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Gestión y política pública

versão impressa ISSN 1405-1079

Gest. polít. pública vol.30 no.spe Ciudad de México  2021  Epub 11-Set-2023

https://doi.org/10.29265/gypp.v30i3.959 

Gestión y política pública

Desigualdad, corrupción y Lord Acton

Inequality, Corruption and Lord Acton

1Investigador de la Coordinación de Humanidades y coordinador del Laboratorio de Documentación y Análisis de la Corrupción y Transparencia en el Instituto de Investigaciones Sociales en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); profesor-investigador (con licencia) de ciencias políticas en Middle Tennessee State University. Plateros 110, Torre 71, Dpto. 1301, San José Insurgentes, 03900, Ciudad de México. Tel: 55 3054 3029. Correo-e: stephen.morris@mtsu.edu.


Resumen:

Muchas investigaciones destacan una correlación entre la desigualdad y la corrupción. Por lo general, estos estudios se concentran en la desigualdad económica y solo una dimensión de la corrupción. Inspirado en la frase célebre de Lord Acton que asocia el poder y la corrupción, el presente trabajo pretende explorar el impacto de diferentes niveles o desigualdades de poder sobre distintas dimensiones, perspectivas y formas de corrupción. De estilo teórico y conceptual, ofrece un modelo que liga la corrupción estructural, institucional, legal y convencional a categorías de tipo ideales de poder y distribuciones de poder. Los niveles de poder van desde el poder absoluto, asociado con el poder abrumador de construir el concepto de la corrupción, hasta el poder de distorsionar la implementación o administración de la política pública ligado a la corrupción administrativa o convencional. El trabajo destaca también la influencia o hegemonía de la perspectiva ortodoxa sobre la corrupción y habla de la necesidad de una mejor distribución de poder entre instituciones, organizaciones y personas para atender a la corrupción en todas sus formas.

Palabras clave: corrupción; corrupción institucional; corrupción legal; desigualdad; Lord Acton

Abstract:

Much research highlights a correlation linking inequality and corruption. Generally, such studies focus on economic inequality and just one dimension of corruption. Inspired in the celebrated phrase by Lord Acton linking power and corruption, the current study aims to explore the impact of different levels of power inequality on distinct dimensions, perspectives and forms of corruption. Focusing on theory and concepts, the analysis presents a model that links structural, institutional, legal and conventional forms of corruption to ideal type categories relating to the distribution and inequalities of power. Such levels of power extend from absolute power, associated with the power to construct and define the concept of corruption, to the power to distort the implementation or administration of public policy tied to administrative forms of corruption. Discussion also centers on the influence or hegemony of the orthodox perspective on corruption and the need for a better distribution of power among institutions, organizations and individuals in order to address corruption in all its forms.

Keywords: corruption; institutional corruption; legal corruption; inequality; Lord Acton

El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente…

John Dalberg-Acton

Los ingleses aprendieron tarde en el siglo XVIII que “influencia” es solamente un eufemismo

de “corrupción”, pero la ciencia política contemporánea escogió ignorar la lección.1

Adam Przeworski (2010: 97)

INTRODUCCIÓN

Un gran número de investigaciones destacan una relación entre la desigualdad y la corrupción. A nivel macro, estudios empíricos confirman una relación directa e indirecta en dirección positiva (mayor desigualdad, mayor corrupción) y recíproca (causa y efecto mutuo). Otros estudios a nivel micro demuestran como los ricos y los pobres conceptualizan a la corrupción y se comportan de maneras distintas. Sin embargo, la mayoría de estos trabajos tienden a tratar la desigualdad en términos económicos (la distribución de ingreso), no políticos, y la corrupción en forma genérica. En cambio, el ensayo actual, inspirado en el dicho de Acton en el epígrafe, pretende explorar el impacto de diferentes niveles o desigualdades de poder sobre distintas formas de corrupción. Intenta ofrecer un enfoque amplio que incorpora en un solo modelo a la corrupción estructural, institucional, legal, convencional, y la corrupción política y administrativa, ligando estas a distintas categorías de poder y desigualdad.

El trabajo procede de la siguiente manera. En primer lugar ofrece una breve reseña de las diferentes investigaciones sobre los nexos entre la desigualdad y la corrupción. Lo anterior subraya cómo una serie de investigaciones interdisciplinarias contribuyen a establecer la importancia de la desigualdad para entender la corrupción. Enseguida, utilizamos el dicho presentado en el epígrafe por Acton, que liga el poder con la corrupción como punto de partida para diferenciar los niveles de poder -lo que Johnston y Fritzen (2021: 21) refieren como “desbalances de poder”- y diferentes formas de corrupción respectivamente. A partir de categorías generales, estos niveles de desbalances de poder van desde el poder absoluto, asociado con el poder abrumador de construir el concepto de la corrupción, hasta el poder de distorsionar la implementación o administración de la política pública ligado a la corrupción ilegal y administrativa.

LA DESIGUALDAD Y LA CORRUPCIÓN

La literatura sobre la corrupción apunta a diferentes dimensiones de la relación desigualdad-corrupción. Estudios empíricos multinacionales, por ejemplo, que tienden a enfocarse en la distribución de ingresos y percepciones de corrupción, señalan que los países con mayor desigualdad económica tienden a sufrir ma yores niveles de corrupción (Casas-Zamora y Carter, 2017; Husted, 1999; Swamy et al., 2001; You y Khagram, 2005).2 Explican la relación sosteniendo, por un lado, que los sectores con más recursos económicos poseen mayores oportunidades para influir en el gobierno por medio de la corrupción (Ariely y Usla ner, 2017; Bardhan y Mookherjee, 2000; Gleaser et al., 2003; You y Kaghram, 2005).3 A nivel estructural, esto incluye el uso de sus recursos para capturar al Estado o sus instituciones. El estudio de Oxfam (2018), por ejemplo, destaca la captura del Estado en los países latinoamericanos como consecuencia de la desigualdad (véase también Hernández, 2015). Desde una perspectiva extrema, vale recordar cómo Karl Marx teorizó hace más de un siglo sobre la captura total del Estado por parte de una clase social, calificando así al Estado como un mero epifenómeno al servicio de la burguesía (la dictadura de la burguesía) diseñado para reproducir las relaciones capitalistas y crear una ideología súperestructural para le gitimarlo (Cantamutto, 2013).

No es solo la presencia de los ricos en una situación de desigualdad lo que facilita la corrupción. También, por crear una amplia clase de pobres, la desigualdad coadyuva a la corrupción. La desigualdad no solo “permite que los ricos socaven las instituciones políticas, administrativas y legales de la sociedad” sino también “reduce los medios por los cuales los pobres pueden hacer que los poderosos rindan cuentas por sus acciones” (Casas-Zamora y Carter, 2017: 34). La pobreza, además, fomenta relaciones clientelares (Uslaner, 2008: 23-24), la compra-venta y coacción del voto, el silencio y la cooperación y, según Pelizzo y Stapenhurst (2014: 15), una mayor tolerancia hacia la corrupción porque los pobres la tienen que utilizar para acceder a los recursos (Carrasco et al., 2020; Zakaria, 2018). En suma, la corrupción, como señala Alina Mungiu-Pippidi (2006: 87), “refleja la distribución feroz del poder”. O como concluye Adam Przeworski (2010: 97): “la corrupción de la política por dinero es un aspecto estructural de la democracia en sociedades económicamente desiguales”.

