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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.16 no.49 Toluca ene./abr. 2009

 

Ensayos

 

Reflexiones sobre el ciudadano en el espacio público: una crítica de la representación

 

Salvador Mora Velázquez

 

Universidad Nacional Autónoma de México. E–mail: moraves@gmail.com

 

Envío a dictamen: 17 de octubre de 2008.
Aprobación: 11 de enero de 2009.

 

Abstract

The present work shows some of the recent discussions on the basic notion of political representation as a restrictive mechanism for the political and social action that also limit the presence and determine the behavior of citizens in the public sphere.

This argument is based on the necessity of understanding that the new political era must orchestrate processes in which the majorities involve democratic mechanisms of vigilance. Enabling these elements favors accountability in horizontal and vertical ways which altogether with responsiveness as the duty society's role that makes up democratic participation.

Thinking of renewing the social accountability mechanisms in a political–public ambit has the purpose not only of building majority governments which in practice suffer a lack of legitimacy because the social process can not be able to generate adequate consensus. Another alternative must be the fact that the political rights are not enough for this condition; instead it is necessary to think of other rights.

Key words: political representation, public sphere, citizens, accountability.

 

Resumen

El presente trabajo muestra algunas de las discusiones recientes acerca de la noción básica de la representación política como un mecanismo restrictivo de la acción política y social, que limita la presencia ciudadana y, a su vez, determina el comportamiento de los ciudadanos en la esfera pública.

Este argumento se basa en la necesidad de entender que la nueva era política requiere de implementar procesos en los cuales las mayorías involucren mecanismos democráticos de vigilancia. Instrumentar estos elementos favorece la rendición de cuentas en sus dos sentidos, horizontal y vertical, y que junto con la responsiveness como el rol del deber de la sociedad conforman la participación democrática.

Pensar en innovar los mecanismos de la accountability social en el ámbito político–público tiene la finalidad de no sólo construir gobiernos mayoritarios que en la práctica sufran de déficit de legitimidad, debido a que los procesos sociales no puedan generar consensos adecuados. Como tesis primordial se debe considerar que los derechos políticos ya no son suficientes para que se impulsen consensos desde el ámbito participativo–electoral, por ello como alternativa debe pensarse en otro tipo de derechos que vinculen acciones ciudadanas más allá de la esfera de la democracia formal.

Palabras clave: espacio público, ciudadanos, representación, accountability.

 

Introducción

Este trabajo considera a la representación política como un mecanismo restrictivo para la acción del sujeto, que incluso limita la presencia del "ciudadano privado", en tanto actor necesario para vivificar la presencia de la idea de ciudadanía en proyectos plurales, diferenciados e incrementalmente diversos, en los cuales la convivencia es posible porque se conforma un ethos cívico de referencia que supera el ambiente de la democracia de intermediación que las élites han formado como un proyecto, el cual ha eclipsado las libertades y capacidad de autoorganización de la sociedad civil.

Podemos apelar, entonces, a que los cuerpos intermedios sufren una creciente desconfianza ligada a un proceso de descenso de los niveles de votación. Una propuesta para atender este momento crítico nos lleva a reconocer que el desenvolvimiento del ciudadano en el ámbito público se ha mutado. El naciente proceso político más allá de los partidos políticos que se han configurado tiene en el ciudadano a un actor que recupera su legitimidad de acción y actitud de una creciente acción pública, en el que la hechura de los actos dentro de la convivencia colectiva son producto de este sujeto político, quien asume para sí derechos ampliados que impactan en la calidad de la vida pública y privada.

Es así que hoy podemos señalar que la democracia representativa basada en los principios de igualdad y libertad ha sustentado un proyecto político, donde el ciudadano asiste al encuentro de su acción pública, su trabajo cotidiano de creación de lo público. Sin embargo, tenemos frente a nosotros que la propia concreción del proyecto representativo limita el campo de acción, al someter al ciudadano a los cuerpos de intermediación, a ceder su capacidad soberana al partido, al gobierno, quienes asumen una acción autónoma de sus representados, con lo que el verdadero actor de la vida pública en este escenario se troca en la práctica en un sujeto incoactivo.

Por ello, los cambios democráticos hacen énfasis en referir una metamorfosis de la democracia participativa como una institución vinculante entre gobierno y ciudadano, entre el sujeto político y las instituciones intermedias, con el objetivo de procurar un proyecto en el que la participación política se vuelva más activa. Basados en esta propuesta, la participación como ejercicio ciudadano nos enfrenta a entender que el gobierno y los partidos son parte de nuestros asuntos públicos.

