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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.15 no.48 Toluca sep./dic. 2008

 

Ensayo

 

El aprendizaje de la cultura y la cultura de aprender

 

Bernardo Martínez García

 

Instituto Superior de Ciencias de la Educación del Estado de México / bmg7008@hotmail.com

 

Envío a dictamen: 23 de octubre de 2007.
Reenvío: 03 de junio de 2008.
Aprobación: 26 de agosto de 2008.

 

Abstract

The purpose of this paper is to present a reflection on the fact that people permanently face life-situations to be resolved based on the processes learned in the dynamics of their daily social interaction. Moreover, the formal and institutionalized education has to be seen rather as a social issue, aiming to the generation of learning spaces, accepting the classroom as a space of life and coexistence of the processes of knowledge generation than a place based only on information and results. Starting from on the fact that human actions are always performed in complex and unique circumstances.

Key words: coexistence, culture, constructionism, necessary learning, social interaction.

 

Resumen

El objetivo de este artículo es presentar una reflexión sobre el hecho de que en su cotidianidad las personas se enfrentan, permanentemente, a situaciones de vida que han de resolver apelando siempre a los procesos aprendidos. Por eso se cree pertinente que la educación, como proceso formal institucionalizado, se ha de orientar más hacia la creación de espacios de aprendizaje de los procesos de generación del conocimiento, que a la presentación de información y resultados. A partir de la idea de que las acciones humanas siempre se desarrollan en circunstancias complejas y únicas.

Palabras clave: convivencia, cultura, construccionismo, aprendizaje necesario, interacción social.

 

Introducción

La cotidianidad de la vida nos muestra que no hay personas en el mundo que mantengan relaciones unilineales. Todo individuo, recurrente y permanentemente, se encuentra formando parte de un entramado de interrelaciones sociales, que son las que finalmente propician que los fenómenos sociales adquieran ciertos sentidos y significados al interior de un grupo o una sociedad. No es posible siquiera decir que se halla "en medio de un entramado de relaciones" con otras personas; es realmente difícil establecer los medios y los extremos en la sociedad actual.

El presente artículo es un ejercicio de reflexión sobre este tema en el campo de la educación, que busca ubicar la importancia de considerar, en el análisis de la acción humana, los ambientes de conformación de personalidades, y el hecho de que hay una permanente necesidad de aprender los propios procesos de la vida en la vida misma. Lo recurrente en la vida de las personas es el aprendizaje1 y la construcción de las maneras de vivir al participar en la convivencia con los otros. De aquí la convicción de que en la vida de las personas hay, al menos, dos procesos simultáneos de construcción, tanto de personalidades como de desarrollo de habilidades para enfrentarla; el primero, mediado por la interacción social y la tradición cultural propias del contexto vital; y el segundo es propiamente un ejercicio interno de las capacidades humanas que posibilitan el filtro selectivo de los elementos externos.

La cantidad de saberes, valores, formas de hacer y vivir que hay que aprender —a partir de las relaciones que mantenemos con los demás tanto de manera directa, como de aquellas que están mediadas por el tiempo o por los artefactos— son cuestiones que poco se abordan como tales en los espacios educativos, y menos aún se les otorga la importancia que para la vida de las personas reviste su consideración. Por eso se considera que en la educación formal, como tarea social guiada por la sistematicidad y propósitos definidos, se ha de fortalecer la idea de que lo que las personas requieren son oportunidades de aprender procesos de construcción y búsqueda del saber, de reconocimiento propio y convivencia; quizá sin dejar de lado la información-saber.

La institución escolar y el aula misma son, de entrada, espacios de vida, donde, efectivamente, interrelacionan de forma permanente actores sociales, con historias y contextos de vida propios que se encuentran de momento sometidos a procesos de comunicación, conflicto, argumentación, negociación y consenso. En tal sentido, parece que una primera tarea de los profesores, más que enseñar, ha de ser el convencimiento propio y de los alumnos de la necesidad de aprender; es decir, acordar sobre el aprendizaje necesario. Al hacer de las interrelaciones personales cotidianas procesos enfocados primero al entendimiento y, sólo después, al conocimiento. La educación, pues, es un acontecer recíproco.

 

La cultura aprendida

Sin duda, en nuestra sociedad, la educación, vista como proceso formal o informal, constituye la oportunidad permanente para que los seres humanos avancen en su propia conformación y fortalecimiento como actores sociales e individuales. La participación de las personas en este proceso construccionista2 social les da la oportunidad de acceder a diversas maneras de enfrentar la cotidianidad, constantemente renovada, de su vida. Es decir, aun cuando se alude recurrentemente al aprendizaje permanente, la educación no representa para sí misma un fin.

La cultura, asumida como la tradición de significados y sentidos presente en los contextos de vida, no es sólo un asunto de determinación de la personalidad por el medio, ni tampoco cuestión de total y completa reflexión y crítica del individuo sobre la misma. La relación con los otros permite ir aprehendiendo maneras de allegarse elementos del contexto y hacerlos propios, del mismo modo en que se va desarrollando en tales ambientes la capacidad de llevar a cabo procesos internos de valoración de opciones y cursos de acción; por esto es explicable el hecho de que personas viviendo en ambientes semejantes conformen personalidades y muestren actitudes y emociones divergentes, pero, además, que su acción tome cursos diferentes al enfrentar situaciones parecidas.

Aprender la cultura implica la constante preparación y disposición, vistas como necesidad, para resolver las situaciones vitales individuales y colectivas. Por eso se tiene en cuenta aquí un concepto de cultura que recupera su carácter simbólico y contextual. Es decir:

La cultura es la organización social del sentido, interiorizado en forma relativamente estable por los sujetos en forma de esquemas o de representaciones compartidas, y objetivado en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados (Jiménez, 2004: 78).