Esta relación causal en la cual la desigualdad genera la corrupción también funciona de forma indirecta a través de su efecto sobre otros factores asociados a la corrupción. Sociedades desiguales también tienden a sufrir de bajos niveles de confianza, educación y participación ciudadana y ser menos democráticos: factores que, según diversos análisis, contribuyen a la corrupción (Boix, 2013; Houle, 2009; Morris y Klesner, 2010, Uslaner, 2008; You y Kaghram, 2005). La investigación multinacional por Eric Uslaner y Bo Rothstein (2016) confirma una correlación entre el nivel de educación nacional en el año 1870 con los niveles de corrupción registrados 140 años después. La clave, según ellos, es el impacto de la educación en los niveles sociales y económicos de igualdad y los esfuerzos relacionados en turno para construir el Estado y las instituciones de la rendición de cuentas durante el siglo XIX.

La literatura destaca también que la relación causal corre en la dirección contraria y que además de que la desigualdad produce la corrupción, la corrupción fomenta la desigualdad, creando así un círculo vicioso (Dincer y Gunlap, 2012). Recursos utilizados por los ricos, algunos obtenidos por medios corruptos, para controlar las instituciones y la política, trabajan a su favor y, por ende, “redistribuyen los recursos de la sociedad a ellos mismos” (Uslaner, 2008: 42). Esto ocurre no solo en actos individuales de la corrupción, sino en términos más bien estructurales por medio de la captura del Estado. Los estudios de Oxfam (2014, 2018) subrayan no solo la existencia de la captura del Estado en los países de América Latina anotado antes -facilitada por los altos niveles de desigualdad- sino también cómo esto genera políticas fiscales que mantienen y empeoran esta desigualdad.

Además de la relación mutua vista desde el nivel macro, investigaciones desde el nivel micro indican que la desigualdad también afecta la construcción del concepto de la corrupción, su significado y la conducta de los individuos al respecto. A partir de diferentes sondeos sobre las percepciones de la corrupción, varios investigadores encuentran diferencias entre las opiniones sobre la corrupción expresadas por los expertos, la gente de poder, educación y dinero, por un lado, y el público, por otro lado (Morris, 2018; Razafindrakoto y Roubaud, 2010; Redlawsk y McCann, 2005). Shaun Bowler y Todd Donovan (2016: 273), por ejemplo, al destacar esta diferencia, concluyen en su estudio empírico que “muchos Americanos (sic) [estadounidenses] parecen tener un sentido diferente de la corrupción” que las definiciones estándares. Por un lado, los expertos y gente de poder tienden a concebir la corrupción de una manera más estrecha, restrictiva y limitada. Utilizan la ley escrita como el estándar que delimita y define la corrup ción. En cambio, la gente común tiende a emplear una perspectiva mucho más amplia y más ambigua de la corrupción. En lugar de emplear la ley como re ferencia única, la gente tiende a asociar la corrupción con la exclusión política, el desapoderamiento, y la falta de representación y justicia (Razafindrakoto y Roubaud, 2010; Rusciano, 2014: 42, Uslaner, 2008; Rothstein, 2011).4 Eric Uslaner (2008) sugiere que de hecho la gente se molesta más por la corrupción que beneficia a las clases privilegiadas y no tanto por la corrupción pequeña de bajo nivel, a la cual conciben como necesaria para sobrevivir. Debido a estas diferencias, Frank Rusciano (2014: 42) concluye que “tanto más empoderados los ciudadanos, menos corrupta perciben su nación”.

En este nivel micro, la desigualdad no solo influye en los enfoques, significados o percepciones de la corrupción. Según estudios de psicología social, la desigualdad también afecta la conducta de los individuos debido a que gente con poder y dinero tiende a conducirse de forma más corrupta que la gente sin poder y dinero. Al revisar los resultados de una serie de experimentos, por ejemplo, Dacher Keltner (2016), autor del libro La paradoja del poder, concluye que los ricos y los poderosos tienden a demostrar menos empatía y menos moralidad, y, por lo tanto, una mayor tendencia a hacer trampa y desobedecer las reglas: “son los ricos y poderosos quienes no juegan según las reglas” (p. 130). Además, aclara que “el poder nos vuelve ciegos a nuestras propias faltas morales, pero nos mueve indignados cuando otros cometen las mismas faltas morales” (p. 131) (véanse también Costa-Lopes et al., 2013; Keltner, 2012; Keltner y Lerner, 2010; Kipnis, 1972, 1976; Rind y Kipnis, 1999; Wang y Murnighan, 2014).

En suma, la literatura interdisciplinaria muestra, desde perspectivas y ángulos diferentes, una relación positiva y mutua entre la desigualdad y la corrupción. Hasta cierto punto los estudios confirman la primera hipótesis de Acton de que el poder tiende a corromper. Pero en la mayoría de los casos, estos estudios abordan la desigualdad en términos económicos en vez de abordarla en términos de distribución de poder, desbalances de poder o influencias (las excepciones son los experimentos sociopsicológicos). Al mismo tiempo, en lo general, estos estudios tienden a tratar la corrupción genérica sin diferenciar las distintas formas de corrupción.

DEFINIR LAS CORRUPCIONES

Por supuesto, no hay consensos sobre cómo definir a la corrupción; ni qué es, ni qué incluye o excluye. El concepto es contencioso y ampliamente criticado. David Arellano-Gault (2020: 27-29), por ejemplo, identifica más de una decena de definiciones. La definición estándar y ortodoxa, reconocida y empleada por la mayoría aún considera la corrupción como: a) una forma de conducta individual; b) practicada por servidores públicos; c) que viola las normas escritas (las leyes), y d) motivado por un beneficio personal (Nye, 1967). Sin embargo, hay otras definiciones o perspectivas que en cambio consideran la corrupción un fenómeno: a) de carácter sistémico, no una conducta individual; b) que no se refiere solo al sector público sino a sectores más amplios; c) que viola principios democráticos o de inclusión o una ética universalista, no solamente la ley escrita, y d) que tiende a servir más bien intereses políticos y económicos que intereses personales. No es propiamente un fenómeno de codicia o moral, sino de política. Estas definiciones alternas apuntan a lo que se denomina la corrupción legal (Kaufmann y Vicente, 2011), corrupción institucional (Thompson, 2018), corrupción dependiente (Lessig, 2013) y corrupción estructural (Sandoval-Ballesteros, 2013).5

Cabe señalar que esto no es una cuestión meramente semántica o académica. Las definiciones importan; las definiciones condicionan la manera de entender la naturaleza del problema, la esencia que tratan de capturar cuando miden la corrupción y, por ende, las estrategias para abatirlo (Anderson y Heywood, 2009: 750). Pero en vez de aceptar y emplear una sola definición y descartar las demás, como suelen hacer otras investigaciones, prefiero reconocer que la corrupción, en tanto concepto central, conlleva significados diferentes y además se presenta en formas muy variadas; el concepto de la corrupción es dinámico, contencioso, bajo construcción y sujeto a debate político. Por lo tanto, la definición y la perspectiva que uno acepta son producto de la política y el poder.

