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Gestión y política pública

versión impresa ISSN 1405-1079

Gest. polít. pública vol.21 no.2 Ciudad de México ene. 2012

 

Posiciones e ideas

 

Infraestructura, deuda y desarrollo: Lecciones actuales de la crisis mexicana de 1994-1996

 

Infrastructure, Debt and Development: Current Lessons from Mexican Crisis 1994-1996

 

Josef Konvitz*

 

* Josef Konvitz es profesor honorario de Educación en la Universidad de Glasgow y actualmente escribe, enseña y ofrece consultorias, tratando de fortalecer los vínculos entre análisis, estrategia y políticas. Desde 1992 cumplió distintas misiones dentro de la OCDE, y en 2003 se convirtió en jefe de Políticas Regulatorias para esa organización internacional, misma de la que se retiró en 2011. University of Glasgow, School of Education, St. Andrew's Building, 11 Eldon Street, Glasgow G3 6NH, Scotland. Correo-e: Josef.Konvitz@glasgow.ac.uk.

 

Artículo recibido el 9 de enero de 2012
Aceptado para su publicación el 1 de marzo de 2012.

 

Resumen

A raíz de la crisis iniciada en 2008 se ha reactivado el interés por el estudio de la perspectiva histórica de las crisis. Desde ese punto de vista, la historia de México en la década de 1990 resulta reveladora, entre otras cosas, porque confirmó los vínculos entre la capacidad política y la reforma política macroeconómica. Las medidas macroeconómicas tomadas entonces combinadas con la liberalización del comercio mediante el TLc desencadenaron una recuperación dirigida a las exportaciones y concentrada en las manufacturas. Además, se observó que un buen manejo de la deuda no es suficiente para asegurar una estrategia de desarrollo a largo plazo; para el crecimiento posterior también son esenciales la infraestructura para el comercio, la protección ambiental y la planeación urbana. En esta tercera época de la globalización, la reforma estructural como parte de la búsqueda de la recuperación y el crecimiento también tendrá que ocuparse de cuatro asuntos: pobreza, injusticia y desigualdad; planeación; visión de un mejor futuro, y gobernabilidad para una aplicación democrática.

Palabras clave: crisis económica, deuda, desarrollo, OCDE.

 

Abstract

Given the 2008 crisis there has been a renewed interest in the historical perspective for the study of such type of crisis. The history of Mexico in the 90s is somewhat an interesting case to study, due to the clear linkages between political capacity and macroeconomic political reform. In such decade, macroeconomic reforms were combined with liberalization of commerce through nafta. These measures created a quick recovery through exports and intensive manufacture production. Moreover, it was also important to define that debt management was not enough to ensure long term growth. It is clear now that to induce growth it is also important to create infrastructure, protect the environment and strenghtening urban planning. In this third stage of globalization, structural reform should consider at least four other issues: poverty, injustice and inequialities; planning; a better vision of future; and democratic governance.

Keywords: economic crisis, debt, development, OECD.

 

México se enfoca en pagar la deuda; las carreteras y puertos se deterioran", decía un titular de primera plana en el Wall Street 11 de junio de 1986. "México: ascenso y caída" fue el tema de un artículo en la sección "Schools Briefs" de The Economist tres años después (11 de febrero de 1989). "¿Hacia la quinta crisis?", se preguntaba Miguel Basáñez en un ensayo de 1993. ¿Podrían el pluralismo político en lo nacional y el liberalismo económico en lo internacional ayudar a México a salir de un círculo vicioso?

La crisis que acompañó la elección de Ernesto Zedillo en 1994 produjo cambios decisivos en la política macroeconómica que resultaron ser condiciones indispensables para las reformas microeconómicas en las que se basa gran parte del potencial para el desarrollo y la productividad. Después de superar las elecciones de 2000 —que coincidieron con la recesión posterior a la "crisis punto com"— y a punto de enfrentar nuevas elecciones en 2006, el Financial Times informaría que México comenzaba a incrementar sus inversiones en infraestructura, devolviéndole "al país los beneficios de la estabilidad" (Lapper, 2006).

La crisis actual ha reactivado el interés por la perspectiva histórica de las crisis, un interés que nunca debió volverse tan marginal, como si sólo tuviera relevancia "académica", es decir, nula. Las políticas deben modelarse según las lecciones de la experiencia. Muchos funcionarios en México que tuvieron que enfrentar la crisis de 1994-1996 nunca habían pasado por una experiencia tan traumática; lo mismo podría decirse de los funcionarios de muchos otros países a partir de 2008.

Desde la perspectiva de la crisis de 2008-¿?, la historia de México en la década de 1990 es doblemente reveladora. Confirma los vínculos entre la capacidad política y la reforma política macroeconómica. Las medidas macroeconómicas tomadas por el gobierno del presidente Zedillo, combinadas con la liberalización del comercio mediante el Tratado de Libre Comercio (tlc), desencadenaron una recuperación dirigida a las exportaciones y concentrada en las manufacturas. Pero un buen manejo de la deuda no basta para asegurar una estrategia de desarrollo a largo plazo. Para el crecimiento futuro también son esenciales la infraestructura para el comercio, la protección ambiental y la planeación urbana. Sin estos esfuerzos complementarios por mejorar la infraestructura y fomentar el desarrollo, el colapso de los estímulos hubiera dejado a México con limitaciones en su capacidad y escaso crecimiento, lo cual hubiera desalentado las inversiones. Tal fue el desafío que debió enfrentar la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en los primeros informes sobre infraestructura y desarrollo regional, ya fuera para México o para cualquier otro país miembro: preparar un estudio en medio de una crisis para mostrar cómo se puede romper con el pasado y cómo esto puede beneficiar el desarrollo.

Muchos países enfrentan el mismo dilema: cómo fomentar las inversiones, sin las cuales no habría recuperación, en un momento en que han disminuido las presiones inflacionarias sobre la mano de obra y las mercancías, aunque los riesgos asociados a la inversión inducen una cautela conservadora. El hecho de que más de 50 por ciento de la población mundial esté ya urbanizada se celebra por las promesas que encierra para el futuro. Sin embargo, las ventajas de la urbanización sólo podrán realizarse si se invierten decenas de miles de millones en infraestructura. La inversión en infraestructura, que debía responder a distintos paquetes de estímulos, sigue estancada, impedida por una carencia de proyectos e ideas que apoyen el crecimiento de las economías urbanas, por procedimientos reguladores lentos e ineficientes, por enfocarse en la deuda en una época de austeridad y por la falta de una visión de lo que podría ser el futuro. Tras una descripción analítica del estudio que hizo la OCDE sobre México en 1996, el presente trabajo concluirá con algunas reflexiones sobre la crisis actual en un marco más conceptual y más amplio.

La crisis mexicana de 1994 coincidió con la aceptación de México en la OCDE. El sello intelectual de la OCDE es la creencia en los mercados. Los mercados requieren reglas y se benefician de las políticas que fomentan tanto el capital en todas sus formas, como la libertad de los individuos y de las empresas para crear y explotar las oportunidades de usar el capital de la manera que mejor les convenga. Las políticas sólidas deben tomar en cuenta las especificidades institucionales y sociales en los ámbitos nacional y subnacionales, pero existe un margen para que los gobiernos examinen mutuamente sus políticas de manera crítica, a la vez como una forma de presión entre colegas, y como ejercicio didáctico para identificar y validar innovaciones que pueden convertirse en buenas prácticas. Saber qué hacer puede resultar la parte más fácil; ponerlo en práctica, sobre todo cuando los cambios afectan intereses particulares o alteran las normas establecidas, suele ser más difícil. La cultura política determina en qué medida los legisladores, los funcionarios electos y los interesados logran poner en marcha las reformas estructurales. Por lo tanto, la aceptación de México en la OCDE formó parte de un proceso mediante el cual se realizarían reformas que había resultado difícil introducir antes. Al incorporarse a una organización internacional, México obtenía también la oportunidad de participar en la agenda colectiva de la OCDE y de posicionarse en relación tanto con Europa y el Pacífico asiático, como con Norteamérica.

