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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.16 no.49 Toluca ene./abr. 2009

 

Ensayos

 

La dimensión pública del buen gobierno: la administración ciudadana del quehacer colectivo

 

Juan Carlos León y Ramírez

 

Universidad Nacional Autónoma de México. E–mail: juancarlos.jcleon@gmail.com

 

Envío a dictamen: 17 de octubre de 2008.
Aprobación: 20 de noviembre de 2008.

 

Abstract

This work explores the main trends of contemporary theoretical approximations to the concept gradually known as "the public government". This construction seeks to recover the unique public essence of civil society, the realm of the public space, and endorsed and supported by an array of arguments, starting with republicanism, good government, the new debates about conceptions of public space and active citizenship to land into the still unknown harbor, represented by ever complex relations between citizens, estate, government and public administration. The author argues about the challenges involved in the process of democratic consolidation in uncertain times of post–modernity and globalization; "liquidity" Bauman dixit. Consequent with this sort of arguments, the author derives some reflections on Mexico, and their implications on the contemporary discussion of the new trends related to the scientific study of Public Administration.

Key words: public administration, Republic, citizenship.

 

Resumen

El texto presenta las líneas generales de una propuesta teórico–conceptual denominada: "El gobierno de lo público", que busca recuperar el carácter intrínsecamente público de la sociedad a través del espacio de vinculación pública entre ciudadanos y gobierno que el autor rescata de la articulación de las tradiciones del republicanismo y del buen gobierno con el desarrollo contemporáneo de algunos referentes como "ampliación de los espacios públicos" y "ciudadanía". Desde esta perspectiva, el autor ensaya algunas de las diversas problemáticas que se encuentran alrededor de sus consideraciones en el marco de los retos que la consolidación y fortalecimiento de la democracia suponen en tiempos de globalidad, apuntando algunas reflexiones sobre México, y del impacto que ello tiene en la discusión sobre lo público como uno de los objetos de estudio de la administración pública que es necesario abrir a debate.

Palabras clave: administración pública, República, ciudadanía.

 

Del contexto

Casi aparejada con la aparición de profesionales encargados de la administración del Estado desde el origen de la civilización en el Sumer, la administración denominada como pública es irremediablemente vista como burocracia gubernamental en lo concerniente a la guerra y el mantenimiento de ejércitos permanentes, la religión, el sacerdocio y el mantenimiento del culto y los templos, la justicia, los jueces y el registro de los códigos y las leyes (Hammurabi resulta un admitable ejemplo), la recolección de impuestos, el levantamiento de censos y la realización de obra pública y obra de infraestructura (Roma es sorprendente en lo concerniente a la unión de todas estas actividades para la grandeza del Imperio y la inmortalidad divina de los emperadores).

La gradual construcción del Imperio romano hasta su división en Oriente y Occidente, la incapacidad de lograr una coherencia administrativa, las luchas intestinas por el poder, la fibra republicana de temple ciceroniano dirigida a evitar los excesos de la Magna Latrocinia, desgastada progresiva e inexorablemente por la abulia ciudadana y la corrupción generalizada, aunada a la presión permanente de los pueblos bárbaros en su versión más consumada de extranjería, así como la aparición y difusión del cristianismo en su binaria pretensión desestabilizadora y estabilizadora a la vez, y que da origen a la fragmentación feudal equivocadamente denominada por muchos como la edad de las tinieblas, pero que progresivamente incuba el esplendor renacentista, en una Edad Media que se debate entre el monopolio de la información por la Iglesia y su control inquisitorial, y su siempre manifiesta alianza con el poder, encarnándolo y disputándolo, y el espíritu férreo de la libertad humana que produce seres inmortales como Nicolás Copérnico, saboteador de la presunción divina de la tierra como la casa de los ángeles y el centro de la creación; Galileo Galilei y el devastador pero inexorable y grandioso en su simplicidad aparente E pur si muove, la aparición del referente Estado por primera vez en la historia del pensamiento, magistralmente plasmada en De Principatus, Nícolo Maquiavelo dixit, que ciertamente dan paso a las propuestas fundacionales tanto de Thomas Hobbes como de John Locke (perseguidos, denostados y forzados al autoexilio y con fuertes convicciones religiosas), con énfasis diferentes pero ambas con extraordinaria lucidez, el agotamiento guerrero de la nobleza y su transformación a la vida frívola y decadentemente cortesana en el surgimiento y auge absolutista, y su administración por una burocracia alejada del determinismo del origen del nacimiento y apreciada por el talento financiero aledaño al siempre permanente esfuerzo guerrero, así como de la República en su concepción moderna plasmada fastuosamente por el esplendor de Venecia y Florencia, y que con el reino de Portugal a la cabeza dan inicio a las aventuras comerciales marítimas, contando con el genio y audacia de Magallanes, envuelto en el melancólico canto del fado, quien a la cabeza de una miríada de aventureros (en su sentido más clarooscuro) consuma la exploración de los mares, la circunnavegación de la Tierra, la expansión imperial, la consecuente y pertinaz colonización y eventualmente el desarrollo del capitalismo de tono y exigencia mundial, fenómenos todos que necesitan como una precondición ineludible la existencia de una administración de los asuntos públicos, en su versión limitadamente estatal y gubernamental.

