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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.16 no.49 Toluca ene./abr. 2009

 

Pensamiento

 

Sociedad civil y capital social

 

José Fernández Santillán

 

Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México. E–mail: jfsantillan@itesm.mx

 

Envío a dictamen: 17 de diciembre de 2008.
Aprobación: 24 de febrero de 2009.

 

Abstract

This document gives an insight to democracy from an opposite perspective of what is called neoinstitutionalism, which means it is oriented to analyze the process of democratization from the base of civil society, especially from what is known as social capital. Since the mid 80's, the theme of democracy from the perspective of civil society started to have more and more relevance. This tendency was reinforced by the fall of Berlin's wall in 1989 when it was said that the key factor for the liberation of countries in Eastern Europe, was precisely civil society. What is done here is an approach to democracy from a theoretical perspective that includes some classics like Hegel, Toqueville, Marx, and Gramsci and some contemporary authors like Jean Cohen, Andrew Arato, Marc Warren, and Axel Honneth. Regarding the subject of social capital we use particularly the ideas of Robert D. Putnam who affirms that the base of democracy and economical development is the fortification of circles of trust in civil society. This essay criticizes the so–called neoinstitutionalism as well as communitarianism and patronage.

Key words: democracy, civil society, social capital, communitarianism and patronage.

 

Resumen

Este documento aborda el tema de la democracia desde una perspectiva opuesta al llamado neoinstitucionalismo; es decir, se orienta a analizar los procesos de democratización desde la base de la sociedad civil y, en especial, desde lo que se conoce como el capital social. Desde mediados de la década de 1980, el tema de la democracia desde la perspectiva de la sociedad civil fue cobrando cada vez mayor relevancia. Esta tendencia se vio reforzada por la cada del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, cuando se dijo que el factor fundamental de la liberación de los países del Este europeo fue, precisamente, la sociedad civil. Lo que aquí se hace es abordar el tema desde una perspectiva teórica que toca lo mismo a los clásicos del pensamiento político como Hegel, Tocqueville, Marx y Gramsci, que a autores contemporáneos como Jean Cohen, Andrew Arato, Marc Warren y Axel Honneth. Respecto al tema del capital social se aborda particularmente el pensamiento de Robert D. Putnam, quien sostiene que la base de la democracia y el desarrollo económico es el fortalecimiento de las redes de confianza en la sociedad civil. Este ensayo es crítico tanto del mencionado neoinstitucionalismo como del comunitarismo y del patrimonialismo.

Palabras clave: democracia, sociedad civil, capital social, patrimonialismo, comunitarismo.

 

Convengamos en que hoy el estudio de la democracia camina hacia muchas direcciones, quizá demasiadas. Esta inflación de orientaciones ha traído como consecuencia una evidente confusión y dispersión en el análisis. Tratando de poner algún orden, diría que hay corrientes más atentas en la parte superior o institucional de la democracia, mientras que hay otras perspectivas más interesadas en la base social de la pirámide. Observar a la democracia desde arriba parece ser, desafortunadamente, la perspectiva dominante en la ciencia política contemporánea. Tales enfoques han dejando a un lado la relación de los órganos estatales con los individuos y las asociaciones que, en mi opinión, son la base sobre la cual descansa y se eleva toda democracia bien constituida.

Al centrar el análisis en la sola esfera en la que se definen las relaciones de poder, se desdeña el estudio del sistema democrático como conjunto integrado de partes con sus respectivos mecanismos de mediación social. Poco importa, para quienes ven la política desde el vértice, la forma como se desenvuelve la sociedad civil y la manera en que se genera en ella la cultura democrática. Por eso, es preciso tomar en consideración el modo en que las personas se organizan y la forma en que crean y transmiten ciertos valores. Mark Warren, uno de los estudiosos más destacados del fenómeno asociativo, ha puesto de relieve la dimensión cultural de la democracia moderna en los siguientes términos: "La calidad de la democracia representativa depende de la calidad de la sociedad en la que está inserta, en especial en la procuración de las virtudes cívicas a través de los vínculos asociativos. La democracia debe tomar en cuenta, como se supone que ha sido siempre, el autogobierno que se expresa en la vida asociativa y en la cultura cívica que deriva de la experiencia asociativa" (Warren, 2001: 30).

Debemos decir, de entrada, que la clave del asociacionismo democrático radica en su carácter educativo y en la construcción de una base de confianza entre sus miembros para cooperar entre sí: "La confianza capacita a los individuos a solventar los problemas de la acción colectiva, lo que a la vez los vuelve aptos para organizarse políticamente, presionar al gobierno y hacer que las cosas se hagan para que la democracia funcione" (ibidem: 74).

Otro elemento que distingue a la democracia moderna, y que aquí nos interesa poner de relieve, es su carácter plural. En ella conviven, por una parte, el Estado como unidad política y, por otra, una miríada de grupos civiles. Todos los autores que abordaron el nacimiento de la sociedad civil moderna, de Hegel a Tocqueville, dieron testimonio de este rasgo contradictorio y complementario entre la pluralidad civil y la unidad política, las particularidades y la universalidad, lo subjetivo y lo objetivo, las contradicciones y la conciliación, las parcialidades y su integración. Este es un rasgo que distingue a la democracia moderna de la democracia antigua. Como si se dijese que mientras la democracia de los antiguos se ubicó exclusivamente en el ámbito político, la democracia de los modernos se extendió al terreno civil que convive y se complementa con la esfera política.

En cuanto el concepto "pluralismo democrático" es una de las cosas que se ha prestado a mayor confusión, conviene aclarar que pluralismo, en estas circunstancias, no significa fragmentación. Por el contrario, el pluralismo democrático supone una amplia variedad de organizaciones vinculadas entre sí por vastas redes de interacción. Al mismo tiempo, esas asociaciones actúan dentro de un determinado orden político–constitucional. La fragmentación implica in extremis ruptura del marco legal y de la unidad del poder público. Ese es el germen del separatismo tan en boga en nuestros días. Fenómeno que casi siempre camina de la mano con el intento de formar "mónadas", o entes aislados, que rechazan la relación con otras agrupaciones. Es decir, se trata, en este último caso, de una "sociedad incivil" que pone en entredicho las reglas y los valores de la democracia liberal. Esos movimientos autonomistas se presentan, por lo general, como "democracias diferentes" o más "avanzadas" respecto de la democracia constitucional. Como si no hubiéramos tenido bastante con el experimento político que se presentó como "mil veces superior a la democracia burguesa", según lo dijo Lenin.

El pluralismo democrático permite que los individuos formen parte de diversas organizaciones (poliadscriptivo); a ellas se puede entrar y salir sin grandes restricciones. Como lo han señalado Nancy L. Rosenblum y Robert C. Post: "Otro aspecto crucial de una sociedad civil fluida es que los hombres y mujeres típicamente se adhieren a más de un grupo; la membresía es plural. La identificación grupal se traslapa y entra en conflicto. Más allá de que se tenga una estructura pluralista, en consecuencia, una sociedad civil fluida le proporciona a los individuos la experiencia del pluralismo" (Rosenblum y Post, 2002: 4). La fragmentación, en contraste, hace que la permeabilidad quede cancelada y se tengan grupos cerrados (monoadscriptivo), en los cuales los individuos quedan adscritos (link) tal como sucedió en la época feudal. Uno de los problemas más acuciantes que plantea el pluralismo monoadscriptivo es que, por su misma naturaleza, tiende a ser conflictivo en virtud de que se autoafirma resaltando la propia identidad en contraposición de otras identidades, reales o ficticias, que lo rodean.

El pluralismo asociativo característico de la sociedad civil descansa sobre la base de la libertad de asociación. De manera que "cuando la libertad de asociación es coartada, la sociedad civil se fragmenta en una serie de apegos adscriptivos inalterados definidos por la herencia, la identidad tribal, la raza, la etnicidad y la casta. Una sociedad pluralista que sólo proporciona autonomía a los grupos particulares y no a los individuos pierde su condición normativa como sociedad civil" (ibidem: 7). El espíritu pluralista de la democracia trata de que los individuos aprendan a convivir con diferentes formas asociativas. Tal como lo han señalado los estudiosos del pluralismo democrático: se puede estar de acuerdo en realizar acciones específicas para detener, por ejemplo, la construcción de una carretera, la edificación de un depósito de residuos tóxicos o tratar de reducir el calentamiento global. Para llevar a cabo este cometido nos podemos asociar con otras personas, aunque pertenezcamos a diferentes religiones, nacionalidades, ocupaciones, etnias y así por el estilo. En contraste, el impulso tribal–comunitarista al centrarse en una sola identidad y, por consecuencia, al querer someter la conducta de los agremiados a un solo patrón, tiende a frenar las acciones colectivas con alcances más amplios que los meramente domésticos (Warren, 2001: 45–46).

El pluralismo democrático permite formas de interacción en las que están diferenciadas las esferas civil, económica y política. La ventaja que proporciona esta distinción de esferas es que las actividades y las instituciones:

Pueden ser calibradas en términos de sus criterios intrínsecos (el arte por el bien del arte, producción para la satisfacción de necesidades, el matrimonio para ventaja de la intimidad, la razón de Estado, etcétera), los que a su vez pueden ser comparados y contrastados con otros criterios. Esta ventaja le brinda a los individuos la oportunidad para asumir una perspectiva crítica y alternativa que no son posibles en las comunidades indiferenciadas y omniabarcantes (ibi dem: 46–47).

Gracias a esta diferenciación de esferas, las asociaciones pueden tener una vida propia sin sufrir la "colonización" del poder y el dinero. Es más, desde su interior puede desarrollar mecanismos para controlar y vigilar las actividades de las empresas y del Estado.

Ya que hemos llamado causa al concepto "sociedad civil", lo primero que resalta es que se trata de un término ambiguo, el cual se ha prestado a las más diversas interpretaciones, incluso contradictorias entre sí. Después de caer en desuso por un largo periodo, volvió por sus fueros bajo la agitación de los movimientos populares, que, finalmente, provocaron la caída del comunismo en los países de Europa del Este. Ernst Gellner, por ejemplo, afirma: "La turbulencia en Europa del Este, que culminó con los dramáticos acontecimientos de 1989, trajo consigo un poderoso resurgimiento en el interés de la noción sociedad civil" (Gellner, 1991: 495). A este comentario podríamos agregar el parecer de uno de los pioneros en la materia, John Keane, para quien el actual interés por el término sociedad civil es incluso mayor que en la época en que nació y maduró, o sea, entre 1750 y 1850 (Keane, 1998: 32). La recuperación del concepto sociedad civil camina de la mano con la necesidad de precisar su contenido. Dejar atrás la manía de considerarla una categoría residual en la que se puede depositar todo lo que no entra en el ámbito de la economía o de la política.