Con el paso del tiempo, hay que recordarle a la gente cuánto ha cambiado México, porque se rompió el ciclo de seis años de elecciones y deuda pública. Pero en la política, el éxito, incluso parcial, a menudo "no es suficiente". De hecho, el problema de las expectativas frustradas es más grave cuando, como en este caso, ha habido auténticos progresos aunque sin reducir la pobreza ni aumentar la productividad lo suficiente. Sin embargo, prestar demasiada atención al ámbito nacional puede impedir que la gente vea las oportunidades que tiene a la mano en las distintas ciudades y regiones. Las economías nacionales son un agregado de una multitud de sociedades y lugares locales, pero las ciudades y regiones no son microcosmos de la nación a la que pertenecen. En cada país, los gobiernos deben establecer los marcos adecuados que apoyen proyectos de calidad para el desarrollo en los ámbitos subnacionales, que a su vez produzcan los frutos de las reformas macroeconómicas con el paso de los años.

 

LA CRISIS DE 1994-1995

Las causas inmediatas de la crisis no son el tema de este trabajo, salvo para destacar la sincronía entre la acumulación de deuda a lo largo de un sexenio presidencial, la elección del nuevo presidente y el entorno macroeconómico más amplio que afecta el comercio y la inversión. La crisis monetaria de diciembre de 1994, cuando Ernesto Zedillo estaba a punto de asumir la presidencia al terminar el sexenio de Salinas, estuvo marcada por una fuerte disminución en el flujo de capital hacia México en un momento en que sus reservas internacionales ya eran bajas. El perfil de México como país de alto riesgo (afectado por acontecimientos en otros países latinoamericanos, como Brasil y Argentina) se recalcó por su déficit en los pagos de 8 por ciento del producto interno bruto (pib) en 1994. La volatilidad no era sólo un problema de los mercados: la elección de Zedillo ocurrió tras un periodo electoral muy dramático transformado por el asesinato de Luis Donaldo Colosio en marzo de 1994, un acontecimiento traumático que cristalizó las dificultades que tendría cualquier presidente para combinar la compasión por los pobres, sobre todo en las partes más rurales del país, con un entendimiento de las necesidades del comercio y la industria, administrados por las élites en las principales ciudades y vinculados con la economía global.

Cuando se permitió la libre flotación del peso sobrevaluado, cayó de 4 a 7.2 por dólar. La estabilización tuvo su precio: la aportación de aproximadamente 50 000 millones de dólares por parte de Estados Unidos y distintas instituciones multilaterales estuvo acompañada por un aumento disparado en las tasas de interés nacionales. Como alrededor de un tercio de su cartera de créditos estaba en dólares, los bancos ya no pudieron cubrir sus obligaciones, justo cuando las empresas nacionales padecían el efecto cruzado del aumento en las tasas de interés y la caída en la demanda. El gobierno tuvo que reestructurar el sector financiero para permitir la entrada de los bancos extranjeros en el mercado. Su terapia de choque afectó la economía real, ya debilitada como resultado de la alteración drástica de la tasa de cambio. Aumentaron los impuestos, se redujo el circulante, y el excedente primario en el presupuesto aumentó a 4.4 por ciento del pib. Los salarios reales disminuyeron, por lo que muchas personas se volvieron dependientes de redes familiares y de ahorros que no habían pasado por el sistema financiero. Tras esta recesión extrema —el pib disminuyó más de 8 por ciento durante la primera mitad de 1995— vino una recuperación casi igual de súbita, con un aumento de más de 6 por ciento en el pib para la segunda mitad de 1996. (El crecimiento nacional real disminuyó dos por ciento a lo largo de once trimestres, entre enero de 1994 y septiembre de 1996.) La recuperación dependió de un crecimiento fuerte de los principales socios comerciales de México; y esto cuando estaba entrando en vigor el tlc, pero dada la magnitud de la economía informal mexicana, el crecimiento basado en las exportaciones tuvo ciertos límites. El sector industrial padeció menos la recesión, y se recuperó antes y más rápido, exacerbando las diferencias regionales: la agricultura estaba concentrada en los estados mexicanos más pobres; la industria manufacturera beneficiaba a las entidades cercanas a la frontera con Estados Unidos, y el sector servicios tenía una participación creciente en la economía de la ciudad de México. Estas tendencias tienen implicaciones importantes para el tipo de necesidades de infraestructura social y física en los distintos estados —lo cual refleja a su vez su capacidad para contribuir a la inversión financiera—, y esto en un país donde no ha disminuido la desigualdad social y económica.

Este resumen de un ejemplo exitoso de medidas macroeconómicas adecuadas, aplicadas con firmeza por una administración técnicamente competente, pasa por alto las negociaciones muy prolongadas y a veces humillantes entre México y la administración Clinton y las organizaciones multilaterales antes de concretarse el financiamiento, así como las reformas judiciales introducidas en México para fortalecer la procuración de justicia y garantizar la independencia del Instituto Federal Electoral (ife) . Las reformas nacionales eran inseparables de las medidas tomadas en cooperación con los socios de México. Las crisis suelen implicar cierta pérdida de la soberanía, como ejemplifican las penurias actuales de Grecia e Italia. Esta pérdida puede despertar la hostilidad hacia los agentes externos considerados culpables de las condiciones estrictas que provocan el desempleo y la recesión. En tales circunstancias, la respuesta nacional podría tomar una forma defensiva que aislara las instituciones existentes, bloqueara la reforma o la aplicara de manera superficial, pero hasta ahí. Por lo tanto, resulta crucial subrayar que en México fue un gobierno del partido que había ocupado el poder durante décadas el que tomó la iniciativa de purgar un sistema de amiguismo e influencia partidista que había socavado la confianza en el poder judicial y en el proceso democrático, en un momento en que México se estaba volviendo más plural en su política y más liberal en su economía.

La gobernabilidad —en el sentido de la multiplicidad de actores cuyas relaciones e intereses mutuos ayudan a determinar qué se hace y de qué manera— fue clave en las medidas tomadas para asegurar que tales crisis fueran menos probables en el futuro. La Constitución mexicana prohíbe la reelección de los presidentes, gobernadores y alcaldes. Esta medida impide que un solo individuo conserve el poder durante un largo periodo, y permite así cierto recambio regular en los cargos, lo cual vuelve las carreras políticas más atractivas de lo que hubieran sido de otro modo. Sin embargo, la contraparte de esto era la atribución constitucional de un poder ejecutivo considerable a los funcionarios electos: discreción amplia pero temporalmente limitada. El efecto práctico fue eliminar cierto grado de rendición de cuentas. Así, los gobernadores o alcaldes, con cargos de apenas tres años, solían contratar préstamos a sabiendas de que las deudas serían heredadas a sus sucesores, quienes tendrían que lidiar con el problema. Y al tener poco tiempo y recursos, los gobernadores y alcaldes tendían a gastar en proyectos que podían terminar rápido, generalmente estructuras físicas como puentes, escuelas y otras instalaciones, que podían corresponder o no a las necesidades prioritarias de la región o la comunidad.

La crisis de 1995 fue tan severa que resultó prácticamente imposible que un gobernante electo que heredaba una deuda de su predecesor pidiera a su vez un préstamo. La disminución del gasto público agravó el desempleo. México necesitaba invertir más en infraestructura, no menos. Sin embargo, los inversionistas privados no estaban dispuestos a invertir o ampliar los créditos a sabiendas de que al cabo de los tres años de la administración estatal o los seis de la federal se repetiría el ciclo de deuda y gastos excesivos, con los riesgos asociados para los intereses y las tasas de cambio. En tales condiciones, no habría suficiente inversión en infraestructura y, del dinero invertido, demasiado se iría en proyectos de construcción susceptibles de completarse en un periodo administrativo, en detrimento de proyectos sociales y físicos de mayor plazo y que probablemente producirían resultados más relevantes. Pero sin inversión en infraestructura, las perspectivas de crecimiento se reducirían, los niveles de vida no aumentaría más rápido y la productividad seguiría siendo baja. Si los estados recibían más dinero, ¿lo usarían adecuadamente? Y si no se hacían mayores inversiones en infraestructura, ¿cuáles serían las bases para el crecimiento? El desafío que enfrentó el equipo de la OCDE encargado de preparar un estudio del desarrollo social y económico regional fue argumentar que invertir en infraestructura era una buena elección: es decir, generar confianza en el futuro de México.

