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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.59 México jul./dic. 2022  Epub 27-Jul-2022

https://doi.org/10.48102/hyg.vi59.390 

Expediente

Formas de pensar la historia

Ways of Thinking about History

Pasado, presencia e historicidad. La aporía de la historiografía contemporánea

Past, Presence and Historicity. The Aporia of Contemporary Historiography

Enrique Pérez Morales* 
http://orcid.org/0000-0002-1802-687X

*Departamento de Historia Universidad Iberoamericana México. Correo: kyb1985@hotmail.com


Resumen

La manera en que se practica la historiografía en la modernidad, esto es, la historia científica, instaura una relación ambigua con el pasado. Dicha ambigüedad toma la forma de una aporía: al mismo tiempo que la historiografía moderna va construyendo una conciencia de la historicidad más acabada, también va revelando la condición histórica de todo saber, incluido el suyo. Así, mientras la historiografía científica abre el tema de la historicidad, sus aspiraciones epistemológicas, paradójicamente, la llevan a concebir al pasado como un puro campo de objetividad exterior que cuenta con una identidad estable e inmutable fuera de toda determinación sociohistórica. Dicho de otra manera, el afán por parte de la historiografía científica de buscar un fundamento que permita aprehender y conocer inequívocamente aquello que llama con avidez la “realidad histórica”, sólo puede ser posible a costa de excluir su propia historicidad.

Palabras clave: Pasado; presencia; historicidad; lenguaje; representación; sujeto; objeto; contingencia

Abstract

In the modern practice of historiography, that is, scientific history, an ambiguous relationship with the past is established. This ambiguity takes the form of an aporia: at the same time that modern historiography reveals a more sophisticated historical consciousness, it also reveals the historical condition of all knowledge, including its own. Thus, while scientific historiography opens the subject of historicity, its epistemological aspirations, paradoxically, lead it to conceive the past as a pure field of external objectivity that has itself a stable and immutable identity outside of any socio-historical determination. In other words, the desire of scientific historiography to seek a foundation that allows the unequivocal apprehension and knowledge of what it avidly calls “historical reality”, can only be possible at the cost of excluding the notion of its own historicity.

Keywords: Past; presence; historicity; language; representation; subject; object; contingency

1. Introducción

Las reflexiones del presente ensayo tienen como punto de partida la siguiente tesis: la manera en que se hace historia en la sociedad moderna, esto es, la historia como ciencia, instaura una relación ambigua con el pasado. Dicha ambigüedad toma la forma de una aporía: al mismo tiempo que la historiografía moderna va construyendo una conciencia más acabada sobre la historicidad, también va revelando la condición histórica de todo saber, incluido el suyo. El problema que se deriva de ello es el siguiente: por un lado, la historia como disciplina ha permitido que poco a poco se desarrolle una reflexión sobre la historicidad que consistirá en un darse cuenta de nuestra propia condición histórica (finita y contingente); por otro lado, las aspiraciones epistemológicas de la historiografía científica convierten al pasado en un mero objeto de representación. Esto es, al verlo simplemente como un campo de estudio, el pasado se concibe esencialmente como un tipo de res extensa cartesiana, una realidad en sí externa e independiente del sujeto cognoscente (historiador). Así, mientras la historiografía científica abre el tema de la historicidad, paradójicamente concibe al pasado como un objeto con identidad estable e inmutable fuera de toda determinación sociohistórica.

El resultado es, como ya lo expresó Michel de Certeau, que “la historiografía es una ciencia que no tiene los medios para serlo. Su discurso toma a su cargo lo que más resiste a la cientificidad (la relación social con el acontecimiento, con el pasado, con la violencia, con la muerte [y añadamos con la diferencia, con el cambio, con la contingencia]), es decir, lo que cada disciplina científica debió eliminar para constituirse. Pero en esta difícil posición, su discurso busca sostener, por la globalización textual de una síntesis narrativa, la posibilidad de una explicación científica”.1 Dicho de otra manera, el afán por parte de la historiografía científica de buscar un fundamento que permita conocer, aprehender y unificar coherentemente aquello que llama con avidez la “realidad histórica”, sólo puede ser posible a costa de excluir su propia historicidad. De esta manera, al interrumpir todo esfuerzo por pensarse históricamente, es decir, al negarse a asumir su propia historicidad, la historia como ciencia opera bajo presupuestos ahistóricos.