De hecho, en el origen de la filosofía política moderna la sociedad civil tardó en diferenciarse de las otras dos esferas. Específicamente, dentro de la escuela del derecho natural, la sociedad civil se hizo corresponder con la sociedad política. John Locke, por ejemplo, identificó lo "civil" con lo "político" (civitas y polis). El capítulo VII de su Segundo ensayo sobre el gobierno civil, publicado en 1690 junto con el Primer ensayo, se titula significativamente "De la sociedad política o civil" (Of political or civil society) (Locke, 1980).

Caso contrario fue el de Marx, quien hizo coincidir a la sociedad civil con la esfera económica. El fragmento canónico sobre esta relación se encuentra en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, fechado en enero de 1859. Allí dice que, después de haber estudiado críticamente a Hegel y en particular su concepto de "sociedad civil", dedujo que las relaciones jurídicas, políticas y culturales, así como las formas de Estado no pueden explicarse por sí mismas, sino que tienen su origen en las condiciones materiales.1

Para Marx el verdadero motor de la historia no está en la superestructura (jurídico–política e ideológica). La causa eficiente de la vida material debe localizarse en las relaciones de producción (sociedad civil).

A decir verdad, ya antes de Marx, Hegel había distinguido lo civil (civitas) de lo político (polis). La diferenciación teórica que Hegel realiza está vinculada al fenómeno que consideró como el rasgo distintivo del mundo moderno: la separación entre la esfera política y la esfera civil. Fenómeno ausente en anteriores etapas de la evolución humana ("el descubrimiento de la sociedad civil pertenece al mundo moderno").

Ciertamente, los iusnaturalistas habían dado el primer paso al separar, conceptualmente, la barbarie (estado de naturaleza) de la civilización (estado civil). Fue Jean Jacques Rousseau, en especial, fue quien más avanzó en la distinción entre la sociedad civilizada y el Estado político. Separación que le sirvió a Hegel como peldaño para presentar la diferencia entre el momento civil y el momento político. Como ha señalado acertadamente John Rawls: "Hegel mostró su relato de la sociedad civil como un acontecimiento de gran importancia; esto lo disingue de otros escritores. La sociedad civil, como él la concibió, fue algo nuevo para el Estado moderno y característico de la modernidad" (Rawls, 2000: 345).

Habría que especificar que el sistema hegeliano no está conformado por una dicotomía, como el sistema iusnaturalista, sino por una tricotomía. A saber, la familia, la sociedad civil y el Estado, que son los tres componentes de la eticidad (Sittlichkeit). En el concepto sociedad civil incluyó, a su vez, tres elementos fundamentales: 1) la mediación de las exigencias y la satisfacción de los requerimientos materiales del individuo, a través del trabajo o sistema de las necesidades; 2) la realidad de lo universal de la libertad contenido en la protección de la propiedad, mediante la administración de justicia; 3) la prevención contra la contingencia que subsiste en los dos anteriores sistemas, y el cuidado del interés particular en cuanto es también un interés común conocido como policía que, a grandes trazos, podríamos identificar con la administración pública; en este tercer renglón habla, incluso, de las corporaciones, es decir, el antecedente, dicho grosso modo, de las organizaciones civiles que irán madurando posteriormente.

Es importante destacar, para lo que se expondrá más adelante, la observación realizada por Axel Honneth en el sentido de que desde los escritos de Jena, Hegel puso cuidado en distinguir la comunidad prerreflexiva, cuyos vínculos de solidaridad han sido establecidos por la tradición y que no permiten algún examen crítico, frente a la integración social sustentada en la formación ética de la conciencia individual (Honneth, 1995: 136). Así es, la sociedad civil moderna tiene como punto primigenio en Hegel al individuo: "La persona concreta, que se manifiesta como finalidad particular, es un principio de la sociedad civil" (Hegel, 1993: 619). Es relevante mostrar el esquema general del espíritu objetivo de Hegel y, en especial, la forma en que está compuesta la sociedad civil, porque la concepción que de ella nos ha llegado tiene que ver con la perspectiva asumida por Marx, quien centró su atención en la parte relativa al "sistema de las necesidades".

Uno de los autores que contribuyó a fortalecer el estudio de la sociedad civil fue Antonio Gramsci. La novedad introducida por Gramsci, dentro del pensamiento marxista, consistió en ubicar a la sociedad civil en la superestructura, o sea, fuera del marco económico. En un fragmento de los Cuadernos de la cárcel, Gramsci afirma:

Por ahora, se pueden fijar dos grandes "planos" superestructurales, el que se puede llamar de la "sociedad civil", o sea, el conjunto de los organismos vulgarmente llamados "privados" y el de la "sociedad política o Estado" y que corresponden a la función de "hegemonía" que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad y al de "dominio directo" o de mando que se manifiesta en el Estado y en el gobierno "jurídico" (Gramsci, 1975: 1518).

En el rango de la superestructura utiliza la distinción entre la sociedad civil y la sociedad política, que responden, respectivamente, a la hegemonía cultural y a la coacción. Eso no quiere decir que Gramsci se mueva sólo en ese eje y que haya dejado a un lado el binomio compuesto por la estructura y la superestructura. Más bien, trabaja con dos dicotomías, por una parte, sociedad civil–sociedad política; por otra, estructura–superestructura. Esta peculiaridad es constatable en una serie de parejas derivadas: cuando hace referencia al antagonismo entre la sociedad civil y la sociedad política echa mano de las diferencias entre consenso y fuerza, persuasión y coerción, hegemonía y dictadura, dirección y dominio; mientras que cuando aborda la diferencia entre la estructura y la superestructura, distingue el momento económico del momento ético–político, así como las dicotomías necesidad–libertad, objetividad–subjetividad (Bobbio, 1968: 26).

De hecho, la época contemporánea en la que ha renacido el interés por la sociedad civil, a nuestro parecer, se caracteriza por la recuperación del pensamiento de Gramsci en cuanto para él el punto de cohesión de la sociedad civil se encuentra en la transmisión de creencias y en la formación de la organización y la voluntad colectiva. Desde este mirador observó que hay periodos históricos en los cuales los grupos en el poder logran establecer una hegemonía cultural; pero hay otros periodos en los que esa hegemonía viene a menos. De esta manera, se inicia una crisis que puede dar pie a un proceso de transformación ascendente o a un proceso degenerativo. La clave es que allí, en la sociedad civil, es donde se define el destino de los cambios epocales. Para el fundador del Partido Comunista Italiano la organización autónoma de la sociedad y la conquista de las conciencias constituía el punto de arranque de las mutaciones políticas y económicas. La sociedad civil, "es la esfera en la que se forma la identidad, la integración social y la reproducción cultural y aunque las relaciones económicas y el Estado desempeñan un cierto rol en este contexto, su función es, o debe ser, de apoyo no de factor determinante" (Chambers, 2002: 91).

En la ruta marcada por Gramsci, aunque sin adherirse a sus planteamientos revolucionarios, la gran mayoría de los autores que estudian la sociedad civil en la actualidad, consciente o inconscientemente, han puesto énfasis en la distinción de esferas, es decir, entre la política, la sociedad civil (como esfera en la que se crean y modifican la cultura y las costumbres) y la economía. Véase, por ejemplo, la definición proporcionada por Benjamín Barber:

La sociedad civil, o el espacio cívico, ocupa un lugar intermedio entre el gobierno y el sector privado. No es donde votamos ni tampoco es donde compramos y vendemos; es, más bien, donde hablamos con nuestros vecinos sobre la seguridad mutua, donde planeamos los beneficios de nuestra comunidad escolar, discutimos la manera en que nuestra iglesia o sinagoga puede ayudar a los menesterosos u organizar un torneo de verano para nuestros niños. En ese dominio, nos convertimos en seres "públicos" y compartimos con el gobierno el sentido de la publicidad y el interés por el bien general de la república; pero, a diferencia del gobierno, no reclamamos para nosotros el monopolio de la coacción física legítima. Más bien, en ese dominio trabajamos voluntariamente y, en tal virtud, habitamos un terreno privado dedicado a la cooperación (no coercitiva) encaminada a producir bienes públicos. Esta esfera de cercanía y colaboración de la sociedad civil comparte con el sector privado el don de la libertad: es voluntaria y está constituida por individuos y grupos libremente asociados; pero, a diferencia del sector privado se encamina a establecer formas de acción basadas en un terreno común consensado (esto es, integrativo y colaborativo). La sociedad civil, por ello mismo, es pública sin ser coercitiva, voluntaria sin ser privatista. En ella se localizan instituciones como fundaciones, escuelas, iglesias, agrupaciones de interés público y otras asociaciones cívicas voluntarias. Los medios de comunicación también son parte de la sociedad civil, siempre y cuando asuman sus responsabilidades públicas seriamente y subordinan los apetitos comerciales a sus obligaciones civiles (Barber, 1996: 281).

Por ello mismo, la sociedad civil no puede mantenerse como una instancia opuesta sistemáticamente al mercado o al Estado; ella, por el contrario, tiene que interactuar con la vida económica y con la vida pública sin confundirse con alguna de esas instancias.

La participación en las organizaciones civiles —como sostenía Alexis de Tocqueville, precursor del estudio de la sociedad civil y del asociacionismo— es la escuela elemental de la democracia. Allí se aprenden las primeras letras de lo que es el gobierno popular; en ellas se practica la tolerancia, la moderación, el compromiso social y el respeto por los puntos de vista ajenos; de manera semejante, allí se toma contacto inicial con la formación de los consensos y el respeto de los disensos.

Aquí aparece una verdadera y propia novedad respecto de las agrupaciones premodernas que subordinaban al individuo a lo que dispusiera el colectivo. Las asociaciones modernas en realidad rompieron con esa herencia autoritaria y produjeron la autonomía individual. Y ése sigue siendo su cometido fundamental: individuos libre en asociaciones libres. Dicho de otra manera: con la libertad de asociación se conquistó el derecho de decir no a la asociación.

Como indica Mark Warren, Alexis de Tocqueville fue quien relacionó estrechamente el asociacionismo con la democracia. Esta vinculación se logró a partir de la conformación de las llamadas "asociaciones secundarias". Veamos:

Fue Tocqueville quien enriqueció el concepto moderno de asociación [...] En particular, las asociaciones secundarias pueden integrar y socializar, generando vínculos que pueden reemplazar la forma de organización del corporativismo jerárquico por vínculos horizontales. El individualismo anómico puede ocurrir si las jerarquías corporativas que definen las Órdenes sociales feudales son reemplazadas únicamente por las asociaciones primarias de amigos y familiares. Las asociaciones secundarias, en contraste, sustraen a los individuos de sus lazos primarios, posibilitando acciones colectivas benéficas, así como el cultivo de la sensibilidad ética del "autointerés entendido correctamente", que lleva a los individuos a reconocer su interdependencia en sentido más amplio (Warren, 2001: 42).