 

EL ESTUDIO

No había precedentes de lo que emprendió la OCDE a solicitud de las autoridades mexicanas: una revisión de las políticas de desarrollo territorial que apoyara recomendaciones de acciones estratégicas. El Territorial Development Service (Servicio de Desarrollo Territorial), ahora parte del Directorate for Public Governance and Territorial Development (Dirección de Gobierno y Desarrollo Territorial), se había creado en 1994 para ayudar a los gobiernos a incorporar un enfoque espacial en el análisis de las políticas económicas. Visto en perspectiva, en noviembre de 1992, tras muchos meses de desempleo creciente en sus países miembros, la OCDE organizó una importante conferencia internacional sobre problemas urbanos de tipo económico, social y ambiental para destacar los cambios dinámicos que estaban ocurriendo en las ciudades como resultado no sólo de la globalización, sino también de los ajustes estructurales asociados con la desindustrialización y la pérdida de trabajos manufactureros. En 1992 también ocurrieron las revueltas de Los Ángeles y se realizó la Cumbre de Río, la conferencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre desarrollo sustentable, todo lo cual ayudó a los gobiernos a darse cuenta de lo deficientes que resultaban sus instrumentos de análisis e intervención.

La OCDE produjo dos informes al poco tiempo: Territorial Development and Infrastructure in Mexico: A New Public Policyfor Development (1996), y Regional Development and Structural Policy in Mexico (1997). Las recomendaciones de ambos informes convergían en tres líneas: mejorar el impacto de los programas sectoriales federales en los estados; validar nuevos enfoques para la detección y financiamiento de infraestructura tanto dura como blanda (es decir, física y social); e introducir un mecanismo fiscal democrático para aumentar la transparencia y la rendición de cuentas, condiciones necesarias para reducir riesgos y construir confianza.

Sin embargo, los dos informes se distinguían por la manera en que se realizaron. Territorial Development and Infrastructure in Mexico (1996) se elaboró con la convicción de que si se rompía el ciclo de deuda-elecciones se generaría un entorno macroeconómico estable para la inversión en infraestructura a largo plazo, lo cual con el tiempo, a medida que la economía se desempeñara mejor, iría transformando también las necesidades de transporte, calidad ambiental, salud, educación, etc. Los argumentos eran más políticos y el escenario futuro era más dinámico que en los típicos informes de la OCDE. El mensaje iba dirigido en primer lugar a México y en segundo a la comunidad internacional, para generar confianza en un futuro más sustentable en un momento en que estaba en duda el desenlace de la crisis y resultaba impredecible el momento de la recuperación. Por su parte, Regional Development and Structural Policy in Mexico (1997) ofreció a México abundante información analítica acerca de los componentes del crecimiento para el Estado, cuya obtención requirió más tiempo y expuso algunos elementos para una política de desarrollo regional que podían incorporarse en las instituciones y escenarios políticos existentes.

Ambos informes reflejaron el hecho de que en 1995 México no tenía una visión de desarrollo regional, al menos no una que llegara más allá del deseo de reducir la desigualdad. La OCDE definió una política regional explícita como una que busca "lograr una mejor distribución espacial de los recursos y actividades humanos, reducir las diferencias de desarrollo entre las regiones y estimular el desarrollo de las zonas más pobres" (OECD, 1997, p. 14). Una visión así tendría que mostrar cómo el desempeño general de México podría mejorar al desarrollar la dimensión espacial de la economía. En una medida que no se había reflejado en la teoría comercial y macroeconómica, la competitividad nacional dependía de la capacidad de las regiones de desarrollar y conservar sus activos. Sin embargo, esta visión dinámica implicaría distintos desenlaces para cada estado —quizás un desafío para un sistema federal que establecía constitucionalmente las funciones de los gobiernos central y estatales— y para cada identidad regional, moldeada por los contextos históricos y étnicos.

En retrospectiva, fue en realidad una ventaja que el estudio sobre México fuera la primera revisión territorial de la OCDE, y en una época de crisis. Nada hubiera ayudado más a la mente a concentrarse. Las circunstancias que de otro modo hubieran impedido un estudio de la OCDE —falta de datos para hacer comparaciones internacionales; falta de información acerca de la actividad económica en los niveles subnacionales, incluido un alto nivel de informalidad; ausencia de directrices políticas de la OCDE como punto de referencia— resultaron ser limitaciones útiles durante una crisis, cuando la información acerca de las tendencias económicas era poco fiable y además resultaba obsoleta para cuando se obtenía. La principal tarea fue concentrarse en el futuro y en los medios para alcanzarlo.

Las recomendaciones se basaron en un análisis de las limitaciones de la descentralización antes de 1994. México no contaba con una política de descentralización coherente, la cual requeriría coordinación intersectorial en el ámbito central (un desafío reconocido en muchos gobiernos). A la Secretaría de Hacienda y al Banco de México les preocupaba que las deudas y gastos excesivos acumulados por los estados y los municipios quedaran subordinados a las obligaciones nacionales. Cada secretaría adoptaba sus propias políticas y medidas de descentralización. La transferencia de responsabilidades y de personal no iba acompañada de la correspondiente asignación de fondos ni la redefinición del marco jurídico, lo cual restaba flexibilidad a los estados y municipios. La sobrerregulación desde el ámbito central, combinada con la limitada autonomía financiera de los estados y municipios, implicaba que las unidades territoriales del gobierno no podrían desempeñar fácilmente un papel en la infraestructura y el desarrollo. La impresión era que la descentralización transfería problemas y costos, más que opciones para una mayor creación de empleos.1

En todos los sistemas hay una tensión natural que pretende alinear las responsabilidades funcionales de un gobierno multinivel con las fronteras jurisdiccionales, generando una mezcla de responsabilidades exclusivas y compartidas. El desafío central para el informe de la OCDE fue doble. Primero, mostrar cómo podría darse una alineación más racional entre funciones y jurisdicciones (pp. 72-74). Segundo, rebatir el argumento de que los estados y los municipios no tenían la preparación suficiente para asumir mayores responsabilidades. Es decir, ¿debía darse prioridad a las medidas para construir capacidades, y luego transferir las responsabilidades y los recursos? Dados los distintos niveles de capacidad existentes entre los estados y municipios mexicanos (algunos de los cuales ya estaban listos para continuar con el proceso), una estrategia que priorizara la construcción de capacidades retrasaría en varios años una mayor descentralización y las iniciativas regionales, lo cual dejaría inalterado en el corto plazo el marco de las políticas para la inversión en infraestructura.

Un enfoque alternativo planteaba una transferencia de responsabilidades más inmediata, pero dentro de un marco de condicionalidad, de modo que el alcance de la acción y la autonomía contribuyera a un desarrollo más rápido y sustentable de la capacidad institucional y la rendición de cuentas políticas. Los estados que progresaran servirían de ejemplo para los otros. A medida que las jurisdicciones subnacionales recibieran mayores fondos del gobierno federal podrían apalancar sus recursos para aumentar los préstamos de Banobras, el banco nacional para infraestructura. La rendición de cuentas, en el sentido de que las autoridades se endeudarían de manera responsable, sin poner en riesgo la estrategia macroeconómica nacional ni desviar fondos mediante la corrupción, se resolvió mediante recomendaciones específicas de gobernabilidad, incluida una enmienda constitucional para permitir la reelección de los alcaldes. En lugar de adoptar una reforma constitucional general y uniforme que estableciera un nuevo arreglo entre todos los estados y el gobierno federal, una estrategia dinámica pero de transiciones e incrementos graduales mostraría lo que es más factible al otorgar a algunos estados, no a todos, un mayor margen de iniciativa. Tal fue la dirección que adoptó la OCDE.

La estrategia esbozada en el informe de la OCDE combinó propuestas para financiar las necesarias inversiones en infraestructura con propuestas para fomentar la confianza:

Gobernabilidad:

• El ritmo de la descentralización no puede ser uniforme, dadas las "disparidades entre las entidades territoriales (estados y municipios) en términos de tamaño, problemas y capacidad para la acción".

• Debe considerarse "la posibilidad de extender los periodos administrativos, pues su brevedad puede ir en detrimento de la adecuada aplicación de las decisiones, así como de la rendición de cuentas de los tomadores de decisiones" (p. 12; véase también pp. 96-97). (Esta propuesta puede haber reabierto el debate político nacional sobre la reelección. Esto iba más allá de lo acostumbrado por la OCDE, que evitaba hacer recomendaciones que pudieran afectar arreglos basados en constituciones e instituciones nacionales. No obstante, el equipo de la OCDE consideró que la cuestión era determinante para fomentar la rendición de cuentas de los funcionarios, si se esperaba que tuvieran mayores incentivos para apoyar planes de desarrollo a mediano plazo que incluyeran inversiones en infraestructura.)