Dichos presupuestos ahistóricos toman la forma de una ontología sustancialista, esencialista, o mejor dicho metafísica, del pasado. Como toda disciplina cognitiva, la historia como ciencia requiere de un ente que sea constante y permanente, lo cual implica pensar en un pasado ya dado, libre del tiempo y del cambio. La historia excluye toda contingencia, pues ella pone en peligro la certeza del conocimiento. El resultado es que la propia historia, al aceptar apriorísticamente que el pasado es una realidad en sí, sostiene una determinación metafísica de su objeto de estudio. De esta manera, y parafraseando a Jacques Derrida, la historia como ciencia es una extensión de la determinación del ser como presencia: el pasado es presencia pura, presencia de la forma invariante, del aspecto determinado, de la identidad consigo, de la esencia inmutable, del origen pleno. La concepción del pasado como presencia obstaculiza la comprensión del quehacer historiográfico en su devenir histórico, esto es, en asumir y reflexionar sobre su propia historicidad. Como afirma Alfonso Mendiola, la conciencia de historicidad estriba en aprender a apropiarse de lo real desde una de sus modalidades: la contingencia.2

Sin embargo, eso no podrá ser posible mientras mantengamos una noción metafísica o esencialista del pasado. Dicho en otras palabras, mientras no nos tomemos la tarea de reflexionar sobre nuestras nociones y la ontología que las fundamentan, no podremos historizar lo que estudiamos. Como afirma Mendiola, “no hay posibilidad de hacer historia, ni como investigación empírica ni tampoco como comprensión del ser histórico, si el historiador no asume de manera seria la necesidad de revisar la ontología implícita que le permite pensar los eventos sociales”.3 Por tanto, siguiendo a Derrida, no sólo hay que preguntarse cuál es la “esencia” de la historia, sino la historia de la “esencia”, esto es, la historicidad en general.

Desde esta perspectiva, el presente trabajo tiene como fin analizar y reflexionar la manera en que la modernidad ha instituido su relación con el pasado. Se verá cómo a través de la concepción del pasado como presencia (identidad, mismisidad, unidad, coherencia), la historicidad (diferencia, contingencia, cambio, lo Otro) ha sido excluida del discurso histórico. Sin embargo, como todo retorno de lo excluido, la historicidad vuelve y se inserta en el corazón mismo de la práctica histórica. Retorna y lo presupone como el espacio general de su posibilidad. Pero, paradójicamente, el retorno de lo excluido señala también su imposibilidad: la imposibilidad de que la historia como ciencia entienda y conozca el pasado en su pureza y transparencia rigurosa.

2. La ciencia histórica: el pasado como presencia

La racionalidad científica moderna inauguró una relación con el mundo que se fijó como representación. Dicha relación surge de la distinción entre sujeto y objeto, a saber, la determinación onto-metafísica del hombre como sujeto (conciencia y pensamiento puro como presencia para sí, fuera de toda determinación socio- histórica) por un lado, y, por el otro lado, del mundo como objeto (cosa externa e independiente del sujeto que presenta propiedades sustanciales -esencia-, las cuales le confieren su propia identidad). Así, siguiendo a Martin Heidegger, la ciencia moderna surge desde el momento en que busca el ser de lo ente en su objetivación, en el momento en que concibe al ente como objeto.

La suposición es que el sujeto (conciencia, res cogitans) se sitúa ante el objeto (res extensa, realidad en sí), se vale de él y se lo representa. En la representación, dice Derrida, el sujeto se da, se procura, da sitio para él y ante él a objetos, se los envía y dispone de ellos. El “re” de la re-presentación evoca el poder del sujeto de volver a presentar una presencia, de volver-presente ¿Cuál es esta presencia que el sujeto tiene el poder de volver a mostrar? No es otra que la esencia, la sustancia, la forma, el sentido y el significado que le dan identidad, unidad y coherencia al objeto. De allí que la modernidad científica mantenga la suposición, de herencia platónico-aristotélica, sobre la existencia de una relación directa e inmediata entre el pensamiento y las cosas, la cual, a su vez, supondrá la subordinación del lenguaje al pensamiento -pues aquélla se determinará como una exteriorización o reproductor improductivo de un sentido o significado ya captado por el pensamiento-. Ahora bien, todo esto ¿cómo repercute en el surgimiento de la historia como ciencia?