 

Una crítica a la teoría del ciudadano como un elemento del procedimiento cuantitativo de la democracia

Los límites de la política para absorber las demandas sociales conforman el primer elemento crítico de la democracia representativa, sobre todo al ubicar el limitado espacio que dota al sujeto para incorporarlo en la toma de decisiones y, principalmente, en la tarea de reconocimiento de su papel como agente legitimador de los procesos políticos. El ciudadano es ante este escenario un agente restringido por la propia lógica de la juris que nutre su vida de una presencia incuestionable, producto de la protección jurídica que le garantiza su ascendente mundo privado; de esta manera se garantizan sus derechos civiles como elementos que constituyen su marco de libertades y garantía de independencia frente a la injerencia del Estado. A este respecto, Thomas Nagel señala que en los derechos o libertades el Estado no puede "[...] intervenir por la fuerza [...]" (Nagel, 2004: 49), hay un límite a esta acción estatal, el límite es un principio moral con el que el individuo se ve salvaguardado de ser objeto de utilización con fines honestos o deshonestos.

Así se conforma la categoría de "ciudadano privado" (Rosales, 1998), pues nuestro agente es un actor que está garantizado como un ser público, en la medida del ejercicio de su responsabilidad cívica y su presencia en asociaciones civiles que le permiten participar, establecer e interaccionar con la política formal constituida por las instituciones mediadoras de la representación. De ahí tenemos que la salud del proyecto liberal democrático es evaluado por la calidad y ejercicio de las libertades políticas, siempre bajo los lineamientos que le depara la ley de representación. Esto es, un ciudadano corporativizado en el entorno de una democracia de asociaciones.

Entonces, tanto el principio público como privado convergen en un ser constituido por la ley y en la ley, de esta forma tenemos un marco moral de convivencia que le permite determinar su mundo; es decir, el lugar de convivencia así como la utilización del espacio bajo ciertos principios universalizados que constituyen la idea del sujeto como un agente público/privado, que encuentra el "espacio poliédrico configurado por las múltiples identidades colectivas [...]" (Rosales, 1998: 242).

Así, la participación en el ámbito de lo público–político es con miras a que no sólo se construyan gobiernos de mayorías, sino que se conforme un proyecto en el que la regla de mayoría sea limitada (Sartori, 2007:54) con el objetivo de que la democracia no sea sepultada al no reconocer los derechos de las minorías. Es decir, entender a la democracia tan sólo como majority rule es una interpretación que en la práctica adolece de un déficit de legitimidad debido a que no se alcanza a reducir complejidad, que permita establecer la distinción mayoría/minoría, para hacer asequible la realidad en la que el sistema establece los marcos de operación y de interacción a partir de códigos simbólicamente generalizados. Destaca la igualdad política como un valor altamente apreciado por la democracia, pues se entiende que la reproducción de este valor se da bajo una interacción dialógica que pretende presentar al régimen democrático como el lugar del reconocimiento del "pueblo" ciudadano universalizado, como el espacio del "autogobierno y de legislación directa del pueblo" (Rosanvallon, 2006: 25).

Más allá de las tesis legalistas, el argumento referido en el párrafo anterior se ha visto tutelado por una idea de lo político instituyente del principio de las mayorías como un mecanismo restrictivo para un sujeto político con alto contenido cívico. Más allá de toda interpretación aporística, el asentimiento del mando que el discurso de una democracia elitista promueve, basada en un proyecto de intermediaciones partidistas que mantienen programas políticos independientes e incluso excluyentes, establece una restringida presencia de los gobernados en asuntos que impactan en la tarea gubernamental, con lo cual se afirman procedimientos que reconocen la especialización del saber político–técnico como un canal que estimula la representación como un procedimiento legítimo de interacción delegativa de la comunidad de ciudadanos, con lo que se vigoriza el proceso cuasi plebiscitario del voto.

Superar este crítico panorama involucra la concreción de una nueva era de la política que posibilite instrumentar procesos en los que la institucionalización de las mayorías involucre la incorporación de mecanismos de vigilancia, bajo el rostro de una democracia de debate.

