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Convergencia

On-line version ISSN 2448-5799Print version ISSN 1405-1435

Convergencia vol.13 n.41 Toluca May./Aug. 2006

 

Estudios

 

Las fronteras de la violencia cultural: del estigma tolerable al estigma intolerable

 

Nelson Arteaga Botello y Cristina Dyjak Montes de Oca

 

Universidad Autónoma del Estado de México, México. Correo electrónico: arbnelson@yahoo.com.

Universidad Autónoma del Estado de México-Universidad Jaume I, España

 

Envío a dictamen: 17 de mayo de 2006
Aprobación: 08 de junio de 2006

 

Resumen

El presente documento tiene por objetivo, con base en un estudio de caso en escuelas de educación básica, mostrar cómo se cristaliza la violencia cultural hacia niños invidentes. Dicha cristalización pasa por dos referentes de interacción y relación social al interior del espacio escolar. El primero está constituido por parámetros de normalidad y anormalidad a partir de la localización de estigmas. El segundo se encuentra, a contrapelo de la tendencia anterior, tratando de diluir los efectos de los estigmas al señalarlos como una práctica de tipificación social intolerable o inaceptable.

Palabras clave: estigma, intolerable, violencia cultural, infancia.

 

Abstract

The main objective of this paper (based on a case of study developed in basic education schools), is to show how cultural violence is crystallized towards blind children. This probrem crosses by two referrings of interaction and social relationships into the scholastic space. The first one is conformed by normality and anormality parameters from the stigmas' location; and the second one is opposed to the previous tendency in order to minimize the effects of the stigmas, showing them as an unacceptable kind of social segmentation.

Key words: stigma, intolerable, cultural violence, childhood.

 

Introducción

Las personas invidentes enfrentan una serie de problemas para integrarse a la vida cotidiana en la medida en que la organización de las actividades más comunes se estructuran en términos de la capacidad de desplazamiento, que normalmente realizan las personas no invidentes. A lado de estas barreras físicas, o más bien como su correlato, existe otro tipo de prácticas que generan la exclusión de la vida social de los invidentes: la discriminación. Ésta, por lo regular, se encuentra arraigada en el desconocimiento de lo que implica que una persona sea invidente o tenga cualquier otro tipo de discapacidad.1 La escuela es uno de los espacios donde aún persisten las barreras de la discriminación no sólo para los invidentes sino para otro tipo de discapacidades, aunque cierto, aquella adquiere grados y profundidades variables dependiendo del tipo de discapacidad con que se cuente.

Es importante subrayar esto si nos atenemos al hecho de que es un lugar común señalar que la educación alivia la carga de diversas formas de desventajas sociales y abre camino hacia mejores condiciones de vida. De tal suerte que si la discriminación y la exclusión están presentes en la escuela, ésta no facilita mucho la integración a la sociedad de personas que tienen alguna discapacidad. Y no es que las escuelas cierren sus puertas al acceso de los niños con estas características, el problema es que cuando ingresan es posible observar en la vida diaria escolar el ejercicio de una cierta violencia cultural, la cual se expresa a través de la construcción de prejuicios, fobias y discriminaciones (Galtung, 1995).2

Sin embargo, estas expresiones de violencia cultural no se encuentran presentes contra los niños invidentes permanentemente, y es que aquellos que la producen en algún momento pueden, más tarde, estar actuando de manera contraria: defendiendo y exigiendo el respecto de esos mismos niños. El objetivo de este documento es mostrar cómo se construye este proceso complejo de tolerancia —y ejercicio— así como de intolerancia de la violencia cultural contra niños invidentes. El argumento de este trabajo considera que dicho proceso pasa por dos referentes de interacción y relación social. El primero está constituido por parámetros de normalidad y anormalidad a partir de la localización de estigmas, es decir, de atributos que vuelven a una persona diferente a las demás, despojándola de su carácter como individuo, reduciéndola en última instancia a la categoría de un ser inficionado y menospreciado (Goffman, 1970). El segundo referente se encuentra, paradójicamente, tratando de diluir el efecto que gen era la estigmatización al reconocerla como intolerable o inaceptable en la medida en que genera efectos perniciosos para quien está sujeto a ella (Fassin y Bourdelais, 2005). Estos dos referentes de interacción y relación social dibujan una manera de entender los procesos de violencia cultural, la cual —a diferencia de lo que se cree comúnmente— no es un proceso que se cristaliza de una vez y para siempre; por el contrario, está sujeto a una dinámica de producción y deconstrucción de aquellos elementos que la constituyen.

Con el fin de observar este proceso se toma como referente el resultado de un trabajo exploratorio fruto de una investigación realizada en tres escuelas primarias regulares de los municipios de Toluca y Metepec, Estado de México, entre junio de 2003 y abril de 2004. Las escuelas que se escogieron cuentan con una experiencia variable en la atención a niños invidentes. Una de ellas tiene ocho años recibiendo infantes con estas características, aunque también niños con problemas de audición y habla; las otras dos escuelas, por el contrario, tienen cuando mucho dos años con alumnos invidentes.3 El análisis de estos distintos espacios permite apreciar la presencia de principios similares y diferenciales de producción y reconstrucción de la violencia cultural en el espacio escolar.4 Aunque ciertamente aquí se pondrá particular énfasis en las características comunes.

Este documento se divide en cuatro partes. En la primera se exponen los conceptos básicos que guían este trabajo, los cuales tratan de comprender la violencia cultural a partir de explorar tanto la construcción social del estigma como de lo intolerable o inaceptable de estas prácticas. En la segunda se analiza cómo se ejerce la violencia cultural con base en la estigmatización de los niños invidentes, en el caso particular de las escuelas donde se llevó a cabo la investigación. En la tercera parte se examina la forma en que se construyen los mapas de lo inaceptable del estigma hacia los niños invidentes en dichas escuelas. Finalmente, en el último apartado se sugieren algunas conclusiones que se desprenden de la investigación, planteando ciertas reflexiones sobre la articulación de los dos procesos que se han considerado como centrales en la construcción y deconstrucción de la violencia cultural.