Definir prioridades para la construcción de capacidades:

• Los acuerdos entre los estados y el gobierno federal deben alcanzarse en jurisdicciones que cumplan con las condiciones mínimas de control financiero y recursos humanos.

• Hay que prestar atención a la capacitación, las compensaciones y las trayectorias profesionales para fortalecer la capacidad de las autoridades públicas para actuar, incluida la elaboración de solicitudes de autorización o financiamiento, así como la supervisión y evaluación de los proyectos de infraestructura (pp. 125-126 y 129).

Replantear el presupuesto:

• Se debe considerar el establecimiento de un fondo para el desarrollo regional, administrado por todas las partes de la descentralización y disponible para proyectos de inversión con contribuciones compartidas, según la riqueza del estado o municipio en cuestión (p. 125).

• Las partidas federales actualmente asignadas de manera segmentada y etiquetada podrían consolidarse en un solo paquete de financiamiento federal.

• El ciclo del presupuesto federal podría modificarse para que las autoridades descentralizadas puedan preparar sus respectivos presupuestos a partir de información más clara sobre los distintos flujos de financiamiento federal que reciben, lo cual daría a todos los participantes una perspectiva territorial e integrada. Con los cambios en las políticas y procedimientos presupuestarios, el proceso comenzaría antes, las recaudaciones se presentarían por estado y se agregaría el gasto federal para los estados y municipios en un financiamiento en bloque para inversión de capital (pp. 105, 122).

No es esta la ocasión propicia para evaluar los efectos del informe de la OCDE y sus recomendaciones sobre las políticas mexicanas; eso sería tema para otro estudio, y uno que valdría la pena emprender, puesto que la mayoría de los análisis de la crisis de 1994-1995 se centra en las políticas macroeconómicas. Del lado negativo del balance, las recomendaciones sobre fomentar la rendición de cuentas mediante la reelección de los gobernadores y alcaldes y de mejorar la coherencia de las políticas mediante reformas presupuestales no se pusieron en práctica; los costos y riesgos políticos de tales reformas podrían haber sido abrumadores. La capacidad de México para sobrevivir las transiciones presidenciales de 2000 y 2006 sin una crisis macroeconómica, así como su actuación durante la fuerte recesión de 2008 y la posterior recuperación, son evidencia de las reformas y cambios estructurales. Rastrear los resultados y desenlaces hasta políticas específicas representa un desafío analítico mayor, pero es cierto que la crisis de 1995 y las reformas subsiguientes han fortalecido la capacidad de México de recuperarse más rápido de los colapsos.

Desde la década de 1990, la competitividad regional y su relación con la calidad de las regulaciones han ascendido en la lista de prioridades políticas. En la década de 1990, el marco regulador mexicano inhibía la competencia y frenaba el espíritu empresarial. Cuando estalló la crisis de 1995, el trabajo de la propia OCDE sobre políticas regulatorias estaba apenas comenzando: ese año adoptó su primera recomendación, en forma de un inventario para determinar cuándo se necesita una regulación; en 1997 siguió un conjunto más amplio de lineamientos regulatorios, actualizado en 2005 y remplazado por una nueva recomendación sobre gobernabilidad y políticas regulatorias que tendría que aprobarse en 2012. Después de la primera inspección de la OCDE en 2000 sobre la reforma regulatoria de México (revisada en 2005), el país adoptó un nuevo marco para la calidad en las regulaciones que incluía el análisis del efecto de las disposiciones. Se puede esperar que el aumento en la productividad se acelere si entran en vigor efectivamente nuevas leyes sobre la competencia. Las reformas regulatorias aplicadas hacia el interior del gobierno en 2010-2011, combinadas con un esfuerzo sostenido y a largo plazo para fortalecer la Comisión Federal de Mejora Regulatoria (Cofemer) y las capacidades de calidad regulatoria en los niveles estatal y municipal, son iniciativas prometedoras que ya se han traducido en resultados concretos, como la plataforma electrónica para constituir y registrar empresas (www.tuempresa.gob.mx), que ayudó a México a subir seis lugares en el informe Doing Business del Banco Mundial en 2010. Antes, incluso durante la década de 1990, la OCDE entregaba informes con recomendaciones que luego los gobiernos aplicaban según consideraran conveniente. Pero entre 2007 y 2012, en una iniciativa pionera, la OCDE cooperó con la Secretaría de Economía para ayudar a México a aplicar las recomendaciones de calidad regulatoria, proporcionándole análisis de los beneficios de la reforma y compartiendo las lecciones de la experiencia internacional.2

En última instancia, lo más llamativo, globalmente, es el interés tan limitado en aprender de las experiencias de sobrevivir y manejar las crisis. Hay una impresión generalizada de que una crisis es una especie de fracaso; aunque los errores en las políticas pueden contribuir a desatarlo, el fenómeno de las crisis es más bien normativo. La cuestión es si la profundidad de una crisis y de sus consecuencias puede atenuarse aprendiendo cómo enfrentarlas. Se habla mucho acerca de aprender tanto de los fracasos como de los éxitos, pero no hay mucha evidencia de que se ponga en práctica. En la ingeniería, los fracasos catastróficos se analizan para fijar nuevos estándares y métodos de trabajo; esto implica que el proceso de análisis es transparente. Por supuesto, existen ejemplos estelares de investigaciones con efectos políticos: dos de ellos son las comisiones que estudiaron la explosión del transbordador espacial Challenger y las causas de los ataques a las Torres Gemelas del wtc en 2001. La democracia es el más tolerante de los sistemas de gobierno porque permite a los gobernantes reconocer sus errores y sobrevivir. Mientras más democrático sea un sistema, más abierto debe estar a la innovación y la experimentación, a aprender de los demás y a buscar soluciones internacionales a los problemas sistémicos.

Los problemas de manejar una crisis y de manejarse en medio de una crisis son tres: el concepto (qué hacer), la estrategia (cómo hacerlo) y la inteligencia (qué creemos estar haciendo).

El concepto se refiere a cómo se define una crisis y cómo se rastrean sus orígenes, para adoptar políticas adecuadas. Si la estrategia se trata de los fines, el concepto se trata de los medios: enfocarse en los activos por proteger y en las oportunidades por aprovechar. Los objetivos de las políticas deben vincularse a los instrumentos de esas políticas, pero esto puede acabar priorizando el corto plazo a expensas del mediano y el largo. En el caso de México, esto significa ver más allá de la crisis de deuda, hacia otros factores que contribuyen a un desempeño económico deficiente.

El estudio de 1996 no hizo hincapié en el combate a la corrupción ni en la educación. Las cuestiones de la integridad sí se trataron en una serie de estudios de la OCDE en 2011, pero sorprende el grado en que las universidades y sus planteles incorporados se pasaron por alto en los informes de la OCDE sobre desarrollo regional y en los programas gubernamentales para la recuperación. Esta negligencia no fue atípica: el artículo de Michael Porter (1995) se concentró sobre todo en las iniciativas del sector privado, sin incluir a las universidades como socios ni como participantes (Porter luego escribió acerca de las universidades como anclas de la renovación y el desarrollo urbanos). Es probable que a largo plazo el resultado de una crisis refleje tanto las inversiones en capital humano y la capacidad para aplicar habilidades y talentos, como los niveles de inflación. Ahora la educación y la integridad son componentes clave de la agenda internacional.

La estrategia se refiere a la dificultad de introducir reformas durante una crisis. El pesimismo acerca del futuro engendra conservadurismo; la gente se vuelve adversa al riesgo. La improvisación puede ser útil, pero ingeniárselas no es un sustituto para una estrategia claramente articulada. La energía dedicada a enfrentar la crisis y sus efectos a corto plazo suelen desviarse de los esfuerzos por diseñar y poner en marcha reformas que resultarían benéficas a mediano plazo. La capacidad de instrumentación, incluida la flexibilidad de las instituciones y de los marcos regulatorios cuando alcanzan una posición definitiva, es una variable clave que en 2010-2011 se ha considerado poco.

La inteligencia se refiere a la información y los datos disponibles, no sólo para los tomadores de decisiones, sino también para el público en general, así como la habilidad para aprovecharlos. Quizá sólo en la ficción sea posible comunicar cómo se siente tomar decisiones a partir de datos incompletos e imperfectos o contradictorios, a sabiendas de que las decisiones de actuar o dejar de hacerlo no pueden esperar la llegada de información más adecuada, debido a los tiempos requeridos para reunirla o mejorar su calidad. Los medios suelen presentar información fuera de contexto y en función de las perspectivas partidistas o ideológicas de los grupos de interés.