El campo de observación de Tocqueville fue la sociedad norteamericana. Allí los colonos llegados de Europa tenían que valerse de su propia fuerza y astucia para poder sobrevivir. No había un gobierno preexistente. Desde la base de las propias asociaciones de emigrantes se tenía que hacer todo. El autogobierno civil fue la forma de organización más común y más segura. Evidentemente, una base social sólida es altamente propicia para darle un soporte real al gobierno democrático. Esa es la naturaleza de la democracia en los Estados Unidos:

La sociedad obra allí por sí misma y sobre sí misma. No existe poder sino dentro de su seno; no se encuentra casi a nadie que se atreva a concebir y sobre todo a expresar la idea de buscar ese poder en otro lado. El pueblo participa en la composición de las leyes por la selección de los legisladores, en su aplicación por la elección de los agentes del poder ejecutivo y se puede decir que del mismo gobierno, tan restringida y débil es la parte dejada a la administración y tanto se resiente ésta en su origen popular, obedeciendo al poder del que emana. El pueblo dirige el mundo norteamericano como Dios lo hace con el universo. Él es la causa y el fin de todas las cosas. Todo sale de él y todo vuelve a absorberse en su seno (Tocqueville, 1978: 76).

Entre los autores más cercanos a la herencia tocquevilliana y, por lo tanto, liberal, se encuentra Robert D. Putnam, quien en el libro Making democracy work, resalta la agudeza de Tocqueville para ubicar el aspecto sobresaliente de la democracia moderna, la fuerza del asociacionismo. Para reforzar su argumentación en torno al vínculo entre la democracia y el asociacionismo, Putnam se refiere al libro de Gabriel A. Almond y Sydney Verba, Civic culture. Después de haber extraído evidencias empíricas de cinco naciones, estos autores llegaron a la siguiente conclusión: "Los miembros de las asociaciones despliegan una sofisticación política mayor, confianza social, participación política y 'competencia cívica subjetiva'. La participación en las organizaciones cívicas despierta destrezas cooperativas así como el sentido de responsabilidad compartida para llevar a cabo esfuerzos colectivos" (Almond y Verba, 1989: 266–306, citado por Putnam, 1993: 90). Este sentido cívico constituye un círculo virtuoso al provocar que en el seno de la sociedad civil surja una extensa red de organizaciones, que contribuyen a establecer una colaboración efectiva.

En otro estudio comparativo, en este caso entre los países desarrollados y los países subdesarrollados, Milt on Esman y Norman Uphoff concluyeron que la clave para alcanzar altos niveles de productividad económica consistía en la formación de asociaciones de productores con una base de confianza mutua:

Una vigorosa red de organizaciones basadas en la pertenencia grupal es esencial para cualquier esfuerzo serio con vistas a superar la pobreza extrema en condiciones que tienden a prevalecer en la mayoría de los países en desarrollo [... ] Mientras que algunos componentes —inversiones en infraestructura, políticas públicas de apoyo, tecnologías apropiadas e instituciones burocráticas y empresariales— son necesarios, nosotros no podemos visualizar alguna estrategia de desarrollo rural que combine el crecimiento de la productividad con la más amplia distribución de los beneficios, en la que las organizaciones participativas locales no sean predominantes (Milton y Uphoff, 1984: 40, citado por Putnam, 1993: 90).

La afirmación de Esman y Uphoff coincide polémicamente con lo expuesto por Banfield, quien estudió la vida en Montegrano, Italia. Banfield expone las razones por las cuales, a su parecer, la pobreza extrema hizo mella en esa población:

La miseria y sus implicaciones se explican (aunque no de manera exhaustiva) por la falta de capacidad de los lugareños para moverse en pos del bien común o, de manera efectiva, en pos de cualquier propósito que vaya más allá del interés material más inmediato del núcleo familiar (ibidem: 91).

En el contraste integración–desintegración encontramos la vía para explicar, en parte, el progreso o el atraso social. Por un lado, Esman y Uphoff reconocen que las redes de confianza, cooperación, participación y fidelidad grupal son un factor de desarrollo; por otro, Banfield encuentra que la carencia de interés en sumar las energías individuales para alcanzar propósitos colectivos trae como consecuencia la pobreza.

Esa presencia o ausencia de colaboración entre las personas es lo que hace hablar a Putnam del "capital social". Para ilustrar el contenido de este concepto se apoya en los planteamientos de dos padres del liberalismo: "Es importante para nuestro proyecto el hecho de que el trabajo reciente sobre el capital social proviene del eco de las tesis de los teóricos del pensamiento clásico como Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill acerca de que la democracia en sí misma depende de un compromiso activo de los ciudadanos en los asuntos de la comunidad" (Putnam, 2002: 6). Putnam realizó su ya famosa investigación —que le llevó cerca de 25 años— en torno a las reformas institucionales emprendidas en Italia en los años setenta. Esa investigación quedó plasmada en el libro Making democracy work. Su cometido fue conocer la manera en que los órganos de gobierno se adaptan a los ambientes sociales en los que operan. No sabía a lo que se iba a enfrentar ni lo que podía resultar de su estudio. La conclusión fue sorprendente: una relación directa entre las "regiones cívicas", ricas y desarrolladas del norte —como la Emilia Romagna— y la existencia de capital social, en tanto que las comunidades "menos cívicas" del sur —como Basilicata— registraron una falta de ese capital social:

Los ciudadanos en las comunidades cívicas, se dice, tratan uno con otro en términos justos y esperan la misma reciprocidad. Ellos confían en que sus gobiernos alcancen altos estándares de eficiencia, y de manera voluntaria obedecen las leyes que ellos mismos se han dado [...] En las comunidades menos cívicas, en contraste, la vida está en riesgo, los ciudadanos son desconfiados y las leyes impuestas desde arriba están hechas para ser violadas (Putnam, 1993: 111).

La honestidad es un rasgo dominante en las primeras; la corrupción lo es en las segundas. En el norte de la península itálica las relaciones económicas y de poder son más igualitarias; en el sur, en cambio, esas relaciones son jerárquicas y clientelares. En un caso el orden público está garantizado por el apego voluntario a la ley; en el otro, el "orden" descansa en el uso continuo de la fuerza tanto privada como publica: "Ante la ausencia de solidaridad y autodisciplina, la jerarquía y la fuerza proporcionan la única alternativa frente a la anarquía" (ibidem: 112).

El término capital social, entendido como el conjunto de redes y normas asociativas de reciprocidad, es un concepto de uso frecuente en las ciencias sociales, en la política práctica e incluso en los organismos internacionales que cada vez con más frecuencia recurren a él para impulsar el desarrollo económico. Sin embargo, pocos conocen el origen de este término. Putnam, profesor de la universidad de Harvard, en otro libro, Democracies influx (The evolution of social capital in contemporary society), se encargó de dilucidar el enigma acerca de la simiente de tal concepto. Hace aproximadamente un siglo L. Judson Hanifan, un joven educador y reformador social, preparado en las mejores universidades de los Estados Unidos, regresó a su natal West Virginia para trabajar en el sistema escolar del medio rural. Progresivamente llegó a la conclusión de que los graves problemas sociales, económicos y políticos de las comunidades sólo podían ser resueltos mediante el fortalecimiento de las redes de confianza entre los coasociados. Observó que las costumbres de ayuda entre los hombres del campo y el compromiso cívico estaban cayendo en desuso. Esta reversión dio paso al aislamiento familiar y el estancamiento grupal.

Con esta preocupación Hanifan escribió en 1920 el libro Community Center. Allí urgió a renovar los vínculos de las asociaciones civiles para reforzar la democracia y el desarrollo económico. Él fue quien acuñó el término capital social, y lo explicó de la siguiente manera:

Al usar el término capital social no hago referencia a la acepción en que comúnmente se usa el término capital, más que en un sentido figurado. No hago alusión a algún bien pecuniario o a una propiedad personal o a dinero en efectivo, sino más bien a aquello que en la vida cotidiana de las personas es una materia tangible que cuenta. O sea, la buena voluntad, compañerismo, simpatía, relaciones sociales entre los individuos y las familias que construyen la unidad sotial [...] El individuo, en términos sociales, está desamparado si se deja solo [... ] Si, en cambio, él entra en contacto con su vecino, y ellos con otros vecinos, allí habrá una acumulación de capital social, que quizá satisfaga inmediatamente sus necesidades sociales y acaso albergue la capacidad suficiente para mejorar sustancialmente las condiciones de vida de la comunidad en su conjunto (Hanifan, 1920: 9–10, cit. por Putnam, 2002: 4).

Hanifan resaltó los beneficios individuales y colectivos que podría traer el capital social porque, a su entender, la sociedad, como un todo, se podría beneficiar de la cooperación entre sus componentes. De la misma manera, el individuo podría encontrar en la asociación la ventaja del auxilio de los demás, la simpatía y el apoyo entre amigos "cuando las personas de una determinada comunidad se han conocido lo suficiente y han creado el hábito de juntarse ocasionalmente para el entretenimiento, la interacción sotial y el gozo personal, luego, por la habilidad de liderazgo, este capital sotial probablemente sea dirigido hacia el mejoramiento general del bienestar de la comunidad" (Hanifan, 1916: 130–138, citado por Putnam, 2002: 4–5). Por eso mismo es necesario aclarar que el capital social no es un bien que pueda ser cuantificado (aunque Putnam utiliza ciertas variables empíricas para reforzar sus argumentos). Como él mismo dice: "Si concebimos a la política como una industria, quizá la disfrutaremos en su nueva eficiencia para ahorrar trabajo, pero si nosotros pensamos en ella como una deliberación democrática, el no incluir a la gente significa perder todo el sentido de la argumentación" (Putnam, 2000: 40). Para Putnam hay, pues, un continum entre asociación y deliberación para construir y sostener la democracia. No hay una rivalidad entre democracia asociativa y democracia deliberativa como hoy se está presentando esta polaridad en el debate entre corrientes de pensamiento.

Como puede deducirse por lo que se ha expuesto hasta aquí, la obra de Robert D. Putnam adopta una posición especial en la polémica entre liberales y comunitaristas. Él reconoce que el pensamiento político y social contemporáneo está basado en la distinción, expuesta por Ferdinand Tönnies en su libro Gemeinschaft undgesellschaft (Comunidad y sociedad) entre las relaciones tradicionales y las relaciones modernas: "El pensamiento social contemporáneo ha tomado del sociólogo alemán del siglo XIX Ferdinand Tönnies la distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft, esto es, entre una comunidad tradicional, en pequeña escala y cara a cara interacción basada en un sentido universal de solidaridad y una sociedad moderna, racionalista e impersonal sustentada en el autointerés" (Putnam, 1993: 114). De acuerdo con Putnam este planteamiento dicotómico llevaría a la imposibilidad de hablar de una "comunidad cívica", término de uso frecuente en sus escritos, porque según la creencia más extendida la "comunidad" es simple y arcaica, en tanto que el concepto "civil" implica complejidad y modernidad.

