«Hemos perdido la cotidianidad y ya no tenemos la historia», dice Franco Ferrarotti en el párrafo de apertura a La historia y lo cotidiano, de 1986, y agrega, líneas más adelante:
El arte de contar historias, por razones aún bastante misteriosas, nos ha abandonado. El hilo narrativo se ha quebrado. Narrar se ha vuelto imprevistamente superfluo. Lo que queda es, en el mejor de los casos, aburrido y demasiado lento para un mundo enfermo de los nervios. Como una comida demasiado sabrosa para el gusto común o para un estómago normal, ninguno parece ya en grado de saborear, literalmente digerir, una frase bien estructurada, desde el punto de vista gramatical y sintáctico […].1
La nostalgia impresa en sus palabras no deja lugar a dudas: las condiciones de la vida moderna -o posmoderna, según se vea- han destruido la cotidianidad. Eso a lo que se llama «vida cotidiana», y que de alguna manera reside en la posibilidad de narrar -y en la paciencia para escuchar lo narrado-, se ha desvanecido entre los apremios de nuestro tiempo. Lo cotidiano ha dejado paso a otra cosa, a algo distinto, algo que no es la cotidianidad, sino un mundo en el que no es posible detenerse a contar historias tejidas con arte y paciencia ni, por supuesto, a escuchar esas mismas historias.
Vale la pena hacer un alto y reflexionar acerca de lo dicho por el sociólogo italiano. ¿De verdad es posible perder lo cotidiano? ¿Lo cotidiano reside, entonces, en una serie única de actos estables cuya repetición garantiza el funcionamiento del mundo y la coexistencia armónica de quienes en él habitan? Pero, de ser este el caso, si se disipa esa cotidianidad, o cualquier otra cotidianidad en particular, ¿qué es lo que sobreviene? ¿La nada? ¿El vacío? ¿Dónde viven, entonces, los seres humanos? ¿A qué apelan cuando hablan de su día a día, cuando narran lo que experimentan de forma regular, cuando se refieren a lo que hacen, a lo que les pasa, a lo que sienten o a lo que piensan habitualmente en ese mundo que es distinto y extraño en virtud de las transformaciones sufridas por su vida cotidiana? ¿Dónde se encuentran, si todo lo mencionado no pertenece ya a la cotidianidad? ¿Se hallan, acaso, en una perpetua anormalidad? ¿En un entorno gobernado por la zozobra y, en consecuencia, por la imposibilidad de formular algún plan, algún proyecto, por mínimo que este sea, que les ayude a encarar el futuro? Podría ser. No obstante, es bien sabido que la vida es una constante transformación, que los cambios se suceden sin parar uno al otro y que el minuto precedente no será igual al subsiguiente. «Lo único constante es el cambio», decía Heráclito. Por lo tanto, ¿no será posible que, antes que implicar el fin de lo cotidiano, la pérdida de un estado preciso de cosas dé lugar a una nueva cotidianidad? ¿Una cotidianidad distinta, determinada por su propia historicidad, por su diferencia en relación con otras cotidianidades, tanto simultáneas como diacrónicas?
Todo indica que sí. La desaparición de una cotidianidad da lugar a la aparición de una nueva. La transformación de los rituales que la configuran obliga a la adaptación de los sujetos que toman parte de ellos y que en su realización cifran la seguridad de su tránsito por el mundo. No hay modo de que no exista la vida cotidiana porque eso, la cotidianidad, no basa su existencia en la capacidad de parecerse a un modelo fijo, inmutable: simplemente es. Es como es. Como le permiten ser las circunstancias que imperan en un momento dado para un conjunto particular de sujetos. Por más que existan cambios, por más que se pierda una costumbre, por más que un fragmento idealizado de la realidad deje de existir y dé paso a algo distinto, lo cotidiano no desaparece. Por el contrario, existe siempre, pero de acuerdo con las posibilidades que, a cada momento, le son dadas históricamente.
¿Qué es, entonces, la vida cotidiana? ¿Cómo es posible entenderla desde el campo de las disciplinas sociales? ¿Cómo se da cuenta de ella desde la historia? A la resolución de estas preguntas se dedicarán las siguientes páginas. A plantear qué es la vida cotidiana -con un necesario rodeo que permita explicar el origen del concepto desde distintas perspectivas disciplinarias y su desarrollo como objeto de estudio- y cómo es que los estudiosos del pasado la conciben en tanto material propio para construir explicaciones históricas. La finalidad será entender cómo es que los hechos que los seres humanos llevan a cabo de forma repetitiva en su andar por el mundo terminan por convertirse en la materia prima para la construcción de textos históricos encuadrados en eso a lo que se da en llamar «historia de la vida cotidiana».
