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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.15 no.48 Toluca sep./dic. 2008

 

Pensamiento

 

Liberalismo y democracia en la perspectiva de Norberto Bobbio

 

Luis Antonio Córdoba Gómez

 

Universidad del Cauca, Colombia / lacordoba2004@yahoo.es

 

Envío a dictamen: 08 de mayo de 2008.
Aprobación: 06 de julio de 2008.

 

Abstract

In the present article an analysis is developed, approached from the political philosophy, on the conception the Italian philosopher Norberto Bobbio (1909-2004) outlined about two of the most important political traditions produced by the western culture and which are, without a doubt, pillars upon which modernity has been built: democracy and liberalism. From this perspective approaching and encounter points are identified, the same as the tensions that energize the relationship between democracy and liberalism as well as some contradictions that spur Bobbio's thought.

Key words: Democracy, liberalism, political liberalism, liberal State, liberal democracy.

 

Resumen

En el presente artículo se desarrolla un análisis, abordado desde la filosofía política, en torno a la concepción que el filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004) planteara acerca de dos de las más importantes tradiciones políticas que ha producido la cultura occidental, y que son, sin duda alguna, pilares sobre los que se ha edificado la modernidad: la democracia y el liberalismo. Desde esta perspectiva se identifican aproximaciones y puntos de encuentro, lo mismo que las tensiones que dinamizan la relación entre democracia y liberalismo, así como algunas contradicciones que permean el pensamiento de Bobbio.

Palabras clave: democracia, liberalismo, liberalismo político, Estado liberal, democracia liberal.

 

Introducción1

Cuando hablamos de la relación entre liberalismo y democracia es usual que lleguemos a suponer, o quizás a sospechar, que ambas categorías políticas se encuentran próximas, bien porque nos resultan muy familiares o, en otras palabras, muy cotidianas. La imbricación que asumimos hay entre ellas se nutre, por supuesto, de toda la carga discursiva e ideológica que, en los actos del diario vivir, es propagada desde distintas fuentes de emisión (medios de comunicación, alocuciones políticas, movilizaciones callejeras, etcétera). Incluso, ¿no hacemos mención de una Weltanschauung democrático-liberal?, ¿no aludimos hoy a una democracia-liberal que se yergue no sólo triunfante, sino de la cual se replica, ampulosamente, que goza de buena salud?

Desde luego, una cosa es dar por descontado que esa relación entre liberalismo y democracia existe, y otra, como corresponde a la tarea intelectual que debe desarrollar el filósofo político, es demostrarla y esclarecer cuál es su significado; en qué momento histórico y cómo se produce la fusión; qué deslindes se pueden determinar; qué tensiones surgen, qué puentes o acercamientos ideológicos facilitan el establecimiento de una conciliación que pudiéramos llamar eficaz; qué condiciones del ambiente político en la sociedad animan la controversia. Es necesario abordar éstas y otras inquietudes por su trascendencia y complejidad, respecto del análisis y reflexión acerca de esas dos formas políticas en torno a las cuales actualmente gravita la vida social y económica, cuestión tanto más acentuada como resultado de la caída del socialismo real que dejó a la democracia-liberal sin su contradictor natural.

A final de cuentas tal tarea involucra el asunto del conocimiento, tanto en el sentido del imperativo ético que nos impulsa a seguir hablando sobre cosas que ya se han dicho, parte de lo cual es asumir distanciamientos o controversias con las ideas o puntos de vista que no se comparten, como en cuanto a las expectativas que surgen frente a lo que se espera que se diga. El tener que tomar partido en la discusión teórica, cualquiera que sea el tema, como en la producción de conocimiento, nos coloca entonces en la posición no de sujetos neutrales ni indiferentes, sino de individuos que no pueden establecer distanciamientos drásticos con las preocupaciones que nos plantea el devenir político, asunto tanto más evidenciado si consideramos el futuro mismo de nuestras sociedades.

Cuando tenemos, por ejemplo, la convicción de que poco hemos hablado de un problema dado, que en poco o en nada nos hemos apersonado del mismo, podríamos no sólo cuestionar los roles desempeñados, sino entender que emprender una labor de esclarecimiento conceptual (por demás necesaria) es, a la vez, grande y desafiante. Pero si consideramos el sentido contrario, es decir, cuando suponemos estar hablando con mayor intensidad de algo, de ello no se sigue que haya mayor claridad o que las dudas hayan sido canceladas de una vez y para siempre: muy por el contrario, la invitación a la discusión filosófica, como actitud abierta y permanente, nos remite a seguir planteando más interrogantes, a seguir perseverando en nuevas vías de comprensión, a continuar en la búsqueda de nuevas alternativas de interpretación, porque la filosofía política definitivamente no se puede concebir como una razón clausa.