Para que la historia como ciencia pudiera surgir, fue necesario que tanto el historiador como el pasado adquirieran las características onto-metafísicas del sujeto y del objeto respectivamente. Dicho en otras palabras, la condición de posibilidad de la historia como ciencia es la representación objetivante del pasado.4 Sólo a través de experimentar al pasado como algo externo e independiente a la conciencia, como una cosa con propiedades sustanciales propias que pueden ser aprehendidas y representadas por el sujeto (historiador), es que puede surgir la ciencia histórica. Como afirma Alfonso Mendiola, la historia como ciencia es producto de la racionalidad moderna, y su consolidación va dándose poco a poco de mediados del siglo XVIII a principios del XIX.5

En la trasmutación del pasado en objeto, la historia científica asegura una pretensión de verdad, ya que, al concebir al pasado como unidad autónoma que actúa por sí misma, dicho pasado será poseedor de una forma dada, una lógica interna, y un orden propio. En otras palabras, el pasado, como todo objeto, ostenta una esencia intrínseca discernible. En 1752 J. M. Chladenius definía a la historia como una “serie de eventos”, pero “la palabra serie significa aquí […] no meramente una cantidad o una multiplicidad; sino que muestra también el vínculo de los mismos y su conexión mutua”. De esta manera, “los eventos, y con ello también la historia, son cambios”, pero éstos, sin embargo, “presuponen un sujeto, una esencia o substancia permanente”.6 La suposición es que por debajo del aparente caos y contingencia de los eventos históricos, existe una coherencia y un orden que debe ser develado por el historiador (sujeto, conciencia).

Así, la historia como ciencia se somete a la Mathesis Universalis: debe averiguar los motivos ocultos que estructuran el pasado y extraer un orden interior de los sucesos contingentes. Herder, en sus Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad (1784), declaraba que, al igual que la naturaleza, en la historia también “valen las leyes naturales, las cuales están en la esencia de la cosa”.7 Como afirma Reinhart Koselleck, la historia científica concebida en la modernidad busca en el pasado aquellas estructuras formales que se sostienen a través de los acontecimientos. Para 1821 Humboldt afirmaba que “el historiador digno de tal nombre ha de exponer en cada suceso la forma de la historia en general”. Basándose en Kant y Herder, atribuye la conexión de todos los acontecimientos a unas “fuerzas que actúan y crean”, que configuran y dan al pasado la forma que tiene. Por ello, dice Humboldt, lo importante no es solamente “aportar la forma” que ordenan “los sucesos laberínticamente entrelazados de la historia universal”, sino “extraer esta forma de los sucesos mismos”.8

Lo decisivo aquí es que, como afirma Koselleck, la historia que ya ha trascurrido, la res gestae, es como tal un campo de objetividad, es decir, un campo de objetos fijos y definitivos, poseedor de una forma y una esencia ya dada (un pasado como realidad en sí) ajena al sujeto, el cual no hace sino “arrojar miradas” para aprehenderlo. De esta manera, la historia como ciencia es una extensión de la determinación del ser como presencia: el pasado es presencia pura, presencia de la forma invariante, del aspecto determinado, de la identidad consigo, de la esencia inmutable, del origen pleno. La implicación de todo esto es que, si el pasado tiene intrínsecamente una forma, una esencia ya determinada, entonces es susceptible de aprehenderse y representarse. Dicho en otras palabras, el historiador (sujeto o res cogitans) tiene el poder de volver a presentar o hacer venir el pasado (objeto o res extensa), es decir, volver a presentar la presencia (el ser o la esencia) del pasado. Este a priori será el fundamento de la verdad y la certidumbre del conocimiento histórico moderno.