DESIGUALDAD, PODER Y LORD ACTON

Para profundizar un poco más en esta relación tan importante entre la desigualdad de poder y la corrupción tomo como punto de partida la frase célebre del Señor John Dalberg-Acton (1832-1902) presentando anteriormente: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente […] [y la parte no tan conocida] Los grandes hombres casi siempre son malos hombres”.

Tres puntos preliminares:

  1. Primero, es importante reconocer que la expresión de Acton no se refiere al poder en sí, sino a la distribución o relaciones del poder. Definido como la coacción que una persona ejerce sobre otra para que crea o se conduzca de una manera que no habría sucedido sin su coacción, el poder es la imposición de la voluntad de uno sobre la voluntad del prójimo.6 El poder no existe aislado o en un vacío; es un término relacional y condicional. Es decir, no hay poder sin la presencia de su opuesto: la falta de poder. Esto quiere decir simplemente que el poder que corrompe existe en relación con la ausencia del poder de otros y que el poder (que corrompe) implica el ejercicio del poder contra alguien más débil. Se refiere a un desbalance de poder (Johnston y Fritzen, 2021: 21).

  2. Es preciso apuntar que el poder -un concepto difícil de tratar y no bien desarrollado- no es un fenómeno monolítico. Existen muchas dimensiones y lugares del poder: cultural, económico, político, psicológico, individual, organizacional, institucional, etc. Aunque no vamos a distinguir pormenorizadamente aquí sobre las diferentes dimensiones (aunque será importante en una teoría más amplia de la corrupción), es importante tomar en cuenta que hay distribuciones de poder dentro de cada dimensión (aunque seguramente hay amplios niveles de superposición de poderes; por ejemplo, gente con poder económico tiende a tener poder político aunque este variaría entre las sociedades). De igual forma, es preciso reconocer las distintas ubicaciones del poder. El poder se puede localizar y ejercer en una persona, un grupo, una clase, una organización o en una institución. Mientras la desigualdad económica se concibe casi únicamente en términos de ingresos o riqueza por las personas o familias (la medida más común es la distribución de ingresos por casas familiares), el concepto de la desigualdad de poder es más amplio. Francis Fukuyama (2015) hace hincapié en la desigualdad de poder no entre personas sino entre las instituciones de control social, por un lado, y las instituciones de rendición de cuentas, por el otro, donde las primeras sobresalen y merman el poder de las segundas. Este punto es central para entender el dilema de la corrupción y la anticorrupción.7

  3. Es importante distinguir entre el poder y la autoridad. La autoridad representa una clase de poder que se caracteriza por el derecho y la legitimidad de ejercer el poder. En este tipo de poder es necesario el consentimiento social del ejercicio del poder. La autoridad del Estado, por ejemplo, conforme a lo que está aceptando como legítima. Su poder queda limitado basado en las normas y una especie de contrato social. Desde esta perspectiva, simplemente la corrupción representa el uso del poder estatal de forma ilegítima que transgrede estos límites o, en otras palabras, el abuso de autoridad. La cuestión, por lo tanto, es ¿cuándo, en qué condiciones y por qué los servidores públicos, quienes tienen la autoridad de hacer ciertas cosas, sobrepasan los límites del uso de su poder y utilizan la autoridad como palanca o recurso para ejercer poder ilegítimo?

Con estas advertencias como guía, sigo por ligar diferentes niveles de poder (concentración o desigualdad) con diferentes formas y perspectivas de la corrupción. Similar a los tipos ideales que utilizó Max Weber en su análisis, los niveles de poder van desde poca concentración de poder (o un estado de igualdad), por un lado, hasta el poder absoluto en el otro extremo. Por cado tipo ideal, pretendo analizar sus efectos sobre las formas distintas de la corrupción, destacando los alcances y limitaciones de su poder. Enseguida, giro el enfoque sobre los niveles de igualdad de poder necesarios para contrarrestar las diferentes formas de corrupción. Aunque el poder corrompe, como indicó Acton, se requiere otro poder como contrapeso para abatirlas.

El poder que corrompe

Poder absoluto. Al punto extremo de la distribución de poder se encuentra el poder absoluto, lo cual Acton asoció con la corrupción absoluta.8 Pero a diferencia de Acton, propongo que desde una perspectiva -tal vez exagerada- afín a la hegemonía descrita por Antonio Gramsci, el poder absoluto no genera la corrupción porque incluye el poder para construir el concepto de la corrupción según los intereses propios del poder absoluto: crearlo, darle significado, dotarlo de importancia y definirlo. Este incluye el poder de construir e imaginar -o no- el concepto de interés público; crear y distinguir -o no- entre lo público y lo privado; y el poder para determinar cuáles intereses privados están permitidos y cuáles no desde el Estado. El poder absoluto es, hasta cierto punto, el poder para dictar la moralidad del bien y del mal. O, como reconoce Arellano-Gault (2020: 33): “Definir la corrupción es un acto de poder”. Y en este tipo ideal, es un poder abrumador para definir el concepto a su modo.

En realidad, el poder absoluto no existe, por esto es un poco difícil imaginar. Sin embargo, el análisis histórico sobre la corrupción es instructivo. Según, en la época de la monarquía absoluta no hubo una diferenciación entre lo público y lo privado -algo que presupone el concepto moderno de la corrupción (Heiden heimer y Johnston, 2002)-. Como soberanos con su autoridad otorgada por dios (derecho divino del rey), los reyes disfrutaron de un poder absoluto y por definición no podían ser corruptos. Esa era la época del poder patrimonial. No podían robar, dado que todo dentro de su reino les pertenecía; no podían sobreponer sus intereses a los del pueblo, ya que ni el concepto del pueblo existía, ni tal diferenciación de intereses: los intereses del pueblo eran, por definición, los intereses del reino, del soberano.9 De forma similar, podríamos suponer que existía algo cercano al poder absoluto en la Iglesia histórica basado en la ideología de su infalibilidad por representar la voluntad, por definición, de dios (según su concepto y creación).10

Poder hegemónico. Una segunda categoría de la concentración de poder -no absoluto, pero casi- yace en una concentración de poder que denomino hegemónico. Esta especie de poder representa bastante poder para dictar y definir, a través del amplio control del discurso, la lógica y la moralidad, y el concepto y paradigma de la corrupción conforme a sus intereses. Más cercano al concepto de hegemonía desarrollado por Gramsci, este concepto incluye la determinación, en forma general, de los límites de lo permitido y lo no permitido del Estado y los oficiales públicos, y la naturaleza del problema de la corrupción. Pero este poder no es absoluto. Entre los límites principales a este poder están las ideas asociadas con la democracia ampliamente entendida, la ley positiva, el nacionalismo y los sistemas morales y religiosos:11 otros conceptos determinados por poderes sociales. Dejando de lado la cuestión de la moralidad, la ideología democrática sí impone ciertos límites al poder y condiciona su ejercicio. Exige y ampara, por ejemplo, la manera de escoger y cambiar a los gobernadores, un Estado mínimo de derecho, ciertas libertades, y las normas que Mark Warren (2004) llama del segundo orden.12 La democracia consagra el interés público dictando que el propósito del Estado es servir al interés público (intereses nacionales según la ideología del nacionalismo) y que todos, incluso los oficiales del Estado, tienen la obligación de acatar la ley. Aunque todavía hay bastante poder para moldear el significado del concepto de la corrupción, enmarcar el problema y condicionar las soluciones de anticorrupción, el concepto, la definición y el enfoque tienen que conformarse a estos principios democráticos. Puesto que una limitación de este poder es la libertad de expresión consagrada por la ideología democrática, siempre existirá un discurso contrahegemónico que conteste sus formulaciones y su uso del poder.13 Por eso, ningún político ni partido puede reivindicar favorablemente a la corrupción o durante la campaña electoral prometer más corrupción.