 

Algunos conceptos para el análisis5

Se puede decir que los estudios sobre violencia en general, y de la violencia cultural en particular, han estado basados en el paradigma que privilegia la descripción de las condiciones del sistema social, político y simbólico (Wieviorka, 2004); perspectivas que en última instancia dejan de lado el estudio de los propios actores involucrados en la producción y reproducción de la violencia. Estos estudios parten del análisis y el conocimiento de las condiciones en las que se encuentran los actores con el fin de predecir su eventual caída en la violencia, ya sea como víctimas o victimarios. En estos modelos de interpretación persiste la idea de que existe la posibilidad de hallar un mecanismo elemental que la produce, por ejemplo la frustración —donde en algunas ocasiones se llega a sugerir una cierta complementariedad entre el análisis de las condiciones sociales y la movilización de ciertos recursos por parte de los actores. Si bien estas perspectivas permiten comprender algunos aspectos de la realidad en torno a la violencia, resultan en un punto insuficientes ya que la:

Mayoría de las aproximaciones clásicas de la violencia han tenido en común no hacer intervenir, sino al margen, los procesos de subjetivización y de desubjetivización que necesariamente [...] caracteriza a sus protagonistas. Este señalamiento que deriva en una proposición de carácter gene ral, constituye en efecto una invitación a teorizar la violencia colocando al sujeto en el corazón del análisis (Wieviorka, 2004: 220).

¿Cómo puede abordarse la violencia cultural desde este giro que se introduce? Convendría partir en un primer momento del concepto de violencia cultural planteado por Galtung (1990), en el que se considera que ésta es el conjunto de aspectos de la esfera simbólica de nuestra existencia que pueden ser utilizados para justificar o legitimar otro tipo de violencia como la estructural y directa.6 Wieviorka (2004) resalta el hecho de que esta definición permite acentuar los fundamentos culturales de toda violencia pero, al mismo tiempo, sirve para comprender la propia legitimación de su ejercicio. Sin embargo, quedarse en este nivel de análisis sólo puede llevar a reproducir la idea de la determinación estructural. Para superar esto se necesita poner en el centro del análisis el papel del sujeto, explorando los procesos y los mecanismos por los que este último, ya sea de forma individual o colectiva, llega a la producción de prejuicios, fobias y discriminaciones como un trabajo que realiza en su interior, sobre sí mismo, según casos, situaciones y contextos concretos (Dubet, 1994; Wieviorka, 2004).

El hecho de considerar la violencia cultural como un proceso que el sujeto elabora a través de un trabajo sobre sí mismo, resulta relevante en la medida en que considera la violencia cultural no como una mera huella estructural en el individuo, sino como una impresión variable, inestable, con distintas tonalidades que sugieren su emergencia y aparente disolución. En otras palabras, la violencia cultural que ejerce un sujeto no es una pena a la que se ve condenado de manera irremediable, sino sobre la que puede reflexionar circulando entre su práctica más cruel y su crítica más severa. Esta circulación se encuentra regularmente sujeta a situaciones muy específicas. El recorrido entre cada uno de los dos extremos de esta circulación —el punto donde se acepta o ejerce la violencia cultural y aquel donde se la rechaza— está sujeto a condiciones que sólo pueden ser observadas en situaciones particulares.

Si se parte en una primera instancia del análisis de las expresiones de violencia cultural, en particular hacia los invidentes y otro tipo de discapacitados, el trabajo de Goffman (1970) respecto al estigma significa una referencia obligada. En términos generales permite apreciar la forma en cómo los sujetos, individuales y colectivos, construyen pautas y categorías situacionales de lo aceptable y lo no aceptable, de lo normal y lo patológico.7 El carácter interaccionista de su perspectiva permite entender el mundo social no como el resultado de la contraposición de la esfera de los normales, por un lado, y de los estigmatizados por el otro, pues el conjunto de los individuos que lo compone está sujeto a ser estigmatizado en algún momento. Goffman sostiene incluso que el normal y el estigmatizado no son personas, sino perspectivas generadas en las interacciones. No son los atributos estigmatizantes los que determinan los roles de normalidad y anormalidad, sino la frecuencia con que se desempeña alguno de ellos. Con todo, la relación entre normales y estigmatizados es ciertamente tensa. De hecho los normales, por definición, creen que una persona con algún estigma es un "no-humano" y, con base en este razonamiento, adoptan diversas actitudes de discriminación dependiendo de la situación particular en la que se encuentren. No sólo esto, la estigmatización además posibilita la construcción de narrativas sobre la supuesta "naturaleza" de la inferioridad e incapacidad del estigmatizado para desempeñarse en la vida social.

No obstante el estigmatizado no siempre vive bajo el acoso de las actitudes de rechazo o discriminación, existen personas sensibles que reconocen en él a un humano que es esencialmente normal. En este caso se consideran dos grupos de personas: el primero corresponde a las que son sus iguales por compartir el mismo estigma y conocer lo que significa poseerlo; el segundo lo denomina Goffman el grupo de los sabios. Éste se conforma por personas normales que por su situación especial conocen la vida de los individuos estigmatizados y simpatizan con sus circunstancias. De hecho, es posible decir que el espacio de los sabios se agranda conforme las personas normales y estigmatizadas refuerzan sus contactos en la cotidianidad; empero, Goffman (1970) señala que la familiaridad tampoco garantiza el que se reduzca la discriminación, las fobias y el rechazo: cierto tipo particular de situaciones pueden facilitar el que reaparezca el estigma. En este sentido no resulta extraño que por un lado un sujeto, individual o colectivo, señale al estigmatizado que es un miembro más del grupo y por otro lo haga objeto de algún tipo de violencia cultural.8

Esta situación contradictoria puede explicarse por un proceso de construcción social de lo intolerable o inaceptable. Como apuntan Fassin y Bourdelais (2005), ciertas prácticas cotidianas vinculadas al ejercicio de una violencia, sea ésta directa o cultural, se pueden hallar constantemente enfrentadas a su rechazo no sólo por aquellas personas que se indignan frente a su ejercicio, también por quienes la llevan a cabo. La tortura a prisioneros, el maltrato infantil, la prostitución obligada se han convertido en el presente siglo en algunas de las figuras de lo intolerable. Ciertamente no todas están en un mismo plano, lo que hablaría de un intolerable absoluto y sin historia; por el contrario, sus distintas manifestaciones permiten observar la conformación de una cierta jerarquía moral a su interior. La definición de lo intolerable tiene que ver en este sentido más que con un refinamiento de los valores éticos y morales, con un trabajo de creación de su sentido a cada instante y en cada lugar, en función de los valores y las sensibilidades que pongan en juego los actores.