Dotado el pasado de ese valor onto-metafísico, la tarea del historiador quedó definitivamente asentada, a saber, “narrar los ‘hechos’ como realmente ocurrieron”. En 1742 el escritor alemán Johann Christoph Gottsched dejó clara esta intención al afirmar que “Decir la verdad desnuda es narrar sin afeites de ninguna clase los eventos que han ocurrido”.9 En su Diccionario filosófico (1764), Voltaire declaró que “la historia es el relato de hechos aceptados como verdaderos, al contrario de la fábula, que es relato de hechos falsos.”10 Ya que el pasado se concibe como puro campo de objetividad, fue legítimo concluir que la ciencia de la historia estudia “hechos” pasados que pueden ser constatados empíricamente, es decir, “hechos” que le son dados en cuanto tales al historiador.11 Así, en 1824 Leopold von Ranke afirmó que el historiador debía investigar “wie es eigentlich gewesen”. Según el historiador alemán, el análisis histórico debía basarse en documentos originales y sólo ellos debían guiarlo. El papel del historiador no es “juzgar el pasado, no es instruir a los contemporáneos con los ojos puestos en el futuro, sino simplemente mostrar cómo fueron las cosas en realidad”.12

De esta manera, al determinar el pasado como presencia, la historia científica dio por sentado ese estatus ontológico y epistemológico, desplazando con ello la reflexión sobre cómo es posible el conocimiento del pasado, a la reflexión sobre los procedimientos, técnicas y comprobación de dicho conocimiento. Siguiendo a Alfonso Mendiola, se parte de que la ciencia, cualquiera que ella sea, es El conocimiento, por lo cual se anula la crítica a la racionalidad científica. Para el siglo XIX el conocimiento que produce la ciencia se considera como la única realidad, por lo que la preocupación se centra en los fundamentos puramente metodológicos del conocimiento.13 Como afirma Hayden White:

En el siglo XIX un nuevo ‘conocimiento histórico’, recientemente disciplinado y producido de manera profesional, había sido utilizado para desmitificar el antiguo orden feudal sacerdotal, aristocrático y monárquico […] Contra este mundo ficcional o fantástico, la historia instauró la verdad de la realidad, el pasado que uno puede conocer con certeza porque ya quedó definitivamente ‘fuera de circulación’, porque ya no va a cambiar y por lo tanto puede ser objeto de una determinación puramente ‘factual’ […] Desde mediados del siglo XIX en adelante, los estudios históricos tuvieron la misión de estudiar sólo lo que había sucedido, lo que ya estaba terminado y acabado y no podía deshacerse, lo que se encontraba en una tranquilizadora fijeza en el pasado más allá del horizonte de la percepción y que podía ser conocido con certeza porque ya no podía dejar de ser lo que había sido.14

En la ciencia histórica el método tiene como meta, declara Heidegger, “representar aquello que es constante y convertir el pasado en un objeto”. Es precisamente porque la historia como ciencia, en tanto que investigación, proyecta y objetiva el pasado (en el sentido de un conjunto de efectos visibles y explicables) por lo que exige como instrumento de objetivación la crítica de fuentes.15 La suposición es que los documentos son una ventana o reflejo transparente del pasado, los cuales se ofrecen de manera neutra a una conciencia presente para su desciframiento. De esta manera, dice Fernando Betancourt, se parte de considerar a la fuente histórica como simple medio de documentación porque sólo se evalúa su cualidad descriptiva, como si los enunciados de los que está compuesto (el pasado) fueran susceptibles de una traducción limpia a un sustrato propiamente “empírico” (el presente).16 El resultado es una búsqueda incesante de datos internos y referentes externos que se piensan aproblemática e inequívocamente ligados.17