Como sea, una discusión en torno al liberalismo y la democracia no se puede considerar saldada, esto nos confronta contemporáneamente con la presencia de dos tradiciones políticas que si bien tienden a universalizarse,2 conforme en el terreno económico el capitalismo se globaliza, no por ello (es decir, aun a pesar de su supremacía, que se alza como inobjetable) su realización deja de estar exenta de riesgos, dificultades e incoherencias. A guisa de ejemplo podríamos mencionar que la democracia, en tanto forma de intervención en las decisiones de una sociedad según los principios de la igualdad y la participación, en nuestros países está siendo socavada por tendencias neoconservadoras y neoliberales que no sólo equiparan la lucha política por el poder a la lógica económica del mercado y del cálculo individual (MacPherson, 2005), sino que han colocado en marcha la política preventiva del gobierno de las élites.3

Con base en este recurso ideológico, en realidad lo que se persigue es la neutralización de la democracia de masas y, por consiguiente, la domesticación de los efectos nocivos provocados por los desbordamientos que se atribuyen al pueblo cuando éste funge como protagonista político (los riesgos de la tiranía y el despotismo de las mayorías). De este modo, la observancia de la práctica política, especialmente a nivel de los países latinoamericanos donde la democracia es débil, parece remitirnos a una naturalización del proceso de disolución del principio del gobierno de las mayorías en manos del gobierno de las minorías selectas, cuestión que no pasa desapercibida si atendemos las consecuencias acarreadas en relación con la pérdida de legitimidad de los regímenes democrático-liberales en América Latina, y el tortuoso devenir que éstos han tenido (incluyendo su desnaturalización a manos de la clase política y su disrupción a cargo de las fuerzas armadas).

Por un lado, en el imaginario de la gente se refuerza cierto estado anímico de desencanto, en la medida que la participación llega a percibirse como un acto intrascendente (inútil, ineficaz), respecto a la incidencia que el ciudadano puede tener en las decisiones finales; es decir, en las decisiones gruesas que tienen como escenario los congresos, donde la teoría política demoliberal ha indicado se reúne y se recompone, de modo representativo, la unidad de la nación (como cuerpo colectivo). Esta especie de desmoralización política se alimenta del distanciamiento que opera entre las asambleas parlamentarias, en cuyos miembros se delega la soberanía popular, en relación con el compromiso directo que debería existir con el elector, así como del carácter retórico que encarna la democracia en referencia a la materialización del poder del pueblo, como quiera que los llamados a la participación se refunden en tácticas como el promeserismo y la caza furtiva del voto, con sus secuelas de corrupción (clientelismo, intercambio de prebendas, etcétera).

A final de cuentas, se dirá que esos y otros defectos son atribuibles al hecho de que la democracia moderna no pueda corresponder a un ejercicio directo, el cual además de ser inviable resulta muy extraño (si se quiere, demasiado) para nosotros. Muy a pesar del ideal roussoniano que añoraba la democracia directa de los griegos, la democracia real de los hombres modernos, afirmará Bobbio, sólo es posible a través de la presencia de diversas escalas de mediación y compromiso. Pero aun si se argumenta la primacía de la tutela política de gobernantes y elegidos sobre el pueblo, cabalgando a caballo sobre la imposibilidad de la democracia directa (dado el proceso expansivo y el crecimiento de las sociedades), no resulta suficiente (ni convincente) con reducir la democracia a lo procedimental-político o a lo procedimental-electoral.

Aunque la democracia electoral contribuye a reforzar la convicción en la disputa civilizada (y alternante) por el poder que entablan partidos y organizaciones políticas, de la mano de las garantías que brinda el Estado, lo cierto es que hoy no puede sernos indiferente la preocupación por su eficacia social, es decir, por su capacidad para atender las demandas y clamores por justicia que provienen de grandes capas de la población, las cuales viven hoy en América Latina en condiciones de exclusión y marginalidad. ¿Puede considerarse eficaz un ejercicio de gobierno, por más democrático que éste pueda ser catalogado, que le saca el cuerpo, que presta oídos sordos, a la controversia práctica sobre la construcción de formas de vida más dignas y justas para los miembros de la sociedad y, particularmente, para las mayorías de excluidos?

 

El debate planteado por Norberto Bobbio sobre el liberalismo y la democracia

Aunque en el uso político regular de la actualidad liberalismo y democracia son equivalentes, Norberto Bobbio, apoyándose en las ideas expuestas por Benjamín Constant (1820), establece una distinción histórica entre ambas formas políticas: mientras la democracia es anterior al liberalismo, en el sentido que los antiguos (los griegos) ya la practicaban, el liberalismo es posterior a aquélla, siendo caracterizado como un fenómeno moderno. Con todo, y a pesar del reconocimiento de la complejidad existente, Bobbio señala que los ideales liberales y los democráticos empezarán a caminar de la mano, en la medida que comienzan a hacerse compatibles también la libertad (como destino común de los hombres) y la igualdad (como intervención del pueblo para definir la orientación de la sociedad).