En busca de un concepto
Mucha tinta ha corrido desde que, en el último cuarto del siglo XVIII, Adam Smith se preguntara acerca del modo en el que los factores económicos influyen en lo que, en distintos momentos de su obra, denomina como «la vida diaria», «el modo de vida» o «la vida ordinaria»2. O sea, la vida como cada quien la concibe, como la determinan sus necesidades o como la establecen las costumbres que adquiere a lo largo del tiempo. Cuatro décadas más tarde, David Ricardo abordaría la misma cuestión desde una perspectiva un tanto más fina, y que podría resumirse en la pregunta «¿cuál es la relación entre el ingreso real del trabajador -obtenido al restar los impuestos que debe pagar del salario que recibe-, el nivel de satisfacción de sus necesidades que éste le permite y las posibilidades que, entonces, tiene de acceder a algo tan etéreo y subjetivo como lo es la comodidad o el bienestar?»3
Se trataba de abordajes preliminares. De planteamientos enfocados a aislar una cuestión presente desde siempre en los estudios históricos -esto es, cómo viven las personas de una comunidad dada, qué es lo que hacen de manera regular y cuál es la trascendencia de estas acciones-, pero no denominada específicamente de forma alguna. Sería Marx quien situaría la materia en la base de sus reflexiones y, con el tiempo, le daría solidez al asignarle un nombre en concreto: la vida cotidiana.4 Dentro de la escuela de pensamiento por él creada, hablar, de un modo o de otro, de la vida cotidiana, terminaría por revelarse como un asunto de suma importancia: en la cotidianidad es donde se modelan las formas de vida de las personas a partir de las condiciones precisas en las que ésta tiene lugar; por lo tanto, es ahí mismo donde se fragua la lucha de clases, donde el sujeto accede a la conciencia, toma posturas, se rebela ante sus explotadores y alcanza la libertad o, también, afianza los valores que permiten la reproducción de los sistemas de explotación del otro. La vida cotidiana, desde las concepciones marxistas, es el espacio en el que se desarrolla la política, entendida ésta no sólo como las acciones que llevan a cabo los políticos profesionales y que tienen como finalidad organizar y conducir a los grupos humanos, sino como cualquier acto, llevado a cabo por cualquier persona, que trasciende la esfera individual y se enmarca en lo social.5
Pensar los elementos implicados en el desarrollo de la vida diaria, así como en la relevancia que ésta tendría para la vida social en su conjunto -y no solamente para la existencia de los actores particulares de una cotidianidad determinada-, abrió la puerta a la enunciación de un número amplio de argumentos y a la consecuente exposición de conceptos desde diferentes áreas del conocimiento. En los terrenos de la filosofía, la década de 19106 sería testigo de la aparición del concepto de «mundo de la vida», acuñado por Husserl para denotar el horizonte que da contención a la vida de los individuos, determina los contenidos de ésta y establece lo que, en ella, puede considerarse como normal.7 Tal posicionamiento influiría de manera determinante en Heidegger -a partir de su propia definición del concepto de mundo y, también, de «vida fáctica», donde el primero engloba al mundo circundante, a los seres humanos presentes en él, y al mundo propio que configura el sujeto, en tanto que el segundo designa todas las actitudes del ser humano hacia el mundo-8 y en Blumenberg -quien separa al mundo de la vida de la vida cotidiana y ubica a ésta como el sitio de las experiencias comunes que clausuran el ejercicio de la filosofía, lo que, de alguna manera, retoma el principio hegeliano que afirma que la cotidianidad ocurre fuera de la filosofía-.9 En tanto, desde la teoría sociológica, la tendencia general apunta a concebir al estudio de la vida cotidiana como una herramienta para pensar a lo social de forma amplia y comprender el tramado de la sociedad que la configura.10 No es, por supuesto, la única posibilidad de abordaje: de hondo calado han resultado las propuestas de Goffman, quien planteó que la vida cotidiana es el ámbito socialmente determinado en el cual los sujetos proporcionan a los demás la información que resulta conveniente según lo exija la situación en la que se encuentren11 -lo que, de distintas formas, se conecta con su teoría del análisis de marcos conceptuales-,12 y de Schütz quien, a partir de las elaboraciones de Husserl, señaló que la vida cotidiana es el fragmento específico del mundo de la vida en el que el sujeto asume condiciones agenciales,13 lo que a su vez tiene connotaciones interesantes en relación con el despegue del postestructuralismo en las décadas de 1960 y 1970 y el consiguiente retorno del sujeto al centro de la discusión teórica en las ciencias sociales.
En el campo de la disciplina histórica, los estudiosos agrupados en torno a la revista Annales pondrían sobre la mesa el problema de la cotidianidad al conferirle a los fenómenos del día a día la dignidad suficiente como para integrarse de forma plena al conjunto de instancias susceptibles de proporcionar elementos válidos para estudiar el pasado y producir explicaciones válidas del mismo. En este sentido, las ideas externadas por Braudel en las páginas iniciales de Civilización material resultarían de suma trascendencia al establecer un modo de ver a lo cotidiano en perspectiva histórica: desde su perspectiva -afín, a un mismo tiempo, a los planteamientos de los pensadores materialistas y de los sociólogos-, la vida cotidiana es una estructura que se configura en el tiempo largo y que es perceptible, no en la realización de los actos concretos, no en el acontecimiento singular que sucede y se desvanece, sino en la repetición de éstos, en la generalidad que «invade todos los niveles de la sociedad, caracteriza maneras de ser y de actuar continuamente perpetuadas». Entender lo cotidiano, dice Braudel, permite entender las sociedades y los contrastes existentes entre una y otra.14
El estudio de lo cotidiano, desde el decenio de 1960, cobró tal fuerza que, incluso, hay quien habla de la existencia de un «giro cotidiano», un viraje en los estudios sociales -no sólo históricos- a través del cual se asumió como necesario el estudio del día a día para construir explicaciones novedosas y se ubicó, como sujetos privilegiados para la observación de ese mismo día a día, a los estratos de la sociedad privados de voz y de presencia en las explicaciones tradicionales.15 Se entiende así la movilización experimentada por la historia de la vida cotidiana en dirección a los estudios subalternos y a la historia desde abajo, lo que a su vez es perceptible en la forma en la que algunos especialistas comenzaron a visualizar el campo historiográfico. Así, en Alemania, los practicantes de la Alltagsgeschichte, encabezados por Lüdtke, indagaron, a partir de la década de 1970, en las experiencias de la gente común para deconstruir los relatos sobre el pasado reciente y conocer de esta forma cómo había sido la vida de la población en general bajo el régimen nacionalsocialista más allá de las generalizaciones y los lugares comunes.16 A su vez, a través de sus