Esas consideraciones sólo son posibles a condición de presuponer que el pasado es una realidad en sí ya formada, ya dada por sí misma antes de toda actividad del sujeto. Su condición de posibilidad sería la concepción del pasado como un objeto con propiedades sustanciales “visibles”, “medibles” y “pesables”, las cuales pueden ser aprehendidas, explicadas, o mejor, representadas por el historiador. El pasado es presencia en la medida que exhibe esas propiedades como su esencia, su forma o aspecto determinado, lo cual le proporciona una identidad propia. El pasado, pues, presenta una sustancialidad dada e inmutable, completa en sí misma y plena en su significado. Esa sustancialidad propia será el fundamento de todo conocimiento científico, verdadero y objetivo del pasado. Precisamente por ello, la conciencia (el historiador), fuera del campo del objeto (el pasado), puede aprehender la esencia de manera unívoca. Así, la creencia en la presencia de esta tranquilizadora fijeza del pasado es el centro que detiene toda arbitrariedad, toda contingencia y todo abuso en la representación. De esta manera, el historiador tiene la tarea de “desocultar”, hacer visible aquello que siempre ha estado allí, aquella fijeza que se encuentra invariablemente presente. Su objetivo, entonces, es volver a presentar la presencia del pasado, develar su significado oculto pero pleno. Y cuanto más se ajuste o corresponda a su aspecto, a su forma, a su identidad, a su esencia, más certera, más verdadera, más real, será su representación.

Como toda disciplina cognitiva, la historia como ciencia requiere de un objeto que sea constante y permanente, lo cual implica pensar en un pasado ya dado, libre del tiempo y del cambio. La historia excluye toda contingencia pues ella pone en peligro la certeza del conocimiento. El resultado es que la propia historia, al aceptar apriorísticamente que el pasado es una realidad en sí, sostiene una determinación metafísica de su campo de estudio. ¿Acaso no nos encontramos frente al telos de la tradición del pensamiento occidental que, desde Platón en adelante, busca una norma ideal por la cual regirse, un fundamento dispensador de sentido y verdad que permita conocer, aprehender y unificar coherentemente la realidad? ¿No se repite en la historiografía científica el deseo exigente, poderoso, sistemático e irreprimible de una presencia plena y de un significado trascendental que funja como la base para decidir la verdad o la falsedad del discurso? ¿No es el deseo de univocidad y certeza guiado por la creencia en el vínculo natural e inmediato entre la idea y el mundo, el sujeto y el objeto, las palabras y las cosas, el significado y el referente, el gesto metafísico (moderno) por excelencia?

3. La aporía de la historiografía contemporánea: pensamiento, lenguaje y realidad

Al transformarse la historia en ciencia, el debate se centró ya no en la cuestión sobre la posibilidad o imposibilidad de conocer el pasado, sino en la creación de principios que proporcionasen a la historia científica un armazón para la aprehensión racional, objetiva y verdadera del pasado. En esta línea durante el siglo XX la corriente anglosajona (la cual Frank Ankersmit llama “filosofía de la historia epistemológica”18), una derivación de la filosofía analítica heredera del empirismo lógico inglés, centró su atención en la naturaleza de la explicación histórica, en el estatus objetivo de los juicios emitidos por los historiadores, y en los criterios de verdad que le pueden ser aplicados. Así, la discusión sobre el conocimiento histórico quedó reducida sólo a la aplicabilidad de un esquema lógico de las proporciones historiadoras y al proceso deductivo que seguían.19 De la filosofía de la historia epistemológica se desprendió lo que F. Olafson llamó hermenéutica analítica, cuyo exponente principal fue R. G. Collingwood.20

La teoría de la historia de Collingwood, a grandes rasgos21, se centró en explicar la acción humana partiendo del supuesto de que dichas acciones pasadas pueden alcanzar una explicación (representación) científica racional, objetiva y verdadera aclarando las intenciones de los sujetos. Así, la hermenéutica analítica sostenía que la historia está interesada en el pensamiento y las experiencias humanas, y que por ello la comprensión histórica tiene un carácter inmediato y único. La suposición aquí es que, precisamente por ese carácter inmediato, el historiador puede penetrar hasta la naturaleza interior de los acontecimientos que estudia. La historia es inteligible de ese modo, piensa Collingwood, porque es una manifestación anímica, una relación directa entre el pensamiento pasado y el pensamiento presente, una suerte de trascendentalismo histórico. La historia, por tanto, es pensamiento, la historia del pensamiento.22

Con anterioridad a Collingwood, Whilhelm Dilthey afirmó que el centro de la tarea del historiador es “comprender” y “explicar” las acciones humanas. Según él, todas nuestras experiencias mentales son internas, pero tienden a asumir una expresión externa que es susceptible de aprehenderse. El pensamiento se externaliza por medio de palabras habladas, escritas o por otro tipo de símbolos, y es gracias a ese “sacar afuera el contenido interno” que podemos comprender y explicar las experiencias y acciones del pasado. Dicho en otras palabras, el proceso de comprender la mente de otras personas, y también parte del proceso para comprender nuestra propia mente, es un proceso de interpretación de esas expresiones.23 La representación histórica recrea los actos humanos que se expresan en conductas externas.