El vivir (en la familia, la escuela, la calle, etcétera) es un proceso de construcción colectiva, donde se constituyen tanto la individualidad como la colectividad. Es un proceso comunicativo, donde lo habitual es que las personas intercambien opiniones y certezas sobre ciertos aspectos del mundo, que vivan en consecuencia y muestren evidencias de las mismas. La posibilidad de acceder a la cultura del grupo o sociedad está dada por la misma oportunidad con que se presentan las interacciones, en ocasiones totalmente intencionadas, y en otras mediadas por la casualidad e inmediatez de los ambientes. El lenguaje tiene aquí un papel importante, a decir de Halliday:

El lenguaje surge en la vida del individuo mediante un intercambio continuo de significados con otros significantes. Un niño crea, primero su lengua infantil, luego su lengua materna, en interacción con ese pequeño corrillo de gente que constituye su grupo significativo. En ese sentido, el lenguaje es un producto del proceso social.

Un niño que aprende el lenguaje aprende al mismo tiempo otras cosas mediante el lenguaje, formándose una imagen de la realidad que está a su alrededor y en su interior; durante este proceso, que también es un proceso social, la construcción de la realidad es inseparable de la construcción del sistema semántico en que se halla codificada la realidad. En ese sentido, el lenguaje es un potencial de significado compartido, a la vez tanto una parte como una interpretación subjetiva de la experiencia (Halliday, 1998: 10).

El trasfondo sociolingüístico es una cuestión de peso en la búsqueda de comprender lo que acontece en los diversos espacios de vida. El lenguaje de la familia, de los mass media, de la calle y la escuela, al igual que la propia experiencia con la lengua desde el nacimiento, son elementos influyentes en la formación de las personas. Hay una permanente relación entre el lenguaje y la posibilidad individual de formación.

Lo social se manifiesta de varias maneras, por medio del contexto concreto en que se sitúan las personas, por la comunicación que se establece entre ellas, y por los marcos de aprehensión de valores, culturas, códigos e ideologías relacionadas con el contexto social en que se encuentran inmersas. Por eso, la educación es una experiencia social, en la que desde la niñez la persona se va conociendo, enriqueciendo en las relaciones con los demás, adquiriendo y renovando las bases de los conocimientos teóricos y prácticos (Delors, 1996: 19).

De aquí que el aprendizaje de la cultura es una necesidad de vida; un proceso donde se es partícipe, no receptor pasivo. Donde se construyen y fortalecen personalidades desde los referentes que ofrece el ambiente y las relaciones sociales que mantienen las personas. Sin embargo, éstas no son producto del proceso educativo formal o informal, son tales desde el nacimiento. Los contextos y ambientes de formación brindan elementos que son retomados o no, pero que propician el desarrollo, siempre desigual, de las potencialidades y emociones humanas que les llevarán a mostrarse como tales, y no como copias determinadas. En tal caso, la educación escolarizada no es generadora de sujetos; encuentra su razón de ser en el fortalecimiento de potencialidades y la construcción de oportunidades.

La utopía orientadora que debe guiar nuestros pasos consiste en lograr que el mundo converja hacia un mayor entendimiento mutuo, hacia un mayor sentido de la responsabilidad y hacia una mayor solidaridad, sobre la base de la aceptación de nuestras diferencias espirituales y culturales. Al permitir a todos el acceso al conocimiento, la educación tiene un papel muy concreto que desempeñar en la realización de esta tarea universal: ayudar a comprender el mundo y a comprender a los demás, para comprenderse mejor a sí mismo (Delors, 1996: 47).

El hecho de que en los procesos construccionistas educativos, humanos, exista la utopía y la divergencia es razón suficiente para alejarse del deber ser de un modelo, como un eje rector de los mismos; pues, "ningún hombre es en realidad capaz de obrar de tal modo que su acto se convierta en ejemplo universal, porque todo hombre actúa siempre como individuo concreto y en una situación concreta" (Kant, citado en Heller, 1985: 48). Con mayor razón, si con ello se pretende impulsar y hacer prevalecer sistemas de valores que expresan "una" visión del mundo y de la sociedad donde se dan tales procesos. Quedarse en esa perspectiva sería caer en flagrante contradicción. Esto alejaría al propio proceso educativo de lo propiamente humano, que es el cuestionamiento, la crítica, la reflexión; sería aceptar "un" sentido y orientación a metas preestablecidas.

En cuanto actores sociales, las personas siempre mantienen una actitud constructiva. No hay momento de la vida en que se exista como cosa u objeto sólo animado por la tradición. La vida en interrelación —es decir en comunidad— propicia la configuración propia de proyectos de vida. La trascendencia personal no es algo que se busque como tal, sino que ésta es parte del entramado cotidiano necesario, se trasciende en la convivencia grupal y en la reflexión y acción individual. La internalización de los marcos normativos socioculturales que se pretende devienen en marcos de control y autorregulación interna de los individuos, grupos y colectivos, no necesariamente se constituyen en mordazas que llevan a pensar, sentir y actuar de una determinada manera.

En la interacción cotidiana hay una constante asimilación de la diferencia, lo que se percibe como la tendencia a la homogeneización; sin embargo, la vida de cada persona aun cuando transcurre dentro de ciertos marcos sociales, mantiene instantes de individualidad que escapan a los intentos externos de socavarla. El proyecto histórico-personal no se ha de entender necesariamente a partir del grupo o sociedad, en su más amplio sentido, sino como posibilidad compartida con los más cercanos, o como la visión construida y actuada desde plataformas de opciones concretas, mediatas e inmediatas.