Instrumentar este proyecto se favorece de la discusión e implementación de modelos de vigilancia bajo los principios de accountability en su dimensión horizontal y vertical; principios que combinados con gobiernos responsivos (Hagopian, 2005: 43) a las demandas de los ciudadanos brindan un ambiente crítico a las formas tradicionales del Leviatán político. Esto es, retomando la crítica a los órganos de intermediación entre el individuo y el gobierno y a la tendencia oligárquica de toda organización representativa, volcamos nuestra mirada sobre el hombre sufragio, para determinar desde su perspectiva la crítica que conforma el discurso participativo de la democracia.

Por otra parte, el rostro del ciudadano como elector permite reconocer en países como México a la unidad nacional como garante del papel soberano que el Estado obtiene de la acción deliberada y crítica que sobre su individualidad el hombre manifiesta, en la esfera privada. De esta forma, el individuo como un actor autónomo que afirma su libertad y, por ende, su individualidad en la esfera de la sociedad materializa un mundo autónomo donde realiza su vida privada, manteniendo su carácter subjetivo, diferenciado de lo colectivo. Por eso podemos entender el ámbito privado como el reino de las libertades individuales, de las libertades civiles. Un espacio que permite la protección del individuo de la influyente e injerencista presencia del brazo legal del Estado.

El devolver al individuo su capacidad autónoma posibilita el ejercicio de la crítica que inicia como un proceso de influencia en el ámbito de la cultura, colocando ante el tribunal de la opinión todo acto fácil de ser generalizado. Es así que una situación privada se expande como un asunto de preocupación social, se valora su utilidad pública, dando sentido a la criba político–social. Cuando este ambiente de presencia sobre lo político–social se permite estamos ante un escenario público–político básico, donde ya no es el individuo sino el ciudadano quien conforma un discurso participativo más allá del proyecto político representativo de la democracia de partidos. Pues pensemos que este espacio es un lugar de "discusión y de crítica sustraído a la influencia del Estado [...] y crítico con respecto a los actos o fundamentos de éste" (Chartier, 2003: 33).

Así surge el sujeto político como un proyecto universalista bajo el amparo del estatus de la categoría "ciudadanía". Esto es, se arropa en el cuerpo jurídico y político como un agente soberano que ve al Estado como una construcción social permitiendo la institución de un mundo común. Es así que para lograr su dimensión sustancial como ciudadano, el Estado instituye los principios de igualdad y disfrute de las libertades para dotar de una cualidad política a la voz democracia. Esta situación configura una contradictoria condición de la vida pública, al situar también la democracia con un contenido social, pues expande derechos y promueve valores que constituyen el marco ético de la convivencia.

Esto ocurre en la medida en que se afirman las ideologías que han establecido la división de la sociedad en el siglo XX. Por una parte tenemos a la derecha que vuelca su argumento de la existencia de una idea de ciudadano, ligado a los principios de los derechos y obligaciones que la libertad en su dimensión positiva y negativa conforma para determinar el comportamiento del individuo. Por otra parte, la izquierda se erige como un proyecto social especificado bajo el principio igualitarista en el ámbito socioestructural de la vida colectiva. Así chocan dos principios que deben confluir en la construcción de las sociedades democráticas. Esta concreta presencia de proyectos que alternativamente definen y posicionan los intereses individuales frente a los intereses colectivos se hace más compleja cuando aventuramos otra fórmula también presente en el mundo de las corporaciones intermedias: la relación del individuo y el gobierno. Pues la posibilidad de encontrar en el ejercicio y gestión del poder la certidumbre de una vida colectiva sólo es posible de un eficaz trabajo que ocupe el principio de inclusión social más amplio y proclive a mantener un mundo contenido en la diferencia.

De esta manera la ecuación de una sociedad incluida en la política hace mención a un proyecto que se sustenta en la confianza y en el control, determinando la función espacial y temporal del mando en el orden democrático. Es ahí que la izquierda y la derecha evitan discursos que polaricen sus propuestas, por lo que se conforman con proyectos apegados a los principios de legalidad y buen comportamiento político, bajo los márgenes de la conservación de los ambientes necesarios de reproducción de la clase política.

Así, el control sobre el vínculo de colaboración individuo–gobierno se ve regulado por cuerpos cada vez más ocultos, a partir de programas sancionados por agendas constituidas desde los puntos oligárquicos del nuevo rostro de la democracia, vertebrada en corporaciones que ideológicamente pierden sustancia en contenidos, para individualizar el discurso en términos ideológicos más allá de los orígenes geoespaciales en términos políticos, los cuales representan los proyectos de los cuerpos partidistas tanto a la izquierda como a la derecha.