La presión mediática de 2010-2011 puede haber complicado aún más el manejo de la crisis europea.

Las autoridades mexicanas se enfrentaron a una crisis determinada por las experiencias pasadas y por las expectativas de los mercados sobre cómo el país reduciría su nivel de deuda. En general, las medidas macroeconómicas de ajuste funcionaron, porque en parte correspondieron a la naturaleza del problema tal y como lo definían las fuerzas del mercado. Sin embargo, subyacente a la crisis, había otro conjunto de problemas que reflejaban los exiguos logros de México a largo plazo en materia de productividad, así como la necesidad de una reforma estructural. Había que enfrentar ambos problemas si se esperaba que la incorporación del país a la economía global beneficiara a su población y a sus compañías. La OCDE pudo ayudar a México a definir un concepto de desarrollo regional, del que hasta entonces había carecido. Aunque los informes de la OCDE ofrecieron suficientes guías concretas acerca de la instrumentación, para demostrar que era factible una estrategia, la economía política de la reforma quedó comprometida por las inercias de los marcos constitucionales y programas administrativos existentes. La inteligencia aún era inadecuada, en relación tanto con la crisis macroeconómica central, como con los factores de crecimiento en los estados y municipios. Sigue abierto el desafío de que la información existente les resulte útil a los tomadores de decisiones.

En un sistema de políticas hay tres conjuntos de actores: los teóricos, los funcionarios propiamente y el público cuyos intereses generales en el "bien común" deben protegerse. Los argumentos en favor de la descentralización y de las reformas a la gobernabilidad para apoyar una mayor inversión en infraestructura tenían buenas bases teóricas. Los tomadores de decisiones tuvieron que forcejear con exigencias a corto plazo que se impusieron sobre reformas que consumirían más tiempo, sobre el temor de que los efectos de la austeridad y la recesión generarían un descontento social importante y sobre las limitaciones de los marcos constitucionales y jurídicos existentes. Mejorar la comunicación era y sigue siendo uno de los aspectos más descuidados de una buena gobernabilidad. Los ciudadanos, que arriesgaban más a largo plazo, no tenían voz en el debate: sus necesidades fueron identificadas y mediadas por expertos dentro y fuera del gobierno. Sólo el fortalecimiento de los procesos democráticos dentro de un sistema más plural, con mayor integridad y rendición de cuentas, podría convertir la participación ciudadana en un factor más destacado en la toma de decisiones.

El análisis de los impactos no debe centrarse estrecha ni exclusivamente en los resultados directos de las políticas. Para cuando estuvieron listos los informes de la OCDE, lo peor de la crisis ya había pasado y la situación macroeconómica había comenzado a mejorar. Fue menos tangible el beneficio que representó para los funcionarios mexicanos la interacción constante con el equipo de la OCDE durante la crisis, cuando se desconocían tanto su profundidad como su duración. Esto llega al corazón del problema de la inteligencia: la toma de decisiones a partir de información limitada y quizá poco fiable. Se da una sensación de soledad estando en el centro, cuando se espera tanto pero es tan poco, a veces, lo que se puede hacer. Por lo tanto, apoyar y observar se vuelven importantes en sí mismos. El impulso del informe de la OCDE, al presentar un argumento basado en la confianza en el desarrollo futuro de México, fue una afirmación que las circunstancias del momento no confirmaron de manera tan evidente, pero que se ha ido demostrando desde entonces. En el mediano plazo, la OCDE ayudó a gente dentro y fuera del gobierno a cambiar los términos del debate y a plantear problemas y opciones que habían sido tabú hasta entonces, como la reelección de los alcaldes o los cambios en el proceso presupuestal. En cierto sentido, no importa mucho si diez o 20 años después de la crisis de 1995 la contribución de la OCDE ya no resulta tan obvia como entonces. Lo que importa es que México ha avanzado.

 

LA CIUDAD DE MÉXICO

La ciudad de México amerita atención especial, tanto en el contexto de la crisis de 1995 como por su importancia en 2011, cuando el crecimiento de las megaciudades es y seguirá siendo un asunto global, con implicaciones para la gobernabilidad dentro de los Estados-nación, para el manejo macro y microeconómico y para la inversión en infraestructura. Supondríamos que el número de megaciudades en los países de la OCDE y en las economías emergentes representa un mercado importante de servicios públicos y privados. Las megaciudades cubren más funciones que cualquier otra categoría urbana. Simplemente por su tamaño y complejidad, requieren un nivel significativamente mayor de inversión en infraestructura; por lo mismo, tienen un mayor potencial para elevar la productividad y generar mayores réditos sobre dicha inversión.

Las recomendaciones iniciales de 1996 fueron confirmadas por el análisis de 1997, que demostró que la distribución regional de los distintos sectores no producía mayor eficiencia en las áreas más modernas y desarrolladas.

Las ventajas de concentrar los recursos y actividades humanos parecen estar aún desaprovechadas por falta de una administración local eficiente, tanto en el caso de la infraestructura como en el de la congestión vehicular. El ejemplo más obvio es la parte central de la ciudad de México, donde los beneficios de la concentración urbana parecen apenas superiores a los costos (p. 35).

Es decir, el mercado era incapaz de aprovechar al máximo las oportunidades ofrecidas por el tamaño, la complejidad y el grado de especialización característicos de una metrópolis en rápido crecimiento como la ciudad de México. Lo que el informe de la OCDE de 1997 llamaba "desarrollo organizacional" no se limita a la capacidad del sector privado de ajustarse y coordinarse para garantizar operaciones productivas más eficientes, sino que incluye la capacidad del sector público de ofrecer la infraestructura que apoye a las empresas y contribuya a crear mercados laborales más eficientes (p. 37).

A mediados de la década de 1990, Nigel Harris escribió acerca del problema particular de la toma de decisiones y la calidad de la información en un escenario descentralizado consistente con la globalización:

Una ciudad sólo puede alcanzar la capacidad para ajustarse rápidamente, para aumentar el grado de flexibilidad en respuesta a cambios externos, si cuenta con información precisa y oportuna; de otro modo, la gente se entera de los cambios estructurales mucho después de que ocurrieron (o sólo a través de sus efectos secundarios, como el mayor desempleo, el aumento en la migración o el deterioro urbano). La economía urbana es un territorio desconocido para la mayoría de las autoridades urbanas, saben poco acerca de las ventajas y desventajas comparativas de la ciudad, de modo que la administración no puede evitar la ceguera... Sin embargo, la descentralización dentro de una economía mundial abierta implica que los niveles subnacionales del gobierno adquieran responsabilidades que antes eran formalmente exclusivas de los gobiernos nacionales; como contrapartida, se exige que comiencen a operar más como los gobiernos nacionales, donde el abastecimiento de información y la vigilancia y evaluación del desempeño de actores clave se vuelven factores críticos de la acción pública (Harris, 1997, 1702).

Las ciudades y las regiones son unidades de intercambio, pero tienden a ser tratadas como entidades aisladas y no como un "espacio de flujos", como sugirió Christoph Parnreiter (2000, 24): "En general, la mayor parte de los datos sobre flujos (sean de capital, de mercancía, de migrantes) se refieren a los Estados (nación) y no a las ciudades, mientras que los datos sobre ciudades generalmente no informan sobre flujos". (Cualquier esfuerzo por emprender un estudio sistémico de las ciudades y regiones se enfrenta con la barrera adicional de que las bases de datos son incompatibles para hacer comparaciones entre países. La publicación Regions at a Glance de la OCDE [2009, 2011] es un esfuerzo por hacer análisis entre países y entre sectores a partir de regiones de segundo orden. Las bases de datos usadas se construyeron apenas a mediados de la década de 1990.)

Para dar una idea de conjunto, se ofrecerán cifras para el área metropolitana, no por separado para el Distrito Federal y otras jurisdicciones que reunidas forman el área metropolitana. La ciudad de México era la megalópolis continua más grande del mundo, pero con sus 20 000 000 de habitantes seguía siendo más pequeña que el gran Tokio (35 000 000). Con alrededor de 20 por ciento de la población nacional, la ciudad de México generaba 35 por ciento del pib. En 1998, 50 por ciento de las 500 empresas más grandes de México tenía sus sedes en el área metropolitana; de las 100 compañías más grandes con capital mayoritariamente extranjero, 80 por ciento tenía allí su sede. Bastante más de la mitad de la inversión extranjera directa que entró a México en 1994-1998 pasó por el área metropolitana o se quedó en ella. Estas operaciones gerenciales afectaron a las empresas exportadoras con plantas manufactureras concentradas en otras partes de México, sobre todo para las compañías importadoras y exportadoras más grandes. Como señaló Parnreiter (2000, 26), "la ciudad de México es el lugar donde se administra y controla la globalización de México y donde se ofrecen los servicios avanzados necesarios". No sorprende, entonces, que esto se refleje en el aumento de los empleos en los servicios avanzados.