El hombre en cuanto existente concreto tiene algo más que un aquí y un ahora, en cuanto se considera actor social se alude de inmediato a su historicidad, capacidad y actividad creadora; esto es algo que no se puede negar, ni pretender que la acción social sólo está orientada por la calidad, eficiencia y funcionalidad. La vida es más que sólo el triunfo o el fracaso. No se requiere que el hombre sea pensado como agente libre para que viva su potencialidad. La tradición, ciertamente, influye pero no determina. En tanto que actor es más que un "autómata cultural", se es una persona con conocimiento, capaz de construir en parte su propio destino; es decir, que la sociedad, hasta en las situaciones más triviales, es una elaboración inteligente (Giddens, 1997: 253).

Al considerar que la aprehensión de la realidad escolar y áulica se logra desde la propia experiencia, en la interacción social puede decirse que el conocimiento que se adquiere en este proceso es una construcción compartida socialmente. Es conocimiento socialmente elaborado e identificador, orientado hacia la práctica; mismo que concurre a la construcción de una realidad común a un grupo social.

Sea el ejemplo de la búsqueda del placer, el cual ha sido desde siempre una tendencia humana, ya sea en la satisfacción de una necesidad básica de supervivencia, en la consecución de un espacio y tiempo para la reflexión, en la acción solidaria, en la actividad religiosa, etcétera. El logro del mismo tiene que ver con el amplio espectro de concepciones y construcciones personales existentes en torno a él. Sobresale, en este aspecto, el papel que corresponde a la cultura del grupo de vida, pues a pesar de la gran variedad de ambientes, las personas logran orientarse en ellos; es decir, es en el proceso mismo de la evolución humana que la cultura aparece como condición y no como el resultado. En este esquema, la cultura se muestra como una serie de programas, opciones, que orientan el comportamiento humano, y no como esquemas de conducta. Ante la variedad de posibilidades de vida que muestra la cotidianidad, el hombre se orienta en ellas echando mano de fuentes simbólicas de significación, debido a que las fuentes no simbólicas (instintos y sentidos) no le bastan.

La "cultura personal" se constituye a partir de las experiencias propias de cada cual y de las informaciones y modelos de pensamiento que recibimos a través de la sociedad. Desde esta perspectiva las representaciones sociales surgen como un proceso de elaboración mental e individual en el que intervienen la historia de la persona, la experiencia y las construcciones cognitivas. Estas representaciones articulan campos de significaciones múltiples y son heterogéneas. Contienen vestigios de los diferentes lugares de determinación, convergen elementos que se originan en diversas fuentes que van desde la experiencia vivida hasta la ideología dominante. Mantienen un carácter colectivo e individual.

Mediante sus actos cotidianos de significación, la gente representa la estructura social, afirmando sus propias posiciones y sus propios papeles, lo mismo que estableciendo y transmitiendo los sistemas comunes de valor y de conocimiento (Halliday, 1998: 10).

La cultura aprendida tiene su fuente en la propia realidad de los seres humanos, es un producto social; el conocimiento así generado se socializa y se vuelve común. Esto se entiende porque aparte de las realidades estrictamente personales, existen realidades sociales que corresponden a formas de interpretación del mundo, compartidas por los miembros de un grupo en un contexto dado. La realidad social es una realidad construida y en permanente proceso de edificación y reconstrucción. En este proceso, que es a la vez cultural, cognitivo y afectivo, entra en juego la cultura general de la sociedad; pero también la cultura específica en la cual se insertan las personas, mismas que en el transcurso de la elaboración de las representaciones sociales se combinan. Toda persona forma parte de una sociedad, con una historia y un bagaje cultural; pero, al mismo tiempo, pertenece a un segmento de la sociedad en donde convive con otras ideologías, normas, valores e intereses comunes, que de alguna manera los distingue como grupo de otros sectores sociales. Durante toda su vida, las personas aprenden en los espacios sociales a los que pertenecen, o en los que de manera fortuita ingresan.

Los horizontes de saber, que se gestan en la vida cotidiana y el conocimiento que se obtiene a partir de éstos, se reflejan en los temas de conversación cotidianos de los seres humanos. Mas que solamente opiniones "acerca de", "imágenes de" o "actitudes hacia" son teorías o ramas del conocimiento para el descubrimiento y organización de la realidad. Constituyen sistemas de valores, ideas y prácticas con una doble función: primero, establecer un orden que permita a los individuos orientarse ellos mismos y manejar su mundo material y social; y segundo, permitir que tenga lugar la comunicación entre los miembros de una comunidad, ofreciéndoles un código para nombrar y clasificar los aspectos de su mundo y de su historia individual y grupal.

La identidad tiene que ver con la idea que tenemos acerca de quiénes somos y quiénes son los otros; es decir, con la representación que tenemos de nosotros mismos en relación con los demás.

[...] puede definirse como un proceso subjetivo (y frecuentemente autorreflexivo) por el que los sujetos definen su diferencia de otros sujetos (y de su entorno social) mediante la auto-asignación de un repertorio de atributos culturales frecuentemente valorizados y relativamente estables en el tiempo. Pero [...] la autoidentificación del sujeto del modo susodicho, requiere ser reconocida por los demás sujetos con quienes interactúa para que exista social y públicamente. Por eso decimos que la identidad del individuo no es simplemente numérica, sino también una identidad cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y de comunicación social (Habermas, 1987: 145).