La transformación progresiva y en algunos casos incierta del referente ciudadano de su connotación griega aledaña a la polis y al civitas romano, y que adquiere una fuerza liberadora inusitada ciertamente fundacional de la Revolución francesa, que tornan a la sociedad en el genuino espacio de lo público, basta analizar a Condorcet, Benjamín Constant y Sieyes para sustentar tal afirmación, Rosanvallon dixit.

Cuando Sartori anuncia la muerte de la ciencia política, propiciada por el agotamiento de referentes que con el paso del tiempo han dejado de explicar la realidad a nuestro derredor en su concepción más posmoderna, sólo si aceptamos como H. Arendt lo hace, que la modernidad renacentista se hace añicos con el pavoroso estruendo nuclear y la caída del vergonzante Muro de Berlín.

Qué decir de la democracia, la cual a pesar de la que pareciera inexorable actitud de los politólogos respetables y teóricos de la misma como Robert Dahl y el antes mencionado Giovanni Sartori, por sólo mencionar a dos de los más relevantes entre la mirada a la Atenas fundacional y la reflexión semántica que cuestiona su significado.

La pareciera inacabable discusión sobre las dimensiones privadas y públicas de la naturaleza humana, presumiblemente dicotómicas, alegadamente antitéticas, autoreferentes y, sin duda, fundacionales de lo que se ha dado por llamar el resplandor de lo público, referente proclivemente fundacional de una nueva concepción republicana, en donde la civilidad define cada vez más la renaciente y vigorosa participación ciudadana.

 

De la pretensión del trabajo

Sin duda alguna a la administración pública le ha pasado lo mismo, no en balde es construcción del intelecto humano y está sujeta a las mismas presiones para una transformación de su objeto de estudio y de los referentes que apuntalan su capacidad de explicación cada vez más acabada de la realidad. Todas estas reflexiones iniciales nos obligan a preguntarnos con honestidad y rigor científico: si el referente público ha adquirido una nueva dimensión producto del fin del monopolio del mismo en su connotación limitadamente estatal y gubernamental, ¿qué implicaciones tendrá en el carácter público de la administración pública? ¿El gobierno de lo público supone la coordinación de múltiples espacios públicos a través de la corresponsabilidad ciudadana? ¿Una renovada administración pública posibilitará la gestión eficiente de las ingentes necesidades de la vida colectiva? Estos son los cuestionamientos (entre muchos otros) que constituyen el sustento del presente trabajo.

Estas consideraciones revisten especial interés para nuestro país, dada la precariedad y fragilidad de la democracia siempre en peligro de una restauración del autoritarismo, que en sólo dos siglos de vida independiente no ha logrado consolidarse, en gran parte debido a la laxitud con la cual asumimos nuestra condición ciudadana, así como la pobreza rampante y la creciente marginación en la que se encuentra sumida la mayoría de la población, entre otros muchos condicionantes que ciertamente cuestionan la viabilidad misma de nuestro proyecto de nación.