investigaciones, De Certeau determinaría que es en la vida cotidiana donde se despliega el conjunto de tácticas que emplean los sujetos comunes para tratar de sustraerse a los dictados del poder;17 Pounds asumiría un enfoque braudeliano radical, en el que la cotidianidad es pensada como una estructura amplia y abarcadora que permite entender y explicar las conductas de grandes masas de seres humanos;18 Fitzpatrick se aproximaría a la vida cotidiana -entendida como la suma de los comportamientos y las estrategias que los sujetos adoptan para subsistir, resistir o amoldarse a las situaciones que aparecen en su horizonte- partiendo del hecho de que, en contextos extremos, la normalidad -una normalidad metafísica, quizá suprahumana o, al menos, ubicada fuera de la historia- es imposible, y todo lo que hacen las personas tiene un carácter extraordinario en vista de los retos a los que deben hacer frente,19 y Ginzburg vería, en el estudio de las personas comunes y los actos comunes que desarrollan en el día a día, el instrumento para investigar la construcción de las normas que rigen el funcionamiento de lo social, normas que podrían parecer obvias y que, por lo mismo, son pasadas por alto si el análisis se enfoca en otras instancias del pasado.20 Más recientemente, en su parcela medieval del norte de Francia, Fossier reivindicaría la posibilidad de examinar a las personas comunes -«el hombre pobre cotidiano»- para extraer de ahí explicaciones amplias acerca del mundo en el que se desenvolvían. Desde su punto de vista, el ser humano es hoy el mismo que el de hace mil años: las tareas que realiza a lo largo de su vida, en su aspecto más elemental, son similares hoy en día a las que llevaba a cabo en la Edad Media, y lo mismo ocurre con buena parte de sus necesidades e incluso de sus sentimientos. Sin embargo, es precisamente el mundo en el que cada quien vive -el mundo medieval, el mundo posmoderno- el que determina el modo preciso en el que tienen lugar las acciones que, de otro modo, serían comunes ayer y hoy. Ese mundo en el que se vive es explicable al atender a los fenómenos que conforman la vida cotidiana. Es ahí donde la historicidad de cada uno se pone de manifiesto.21
En México, hacer historia de la vida cotidiana se remonta a los últimos años de la década de 1970; concretamente, a las tareas desarrolladas por quienes integraban el Seminario de Historia de las Mentalidades auspiciado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Las obvias conexiones entre un campo y otro -mentalidades y vida cotidiana-, demostradas en distintos momentos por los pensadores de Annales -particularmente, por Jacques Le Goff22-, permitiría a los miembros del seminario asumir que el terreno en el que se desarrollaban los problemas que llamaban su atención era el de lo cotidiano, al cual se aproximaban desde la historia de las mentalidades.23 Si bien es cierto que en ningún momento dirían en qué consistía esa vida cotidiana, cómo la entendían o cuáles eran los elementos que la conformaban, también es cierto que los estudios elaborados al interior del seminario dejaban ver con nitidez que la cotidianidad se integraba por lo que hacían, pensaban y sentían los miembros de una sociedad determinada -en este caso, la novohispana-, dependiendo del grupo social al que pertenecían. Asimismo, en consonancia con lo expuesto por las distintas generaciones de Annales, sus trabajos hacían a un lado el análisis del acontecimiento particular, o tomaban a este sólo como una muestra de los hechos repetitivos que, merced a esta condición, se convertían en elementos constitutivos de la cotidianidad; de igual suerte, tampoco enfocaban la vista en los personajes individuales, sino en conglomerados de distinta amplitud -no necesariamente encuadrados en la categoría de «los sin voz»-, desde la gente común hasta los miembros de las corporaciones religiosas, pasando por los infantes o los esclavos.
La historia de la vida cotidiana, enunciada como tal, aparecería en el ámbito historiográfico mexicano en el decenio de 1980, quizá como un desarrollo de la historia de la educación, la historia de la familia -dos parcelas que suelen serle adscritas-, la historia de las mentalidades y la historia de la vida privada. En distintas ocasiones, Pilar Gonzalbo -la figura más visible del grupo de especialistas dedicados a la materia- se ha dado a la tarea de explicar lo que, para ella y para quienes le acompañan, es la vida cotidiana, a lo que suele añadir algún apunte relacionado con el modo en el que es posible abordarla históricamente. Como es natural, sus concepciones sobre el particular han variado con el paso de los años y, de ser un asunto propio de la historia social -lo que ligaría su propuesta a los dictados de Braudel y las explicaciones apoyadas en lo estructural-,24 mutaría hasta adentrarse en los terrenos de la historia cultural,25 aunque por momentos parecería experimentar una suerte de regresión historiográfica y ubicarse de nueva cuenta en el campo de la historia de las mentalidades -lo que lo acercaría a los terrenos del estructuralismo, pero sin el sesgo inhumano que solía caracterizar a este-.26 Más allá de la etiqueta que pueda ponérsele a la historia de la vida cotidiana que se realiza en el seminario dirigido por Pilar Gonzalbo, es de resaltar el modo en el que se define al propio campo de estudio: la vida son las cosas comunes realizadas, de manera reiterada, por la gente común, por los sin-historia, por los que, privados de la voz, han sido excluidos de los relatos históricos tradicionales. Este acento en lo común es importante porque es lo que les permite conectar las investigaciones que realizan con el público que, en algún momento, las leerá: éste no estará compuesto, necesariamente, por el erudito o el investigador del pasado sino, por el contrario, acogerá a cualquiera a quien le diga algo el solo término de «la vida cotidiana». Cualquiera tiene una vida cotidiana; cualquiera puede entender de qué va la historia de la vida cotidiana porque, en términos generales, lo cotidiano siempre es lo mismo. Varía con el tiempo el contenido concreto de la cotidianidad -punto en el que esta propuesta se conecta con la de Fossier examinada párrafos atrás-; en lo profundo, sin embargo, el presente se conecta con el pasado. Incluso se parece al pasado.27
A manera de resumen, los estudios sobre la historia de la vida cotidiana en los que se decide hacer explícitos los supuestos teóricos, metodológicos o procedimentales de los que se parte - pensando en que una buena cantidad de trabajos no ofrece este tipo de explicitaciones por considerar que tal no es materia de su interés, o por carecer de las herramientas necesarias para ofrecer elucidaciones amplias, profundas e interesantes al respecto-, indican, con mayor frecuencia, cómo perciben la vida cotidiana, los elementos que la integran y los sujetos a los que consideran como parte de ella; en menor medida, cuál es la perspectiva teórica desde la que se le mira y de qué manera esta misma perspectiva incide en la caracterización que se haga del día a día. Raramente, acerca de cómo opera la historia de la vida cotidiana. Qué es. Cómo funciona.