En la sociedad todo es ocasión para aprender y desarrollar las capacidades de las personas; sin embargo, incumbe a la educación formal la tarea de generar espacios y escenarios ad hoc para el aprendizaje, partiendo del reconocimiento del impacto real que tiene que ver a la educación como proceso de interacción y comunicación social. En este sentido, el aula, como tal, concebida como contexto social inmediato, de encuentro y desencuentro, de los integrantes del grupo, espacio de comunicación, de proposición y de desarrollo de habilidades, brinda los cimientos culturales para comprender y juzgar, en la medida de lo posible, el sentido de la dinámica social y la propia posición dentro del sistema.

El logro de resultados educativos individuales y sociales parte de la búsqueda de trascender las barreras de lo local e inmediato, que sólo satisfacen la necesidad primera de la socialización; pues cuando la movilidad y dinámica sociales exigen satisfacer una necesidad de transferencia contextual y sistémica más importante, resulta la capacidad de un sistema educativo diferenciado que complementa la socialización.

 

La necesidad de aprender

Aprender a aprender no es sólo cuestión de moda; ha representado a lo largo de la historia de la humanidad la cuestión básica de supervivencia. Para los humanos la capacidad de aprendizaje y de reflexión se ha constituido en una ventaja de supervivencia sobre los demás organismos vivos que pueblan el planeta; pero al mismo tiempo ha representado el fortalecimiento de las relaciones de competencia entre los de la propia especie. La competencia por el espacio y sus recursos se ha recrudecido conforme éstos se reducen y hay incremento en el número de individuos que buscan apropiárselos. Cada vez más esas relaciones se complican al punto en que resultan insuficientes las maneras aprendidas en la cotidianidad para vérselas con los otros en situación de "convivencia". Los ambientes de vida se han plagado de especializaciones, de tal modo que no es posible acceder a ellos desprovistos de los saberes necesarios y suficientes para aspirar a permanecer y generar condiciones favorables para sí mismo.

Conforme han aumentado los requerimientos de sobrevivencia en un mundo, también cada vez más amplio y denso, donde pareciera que los satisfactores para el desarrollo de una vida se encuentran al alcance de todo aquel que lo desee, resulta que efectivamente eso es sólo apariencia, porque para lograr ese acceso, se han incrementado las condicionantes tanto materiales como intelectuales.

Para que cada uno pueda comprender la complejidad creciente de los fenómenos sociales y dominar el sentimiento de incertidumbre que se suscita, en primer lugar debe adquirir un conjunto de conocimientos y luego aprender a contextualizar los hechos y a tener espíritu crítico frente a las corrientes de información. Aquí la educación tiene un carácter preponderante en la formación del juicio; ha de favorecer la informada, reflexiva y crítica ejercitación en la comprensión de los hechos, más allá de la visión simplificadora o deformada que en ocasiones dan los medios de información.

Ninguna relación entre dos personas tiene significado por sí misma. La historicidad de cada persona, el contexto que rodea al momento de la interrelación, los motivos que les han llevado a encontrarse, el lenguaje, el contenido y el sentido de lo dicho, son elementos a considerar al referirse a una situación tan "simple" como el encuentro entre dos o más personas (no necesariamente entendido esto como una relación cara a cara).

Frente a las arraigadas concepciones de la cotidianidad como experiencia o socialización (integración) en la tradición de la cultura, cabe virar hacia una noción que considere lo anterior; pero, además, recupere la influencia diaria que tienen los discursos que indican los sentidos de las prácticas distintivas de los diferentes grupos y estratos sociales a los que se pertenece. Así, cobra importancia en una sociedad capitalista, segmentada y en ocasiones polarizada, el aprendizaje de los característicos significados que se atribuyen a las relaciones económicas, sociales, políticas, estéticas, etcétera, que conforman los conglomerados culturales-ideológicos, según se participe en un lugar u otro de la pirámide social (Muñoz, 2005: 182).

Las posibilidades de relacionarse cotidianamente con varias personas, en contextos diversos, exige la permanente disposición de aprender a responder a las expectativas de esos otros, en esa diversidad de espacios y de momentos.

El cúmulo de saberes que como tales se constituyen en proveedores de sentidos y significados del mundo y de la vida individual y en colectivo, son también los que impulsan la continuidad y renovación social.

La oposición entre globalización e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras vidas. La revolución de las tecnologías de la información y la reestructuración del capitalismo han inducido una nueva forma de sociedad, la sociedad red, que se caracteriza por la globalización de las actividades económicas decisivas desde el punto de vista estratégico, por su forma de organización en redes, por la flexibilidad e inestabilidad del trabajo y su individualización, por una cultura de la virtualidad real construida mediante un sistema de medios de comunicación omnipresentes, intercomunicados y diversificados, y por la transformación de los cimientos materiales de la vida, el espacio y el tiempo, mediante la constitución de un espacio de flujos y del tiempo atemporal, como expresiones de las actividades dominantes y de las elites dominantes. Esta nueva forma de organización social, en su globalidad penetrante, se difunde por todo el mundo, del mismo modo en que el capitalismo industrial y su enemigo gemelo, el estatismo industrial, lo hicieron en el siglo XX, sacudiendo las instituciones, transformando las culturas, creando riqueza e induciendo pobreza, espoleando la codicia, la innovación y la esperanza, mientras que a la vez impone privaciones e instila desesperación. Feliz o no, es, en efecto, un nuevo mundo (Castells, 1997: 23).