De esta manera, en el meollo de la hermenéutica analítica se encuentra la consideración de que, como declara Fernando Betancourt, las acciones de los hombres en el pasado se tornan inteligibles cuando el historiador tiene a la mano pruebas o descripciones de su realización y a partir de ellas se puede inferir el proceso intencional hasta el pensamiento racional que las originó.24 En consideración de Collingwood: “todo lo que se necesita es que haya pruebas de cómo se ha realizado ese pensar y que el historiador sea capaz de recrear en su propia mente el pensamiento que estudia, representándose el problema donde se originó y reconstruyendo los pasos por donde se intentó darle solución”.25 En resumen, la acción humana es materialización externa de contenidos internos racionales. La explicación histórica se articula a partir de inferencias que tienen su base en el mundo de la experiencia y son compartidas por todos, tanto por el historiador como por los sujetos históricos, por eso es posible recrearlas a pesar de que no son observables directamente.26 Collingwood señala que el historiador mira a través de los fenómenos históricos para descubrir el pensamiento que contienen:

Para el hombre de ciencia, la naturaleza es siempre y puramente un “fenómeno”, no en el sentido de que sea imperfecto en su realidad, sino en el sentido de ser un espectáculo que se presenta a su observación inteligente; mientras que los acontecimientos de la historia no son [solamente] fenómenos [como] meros espectáculos para la contemplación, cosas que el historiador mira, no los mira, sino que mira a través de ellos para discernir el pensamiento que contienen.27

Lo que me interesa señalar aquí es que la visión de la hermenéutica analítica tendrá dos consecuencias importantes. La primera es que el historiador aparece como un ego cogitante que, como diría Collingwood, “mira a través de” los fenómenos del pasado para aprehenderlos. La historia se subsume en la metafísica cartesiana: el pasado es un objeto sobre el cual recae la mirada del “yo consciente”. Ahora bien, si el pasado es inteligible y el historiador puede recrearlo, representarlo, reconstruirlo, es porque aquél presenta una forma, una unidad, una identidad consigo. Los acontecimientos pasados, en tanto que fenómenos puestos a disposición para el historiador (sujeto, conciencia), aparecen en su realidad pura: no son imperfectos en su realidad, dice Collingwood. En este sentido el pasado es un ente-presente, “está ahí” y posee una sustancialidad propia que le permite mostrarse como es: la proximidad absoluta consigo mismo de la presencia plena.28 Dicho en términos heideggerianos, cuando el historiador mira “a través de” los fenómenos pasados para discernir el pensamiento que los contiene, “permite ver el ser de lo que se muestra en su verdad”.29 La aprehensión científica del pasado tiene como condición que su objeto sea él mismo consigo mismo lo mismo.30

La segunda consecuencia es que al ver al historiador como un ego cogitante, y al pasado como un ente-presente, la tarea del primero se vio esencialmente como un proceso puramente racional-combinando para ello requerimientos empíricos con a prioris trascendentales, a saber, el pasado como un campo de fenómenos susceptibles de descripción y explicación-; en otras palabras, un proceso esencialmente perceptivo y expresivo. El acto de comprender y explicar las expresiones mentales pasadas, es el acto de percibirlas y externalizarlas. Lo que toma relevancia aquí es la cuestión acerca de los procedimientos, técnicas y enunciados que los historiadores hacen sobre su objeto de estudio, es decir, la adecuación al pensamiento lógico que las declaraciones y proporciones deberían adoptar para el conocimiento verdadero y objetivo del pasado. De este modo la hermenéutica analítica relega todos aquellos elementos lingüísticos y mentales que muestran ser subjetivos, contingentes, performativos y paradójicos, pues se consideran un obstáculo para el conocimiento científico del pasado.