En la práctica, es más fácil imaginar el poder hegemónico. En el mundo de la corrupción y la anticorrupción, se encuentra una fuerte concentración de poder compuesta por las instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Transparencia Internacional (TI), el gobierno de Estados Unidos, las empresas transnacionales, una gran parte de la comunidad académica y las redes de think tanks apoyadas por ella, los cuales han moldeado el enfoque ortodoxo sobre la corrupción (Johnston y Fritzen, 2021). Este enfoque, como anotamos antes, tiende a concebir la corrupción estrechamente como un fenómeno de conducta individual y un producto de las oportunidades y riesgos dentro de las institu ciones estatales que enfrentan los servidores públicos. Esta ortodoxia, además, consi dera la corrupción como un problema principalmente del Estado y no de un sistema de poder más amplio ni de un sistema económico; como una relación entre agentes y sus principales explicado por las teorías económicas, y como un problema que afecta generalmente a los países en vías de desarrollo y en una escala mucho menor a los países desarrollados.14 Este enfoque ortodoxo de la corrupción determina también la naturaleza de las reformas para abatir la corrupción. Al verlo como un problema meramente técnico, se recomiendan reformas administrativas y burocráticas, la ingeniería y afinación institucional, la desarticulación de los Estados del sur, la privatización y reformas neoliberales, la despolitización de la administración pública y la fiscalización de los procesos administrativos, entre otras.

Pero es un enfoque que, en todo caso, privilegia y representa los propios intereses e ideología del poder hegemónico (Arellano-Gault, 2020). Como señala Johnston (2005: 6), “el énfasis nuevo en la corrupción ha sido limitado por los intereses y perspectivas de las organizaciones e intereses dirigiendo el debate y los cambios de las políticas públicas”.

No obstante, estos intereses no ejercen poder absoluto. El concepto sobresaliente de la corrupción sí está demarcado por principios democráticos y por el estado de derecho. Las definiciones de la corrupción como la violación de las normas de puestos públicos (Nye, 1967) o el abuso de poder delegado (Trans parencia Internacional) presupone un estado de derecho y una separación entre lo público y lo privado, y consagra que el propósito del Estado es servir al interés público. Además, estos puntos de vista ortodoxos son criticados con perspectivas o discursos sobre la corrupción distintos.

Poder institucional. Una concentración de poder menor que el poder absoluto y el poder hegemónico es el poder institucional. Aunque es menor que los otros, es bastante fuerte para diseñar, alterar o controlar a las instituciones públicas. Las instituciones, como una especie de poder invertido, condicionan las decisiones, las leyes, las políticas públicas y la conducta individual por medio de sus estructuras y funcionamiento. Por lo tanto, los que tienen el poder institucional pueden diseñar u operar las instituciones para promover y proteger sus intereses particulares, lo cual representa una forma de la corrupción: la corrupción institucional. Por supuesto, este poder para moldear y controlar las instituciones está limitado, pues su diseño tiene que conformarse a los principios democráticos, quedar abierto a la crítica y ajustarse a las perspectivas ortodoxas de la corrupción.

En la práctica, en este nivel se encuentra la corrupción conocida como la corrup ción institucional y corrupción legal. Esto ocurre mediante dos mecanismos: por un lado, por diseñar la institución, dictando su misión, sus reglas de operación, los participantes y sus papeles; por otro lado, por la captura de las instituciones. En los dos casos, intereses particulares logran que la institución sirva a sus intereses particulares en vez de los intereses del público. Este incluye una gran gama de influencia desde el cabildeo hasta la captura del Estado o la disputa por la so beranía (Vázquez, 2019). Douglas North (1993: 130) argumenta que los altos sectores económicos “han creado organismos y grupos de presión para representar e influir en la toma de decisiones para sesgar el marco institucional a favor de sus intereses” (citado por Zepeda-Lecuona, 2017). Son el diseño y la operación de las instituciones los que facilitan, por ejemplo, la exclusión engañosa de ciertos intereses en la toma de decisiones -la definición de la corrupción ofrecida por Warren (2006) - o simplemente privilegian a ciertos intereses de otros, ase gurando así un resultado favorable y parcial. La institución del cabildeo, por ejemplo, permite la representación de intereses organizados y con mayores recursos, dándoles mayor acceso a quienes toman las decisiones, lo cual rinde resultados fa vorables. La institución de las finanzas particulares de campañas electorales en Estados Unidos, por ejemplo, facilita los intereses de los que hacen las donaciones o, en el caso de finanzas públicas, como en México, a los líderes de los partidos políticos. También son las instituciones públicas las que facilitan o complican la toma de decisiones: el número de actores con el poder de vetar las decisiones, los sistemas electorales que aportan o complican una mayoría legislativa o las instituciones regulatorias que privilegian ciertos intereses sobre otros (Bagashka, 2013). Aunque la mayoría de las instituciones tienen una larga historia y representan un balance de poderes de aquellas coyunturas, según la teoría de la dependencia de rumbo (path dependency) estas constriñen las opciones o rumbos disponibles en el futuro en parte por fomentar mecanismos de resistencia. Por lo tanto, cambiarlas es difícil.15 Cabe destacar que la corrupción que resulta de estos arreglos institucionales no es ilegal. Por lo tanto, no encaja dentro de la perspectiva ortodoxa de la corrupción.

Poder político. Lo que llamo el poder político representa un nivel de concentración de poder o desbalance de poder mucho menor que los anteriores, pero aún suficiente para determinar importantes decisiones políticas: la agenda política, las prioridades del Estado y la gran gama de las políticas públicas -normas, leyes, programas, políticas fiscales y monetarias, etc-. Este poder incluye, por ejemplo, la creación de las normas -en los ámbitos internacional y nacional- que especifican con mayor precisión los delitos de la corrupción y los recursos para investigarla. Por supuesto, no es un poder absoluto, pues enfrenta limitaciones impuestas por la ideología democrática, las ideas ortodoxas sobre la corrupción y las condiciones impuestas por las instituciones constituidas. No obstante, es un poder suficiente para imponer la política conforme a intereses particulares.