La necesidad de aprender se objetiva en la posibilidad misma de la cotidianidad individual y social; es decir, el enfrentamiento que día con día se da entre lo que se tiene y lo que se pudo haber tenido, entre lo dado y lo creado, o simplemente entre lo que se tiene por mundo o ambiente de vida y lo que otros tienen. La cotidianidad empuja incesantemente hacia estados de crisis y de riesgo,3 donde los actores tienen que tomar decisiones sobre el curso de su propio destino. La cotidianidad contemporánea, igual que siempre, implica preguntar si acaso no es factible el tránsito por otras formas de estar y hacer en el mundo, diferentes a las que caracterizan la vida de aquellos con los que he entrado y entro en contacto a lo largo de mi historia y de millones de humanos más.

La cotidianidad del mundo de la vida conceptualizada como movimiento e historicidad humana, propia de los contextos de interrelación y convivencia, más que como estancamiento, repetición o rutina, nos abre un escenario donde existen, convergiendo en tiempo y espacio, múltiples posibilidades de comprensión de las acciones y circunstancias humanas. Las caracterizaciones de éstas revisten tal complejidad que ya no vale pretender comprenderlas sin el cuestionamiento de las propias visiones que les han dado origen y forma, o de las que se han venido utilizando para entenderlas.

Los instrumentos conceptuales que componen el cuerpo discursivo individual y colectivo en el transcurso de la vida se constituyen, cada día, en la herramienta con la cual elaborar la propia reflexión. Una reflexión impulsada, permanentemente, por la intensidad de la emergencia o reconstitución de fenómenos y acontecimientos que, entre otras cosas, empujan para que se realice la revisión de los propios instrumentos analíticos con los que se ha venido pensando la realidad. Se requiere favorecer el enriquecimiento de éstos, con la finalidad de que puedan resultar más pertinentes para enfrentar las emergentes modalidades de vida que empiezan a condensarse en espacios físicos y culturales específicos. Es decir, la complejidad cada vez más extendida sobre la vida de las personas necesita de éstas que manejen con claridad y sentido categorías analíticas, que han de ser resultado de contrastar y vincular los retos a que se están enfrentando. Cada individuo y colectivo requiere de clarificar los propios condicionantes en que se desarrolla su existencia.

Manejar o no estrategias de acercamiento a las novedades que se nos presentan en el devenir de la vida social en que estamos inmersos, nos ubica en posición de ventaja o desventaja ante aquellos que han asumido una previa preparación ad hoc, con la intención de obtener el máximo beneficio estratégico. Tales estrategias conceptuales e instrumentales, vistas como principios orientadores y de acción, permiten dar orden y coherencia a lo que de otra forma puede aparecer ante nosotros como un océano caótico de principios, explicaciones, terminologías y valores. La orientación propia en el mundo depende en gran medida del manejo de marcos clarificadores e impulsores hacia nuevos caminos, que nos alejen de la confusión y los problemas referenciales.

El estancamiento en el aprendizaje y el consecuente alejamiento de la dinámica intelectual que ello implica conlleva el riesgo del encasillamiento y el formalismo. Es un acercamiento a posiciones sociales y epistemológicas segmentadas y sectorizadas. Cabe la posibilidad de asumir posiciones monolíticas; es decir, autocontenidas en sus propias afirmaciones.

De tal suerte que, y a partir de lo establecido en el apartado anterior, la educación es un proceso humano, social, de adopción y apropiación de valores, creencias, hábitos y costumbres que llevan a las personas —no sujetos— a insertarse (en un acto reflexivo) en la sociedad; pero no por ello mera socialización. Es decir, no es un proceso sencillo, casi lineal, por medio del cual las personas son convertidas en miembros de "su comunidad" y se mantienen como tales. Esto sería pasar por alto la complejidad de la vida cotidiana, de las interrelaciones y sus mediaciones. Por el contrario, cabe reconocer la necesidad cotidiana que enfrentan las personas de externalizar tales pautas internalizadas en el mencionado proceso, de difundirlas entre los miembros del grupo para conformar redes de comunicación que den cuerpo y legitimidad, mediante el debate argumentativo, de una tal normatividad social. Avanzar por ese proceso es una necesidad y una oportunidad de que tales redes se configuren y condensen en espacios sociales y simbólicos, que brinden posibilidades de cohesión e identidad.

Estos procesos, sin duda, sobrepasan la línea que se les ha marcado; es poco lo que tradicionalmente se le ha apostado al propio proceso de vida en interrelación, vista ésta como constante aprendizaje, para constituirse como renovación desconstructiva de la norma. La dinámica que asumen poco tiene que ver con las determinaciones, y sí con las reformulaciones y renovaciones de las estructuras.

[...] la internalización y externalización tienen funciones mediadoras, en cuanto ponen a accionar las determinaciones socioculturales ya cristalizadas en productos, dentro de la vida, subjetividad y práctica de las personas y grupos; a la vez que éstas, por efectos del ser compartidas con otros, trascienden el plano de la particularidad de los intercambios sociales para objetivarse en pautas, marcos y estructuras que adquieren su propia dinámica y contenido (León, 1999: 73).

Es decir, en condiciones de plena comunicación en la propia comunidad de vida poco habría que dejar a la determinación y voluntad del individuo; más como en el mundo real de la vida encontramos que hay infinidad de obstáculos para la conformación de un ambiente tal; el reto individual de trascender la oportunidad de lo dado se ubica en la propia capacidad desarrollada en habilidad y destreza para convivir —que no competir— con los otros en el mundo de todos.