Este planteamiento es sustentado recurriendo a la explicación de una doble diferenciación: que no sólo se trata de categorías políticas que nacen en tiempos históricos distintos, sino que la separación que las atraviesa tiene que ver igualmente con la concepción y vivencia de la libertad, aspecto en el cual se distancian los antiguos de los modernos, pero también con el significado conceptual que tiene el liberalismo político y la democracia misma. Mientras el primero se para en los terrenos de la reivindicación del sentido de la independencia individual, la segunda lo hace desde el igualitarismo.

Por este camino Bobbio considera que los antiguos entendieron (y vivieron) la libertad como participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos y en la distribución del poder, lo que daría lugar (en la práctica) a la obediencia y a la subordinación del individuo a la comunidad política (es decir, la negación de la libertad como entrega de la misma). A diferencia de ellos, lo que hicieron los modernos fue exactamente un movimiento contrario: el fin último es la defensa de la libertad individual, como garantía de la vida privada, lo cual se corresponde, además, con la adopción de formas de vida enmarcadas en contextos territoriales más grandes. Al respecto Bobbio, refiriéndose a lo expresado por Constant, dice:

Constant, como buen liberal, consideraba que estos dos fines eran contradictorios. La participación directa en las decisiones colectivas termina por someter al individuo a la autoridad del conjunto y a no hacerlo libre como persona; mientras hoy el ciudadano pide al poder público la libertad como individuo (Bobbio, 1993: 8).

Así es que el liberalismo, en sentido general, se perfila entonces como una filosofía del cambio, como un tipo de pensamiento que provoca (o potencializa) transformaciones, que adopta posiciones progresistas capaces de romper con todos aquellos factores que tienden a inmovilizar el pensamiento y la sociedad (ideología del progreso). Pero en sentido más específico, esto es, más político, el liberalismo llegará a ser una filosofía sobre el individuo (en tanto sujeto), y la libertad humana (en tanto valor, principio) una filosofía institucional sobre la forma del Estado. Esta no es otra, para Bobbio, sino aquella que se simboliza en la regulación del ejercicio del poder, en la subordinación de los poderes públicos a los controles (límites) establecidos y definidos en normas escritas.

De este modo, cuando Bobbio nos habla de Estado liberal está refiriéndose a un punto de vista doctrinario, según el cual el poder, entendido en sentido neutro, o sea, independientemente de considerar quién lo ejerce, tiene que estar limitado (en su uso y en sus funciones).4 En estos términos la identificación del Estado liberal como Estado limitado se concreta en la figura del Estado de derecho (o Estado constitucional), el cual se rige por el imperio de las leyes, valga decir, por la supremacía de las normas de mayor rango (las leyes fundamentales) creadas por los hombres y que están contenidas en las Constituciones políticas (según una positivización que se hace extensiva a los derechos naturales);

[...] por "liberalismo" se entiende una determinada concepción del Estado, la concepción según la cual el Estado tiene poderes y funciones limitadas, y como tal se contrapone tanto al Estado absoluto como al Estado que hoy llamamos social (Bobbio, 1993: 7).

El liberalismo es una doctrina del Estado limitado tanto con respecto a sus poderes como a sus funciones. La noción común que sirve para representar al primero es el estado de derecho; la noción común para representar el segundo es el estado mínimo. Aunque el liberalismo conciba al Estado tanto como estado de derecho cuanto como estado mínimo, se puede dar un estado de derecho que no sea mínimo (por ejemplo, el estado social contemporáneo) y también se puede concebir un estado mínimo que no sea un estado de derecho (como el Leviatán hobbesiano respecto a la esfera económica que al mismo tiempo es absoluto en el más amplio sentido de la palabra y liberal en economía (Bobbio, 1993: 17).

Como se aprecia en el planteamiento de estas contraposiciones, el Estado liberal, como ordenamiento que acepta el pluralismo constitucional (traducido en la división de poderes y en su limitación por vía del derecho) para no escamotear la libertad y los derechos individuales (y, por ende, la emancipación) a las que la sociedad liberal les atribuye un gran significado, deviene en Estado mínimo. Según Bobbio, este Estado mínimo es el opuesto del Estado máximo, o sea, del Estado absolutista, y por extensión a los totalitarismos y al mismo Estado de intervención social.5

No obstante, es menester observar que esa categorización de Estado mínimo utilizada por Bobbio responde en realidad a la emergencia histórica del Estado liberal clásico (dejar hacer, dejar pasar: laissez faire, laissez paser) que, en aras de la defensa de la libertad económica, acogerá la protección de la iniciativa individual y la libre competencia.6 Al hacerlo contraerá la intervención estatal a los asuntos policiales, que caen en los dominios del orden público y la seguridad ciudadana, con lo que los obreros quedarán colocados en una situación de indefensión laboral frente a los abusos patronales y a la agudización de lo que Marx denominó la explotación del hombre por el hombre.