En el caso particular del niño maltratado —por poner un ejemplo próximo al tema que nos interesa para este trabajo—, Vigarello (2005) indica que para que esta violencia fuera considerada como intolerable, ha hecho falta la conjugación entre una evolución de las sensibilidades —que hacen del niño una víctima inocente— y una transformación de los valores que erigen a este pequeño ser en una persona sujeta a derecho. Sin embargo, si lo intolerable es históricamente construido y también culturalmente construido, quiere decir que pueden existir momentos, espacios y lugares donde se diluye, en la medida en que predominan otras modalidades prácticas.

De esta forma, el estigma y su rechazo como algo intolerable crean el espacio donde la violencia cultural se estructura y desestructura. En el caso particular que nos ocupa aquí, es decir, en el contexto de la vida diaria de un grupo de niños invidentes en escuelas primarias, interesa sobre todo resaltar la interacción y la relación social que establecen estos actores poseedores de un estigma con los "normales" —entre los que están los docentes y otros niños. Se parte, entonces, por distinguir, en primer lugar, los procesos de estigmatización que crean los docentes una vez que se enfrentan a la posibilidad de tener que establecer una relación con algún niño invidente en el salón clase para, posteriormente, examinar cómo en una relación ya más directa con el infante se presenta una oscilación entre la reproducción del estigma y su rechazo por considerarlo intolerable. De igual forma se analizará cómo en el salón de clase se conforma este mismo proceso que bascula entre el rechazo y la aceptación del niño, y el papel que tienen en esta dinámica los padres de familia de los niños "normales" y de los estigmatizados.

En la medida en que las situaciones y los contextos de interacción y relación son relevantes para la cristalización de la cultura de violencia será conveniente subrayar algunas experiencias de ciertos actores: los propios invidentes, sus padres, compañeros, docentes, así como los padres de familia de niños "normales", todos ellos que contribuyen, en distinta intensidad y fuerza, a dotar a la cultura de la violencia de los cimentos que garantizan tanto su producción y reproducción, como las bases para su puesta en cuestión.

 

La presencia del estigma

Pese a que las escuelas donde se llevó a cabo la investigación presentaban distintos años de experiencia en la atención a niños invidentes, lo cierto es que se puede observar un ejercicio similar de producción de estigmas a estos niños. En cada institución se establece de entrada un protocolo para la admisión, planteando de cuando en cuando una serie de obstáculos que, desde la perspectiva de los padres, sugieren una sutil disuasión para que busquen otras escuelas para inscribir a sus hijos. Esto sucede aun cuando esté clara, en la normatividad existente, los pasos a seguir para aceptar a los niños invidentes en el centro escolar. En todos los casos se condiciona el ingreso de éstos —pese a estar prohibido por la ley— a la firma de un documento mediante el cual se deslinda a la escuela de toda responsabilidad en el caso de que les pase algo.9

Con todo, una vez superado cada uno de los obstáculos, inmediatamente es necesario tener que afrontar el hecho de que los docentes rechazan la idea de que algún niño con invidencia esté en su salón de clase. Esto por lo regular es un proceso que queda fuera de la mirada de los padres, en la medida en que no resultaría correcto el expresar opiniones profundamente estigmatizadoras de sus hijos frente a ellos. Esta estigmatización adquiere connotaciones de cosificación y por ende lleva a considerar al estigmatizado como un "no humano". Esto es posible apreciarlo en expresiones como:

Pues primero sentí rechazo, porque no estaba segura, o sea, de cómo yo iba a actuar con él... Las compañeras de tercero somos cuatro y las cuatro lo rechazábamos; entonces fue por medio de rifa y ya cuando a mí me tocó, dije: ¡En la torre! ¡Pero ahora qué voy hacer, qué voy hacer!

Argumentos que es posible localizar en las distintas escuelas, donde la rifa deviene en la forma de catalogar al niño invidente como un indeseable y donde tener la mala fortuna de "ganarse" al niño como alumno deja siempre un halo de resignación; como haber obtenido una carga que tendrá que llevarse penosamente a cuestas durante un año:

Pues me sentí realmente mal, porque dije: yo qué voy a hacer con este tipo de niño. Más bien ninguna maestra lo quería. Habíamos acordado las cinco maestras que se iba a hacer una rifa para este tipo de niños, para que no hubiese de que yo me quedo con esto o tu llévate esto porque sí ¡De hecho me tocó a mí!

En otros casos este infortunio es visto con horror: "¡Ay no, no, no! De momento sentí terror, miedo. Nunca he trabajado con esa gente. De momento me dio mucho miedo". Este tipo de expresiones muestran la supuesta carga que representa para un docente el tener como alumno a un invidente, a tal grado que se considera una especie de desgracia laboral. Dejan ver, además, el profundo temor que tiene el docente de enfrentar el trabajo cotidiano con niños invidentes. Para otros no es tanto el temor sino el supuesto gasto inútil que representa un niño de este tipo en su aula, ya que pareciera que están condenados de entrada al fracaso social por cierta condición natural que les es propia. En este sentido una docente señala: "Lo bueno es que a mí no me tocó algún niño con una discapacidad porque es una pérdida de tiempo". Incluso para algunos profesores existe un derecho que les asiste para no aceptar niños invidentes: "A mí que ni me toque ella [una niña invidente], porque yo no la voy a tener. Yo tengo mi derecho de no aceptarla".