 

Lo inédito de la acción

Ante la permanente dinámica del mundo de la vida y de las constantes renovaciones y ampliaciones de las interacciones cotidianas, las personas se ven empujadas a recurrir a su acervo de saber históricamente construido, también, en la interacción social. Este acervo no es sólo una construcción en colectivo, sino que al mismo tiempo es producto del propio ejercicio intelectual, que es el que finalmente lo consolida como susceptible de ser utilizado, a partir de la significación y sentido con el que ha sido abstraído en el momento de estar en contacto con los otros, en ambientes de convivencia, o puede ser parte de un ejercicio en solitario, posterior a la interrelación.

Cuando lo que se requiere es actuar ante los escenarios que se presentan en los ambientes de vida, se da una primera respuesta basada solamente en la percepción más superficial e inmediata que aparece ante nosotros, pero una vez pasado este primer momento viene otro, donde a partir de los elementos que conforman nuestro conocimiento de situaciones previas y semejantes llevamos a cabo un ejercicio de visión de posibilidades de acción, con sus probabilidades de resultados y éxito; en ese momento es cuando la persona hace uso de su capacidad y libertad de elección.

Aun cuando existe un contexto orientador e influyente —en la conformación de personalidades— a nuestro alrededor, hay una historia y formación personal que nos brinda la oportunidad de definir cursos de acción propios, con base en la construcción que realizamos de la situación como un todo. Es un momento en el que confluyen las relaciones que hemos mantenido con las demás personas, los ambientes físicos y culturales con los que nos hemos relacionado, pero es también el momento donde nuestro mundo interno, subjetivo, conceptual y emocional nos lleva a tomar la decisión que hemos considerado la mejor para nosotros en tales circunstancias. La determinación externa no es tal que borre la posibilidad de elección; "el individuo es un ser singular que se encuentra en relación con su propia particularidad y con su propia especificidad" Heller (1985: 45), y sobre todo el hombre actúa siempre como individuo concreto en situaciones concretas.

La convalidación de la acción no necesariamente requiere del consentimiento y reafirmación de otros, sino tan sólo de la acción misma. Puede suceder que existan en el momento previo a la acción una serie de posibilidades, consejos y "maneras correctas" de actuar, pero todo eso aparece como lo que los demás han realizado, la manera como han orientado sus acciones. Ante la necesidad de decidir cursos de acción propios, toda vez que mi vida me pertenece y no puede ser vivida por alguien más, las personas respondemos ateniéndonos a las consecuencias y resultados. Al actuar lo que ponemos en marcha es el todo de lo que somos, de lo que hemos sido y esperamos ser.

La construcción de las identidades utiliza materiales de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva y las fantasías personales, los aparatos de poder y las revelaciones religiosas. Pero los individuos, los grupos sociales y las sociedades procesan todos esos materiales y los reordenan en su sentido, según las determinaciones sociales y los proyectos culturales implantados en su estructura social y en su marco espacio/temporal (Castells, 1997: 29).

Es poco probable que alguien mantenga la posición acerca de que hay dos situaciones iguales a las que se enfrenten personas diferentes, la espacio-temporalidad y las relaciones contextuales harían imposible tal argumentación. La actuación, aunque cotidiana, en un mundo también supuesto como cotidiano, no es tal que manifieste uniformidad total. Las pequeñas variaciones son esencialmente lo que le da a ese mundo de vida la vitalidad suficiente para mantener el interés por permanecer y ampliar el cúmulo de posibilidades de acción.

El acto es la elección de una posibilidad y la renuncia a otras. Vivir implica optar. Por eso, se ha de estar preparado para la imposibilidad y el fracaso; es decir, la opción elegida conlleva la renuncia de otras opciones.

La acción se ubica en un aquí y en un ahora de la persona que actúa; éstos no se pueden determinar sin referencia al sujeto, sin considerarlos parte de él, en alusión directa a los contenidos concretos de su experiencia. Pero tales contenidos no sólo hacen referencia al sujeto, sino también a los otros, pues nada acontece en "su mundo" sin referencias a lo que está fuera de él. Tal dimensión espacio-temporal despojada de sentidos e intenciones formales se muestra solamente a partir de lo concreto que ahí acontece y se hace. Aparece, entonces, una concepción del sujeto como un "ser de relaciones vitales" (Nicol, 1963: 90). La temporalidad de la existencia humana depende de la experiencia misma.

Nunca se está ajeno a lo que no es nosotros mismos; nunca estamos sol os. El aquí y ahora son las determinaciones fundamentales de una situación. Siempre estamos en una situación, misma que no se determina por lo que nos rodea, sino por la relación vital que se mantiene con lo que nos rodea.

Las situaciones se conforman con base en la manera en que los sujetos se presentan en y ante los eventos o personas. Ese dispositivo circunstancial no es propiamente la situación, ya que ésta se constituye a partir de la coexistencia entre contexto y sujeto, que es quien está en situación.

Vamos, para vivir en el mundo se requiere de tener opciones para interactuar con las personas y las cosas, de tal modo que siempre la propia particularidad sea la que lleve a tomar un curso de acción y no otro. Por ejemplo, ante una misma disposición inicial de la situación (tomada tal cual) dos sujetos tienen experiencias distintas que les motivan a orientar su actuar ante ella, de tal forma que el dispositivo será el mismo pero la situación va a ser diferente en ambos casos.

La propia experiencia se temporaliza y localiza con base en las situaciones vitales, o vista esta posibilidad en otros términos: "Son las situaciones vitales las que determinan la temporalidad y la espacialidad de toda experiencia" (Nicol, 1963: 95).

La acción cotidiana es inédita, permanentemente, en tanto que son las propias personas las que se van constituyendo como tales a partir de las relaciones que mantienen con otras y con los objetos del mundo. El contenido real de las experiencias se conforma en el elemento sobre el cual actúan y se construyen, a la vez, las funciones psíquicas, lo que da a éstas su cualidad y modalidad personales.