Nótese que esa apreciación de Bobbio es sólo correcta en cuanto a que ese modelo de Estado mínimo si bien podía revestirse de un ropaje constitucional (como Estado de derecho), no por ello era necesariamente democrático. Hay que tener en cuenta que las llamadas "reglas del juego democrático", a través de las cuales los individuos participan de la vida política, no se encontraban plenamente desarrolladas, es decir, al alcance de todos los ciudadanos. ¿Cuáles son esas reglas a partir de las cuales se puede caracterizar la democracia como un régimen político distintivo, e incluso diferenciado, del liberalismo?

De acuerdo con Bobbio, mientras el liberalismo7 se refiere más al papel jugado por el Estado en relación con la regulación del poder y de la convivencia social, la democracia (en sentido mínimo) se refiere más a la forma en que se reparte o se distribuye el poder, al ejercicio del gobierno; a la capacidad del pueblo para intervenir en las decisiones tomadas en la sociedad, según procedimientos operacionales inspirados en los principios de la soberanía popular, la igualdad política de participación y, principalmente, la prevalencia de la regla de la mayoría dentro de los sistemas electorales. Al respecto, Bobbio dice:

[...] por democracia, una de las tantas formas de gobierno, en particular aquella en la cual el poder no está en manos de uno o de unos cuantos sino de todos o mejor dicho de la mayor parte, y como tal se contrapone a las formas autocráticas, como la monarquía y la oligarquía (Bobbio, 1993: 7).

[...] se entiende por régimen democrático un conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas en el que está prevista y propiciada la más amplia participación posible de los interesados (Bobbio, 1994: 9).

Hago la advertencia de que la única manera de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto contrapuesta a todas las formas de gobierno autocrático, es considerarla caracterizada por un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos (Bobbio, 1994: 14).

Estas definiciones, que acogen lo formal y lo procedimental, permiten destacar el entronque que opera entre la democracia moderna y el liberalismo, siendo el desarrollo de aquélla una consecuencia de la presencia de este último, es decir, un resultado del reconocimiento legal llevado a cabo por el Estado constitucional (el Estado de derecho) en relación con las libertades individuales. La convergencia también se produce en cuanto la democracia terminará reivindicando los derechos fundamentales, la libertad de opinión, de expresión y de participación (a través del voto).

Las condiciones de favorabilidad para que el ciudadano, como sujeto político de la democracia, intervenga entonces en la elección de sus gobernantes o en la expresión de opiniones, se completará con la universalización del sufragio y con garantía ciudadana, que se coloca más allá de las identidades privadas o de ciertas condiciones particulares que determinan a los individuos (creencias, opiniones políticas, asuntos de género, inclinaciones sexuales, ubicación económica, etnicidad, etcétera).

Además de que para Bobbio la democracia resulta impensable sin un marco legal, es también inválida si no está acompañada del pluralismo político, es decir, de la presencia que deben tener diversas alternativas políticas, en aras de que sean comunicadas a los ciudadanos para posibilitar su deliberancia y elección, de acuerdo con una participación mayoritaria. Pero a pesar de la insistencia de Bobbio en que la democracia es un método, las reglas procedimentales que le dan contenido no salvaguardan a la democracia de los contrastes con la realidad, que son finalmente las que se encargan de mostrar las contradicciones en que ha incurrido la democracia (las llamadas promesas incumplidas).

Recordemos cómo Rousseau (1993), por ejemplo, desconfía de la democracia representativa como materialización de lo que puede ser la democracia verdadera. A juicio suyo el sentido de la libertad se desvirtúa cuando la soberanía popular termina delegándose en los elegidos, para que éstos decidan por el pueblo. Al respecto Bobbio responderá diciendo que la democracia directa, tan elogiada por el filósofo ginebrino, es inviable e impracticable (irreal); mientras que, por contraste, la fortaleza de la democracia representativa reside en la capacidad de juicio que poseen los elegidos:

Por lo demás, la democracia representativa nació también de la convicción de que los representantes elegidos por los ciudadanos son capaces de juzgar cuáles son los intereses generales mejor que los ciudadanos, demasiado cerrados en la contemplación de sus intereses particulares (Bobbio, 1993: 36).