A partir de estas tendencias e indicadores, la ciudad de México quedó clasificada en esa época como el centro más importante de servicios globales en América Latina (aunque esto podría cambiar en el siglo xxi gracias al crecimiento de Brasil). La capacidad y el uso de las telecomunicaciones, junto con el volumen del tráfico aéreo, confirman la posición de la ciudad de México entre las ciudades globales. Las relaciones de poder entre las ciudades y los Estados nación ya son otro asunto. Las redes globales suelen implicar una jerarquía en la que algunos centros ejercen control sobre otros. Sin embargo, las influencias de este tipo también reflejan la capacidad del país de ejercer su soberanía regulatoria o financiera o de desplegar fuerza militar. Según estos criterios, México es parte del sistema global, aunque carece de los activos que le dan a Tokio o a Nueva York su condición única en el mundo. Parnreiter se refirió a la ciudad de México como "una 'bisagra' entre el 'nivel nacional' y el 'nivel global'" (p. 32), con efectos visibles en cinco delegaciones: Miguel Hidalgo, Cuauhtémoc, Álvaro Obregón, Benito Juárez y Coyoacán (o bien, Paseo de la Reforma, Avenida Juárez, Santa Fe, Polanco, Insurgentes Sur y Periférico Sur). La presidencia de México ante el G20 en 2012 probablemente confirmará el carácter relacional de la ciudad de México en una red de ciudades mundiales. Igual de importante: revelará no sólo cuánto se ha recuperado México desde la crisis de 1995, sino cuánto ha mejorado la ciudad de México desde entonces.

En esencia, el problema que representa la ciudad de México para quienes diseñan las políticas es el mismo que enfrentan las autoridades que consideran el futuro de Londres o Melbourne, El Cairo o Lagos. La ciudad es esencial para el funcionamiento de la economía de mercado porque ofrece la plataforma para los servicios que necesitan los actores del sector privado, cuyas operaciones especializadas e independientes ponen a los vendedores en contacto con los compradores. Si el gobierno mejora los servicios e infraestructura públicos corre el riesgo de socavar su propio éxito al atraer más gente y empresas, lo cual tarde o temprano saturaría los servicios recién actualizados a un costo considerable. En la década de 1990 se temía que el volumen de inversiones destinado a la ciudad de México comprometería el presupuesto destinado a otras partes. Este efecto de espiral, dinámico, es imposible de detener a menos que alcance algún límite ambiental, que en el caso de la ciudad de México sería el abasto de agua para una población de aproximadamente 22 000 000 de personas. Por ello era y sigue siendo tan importante una estrategia de desarrollo regional que tome en cuenta el potencial tanto de la ciudad de México como de otras ciudades regionales.

Por otra parte, si no se logra mejorar la eficiencia de la ciudad de México, se reduce la capacidad de las empresas de la ciudad para realizar sus funciones de manera más eficiente, lo cual produciría algo aún menos deseable: mantener o mejorar una megaciudad cuya base económica, en relación con su población y necesidades, está en riesgo porque está disminuyendo. Es decir, malo si se hace y malo si no se hace.

En el caso de una crisis económica, la respuesta de la Secretaría de Hacienda suele ser elegir la opción que implique menos gasto o esfuerzo a largo plazo, que en este caso implica reducir la inversión en servicios urbanos e infraestructura. Una medida complementaria consiste en otorgar poder a un funcionario mediante el proceso democrático para que asuma mayor responsabilidad y rendición de cuentas, con lo cual el gobierno federal se distancia de las operaciones y estrategias de la ciudad. Esto ocurrió en la ciudad de México, cuyo regente había sido designado durante décadas por el presidente de la república. A partir de diciembre de 1997, la ciudad de México se sumó a Londres, Tokio, Seúl y París como una de las principales ciudades con alcaldes elegidos democráticamente (las más de las veces provenientes del partido opositor en el ámbito nacional).

La ciudad de México ya estaba bajo presión al estallar la crisis. El sismo de 1985 había sido mucho más fatal de lo esperado y había demostrado la limitada capacidad de respuesta de las autoridades, lo cual debilitó la confianza pública al tiempo que produjo en la población un esfuerzo masivo y espontáneo por organizarse y ofrecer ayuda. La percepción de que el centro de la ciudad, donde se había concentrado el sismo, seguiría siendo vulnerable aceleró una tendencia migratoria hacia la periferia iniciada ya en la década de 1970, concentrándose las clases bajas en grandes asentamientos irregulares en el sur y las clases medias en zonas del norte y poniente, incluido un gran distrito nuevo, Santa Fe, desarrollado principalmente en el periodo de 1990-2010. Con una disminución ya visible en la fecundidad, las proyecciones demográficas predecían un aumento en el porcentaje de adultos de edad mediana en la ciudad de México, con el aumento correspondiente en la demanda de servicios y espacio per cápita. Si la población tendría mayor nivel educativo seguía siendo una pregunta abierta a mediados de la década de 1990.

Entre los problemas heredados de esa década están: el desafío de frenar la expansión urbana y de coordinar el desarrollo con los estados colindantes; instalar infraestructura en los distritos antes de hacer desarrollos inmobiliarios importantes; encontrar la manera de regular y actualizar las zonas con niveles altos de construcción informal; reducir los riesgos asociados con manejo de residuos, contaminación atmosférica, amenaza sísmica y abasto de agua, y fortalecer la solidaridad social y la clase media.

La desconcentración de la actividad económica hacia la zona metropolitana le dio a la ciudad un carácter más policéntrico. Esta evolución volvió insuficientes los beneficios del Metro, cuya construcción había endeudado a las regencias capitalinas en la década de 1980. Como la red del Metro era más densa en lo que había sido el centro histórico de la ciudad de México y como no se extendía hacia el Estado de México, más allá de los límites jurisdiccionales del Distrito Federal, gran parte de la demanda de transporte se satisfacía con microbuses y automóviles que dependían de calles y carreteras. Sin embargo, el precio de la gasolina y los impuestos no estaban integrados en una política regional de transporte, sino que se concebían en términos del gasto familiar o público, es decir, como subsidios o como ingresos.

Así, durante la década de 1990 el patrón de crecimiento dio lugar a tres impresiones que se reforzaron mutuamente: que era imposible conocer la ciudad de México en su conjunto, que las autoridades eran incapaces de seguirle el paso al crecimiento, mucho menos rebasarlo, y que la ciudad estaría perpetuamente expuesta a distintos problemas, ya fueran el suministro de agua y energía, la calidad del aire, el manejo de la basura o la inseguridad. Dado el impacto de la crisis sobre la economía mexicana, aumentaron la delincuencia, la informalidad y la indigencia en la ciudad de México, porque seguía siendo el lugar donde la riqueza y las oportunidades eran más abundantes y accesibles. Los asaltos, robos y secuestros eran parte de la vida cotidiana de muchos e influían en las percepciones internacionales. Vista en retrospectiva, la crisis de 1995 fue el nadir de la ciudad de México, un momento en que las proyecciones de condiciones cada vez peores —ambientales, sociales, culturales y económicas— hubieran podido convertirse en profecías autocumplidas.

Pero no lo hicieron. Diez años después, los cambios en la ciudad de México eran reales y visibles.

¿Se hizo autosuficiente durante la crisis en el sentido de invertir en la ciudad de México y ayudar a mejorarla? ¿Dieron mejores frutos los recursos invertidos en otras partes del país? Dadas las restricciones institucionales vigentes en México en el momento de la crisis, que limitaban la flexibilidad estratégica, no tiene mucho sentido plantearse estas preguntas. Las políticas urbanas en el ámbito nacional —y no sólo en México— implicaban esencialmente dos cosas: primero, que las políticas con mayor impacto en la ciudad son las sectoriales (transporte, vivienda, salud, etc.); segundo, que las decisiones de asignar recursos entre distintas jurisdicciones suelen tomarse en función de las dinámicas electorales y los intereses partidistas.