La comunidad, para Tönnies, es una unión forjada en la identidad consanguínea y en el establecimiento de fuertes lazos afectivos. La comunidad es reconocible porque en ella, desde tiempos inmemoriales, se comparten un mismo espacio, una misma lengua y las mismas costumbres. En contraste, la sociedad se forma por motivos racionales e impersonales a raíz de que la vida asociativa se vuelve más compleja y dinámica: "La Gemeinschaft (comunidad) es antigua; la Gesellschaft (asociación) es reciente en tanto que dominación y fenómeno social [...] Donde quiera que la cultura urbana florezca y alumbre, aparecerá la Gesellschaft como órgano indispensable [...] toda alabanza de la vida rural ha reparado en que la Gemeinschaft (comunidad) de sus gentes es más fuerte y se mantiene más viva".2 La vida comunitaria se desenvuelve en el contacto permanente con la tierra, en el enclave de parentesco y con la guía de una autoridad natural establecida por la tradición; la vida social, por el contrario, se desarrolla en la economía comercial e industrial, más allá del núcleo tribal y con base en una autoridad formada en razón del derecho estatuido.

Frente a la aparente imposibilidad de conjugar ambos conceptos, es decir, comunidad y sociedad, de acuerdo con Putnam, el espacio vacío sería ocupado por las antiguas formas de integración tribal y la sumisión inmediata, acrítica al orden heredado, o por la moderna aglomeración, la tecnología avanzada pero deshumanizada que induce a la pasividad cívica y al egoísmo.

Putnam observó en Italia que, ciertamente, las comunidades del sur mostraron ser las menos desarrolladas y están marcadas por la jerarquía, la violencia y la explotación. En Calabria, por ejemplo, no hay confianza cívica ni muchas asociaciones independientes frente a los poderes fácticos. Emilia–Romagna es todo lo contrario: un lugar bullicioso, concurrido y una de las sociedades tecnológicas más avanzadas del planeta. Allí, el sentido de cooperación se plasma en una enorme cantidad de redes asociativas. A ello corresponde un gran espíritu público y un compromiso cívico.

A su parecer, el ejemplo de la Emilia–Romagna conduce a confirmar que la "comunidad cívica" sí puede existir junto con los atributos propios de la modernidad. Teniendo como referencia esta cualidad, Putnam afirma:

Las regiones más cívicas de Italia —las comunidades en las que los ciudadanos se sienten fortalecidos para vincularse en las deliberaciones colectivas en torno a las opciones públicas y en donde esas opciones son traducidas de manera más completa en políticas públicas efectivas— incluyen algunas de las localidades y ciudades más modernas de la península. La modernización no necesita muestras del hundimiento de la comunidad cívica (ibidem: 115).

Donde florece la integración social hay, por sólo citar algunos ejemplos, un gran número de grupos corales, clubes de futbol, excursionismo y, también, asociaciones de rotarios. Se leen más periódicos. Los ciudadanos están más comprometidos con la solución de temas de interés público y no piensan en la política como aquel conjunto de relaciones de subordinación patronal que condenan a los individuos en una minoría de edad permanente. Los ciudadanos creen en el gobierno democrático y tienen disposición para establecer compromisos con sus adversarios políticos. Esto se debe, entre otras cosas, a que los ciudadanos y los líderes congenian: "Las redes sociales y políticas están organizadas de manera horizontal, no de forma jerárquica. La comunidad valora la solidaridad, el compromiso cívico, la cooperación y la honestidad. El gobierno funciona" (idem).

El contraste es radical respecto de lo que Putnam llama "comunidades inciviles". Allí la vida pública está organizada de manera patrimonial. El concepto de ciudadanía es muy escuálido. La visión popular que se tiene de los asuntos públicos es que se trata, en realidad, de un negocio de los encumbrados y no un tema de interés para los individuos comunes y corrientes. Muy poca gente toma parte en las deliberaciones sobre el bienestar público. Si, en todo caso, se puede hablar de una participación en política, dicha participación es entendida como dependencia personal hacia alguno de los jerarcas y no como un propósito colectivo. La vinculación con algún tipo de asociación social es escasa. En consonancia con esta mentalidad, se habla en tono de burla de los principios que caracterizan a la democracia. En la forma de pensar de los individuos las leyes fueron hechas para ser violadas. Igual que en el estado de naturaleza de Spinoza, "quien tiene más poder tiene más derecho". Al estar atrapadas en este círculo vicioso las personas se sienten desamparadas, explotadas e infelices.3

Ahora bien, reflexionando sobre la comunidad cívica de Putnam debemos decir que, si nos atenemos a la definición estricta de "comunidad", caracterizada por la homogeneidad de costumbres, el apego a la tradición, la identidad racial y religiosa, así como por la presencia de una interpretación del mundo de carácter mágico–teológico, nos daremos cuenta de que esa definición clásica no tiene nada que ver con la susodicha "comunidad cívica". La suya, a nuestro parecer, es una caracterización moderna de la sociedad civil en el nivel en el que los lazos de integración grupal son más visibles y producen resultados económicos y políticos tangibles. Este autor admite la presencia del conflicto pacífico como motor del progreso, la educación democrática, las instituciones representativas y la presencia del pluralismo junto con la separación de lo público y lo privado, cosa que jamás podría ser aceptado en una comunidad tradicional. De esta argumentación resulta que Putnam no puede ser incluido en el mismo rango en el que se adscriben Michael Sandel (1998), Michael Walzer (1983), Alasdire MacIntyre (1984), Daniel A. Bell (1993) y Charles Taylor (1994). Ciertamente, en ellos la idea de la comunidad adopta muy diferentes maneras, desde la solidaridad de clase o la prioridad de los derechos políticos sobre los derechos individuales hasta la identidad étnica y cultural. En sus versiones más radicales el comunitarismo se manifiesta contrario a la filosofía de la ilustración, la modernidad y el espíritu de la democracia–liberal representativa, sobre todo en lo que se refiere a los principios de la libertad y la igualdad. Para los comunitaristas hay una prioridad del grupo sobre el individuo.

Lo que a mi parecer distingue la posición de Putnam frente a los comunitaristas más conspicuos es la importancia que guarda el individuo en la asociación, y que hemos subrayado aquí como una característica básica de la sociedad civil moderna; la aceptación del individualismo moderno sobre cualquier tipo de adscripción colectiva. De hecho, junto a lo que él llama —a mi parecer incorrectamente— "comunidad cívica" está el "principio de asociación" (1993: 139).4 La "comunidad cívica" podría tener como sinónimo "asociación cívica" y sería, incluso, más ilustrativa de lo que quiere decir cuando habla del "capital social". A fin de cuentas lo que le interesa no es adherirse al comunitarismo junto con sus reivindicaciones centradas en los derechos colectivos, más bien lo que quiere es resaltar la diferencia entre los grados de avance que registran las sociedades que cubren las características de cívicas y las agrupaciones inciviles. Las primeras se identifican con la democracia, en tanto que las segundas generalmente han sido sometidas a la dominación autocrática. La sociedad incivil está estrechamente vinculada al patrimonialismo. En esos grupos no existe el sentido de reciprocidad horizontal y de obligación cívica. Putnam señala que para él la distinción relevante no es entre la presencia o ausencia de lazos sociales, sino más bien entre los vínculos horizontales de ayuda mutua y las relaciones verticales de dependencia y subordinación.

Esas relaciones verticales han derivado en nuestro tiempo en lo que se conoce como clientelismo. Ahora bien, el clientelismo es producto de una sociedad fragmentada. La fragmentación entre los individuos hace que ellos no sientan ningún compromiso más que con el hombre de poder que les acerca recursos económicos para su sostenimiento. Para los individuos que viven en esta situación el clientelismo es el remedio ante una sociedad deslavazada o anémica. Allí la gente se relaciona no con base en la confianza mutua sino simple y sencillamente por necesidad.

En la base del clientelismo siguen existiendo relaciones de tipo arcaico entrelazadas con los nuevos sectores urbanos, la presencia del poder eclesiástico y una clase política corrupta. Este es, desde luego, un ambiente propicio para la reproducción del sistema patrimonial en los términos en que Max Weber lo describió:

Las relaciones psicológicas y formales entre el señor y el súbdito aquí están reguladas meramente de acuerdo con los intereses del amo y la distribución del poder. La relación de dependencia en sí misma continúa estando sustentada en la lealtad y la fidelidad. No obstante, esta relación, a pesar de que constituye al principio una dominación unilateral, siempre implica el reclamo de correspondencia por parte de los súbditos, y esta exigencia "naturalmente" adquiere reconocimiento social y se vuelve una costumbre (Weber, 1978: 1010).

El patrimonialismo se sustenta en la disposición, por parte de los funcionarios gubernamentales, de los recursos públicos. En efecto, quienes ostentan cargos de cierto relieve hacen y deshacen a su antojo en materia de manejo de dinero, servicios, bienes muebles e inmuebles y de las propias instituciones del Estado. Lo que debería ser usado para el bien colectivo queda a merced de esos funcionarios para usufructo privado. Ellos deciden, a capricho, a quién beneficiar y a quién perjudicar, según criterios de conveniencia y oportunidad. Les interesa tener fragmentada o embrutecida a la sociedad; que ésta tenga la atención puesta hacia arriba para esperar que de allí salga la dádiva que los satisfaga:

La gente teme la exclusión del sistema patrón–cliente, porque sólo eso les asegura la subsistencia, junto con la necesaria intermediación de las distantes autoridades estatales y una especie de programa de bienestar muy elemental de carácter privado (pensiones para viudas y huérfanos así como eventuales "gratificaciones"), que se aplica en la medida en que el individuo permanece sumiso, fiel al estamento y "disponible" para engrosar los contingentes de corifeos que necesita el padre–patrón (Putnam, 1993: 145).5

En vez de que esto provoque "capital social" el ejercicio de la política arcaica genera una especie de "capital patronal" (este concepto no es usado por Putnam, pero puede ser deducido a partir de lo opuesto al capital social). El esfuerzo realizado por un grupo o una sociedad reditúa jugosos dividendos al hombre situado en el centro de mando y a las castas superiores, no al conjunto de los individuos que viven en ese sistema.

Otro indicador de importancia en la distinción entre las zonas cívicas e inciviles es el nivel educativo. Como una constante, se encontró que la educación es uno de los factores más poderosos para elevar el compromiso cívico y la formación del capital social, en tanto que la ignorancia y la enajenación son elementos propios de la incivilidad y la carencia de perspectivas de desarrollo personal o social.