A pesar de la sabiduría que se predica de los representantes, en tanto virtud que se les atribuye, a diferencia de las preocupaciones primarias que supuestamente caracterizan a la masa, ello no los libra de incurrir en la ausencia de responsabilidad política con el elector, ni los inmuniza frente al hecho de que esos representantes antes que verse obligados con la nación en realidad optan por el establecimiento de pactos y compromisos estrictamente particulares. Tampoco la democracia representativa es ajena a fenómenos como el que las decisiones se concentren en organizaciones, en élites o en corporaciones transnacionales, tal y como ocurre actualmente bajo el modelo económico neoliberal, a la indiferencia del ciudadano, a la corrupción de las costumbres políticas, a la presencia de ciudadanos desinformados y políticamente no educados, a la formación de varios centros de poder,8 etcétera.

No podemos olvidar que en la base de la articulación operada entre liberalismo y democracia subsiste la contradicción (y, por lo tanto, el problema de la complementación) entre lo individual y lo social, que se refleja en el conflicto planteado entre individualismo y organicismo, al cual se refiere Bobbio. El liberalismo reconoce la naturaleza conflictiva y egoísta del ser humano e insiste en la primacía de la libertad, en la vigilancia del poder del Estado para la preservación de la independencia individual, para organizar la convivencia en medio de la multiplicidad. A su vez, la democracia moderna se planteó como orientación inicial, desde sus orígenes, la extensión del poder al mayor número posible de personas, la preocupación dirigida hacia el bien común y el orden colectivo, el mantenimiento de la unidad social, la exigencia de resultados en el ejercicio del gobierno.

En este nivel de la discusión propuesta por Bobbio parece entonces que nos encontramos atornillados al piso o anclados en una posición fija. Por una parte, porque si bien podemos aceptar de buen modo que la democracia liberal no es inmune a las crisis, sin desconocer que ha sobrevivido a muchas de ellas, no parece convincente (ni creíble) decir que goza de buena salud, aunque tampoco dejamos de coincidir en que no se halla agonizante. La dificultad principal reside más bien en la sinsalida en que incurre Bobbio: si la democracia representativa, de la cual dice que se encuentra en un estado de transformación permanente, no tiene alternativas (al menos no mejores, aunque sí peores), ¿cómo predicar el estado natural que posee, cuando la evidencia que nos provee la realidad indica que la democracia no parece estar dispuesta a reformarse a sí misma?

Los riesgos de la posición de Bobbio nos remiten, por un lado, a la idea de que la democracia, en tanto forma política, tiene una especie de fuerza interna en la que descansa su dinámica y vitalidad. Pero en la medida en que ella tiende hoy a volverse hegemónica, sin que tenga contradictores naturales a la vista (como sería el caso del socialismo, que animaba el antagonismo político en el mundo), la tarea de la transformación no se avisora dentro de un horizonte despejado, sino que se enmarca más bien dentro de un firmamento gris. A fin de cuentas, actualmente la democracia representativa, aupada por el criterio de la neutralidad política del Estado liberal, ha tomado partido del lado de la defensa del statu quo y del poder dominante.

 

Las contradicciones y los desencuentros entre liberalismo y democracia

La personalidad intelectual de Norberto Bobbio9 se sitúa dentro del panorama trazado por los discursos producidos, después de la Segunda Guerra Mundial, en torno a la democracia, entendida en sentido moderno. Su pensamiento se nutre de la experiencia política asociada a la lucha llevada a cabo contra el régimen fascista de Mussolini, de su identificación con la necesidad de moralizar políticamente al Partido Socialista Italiano (PSI) y de la influencia recibida inicialmente del marxismo, en lo concerniente al rescate del papel que juega el proletariado como fuerza política de transformación y cambio.

A partir de su renuncia a la vida política directa y de su ingreso al mundo académico, dentro de la reflexión emprendida acerca del liberalismo, la democracia y el socialismo, Bobbio empezará a recalcar en una de sus tesis principales que acompañarán y caracterizarán su filosofía política: que el marxismo, a pesar de la innovación aportada a la comprensión de la vida política (de la cual no son ajenas el conflicto, el antagonismo, la violencia, la dominación), se había quedado corto al subvalorar el significado de la democracia y del liberalismo como conquistas políticas, que no pueden ser desconocidas si se piensa en el consenso sobre la sociedad deseable (y sobre la idea de justicia social y de vida mejor).

Esa subvaloración que Bobbio atribuye al marxismo se vuelve contra el filósofo italiano. Marx no creía en los ideales de la libertad burguesa, no porque no representaran la fuerza ideológica de la emancipación humana, sino porque ésta implicaba la emancipación de unos hombres (los burgueses) en detrimento de la negación de la libertad de otros (el proletariado). Tampoco Marx creía en el supuesto de la neutralidad del Estado liberal y de su capacidad imparcial de arbitraje en la sociedad, según la cual todos los ciudadanos son tratados igualitariamente. De modo que si, como lo ratifica Bobbio, la democracia liberal supone un consenso sobre el orden político, éste da al traste (elimina) el antagonismo, el conflicto y la coerción que son propias del poder, la hegemonía política y la dominación.