Entendiendo que se está frente a un menoscabo del deseo de transformación con proyectos elitistas, la política emanada del ciudadano, en cuanto agente que ejerce sus derechos en el ámbito colectivo para reafirmar la colectividad de individuos libres e iguales, pretende instituir proyectos que redefinen la unidad de la soberanía, deconstruyendo la naturaleza del sujeto social que es uno en el ciudadano.

La pérdida de contenido de la voces ideológicas, izquierda y derecha, como hemos señalado antes, no necesariamente puede ser señalada como la única responsable del punto crítico donde se halla la democracia representativa, el antecedente que ha venido constituyendo la raíz del problema se encuentra en el papel desempeñado por la identidad que conculca en el ciudadano, un aparente actor que permite la unidad soberana en su igualitaria presencia, como un sujeto constituido para plantear un mundo universal en la igualdad del voto.

Esta tendencia domina a la democracia como un fenómeno de procedimientos siempre perfectibles, siempre manipulado en la dominación técnica del reparto como mecanismo de equiparación, entre el voto como manifestación del consentimiento, y, a la vez, del control como técnica que establece la política representativa en el sistema electoral como un fragmento del proceso de institución de las reglas y procedimientos, y no como un planteamiento sociológico de participación y toma de decisiones colectivas, por esta alta especialización, que se logra cuando el ciudadano elector se convierte en número, en un ser sustituible.

De esta manera se afirma la tesis de la soberanía popular ligada con la difusa tesis de una igualdad establecida en el reino de la ley que garantiza el Estado. Al menos en su dimensión moderna la de la soberanía estatal se vincula con la soberanía popular bajo la construcción de una nación de iguales. Así, pueblo y soberanía se vinculan con un intenso trabajo que se cede a las corporaciones que manifiestan una tenencia de representatividad cuando compiten por el voto, simulando participación cuando en realidad delimitan el espacio de la participación al control que los partidos, como cuerpos intermedios, corporaciones, para vigilar la siempre anárquica presencia del pueblo elector en las decisiones. De este modo, el rostro de la soberanía popular se constriñe a los espacios de libertad de participación sancionados por la ley, que permite la instituida política representativa.

 

La conflictiva relación entre el gobierno y el ciudadano

Conforme a lo anterior, las decisiones en la democracia confirman la tesis del ciudadano limitado de derechos y de capacidad de deliberación en torno de los asuntos públicos, pues en principio, de acuerdo con el deseo instituido desde la tesis de la regla de mayorías, la legitimidad del gobierno representativo prohíja una aparente acción pública que se envuelve en el conjunto social. Una acción que ejecuta a veces a escondidas de la presencia ciudadana, con el objetivo de garantizar la vida de la organización política; esto deriva en una contradicción, pues gracias a que el ciudadano se ve ajeno a la toma de decisiones se vislumbra una posible materialización de soluciones sobre "los bienes públicos y de algunos problemas de la acción colectiva [...]" (O'Donnell, 2007: 114).

Si a lo anterior le agregamos que cuando el gobierno conduce los asuntos públicos monopoliza la acción pública, pues limita la forma de participación del individuo en lo colectivo, es natural que el poder político represente para nuestro "ciudadano privado" un temor superior que resta capacidad de autogobierno y autonomía en el espacio político–social. Una respuesta a estos actos gubernamentales es la concreción de modelos de contrademocracia (Rosanvallon, 2007), pues destaca en ellos un acto de vigilancia, denuncia y calificación. En este mismo sentido se concreta hoy en día lo público como un lugar de transparencia e incluso de resistencia–control para limitar, bajo el principio de la garantía del respeto a la individualidad del sujeto, el mundo de las libertades, el espacio de la sociedad civil. A partir de lo anterior, pensemos que el poder requiere controlarse, ya sea como una acción preventiva o denotativa del ejercicio del mismo. Ante este requerimiento de preservación de la autonomía de los individuos es importante señalar que la acción vinculante entre gobierno y "ciudadanía" adolece de una efectiva relación de colaboración, debido a un racional temor de un posible acto sin límites de sometimiento de los individuos. De ahí que surja la "accountability social" para buscar establecer nuevos mecanismos de control ciudadano, que buscan reparar el déficit de la representación y sobre todo de la rendición de cuentas, pues rápidamente hemos caído en la cuenta de que el modelo de accountability necesita reforzarse. Aunque parezca contradictorio, hoy nos enfrentamos a un mundo donde a pesar de que se regula la rendición y obligación de los gobiernos a rendir cuentas, menos comprometidos se sienten a dar trámite a las demandas de los ciudadanos.