Este rechazo se refuerza con aquel que establecen los propios padres de familia de los niños que tienen compañeros invidentes en la misma aula. Ciertamente, los padres de familia entrevistados no admitieron abiertamente un rechazo hacia los niños con invidencia, manifestaron que era un derecho para los niños asistir a una escuela regular porque eso permitía inculcar valores de respeto hacia los demás. Sin embargo, a través de los testimonios de las maestras se nota que algunos no están de acuerdo en que los niños invidentes estén en el mismo salón que sus hijos, objetando que las maestras les ponen más atención que a los demás niños, impidiendo en algunos casos el supuesto desarrollo "normal" de las actividades (por ejemplo en el recreo, donde se tendrían que cambiar ciertas reglas de juego o actividades para involucrar a los niños invidentes). Algunos infantes al oír en casa los comentarios de rechazo de sus padres, los llegan a reproducir en las relaciones e interacciones cotidianas, como se puede apreciar en el siguiente comentario hecho a una niña: "Mi mamá dice que tú no deberías venir a esta escuela, tú deberías ir a una escuela especial para ti, donde hay niños ciegos. Porque aquí nada más venimos nosotros".

Pero no solamente las expresiones verbales estigmatizan. La mirada que sienten los padres con niños invidentes es quizá la principal muestra de que se tiene un estigma, la evidencia fundamental de que se está localizado en una perspectiva. Dice la madre de una niña invidente:

Me daba vergüenza más que nada porque la gente se le quedaba mirando y porque no decían otra cosa que: ¡ahí va la niña ciega! o ahí va la niña ésta. En el trayecto del camino y en la escuela me daba muchísima vergüenza, al grado de llegar a decir: no, yo ya no la llevo, porque la gente se le quedaba mirando, la gente hablaba. Hasta para ir a recogerla a la escuela yo era una de las últimas, por lo mismo que me daba vergüenza. Me hervía la sangre al oír que hablaban de ella, yo no sabía qué hacer, qué decir.

De esta forma, las marcas que denotan o hacen evidente el estigma se cargan de una narrativa sobre las connotaciones aparentemente naturales que son atribuibles a él. Una madre cuenta que un niño miró con sorpresa a su hijo invidente el primer día que éste asistía a la escuela; se fija inmediatamente en el bastón y dice sorprendido: "¿Mamá, por qué usa ese bastón?", a lo que la madre respondió: "Ay, porque está ciego. No ve, no sirve para nada". Un punto de vista que en nada se distingue del reseñado antes, atribuido a una maestra, en el sentido de que atender a un niño invidente era una pérdida de tiempo, ya que dichos niños no tienen futuro en lo referente a su inserción en la vida social. De hecho, esto es algo tan común que algunas madres y padres de familia cuestionan el desempeño académico de ciertos niños invidentes que presentan buenas calificaciones en la escuela. En su perspectiva estigmatizadora no cabe la idea de que los niños que catalogan como "normales" tengan calificaciones menores respecto a los invidentes. Una madre señalaba airada a una maestra al final de un día de clases: "¿Cómo es que mi hijo que oye y ve bien, saca seis y siete de calificación? ¿Y cómo es posible que ella, que no ve bien lleve nueve y diez?". Las madres no se explican esta situación y acusan a la maestra de regalar las calificaciones a estos niños. Una idea que resulta, en el extremo de la estigmatización, una expresión de desprecio y rechazo, como de quien está frente a una enfermedad contagiosa. De esto dan cuenta expresiones como: "¡Mira pobrecito! Deja de verlo y vente para acá" o "estos niños pueden afectar a nuestros hijos".

Lo paradójico es que en los salones de clase donde se llevó a cabo la investigación, las maestras tienen por lo regular poca capacidad de poder dedicar un tiempo especial a los niños invidentes. Los docentes, aunque no es una regla general, toman poco en cuenta las necesidades de estos niños, están preocupados por explicar los temas al conjunto de la clase sin ir un poco más despacio para que los niños invidentes alcancen a hacer las cosas; algunos docentes, incluso, no saben manejar el Braille y no tienen la menor intención de hacerlo porque consideran que es muy complicado. En alguna ocasión un maestro externaba: "Prefiero 50 niños latosos que tener un discapacitado".

Por si fuera poco, los niños generan sus propios estigmas, los cuales muchas de las veces no se alejan de aquellos que establecen lo profesores. En primer lugar, el manejo de la escritura Braille, con sus diferentes instrumentos, marca una primera diferencia entre el niño invidente y el resto del grupo; en segundo lugar está el bastón. Los dos conforman aquí, como sugiere Goffman, los símbolos del estigma. Tales objetos no sólo identifican al diferente sino que provocan la curiosidad y en ciertos momentos el morbo en los niños. Aunque las agresiones verbales son sin duda más explícitas: "no ves, estás ciega". También es posible observar la realización de bromas directamente relacionadas con la incapacidad de ver: esconderles sus cosas, o ponerles el pie para que se caigan, son las más comunes. Estos hechos se marcan más cuando un niño invidente ingresa por primera vez a la escuela o cuando hay compañeros nuevos en un ciclo escolar que comienza. Estas prácticas, ciertamente, con el tiempo llegan hacerse menos frecuentes pero nunca desaparecen del todo.