Los siguientes apartados buscarán argumentar, justamente, en torno al último asunto mencionado. Es decir, tratarán de poner en claro las operaciones que el estudioso del pasado debe llevar a cabo para dotar de existencia algo a lo que pueda denominar «vida cotidiana», como primer paso para construir un relato que dé cuenta de ella. Hecho lo anterior, se buscará establecer quiénes son los sujetos de esas historias de la vida cotidiana, quiénes intervienen en los relatos históricos sobre la cotidianidad, de quiénes habla la historia de la vida cotidiana, por qué y de qué formas lo hace, tratando con ello de comprender si, como suele argumentarse, se trata de una más de las historias que, para justificar su existencia como campos autónomos dentro de la práctica historiográfica, deben dar cuenta de los sin voz, los sin historia y los marginados de los relatos tradicionales, o si, por el contrario, los personajes que la pueblan pueden pertenecer a un espectro más amplio, más incluyente, menos restringido. Como medio para delimitar la parcela en la que habrán de desplegarse las propuestas que dan forma a este texto, me permitiré iniciar con una muy breve definición de lo que, desde la disciplina histórica, entiendo como «lo cotidiano». Una explicación del término que, aun en su brevedad, apuntale las explicaciones que habré de tejer en torno al modo en el que funciona eso que se denomina «la historia de la vida cotidiana».
Aproximación a lo cotidiano
Dicho de forma sucinta, lo cotidiano es lo regular, lo habitual; lo que, en un momento dado, acontece al interior de un conglomerado y es visto como normal por parte de los sujetos que participan de una realidad social concreta. Lo cotidiano es aquello que posee un significado estable -aunque posiblemente efímero- en tanto forma de organizar al mundo, de comprender sus componentes y de explicar el modo en el que operan los mecanismos de inclusión o exclusión, de admisión de lo verdadero y de catalogación de lo falso con respecto a ese mismo entorno.
No es raro encontrar quien define a lo cotidiano como lo que ocurre siempre, todos los días, de forma repetitiva y, en algunos casos, rutinaria.28 Si bien esto podría parecer acertado en primera instancia, lo cierto es que, si se le considera de forma estricta, resulta imposible, debido a que ninguna acción se repite. Lo que ocurre un día es diferente de lo que ocurrirá al siguiente y esto, a su vez, guardará diferencias con respecto de lo que acontecerá al siguiente. Empíricamente, la repetición no es posible. Los actos suceden y desaparecen. Nadie come dos veces el mismo alimento ni camina de igual forma por una calle en dos ocasiones sucesivas. En el primer caso, porque el alimento se consume y es reemplazado por uno nuevo en cada ocasión. En el segundo, porque caminar -como el resto de las acciones- es algo que sucede en el tiempo y en el espacio: aun cuando el espacio recorrido parezca ser el mismo, el tiempo en el que ocurre es siempre diferente. Cada caminata es un acto distinto, por más que el espacio por el que se transita parezca ser el mismo siempre. A dos milenios y medio de distancia, de nuevo las palabras de Heráclito -en este caso, el aforismo «nadie se baña dos veces en el mismo río»- siguen siendo válidas para explicar la condición perpetuamente cambiante de la existencia humana.29
Visto lo anterior, es claro que la denominación de algo como «cotidiano» no necesariamente tiene que ver con lo que acaece todos los días, de forma siempre igual; más bien, lo cotidiano sería lo que puede enunciarse como eso mismo y que, por ende, se entiende como lo habitual, como lo normal, aunque no ocurra a diario ni siempre de la misma manera. Es la enunciación la que tiende un puente entre acciones que pueden ser distintas entre sí en cuanto a su composición y su recurrencia y las sitúa de forma tal que aparecen en una sucesión ordenada y regular. Esta secuencia estandariza los fenómenos cotidianos -si es posible emplear el término- y opera en dos direcciones: una, hacia el pasado, para configurar la memoria que establecerá las regularidades a través de las cuales se constituirá lo normal; otra, hacia el futuro, donde la transmisión de los saberes formalizados por cada grupo humano harán posible que lo cotidiano se convierta en asiento de la seguridad de los individuos al poner ante ellos, no la incertidumbre que representa vivir al filo del tiempo, sin evidencia del futuro, sino, por el contrario, un conjunto de expectativas, cifradas a su vez en la experiencia, que permite prever lo que sucederá y formular distintos tipos de planes para organizar la existencia.30
Cierto es que esa narración lanzada hacia el futuro, al carecer de evidencias -pensadas éstas en sentido estricto-, sólo muestra lo que podría suceder si el orden general de las cosas no experimenta una variación súbita; no obstante, para fines prácticos, el sujeto la asume como cierta y, desde ahí, construye los proyectos con los que hace a un lado la zozobra.31 Los proyectos que, de un modo o de otro, le permiten planear lo que será su vida, independientemente de que las condiciones físicas del entorno se lo permitan. En un contexto de caos, como puede serlo el de la pandemia en el que el mundo se desenvuelve actualmente, o como serían los que involucran el desarrollo de conflictos bélicos o la acción catastrófica de los fenómenos de la naturaleza -por mencionar sólo unos pocos ejemplos-, la construcción de la cotidianidad en la manera en la que se ha descrito es la que le permite a los sujetos superar la incertidumbre, hacer frente a la eventual pérdida de lo habitual y comenzar a vislumbrar un futuro posible, una normalidad sin sobresaltos, un día a día en el que exista la posibilidad, aunque sea mínima, de ver al presente replicarse en el futuro. Quizá tal cosa no suceda y, de cualquier forma, nadie podrá saberlo sino hasta que acontezca. Hasta que el futuro se materialice, se vuelva presente y se convierta en objeto de la experiencia. Y entonces, como tal, sea susceptible de integrarse en un relato que lo describa y lo organice en función de lo conocido.