Esta situación compleja no sólo atañe al gobierno, sino a cualquier organización con capacidad de representación. Sin embargo, el problema del monopolio público y expoliación de capacidades públicas del ciudadano está ligado al debate de la efectividad del mando, pues el ejercicio del gobierno se basa en este argumento para justificar la concentración del poder; este hecho violenta el marco de la vida democrática. Asimismo, podemos afirmar que en un mundo que sustenta una tesis plural de inclusión constituida en un mercado político de participación esta situación es contraria.

Muy a pesar de que los partidos determinan una competencia garantizada en un formato limitado para la presencia ciudadana, en defensa de los partidos políticos podemos señalar que son modelos viables de participación porque reconocen a un mayor número de población con derechos de participación.

Por eso advirtamos que una de las ventajas del modelo competitivo bajo el esquema oligarquizado aun permite que actores como los partidos no monopolicen el poder, a lo más, y ése es quizás el elemento por destacar, concentran en su espacio participación y control; es decir, libertad y orden son elementos que neutralizan tendencias perversas a la presencia ciudadana. Esto es, sobre el orden aún el ciudadano puede influir y cambiar las preferencias de la agenda que oferta un partido, no así contra el poder, el orden, a mi parecer, en un sentido positivo permite evitar que se constituyan vías antisistema que, en el marco de la política práctica, arrojan al individuo a buscar espacios de participación fuera de los esquemas de la política institucionalizada. Ante lo señalado el partido debe estar atento, para dar acceso a mecanismos sociales de sanción y reconocimiento.

Por otra parte, es necesario reforzar que el partido crea el ambiente idóneo para que se conforme un discurso alternativo favorecedor de propuestas que descargan al gobierno de ser la única agencia que brinda respuestas a la sociedad. Para eso se integran espacios bajo el auspicio del Estado, que al mismo tiempo recogen la legitimidad de su relación vinculante con los principios de la representación determinada en la esfera pública por el sentido social de la acción común.

 

La crítica de la representación desde la ciudadanía, ¿el partido como un agente social favorecedor de la presencia ciudadana?

Si atendemos que el partido puede reconocerse como un agente social de representación, entonces el ciudadano adquiere un compromiso vinculante de acción cooperativa, a partir del establecimiento de una acción imperativa de inclusión, producto de la función social del partido. No obstante, a pesar de que esta tesis es válida, al ser incorporado el ciudadano como agencia en el régimen democrático, a partir de que las leyes que instituyen los derechos lo constituyen como un actor jurídicamente reconocido, tenemos que su condición limitada de acción en los asuntos públicos rápidamente degenera su actuación en un fenómeno de "subciudadanía". Debemos considerar que la democracia representativa refuerza la preeminencia del partido como actor fundamental de la democracia y no el ciudadano en su acto de participación. Así el procedimiento democrático dimensiona un doble rol del sujeto político: como militante y como simpatizante.

A modo de advertencia y antes de proseguir con esta reflexión reconozcamos que como agente social, y al mismo tiempo no descuidando que el ciudadano no se conforma como un agente decisor y sustantivo sino tan sólo como un sujeto que ratifica decisiones, e incluso sabedores de que es un actor que participa de un acto plebiscitario conforme a un modelo elitista de democracia, el ciudadano es el único capaz para expandir su espacio de participación, no sólo como un ejercicio cívico sino para impulsar un retorno al Estado como una organización de ciudadanos que tenga el objetivo de materializar las decisiones efectivas en asuntos de bien público.

Ante lo anterior se debe considerar que el poder gubernamental requiere de un control ciudadano basado, desde luego, en la transparencia y en el ejercicio y reconocimiento político del espacio público como un lugar de pleno ejercicio democrático, que trastoca y gen era una metamorfosis de la representación y de la gestión pública. Es decir, pretendemos sólo dejar constancia de que el cambio de la lógica de la mediación en la representación se basa en que el individuo recupera su espacio natural de debate, asume su compromiso ético–político de acción pública determinando el orden y la concreción de las agendas de los cuerpos intermedios.