Debe resaltarse que la defensa de las instituciones demoliberales asumida por Bobbio tiene una querencia anglosajona. En lo concerniente al énfasis colocado en la concepción del hombre y de la vida social, el pensador italiano es partidario de hacerlos gravitar en la pragmática (los resultados y ventajas ofrecidas) por los derechos individuales, el pluralismo político, la universalización del sufragio, la constitucionalización del Estado, entre otros referentes. Algunos de éstos se destilan en las obras de Hobbes (1996) o de Locke (1973). Beber en las fuentes del liberalismo clásico le permite a Bobbio hacer un desplazamiento político (de posiciones iniciales de izquierda a un posterior centrismo) y a plantear una conciliación con el marxismo original bajo la forma del socialismo-liberal.

Pero tras esta postura conciliatoria, lo que en realidad hace Bobbio es advertir acerca de los peligros de las extrapolaciones, los radicalismos y los desbordamientos políticos que se derivan de la aplicación práctica de principios marxistas como el de la dictadura del proletariado, en cuanto éste configuraría un poder sin límites, ubicado al margen de la regulación. También supondría un cuestionamiento al sentido inaugural que Maquiavelo le imprimió a la política (en cuanto puro apasionamiento, puro juego personalizado del poder según el uso de técnicas para su conquista o preservación), lo cual le permite a Bobbio colocar la política en el terreno de su relación con el Estado.

Desde luego que la conciliación propuesta (el socialismo-liberal), no exenta de contradicciones, aunque funciona mejor en el plano teórico que en el práctico, tiene la virtud de proponer una línea de análisis que pretende escapar a la lógica interpretativa de las tensiones políticas, vistas como irreconciliables por el antagonismo indeclinable que las anima, lo cual parecería que nos pone en el camino de cierto idealismo político. Del mismo modo lleva a que nos preguntemos si en la política directa esa articulación que propone se orientaría en el sentido de la recuperación de la socialdemocracia o si, en términos futuros, se relacionaría más bien con la posibilidad de considerar un socialismo avanzado (renovado), construido con el protagonismo político ya no sólo de la clase obrera sino en general de los excluidos y subalternos, y que hoy, en América Latina, parece atisbarse en las experiencias políticas de Hugo Chávez, Lula da Silva y Evo Morales.

Sobre este último aspecto es necesario realizar varias precisiones. La primera es que hago referencia a un socialismo de nueva estirpe, en tanto etiqueta distintiva, como una experiencia política que, de ser o volverse real, se diferenciaría, al menos en la escala del tiempo, del socialismo vivido, por ejemplo, en los países de la Cortina de Hierro. La segunda es que me estoy refiriendo a una probabilidad, es decir, a algo que no se puede entender como un hecho cumplido o más bien, en el mejor de los casos, como algo que se asemejaría a un proceso en vías de consolidación, si se quiere.

La tercera es que hablar de un nuevo socialismo implicaría referirse a una tendencia y/o alternativa política que da cabida ciertamente, en sentido amplio, aunque también difuso, a la movilización de imaginarios y representaciones, donde es posible pensar la realización de la justicia y la redistribución de la riqueza, así como conciliar lo que históricamente parece haberse tornado una tensión irresoluble: la libertad individual y el colectivismo, el interés particular y el interés general. Esta tendencia balbuceante se enmarcaría, por lo demás, dentro de los conflictos, las contradicciones, las ambigüedades y los rasgos que dinamizan a las sociedades latinoamericanas.

La cuarta es que aunque las respuestas a los diversos interrogantes y expectativas que comporta considerar a futuro la posibilidad de un nuevo socialismo corresponden más al escrutinio de la historia, nos vemos en la necesidad de recurrir a las experiencias políticas previas que ha conocido el mundo occidental, de las cuales se nutre el desencanto con la modernidad. Es de su pedagogía política de donde deriva cierta desconfianza y sospecha respecto a las nuevas promesas políticas hechas desde otras orillas, en las que se plantea la reconciliación de aquello que hasta ahora se volvió irreconciliable.

De hecho, los temores y desafíos, tanto de orden teórico como práctico, saltan a la palestra. Considérese no más cómo la exacerbación del empoderamiento político de las masas, alimentado por un populismo rampante y por dosis significativas de autoritarismo y concentración del poder, podría implicar saltos y abstracciones respecto del orden constitucional democrático y, por ende, de sus valores y principios, tal y como lo ha postulado la teoría liberal. Estas amenazas provienen indistintamente de varios flancos, más allá de cuál sea la ubicación de las fuerzas y actores en el espectro político, es decir, tanto a la izquierda como a la derecha.