La historia de la vida cotidiana serán los relatos que den cuenta de eso que, para un conjunto de sujetos, pudiera considerarse como regular, normal o habitual. En la historia de la vida cotidiana se plasmará el modo en el que lo normal es concebido en tiempos y espacios específicos y cómo es que esas concepciones son distintas de otras, propias de otros tiempos y de otros espacios. La historia es la diferencia. La razón de ser de la historia consiste en dar cuenta de esa diferencia, en establecer lo que hace diferente a lo acaecido en un momento de lo sucedido en otro, y de lo que tiene lugar en el presente desde el que se interroga a ese pasado y en el que trata de hacérsele inteligible con las herramientas de las que se dispone.32 En el caso de lo cotidiano no puede ser de un modo distinto. Cierto es que hay componentes generales -quizá abstractos- de lo cotidiano que es posible comprender como fenómenos de larga duración -ciertas pautas de consumo, ciertas formas de establecer relaciones interpersonales, ciertas maneras de llevar a cabo aquello a lo que se denomina «trabajo»-, lo que equivale a identificarlos como similares entre sí a lo largo de periodos variables;33 no obstante, debe reconocerse que apelar a eso mismo, a la larga duración, impide comprender a la cotidianidad en su unicidad, en su diferencia, en lo que hace distintos a unos seres humanos de otros, ya sea que coincidan en un mismo marco temporal y espacial o que se encuentren en periodos y lugares distintos.34
Las historias de lo cotidiano
Dicho está que la historia de la vida cotidiana es el conjunto de relatos que dan cuenta de la normalidad de los grupos humanos en el pasado. Pero ¿cómo funciona esa historia de la vida cotidiana? ¿Cómo construye sus objetos de estudio? ¿En qué forma trama sus argumentaciones? Quizá sea preciso comenzar por el principio. Por el acto que Michel de Certeau denomina «poner aparte».35 ¿Y qué es lo que, en este caso, se pone aparte? A simple vista, parecería una respuesta sencilla: lo que el estudioso de la vida cotidiana separa del resto, lo que coge con pinzas de entre la maraña del pasado y se prepara para disponer en forma de relato, es lo que pertenece a la normalidad del grupo que ha construido como su objeto de estudio. Suena bien, pero ¿qué es eso mismo, la normalidad?
La historia de la vida cotidiana es un relato sobre el pasado. Uno más de los relatos sobre el pasado que dan cuenta del mismo en forma fragmentaria e incompleta, dado que el pasado, como totalidad, resulta inasible. Cada estudioso pone aparte -para proseguir con la expresión de Michel de Certeau- lo que después integrará en el relato que confeccione; al mismo tiempo, excluye al resto, deja de lado todo lo que no encaja con sus intereses, sus expectativas y sus objetivos; o sea, todo lo que no obra en función de la inteligibilidad que busca otorgar al proceso narrado. Entonces, si la finalidad del relato histórico confeccionado a propósito del transcurrir de la cotidianidad reside en dar cuenta de lo que constituye la normalidad de los sujetos sobre quienes ha posado su mirada el investigador, parece pertinente regresar a la pregunta cuya resolución se ha dejado pendiente: ¿qué es eso mismo, la normalidad? ¿No sería, acaso, todo lo que rodea a esos mismos sujetos? ¿Puede pensarse la normalidad en tanto un «todo»? De ser este el caso, ¿cómo sería posible elaborar relatos históricos sobre la cotidianidad, a sabiendas de que la condición primordial del texto historiográfico reside en establecer una distinción entre lo que pertenece al conjunto de sus enunciados y lo que queda excluido del mismo?
Como se ha mencionado, la historia de la vida cotidiana se ha pensado, tradicionalmente, como la relación del día a día de un conjunto de sujetos ubicados en un momento dado del pasado.36 Por el momento me concentraré en esta idea del «día a día», en las condiciones de posibilidad del día a día y en la factibilidad de retratar, describir, construir o simplemente narrar al día a día, y dejaré para más adelante el asunto de los sujetos, que también resulta interesante examinar visto el modo en el que, por lo general, suele considerarse a aquéllos a los que se incluye en los relatos históricos sobre la vida cotidiana.
La razón de ser de las historias de la vida cotidiana se ubica, como recién lo he mencionado, en el examen del día a día de un conjunto de sujetos. Si renunciara a esto, a la idea de que es posible relatar lo que sucede de forma continua, un día tras otro, perdería sustento epistemológico. Sería una historia de cualquier cosa, menos de lo cotidiano. Sin embargo, ante esta afirmación, es natural que aparezca una pregunta insidiosa: ¿es de verdad posible narrar el día a día? ¿Cómo podría hablarse del día a día? La respuesta es elemental: no es posible. Nadie, por más que lo intente, puede narrar el día a día. Nadie puede darse a la tarea de relatar, como si fuera una serie de televisión grabada y contada en tiempo real, lo que sucede a lo largo de todo el día de una persona, ni mucho menos lo que sucederá en los días subsiguientes o lo que ha sucedido en los precedentes. Contar el día a día de ese modo, con atención al detalle, a la minucia, a lo que sucede en todos los instantes y en todos los niveles en los que tiene lugar la existencia, no es posible porque asir al pasado como una totalidad es también imposible, independientemente de si se habla de asuntos económicos, políticos o cotidianos. Por tanto, para no perder especificidad conceptual y no ver su objeto diluirse en el mar de las historias, el estudioso deberá proceder con tiento. Sabe cuáles son las pautas que siguen los relatos sobre la vida cotidiana. Sabe que hay una cantidad amplia de temas, de materias y de categorías que son abordadas en los estudios sobre lo cotidiano. Sabe que no necesita hablar de lo que sucede día con día, todos los días, para narrar la cotidianidad. Necesita, en cambio, hurgar en las evidencias que posee -en eso a lo que él denomina «evidencias» porque, desde su perspectiva, le da pistas sobre el pasado- y tramar un relato en el que quede de manifiesto eso que le sucede a esos sujetos de forma constante. Deberá asumir que lo suyo es contar las cosas que le suceden, habitualmente, a los sujetos que ha elegido para integrar en su relato. Lo que hacen con cierta regularidad esos mismos sujetos, quizá a diario, quizá semanalmente, quizá sin una regularidad formal, pero sí de modo recurrente. La historia que se trame hablará del modo en el que los sujetos organizan su mundo, las distintas formas en las que arreglan su vida, lo que piensan y en lo que creen. O, para ser más preciso, lo que dicen que piensan y lo que dicen que creen, según quede consignado en algún tipo de vestigio. Es frecuente que, como se ha señalado en el apartado precedente, los especialistas sitúen en el centro de los trabajos sobre la cotidianidad a un conjunto de sujetos a los que denominan «la gente común». A reserva de entrar más adelante en detalles acerca de las implicaciones que tiene considerar, como único sujeto posible de los relatos históricos sobre lo cotidiano, a esa «gente común», en el plano de lo convencional, de lo no explicado, de la retórica que despliega el texto, su presencia se asume como una condición elemental para situar un relato dentro del marco de la historia de la vida cotidiana. Eso y, por supuesto, que la regularidad de esos sujetos sea plasmada de forma convincente.