Un buen ejemplo de lo anterior son las consideraciones del filósofo británico W. H. Walsh. En su Introducción a la filosofía de la historia (1961), Walsh se pregunta por la “lógica del pensamiento histórico”. Según este filósofo, la lógica del pensamiento histórico es guiada por una “filosofía crítica de la historia”, la cual se centra en la reflexión de cuatro puntos: 1.- La forma del conocimiento histórico; 2.- la verdad y el hecho en historia; 3.- La objetividad histórica; 4.- La explicación histórica. Al examinar el trabajo histórico real, dice Walsh, nos damos cuenta de que “los historiadores no se contentan con el simple descubrimiento de hechos pasados: aspiran, por lo menos, no sólo a decir qué sucedió, sino también a mostrar por qué sucedió. La historia no es precisamente un simple registro de acontecimientos pasados, sino un registro ‘significativo’, una exposición en la que los hechos están conectados entre sí”.31

El historiador, al interesarse por las acciones y experiencias de seres humanos del pasado, trata de resucitar el pensamiento que guió dichas acciones con el propósito de “construir un cuadro inteligible como un todo concreto, de suerte que se haga vivo para nosotros del mismo modo que nuestras vidas y las de nuestros contemporáneos”.32 La manera en que el historiador logra aquello es a través de un procedimiento que Walsh llama “coligación”. La coligación consiste en “buscar ciertos conceptos dominantes o ideas directivas con las que esclarecer los hechos, rastrear conexiones entre aquellas ideas y después mostrar cómo los hechos detallados se hacen inteligibles a la luz de ellas construyendo un relato ‘significativo’ de los acontecimientos”.33 Y agrega Walsh: “El hecho de que toda acción tenga un lado de pensamiento hace posible esto”. De tal manera que los hechos “están relacionados así porque la serie de acciones en cuestión forma un todo del que puede decirse con verdad no sólo que los términos posteriores están determinados por los anteriores, sino también que la determinación es recíproca”.34

Así, en la medida en que la tarea del historiador se concibe como una búsqueda de coherencias y unidades discernibles en el pasado (estructuras), como un rastreo de conexiones y relaciones entre ideas, y como un relato significativo e inteligible de los acontecimientos, es que viene implicada la reflexión sobre la “lógica del pensamiento histórico”, es decir, lo digno a evaluar serán los medios y procesos de pensamiento por los cuales el historiador llega a sus conclusiones. En palabras del filósofo británico: “la única racionalidad del proceso histórico que mi teoría supone, es una especie de racionalidad superficial: el hecho de que este, aquel y el otro acontecimiento puedan ser agrupados como partes de un movimiento general”.35

Ahora bien ¿cómo puede el historiador conocer el pasado? Si bien la historia es, dice Walsh, una forma de conocimiento con rasgos peculiares, no es tan diferente de la ciencia natural ni aun del sentido común. Como toda ciencia, la historia se halla ante cuestiones que se presentan en la teoría del conocimiento en general. Un aspecto que diferencia a la historia de las ciencias naturales es que su objeto de estudio son hechos pasados, los cuales, obviamente, ya no son accesibles a la inspección directa. Esto pone en dificultad las proposiciones y explicaciones del historiador pues ¿cómo podemos someterlas a prueba? Aunque el pasado, continúa Walsh, “no es accesible a la inspección directa, dejó amplias huellas de sí en el presente en forma de documentos, construcciones, monedas, instituciones, procedimiento, etc.”36 Y es gracias a esas huellas que el historiador puede mirar, explicar y representar los hechos. De tal modo que “todo aserto que haga el historiador debe estar apoyado en una suerte de testimonio, directo o indirecto. No se dará crédito a supuestos asertos históricos que descansen sobre cualquier otra base (por ejemplo, sobre la sola imaginación del historiador). En el mejor caso, son conjeturas inspiradas, en el peor, meras ficciones”.37 Así, “los hechos históricos tienen que ser comprobados en cada caso […] Es deber del historiador [por tanto] basar todos sus asertos sobre los testimonios disponibles”.38