La estigmatización que se ejerce contra el niño invidente no sólo se circunscribe a él, afecta a su familia más próxima, en particular a sus hermanos, si es que los tuviera, que van con él a la misma escuela. Cuando esto es así, se pueden registrar situaciones donde los niños invidentes tienden a cerrar el círculo de convivencia con sus hermanos, lo que sucede por lo regular en el recreo. En algunas ocasiones cuando los hermanos de niños invidentes interactúan con otros amigos en presencia del hermano son descalificados para las actividades recreativas: "No, es que no hay que jugar porque... ¡Ay! ya sabes, tu hermano". Esto lleva en algunos casos a una gran angustia. La hermana de una niña invidente con la que se trabajó para esta investigación resultaba ser muy tímida y callada. Su madre manifestó en alguna ocasión que ha notado en ella cierta sensación de agobio por los comentarios que hacen sus compañeros de clase respecto de su hermana "la ciega". Esta situación le provoca mucha tristeza a tal punto que no tiene casi amigas; de hecho, ante el cuestionamiento de si las tenía contestó: "No, bueno, en ese caso, bueno... yo [se le hace un nudo en la garganta y los ojos se le llenan de lágrimas] yo, no me he juntado con mis amigas". Si bien la madre ha tratado de explicarle el problema y las posibles soluciones a él, lo cierto es que ambas hermanas son objeto ya de un estigma: una por sus atributos físicos, otra por el lazo de consanguinidad que simplemente le une a ésta.

En términos generales es posible detectar que aquello que constituye la cultura de la violencia hacia los niños invidentes —como los prejuicios, fobias y discriminaciones— se encuentra cruzando de forma transversal a los distintos actores de las instituciones escolares analizadas. Al parecer nadie quiere establecer lazos de copresencia en espacios que se consideran que no son aptos para estos niños. La puesta en marcha de estigmas a los niños invidentes deviene en una práctica colectiva que se construye a partir del establecimiento de una diferencia pero además del otorgamiento de una calificación moral. Ahora bien, si es cierto que profesores, alumnos y padres de niños "normales" coinciden en muchos puntos en su idea de la invidencia, es necesario reconocer que lo hacen en distinta escala y desde distintas perspectivas. La violencia cultural es una expresión diferencial que adquiere claroscuros muy variables. Incluso, como veremos a continuación, a veces es cuestionada por aquellos que momentos antes basaban su visión de los niños invidentes en estereotipos claramente definidos por el prejuicio, la fobia y la discriminación.

 

Lo intolerable del estigma

La violencia cultural no puede ser vista desde la perspectiva de los actores como un proceso unívoco. Las propias personas que en un sorteo deciden quién se encargará de tener en su clase a niños invidentes, también presentan actitudes que tienden a considerar como intolerables otras prácticas basadas en la estigmatización. De ahí que se pueda observar en los docentes de las escuelas analizadas una actitud que puede sonar ambivalente o contradictoria: por un lado, se estigmatiza a estos niños mientras que, por el otro, se busca generar un espacio de convivencia y tolerancia —tratando de afirmar la inaceptabilidad de la puesta en marcha de los estigmas. En su visión existe una cierta creencia en que el tiempo es la base que garantiza la disolución de prácticas sustentadas en fobias y prejuicios. Señala un profesor: "Vamos a tardar no sé cuántos años en que los maestros puedan aceptar a un niño con capacidades diferentes, sin decir un pero". De igual modo apunta una profesora:

La experiencia para atenderlos se va adquiriendo con el tiempo, con el trabajo y el contacto diario con los niños, porque en los estudios no se profundizó en el tema. Al salir de la carrera se enfrenta uno a otra realidad y no se sabe qué hacer.

En este sentido la mayoría de los maestros entrevistados comenta que: "Hay mucha distancia entre lo que se dice y lo que realmente se hace". Aunque ciertamente la experiencia diaria obliga por lo regular a plantear soluciones que permitan reducir el rechazo hacia los niños invidentes. Por ejemplo, en alguna ocasión, ciertos padres de familia solicitaron que sus hijos fueran trasladados a un grupo distinto al que fueron asignados originalmente; la razón era que no querían que sus hijos tuvieran como compañero a un niño invidente. La maestra, que por una rifa se vio obligada a tomar en su curso a este niño tuvo, sin embargo, que platicar con los padres y hacerles comprender las condiciones en las que se iba a desarrollar el trabajo escolar. Después de la charla, los padres que solicitaban el cambio de sus hijos desistieron de su intento. Con el trato diario estos padres son más receptivos, aunque los maestros creen que es necesario insistir en la sensibilización tanto de sus propios compañeros de labores como con los padres de familia, sobre todo con aquellos que llevan a sus hijos por primera vez a la escuela y que no están familiarizados con la convivencia con niños invidentes. Esto último implica un reconocimiento de que si bien el tiempo es un aliado para tratar de vencer el estigma que rodea la invidencia en niños, lo cierto es que la llegada de nuevos alumnos y padres de familia transforma esta tarea en algo permanente.

Algunos docentes han reconocido, incluso, que aceptar a niños con invidencia ha representado un cambio en la percepción que tradicionalmente tenían de ellos. Es el caso de una maestra que se enfrentó a esta situación cuando a través de un sorteo le tocó por primera vez trabajar con un niño con invidencia. Su asignación resultó una desgracia para ella en ese momento porque significaba más actividad por el mismo sueldo. Ante esto puso como condición que no se inscribieran más de 30 niños en su salón. Cuando empezó a trabajar con el niño invidente, de nombre Miguel, se dio cuenta de que era muy capaz, que sabía leer y escribir en Braille, que sumaba y restaba mentalmente, además de que era muy "simpático" y se "daba a querer"; de esta forma poco a poco lo fue aceptando, percatándose que no era tan difícil —como se lo había imaginado— ser maestra de un niño como él. Reconoce que a esto contribuyó el que una niña, amiga de Miguel, le apoyó mucho, en gran medida porque ella tenía un hermano que aparentemente padecía de sordera; desafortunadamente la niña abandonó la institución, lo cual representó un nuevo esfuerzo para acercarse más a Miguel. En primer lugar comenzó a auxiliarse de todos los niños del grupo, turnándolos de tiempo en tiempo para apoyar a Miguel en algunas actividades. En segundo lugar coordinó una visita del personal del CREE a la escuela para dar charlas. Finalmente empezó a aprender el Braille. Cuenta entonces que su relación de maestra le llevó a involucrarse en demasía con Miguel, hasta el grado de ser obsesiva. La madre del niño dice que la maestra le hablaba diario por teléfono para comentarle lo que era necesario hacer para cumplir de manera adecuada con la tarea. La maestra, en definitiva, le tomó mucho afecto, a tal grado que la familia considera que la maestra fue de gran ayuda para que Miguel adquiriera seguridad y confianza en la escuela.