Sin duda, el constreñimiento sistémico-estructural de la acción individual y colectiva es un elemento que requiere ser entendido: primero, como condición del mantenimiento de la cohesión social, y, segundo, como el nivel en el que el mundo de vida de las personas es enfrentado a la disyuntiva de mantener "una" o "la" orientación, u optar por la divergencia y avanzar por senderos que, a todas luces, aparecen como innovación y permanente renovación del sentido y significado de la cultura y la vida.

 

La construcción en y de la cotidianidad

La inquietud humana se alimenta constantemente de la voluntad insatisfecha. Todo lo que se hace en la vida es muestra de que nuestro destino está siempre inacabado e incompleto. Sin embargo, siempre está latente la separación entre lo que se quiere y lo que se puede. La acción en el mundo representa el intento por establecer un equilibrio entre el querer y el poder. Por esto, el resultado de la acción nunca es plenamente satisfactorio, generándose una dialéctica interior, en donde cada acción da origen a una nueva acción, igualmente incompleta, renovándose el ciclo.

La vida y el pensamiento humanos son siempre interdependientes, el pensamiento es la reflexión en y sobre la vida misma. Al pensamiento corresponde la tarea de buscar la unidad de la vida, partiendo de la idea de que la vida tiene unidad, ejerciendo la reflexividad apoyada en la síntesis vital del recuerdo (Nicol, 1963: 100). Los recuerdos, pues, representan unidades vivas, llenas de sentido y significado. Se piensa y hace a partir de los datos vividos, pues lo vivido se presenta unificado, no se fragmenta, no existe por un lado la inteligencia y por otro la sensibilidad. En este caso la biografía representa el conjunto de interrelaciones y situaciones que han llevado a la constitución de una vida.

De aquí que se sugiere que la lógica de las formas culturales debe buscarse en las experiencias de los individuos. Es en el devenir del día a día donde se asimilan, en un proceso constructivo, los símbolos que orientan en los modos y posibilidades del vivir; es decir, es ahí donde se percibe, siente, razona, juzga y se hace. Las personas son agentes activos en el desarrollo de su propia historia. Se construye a partir de las oportunidades que ofrece el mundo y de las propias habilidades desarrolladas.

De la cotidianidad se extraen "las formas" sobre las que se construyen los esquemas que constituyen la base para la interpretación recurrente, pensada, de una vida como proyecto, tanto retrospectiva como prospectivamente. Los acontecimientos diarios mantienen importancia para todos los que son parte de ellos, pero sus sentidos dependen en gran medida de "la situación" individual. De tales acontecimientos y situaciones se nutre el recuerdo, entendido en tanto historia de una vida. La estructura vital individual y colectiva es primeramente dinámica. Es la propia vida una fuente de organización para sí, a la vez que también brinda las opciones, en tanto cursos posibles, para la articulación con los otros.

Lo cotidiano, en tanto que unitario e integral, se organiza con base en categorías de importancia y significación, que provienen de los acontecimientos y encuentros. Existe, persistentemente, un cúmulo de eventos y episodios que se enmarcan como aventuras decisivas en la orientación personal de vida, en tanto fuentes de valores y sentidos.

En el intento de mostrar cómo los humanos vamos aprendiendo a vivir en el proceso mismo de las acciones de vida, nos remontamos al siguiente ejemplo:

Federico II (1194-1250) llevó a cabo un interesante experimento psicolingüístico. El emperador quería saber si los recién nacidos hablarían de por sí latín, griego o hebreo, es decir, cual era la lengua innata de los hombres, dada por Dios. A tal fin hizo que un pequeño grupo de recién nacidos fuera criado por nodrizas que tenían el encargo de no hablar en presencia de los niños y de no dirigirles la palabra. Mediante la creación de este vacío lingüístico, el emperador esperaba poder determinar qué lengua comenzarían a hablar primero aquellos niños. El cronista apostilla: "Por desgracia, los desvelos amorosos fueron vanos, pues murieron todos los niños sin excepción" (Watzlawick, 1995: 20).

La lógica de las formas simbólicas está en el uso de las mismas. En estos términos, la experiencia humana no es mera conciencia, sino conciencia significante, interpretada y aprendida. La experiencia directa no nos expone a objetos simples de la realidad sino a complejas relaciones que constituyen en estructuras o sistemas de significación.

Este rasgo decisivo de la vida humana es su carácter fundamentalmente dialógico. Nos transformamos en agentes humanos plenos, capaces de transformarnos a nosotros mismos y por lo tanto, de defender nuestra identidad por medio de nuestra adquisición de enriquecedores lenguajes humanos para expresarnos.

Pero aprendemos estos modos de expresión mediante nuestro intercambio con los demás. Las personas por sí mismas, no adquieren los lenguajes necesarios para su autodefinición. Antes bien, entramos en contacto con ellos mediante la interacción con otros que son importantes para nosotros: Lo que George Herbert Mead llamó los "otros significantes". La génesis de la mente humana no es, en este sentido, monológica (no es algo que cada quien logra por sí mismo), sino dialógica (Taylor, 1992: 52-53).

Reconocer que los grupos humanos y, por lo tanto, las personas que los integran no son iguales, obliga a ver más allá de la experiencia inmediata, a aceptar la diferencia, a reconocerla y descubrir que los demás tienen una historia y personalidad de las cuales siempre podremos aprender. Aprendemos de la acción humana en el mundo, precisamente desde los referentes que ofrecen los propios humanos, vistos como actores de su vida en escenarios sociales cargados de subjetividad.