Esta situación en América Latina se traduce en que tengamos, en cuanto a la aplicación de "derechos de ciudadanía", el disfrute de derechos políticos y culturales que se traduzcan en barreras contra actitudes de violencia, que son la expresión de sectores que se colocan fuera de la ley, o también que dentro del Estado cuestionan la vigencia del orden constitucional, e incluso la legitimidad de las instituciones que conforman el modelo representativo. Con ello tenemos un verdadero dilema para la concreción de un discurso paralelo conformado en el sujeto y no en la organización, en el individuo y no en el grupo, en la diferencia y no en lo paritario; esto es, se pone un mundo basado en lo diverso como nueva conformación social que nace en la intimidad de la comunidad de libertades.

Estos fenómenos son el límite de la creación de lo público, como un orden social estable, pues la ley como punto de partida que permite la existencia de espacios plurales de convivencia no logra traducir sus valores en acciones positivas de cohesión, con lo que el sujeto se ve imposibilitado de modificar su identidad que sobre la base económica determina su individualidad hacia la conformación de un sujeto político, el cual, dotado de valores cívicos, determina un ambiente idóneo para la concreción del "nuevo espacio público diferenciado".

Para pensar el ámbito de lo público como el territorio del ciudadano y, por ende, para hablar de la construcción del espacio político como un ambiente que no puede estar ajeno a los ojos de los ciudadanos, se requiere del reconocimiento de la incremental diversidad social, que se manifiesta por el número de éticas que confluyen en la recreación cotidiana de la acción del bien común.

Un bien común, que se integra no por la agregación de voluntades, sino por la voluntad autónoma y reflexiva de un sujeto que determina su participación por la existencia de una acción futura, la cual le retribuye un bienestar. Sin embargo, este bienestar está en duda en sociedades donde se experimentan condiciones de desigualdad y privilegios que desde el orden económico determinan patrones adversos para la vida colectiva.

Surgen así núcleos de población que por fuera de los cánones de la política construyen espacios geográficos con su propia lógica de poder, generándose así un fenómeno de inaplicabilidad de la ley, en el que la cohesión social se ve amenazada. La inefectividad de la ley no es el fin de lo político, sino la expresión del límite de la sociabilización de los valores que conforman a lo político y, por ende, la debilidad de lo público como un instrumento social de expresión.

He ahí la crítica de la representación desde la "ciudadanía", pues la política cumple una función social, como elemento de inclusión de la diversidad, ampliando el debate público, determinando que lo que prima entre los individuos son las libertades y las restricciones de los actos que sólo la ley conculca entre los miembros; así, una condición propia del régimen es la de ser el garante de este ambiente pleno de libertades.

Lo político es una acción que se masifica en la medida en que los valores que integran la participación en el ámbito de lo público encuentran eco en cada uno de los individuos que dejan una primera identidad para operativizar su presencia en la idea del ciudadano.

Siempre bajo el resguardo y protección del imperio de la ley, el ciudadano retoma para sí la ciudad, la reconstruye con los usos y costumbres, con el trabajo cotidiano de repensar la inviolabilidad de la ley en el individuo, de la reafirmación ético–política de su existencia como agente que corresponsablemente garantiza las instituciones como cuerpos de representación en los que los intereses de todos se ven preservados.

De ahí que se diga que el análisis de lo público parte de una distinción realizada sobre el sujeto como un agente de derechos. Su razón de ser, determinada por su capacidad de ejercer el derecho a disentir, quizá sea el momento más claro que esta condición construye de la idea de lo político, como un espacio de contrastación de los ideales propios y comunes de los sujetos; esto es, reafirma su autonomía como individuo. Es así que la determinación de la diferencia se sustenta en la capacidad del ejercicio de los derechos que definen a la sociedad.

Esto es, el primer acuerdo que se establece entre los hombres es la conformación de los derechos que permiten la existencia del Estado. Este primer ejercicio, sin embargo, conforma la relación de dominación legítima, ya sea como un procedimiento de representación indirecta o de forma directa, por eso la acción que constituye a la comunidad política no posibilita un proceso de deliberación, el cual se trunca al plantearse las instituciones democrático–liberales como las únicas realmente posibles y que mantienen un monopolio de la representación en cuerpos intermedios que adolecen de la legitimidad necesaria, debido a situaciones de crisis interna de los partidos o de aceptabilidad social de los mismos.