El relato que da cuenta de la vida cotidiana, entonces, se forma a partir de fragmentos. De porciones. De pequeñas partes de la vida diaria de los sujetos -las partes que, desde la perspectiva del estudioso, merecen la pena ser contadas-. Las herramientas de que dispone el narrador lo habilitan para que, sin dejar de relatar fragmentariamente lo que sucede en la existencia de los personajes de los que se habla, cree al mismo tiempo una sensación de continuidad, de permanencia, de repetición. Si juega sus piezas correctamente, su texto podrá asumirse como lo que intenta ser, como una historia de la cotidianidad; o sea, como una historia que, sin relatar todo lo que sucede siempre, construya una explicación que pueda ser leída en esos mismos términos. Si todo mundo tiene una vida cotidiana, será fácil que todo mundo -o, al menos, todo el que se interese por la vida cotidiana en una perspectiva histórica- comprenda de qué va la cosa cuando le hablan de la vida cotidiana.37 El lector, a partir de los rasgos que consiga inteligir -rasgos insertos en el texto, rasgos puestos a propósito por quien lo ha escrito, rasgos codificados que el eventual receptor descifrará para crear un efecto de lectura determinado-38, podrá poner la etiqueta adecuada al escrito con el que se enfrenta. Sabrá, entonces, que no es un estudio de historia económica -aunque pueda incorporar explicaciones económicas-; tampoco se trata de un análisis de fenómenos políticos -aunque, tal vez, aborde de alguna manera lo político-. Será un estudio sobre la vida cotidiana. Lo que esos sujetos son, tomando prestada la expresión de Edmundo O’Gorman, al «ir siendo». Ya ha quedado claro que no es imprescindible que el texto intente hablar del día a día: de lo que se trata es de desnaturalizar ese día a día y construir un discurso que aparente eso mismo, el tránsito del día a día. Ahí será donde entre la ilusión de la repetición, de los días iguales vividos por un conjunto de individuos a los que se asume como participantes de esa cotidianidad en distintos niveles y bajo distintas circunstancias.
De nueva cuenta aparece la pregunta cardinal de este apartado: ¿qué es lo normal que se dedica a historiar quien construye relatos sobre la vida cotidiana acaecida en tiempos pretéritos? El análisis del término da pie para comenzar a librar el escollo:39 lo normal es lo que sucede como parte de una norma o una regla, o, también, lo que es habitual y ordinario. Es, asimismo, lo que puede existir, en contraposición a lo que debe ser excluido o eliminado.40 Lo normal apela a lo que se hace, se piensa o se siente regularmente o como parte de un hábito. Dentro de un universo determinado de individuos, lo normal es perceptible como tal en virtud de que, ya sea a simple vista, o ya sea de la mano de algún tipo de estadística, muestra cierta prevalencia. De otro modo, sería excepcional. Incluso anormal.41
Presentar lo normal de este modo sirve para afirmar, un poco temerariamente, que toda historia puede ser una historia de lo cotidiano. Una historia política, militar o económica puede, sin muchos problemas, concebirse como una historia de lo cotidiano en la medida en que las preguntas que guían sus afanes tienen que ver con una determinada normalidad, sin importar si ésta se refiere a la de los monarcas franceses del siglo xiii, las víctimas de la crisis de 1930 en Idaho o los diplomáticos europeos involucrados en la revuelta de los boxers. En cada uno de estos casos, la tarea del historiador tiene que ver con explicar un conjunto de acontecimientos -un «proceso», armado de forma que convenga a sus intereses y se adapte a las evidencias de las que disponga-42, normales para quienes intervenían en ellos o, por el contrario, contrapuestos a esa misma normalidad. Explicar la política de Luis XIV de Francia es hablar de las disposiciones que, regularmente, emitía el monarca francés para consolidar su poderío dentro y fuera de las fronteras de su reino. Contar la crisis habida en Alemania en la década de 1920 implicará hablar de una serie de fenómenos económicos que rompieron con lo que era usual para las personas e instauraron una serie de formas de vida que, con el tiempo, terminaron por ser consideradas también como usuales. Lo normal, lo habitual y lo regular están presentes en cada una de estas formas de contar la historia, sin que ninguna de ellas sea susceptible de etiquetarse como «historia de la vida cotidiana». ¿Qué será, entonces, lo que hace de la historia de la vida cotidiana algo distinto? ¿Cuál es su condición de posibilidad? El enfoque que asume. Las marcas que el autor inscribe en su texto para indicar que ahí se habla de algo que responde al apelativo de «vida cotidiana» o «cotidianidad». Dicho de otro modo, el énfasis que pone el estudioso del pasado en determinados aspectos de los fenómenos que examina. El acto de mencionar, como punto de partida, que su tarea está centrada en la exposición, y la posterior explicación, de lo que sucede en el tránsito diario de un número determinado de sujetos por el mundo. Posteriormente, la manera en la que ajusta las preguntas que rigen su quehacer a eso mismo, a la presentación de lo que, desde su perspectiva, servirá para poner, ante los ojos de su lector, ese día a día, esa normalidad, ese fragmento de la existencia individual o colectiva que pueda ser tomado, sin mayores reticencias, como «la vida cotidiana», y que por igual puede apelar a la alimentación, al trabajo, al consumo, a las relaciones interpersonales o a las diversiones. Por último, los recursos que emplea para establecer los límites asumidos por esa normalidad -espaciales, temporales, sociales- y el modo en el que instituye distintos tipos de relaciones entre ésta y las anomalías que permiten corroborar su funcionamiento.
A pesar de lo mencionado, la vida de una persona involucra tal número de componentes, situados en esferas analíticas por demás distintas, que resulta inviable pretender que la misma en su conjunto sea el objeto de estudio de lo que, casi paradójicamente, se denomina como «historia de la vida cotidiana». ¿Por qué paradójicamente? Porque, de nueva cuenta, el análisis de aquello a lo que refiere el término resulta imposible. La vida, como tal, no es susceptible de relatarse. Existe en el plano de la realidad sensible y, de ahí, es trasladada al lenguaje, donde queda reducida a una serie de instancias que dan cuenta de ella desde la perspectiva que asuman los distintos especialistas dedicados a su estudio, sin importar si se trata de médicos, urbanistas o historiadores.43 En el caso de estos últimos, las formas en las que se aproximan a la vida son, como se ha mencionado, fragmentarias. Incompletas. En general, los historiadores proceden a partir de la realización de cortes -tanto verticales como horizontales- amplios en la realidad instrumental, a fin de dar linealidad a sus argumentaciones. Así hará quien se dedique a la historia de lo cotidiano: deberá deshilvanar, deshilachar la gruesa soga que constituye la existencia de los sujetos y enhebrar, en la aguja particular con la que tejerá su relato, los hilos que le permitan bordar el paisaje de su elección.