Putnam echa mano de ejemplos para ilustrar lo que es la incivilidad y la civilidad. En el primer aspecto menciona comunidades en las que pueden llegar a ser tan fuertes las normas en contra de la deserción, que miembros al borde de incumplir sus compromisos con el grupo han optado por el suicidio o por vender a sus hijas. Aquí menciona algunas aldeas nigerianas en las que la sola amenaza del ostracismo, es decir, de ser expulsados del clan, es una amenaza que mantiene integradas a las personas. Por lo que se refiere al segundo aspecto, es interesante resaltar que Putnam menciona, concretamente, el ejemplo de la Ciudad de México en los siguientes términos:

En la más difusa, sociedad impersonal de la ciudad de México de nuestros días, en contraste, redes mucho más complejas de confianza mutua deben ser tejidas al mismo tiempo para sostener las cajas de ahorro (rotating credit associations). Vélez–Ibañez ha descrito un floreciente abanico de cajas de ahorro que se extienden a lo largo y ancho de la trama social. Ese floreciente abanico está basado en la confianza (reciprocidad generalizada y confianza mutua). Dice Vélez–Ibañez: "Los vínculos de confianza han de ser directos e indirectos y varían en calidad e intensidad. En muchos casos, los miembros dependen de la confianza de otros para completar sus obligaciones, desde el momento en que ellos saben poco acerca de los demás involucrados en la caja de ahorro. Tal como un informante lo planteó, la 'confianza mutua se otorga'" (Putnam, 1993: 168).

Resultar alentador que la Ciudad de México sea mencionada como una urbe en la que está germinando el capital social. Sin embargo, si somos rigurosos en el análisis, lo cierto es que México, como país, al igual que Italia, todavía padece el sistema patrimonial. La presencia de las relaciones patrón–cliente es innegable e incluso preocupante porque en vez de disminuir parece acrecentarse incluso en el vértice del poder. En ambos países hay una pugna entre fuerzas que quieren la renovación democrática y corrientes interesadas en sacar ventaja y, por lo tanto, reproducir el sistema patrimonial. Para usar los términos aquí convenidos, hay una lucha entre franjas inciviles e inciviles; entre el capital social y el capital patronal. No importa tanto si el capital social tiene mejores condiciones en el sur o en el norte de un país o si está localizado en ciertas ciudades, lo relevante es ver la forma en que se promueve o desalienta en su conjunto en la relación Estado–sociedad. Desde esta perspectiva preocupa que el patrimonialismo se haya convertido en una forma de hacer política en todos los niveles.

Una de las afirmaciones más contundentes que Putnam realiza en su libro Making democracy work, vale la pena mencionarlo, es la siguiente: "La confianza es un componente esencial del capital social" (ibidem: 170). Por lógica deducción, la desconfianza es entonces un elemento fundamental del capital patronal. Ambos polos no son estáticos. A veces uno avanza y el otro retrocede, y viceversa. En el caso del capital social, éste se crea y reproduce con la formación de círculos virtuosos. El punto es que, como todas las formas de capital, el capital social muestra sus ventajas para quienes lo poseen; tiende a distribuirse en cuanto es visto como un bien de todos los involucrados. Los éxitos en pequeña escala animan a las asociaciones cívicas a incrementar su acción para resolver problemas más amplios, mediante la expansión de su campo de acción. Por el contrario, el capital patronal se crea y reproduce con la conformación de círculos viciosos. Igualmente muestra sus ventajas para quien lo posee; en este caso tiende a concentrarse en cuanto es visto como un bien del señor y su séquito. En estas condiciones, lo que Gramsci llamó la lucha por la hegemonía tiene lugar en condiciones paradójicas, porque ahora se quiere obtener la legitimidad con base en la reproducción de antiguos patrones clientelares por medio de sofisticados mecanismos publicitarios. En el lado opuesto hay tendencias que pugnan a favor de la democracia y que no tienen acceso a esas formas de propaganda, pero que tienen a su favor la convicción y una fuerza moral nada despreciable. Se presenta así una lucha por la construcción de círculos viciosos y el empeño de establecer círculos virtuosos. Ambos conceptos, es decir, círculo virtuoso y círculo vicioso son usados por Putnam para señalar la dinámica contradictoria en la que se desenvuelven las comunidades cívicas y las comunidades inciviles, así como el terreno que están disputando en la arena nacional.

Albert Hirschman ha llamado a ciertas formas de acción colectiva "recursos morales", esto es, recursos cuyo suministro se incrementa conforme más se utilizan. Mientras dos personas se respaldan mutuamente, mayor será la confianza entre ellas. De manera correspondiente, la desconfianza es difícil de erradicar porque frena a la gente al momento de querer salir de la desgracia. El factor "necesidad" las obliga a ser cómplices de quienes tienen el poder: "Una vez que se inicia la desconfianza se vuelve casi imposible saber si fue justificado o no caer en ella, pero el asunto es que ella tiene la capacidad de autocumplirse" (idem). En las circunstancias en las que hay una oleada regresiva y anticivil, los recursos morales de los que habla Hirschman se convierten, en consecuencia, en una lucha de resistencia contra la sinrazón y en un punto de apoyo fundamental para revertir el proceso degenerativo.

Putnam se apoya en lo dicho por Antonio Genovesi, un economista napolitano del siglo XVIII, quien mostró gráficamente la ausencia de confianza como un factor en contra del desarrollo político y económico. Sin confianza, no hay certeza en los contratos y, por lo tanto, la ley ve mermada su fuerza. En una condición de tal naturaleza, dice Genovesi, la sociedad queda reducida a una situación semisalvaje; la economía tenderá, tarde o temprano a resentir los efectos del retroceso político. En contraste, la confianza ha sido el ingrediente clave que ha sostenido el dinamismo económico y la actuación honesta del gobierno. La cooperación brota en todos los terrenos: entre el legislativo y el ejecutivo, entre los trabajadores y los empresarios, entre los partidos políticos, entre el gobierno y los grupos privados: "La confianza lubrica la cooperación. Mientras mayor es el nivel de confianza en una asociación, mayor será, de manera correspondiente, la probabilidad de colaboración. A su vez, la cooperación nutre la confianza. La acumulación constante de capital social es una parte crucial de la historia que está detrás del círculo virtuoso de la Italia cívica" (ibidem: 171).

Aquí surge una pregunta básica a la cual aún no hemos respondido: ¿cómo se crea el círculo virtuoso propio del capital social? Putnam responde señalando que cualquier sociedad sea moderna, tradicional, autoritaria o democrática, feudal o capitalista se caracteriza por contar con una red comunicativa de relaciones, ya sea formal o informal. Algunas de estas redes son "horizontales", es decir, ponen en contacto agentes de un mismo estatus y poder. Otras redes son "verticales", o sea, relacionan agentes asimétricos que establecen vínculos jerárquicos de dependencia. Con base en esta distinción podemos observar que el capital social tiende a germinar, sobre todo, en las relaciones de tipo horizontal que se caracterizan por contar con un alto grado de reciprocidad.

Putnam distingue dos tipos de reciprocidad: una primera que llama balanceada o específica; otra generalizada o difusa:

La reciprocidad balanceada se refiere a un intercambio simultáneo de objetos de valor equivalente como cuando los compañeros de trabajo intercambian regalos o los congresistas cuando se echan la mano para aprobar ciertas iniciativas de ley. En cambio, la reciprocidad generalizada se refiere a una relación continua de intercambio que en un momento determinado no es requerida o no balanceada, pero que involucra mutuas expectativas de que un beneficio seguro será recompensado en el futuro (ibidem: 172).

La cuestión es que la reciprocidad generalizada es un componente altamente productivo del capital social. La norma de la reciprocidad generalizada sirve para conciliar el interés personal con el interés colectivo. El altruismo desinteresado puede ser recompensando tarde o temprano por una acción que directa o indirectamente nos beneficie. "Hoy por ti, mañana por mí", según reza el refrán. Si esta idea se repite y cristaliza en una red de intercambios la asociación junto con los miembros que la componen se verá favorecida. A su vez, si esto se convierte en una práctica cotidiana el resultado será que los individuos la incorporarán en su fuero interno e incluirán en sus comportamientos. La colaboración se hará extensiva junto con la convicción de cooperar para que todos obtengan alguna compensación por el hecho de trabajar juntos en vez de arreglárselas por su cuenta.

Lo contrario sucede con las relaciones verticales o clientelares en las que no importa cuán densa e importante sean para los participantes. Ellas nunca podrán sustentarse en la confianza y la reciprocidad mutua. Putnam dice al respecto: "La relación patrón–cliente, ciertamente supone intercambio personal y obligaciones recíprocas, pero aquí el intercambio es vertical y las obligaciones asimétricas. Pitt–Rivers llama al clientelismo 'amistad torcida'" (ibidem: 174). En esta serie de argumentaciones encontramos un factor más que aleja a Putnam del comunitarismo. Me refiero a la indicación de que los vínculos de reciprocidad tienden a ser limitados en círculos en los que la segregación es un punto característico del grupo. En cambio, las redes de compromiso cívico que entrecruzan la trama social sin restricciones se erigen como una parte sustancial de las reservas de capital social.

Putnam, a semejanza de la gran mayoría de los estudiosos de la sociedad civil, no pone en el centro gravitacional al Estado o al mercado. Para él desde la sede de las organizaciones sociales se puede fomentar de mejor manera el desarrollo económico:

normas y redes de compromiso cívico han fomentado el crecimiento económico en lugar de inhibirlo. Este efecto continúa hasta ahora. A lo largo de dos décadas desde el nacimiento de los gobiernos regionales, las regiones cívicas han crecido más rápido que las regiones con menos asociaciones y más estructuras jerárquicas, tomando su nivel de desarrollo desde 1970. Comparando dos regiones igualmente avanzadas en términos económicos en ese año, una de ellas con densas redes de compromiso cívico creció significativamente más rápido en los años subsecuentes (ibidem: 176).

Esto hace ver que una sociedad civil combinada con una buena administración pública genera efectos económicos realmente notables. Una mejor sociedad civil produce un buen gobierno, y estos dos factores sumados generan, a su vez, una economía robusta. Los ciudadanos que viven en las asociaciones cívicas esperan un buen gobierno y llevan a cabo esfuerzos concretos por obtenerlo. Solicitan servicios públicos eficientes y están preparados colectivamente para alcanzar ese objetivo. De esta manera: "el capital social, en cuanto se plasma en redes horizontales de compromiso cívico refuerza la actuación de la política y la economía, en lugar de lo contrario: sociedad fuerte, economía fuerte; sociedad fuerte, Estado fuerte" (idem). Esta ecuación echa por tierra los prejuicios tanto estatistas como neoliberales. Rompe con el falso dilema: o más Estado o más mercado. Durante largo tiempo nos enfrascamos en discusiones acerca de cuál parte de este binomio era la correcta, sin percatarnos de que había un tercer elemento en el que, en realidad, se encontraba la respuesta: la sociedad. Es lo que ha dicho, entre otros muchos analistas, Roberto Mangabeira Unger:

El foco principal del conflicto ideológico en todo el mundo está cambiando. La vieja disputa entre el estatismo y el privatismo, el mando y el mercado, está feneciendo. Está en proceso de ser reemplazado por una más prometedora rivalidad entre alternativas institucionales de la economía, la sociedad y el pluralismo político. La premisa básica de este nuevo conflicto está en que las economías de mercado, las sociedades civiles libres y las democracias representativas, pueden asumir muchas formas institucionales diferentes" (Mangabeira, 2001: 3).