La idea de la relatividad conceptual es una idea vieja y, en mi opinión, correcta. Cualquier sistema de clasificación e individuación de objetos, cualquier conjunto de categorías para describir el mundo, en realidad, cualquier sistema de representación, es convencional, y en esa medida, arbitrario (Searle, 1997: 169).

En este mundo social, lleno de sentidos otorgados por humanos con historicidades contextualizadas, es donde se avanza en la propia construcción, ya sea desde una actitud puramente natural de convivencia, o en actitud de análisis y reflexión tratando de dar cuenta de las articulaciones que fundamentan y orientan el mundo de la vida de los otros. Proceso en el cual tiene un lugar principal la intersubjetividad, pues ésta representa una condición básica de construcción social de la propia humanidad. Es en la relación con los otros como se construye el propio mundo y se vive en él.

Comprender a los demás permite también reconocerse mejor a sí mismo. Toda forma de identidad es, de hecho, compleja, porque cada individuo se define en relación con el otro, con los otros y con varios grupos de pertenencia, según modalidades dinámicas. El descubrimiento de la multiplicidad de estas pertenencias, más allá de los grupos más o menos reducidos que constituyen la familia, la comunidad local e inclusive la comunidad nacional, conduce a la búsqueda de valores comunes adecuados para establecer la "solidaridad intelectual y moral de la humanidad" (Delors, 1996: 46).

A partir de las relaciones que mantenemos con otros se va generando una serie de modificaciones a la propia personalidad, así como en la misma medida se crean y recrean las condiciones para las experiencias posibles que llevan a la reconstitución permanente de los dominios del mundo social. Pero, además, el mundo social presente contiene algo más que las experiencias de los semejantes en una relación directa compartida.

Los hombres no llegan nunca a concluirse, no se puede decir de alguien que finalmente se ha completado. Es en el proceso de la vida, en la convivencia, en donde avanza tal conformación. Lo que en cada experiencia se va obteniendo, lo que en cada experiencia se es, sólo se puede comprender desde el referente de la situación, entendida como su situación. No se puede entender aisladamente una acción, sin hacer referencia al resto de la vida; así como no se ha de hacer alusión a una vida sin traer a cuento su incompletud, en relación con sus determinantes y relaciones necesarias con otras vidas.

En la propia vida se incorporan las vidas ajenas, en una relación necesaria más que sugerida, en una relación recíproca más que unilateral. Durante el curso de la existencia individual, pues vivir es estar en el mundo, se tendrá un conjunto de situaciones tan diversas como el modo en que se logre organizar ésta. Pero esta organización —entendida como proceso de construcción— de la propia vida existirá siempre mediada por las adaptaciones y discrepancias en relación con la forma en que se nos presenta organizado el mundo.

El mundo social no es, definitivamente, algo totalmente determinado o acabado; es, sí, un ambiente de vida, con la permanente oportunidad para la manifestación de la individualidad. Conceptualizado de esta manera, las personas son agentes constructores de sus relaciones y sentidos de vida. Y, es precisamente en la escuela, como espacio de convivencia ad hoc, donde se fortalecen o debilitan las opciones de formación social, afectiva, emotiva y cognoscitiva. Lo cotidiano en la escuela y las aulas es la interacción, el intercambio y el aprendizaje. Se intercambian y construyen sentidos y significados durante la coexistencia y el hacer contextualizados institucionalizados.

Es en función de las interacciones sociales mediadas por el lenguaje escolar —donde se comparten sentidos, significados y contenidos— que se conforman y reconstruyen permanentemente los mundos de vida de los profesores y los alumnos. Los antecedentes, o historias personales, con los que se encuentran compartiendo diariamente estos actores de la educación son idiosincrásicos y únicos, lo que hace de la educación formal y de la vida en el aula un proceso complejo. Donde la cultura personal de cada integrante confluye, haciendo del mundo de la enseñanza y el aprendizaje una real construcción social.

 

Bibliografía

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Notas

1 Pensado éste como el proceso psíquico y social mediante el cual las personas (seres humanos y actores sociales), al ser partícipes de una serie de interrelaciones, adquieren elementos culturales y logran el reconocimiento de formas de vida, en tanto que oportunidades de desarrollo personal y social, y exigencias para la convivencia.

2 Término con el que se alude a la participación de las personas en la configuración de espacios, sentidos y significados de vida; con lo que se intenta diferenciar de la connotación presente en el "constructivismo", definido como postura epistemológica más que social. Se pretende aquí impulsar la idea de que en la escuela y el aula, los profesores y los alumnos son parte constituyente, efectiva, de una comunidad de vida y, por lo tanto, de una comunidad de comunicación, que en términos de Apel, refiere al escenario ideal de la comunicación humana (Apel, 1992).

3 En cuanto la acción social se considera como riesgo se oscurece el horizonte, debido a que los riesgos muestran lo que no se debe hacer, pero no lo que hay que hacer. Hay un predominio de la evitación. En última instancia, el proyectar el futuro como riesgo anticipa la incapacidad para la acción (Beck, 1996: 214).

 

Información sobre el autor

Bernardo Martínez García. Maestro en Educación Superior por la Escuela Normal Superior del Estado de México. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma del Estado de México. Actualmente se desempeña como investigador del Instituto Superior de Ciencias de la Educación del Estado de México. Sus líneas de investigación son: política y administración de la educación. Entre sus publicaciones se encuentran: "Los resultados de la aplicación de ENLACE obtenidos en el Estado de México", en Revista ISCEEM (2006) y "La educación como política pública", en Revista ISCEEM (2006).

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