La delimitación de los hilos narrativos que serán empleados en la confección de una historia de la regularidad resulta de suma trascendencia para el óptimo desarrollo de la misma. De esta manera, para responder a la pregunta «¿cómo vive ordinariamente un sujeto en tal o cual espacio y tiempo?», resulta fundamental, por contradictorio que parezca, descomponer a la vida misma a fin de brindar linealidad y orden -un orden que no es el suyo y que, por tanto, no es natural- a lo que es simultáneo y caótico; a lo que es perfectamente comprensible al interior de la cotidianidad misma, pero que requiere de un instante de reflexión para ser puesto en claro por parte del individuo: ¿qué sucede, en un momento determinado, en relación con la existencia de un sujeto en concreto? Sin duda, respira, y puede reflexionar sobre tal respiración al tiempo que su organismo ejecuta las funciones que le permiten darse cuenta de ello. No obstante, aunque fisiológicamente su vida quede contenida en el espacio que ocupa su cuerpo, esto no suele ser objeto per se de indagación histórica alguna. Además, el cuerpo, junto con las funciones que realiza, no son independientes de los procesos que se desarrollan en su exterior, tanto mediato como inmediato, y que sí son objeto de distintas clases de indagaciones históricas. Así, mientras respira y digiere lo que ha deglutido a lo largo del día, el sujeto puede hacer uso de algún instrumento eléctrico, lo que le pone en contacto con el fluido que corre por los cables y, al mismo tiempo, le sitúa en una posición específica frente a los avances de la tecnología y su papel como facilitadora de la vida moderna. De igual suerte, se encuentra vestido de un modo concreto, labora de un modo concreto, se desplaza de un sitio a otro de formas más o menos bien establecidas y sostiene una serie de relaciones sociales también concretas, todo lo cual se liga a su vez con una inmensa red de elementos culturales, económicos, religiosos o incluso ambientales, cuya relación detallada escapa a los límites de cualquier estudio historiográfico, por exhaustivo que éste pretenda ser.44 Sin embargo, están ahí, forman parte de la vida del sujeto y resultan más o menos perceptibles de acuerdo con su propia naturaleza y su posibilidad de constituirse en fragmentos válidos de una narración histórica.45
La vida como tal no es, entonces, el objeto de estudio de la historia de la vida cotidiana. Si existiera, por ventura, la posibilidad de renombrar a este segmento de la producción historiográfica, bien podría denominarse «historia de algunos aspectos de la vida cotidiana», «historia del día a día, entendido de forma fragmentaria y convencional» o, aunque suene peor, «historia de los discursos generados a partir de las representaciones de los componentes de la vida cotidiana». Todo un engorro, sin lugar a dudas, pero más preciso en cuanto a la delimitación de aquello a lo que se aboca: no a examinar la vida en tanto materia biológica sino, acaso, a efectuar calas de corte arqueológico en la existencia de los sujetos a fin de catalogar lo que coexiste en un momento dado, lo que le da forma y sentido a sus vidas, lo que posibilita la realización de ciertas acciones e inhibe que otras tengan lugar. Relatos que retiran todo elemento que no les parezca oportuno integrar -el vestido si se habla de enfermedades, o los hábitos alimenticios si el problema de fondo es el vestido- sin que ello sea obstáculo para presentarse, de forma coherente, como historias del modo en que se vive o, para decirlo mejor, de alguna de las múltiples formas en las que una serie de sujetos, asidos a un contexto - cuanto más delimitado se halle éste en tiempo y espacio, mejores serán las posibilidades de historiarlo adecuadamente-, trasladan sus condiciones particulares de existencia a una serie de hábitos o costumbres.46
Los sujetos de lo cotidiano
El relato histórico sobre la vida cotidiana se conforma, vale decirlo una vez más, al exponer uno o más de los elementos que integran la normalidad de un conjunto determinado de personas en un periodo asimismo determinado, de forma tal que se construya un efecto narrativo que ponga de manifiesto la condición repetitiva de esos mismos elementos, las características de su recurrencia y el significado del que los dotan los sujetos a los que se hace referencia. Pero ¿quiénes son esos sujetos que se integran a los relatos históricos sobre la vida cotidiana? ¿Cómo se construyen, de qué forma operan, cómo se entienden y cómo se sitúan en un paradigma determinado?
Según se ha mencionado en su oportunidad, una cantidad importante de escritos en torno al tema -muchos, de corte teórico/metodológico, pero también abocados al estudio de procesos históricos concretos- asumen, de forma explícita o tácita, que los sujetos a los que deben estudiar los relatos históricos sobre la vida cotidiana son, en sentido amplio, las personas comunes, la población de a pie. Dicho coloquialmente, Juan Pueblo. Tal razonamiento, a su vez, se traduce en dos posturas metodológicas claras: una afirma que el sujeto a considerar en la historia de lo cotidiano es cualquier persona que, dada su condición subalterna, se ha visto excluida de los relatos tradicionales;47 otra indica que el sujeto cotidiano a analizar es el ser humano medio, común, normal, ajeno a cualquier posibilidad de convertirse en protagonista de los grandes acontecimientos, pero que tampoco se ubica en las márgenes de lo social.48
¿Adónde conducen estos planteamientos? En mi opinión, a un callejón sin salida. Un callejón que aparece al reducir las posibilidades que posee el estudio de la cotidianidad y limitarlo al sitio donde se encuentran los desplazados, los subversivos, los marginados y los oprimidos, o, por el contrario, a uno donde habitan las personas normales… quienesquiera que éstas sean. Incluso cabría pensar si, en el primero de los casos, la comprensión del sujeto no terminaría por subsumirlo en categorías abstractas como clase o masa, posiblemente útiles para llevar a cabo un determinado tipo de análisis, pero cuyo carácter generalizador las torna inexactas y ambiguas al momento de pensar la cotidianidad. Por su parte, la gran dificultad del segundo caso estriba en definir al pueblo llano, a las personas comunes, a los sujetos ajenos a las esferas en las que se enuncian discursos trascendentes, como «personas normales», lo que en automático haría de las otras -los próceres, por ejemplo, pero también las celebridades de cualquier tipo- «personas anormales». Luego de la explicación proporcionada en el anterior segmento del presente artículo, una categorización como ésta resulta insostenible. Más aún, resulta inviable como medio para anclar cualquier explicación sobre lo cotidiano.