En la práctica, aquí es donde ubicamos gran parte de la corrupción legal (Kaufmann y Vicente, 2011), la “corrupción política” (Jain, 2001) y la violación de las normas del segundo orden (Warren, 2004). Centrada en la toma de decisiones dentro de la esfera política, la corrupción legal se refiere a las prácticas permitidas por la ley y facilitadas por las instituciones que no obstante privilegian, de manera ilegítima, a intereses particulares. Las normas de segundo orden de Warren (2004) se refieren a los principios ambiguos que deben regir la toma de decisiones de los políticos a fin de servir intereses comunes como inclusión, equidad, justicia, etc. Sin embargo, las prácticas permitidas por las instituciones existentes -finanzas privadas de campañas electorales, cabildeo, la puerta giratoria, gerrymandering,16 ciertas formas del conflicto de interés, etc.- violan los principios de inclusión, igualdad política o universalismo ético, facilitando el control particular de la política pública (Mungiu-Pippidi, 2013): formulaciones no ortodoxas para definir la corrupción. Por supuesto, la ortodoxia ni considera esta influencia ni sus resultados como parte del problema de la corrupción propiamente.

Este poder político y la corrupción legal se ilustran de varias maneras. Los estudios pioneros de Martin Gilens (2012) y Gilens y Page (2014), por ejemplo, demuestran cómo la política pública en Estados Unidos claramente favorece los intereses de la élite económica más que los del público. Esta influencia no es tanto por corrupción ilegal ni por la corrupción burocrática, sino por la corrupción legal y la corrupción política por medio de donaciones de campañas, cabildeo, control de los medios y recursos económicos. Giles concluye que este patrón corresponde más a una plutocracia que a una democracia. O como comentó un reportero sobre el rescate económico de 2009, por ejemplo: “Si estabas cerca del poder, disfrutaste de derechos pero no de responsabilidades, y si estabas lejos del poder, te chingaron (Vice News, 2018). Pero este poder político no solo genera políticas públicas favorables a un pequeño grupo, sino también asegura la ausencia de ciertas acciones políticas. Esto incluye, por ejemplo, la falta de atención, leyes o recursos para investigar los paraísos fiscales y shell companies,17 los mecanismos para esconder dinero y evadir impuestos, los crímenes de cuello blanco o la opacidad del sistema global bancario. Incluye lo que Brinks et al. (2020) llaman selective enforcement y el trato sesgado del sistema judicial en Estados Unidos entre ricos y pobres, y entre blancos y las minorías.18 Todos son ejemplos de las prioridades de gobiernos e instituciones internacionales y nacionales que, a fin de cuentas, favorecen los intereses de un pequeño sector. En México, llama la atención, por ejemplo, la falta de recursos del Sistema de Administración Tributaria (SAT) para investigar el lavado de dinero o la práctica legal de condonar los impuestos de grandes empresarios de administraciones ante riores o salvar los bancos por medio del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa). Los resultados del reporte realizado por el Grupo de Acción Financiera Internacional determinó que México sufre un nivel de impunidad en el lavado de dinero de 99.6 por ciento (GAFI, 2018). No es casualidad -como iluminan los Panama Papers- que estas vías prácticamente libres para lavar y esconder el dinero sean utilizadas principalmente por ricos, políticos corruptos y el crimen organizado.

El poder corrupto. La última clase de poder se refiere aquí, por falta de mejor término, como poder corrupto. Representa el nivel de poder necesario para influir y distorsionar la implementación de la política pública y desviar el uso de la autoridad de los servidores públicos para servir intereses particulares. Este corresponde a la corrupción cotidiana e ilícita; la corrupción según la perspectiva ortodoxa. Este poder de corromper, no obstante, está severamente limitado por la ideología democrática, las ideas generales sobre la corrupción, las instituciones constituidas, y las leyes y reglamentos detallados que rigen la conducta de los servidores públicos.

En la práctica, este nivel de poder abarca todo el ámbito de la corrupción convencional: la corrupción burocrática (Jain, 2001) y la violación de las normas de primer orden (Warren, 2004). Es la corrupción ilegal. Incluye las formas cotidianas como el soborno, la extorción, el conflicto de interés, el tráfico de influencias, el abuso de poder, la malversación de fondos, el peculado, el fraude electoral, el nepotismo, todos descritos con detalle en los códigos penales. También son las violaciones de las normas, reglamentos y códigos que autoriza la transparencia, las declaraciones patrimoniales y de conflicto de interés fidedignas, que dictan las responsabilidades de los servidores públicos y que establecen los procedimientos exactos para manejar la función pública.

Abundan los ejemplos de esta forma de corrupción convencional. Incluyen el poder de la policía para exigir un pago extraoficial (mordida) del conductor del auto o el poder del burócrata para extorsionar al ciudadano sin enfrentar ninguna consecuencia. De igual forma, abarca el poder de un servidor público o un ciudadano para conseguir favores, agilizar o evitar trámites, otorgar contratos a las empresas de sus amigos, conceder fondos a los estados y municipios a cambio de una comisión (moches), conseguir información sobre los operativos policiacos, prevenir u obstruir la procuración de justicia (la impunidad -el poder para determinar a quién investigar, consignar y sentenciar), etc-. Este poder corrupto puede ser el poder de las “autoridades” del gobierno o los poderes económicos o sociales de los jefes sindicales, empresarios, ricos o narcotraficantes, quienes utilizan su poder para sobornar, influir, chantajear, incluso amenazar con violencia para distorsionar la administración del gobierno y la procuración de justicia. Este mismo poder para distorsionar la procuración de justicia se puede utilizar para fabricar evidencias y (ab)usar del sistema de justicia y las normas de la anticorrupción para perseguir y sancionar a inocentes o adversarios políticos -la idea del lawfare (Dunlap, 2007). Es este nivel de poder, el poder corrupto, el que da significado a la expresión, “para mis enemigos, todo; para mis enemigos, la ley”.

A pesar de que estas formas de corrupción son ilegales, de todos modos requieren cierto nivel de poder para realizarse: lo suficiente para violar la ley con impunidad. Si ofrezco el soborno o me lo piden, los dos operamos bajo el entendimiento y con la confianza mutua de un quid pro quo y que no pasará nada fuera de nuestro pacto. No obstante, hay que reconocer que esta clase de corrupción -la corrupción convencional, administrativa, ilegal- refleja de hecho un nivel o concentración de poder bajo porque mientras el servidor público tiene suficiente poder para abusar de su autoridad, lo que hace sigue siendo condenado e ilegal. Por eso, tiene que esconderse, elaborar mecanismos complejos y tejer redes para simular sus actos (por ejemplo, Estafa Maestra), dándoles a sus actos la apariencia de legales y rectos. Tiene que mentir y negarlo, e incluso utilizar el discurso de la anticorrupción como subterfuge. Es decir, a pesar del poder para sobornar, tienen que doblegarse y reconocer la legitimidad de la ley y los principios democráticos, particularmente en su retórica y postura pública, mostrando así el dominio de estas ideas.19 Su poder, en fin, es tentativo y vulnerable, y saben que puedan descubrirlo, atraparlo y sancionarlo (a menudo más por razones políticas que judiciales) -de verdad o mentira- y estarán sujetos a sufrir las consecuencias.

Estas formas de corrupción tradicional -corrupción ilegal, burocrática, administrativa y convencional- entonces representan un poder mucho más limitado en comparación con la concentración de poder asociada con las otras formas de corrupción: la institucional y la corrupción legal. Hasta cierto punto es una debilidad comparable a la idea gramsciana de que el uso de la coerción representa en realidad una debilidad toda vez que el poder de verdad se ejerce sin la necesidad de usar la fuerza. En este caso, la corrupción ilegal sí representa bastante poder para abusar de la autoridad o para usar el dinero para conseguir lo suyo, pero no bastante para hacerlo abiertamente; bastante poder para alterar la implementación de la política por solo una ocasión específica y en las esferas bajas del gobierno, pero no bastante para convertir estos actos en algo legal en todas las ocasiones; bastante poder para abusar de las debilidades de los demás, pero no bastante para ejercer la hegemonía y así convertir sus actos en algo considerado amplia y conceptualmente como recto, derecho, justo, moral y legítimo.