Hannah Arendt1 afirma en su trabajo De la historia a la acción (1999) que las sociedades que no se conducen por el respeto a la ley (law abbiding citizens) corren el riesgo de sólo mantenerse unidas por la moral y las costumbres, en un reduccionismo de suyo peligroso, pues tarde o temprano su misma viabilidad se pondrá en riesgo, dada la fragilidad de dichos lazos; el respeto por la ley es condición obligada para la sobrevivencia de la sociedad. En la vida democrática la representación tiene esta finalidad, recordemos que surge de la voluntad soberana de los ciudadanos, quienes al emitir su voto establecen el entre que torna visible al representante, y que está obligado por un tiempo y espacio determinado a hacer leyes y a gobernar por y para los ciudadanos (tanto los que votaron por él como los que prefirieron otra opción o de plano se abstuvieron), con la finalidad de materializar el bien común en el ámbito del buen gobierno y la equidad. Tocqueville (1998), en la Democracia en América, pone de relieve la importancia primordial del juez, funcionario electo por los ciudadanos, no sólo para solucionar diferendos y querellas vía la aplicación de la norma, sino también para darle a la sociedad congruencia en su actuar bajo el imperio y cobijo de la ley asegurando la igualdad:

Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. Da al espíritu público cierta dirección, determinado giro a la leyes; a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres particulares a los gobernados. Pronto reconocí que ese mismo hecho lleva su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y de las leyes, y que no predomina menos sobre la sociedad civil que sobre el gobierno; crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no es productivo.2

En México, la ciudadanía imaginaria, como la define Escalante Gonzalbo (1993), pareciera tener sólo una existencia formal, dado que el proyecto explícito de la clase política decimonónica —incluida la del siglo XX— de crear ciudadanos, de dar legitimidad y eficiencia a un Estado de derecho, democrático y liberal estaba en abierta contradicción con la necesidad de mantener el control político, circunstancia que se ha traducido en la pérdida del sentido y propósito de la ley, en la incapacidad de construir espacios públicos que le permitan actuar en un amplio sentido de corresponsabilidad, y con ello transformar de manera gradual el estado de defenestración en que se encuentra la política y la sospecha que causa el gobierno y su administración. En democracias de nuevo cuño como la mexicana, en donde la noción misma de la calidad ciudadana es en muchos sentidos más una formalidad que una realidad, en donde la masificación corporativa de la sociedad se tradujo en un monopolio de la dimensión pública por el gobierno con los desequilibrios, rechazos y desconfianzas que una situación como ésta propicia en los gobernados; en suma, una sociedad acostumbrada a no distinguir la institucionalidad del Estado con la organización del gobierno y a entender la ley desde perspectivas ciertamente limitadas de dominación, olvidando que la ley es resultado de la actuación de uno de los poderes que integran al Estado en beneficio de la sociedad.

Hannah Arendt3 es clara al afirmar que los espacios públicos al no ser preexistentes requieren de su conformación por los individuos organizados en sociedad, otorgándole un papel relevante a la información no sólo en lo que a esta construcción demanda, sino a sus capacidades de promover los consensos en el contexto de sociedades plurales en donde el disenso es la norma. Robert Dahl (1998) elabora la teoría de la poliarquía a partir del supuesto de la existencia de demos y sociedades de públicos incrementalmente informadas, en donde las diferencias y oposiciones que constituyen al disenso se sociabilizan encontrando formas de arribar a acuerdos en el ámbito de la justa oposición entre adversarios respetuosos de la ley, característica de cualquier democracia que a su vez denomina como procedimental, concepción que ha generado no pocas oposiciones por lo limitado de su enunciado burocrático. En esta realidad global que hoy testimoniamos, la connotación deliberativa con la que históricamente hemos entendido y orientado el desarrollo y fortalecimiento de la democracia, que de acuerdo con Dahl —de nueva cuenta— no ha logrado consolidarse plenamente a pesar de los dos mil siete años hasta ahora transcurridos de la era cristiana (cronología ciertamente arbitraria), ha empezado a ampliarse incorporando a sociedades renovadamente ciudadanas que ven en la participación el ingrediente fundamental de una añorada (que pareciera siempre distante) refundación republicana del Estado democrático actual. Refundación que requiere de ampliar los espacios de participación pública de la sociedad, ciudadanizando su acción y fortaleciendo la dimensión social de lo público con el referente constituido por la alteridad, es decir, la necesaria inclusión de los otros en nuestro actuar.

Hemos mencionado esta problemática de manera incesante en múltiples foros y trabajos, el verdadero problema radica en el imaginario colectivo que llamamos sociedad y que falla en su misión de constituirnos e instituirnos como ciudadanos. Castoriadis era enfático al afirmar que sólo ahí, en la sociedad, se construyen ciudadanos mediante un proceso de socialización y asunción de valores que constituye un aprendizaje que posibilita a los individuos a adquirir su intrínseca condición pública, evitando la patología de la dimensión sólo privada, dado que la naturaleza humana es esencialmente privada/pública.