Sin embargo, la profesora de Miguel cree que su caso no se repite en otros colegas suyos y que tampoco la institución —la escuela— tiene interés por cambiar algunas actitudes estigmatizadoras hacia los niños invidentes. Esto se confirma con el hecho de que no se busca capacitar a otras maestras de la escuela, por lo que si ella fuera transferida, significaría que habría que comenzar a trabajar en la sensibilización y adiestramiento de otras profesoras. En su opinión considera:

Que todas las instituciones educativas debieran capacitar a los docentes, para que puedan recibir a los niños con capacidades diferentes, porque es importante que ellos se integren a una sociedad y que la sociedad los acepte y no los rechace. Porque en muchas ocasiones la misma sociedad los va rechazando, inclusive no voy más lejos, yo era una de ellas, lo rechazaba [a Miguel] por no saber el trato, no saber cómo se le enseña, por no saber la convivencia, por el desconocimiento de muchas cosas de las que ellos están acostumbrados.

Durante la investigación fue posible observar también que los docentes tienden a apoyarse —cuando es posible— en la experiencia de las Unidades de Servicio de Atención a la Educación Regular (USAER).10 Esta ayuda ha sido importante sobre todo cuando ha existido algún tipo de agresión a los niños invidentes por parte de sus compañeros de salón. En otros casos ha sido necesaria su intervención cuando los padres de familia de niños invidentes resultan ser muy sobreprotectores con sus hijos o cuando los padres de los niños considerados "normales" expresan su inquietud porque asista con sus hijos un niño invidente.

Cabe resaltar que quizás uno de los actores más involucrados por definir como intolerable la estigmatización a los niños invidentes sean los propios padres de estos niños. Conocedores, como se vio en el apartado anterior, de su condición, creen en la necesidad de trabajar en primera línea con los maestros. Señala una madre:

La problemática que se da con las maestras es su falta de sensibilidad, pues no depende solamente del conocimiento o experiencia al respecto, también hace falta una actitud positiva y la disposición para trabajar con estos niños.

Algunas de estas madres se han tenido que involucrar directamente con los docentes con el fin de abrir espacios de convivencia más adecuados entre éstos y los niños invidentes, y en general con el conjunto de los amigos de sus hijos en el salón de clase. Son las madres las que enseñan a las maestras cómo acercarse al niño y tratar de diluir el estigma que pesa sobre él. A veces logran convertirlas en sabios, en términos de Goffman, aunque esto ciertamente no se da en todos los casos. En la investigación que se hizo en las escuelas se puede apreciar un trabajo más o menos coordinado entre madres de niños invidentes, docentes y maestras de USAER. En algunos casos, incluso, también se involucran compañeros de los propios niños invidentes a esta dinámica, particularmente aquellos con los que comparte la banca, los que se sientan cerca de ellos y con quienes han convivido años atrás en otros salones. De ahí que, tal vez, muchos padres de familia de niños invidentes refieran la necesidad de trabajar en lo que algunos denominan una "cultura del respeto":

En las escuelas deberían inculcar la cultura del respeto, los valores de la vida, porque en la escuela no hay valores definitivamente. Se necesita mucha preparación, mucha cultura de la gente.

Una madre comenta también:

Todavía falta mucha educación y que se debería enseñar el respeto hacia las personas con capacidades diferentes desde la niñez. Porque se van creando estereotipos y prejuicios sobre las personas con capacidades diferentes y los niños crecen con esas ideas.

Estas afirmaciones van ligadas a la necesidad de que sus hijos adquieran una cierta corporeidad más allá del estigma al que han sido sometidos. Como apunta un padre de familia: "La sociedad todavía no está preparada para ver este tipo de niños". Esto en la medida en que el estigma abraza a la familia en su conjunto: "La sociedad —dice el padre de un niño invidente— está equivocada porque no sabe lo que cuesta tener este tipo de familia". Sobre esta perspectiva que establecen las familias respecto a su situación, es clara la dificultad que tienen para localizar ellos mismos un punto en donde se sientan aceptados, ya que la movilidad del estigma que cae sobre sus hijos —los límites a partir de los cuales, como diría Goffman, son considerados como "no humanos" o humanos— son muy inestables en el ámbito escolar. El resultado es sólo uno: por un lado se les dice que son iguales a cualquier persona y, por otro, se pone en cuestión dicha igualdad en la comunidad escolar. En resumen, todo queda condicionado a los límites que impone de forma muy variable la comunidad de la escuela.

Con todo, esto también se puede observar en la propia consideración del estigma como algo intolerable. Su sustento está en la delimitación de una cierta jerarquía moral que hace que se disuelvan algunos prejuicios y fobias en función de contextos de interacción particulares: la maestra que rechazó a un niño en su salón tiene que mostrar otra actitud —que considera intolerable al estigma— cuando se enfrenta a un padre o a una madre que no quiere que su hijo conviva con invidentes. Esto muestra, sin duda, la conformación de una cierta jerarquía moral al interior del maestro que habla también de un trabajo sobre sí mismo. La definición de lo intolerable tiene que ver, por lo tanto, con un trabajo de creación de sentido en el que, como se ha visto en este apartado, participan otros actores, en especial los padres de familia de los niños invidentes.