La salida del dilema planteado entre el estatismo y el neoliberalismo podrá ser superado de muchas maneras, pero tendrá que contar con la consideración que aquí hemos expuesto en referencia al capital social, el cual emana, precisamente, de una sociedad civil activa que redunda en el fortalecimiento de la democracia. Para decirlo en los términos usados por Putnam:

La democracia no requiere que los ciudadanos sean santos desinteresados, no obstante, de diversas maneras ella asume que la mayor parte de nosotros y la mayor parte del tiempo resistirán la tentación de engañar. El capital social, la evidencia crecientemente así lo indica, fortalece nuestra mejor parte, y saca a flote lo mejor de nosotros. La actuación de nuestras instituciones democráticas depende en buena medida del capital social (Putnam, 2000: 349).

Desde la esfera de la sociedad civil, el círculo virtuoso que genera el capital social, compuesto por la confianza, el respeto de las leyes y las redes asociativas, tiende a reforzarse y a acumularse. Esos círculos virtuosos producen equilibrio social con altos niveles de cooperación, reciprocidad y compromiso cívico junto con el bienestar colectivo: "Para la estabilidad política, para la efectividad del gobierno e incluso para el progreso económico el capital social es quizá más importante que al capital físico y humano" (Putnam, 1993: 183). Y a la inversa, la ausencia de estos rasgos es propia de la comunidad incivil. La deserción, la desconfianza, la falta de compromiso cívico, la explotación, el aislamiento, el desorden y la enajenación mediática al lado del estancamiento se refuerzan mutuamente reproduciendo y acrecentando los círculos viciosos.

Después de once años de haber sido publicado Making Democracy Work, conviene preguntarse si el capital social y la democracia han mejorado o han empeorado en Italia. Al respecto, me atrevo a decir que, por desgracia, ambos procesos han sufrido una reversión de carácter patrimonialista con el arribo de un gobierno que apunta a obtener el consenso mediante prácticas clientelares. Con los mecanismos propios del marketing político se puso en marcha una operación que tiende a reforzar los lazos de supra a subordinación propios de la relación patrón–siervo. Eso camina de la mano con la confusión de las esferas económica, ideológica y política que, como bien dejó apuntado Norberto Bobbio, camina en sentido opuesto al programa de la modernidad y de la democracia.6 El capital social ha cedido terreno al capital patronal, la democracia ha sido suplida por una farsa que esconde peligrosas intenciones autocráticas. Aún así, ni el espíritu cívico italiano ni la lucha por la democracia están por desaparecer.

Son dos fuerzas presentes en una contienda que aún no está decidida. Existen espacios del tejido social que todavía no han sido contaminados por el patrimonialismo impulsado por la propaganda televisiva. En el caso de las asociaciones cívicas, por ejemplo, los comportamientos inadecuados deben ser desalentados y, complementariamente, se debe buscar el establecimiento de redes que vinculen a más sectores sociales interesados en defender la democracia: "En una sociedad caracterizada por densas redes de compromiso cívico, en las que la mayoría de la gente se apega a las normas civiles, es más fácil frenar y castigar a la eventual 'manzana podrida', de manera que la traición es más riesgosa y menos frecuente" (Putnam, 2000: 178). En el caso contrario, la manzana que no ha sufrido la descomposición tiende a ser infectada por el mal que aqueja a las otras, o sea, las relaciones verticales y clientelares se inclinan a desarticular los círculos virtuosos.

Vale la pena recordar que Putnam, para ilustrar la formación del capital social a gran escala, echa mano de las observaciones realizadas por Duglass North, quien compara los rasgos de la situación poscolonial entre Norte y Sudamérica tomando como referencia sus respectivos pasados coloniales. Se trata de una explicación aleccionadora en torno al grado de desarrollo de una y otra región junto con lo que señala para el caso italiano:

Después de la independencia, tanto los Estados Unidos como las repúblicas de América Latina compartieron esquemas constitucionales, recursos abundantes y oportunidades internacionales semejantes; pero los norteamericanos se beneficiaron de su descentralización, del patrimonio parlamentario inglés, en tanto que los latinoamericanos fueron maldecidos por el autoritarismo centralista, el patrimonialismo y el clientelismo que heredaron de la España del medioevo tardío. En nuestros términos, los norteamericanos recibieron el legado de la tradición cívica, mientras que los latinoamericanos fueron receptores de las tradiciones de la dependencia vertital y la explotación. El asunto no es que las preferencias y predilecciones específicas de Norte y Sudamérica difieren, sino que contextos sociales históricamente derivados muestran a ambos bajo un conjunto diferente de oportunidades e incentivos. El paralelo entre este contraste entre el Norte y el Sur de América y nuestro caso Italiano es sorprendente (ibidem: 179).

La conclusión a la que llega Putnam no puede ser más puntual. En las asociaciones cívicas de Italia hay una especie de contrato social entre los participantes. No es un convenio formalmente estipulado, es algo más importante que eso: un compromiso de índole moral de suerte que los individuos lo respetan no por una condicionante externa, sino por convicción propia. Dice Putnam:

El contrato social que sostiene la colaboración en la asociación cívica no es legal sino moral. La sanción por violar ese pacto no es penal, sino que es el castigo de la exclusión de la red de solidaridad y cooperación. Normas y expectativas juegan un papel importante. Como Thompson, Ellis y Wildavsky lo plantearon, "las formas de vida se hacen viables al clasificar ciertos comportamientos como valiosos y otros como indeseables o incluso inconcebibles." Una perspectiva del propio rol y las propias obligaciones como ciudadano, que hace pareja con el compromiso con la equidad política, es el cemento cultural de la asociación cívica (ibidem: 183).

En todo caso, ciertamente, la formación del capital social no es una tarea fácil, pero, como el mismo Putnam subraya, esa es la clave para hacer que la democracia funcione.

Luego de Making democracy work, Putnam continuó estudiando el tema del capital social e hizo objeto de sus pesquisas a la sociedad americana de la que él mismo dice sentirse orgulloso como baluarte de la formación civil de la voluntad y de la acción colectiva. Con refuerzos tanto argumentativos como empíricos para rastrear la huella de las asociaciones cívicas en su país, Putnam se dio a la tarea de mostrar los perfiles de la participación cívica en la Unión Americana y, en efecto, encontró muchos elementos que mostraron el alto nivel de interés por los asuntos colectivos. No obstante, encontró también indicadores que muestran un preocupante declive del grado de participación de los ciudadanos, en comparación con la forma en que sus padres y abuelos intervenían en la vida en común. Por eso llamó a su segunda obra Bowling alone, es decir, "jugando boliche solo". Entre los factores que explican este declive se encuentra la televisión. Escribe al respecto: "Más tiempo frente al televisor significa la disminución prácticamente de toda forma de participación cívica y de compromiso social" (Putnam, 2000: 228). El poder televisivo sustrae a las personas del contacto con sus semejantes y las introduce en una dimensión lúdica en la que los problemas reales y los conflictos internacionales se transforman en otro más de los botones que podemos oprimir a placer. La televisión es un estupefaciente que se consume con singular avidez; inhibe nuestra capacidad de raciocinio y de interacción con los demás: "así como la televisión privatiza nuestro tiempo libre, ella también privatiza nuestras actividades cívicas, obstruyendo nuestra interacción con nuestros semejantes incluso en un grado mayor de lo que hace con nuestras actividades políticas" (ibidem: 229).

En esta nueva investigación sobre la forma en que opera el capital social, Putnam reconoce que la dependencia de las personas respecto de la televisión no es solamente un componente más entre los varios que inciden negativamente en la participación civil, sino que ella es el agente fundamental que bloquea nuestra relación directa con los problemas comunes. El siguiente fragmento muestra el problema con nitidez:

La gente que dijo que la televisión es su "forma primordial de entretenimiento", trabaja como voluntaria y se desempeña en los proyectos comunitarios muchos menos; asiste menos a cenas y reuniones de club; dedica menos tiempo a visitar a los amigos; se empeña menos a las cosas de casa; sale a días de campo con menor frecuencia; está menos interesada en la política, dona sangre con menos frecuencia; le escribe a los amigos con menos regularidad; hace menos llamadas de larga distancia; envía menos cartas de saludos y menos e–mails. Mientras tanto, este tipo de personas de las que hemos venido hablando, sí tiene más frecuentemente arrebatos de ira al conducir su automóvil en comparación con la gente ubicada en el mismo rango demográfico que difiere de ellas tan sólo por afirmar que la televisión no es su forma básica de distracción. La adicción a la TV no solamente es asociada con un menor compromiso con la vida de la comunidad, sino con una menor comunicación en todas sus formas —escrita, hablada o electrónica [...] Nada —ni la menor educación, ni el trabajo de tiempo completo, ni los embotellamientos de tráfico, ni la pobreza o las aflicciones económicas— está más ampliamente asociado con la desafección cívica y la desconexión social que la dependencia de la televisión como forma de esparcimiento (ibidem 231).

Lo que observa Putnam acerca del fenómeno televisivo es que la población joven es la más expuesta a caer en las redes del videopoder. Se trata de un poder que se ha ido insertando en la sociedad, progresivamente, hasta formar parte de la vida cotidiana de las personas. Acudimos a un acontecimiento que ya Marshall McLuhan había pronosticado desde principios de la década de 1960 en su libro La Galaxia de Gutenberg. Allí escribió proféticamente: "De aquí a pocos decenios será fácil describir la revolución en la percepción y en la motivación humanas que se producirá como consecuencia de la contemplación de la nueva red en mosaico que es la imagen televisiva" (MacLuhan, 1985: 321).

En su tiempo, estas tesis despertaron encendidas controversias e incredulidades, pero hoy no podemos más que concederle razón a este profesor canadiense fallecido en 1980. Efectivamente, la televisión está modificando la percepción y la motivación humanas:

Es necesario comprender la fuerza y empuje que tienen las tecnologías para aislar los sentidos e hipnotizar así a la sociedad [...] Y las tecnologías nuevas tienen el poder de hipnotizar porque aíslan los sentidos. Luego, como dice la fórmula de Blake "se convirtieron en lo que observaban". Toda tecnología nueva disminuye así la interacción de los sentidos y la conciencia, precisamente en la nueva zona de novedad donde se produce una especia de identificación entre el observador y el objeto (ibidem: 320).