 

1994-1996 Y 2008-¿?

La crisis actual se está desplegando en una época de paz: las transferencias de riqueza de los países deficitarios hacia los países con superávit no se deben a la derrota y rendición asociadas típicamente con la guerra, ni a la destrucción de propiedades o pérdida de capital humano por guerra o desastres naturales. Con razón a la gente le cuesta trabajo entender la necesidad de tomar medidas de austeridad o realizar reformas estructurales. El desorden, que puede dar lugar a movimientos populistas que toman las calles, también ofrece oportunidades para la especulación y las adquisiciones. Las emociones y la información asimétrica son conspicuas en los mercados financieros. Por otra parte, las inversiones a largo plazo en infraestructura, que generan empleos, fomentan la productividad y reducen los riesgos sociales y ambientales, requieren la capacidad de planear más allá del corto plazo, algo que sólo el gobierno puede ofrecer.

Llamémosla la crisis de la tercera época de la globalización. La primera época, que se extendió del siglo xvi al xviii, combinó la búsqueda imperial de obtención y control de recursos y rutas comerciales con el creciente dominio de la administración pública y la disminución de los desórdenes civiles dentro de Europa. Después de la guerra de los Treinta Años y un periodo de levantamientos sociales, vino el auge del Estado administrativo y la generalización del Estado de derecho. La segunda época, asociada con el establecimiento de regímenes neoeuropeos en Oceanía, Norteamérica, Sudamérica y África, dejó sin resolver el problema de cómo podía gobernarse la economía global. El Estado de derecho se vio amenazado por el surgimiento de dictaduras y regímenes totalitarios que pervirtieron las instituciones y los valores de la justicia. La tercera época, cuyo inicio coincidió con el final de la Guerra Fría, replantea el desafío: cómo combinar la liberalización del comercio y las inversiones con la democratización en la política y el gobierno.

La tercera época de la globalización es la primera en que más de la mitad de la población mundial está urbanizada. Urge una agenda adaptada a un alto nivel de urbanización que promueva el crecimiento, la competencia y la innovación. La capacidad de renovación e innovación está dispersa y descentralizada; el desarrollo asociado de políticas regionales puede ser difícil de reconciliar con las instituciones existentes y los intereses de las élites. A medida que los países se iban urbanizando tuvieron que evolucionar sus marcos institucionales y constitucionales, adaptados a una economía principalmente agrícola. Un cambio de esta magnitud puede ser caótico y no lineal. Si las inversiones han de concentrarse en las regiones y economías urbanas, estas requieren medidas de gobernabilidad que fomenten su capacidad de planeación y rendición de cuentas. No se trata de aplicar prueba y error hasta que la gente descubra qué hacer; el conocimiento ya existe, pero debe aplicarse dentro de y entre los países. Después de todo, las ciudades son los nodos de la economía global, los centros entre los que viajan los bienes y servicios, y sus instituciones suelen ser la primera puerta por la que pasan ciudadanos y empresarios. La primera gran oleada de privatización y desregulación en la década de 1990 destacó hasta qué punto los arquitectos de la reforma económica descuidaron el diseño institucional. Este error no debía repetirse.

Puede ser que las fuerzas de la globalización y la liberalización le infunden a los dirigentes políticos un deseo más profundo de conservar el control de lo que aún pueden, sobre todo en sus países. Como señaló Tomasso Padoa-Schioppa en su conferencia sobre Per Jacobsen en junio de 2010 ante el Banco de Pagos Internacionales, el tema de la intervención de los gobiernos en los mercados no es un problema de mucho o poco: "el defecto está en el nivel más que en la cantidad de intervención gubernamental, y tiene raíces más profundas en el terreno de las ideas que en el de la práctica". Luego criticó el enfoque radical del esfuerzo Reagan-Thatcher hacia los mercados, por no tomar en cuenta la necesidad de construir formas internacionales de gobernabilidad que resultaran adecuadas para una escala más amplia de actividad económica internacional y transfronteriza. Podría preguntarse por qué los ideólogos del mercado preferirían un marco nacionalista de gobernabilidad regulatoria en lugar de construir un marco multilateral más cercano a la escala global de los mercados. Padoa-Schioppa atribuyó la postura nacionalista a una defensa rigurosa de la Paz de West-falia de 1648, que estableció la regla de no interferencia en los asuntos internos de los Estados como parte del orden establecido que otorgaba a cada Estado, sin importar su tamaño, soberanía plena e incondicional. Sin embargo, la soberanía nacional resultó ser un baluarte inadecuado, tanto ante los excesos de las políticas nacionales como ante los efectos perturbadores de la economía internacional. En el momento en que la crisis europea se aceleraba, Padoa-Schioppa percibió claramente que el objetivo de quienes atacaban las regulaciones supranacionales y defendían los mercados como racionales y eficientes era frenar el movimiento hacia una mayor integración europea. En este proceso, la comunidad internacional perdió la oportunidad de echar a andar los marcos institucionales y regulatorios necesarios para los mercados (y para los Estados).

Efectivamente, la crisis actual está erosionando en cierta medida la soberanía, con implicaciones para el futuro de las regiones en los sistemas tanto federales como centrales. La agenda global para las ciudades debe incluir los temas de los gobiernos electos y de las relaciones entre las ciudades y los gobiernos centrales, temas evidentes ya en la crisis mexicana de 1995, en un momento en que mantener la integridad nacional era la preocupación más urgente. Pero ahora ya se está debilitando el sistema de Westfalia, que impedía la intervención extranjera en los asuntos internos de un país: la presión combinada de los mercados y las autoridades extranjeras ya ha destituido gobernantes democráticamente electos, con lo que se sientan precedentes que permanecerán en la memoria. Se puede esperar que las ciudades y regiones urbanas, muchas ya con dirigentes electos, administren sus propios activos y planeen su futuro de manera más responsable.

Las recomendaciones de la OCDE para México en 1996, en el sentido de elevar la productividad en las regiones más desarrolladas del país, anticipó la necesidad de enfrentar la crisis de 2008-¿? al reorientar las políticas regionales: en lugar de concentrarse en las regiones rezagadas, invertir en las de mayor potencial, al menos en el corto plazo, para generar empleos en sectores rentables y servir como incubadoras para ofrecer a las industrias innovadoras los servicios y experiencias empresariales que necesitaran. Las regiones, la urbanización y la inversión en infraestructura siguen siendo temas centrales en las discusiones sobre cómo amortiguar una recesión y, literalmente, construir la recuperación.

Las discusiones sobre la inversión en infraestructura suelen dividirse en sectores, cada uno clave: agua, energía, manejo de residuos, transporte, etc. La asignación de responsabilidades según los niveles o instituciones de gobierno impiden adoptar un enfoque más amplio y holista. Por otra parte, el enfoque institucional no le interesa al ciudadano de a pie ni al gerente de una empresa, que quieren saber cómo va a mejorar la ciudad o región en la que viven o trabajan con tal o cual inversión, que además les ofrecerá oportunidades a ellos y a sus empleados o familias. Por ello, en lugar de concluir con una lista de grandes objetivos por sector, el enfoque de la última parte será en el gobierno y la gobernabilidad.

En la tercera época de la globalización, la reforma estructural como parte de la búsqueda de recuperación y crecimiento tendrá que ocuparse de los siguientes cuatro asuntos: pobreza, injusticia y desigualdad; planeación; visión de un mejor futuro; y gobernabilidad para una aplicación democrática. Lo que sigue es una agenda de problemas que pueden reformularse como objetivos para definir políticas.

La pobreza, la discriminación y la sensación de injusticia asociada con la desigualdad de oportunidades engendran más informalidad, desinterés político, polarización y margen para el crecimiento de las actividades ilícitas. La crisis de la inseguridad ya estaba presente en México a mediados de la década de 1990. La inseguridad amenaza la vida cotidiana, las inversiones, los intercambios internacionales y el mismo Estado de derecho, al exponer la impotencia del Estado. Las implicaciones sociales de la descentralización podrían de hecho generar una contrapresión hacia una mayor centralización mediante medidas fiscales. El problema no es cómo ni por qué ha aumentado la inseguridad en México durante los últimos años, ni por qué se concentra alrededor del narcotráfico, sino qué se puede hacer cuando las sociedades están amenazadas por cualquier agente de cambio que desgarra no sólo el tejido social, sino también el marco institucional que le da fuerza y forma.