En su estudio empírico basado en la encuesta del grupo del Banco Mundial sobre el ambiente empresarial, por ejemplo, Bennedsen et al. (2009) muestran que mientras el cabildeo y la corrupción generalmente son estrategias comparables -los dos buscan ejercer influencia sobre la toma de decisiones- son los empresarios con mayor influencia quienes utilizan el mecanismo del cabildeo (el rumbo legal), mientras los menos fuertes tienden a recurrir a la corrupción (el rumbo ilegal). Concluyen que “las empresas fuertes utilizan su influencia para doblar las leyes y reglamentos, mientras que las empresas débiles sobornan para mitigar los costos de la intervención gubernamental” (Bennedsen et al., 2009: 2).

Es también en esta especie de concentración de poder donde encontramos los niveles de desigualdad sociales que generan el clientelismo, la coerción a los más débiles a participar o acceder a la corrupción o vender su voto, etc. Y cuando se trata de más distancia entre dos personas en cuanto a su poder, resulta mayor el nivel de corrupción o explotación del poder. La investigación de Fried et al. (2010), por ejemplo, mostró que la policía de la Ciudad de México se diri ge más a los choferes de bajos recursos para “morder” precisamente porque los de clase alta probablemente tienen el poder para utilizar represalias contra el policía. Así, a mayor desigualdad, mayores probabilidades de que los poderosos se aprovechen de su posición.

En suma, se puede apreciar que diferentes concentraciones de poder o desbalances de poder corresponden a las distintas formas de corrupción. El poder absoluto, el cual no existe en la práctica, representa el poder para construir los conceptos de poder, corrupción, y bien y mal; mientras, el poder hegemónico, que sí existe, determina el paradigma dominante y ortodoxo de la corrupción: el significado del concepto, la naturaleza del problema y el enfoque de la anticorrup ción, favoreciendo en la práctica ciertos intereses particulares e ideológicos (y por eso es corrupción). El poder institucional, en turno, moldea o controla las instituciones políticas y sociales, lo cual facilita resultados favorables y sesgados, lo que produce la corrupción institucional. El poder político, en turno, logra la redacción de la agenda política, las normas y las políticas públicas, y privilegia ciertos intereses sobre otros por medio de la corrupción legal. Y, finalmente, el poder corrupto para influir y distorsionar la implementación de las políticas públicas y la procuración de justicia para favorecer ciertos intereses personales o particulares corresponde a la corrupción administrativa e ilegal. Hasta cierto punto, la ortodoxia embarca esta forma de corrupción y esta especie de problema.

Contrarrestar el poder que corrompe: La anticorrupción

La anticorrupción trata de alguna manera de contrarrestar el poder que corrompe y prevenir su abuso. Como la corrupción surge del desbalance de poder, la anticorrupción requiere un balance del mismo. Exige, como señala Mungiu-Pippidi (2006: 87), una mejor distribución de influencias entre personas e instituciones. Esfuerzos para balancear el poder incluyen aspectos estructurales desde adentro (pesos y contrapesos institucionales) y desde afuera (sociedad civil e internacional), una cultura y ética para asegurar la implementación fiel de las leyes, las políticas públicas y la procuración de justicia. Pero el contrapoder o balance de poder necesario para controlar la corrupción va más allá que abatir la corrupción ilegal y convencional -que representa solo un pequeño parte de la corrupción-. Implica también el contrapoder necesario para reformar las leyes para prohibir la corrupción legal, para contestar la agenda política y asegurar políticas públicas que reflejen de verdad los intereses de la ciudadanía y no de unos pocos. 20 Implica, también, un mayor balance de poder para transformar las instituciones públicas para que haya mayor inclusión de los afectados por las decisiones gubernamentales (prevenir la exclusión engañosa) en la toma de decisiones, asegurando que las decisiones de las instituciones reflejen en un mayor nivel el interés público y la justicia.21 Incluso se requiere un mayor balance de poder para disputar la hege monía conceptual y paradigmática de la corrupción.22 Amparado en la ideología de la democracia, tal discurso contrahegemónico ofrecería una forma diferente de concebir y problematizar la corrupción, el propósito del Estado y la naturaleza de poder, y, por lo tanto, un enfoque diferente de la corrupción y la anticorrupción. Tal concepción de la corrupción -parte de un discurso contrahegemónico- incluiría las ideas de la corrupción institucional, estructural y legal; una concepción que plantee la corrupción no solo como un problema del sector público o propio de los países en vías de desarrollo, sino también del sector privado y dentro de los países desarrollados y la estructura del sistema internacional; una concepción de la corrupción que incorpore una mayor separación del poder político y del poder económico, y una concepción de la corrupción como un problema estructural del poder. Limitar la corrupción legal e institucional inspiraría confianza en las instituciones, aseguraría que funcionaran de manera consistente con principios democráticos y fortalecería a la democracia.

Hasta cierto punto la industria de la anticorrupción (Sampson, 2010) promueve muchas de estas causas, pero lucha solo contra una dimensión de la corrup ción: la corrupción administrativa e ilegal, la corrupción convencional. Por medio de las convenciones y órganos internacionales, gobiernos y organizaciones sociales, casi en armonía, esta industria recomienda a nivel institucional la creación o el fortalecimiento de los órganos cuya función es transparentar y fiscalizar la función pública: los pilares del sistema de integridad. Los mismos promueven el desarrollo y la armonización de las normas nacionales para especificar y prohibir ciertas actividades corruptas, facilitar la denuncia, la investigación y la sanción de la corrupción, simplificar los procesos administrativos para reducir la oportunidad de corrupción y mecanismos para coordinar las actividades interinstitucionales e internacionales. También especifican estrategias detalladas como declaraciones patrimoniales y de los intereses de los servidores públicos, códigos de ética y de conducta, una mayor capacitación y profesionalización de los servidores públicos y un servicio civil basado en la meritocracia. También promueven una mayor participación ciudadana dentro del sistema de la rendición de cuentas y la toma de decisiones.

Pero a pesar de que todas estas reformas son importantes en la lucha contra la corrupción y representan un gran movimiento en los años recientes para contrarres tar el poder que corrompe -aunque hasta la fecha los resultados sobre la reducción de la corrupción son decepcionantes- todas estas estrategias de anticorrupción, que representa el enfoque ortodoxo, aún quedan limitadas. Y están limitadas porque, como elaboramos antes, este enfoque y sus estrategias de anticorrupción son el producto del poder hegemónico de unos actores internacionales y nacionales que reflejan y protegen sus intereses. Es decir, las estrategias y los programas tienden a concentrarse principalmente en la corrupción ilegal y administrativa del sector público y la corrupción que padecen los países en vías de desarrollo, y desatienden a la corrupción institucional, estructural, legal y la corrupción en los países desarrollados. Sus objetivos son claros: abatir las formas convencionales de la corrupción como el soborno, el peculado, la extorción, la desviación de recursos públicos, el conflicto de intereses, etc., principalmente las conductas que perjudican a sus intereses, todo para lograr una administración pública limpia cuya conducta esté estrictamente conforme a las normas que también ellos promueven. Y sus recomendaciones están dirigidas -y a veces impuestas- a los países donde se encuentran estos patrones de corrupción: los países en vías de desarrollo y los países débiles en el sistema internacional.