Lo público del modelo cívico tiene una estructura individualista. Lo forman los individuos que han creado el mercado. Pero también ayuda a entender por qué, si su raíz es inequívocamente liberal, lleva consigo una inercia democrática. Ahora bien, esta organización del espacio público también a necesitado una imagen del hombre y una moral. Así se ha inventado el ciudadano. Nuestra idea de ciudadanía reposa sobre el conjunto de valores y supuestos del individualismo. El ciudadano, antes que otra cosa, es un individuo, y como individuo es la realidad básica de la vida social (Escalante Gonzalbo, 1993).

 

Hacia un gobierno de lo público

Alicia Hernández Chávez (1993) afirma que la tradición republicana del buen gobierno reside en una mejor vinculación entre la vida política y la institucional, así como entre las formas en que se organiza la sociedad, su vida política y lo que da origen a las prácticas políticas, es decir, las múltiples formas en que los actores sociales traducen en la vida cotidiana las normas institucionales y las políticas de gobierno; dar vida a la interacción entre ciudadanía y gobierno;4 Ricardo Uvalle (2006) hace patente el hecho de que el gobierno de lo público es producto de la sociedad abierta, de los espacios públicos interactivos y la consecuente acción pública, en donde las instituciones de gobierno tienen que ser congruentes con el valor de la democracia y con la institucionalidad que se define entre actores interesados en la adopción de las reglas del juego para permitir la articulación compleja entre los conflictos y los consensos.5 Como es de verse, ambas propuestas, la del buen gobierno y la del gobierno de lo público apuntan en la misma dirección, en donde el verdadero carácter republicano del gobierno reside en la vinculación pública entre los ciudadanos y el gobierno. Desde esta perspectiva teórica, la dimensión social está inserta en el carácter intrínsecamente público de la sociedad, resultante del proceso de asociación incremental de voluntades individuales privadas.

Las dificultades por clasificar un fenómeno tan diverso como la civilidad de la sociedad, manifiesta en la dimensión de lo no gubernamental y que expresa la indiscutible capacidad de organización del actuar privado/público en una lógica de acción colectiva que ha experimentado un crecimiento exponencial en la totalidad de los países del planeta, que con mayor o menor trascendencia pone de manifiesto el hecho de la existencia de sociedades si bien más demandantes, también más oferentes en su capacidad de materializar una multiplicidad de acciones hasta hace poco reservadas a la dimensión pública gubernamental, por deseo expreso de la misma sociedad. Consecuentemente, la ampliación de espacios de participación pública representa, sin duda alguna, la necesaria permanente redimensión y equilibrio entre los ámbitos y esferas de lo privado y lo público, que permitan interacciones armoniosas entre gobierno y la sociedad. Si entendemos al Estado como un imaginario colectivo creado por otro imaginario colectivo que llamamos sociedad, en esta construcción axiológica se representan los intereses tanto privados como públicos de los integrantes de la sociedad, así como las competencias y los límites con los que aseguramos la materialización del bien común y la viabilidad misma de la sociedad. Entender este proceso en el extremo contrario, es decir, aceptar que el Estado construye a la sociedad se traduce en organizaciones verticales corporativas que despojan a los individuos de su capacidad de acción pública, convirtiéndose gradualmente en sólo entidades sufragantes en tiempos electorales, que es cuando los gobiernos apelan a los ciudadanos con el objetivo de requerirles la cesión de su mandato, inhibiendo procesos de participación y trabajo permanente que se orientan a supervisar y acotar las acciones de los funcionarios electos, responsables ante la sociedad, de manera corresponsable.

En consecuencia con estas afirmaciones, la ampliación de espacios públicos, resultado de la materialización del trabajo ciudadano, representa una de las más eficientes opciones para solucionar la creciente burocratización de la sociedad, orientándose a la socialización del Estado, proceso que es responsabilidad de todos, y cuyo reto fundamental es construir los incentivos necesarios para vencer de maneras imaginativas la inexistencia de costos de oportunidad en cuanto a participación se refiere, y que se traducen en desencantos, desconfianza y en grandes porcentajes de abstención de actuación en múltiples campos de la actividad social más allá de la emisión del sufragio.