La tragedia actual es la sensación de impotencia ante los niveles inaceptables de violencia y actos de brutalidad. Del mismo modo, la población siente que las ciudades y regiones expuestas a cambios estructurales, innovación tecnológica y globalización son víctimas de fuerzas que no pueden anticipar ni controlar.

• ¿Cuál es el grado de tolerancia de las distintas sociedades ante los cambios en los niveles de riesgo y violencia?

• ¿Quién podría encargarse de organizar un foro nacional para desarrollar una estrategia que reduzca la violencia civil y sus causas subyacentes?

• ¿Qué medidas a corto plazo para combatir la corrupción e imponer la integridad podrían convencer a las personas de que el cambio será gradual y permanente?

• ¿Cómo puede reducirse la violencia sin amenazar las libertades civiles?

• ¿Ganarán terreno la pasividad y la paranoia? ¿Hay manera de regresar a una planeación visionaria y propositiva?

Planeación: nadie está preparado para una crisis, aunque en retrospectiva las condiciones que desembocan en la crisis dan una impresión de haber sido inevitables. Como es difícil predecir el momento de una crisis, la gente puede vivir con la ilusión de que nunca ocurrirá. El manejo adecuado de una crisis depende en parte de la experiencia de personas que ya han pasado por crisis anteriores y que entienden el amplio rango de riesgos, incluidos los de levantamientos sociales e inestabilidad política. Uno de los principales desafíos es la toma de decisiones en ausencia de información adecuada.

• ¿Cómo se puede ayudar a los altos funcionarios a prepararse para una crisis, qué se puede esperar de ellos y cómo se pueden elegir y aplicar las políticas más adecuadas?

• ¿Qué redistribución de responsabilidades sería deseable para fomentar la capacidad de los estados y regiones para tomar la iniciativa? Y en el mismo sentido, ¿cuándo deben intervenir los gobiernos nacionales si las jurisdicciones subnacionales no logran actuar o son rebasadas por la tarea requerida?

• ¿Puede la planeación, tan esencial para la inversión en infraestructura a largo plazo, ayudar a restablecer la confianza en el gobierno y en el futuro?

La visión de un futuro mejor tiene que ver con la transformación de los lugares donde la gente vive y trabaja. Esto pide compromiso y participación públicos, así como una estrategia de comunicación clara y articulada, dos cosas difíciles de lograr cuando los gobiernos temen perder el control de los acontecimientos. Pero sin una visión a esta escala, resulta mucho más difícil usar la infraestructura como estímulo y como estrategia de inversión.

• ¿Cómo pueden los gobiernos preparar planes estratégicos con una perspectiva de diez años?

• ¿Cómo pueden reconciliarse la escala temporal y la complejidad de la planeación estratégica con las exigencias a corto plazo de los ciclos electorales y económicos?

• ¿Cómo pueden las necesidades y oportunidades de las regiones alimentar este tipo de planeación?

• ¿Cómo pueden diseñarse las políticas urbanas para que resulten efectivas dentro del sistema federal y para que tengan una perspectiva coherente de los efectos de las políticas sectoriales sobre el desarrollo urbano?

• ¿Y cómo pueden trabajar juntos los sectores público y privado para reducir el riesgo macroeconómico de emprender inversiones a largo plazo durante una crisis cuyo final no puede preverse?

La gobernabilidadpara una aplicación democrática —en lugar del número de trimestres que dura una recesión o los cambios en el pib per cápita— podría ser el criterio más importante al evaluar los efectos de una crisis. Desde esta perspectiva, la crisis de la década de 1990 no destruyó las formas nacientes de pluralismo político que por esas épocas estaban surgiendo en México. Por el contrario: como la crisis fue manejada de manera competente por una administración tecnócrata, acabó legitimando las discusiones acerca de los futuros alternativos para el país, sin radicalizar las opciones. México fue afortunado, si consideramos los temores en ese momento de que el descontento social se generalizara y tornara violento. Durante una crisis, la gente cobra mayor conciencia política y tolera menos los errores: todos los partidos políticos pudieron haber perdido su legitimidad ante la ciudadanía.

El debate añejo acerca de quién tiene más iniciativa y poder, si los mercados o los Estados, no puede responderse de manera definitiva. Pero la evidencia demuestra que durante una crisis —sin importar sus causas— los mercados carecen de los instrumentos políticos y la legitimidad para reconstruir las instituciones, reestructurar las regulaciones y renovar el acuerdo con la población acerca de su bienestar futuro.

• ¿Cómo pueden los gobiernos regular en medio de una crisis, sabiendo que puede ser imposible tomar decisiones a partir de pruebas, pero también que la reforma regulatoria es indispensable para restablecer la confianza? ¿Qué regulaciones deben aplicarse cuando hay una crisis?

• ¿Cómo puede la población tomar en serio los principios de integridad y anticorrupción? ¿Cómo pueden traducirse estos principios en reformas efectivas dentro del gobierno?

• ¿Cómo se puede incentivar a los servidores públicos para que asuman riesgos? ¿Cómo puede incorporarse el conocimiento previo en la toma de decisiones?

• ¿Se puede recompensar a las áreas administrativas por lo que le ofrecen a las comunidades, mediante una nueva contabilidad de los recursos ahorrados, los empleos o empresas creados, el capital social y humano fortalecido?

Para concluir, ¿cuáles son algunas de las implicaciones actuales de la crisis mexicana de mediados de los años noventa?

México se resistió a una estrategia nacionalista y buscó en cambio profundizar su integración en la economía global y su arquitectura institucional. Esto fue en beneficio de la nación.

Sin embargo, la tarea de convencer a la opinión pública de que apoye la cooperación internacional tiende a quedar en segundo plano, detrás del esfuerzo técnico por adoptar políticas correctivas.

El plazo para mostrar los resultados de las reformas estructurales se extiende más allá de los ciclos electorales y económicos, y esto exige un apoyo multipartidista en línea con el pluralismo. El cambio positivo y perceptible sigue siendo ilusorio, lo cual amenaza las perspectivas electorales de los dirigentes y partidos en el poder.

Las políticas urbanas en el contexto, ya sea del desarrollo regional o de las políticas macroeconómicas y sectoriales, fue y sigue siendo un desafío institucional, con implicaciones para los presupuestos nacionales y para los mecanismos de rendición de cuentas.

La inversión en infraestructura está relacionada con planes convincentes para aprovechar activos locales y regionales específicos y apoyar a los mercados. Esto debe complementarse con otras medidas que promuevan el espíritu empresarial y abran los mercados a la competencia, a los flujos de innovación y al intercambio de bienes y servicios.

La planeación estratégica para el desarrollo regional y urbano debe ser una función continua: para cuando se necesita con urgencia ya es muy tarde para echarla a andar.

El tiempo de planear la recuperación comienza cuando comienza la crisis. Enfrentar la crisis y prepararse para la recuperación —que no son lo mismo— deben ocurrir simultáneamente.

Un último punto: el éxito de las medidas tomadas para solucionar los problemas estructurales, reducir riesgos futuros y mejorar la vigilancia de las regulaciones económicas sólo se vuelve evidente cuando ocurre otra crisis. Es decir, la prueba de fuego de una solución llega cuando hay que aplicarla en una situación real en algún momento futuro. En el caso de México, esa prueba ocurrió en 2000 y 2006, al concluir los sexenios de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, respectivamente, y en 2008, después de la quiebra de la compañía global Lehman Brothers. La experiencia es aleccionadora para quienes diseñan y evalúan políticas: toma tiempo validar las medidas de construcción de confianza, que cambian las expectativas y las conductas, y se requieren colapsos y crisis para observar qué cambió, qué funciona y qué falta por hacer.

La política económica suele exigir estabilidad, dando por sentada la ausencia de crisis porque por definición las causas y los momentos de aparición de tales acontecimientos no pueden predecirse. Pero las crisis son tan normales y tan frecuentes como los periodos marcados por su ausencia.

Quedan claras las implicaciones de las medidas introducidas a partir de 2008 con la intención de ajustar las regulaciones económicas en países individuales e internacionalmente: sólo sabremos si son efectivas las medidas adoptadas ahora cuando se pongan a prueba en crisis futuras.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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NOTAS

1 Sobre la descentralización, véase OCDE (1996, pp. 25-28); y en pp. 70-71, el análisis de un programa antipobreza bien diseñado.

2 Sobre las regulaciones al interior del gobierno como parte de un esfuerzo general por cambiar la cultura administrativa, véase OCDE (2011).

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