La debilidad que surge de los principios anteriormente citados proviene de la falta de legitimación de los valores que dan razón a la constitución del Estado. Más allá de significar valores universales, los derechos se convierten en tema de debate, pues su aplicación y disfrute no se logra generalizar en una convención que conforma hombres libres e iguales.

Por otra parte, la "ciudadanía" que se muestra como un valor cívico, dota en el espacio de lo público de estatus al sujeto y al mismo tiempo prioriza intereses, determina la relación entre el todo y las partes, pero sin menoscabar las que ya han garantizado su existencia en los derechos individuales, principios que sustenta el liberalismo. Por eso Roger Chartier (2003: 154) señala de manera clara lo siguiente "ciudadano primero y campesino después [...]".

Así, entendemos que el ciudadano se materializa como un sujeto pleno de virtudes cívicas, porque se expande lo público, deja de ser privativo; de este modo, el concepto de "ciudadanía" como modelo universalista constituye el espacio universal de la ciudad, como un espacio donde confluye la diversidad. De ahí que la ciudad se convierta en un campo de aprendizaje de lo político a través del debate, a partir de la confrontación de proyectos que se materializan en gobiernos, en formas de aprendizaje de su capacidad ciudadana; se entiende una densidad ciudadana que repolitiza cada acto donde lo interés general y común se ve inmerso.

De esta manera la ciudad es el lugar de las luchas por la democratización para generar espacios de participación política más allá de las urnas. Su expresión no sólo son movimientos de protesta, en mítines, son la existencia de mecanismos extraídos de la democracia directa como son el plebiscito, el referéndum, la consulta popular.

 

Conclusión

Podemos advertir que los momentos de una representación absoluta delineada por los criterios del Leviatán político han quedado altamente rebasados, hemos transitado de súbditos a ciudadanos, a núcleos poblacionales que han mostrado críticas al modelo representativo no por su inoperancia sino por la falta de mecanismos de control que modifiquen el tipo de relaciones del poder y la sociedad civil, del gobierno y los ciudadanos, del gobernante y los individuos.

Superar este modelo nos enfrenta a una revisión de lo público como una variable ético–cívico y no sólo de representación; pues a quién y cómo se representa son parte de un proceso que involucra a la calidad democrática del gobierno, al tipo y la forma en que se toman las decisiones, y en las decisiones es donde nos vemos inmersos la totalidad de miembros de la comunidad. Por eso requerimos atender al partido político como un medio social, cuya acción está determinada por un marco de "derechos de ciudadanía" del cual nuestro predominante y hegemónico actor es producto, se deriva como un acto de acción pública de los individuos, al igual que el gobierno o cualquier organización; de ahí que la accountability sea parte de los medios con que los ciudadanos cuentan para contener actitudes que atrofian la convivencia social.

Concluyamos abriendo un horizonte al debate de los derechos en el marco de la democracia representativa y pensemos que su redefinición tendrá que venir por el ámbito social, pues los derechos son medios con los que cuenta el ciudadano para intervenir en la vida pública, le permiten garantizar su diferencia, establecer vínculos y, aún más, determinan las acciones que el sujeto tiene garantizadas en el ambiente de la política representativa.

Afirmemos una nueva época de debate en torno de los mecanismos contrademocráticos, en los que el ciudadano en acción directa y en el entorno del poder presenta resistencia, y, a la vez, asume su compromiso de vigilar la acción de estos cuerpos representativos no porque le guste incomodar, no porque sea parte de su trabajo cotidiano, sino porque es la única posibilidad de garantizar su autonomía y libertades de toda injerencia.

 

Bibliografía

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Información sobre el autor

Salvador Mora Velázquez. Profesor asociado "B" de tiempo completo, adscrito al Centro de Estudios en Administración Pública de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestro en Estudios Políticos y Sociales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Líneas de investigación: espacio público y republicanismo, representación política y democracia, partidos políticos. Publicaciones recientes: "Las características del régimen democrático en las sociedades modernas", en Políticas públicas y justicia social, México (2006); junto con Juan Carlos León y Ramírez, coordinador de Ciudadanía, democracia y políticas públicas, México (2006); "Los diferentes ángulos de lo público", en Las nuevas formas de la gobernabilidad en el proceso de globalización, México (2008).

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