MacLuhan no era, como se piensa comúnmente, un especialista en comunicación; en realidad era un experto en historia de la literatura —se doctoró en 1936 en Cambridge, Inglaterra, con una tesis sobre la poesía en la época isabelina—, cuya erudición le permitió calibrar el cambio de la cultura escrita a la (contra) cultura televisiva. A su parecer, el choque entre las dos formas de percibir la realidad ya había comenzado para desventaja de la reflexión crítica.

Entre los muchos problemas acarreados por este choque podemos mencionar el efecto pernicioso en la política y, en particular, en la política democrática. Veamos: la democracia requiere, como dice Giovanni Sartori, al homo sapiens en tanto que la televisión produce al homo vident "El hombre que lee, el hombre de la galaxia de Gutenberg, está encaminado a ser un animal mental; el hombre que sólo mira es un animal ocular" (Sartori, 1995: 424–425). Frente a la televisión el ojo se come a la inteligencia produciendo "ceguera ment al". Mientras la realidad se complica el entendimiento se simplifica.

El homo videns se convierte en homo ludens. En las pantallas televisivas la política se transforma en espectáculo (en show business). La televisión distorsiona el proceso político democrático modificando su sentido. Y bien sabemos que una democracia mal entendida es algo que difícilmente se sostiene en pie.

La democracia, en su esencia, ha sido definida como el gobierno de la opinión. De una opinión formada autónomamente en el debate y la participación. Empero la opinión de los ciudadanos, en las circunstancias actuales, es tan sólo el reflejo de lo que los medios televisivos depositan en la mente de sus receptores: "La videocracia está fabricando una opinión sólidamente hetero–dirigida que aparentemente refuerza, pero que en sustancia vacía, la democracia como gobierno de la opinión. Porque la televisión se exhibe como portavoz de una opinión pública que en realidad es el eco de su propia voz" (Sartori, 1998: 72). Luego, entonces, la vox populi en nuestro tiempo es en buena medida la palabra de los medios de comunicación en boca del pueblo.

La democracia fue concebida, ciertamente, como el gobierno de la opinión. Esa opinión debía nacer del debate entre los individuos en torno a los asuntos públicos. La formación de la opinión pública debe, pues, moverse en un sentido horizontal y no vertical. Ella debe ser anterior a cualquier forma de integración preestablecida: como primer peldaño de la razón colectiva debe ser el soporte de una correcta unificación en el ámbito de la política. El "policentrismo" de su formación en clave democrática se opone al "unicentrismo" de su creación mercadotécnica en sentido autoritario. Hay, pues, una franca contraposición en estas dos formas de asumir la opinión pública. A final de cuentas esta contraposición representa la lucha entre tendencias discordantes que se manifiestan todos los días en la sociedad.

Jürgen Habermas ha señalado, lucidamente, que la opinión pública se basa en la política deliberativa: "el procedimiento de la política deliberativa representa el núcleo del proceso democrático".7 Esto es posible a través del diálogo entre las personas para alcanzar una autoexplicación colectiva. La política deliberativa se sustenta, de esta manera, en la discusión con funciones de integración y organización social.

La democracia, como forma de gobierno en la que todos participan, supone que los ciudadanos votan según su propia opinión. Jean Jacques Rousseau decía que la democracia consiste en "que cada ciudadano opine según su propio parecer" (Rousseau, 1964: 372). Lo que hace la televisión, en cambio, es expropiar esa premisa básica de la democracia para ventaja del poder oligárquico.

Es significativo que Giovanni Sartori, al final de su libro ¿Qué es la democracia?, haya puesto un capítulo dedicado al videopoder titulado Hic Sunt Leones, concepto con el que en los mapas antiguos se denominaba a las tierras desconocidas (Sartori, 1993: 319–330). Y no podemos negar que estamos entrando, con el poder televisivo, a un terreno inexplorado.

El motor de la lucha contra el videopoder debe ser la educación. Es significativo que Karl Popper, poco antes de morir en agosto de 1994, escribiera un ensayo justamente sobre la amenaza del poder televisivo. En ese documento afirmó: "la democracia siempre ha querido aumentar el nivel educativo. Esta es su vieja y tradicional aspiración" (Popper, 1996: 37). La educación sirve para disipar las tinieblas de la ignorancia y los poderes que sacan provecho de esa ignorancia. Ahora de lo que se trata es de "vivir en la verdad", como dijera Vaclav Havel. La verdad comienza por distinguir la ficción de la realidad. Bien decía Popper en ese escrito póstumo:

La democracia consiste en poner bajo control al poder político. Esta es su característica esencial. No deber existir algún poder político incontrolado en la democracia. Pero ahora ha sucedido que la televisión se ha convertido en un poder político colosal, se podría decir incluso que es el más importante de todos, como si fuese Dios padre el que hablara. Y así seguirá siendo si consentimos el abuso [...] La democracia no puede existir si no se somete a control la televisión (ibidem: 44–45).

El sector social que no tiene como forma de entretenimiento primordial a la televisión es el que está compuesto por las personas de edad avanzada o intermedia. La tendencia es, por lo tanto, hacia la disminución de los niveles de participación conforme nos adentremos en el siglo XXI. Podemos afirmar que esta disparidad entre generaciones respecto del nivel de participación es uno de los datos más preocupantes sobre el futuro del capital social y, en sí, de la democracia. La gente de menor edad se siente menos atraída y menos involucrada en los problemas colectivos. Lo que caracteriza a la llamada generación "X" es una perspectiva individualista por encima del compromiso con los temas civiles. No hay un lazo que los ligue con la política ni con las ideologías y las doctrinas de carácter social. Prefieren el beneficio personal por encima del interés colectivo. Esto no significa que los jóvenes estén por completo ausentes de los foros civiles y políticos. Simplemente quiere decir que se conectan con esos ámbitos de una manera menos intensa de lo que lo hicieron sus padres y abuelos. Luego, entonces, si bien el capital social se enfrenta con dificultades que podríamos llamar de tipo generacional, eso no quiere decir que se encuentre al borde del abismo. Por eso, la tarea educativa debe reforzarse para revertir el fenómeno de que los jóvenes sigan cayendo en manos del poder televisivo.

Conviene señalar, en referencia al trabajo de Putnam, que después de haber publicado Bowling alone y haberle dedicado una parte importante a la influencia perniciosa de la televisión, este autor abordó, con afanes de equilibrio y objetividad analítica, la renovación cívica, con estudios de caso, en América. De allí surgieron ejemplos sobresalientes en los que la creatividad y la imaginación sociales se mueven en contra de la decadencia. Reconoció que se están constituyendo nuevas formas de vinculación asociativa. Tal cosa muestra un panorama menos desalentador del que pudiera derivarse, en primera instancia, de ver al capital social y a la democracia decaer. La expresión de las experiencias exitosas de formación de capital social en tiempo recientes quedó plasmada en el libro Better Together. Allí se lee lo siguiente: "Seleccionamos cada caso estudiado en este libro en un amplio rango de alternativas a lo largo y ancho de la Unión Americana. La dificultad que encontramos en optar por uno u otro ejemplo específico ilustra la riqueza y diversidad de trabajos de primer nivel en la formación del capital social" (Putnam, 2003: X). Las historias que finalmente fueron incluidas muestran la manera en que la gente que se integra grupalmente puede lograr metas tangibles. Esas historias no son dulces novelas; muchas de ellas están llenas de acritud. Pero cada una ilustra el poder extraordinario y el ingenio de la creación de redes sociales para mejorar las condiciones de vida de la gente y la vida pública.

Dichas asociaciones se caracterizan por desarrollar al menos dos tipos de acción. Por una parte, sus actividades permiten a los individuos expresar demandas al gobierno. Por otra, las asociaciones protegen a los sujetos de eventuales abusos de los líderes políticos. En ellas fluye información específica de su vida interna que permite a sus miembros discutir y decidir sobre su destino en común. Pero, al mismo tiempo, en esas asociaciones se capta información sobre la vida pública que las mueve a dialogar y determinar acciones para influir en la orientación de su país. El proceso discursivo transforma las opiniones individuales en una determinada posición de la asociación. Lo que hace una asociación es darle coherencia a las energías de las diferentes posiciones para encaminarlas, orquestándolas, hacia un propósito determinado.

Hablando de orientar hacia una meta preestablecida las acciones en común, y a manera de conclusión, vale cerrar como empezamos: recordando el despertar de la sociedad civil en el annus mirabilis de 1989. Pues bien, en la multitudinaria manifestación que se llevó a cabo en la ciudad de Berlín el 4 de noviembre de ese año apareció una pancarta que resaltaba por su originalidad: resumía con números, no con palabras, el espíritu de la rebelión, "1789–1989". Ese es, efectivamente, el significado más profundo que debe dársele a este revival de la sociedad civil. Recuperar el sentido y contenido de la revolución Francesa y, con ello, de la modernidad política (Stockes, 1993: 140). Como dijo Francois Furet: "Estamos cada vez más lejos de la revolución francesa y, sin embargo, vivimos cada vez más en el mundo inaugurado por ella. Una nueva cercanía ha nacido de la distancia" (Furet, 1988: XI).

Bajo el emblema de la Civil society, referida así textualmente en inglés, se puso en marcha "El poder de los sin poder" (The power of the powerless}. Es decir, la gente que salió a las calles a mostrar su ira contra la opresión no tenía ni armas ni dinero; pero tenía un capital más importante: la fuerza moral. Vaclav Havel lo expresó con nitidez: "La conclusión fundamental que debe extraerse de esto es que la primera y más importante esfera de actividad, la que determina a todas las demás, es simplemente el intento de crear y sostener la 'vida independiente de la sociedad' como una expresión articulada de 'vivir en la verdad'" (Havel, 1987: 87).

La mentira puede ser una coartada que rinda dividendos a corto plazo a los poderosos; pero más temprano que tarde caen por su propio peso. Así le sucedió al totalitarismo que invadió todas las esferas de la acción humana (económica, ideológica y política) para ponerlas al servicio de una supuesta "causa superior". Así puede sucederle a una nueva invadencia que pretende reunir en un solo centro de poder el dinero, la comunicación y el poder público. La época moderna se caracteriza, en cambio, por la realización de un esfuerzo constante en pos de la diferenciación de los campos mencionados. La primera distinción fue entre el terreno civil y el religioso; la segunda fue entre el ámbito de la política y el de la economía. La secularización política fue seguida de la liberalización económica. Con Bobbio podemos decir que "el doble proceso de formación del Estado liberal puede ser descrito, por una parte, como la emancipación del poder político frente al poder religioso (Estado laico) y, por otra, como emancipación del poder económico frente al poder político (Estado de libre mercado)" (Bobbio, 1991: 124–125).