No se trata, por lo tanto, de recomendar el desmantelamiento del Estado, como muchos han sugerido a partir de los procesos de privatización llevados a cabo —con mayor o menor éxito— en no pocos países del mundo, otorgándole de nueva cuenta a la dimensión de lo privado una connotación egoísta no exenta de cierto maniqueísmo populista, ciertamente igual de pernicioso que considerar que lo público gubernamental observa una proclividad a la corrupción; por ende, una ciudadanía más participativa reforzará el carácter intrínsecamente público del Estado, del gobierno y de la administración que obtienen su publicidad de la sociedad misma.

La preocupación constante por lograr gobiernos incrementalmente públicos como consecuencia de la institucionalización de la participación corresponsable de los ciudadanos constituye una responsabilidad de la propia sociedad, en donde contar con información suficiente y oportuna se convierte en un requisito sin el cual difícilmente se podría remontar el desinterés de los ciudadanos por participar; esta circunstancia representa un invaluable instrumento para tornar más pública la relación entre gobernantes y gobernados, siempre y cuando se constituya como parte integral de un proceso que nos oriente a encarar colectivamente, con un sentido de equidad, la impostergable solución de los ingentes problemas de la pobreza y la desigualdad en la que se encuentra la gran mayoría de los habitantes del planeta y que representan la principal amenaza para la viabilidad y futuro de la democracia.

Como lo mencionamos anteriormente, en la lógica del desarrollo capitalista la riqueza se produce en el mercado, circunstancia que pareciera ser inmutable a pesar de las transformaciones innovadoras que la era del acceso le impone, y, sin duda una participación reforzadamente pública de los ciudadanos, con legislaciones adecuadas a estos tiempos de cambio, lo que permitiría articular mejores y más justos esquemas de distribución de la riqueza, pues el combate contra la desigualdad y la pobreza creciente trasciende a las capacidades de gobierno, es responsabilidad de todos encontrar soluciones y más aún, materializarlas de manera eficiente en el tiempo y en el espacio.

 

Consideraciones últimas a manera de final

El autoritarismo de los regímenes de corte presidencialista, en donde el individuo ha sido expoliado de su capacidad de acción pública, dando paso a la creación de un monopolio de la dimensión pública por el gobierno, distorsionando el siempre precario equilibrio entre la esfera de lo privado y la esfera de lo público, y que se ha traducido en que la noción misma de ciudadanía tenga un sentido más formal que real en el sentido tanto de deliberación como de participación, requiere de una refundación republicana de la democracia basada en la ampliación de espacios públicos que le otorguen al Estado, al gobierno y a la administración un sentido renovadamente público, en donde la información es parte fundamental de la propuesta. Es indudable que el capitalismo conlleva la desigualdad, debido a las condiciones de asimetría prevalecientes en las relaciones del mercado que si bien constituye también un espacio público, éste no tiene en su naturaleza una vocación distributiva, y su eficiencia radica en la acumulación; es obligación de la sociedad civil en su conjunto contar, vía la representación que materializa uno de los poderes del Estado, el marco legal y la regulación pertinente que en un sentido de equidad logre esquemas más justos de distribución de la riqueza y, por ende, de la elevación de la calidad de vida de la población. Hoy la información posibilita la transformación de la sociedad de masas en la sociedad de la información y del conocimiento; Internet y la realidad virtual nos ofrecen posibilidades múltiples de generar y construir innovadores espacios públicos que a la postre nos permitan actuar de maneras más consistentes en un mundo hoy caracterizado por la era del acceso, es decir, el mundo en donde adicionalmente a las desigualdades referidas con anterioridad se añade la diferencia de estar o no conectado.

Es indudable que la solución de los grandes problemas de pobreza, marginación y ignorancia constituye una prioridad para las democracias de nuevo cuño, pues de suyo representan las peores amenazas para la consolidación de la democracia misma, y pone en grave riesgo la viabilidad de los países que las sufren y México entre ellos.

 

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Notas

1 Claudia Hilb, en su espléndido trabajo de compilación, El resplandor de lo público: en torno a Hannah Arendt, dice que esta maravillosa judía, alemana y exiliada, de mente brillante e inteligencia sin par, pupila de Martin Heidegger, grande pero frágil a la vez, entiende al nacimiento como un anclaje de la virtualidad de un nuevo comienzo, de la ruptura de un tiempo lineal: con cada nacimiento llega al mundo un actor, un comenzador y es precisamente en esta capacidad de iniciar lo nuevo —suprema capacidad del hombre— en donde reside la libertad. El nacimiento de un actor, initium ut essethomo creatus est, es en donde radica la noción central del rico pensamiento arendtiano.