Vale destacar que las formas de corrupción que desatienden la industria inter nacional de la anticorrupción -la corrupción institucional, estructural, legal- son tal vez más difíciles de combatir que la corrupción conven cional-administrativa-ilegal por varias razones. Son difíciles de atender por la influencia del paradigma ortodoxo y el poder estructural de las instituciones (FMI, BM, TI y los gobiernos de los países desarrollados); porque las instituciones constituidas (el poder invertido) limitan las opciones para reformar el sistema (path dependency) y son más difíciles de cambiar; porque son formas de conducta no nada más permitidas por ley, sino que son actividades que están vistas como fundamentales del sistema democrático. Aunque el financiamiento a los partidos y candidatos puede ge nerar un sistema sesgado, las elecciones y campañas son partes fundamentales de una democracia y las donaciones consideradas como la libertad de expresión; aunque el cabildeo otorga ventajas, dando acceso privilegiado a unos, distorsionando las decisiones a su favor, la libertad de expresión y el derecho de presentar demandas ante el gobierno son derechos democráticos; y aunque el sistema judicial favorece a los que tienen mayores recursos para contratar un ejército de abogados y litigar frente al gobierno, generando retrasos largos y salidas favorables, el estado de derecho y la independencia judicial son aspectos democráticos (Thompson, 2018).23

La mejor distribución o igualdad de poder necesario para enfrentar la corrupción en todas sus formas y dimensiones se trata de instituciones estatales (pesos y contrapesos), instituciones y organizaciones sociales y una ciudadanía participativa que suscribe a una cultura y ética política basada en la justicia y la democracia. Se trata de la distribución del poder estatal entre las instituciones de control social y manejo de recursos, por un lado, y las instituciones que luchan para asegurar la transparencia y la rendición de cuentas, por otro. Se trata de la distribución del poder -voz, voto y veto- dentro de las instituciones que toman las decisiones y los mecanismos que aseguren la representación de los intereses públicos. Incluye el poder y el pluralismo de las organizaciones sociales como la prensa y organizaciones de la sociedad civil (OSC) que utilizan ese poder para vigilar el gobierno, cuestionar la información oficial, ofrecer información in dependiente y ofrecer una herramienta para expresar demandas populares. Y requiere una ciudadanía que desarrolla una virtud cívica, participando activamente en la solución de los problemas colectivos, como la corrupción; un balance entre el poder de la ciudadanía para controlar su gobierno y el poder del gobierno para controlarla a ella.

Es importante destacar, primero, que mientras tales metas de reforma incluyen las reformas anticorrupción dentro de la perspectiva ortodoxa y sus instituciones, estas metas y cambios van mucho más allá para atender a las otras formas de corrupción y las instituciones y estructuras sociales que reproducen la corrupción. Además, es preciso destacar que la distribución de poder (desigualdad e igualdad) analizado aquí no es el mismo fenómeno que la distribución económica, aunque no cabe duda de que hay una amplia relación entre las dos como indican tantas investigaciones. En términos teóricos, es posible tener una mala distribución de in gresos o riqueza en la sociedad, pero una distribución más equitativa entre las instituciones estatales de control social y control interno (de rendición de cuentas).

Los esfuerzos para cambiar la perspectiva y la definición de la corrupción o de equilibrar el poder y luchar contra la corrupción en todas sus formas son -como la corrupción en sí- ampliamente dinámicos. Nada es estático, ni hay equilibrio; todo está sujeto a la contención, se encuentra en un proceso de construcción y refleja las tenciones inherentes del sistema político y económico. Actualmente, hay mucho más oposición al enfoque ortodoxo sobre la corrupción que hace diez años (Johnston y Fritzen, 2021). En algunos casos, las críticas a la política ortodoxa han empujado a TI o al BM a ajus tar su pensamiento, revisar sus definiciones de la corrupción, ampliar el alcance del problema y reformar sus recomendaciones. Hay más atención hoy, particularmente en Estados Unidos, en cómo las instituciones privilegian ciertos intereses y perjudican otros, y cómo el sistema injustamente favorece a unos pocos. Hay grupos sociales que luchan para exponer la corrupción institucional y legal dentro del sistema, que denuncian en las cortes al gerrymandering y otros ejemplos de corrupción institucional, todo para extender el concepto de corrupción y el alcance de las normas. Que estas preocupaciones surgen en un periodo donde se anota un aumento destacado en los niveles de desigualdad y una crisis de las democracias actuales tal vez no es mera coincidencia. La realidad y la percepción de la desigualdad económica fomentan no solo mayores percepciones de corrupción, sino también producen más ricos, quienes se sienten privilegiados y capaces de desobedecer la ley, y más pobres que se sienten con menos facultades y oportunidades para proteger y promover sus intereses.24

CONCLUSIÓN

La literatura interdisciplinaria confirma una relación entre la desigualdad y la corrupción. A partir de la frase célebre de Acton sobre el impacto progresivo del poder sobre la corrupción, este trabajo ha intentado incorporar en un solo modelo las diferentes concentraciones de poder con las diferentes formas de corrupción. Identifica que el poder hegemónico, ejercido por los intereses internacionales y nacionales, ha podido definir la corrupción y fijar el paradigma del problema y su solución de acuerdo con su conformidad y para promover sus intereses ideológicos, económicos y políticos. Ubica el nivel o concentración de poder detrás de la corrupción institucional: el poder de construir, controlar o manejar a las instituciones de tal manera que promueve y protege intereses y privilegios particulares y bloquea reformas contrarias a sus intereses. Identifica el poder detrás de la corrupción legal: el poder para influir y dictar la política pública de tal manera que sirvan a intereses particulares. Por último, destaca un nivel de poder menor detrás de la corrupción que todos reconocemos: la conducta ilícita que permite distorsionar la implementación de la política pública. Esta forma de corrupción, ilegal, constituye la parte central del enfoque ortodoxo y sus programas anticorrupción.

A fin de cuentas, si el poder (mejor dicho, la desigualdad o desbalance del poder) corrompe, como indica Lord Acton, entonces la debilidad -la otra cara de la moneda- crea sus víctimas. Y es en estas víctimas, a raíz de esta misma debilidad y desigualdad, donde se nutre una perspectiva más amplia de la corrupción, un descontento con el sistema actual y una perspectiva que está fomentando la crisis actual de la democracia (Foa y Mounk, 2016; Lührmann y Lindberg, 2019). De igual forma, si el poder corrompe, como indica Lord Acton, entonces requiere un contrapoder (o un balance de poder o una distribución más equitativa del poder) para contrarrestarla. Y si el poder absoluto genera la corrupción absoluta, como indica la frase sobre la corrupción conocida por casi todo el mundo, entonces eliminar la corrupción requerirá lo opuesto.