¿Entonces? ¿El sujeto de la historia de la vida cotidiana es el marginado? ¿O es acaso la persona promedio a la que se denomina «normal»? Ambos lo son. El sujeto que es susceptible de hacerse presente en la historia de la regularidad -o sea, el sujeto que «tiene» una vida cotidiana que, a su vez, es historiable- es tanto el marginado como el «normal». Y, al impugnar las formulaciones que, acerca del sujeto cotidiano, se presentan en la historiografía sobre el particular, lo que trato de poner sobre la mesa de discusiones es algo simple y evidente: el sujeto cotidiano no preexiste al relato en el que se dará cuenta de su tránsito por el mundo. Dicho de otro modo, resulta un error asumir que hay una serie de sujetos que son los protagonistas «naturales» de las historias de la vida cotidiana en virtud del nicho social que ocuparon -o que les fue asignado-, de los mecanismos de opresión de que fueron objeto o de su incapacidad para acceder a la enunciación de discursos que trascendieran sus órbitas específicas de acción. Partir de un enunciado como «la historia de lo cotidiano la realizan los seres humanos comunes y corrientes» equivale a decir que los otros, los que habrían tenido algún tipo de trascendencia en su contexto por los motivos que se desee, carecerían de toda posibilidad de integrarse a una historia de lo habitual, lo que, en último de los casos, sería igual a asumir que su vida no fue cotidiana, sino excepcional en todo sentido, o ajena a las dinámicas de ritualización que caracterizan la vida de cualquier sujeto común. De igual suerte, afirmar que las historias de la vida cotidiana sólo deben concentrarse en los sujetos subversivos, marginados, excluidos o relegados, dejaría fuera, de manera automática, a cualquiera que hubiera llevado una vida ordinaria en todo sentido, concentrada simplemente en subsistir con arreglo a las normas y las reglas vigentes en su contexto espacial, temporal y social.
Vale entonces, a partir de lo mencionado, recordar el principio expuesto líneas atrás: toda historia puede ser una historia de lo cotidiano en la medida en que las preguntas que se formulen apunten a estudiar la normalidad de un grupo dado de sujetos y no cualquier otro fenómeno de corte político, económico o social. Por tanto, cualquier persona puede convertirse en sujeto de un relato donde se aborden las pautas que habrían regido una regularidad determinada. Su regularidad. No sólo el individuo común, normal o subalterno. Cualquiera. No hay una vida más digna de contar que otra desde el punto de vista de lo cotidiano. No hay una vida que sea más representativa que otra si de lo que se trata es de entender la forma en la que conjuntos específicos de sujetos tramaban sus lazos sociales, desarrollaban distintos hábitos de consumo, entendían al mundo y actuaban en él. El estudioso, cada estudioso, define el área del pasado sobre la que decide fijar la mirada. Cada estudioso pone a prueba sus capacidades para enfrentarse a eso que entiende como «el pasado» en la elección de un determinado sujeto, una determinada época, un determinado lugar. Cada estudioso, finalmente, definirá qué es eso a lo que le llama «evidencia», cómo es que la entiende y cómo es que integra los discursos que de ella consigue extraer en la trama específica que le permitirá dar cuenta de eso que, desde su perspectiva, constituía la cotidianidad de un conjunto de sujetos distantes y ajenos.
A manera de conclusión
La vida cotidiana se establece como relato de lo que acaece en el día a día. No en la aparente -aunque imposible- repetición de acciones que lleva a cabo, un día tras otro, un grupo de sujetos en particular, sino en la continuidad que se forja por medio de la palabra. En el modo en el que la palabra da forma a la memoria y establece lo normal y lo habitual en la repetición de lo disímil. La imposibilidad de lo cotidiano como reiteración, como aparición múltiple de lo mismo, es superada en la medida en que la memoria homogeneiza las acciones y permite, a los sujetos involucrados, entender como una acción continua las distintas actividades que componen su día a día y, en tanto tal, afirmar sin demasiadas complicaciones que eso mismo es lo que constituye su vida cotidiana.
La historia de la vida cotidiana, por su parte, entiende la imposibilidad fáctica de la repetición y considera, como el centro de sus afanes, la enunciación en la que esa misma repetición queda contenida. No es el acto que tiene lugar una y otra vez su objeto de estudio, sino los enunciados que lo homogeneizan y dan cuenta de eso que, aparentemente, sucede una y otra vez, junto con las circunstancias en las que la emisión de esos enunciados es posible. Los enunciados que dan forma a lo que, para un grupo humano en particular, constituye lo normal y lo habitual. Lo que pasa siempre, en el entendido de que ese «siempre» es, ante todo, una instancia convencional.
Entender las convenciones que gobiernan el tránsito de los grupos humanos a través del tiempo y significarlas textualmente es la virtud y, al mismo tiempo, el límite de la historia de la vida cotidiana. Es una historia de lo concreto en tiempo y espacio. La cotidianidad enunciada involucra una diferencia, lo mismo frente a quien la estudia que frente a otros sujetos ubicados en distintos planos, distintos contextos, distintas situaciones. El relato del día a día que se teje debe dejar constancia de esa diferencia. Su razón de ser estará, justamente, en la relación de la especificidad. En renunciar a las grandes enunciaciones y asumirse desde una perspectiva particular: la de un observador particular que percibe un fragmento particular del mundo que habita en un instante particular. Su relato ayudará a proyectar esa particularidad hacia el pasado y la inscribirá como lo habitual, lo que sucede o, si se prefiere, lo que va sucediendo en esa acción continua de la que he hablado líneas atrás. El relato consigna el acto -o el conjunto de actos- cuya repetición instituirá la vida cotidiana. O sea, la normalidad del día a día.