En el núcleo de esta diferenciación se encuentra la sociedad civil como el espacio que, hacia el siglo XVIII, pudo conquistarse, en contra del absolutismo, para crear y darle forma a la naciente participación de los individuos en relación polémica frente al poder político, teniendo como baluarte el poder de la cultura. No olvidemos que la participación popular en la Grecia clásica se dio en la esfera de la polis, mientras que, en contraste, cada individuo por separado quedaba remitido a la esfera de la oikos, en el terreno de la idia (Habermas, 1998: 3). Esta distinción se hizo explícita en el mundo moderno cuando apareció la diferencia entre los derechos de participación de cuño democrático y los derechos de libertad de hechura liberal (que corresponden a la separación entre status activus y status negativus del ciudadano en el campo político, por una parte, y el individuo en el campo privado, por otra). Más adelante la participación ya no se planteó como intervención directa en el poder, sino como vigilancia y crítica desde la sociedad civil frente al poder. Eso es lo que constituye la novedad histórica de la sociedad civil; espacio que ya no quedó restringido a la esfera de la política ni determinado por la lógica del mercado.

La diferencia entre la participación de los antiguos (política) y la participación de los modernos (civil y política) es esencial para distinguir las tendencias comunitaristas que, en algunos casos, se reclaman al modelo antiguo, frente a la conjugación liberal–democrática que caracteriza los tiempos modernos. De allí brotó, precisamente, la libertad de asociación como un derecho a participar en una esfera plural no controlada por el Estado.

La aparición de la participación civil corresponde al espíritu del Iluminismo. El germen de esta novedad se localiza en las discusiones que tuvieron lugar en el siglo XVIII en lugares como los salones, los cafés, las hosterías y clubes al calor de las ideas antiabsolutistas (Montesquieu) y la oposición a los privilegios (Voltaire), junto con la reivindicación de los derechos individuales, entre los cuales están la libertad de pensamiento y la libertad de expresión.

Las formas asociativas sirven, entonces, para integrar las opiniones y voluntades individuales en una resultante libremente elaborada, porque ahora se cuenta con un espacio no determinado por el poder del Estado o por la dinámica mercantil. Como advierten Jean L. Cohen y Andrew Arato: "No hay duda, por lo menos hasta donde nos concierne, la 'sociedad' del Iluminismo, constituye una nueva forma de vida pública y de que ella fue el prototipo del naciente concepto moderno de sociedad civil" (Cohen y Arato, 1994: 87). Aquí hemos abordado el estudio de "la sociedad del Iluminismo" tomando como guías a las tres doctrinas más sobresalientes de la Ilustración. Es decir, desde un principio el Iluminismo estuvo vinculado al liberalismo como teoría y práctica de la limitación del poder. A ello se agregó la democracia como teoría y práctica de la distribución del poder. Provenientes de dos troncos políticos diversos en no pocas ocasiones el liberalismo y la democracia se encontraron formando parte de bandos opuestos, hasta que poco a poco dejaron de remarcar sus diferencias para resaltar sus coincidencias. A este mosaico doctrinario se agregó una tercera línea de pensamiento, el socialismo como corriente que persigue la igualdad material. El socialismo fue visto por eso mismo, en primera instancia, como un enemigo tanto del liberalismo como de la democracia. Ciertamente en algunas versiones radicales del socialismo eso siguió siendo válido; pero en otras posiciones moderadas vino a complementar al liberalismo o a la democracia. Este señalamiento es de suma importancia para poder entender lo que, a nuestro parecer, es la composición cultural básica de la sociedad civil moderna, que es al mismo tiempo liberal, democrática y socialista o, por lo menos, social.

Eso es lo que se descubre en el concepto "capital social": una actitud de realización de la persona como individualidad específica; una forma de integración inicial con la solución de problemas colectivos mediante la participación, y una toma de conciencia de lo que es el individuo como ser social. Por eso hemos resaltado aquí la cercanía del concepto capital social con lo que es la sociedad civil y no tanto con el término comunidad; sobre todo porque los comunitaristas no simpatizan con el liberalismo ni con la democracia, pero tampoco con el socialismo. Para los socialistas el valor fundamental es la igualdad; en cambio para los comunitaristas el valor fundamental es la diferencia. No puede haber contraste más claro.

La contradicción descubierta por Putnam entre comunidades cívicas y comunidades inciviles puede verse con más claridad si se aprecia que en las comunidades cívicas están presentes los valores enarbolados por el liberalismo, la democracia y del socialismo; en tanto que en la comunidades inciviles privan los valores conservadores de la tradición, la obediencia, el respeto a las jerarquías, la religión. Las primeras adoptan el sistema de gobierno democrático junto con la autoridad legal–racional; las segundas asumen el sistema autocrático combinado con la autoridad patrimonial. Por su propia naturaleza uno y otro sistema tienden a operar como conjunto de redes atrayendo hacia sí lo que se encuentre cerca; ésa es la disputa en curso entre círculos virtuosos y círculos viciosos. Son dos posiciones en conflicto tanto en los niveles locales, que es lo que más ha estudiado Putnam, como en el nivel nacional.

Lo paradójico del asunto es que la novedad tecnológica y social que representa la televisión esté haciendo mella en la civilidad, la racionalidad y la democracia, y abonando el reforzamiento de la incivilidad, el patrimonialismo y la autocracia.

 

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Notas

1 "En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general" (Marx, 1970: 37). Otro de los fragmentos en los que Marx identificó a la sociedad civil con la economía se encuentra en La ideología alemana: "La forma de intercambio condicionada por las fuerzas de producción existentes en todas las fases históricas anteriores y que, a su vez, las condiciona es la sociedad civil [...] Ya ello revela que esta sociedad civil es el verdadero hogar y escenario de toda la historia [...] La sociedad civil abarca todo el intercambio material de los individuos, en una determinada fase de desarrollo de las fuerzas productivas. Comprende toda la vida comercial e industrial de una fase y, en este sentido, trasciende el Estado y la nación" (Marx y Engels, 1977: 38).

2 La primera edición de ese libro es de 1887: Ferdinand Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. (Abhandlung des Communismus und Socialismus als Empirischer Culturformen), Leipzig, Fues's Verlag (R. Reisland), 1887. Aquí utilizo la traducción al español: Ferdinand Tönnies, Comunidad y asociación, Prólogo a la edición castellana de Luís Flaquer y Salvador Giner, traducción de José Francisco Ivars, Barcelona, Ediciones Península (Homo Sociologicus, 20), 1979, p. 29.

3 Putnam reconoce que la comunidad cívica no tiene la pretensión de ser armoniosa ni estar libre de conflictos internos. Acepta que su idea de comunidad cívica se acerca a lo que Benjamín Barber llama democracia fuerte. En ese libro se lee lo siguiente: "La democracia fuerte descansa en la idea del autogobierno de la comunidad de ciudadanos que están unidos menos por intereses homogéneos que por la educación cívica y que son capaces de establecer propósitos comunes y acciones mutuas en virtud de sus actitudes cívicas e instituciones participativas más que por su altruismo o su buena condición. La democracia fuerte es compatible con —y en efecto ella depende de— la política del conflicto, la sociología del pluralismo, y la separación de los ámbitos de acción público y privado". Benjamín Barber, Strong Democracy (Participatory Politics for a New Age), Berkeley, University of California Press, 1984, p. 117.

4 Este principio asociativo, junto con el fomento a la cooperación y la innovación, fue la base sobre la que se construyó el Estado benefactor (Welfare State). Putnam dice, respecto de las sociedades de ayuda mutua, que fueron la base de ese Estado benefactor en varios países europeos: "Estas asociaciones mutuas significaron menos un altruismo idealista que una disposición pragmática para cooperar con otros que están en mi misma situación y para encarar los riesgos de una sociedad que está cambiando rápidamente". La sustancia de las sociedades mutualistas fue la reciprocidad: "Te ayudaré si tú me ayudas; tú y yo vamos a hacerle frente a estos problemas, juntos, en razón de que ninguno puede hacerlo solo" (Putnam, 1993: 139).

5 No es casual que el crimen organizado sea una de las estructuras sociales que más enraizó en este ambiente patrimonial. En el sur de Italia, ciertamente, la delincuencia ha tomado diferentes denominaciones —mafia en Sicilia, la camorra en Campania, la 'ndrangheta en Calabria—, pero el fenómeno tiene similitudes impresionantes: "Los historiadores, los antropólogos y criminalistas debaten sus orígenes históricos específicos, pero la mayoría está de acuerdo en que el crimen organizado está sustentado en esquemas tradicionales del vínculo patrón–cliente. Ese tipo de delincuencia brotó como respuesta a la debilidad de las estructuras judiciales y administrativas del Estado" (ibidem: 146).

6 "No hay precedentes en países democráticamente más maduros que el nuestro una tendencia a la unificación del poder político con el poder económico y con el poder cultural mediante el potentísimo instrumento de la televisión, incomparablemente superior al de los periódicos que con todo y eso fueron llamados el cuarto poder, como la que se aprecia en el movimiento 'Forza Italia'. La unificación de los tres poderes en un solo hombre o en un solo grupo tiene un nombre bien conocido en la teoría política. Se llama, como lo nombraba Montesquieu, despotismo"(Bobbio, "La separación como arte liberal", 1994, ahora publicado en Bobbio, 1997: 63).

7 Jürgen Habermas (1996: 350). Existe una traducción al castellano de este libro: Jürgen Habermas (1998), Facticidady validez (Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso), Madrid: Trotta, p. 372. Vale la pena mencionar uno de los estudios que, a mi parecer, analiza mejor e interpreta la teoría de Habermas, me refiero a: Thomas McCarthy (1996), The Critical Theory of Jürgen, en especial, para el tema que nos interesa, véanse pp. 333–357.

 

Información sobre el autor

José Fernández Santillán. Doctor en Historia de las ideas políticas de la Universidad de Turín, Italia. Doctor en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Posgrado en Análisis Político de la Universidad de Harvard. Investigador nacional nivel III. Académico del Tecnológico de Monterrey donde imparte las materias Teoría política contemporánea (Licenciatura) y Gobierno y sociedad civil (Posgrado). Discípulo y traductor del filósofo italiano Norberto Bobbio, de quien ha publicado en español, entre otros libros: El futuro de la democracia, La teoría de las formas de gobierno y Democracia y liberalismo. Investigador asociado del Hauser Center de la Universidad de Harvard. Autor, entre otros libros, de: El despertar de la sociedad civil (Ed. Océano) y la antología Norberto Bobbio: El filósofo y la política (Fondo de Cultura Económica).

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