Ahora bien, después de estas puntualizaciones, debemos decir que parte de los cuestionamientos e interrogantes que surgen tienen que ver con la lectura que puede hacerse de las implicancias en torno a la concepción bobbiana sobre la lógica del poder dominante, es decir, respecto a su justificación y legitimación. ¿Su punto de vista, su crítica es conservadora? ¿Es el reflejo de una posición política que, en defensa del statu quo, busca avisorar las consecuencias desprendidas de la decadencia política de la institucionalidad liberal, cuando se muestra sorda y renuente al clamor social del cambio?

¿Refleja Bobbio una especie de conciencia moral que llama a la contención del cambio, a la alerta, a la prevención de los peligros incardinados en los excesos e incompetencias políticas que se atribuyen a las masas, cuando éstas exaltan el igualitarismo democrático? ¿O, por el contrario, se trata de una invitación lúcida a pensar en la transformación política de las sociedades democráticas, desde el primado del cambio moderado y gradual en lugar de la revolución? ¿Es un llamado para poder saldar la deuda de la democracia con la sociedad, es decir, para lograr lo que hasta ahora es una historia de incumplimiento o, por el contrario, de lo que se trata es de pensar en lo que la democracia debería ofrecer?

También podemos preguntar si el análisis que recaba en el procedimentalismo de la democracia representativa, como una de las notas sobresalientes en la definición mínima de democracia que Bobbio propone (y por la cual es más importante analizar no quién detenta la dominación sino cómo se ejerce, con qué herramientas legales se hace), introduce una nota relevante, y distintiva, en referencia a la concepción del poder. Y si la respuesta es negativa, entonces ¿será que asumimos que tal asunto es una veleidad introducida para el deleite de agentes académicos e intelectuales?

Si coincidimos en la tesis de que la vida humana carecería de sentido si renunciáramos a la idea de libertad (en el sentido liberal clásico) o al derecho reivindicatorio de la igualdad de los oprimidos (en el sentido marxista), del mismo modo que para evitar la incurrencia en los nefastos errores provocados por las experiencias despóticas y totalitarias, es decir, para no incurrir en los abusos del poder, su ejercicio requiere el diseño y existencia de mecanismos reguladores, la tarea de pensar la construcción de un orden político democrático (donde las prácticas puedan socializarse a todo el conjunto de la sociedad, en vez de reducirse a espacios cerrados) sigue constituyéndose en un desafío para el pensamiento político.

Creo que el reto, conforme a la propuesta co-constructiva de Bobbio de avanzar hacia un "socialismo-liberal", que no destruya (sino que integre) lo mejor de la democracia-liberal y las demandas de cambio, de la mano, hasta donde sea posible, de la evidencia empírica que nos surte la realidad política, consistirá en poder lograr el punto de equilibrio en el antagonismo que se desata cuando se exacerba el conservadurismo (que acompaña al liberalismo) y la radicalización revolucionaria (que acompaña el ansia de cambio). Sin embargo, Bobbio parece incurrir en una abstracción en cuanto ese esfuerzo de conciliación no puede ser considerado si se hace un salto en el vacío, es decir, al margen de un capitalismo que actualmente, de la mano ideológica del liberalismo económico, se encuentra en un proceso globalizador (expansivo a todo el planeta), de la mano de la sacralización ideológica de la competencia, el individualismo y el mercado, este último visto precisamente como la madre de todas las democracias (Córdoba Gómez, 2006: 132).

Esto, desde luego, coloca a prueba la vitalidad misma de la filosofía política en tanto requiere del recurso a la creatividad para poder disponer de discursos iluminadores de las prácticas políticas, que tracen nuevos rumbos de orientación y nuevos cursos de acción, aun a riesgo de equivocarnos. La filosofía política tiene que seguir siendo un foro abierto al diálogo, a la discusión crítica, si queremos interpretar de buen modo el espíritu de nuestra época, signado por la complejidad creciente y la incertidumbre. Nos obliga a ello la ingobernabilidad e ineficacia de la democracia para solucionar los problemas sociales, la desvirtuación de la igualdad y la participación a manos de la multiplicación de los intermediarios políticos, de las oligarquías políticas, de la lucha entablada entre las élites (Schumpter, 1971), de los tecnócratas y burócratas.

Sólo podríamos renunciar a ese cometido si terminamos aceptando cierto fatalismo histórico que se desprende de los planteamientos de Bobbio. Este consiste en que o bien nos conformamos con la democracia que tenemos (tal cual la conocemos), porque fundamentalmente no hay alternativas enfrente, no hay opciones deseables o, lo que es lo mismo, porque cualquier otra alternativa es impensable; o bien, debemos continuar lidiando con una democracia que se resiste a ser mejorada (profundizada), porque ella, de manera inexorable, está atrapada dentro de sus propias contradicciones y laberintos, que no sólo la niegan a sí misma, sino que le impiden salir de ese vórtice que la aprisiona.