 

Reflexiones finales

La cultura de la violencia como un proceso que adquiere sentido en momentos y situaciones particulares permite revalorar el papel de los sujetos, en tanto que éstos, en función de su experiencia, la dotan de un acento especial: reflexionan a partir de sus componentes simbólicos a los que se puede adherir más o menos plenamente, pero de los que también pueden tomar distancia. Esta reflexión la realiza el sujeto, como sugiere Dubet (1994), a través de la combinación de diferentes racionalidades y distintas lógicas. Esto permite una perspectiva que descentra la idea de lo social construida con base en la imagen clásica de los roles, la acción y la subjetividad, subrayando más bien la experiencia como una combinación de lógicas de acción; lógicas que ligan al actor a distintas dimensiones de la vida social. La oscilación entre el estigma y su rechazo se visualiza como una articulación de lógicas de acción diferentes, y es la dinámica creada por esta actividad que constituye la subjetividad del actor y su reflexibilidad (Dubet, 1994).

Desde este punto de vista, la aceptación del estigma y su intolerancia estaría apoyada no tanto en condiciones sociales general es —donde la propia reflexibilidad del sujeto quedara como un mero efecto de la descripción de un sistema social—, sino que el sujeto es el centro de la circulación que lleva del estigma a su rechazo en tanto éste reflexiona a partir de solicitaciones de interpretación en situaciones y contextos particulares. De esta forma se entiende cómo los maestros pueden rechazar a un niño invidente, estigmatizarlo y cosificarlo frente a sus colegas, y pasar a argumentos que tienden a repulsar el estigma de los padres que no quieren que ese mismo niño comparta la vida escolar con sus hijos. Estos últimos, junto con sus padres, pueden transitar también de las formas más claras de discriminación a expresiones solidarias, una vez que han ido construyendo redes de convivencia cada vez más sólidas con los niños invidentes.

Desde esta perspectiva, la circulación que lleva del estigma tolerado a su rechazo como algo intolerable invierte ciertas visiones sociológicas de inspiración weberiana —aunque no exclusivamente— que, como apunta Tellier (2003), confunden la acción en proceso de realizarse con la acción realizada, negando las modificaciones posibles de la acción en el proceso de relaciones intersubjetivas. Hablando en términos de la cultura de la violencia ello quiere decir que es necesario tomar distancia de las afirmaciones que establecen que las expresiones como la fobia, los prejuicios y las discriminaciones instauradas por la esfera simbólica implican una determinación de la acción: la experiencia social de la interacción en diversas situaciones obliga al individuo a cuestionar sus propios valores y las normas de su actuación. Sin embargo, conviene hacer una aclaración importante. Esta circulación no tiene un carácter normativo, ni se puede esperar que cumpla siempre su ciclo: transcurriendo de las fobias y las discriminaciones a su cuestionamiento o aparente negación. Como se ha visto en el presente trabajo, existen personas que no escapan a la reproducción de la cultura de la violencia, en el que cada situación y contexto sirve para dar cuenta de la necesidad de establecer una distancia social respecto a aquellos que se consideran como "no humanos".

Esto viene a establecer que los contextos, si bien resultan relevantes, tampoco son determinantes para producir un cambio de perspectiva, en la medida en que son los sujetos y su experiencia, es decir, su reflexión sobre lo vivido, sobre lo que se apuntala la permanencia del sujeto en las expresiones de la cultura de la violencia o la trascendencia de la misma. Desde este panorama la violencia reenvía, para una persona como para un grupo, o bien a la capacidad, reducida, improbable de constituirse en sujeto, o bien a mecanismos de subjetivización. La violencia está ligada, por lo tanto, a la forma en cómo el sujeto se construye o no, lo cual no puede ser el puro reflejo de una situación (Wieviorka, 2004).

Esto lleva a una consideración final que puede resultar significativa, al menos en el ámbito del desarrollo de la investigación emprendida, y es que las expresiones de la cultura de la violencia que es posible localizar en el trato a los niños invidentes no pueden ser superadas solamente a partir de la difusión de información relativa a la necesidad de aceptar a estas personas, sino que requiere un paso hacia la construcción de subjetividades distintas, lo cual sobrepasa a veces —lo que no quiere decir que sea irrelevante— a la mera difusión de una cultura de la tolerancia y del respeto a la diferencia. Requiere una capacidad del sujeto, individual o colectivo, para pensar la apreciación del otro de forma distinta en el contexto de su experiencia.

 

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Notas

1 Los términos de discapacidad y capacidades diferentes han introducido un debate que resulta interesante y muy productivo; sin embargo, en muchas de las ocasiones ha devenido en un campo privilegiado de la political correctness. Lo que ha llevado a veces a discusiones estériles en las que el lenguaje parece la llave secreta que abre la posibilidad de que un término suprima la discriminación y la exclusión. En este sentido debatir entre usar el término discapacidad o capacidades diferentes no conduce en última instancia a terminar con las condiciones desfavorables a las que tienen que enfrentarse estos grupos sociales. Discutir estos términos no es el objetivo de este documento, por lo que en este texto se utiliza el término discapacidad en su connotación de discapacidad de algo (visión, movilidad o habla) y no pretende considerar a las personas que tienen estas carencias como personas "sin capacidades" o "pocas capacidades".

2 En 1993 se realiza una reforma al artículo tercero de la Constitución. Dicha reforma permite la entrada en vigor de la Ley General de Educación que, en su artículo 41, establece la obligatoriedad de la inserción de los niños y niñas con discapacidad a las escuelas regulares de educación básica primaria. Ciertamente la atención a las personas con algún tipo de discapacidad en México se remonta al año 1870, con la fundación de dos escuelas: la Escuela Nacional para Sordos y la Escuela Nacional para Ciegos. En 1932 se estableció la Escuela Especial para Niños Anormales y en 1935 el Instituto Médico Pedagógico; en ese mismo año, la Secretaría de Educación Pública crea una división para la Educación Especial. En 1936 se crea una clínica de la conducta. En 1952 se funda el Instituto Nacional de Audición y Foniatría para atender problemas de audición; se establece también el Instituto Nacional de Comunicación Humana, con el objetivo de atender a personas con problemas de aprendizaje, audición y lenguaje. También se formaron las Escuelas de Educación Especial para atender niños con necesidades educativas especiales, con problemas de deficiencia mental, trastornos de audición y lenguaje, problemas físicos y visuales (Kilinger, 2000).

