muy altas prevalencias tanto en contextos urbanos como rurales. En las páginas precedentes me referí a estudios que demuestran que las mujeres rurales e indígenas no aceptan pasivamente el maltrato. Ya contamos con cifras que prueban que un porcentaje relativamente alto recurre a las autoridades judiciales a demandar a los maridos violentos, a pesar de todos los obstáculos que deben enfrentar y de que no suelen recibir respuestas de apoyo. Por el contrario, las investigaciones consultadas revelan que las autoridades encargadas de la procuración de justicia comparten con la población, a la cual atienden, representaciones de género que justifican la violencia conyugal cuando se ejerce para "corregir" a las mujeres que no cumplen con sus obligaciones domésticas. Al igual que sucede en contextos urbanos, el sistema está orientado a presionar a las mujeres para lograr la conciliación de la pareja, aún cuando esté en riesgo la integridad física de ellas.

Estas representaciones forman parte de un modelo genérico que está siendo cada vez más cuestionado, sobre todo por las acciones de organizaciones que han asumido la defensa de los derechos de las mujeres. Para la compleja labor que realizan en sus comunidades, las organizaciones están utilizando todos los instrumentos legales y normativos que reconocen que la violencia contra las mujeres no sólo es fuente de gran penuria en sus vidas pues afecta su bienestar y su salud, sino que también es uno de los obstáculos más fuertes para que ellas puedan desarrollar todas sus capacidades y ejerzan su derecho a decidir, desde los aspectos más íntimos de su cuerpo, sexualidad y reproducción, hasta su participación en la vida pública, en espacios laborales, organizativos y de gobierno. El amplio campo de demandas que articulan y de actividades que efectúan las organizaciones locales son prueba de que no sólo se han apropiado del discurso globalizado de los derechos, sino que en el proceso de adaptarlo a sus necesidades están redefiniendo sus significados. Al hacerlo, abren puertas a la posibilidad de imaginar e ir construyendo un orden de género diferente, más igualitario y más libre de violencia.

 

Bibliografía

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Notas

1 Agradezco a Reyna Gabriela Hernández, asistente de investigación del PIEM, su colaboración en la búsqueda de bibliografía para este trabajo.

2 Destacaron por ser pioneras el Grupo de Mujeres de San Cristóbal Las Casas, la Casa de la Mujer Rosario Castellanos de Oaxaca, la Maseualsiuamej Mosenyolchicauanij, de Cuetzalan, Puebla, y la Red de Promotoras Rurales que opera en varios estados.

3 Rosario Valdez ha trazado la trayectoria del surgimiento de estas organizaciones en diferentes puntos del país, sobre todo en contextos urbanos; mientras que Aída Hernández se ha referido al papel del Grupo de Mujeres de San Cristóbal, A.C. (Valdez, 2004; Hernández, 2004). Sin embargo, aún quedan por escribir las historias de muchas otras organizaciones.

4 De acuerdo con las entrevistas y la información de las actas judiciales en las cuales quedan asentadas las demandas de las mujeres ante las autoridades, los detonantes de la violencia conyugal son: el deseo de los maridos de controlar a sus esposas, de castigarlas por sus supuestas o reales desobediencias o por el incumplimiento de sus obligaciones, las sospechas de infidelidad, los celos, el alcoholismo y la intervención de parientes (González Montes, 2006: 356; Martínez y Mejía, 1997).

5 La CEDAW fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1979 y ratificada por el gobierno mexicano en 1981.

6 La ENSADEMI 2008 es la primera encuesta dedicada íntegramente a la población indígena y se aplicó a usuarias de los centros de salud del IMSS–Oportunidades y de la Secretaría de Salud (INSP, 2008).

7 La ENSADEMI 2008 fue planteada por el mismo equipo que diseñó la ENVIM 2003, por lo que ambas son comparables.

8 Para la época colonial, véase Stern (1999); para fines del Porfiriato, González Montes e Iracheta (2000).

9 En el Segundo Encuentro de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (CONAMI), realizado en abril de 2000 en Chilpancingo, Guerrero, se analizaron las diversas formas de violencia en la vida de las mujeres. Allí se documentaron denuncias de violaciones de los derechos de las mujeres en algunas zonas de Oaxaca y Guerrero, en la forma de esterilizaciones forzadas (Blackwell, 2006: 135–136).

10 El FIMI se fundó en la reunión de Enlace Continental de las Mujeres Indígenas organizada en Lima en 1999, y está integrado por líderes de diversas etnias latinoamericanas y mexicanas. Participó en las conferencias de la ONU Beijing+5 y Beijing+10, y "se convirtió en una red cuyo propósito es fortalecer las organizaciones de mujeres indígenas, aumentar su participación y visibilidad en el ámbito internacional y construir capacidades" (FIMI, 2006: 7).

 

Información sobre la autora

Soledad González Montes. Doctora en Antropología e Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid; forma parte del Sistema Nacional de Investigadores. Ha investigado y publicado sobre las relaciones de género en familias campesinas en el contexto de las transformaciones agrarias; las conexiones entre la violencia contra las mujeres y su salud reproductiva, y las mujeres ante los juzgados locales. También ha escrito sobre los aspectos gozosos de la cultura campesina (danzas y fieslas). Entre sus más recientes publicaciones se cuentan: "Conflictive marriage and separation in a rural municipality in Central Mexico, 1970–2000", en Decodinggender. Law and practice in contemporary Mexico (2007); "Challenging custom: domestic violence and women's struggles for sexual and reproductive rights in a Mexican Indian region", en Sexuality, Research and Social Policy (2007), y "Anne MacKaye Chapman. Testimonios y exploraciones", en Etnografía de los confines. Andanzas de Anne Chapman (2007).

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