 

Bibliografía

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Notas

1 El presente artículo es parte de un proyecto de investigación que el autor desarrolla dentro del Grupo Cultura y Política, al cual pertenece. Dicho grupo está adscrito al departamento de Filosofía de la Universidad del Cauca y se encuentra reconocido por Colciencias en la categoría B.

2 Esta universalización equivaldría a la ola expansiva de la democracia que explica Huntington (1994).

3 Antonio Ocaña (1991: 39) habla al respecto de democradura para referirse precisamente a la configuración de la democracia como gobierno de élites.

4 Para Norberto Bobbio este aspecto marca un rasgo distintivo con los antiguos, en cuanto éstos no se plantearon la obligación de fijarle límites al poder político, como tampoco desarrollaron una teoría sobre los derechos.

5 Para los liberales clásicos (y hoy para los neoliberales) la pretensión del Estado de bienestar de controlar toda la sociedad, mediante la ampliación de su capacidad de intervención, de la mano de altas dosis de dirigismo y paternalismo, no solamente va en detrimento de la libertad, sino que se convierte en la causa de los males sociales y en fuente de la ingobernabilidad de la democracia misma.

6 Estos son presupuestos del liberalismo económico, con los que se conciben los procesos productivos, el comercio, la generación de riqueza y, por ende, el bienestar y la prosperidad de las sociedades. El punto de partida consiste en sostener que lo que mueve a los individuos no es el afán de solidaridad, sino, por el contrario, el egoísmo, la satisfacción de las necesidades y deseos más inmediatos y cercanos (el interés particular, la búsqueda de riqueza). Para Adam Smith, su más claro exponente, como quiera que estas tendencias se constituyen en leyes naturales (en tanto son dictaminadas libremente por los mismos hombres, en sus maneras de ser y de pensar) no requieren la intervención de un poder regulador (el del Estado).

7 Acoge el antagonismo entre individuo y sociedad como algo no sólo necesario sino benéfico, en la medida que inspira la competencia y el sentido de la emulación, tal y como la plantea el liberalismo económico. Aplicada a la esfera política estimula el pluralismo político, entendido tanto en el sentido de la presencia de variedad de grupos políticos organizados, que compiten por el poder, como en la existencia de variedad de puntos de vista y opiniones que animan la controversia pública y el debate colectivo.

8 La alusión al hecho de que la democracia no ha prefigurado un centro único de poder (una sociedad centrípeta), sino que ha dado lugar a una pluralidad de poderes (una sociedad centrífuga o policéntrica como la llama Bobbio), es denominada por Dahl (1993) como la formación de una poliarquía.

9 Filósofo y jurista italiano (1909-2004) que desde joven participó en la resistencia antifascista, inicialmente como militante del movimiento Justicia y Libertad (Giustizia e Liberta), dirigido por los hermanos Nello y Carlo Roselli, y después en el Comité Nacional de Liberación de Papua, a consecuencia de lo cual fue arrestado en dos ocasiones. Fue profesor en las universidades de Camerino, Siena, Papua y Turín. A esta última ingresó en 1948, dirigiendo la cátedra de Filosofía del Derecho, una vez disuelto el Partido de Acción del cual formó parte desde su creación en 1943. En 1984 fue designado senador vitalicio por Alessandro Perini. De acuerdo con José María Gonzáles García, en Norberto Bobbio se pueden observar tres etapas: en la primera enfatizará en las diferencias entre las democracias occidentales y el socialismo establecido en la antigua URSS; en la segunda, el debate se centrará en la discusión con el marxismo; en la tercera (desde la década de 1980), la reflexión se situará en la democracia moderna.

 

Información sobre el autor

Luis Antonio Córdoba Gómez. Doctorante en Antropologías Contemporáneas, dentro del convenio suscrito entre la Universidad del Cauca y el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH). Se desempeña como profesor del departamento de Filosofía en la Universidad del Cauca, Colombia. Sus principales líneas de investigación son: democracia y partidos políticos, democracia y liberalismo, y cultura política, representaciones, discursos e imaginarios. Es coautor de los textos "Las vueltas del presidente", Cali (1994) y "Filosofía política: Crítica y balance", Popayán (2006). Autor de los artículos "Municipio colombiano y clientelización política local: apuntes para un balance", Fundación para el Desarrollo Popular de Cali (2000); "Contribuciones al debate sobre descentralización, apertura política y clientelismo en el municipio colombiano", inédito, Popayán (2000).

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