3 Para efectuar el estudio de caso se procedió a identificar a un grupo de familias cuyos hijos estuvieran cursando el nivel básico en escuelas públicas. Para ello se acudió al Centro de Atención Múltiple (CAM) dependiente de la Secretaría de Educación Pública ubicado en las instalaciones del Centro de Rehabilitación y Educación Especial (CREE) en Toluca, cuyo personal muy amablemente nos facilitó el contacto de las cinco familias que colaboraron con la información necesaria para la realización de este estudio. De las familias, tres de ellas viven, según el trabajo emprendido por CONAPO (2002) sobre marginación urbana, en zonas de alta marginación; las restantes en zonas de media y baja marginación. Tres familias pueden ser catalogadas como compuestas; una como nuclear y otra monoparental. La mayoría de las familias perciben entre $3,000.00 y $4,500.00 pesos mensuales a diferencia de una de ellas cuyo ingreso es de $8,000.00 pesos. En primer lugar se trabajó con la familia Lara, conformada desde hace diez años y compuesta por los dos progenitores y tres hijas que cuentan con edades de nueve, seis y cuatro meses; Mariana es la mayor y presenta debilidad visual desde los tres años debido a un accidente. Posteriormente se trabajó con la familia Pérez, integrada desde hace 12 años; además de los dos padres cuenta con cuatro menores (dos hombres y dos mujeres), con edades que oscilan entre los seis y doce años; Alejandra, la menor de los hermanos, es invidente de nacimiento. En tercer lugar se entró en contacto con la familia Cruz, conformada hace nueve años; sólo está compuesta por tres integrantes: el padre, la madre y Miguel, invidente de nacimiento por un problema congénito. Se trabajó también con la familia Gómez, encabezada por una jefa de familia de la cual dependen sus dos hijas, una de nueve y otra de ocho años; la mayor, Verónica, presenta problemas de debilidad visual desde su nacimiento. Finalmente está la familia Díaz, la cual no deseó participar en el estudio por lo que no se incluyen datos sobre la misma. La información sobre su hijo Carlos proviene de las entrevistas a sus maestros y la observación directa efectuada en su escuela. Carlos tiene once años y es el mayor de tres hermanos, es invidente desde que nació.

4 La información de la investigación se obtuvo de la elaboración de entrevistas tanto a niños invidentes como a sus familiares, maestros y compañeros de aula. Dichas entrevistas se acompañaron de la observación directa de los comportamientos y actitudes de estos actores en distintos escenarios (el hogar, el aula y el salón de clase).

5 Cabe aclarar que este estudio no pretende inscribirse en la línea de trabajos vinculados con el examen del papel de las escuelas y su relación con el trato a niños invidentes, llevados a cabo, entre otros, por Ulster y Antle (2005), Neibaur y Kleinschmidt (2005), Rosenblum y Corn (2003), Crocker y Orr (1996), así como el trabajo comparativo de Vaughan (1998) sobre los mecanismos de inserción de los niños invidentes en las escuelas en diferentes países; sino que se centra en la discusión más general sobre los límites de las interpretaciones holistas que regularmente apuntan a considerar que los valores y las normas resultan una "estructura cerrada" en la cual el individuo tiene poca capacidad de actuación.

6 Según Galtung (1995) existen tres tipos de violencia: la cultural, a la que se ha hecho referencia aquí, la estructural y la directa. Se habla de violencia estructural cuando existe una serie de acciones humanas, inconscientes, indirectas e impersonales que producen que los individuos no puedan potenciar su vida. Se habla de violencia directa en el otro extremo, cuando se registran acciones concientes, francas y personales. La violencia de tipo estructural se refiere a la desigualdad, es decir, a la injusticia social. La segunda se caracteriza por una agresión corporal de cualquier tipo producido por la guerra, el vandalismo, el robo, el secuestro, que ocasiona daño psicológico y donde su punto crítico es el asesinato (Arteaga, 2003).

7 Las aportaciones de Goffman al conjunto de la sociología contemporánea, sobre todo a partir de finales de la década de los ochenta y mediados de los noventa, puede ser revisada en el texto de Chriss (1995).

8 Algunos textos elaborados a partir del análisis de Goffman sobre el estigma, como por ejemplo los llevados a cabo por Yearley y Brewer (1989), Hinnenkamp (1989), Cottle (1994) y Traver (1994), han resaltado esta contradicción que resulta fundamental para comprender la dualidad en la que se sustenta la relación entre los llamados "normales" y los estigmatizados.

9 Las escuelas, por lo regular, no se comprometen a realizar los trámites para obtener los libros en Braille, dejando esta tarea a los propios padres de los niños.

10 Dichas unidades atienden las dificultades que se presentan en el aprendizaje escolar de algunos alumnos de las escuelas primarias y la adaptación de los niños que tienen problemas de habla, escucha y visión (ciegos y débiles visuales). Estas unidades se encargan también de detectar y orientar a los niños que por sus características muestren aptitudes sobresalientes para el estudio. En el caso particular de los niños invidentes, las maestras de USAER tienen como función el reforzar la integración de los menores al salón y de orientar a las maestras en la atención especial que ellos requieren. En algunas ocasiones son un puente entre el CAM y la escuela regular. Sólo dos escuelas consideradas en este trabajo contaban con maestras de USAER al momento de realizar la investigación.

 

Información sobre los autores

Nelson Arteaga Botello. Doctor en Sociología por la Universidad de Alicante. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son los campos de problematización y los dispositivos alrededor de la violencia, la seguridad pública y la pobreza. Ha publicado recientemente la segunda edición de Violencia y populismo punitivo en México (2006) publicado por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México; además de coordinar el libro Poderes locales en la globalización (2006) bajo el sello del Instituto Estatal Electoral del Estado de México y la UAEM.

Cristina Dyjak Montes de Oca. Maestra en Estudios para la Paz y el Desarrollo por la Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública de la UAEM. Se ha desempeñado como funcionaria en distintas áreas de atención a la discapacidad en el Estado de México.

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