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1 Algunas de estas ideas preliminares se presentaron en la conferencia “Democracia y autoritarismo en México y el mundo de cara a las elecciones de 2018: Diálogos por la democracia”, UNAM, 14-15 de febrero de 2018. Todas las traducciones son del autor.

2 García Compean (2014) encontró una relación estadísticamente significativa entre inequidad de ingresos y corrupción en los estados de México.

3 Andres y Ramlogan-Dobson (2011) ofrecen una excepción mostrando que en el caso de América Latina la desigualdad está asociada con menos corrupción, pues presenta oportunidades para los pobres.

4 Johnston (2019: 292) culpa a la desigualdad de contribuir a este sentimiento de exclusión en la vida democrática.

5 Sobre el debate conceptual, véanse Arellano-Gault (2020) y Anderson y Heywood (2009).

6 Sobre poder estructural, véase Acemoglu y Robinson (2006).

7 La desigualdad entre las instituciones es el resultado de la tendencia de priorizar el control del Estado sobre la sociedad en vez de los controles que ejerce la sociedad sobre al Estado. Esto genera el uso (y abuso) de poder para mantenerse en el poder (Przeworski, 2010).

8 Hay solo un caso de alguien (sic) quien supuestamente tiene poder absoluto: dios. No creo que la gente vea aplicable la frase de Acton a dios, ni creo que Acton quiso decir que dios es corrupto.

9 Ésta era la definición utilizada por Aristóteles para clasificar los sistemas políticos como corruptos (Heidenheimer y Johnston, 2002).

10 Desde hace tiempo -tal vez nunca- que el poder absoluto existía en la práctica. No obstante, enfrentamos un problema epistemológico en esta afirmación porque la existencia del poder absoluto conllevaría la imposibilidad de reconocerlo. O sea, el poder absoluto niega a nuestra imaginación e idioma el punto de vista externo o contrario necesario para reconocer el ejercicio del poder absoluto como una expresión sesgada, falsa, parcial o corrupto.

11 Como corrupción, hay muchas definiciones de democracia. Para muchos, se refiere únicamente a un proceso de elecciones y la libertad de escoger a los representantes (Schumpeter, 1942). Otros adoptan definiciones más amplias que incluyen aspectos sustanciales como la igualdad o la moralidad (Álvarez et al., 1996). En el concepto marxista-leninista, la democracia incluye un gobierno que sirve a los intereses populares a pesar de la falta de elecciones. El presidente norteamericano Abraham Lincoln capturó correctamente diferentes conceptos de la democracia al describirla como “un gobierno por la gente, para la gente y de la gente”. Vale resaltar que estas tres ideas no son las mismas.

12 Warren (2004) distingue entre las normas de primer y segundo orden. Las normas de primer orden se refieren a las reglas existentes dentro de las leyes y reglamentos, etc., mientras que las normas de segundo orden se refieren a los principios más ambiguos que rigen la toma de decisiones y la formulación de las normas del primer orden.

13 Véase Briet (2010) sobre el papel del discurso en la construcción social de la legitimidad y las relaciones de poder.

14 Por eso, los expertos califican el nivel de corrupción en Estados Unidos mucho más bajo que los ciudadanos (Morris, 2018).

15 La Constitución chilena durante la época de Pinochet ofrece un ejemplo del poder del régimen militar de dictar las instituciones para proteger sus intereses a pesar del regreso a la democracia. De forma similar, en Estados Unidos las instituciones creadas hace más de dos siglos en la Constitución siguen produciendo resultados que hace difícil transformarlas. Sobre este tema, véase Albertus y Menaldo (2020).

16Gerrymandering se refiere a la práctica dentro de los estados de Estados Unidos de dibujar los distritos electorales de tal forma que se favorece al partido dominante en la legislatura estatal y se perjudica al otro. Los críticos dicen que son elegidos escogiendo sus electores en vez de lo contrario.

17 Hay varios ejemplos de la escasa aplicación de la ley a favor de ciertos grupos en Estados Unidos incluyendo las leyes sobre el lavado de dinero. Un reporte del Financial Action Task Force (FATF), por ejemplo, señala que Estados Unidos no abate el lavado de dinero por medio de los shell companies (compañías fantasma). El reporte clasifica a ese país non-compliant (sin cumplir) en cuanto a su capacidad para determinar los beneficiarios verdaderos de las empresas: su calificación más baja. Destaca además que gente escapando de prosecución en sus países ha encontrado refugio en Estados Unidos gracias a sus normas, lo que favorece a los intereses corporativos (véanse Gurney et al., 2016, y Schectman y Wolf, 2016).

18 Yu y Yu (2011) presentan evidencia empírica confirmando que las empresas que cabildean tienen una menor probabilidad de ser descubiertas por fraude y tienden a evadir la detección durante más tiempo.

19 Es lo que quiere decir Warren (2006) como duplicitous o tramposo en su definición de la corrupción como exclusión tramposa: negar a ciertos actores su inclusión en la toma de decisiones sabiendo que su inclusión es legítima.

20 Hasta cierto punto, nuevas leyes anticorrupción, como las campañas anticorrupción, sirven para ganar legitimidad política y apoyo, y si no son implementadas, entonces, la mera simulación no amenaza los privilegios de quienes se benefician de la corrupción.

21 Aquí, siempre existe el peligro de que después de luchar para imponer reformas institucionales que protejan y promuevan los intereses públicos y que prohíban ciertas formas de corrupción, con el tiempo estos poderes vuelvan a capturarlas, transformando su función de nuevo y mermando su eficacia.

22 Entre los trabajos que critican el enfoque ortodoxo sobre la corrupción del TI y las instituciones financieras internacionales, véanse por ejemplo Arellano-Gault (2020), Bedirhanoglu (2007), Brown y Cloke (2011), Bukovansky (2006), Coronado (2008), Johnston y Fritzen (2021), y Villanueva (2019).

23 Esta contradicción está ilustrada en los fallos de la Corte Suprema de Estados Unidos donde el sistema de finanzas electorales, los límites y la definición de la corrupción chocan con la libertad de expresión (Teachout, 2014).

24 Estas tendencias se pueden observar detrás de las campañas electorales del social-demócrata Bernie Sanders y el populista Donald Trump en Estados Unidos en 2016 y 2020, y en las elecciones de Andrés Manuel López Obrador en México o Jair Bolsonaro en Brasil, en 2018, donde políticos antisistémicos y no tradicionales de la izquierda y la derecha movilizaron el sentimiento de descontento popular sobre la corrupción.

Recibido: 14 de Junio de 2020; Aprobado: 25 de Marzo de 2021

Stephen D. Morris tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad de Arizona. Ha sido profesor en la Universidad de las Américas-Puebla, University of South Alabama, Thunderbird University y becario Fulbright en la Universidad de Guadalajara. Actualmente es investigador de la Coordinación de Humanidades y Coordinador del Laboratorio de Documentación y Análisis de la Corrupción y Transparencia en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor-investigador (con licencia) de ciencias políticas en Middle Tennessee State University. Es autor de varios libros y trabajos sobre la corrupción en México, América Latina y Estados Unidos, la política mexicana y la identidad nacional y perspectivas sobre Estados Unidos en México.

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