2 Alexis de Tocqueville afirma en la introducción de este gran trabajo que "instruir a la democracia, reanimar si se puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, sustituir poco a poco con la ciencia de los asuntos públicos su inexperiencia y por el conocimiento de sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adoptar su gobierno a los tiempos y lugares; modificarlo según la circunstancia de los hombres: Tal es el primero de los deberes impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen a la sociedad". Su sorpresa es tal con esta nueva revolución para él de suyo trascendente que sin ambages propone: "una nueva ciencia política para un mundo enteramente nuevo". Respecto a la ley, afirma que, "concibe una sociedad en la que todos, contemplando la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo; en la que la autoridad del gobierno sea respetada como necesaria y no como divina".

3 Hilb sostiene que abordar los problemas del mundo desde el mundo mismo es para Arendt pensar la política en su espacio de aparición, el espacio público, no preexiste a la acción sino que se gesta en ella y se desvanece en su ausencia. Es aquí en donde se acuñan concepciones sorprendentes tales como la fulguración de la acción y el resplandor de lo público, en donde el actor se muestra en su singularidad ante sus semejantes, y es por este camino que se dibuja una escena pública siempre acosada por la evanescencia, por la tremenda fragilidad de la acción. Puesto que la acción es pura irrupción, nuevo comienzo, y no tiene otro fin que su propia exposición, puesto que es irreductible a sus causas e imprevisible en sus efectos, la acción pública, la acción entre los hombres, estará siempre acechada por su imprevisibilidad y adensada por su irreversibilidad.

4 La autora considera que la cultura política son las formas en que los individuos establecen normas de convivencia para dar orden a través de la política a las diferencias y tensiones que se dan entre ellos; adicionalmente señala que estas formas de convivencia variables en el tiempo y en el espacio o influenciables por valores, usos, costumbres e historia, así como por nuevos modelos doctrinarios y transformaciones económicas y sociales, son visualizables en la resolución de conflictos entre los individuos, y entre éstos y sus gobernantes; por otro lado, afirma que el buen gobierno es el conjunto de prácticas políticas mediante las cuales se busca atemperar y ordenar los conflictos y las tensiones que constituyen la esencia misma de la historia, con el fin de que éstos no desemboquen en una lucha de todos contra todos. El arte de buen gobierno radica desde esta perspectiva en el saber individualizar tanto en la manera como en la forma para mediar las diferencias naturales existentes entre los diversos y múltiples intereses que coexisten en la sociedad.

5 Para Ricardo Uvalle el gobierno de lo público debe ser entendido como el gobierno de los ciudadanos, dado que supone el gobierno de la legalidad, la vigencia de los valores de la igualdad y la equidad, la distribución razonable de los bienes compartidos, considerando personas, regiones, comunidades, sectores sociales; hay oportunidad de que la iniciativa de los particulares se enlace con acciones de interés general; hay regularidad en la renovación de autoridades políticas, se alienta el cumplimiento puntual de las reglas del juego (instituciones), se estimula la corresponsabilidad entre las autoridades y las organizaciones civiles, hay vigencia institucional de la economía de mercado, se salvaguarda el reconocimiento de las libertades económicas y de las libertades políticas; se reconoce la administración imparcial de la justicia, se asegura la vigencia del orden político —democrático—; hay aumento en la calidad de vida, se refuerzan los vínculos de la solidaridad; se cuida la solvencia fiscal del propio gobierno, se procura el cumplimiento eficiente de las metas colectivas, todo ello a través de acciones efectivas y consistentes.

 

Información sobre el autor

Juan Carlos León y Ramírez. Doctor en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México, donde es profesor de tiempo completo adscrito al Centro de Estudios en Administración Pública de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Sus líneas de investigación comprenden los temas de República, ciudadanos, políticas públicas, espacio público y democracia. Publicaciones recientes: La construcción de espacios públicos en la democracia, México (2004); coautor de Ciudadanía, democracia y políticas públicas, México (2006); "La gestión pública en la democratización del espacio público: Un intento de fortalecimiento republicano", en Justicia, políticas públicas y bienestar social, México (2006).

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