El pasado, aunque ausente, tiene presencia, es un ente-presente que se manifiesta en las huellas o testimonios los cuales, en última instancia, funcionan como el centro que detiene el juego de la imaginación, de la ficción, de la contingencia y la paradoja. Como ente-presente, el pasado es una realidad en sí: [los hechos pasados] “son independientemente de quien los investiga; en cierto modo existen piense o no alguien en ellos. Son lo que describimos como ‘riguroso’, ‘tenaz’ o también ‘dado’”, afirma Walsh.39 De esta manera, el pasado se da tal y como es a través de las huellas, es decir, en tanto que su realidad específica y esencial está allí puesta y dada para el historiador. Esas consideraciones nos orientan en la línea onto-metafísica iniciada por Descartes y su distinción entre res cogitans (sujeto cognoscente) y res extensa (objeto cognoscible): el historiador se arroja a la cosa misma, a la realidad externa e independiente de él; dispone del pasado en tanto que objeto indubitable de percepción, develando, de esta manera, su esencia e identidad.

Ahora bien, una vez que se dejó sentado que el historiador puede acercarse al pasado a través de procedimientos racionales, surge la cuestión de la validez de ese conocimiento. Walsh lo plantea de la siguiente manera: “podemos creer que hay buenos testimonios [que reflejan] el pasado sin creer que todas las preposiciones acerca de él están fuera de discusión”.40 La cuestión que ahora se introduce es el problema de la verdad y la objetividad del discurso histórico: ¿en qué sentido está justificada la pretensión del historiador de reconstruir el pasado? ¿En qué medida sus juicios, sus preposiciones o sus enunciados expresan la naturaleza de la realidad pasada? ¿Cuáles son los criterios por los cuáles se validan sus explicaciones? Walsh afirma que “si la historia ha de ser considerada una ciencia en cualquier sentido de la palabra, hay que encontrar en ella alguna característica que responda [al tipo de certeza y] a la objetividad de las ciencias naturales”.41

El filósofo británico discute la cuestión de la verdad a través de los postulados de la teoría de la correspondencia, por un lado, y la teoría de la congruencia por otro. Él intentará una suerte de síntesis entre ambas, y es en este punto que su argumentación se vuelve ambigua y aporética. El desarrollo es como sigue. Los testimonios sobre los cuales trabaja el historiador, dice Walsh, hacen referencia sin duda alguna a un elemento externo, a un fundamento dado e indubitable que, por más esfuerzo de la imaginación, no depende de nosotros. Desde este punto de vista se hace indispensable hacer una distinción entre “hechos” (res factae) y “ficción” (res fictae). Es a partir de la res factae que el historiador hace sus juicios, enunciados y proposiciones para explicar el pasado. Éstos, insiste Walsh, son productos de un proceso de pensamiento que no es arbitrario: el pensamiento es guiado por nuestra experiencia del referente externo (los hechos pasados). Así, según la teoría de la correspondencia, los asertos del historiador serán verdaderos en la medida en que “abarquen”, “hagan justicia” o correspondan al hecho: “la verdad [histórica] sólo se alcanza mientras suprimo mi yo privado y dejo que mi pensamiento sea guiado por principios objetivos, universalmente válidos”.42

Sin embargo, en aquella postura aparece una dificultad que es señalada por el propio Walsh y la teoría de la congruencia: la dificultad de captar lo dado como es dado y expresarlo o externalizarlo sin ningún resto del “yo privado”. El argumento es que para conocer un hecho no basta con la sola experiencia, con sólo percibirlo, también es necesario asirlo categorial y conceptualmente, es decir, interpretarlo. En palabras de Walsh: “Las experiencias en sí mismas no pueden usarse para comprobar teorías; tienen que ser expresadas, recibir forma conceptual, ser elevadas al nivel de juicios para que puedan servir a ese propósito […] Una experiencia que no fue descrita, sino simplemente tenida, no podrá ser conocida”. 43

Y a continuación surge la paradoja. En ese proceso de expresión, de conceptualización e interpretación, la experiencia real de que partimos se modifica: “Los sentimientos exactos que experimentamos, las percepciones individuales que tenemos se transforman cuando las interpretamos. Pero si no los interpretamos no podemos usarlos para elaborar la estructura del conocimiento”.44 La conclusión que se sigue es que desde el principio el hecho está ya implicado en un proceso de interpretación, por lo que no podemos estar seguros de captarlo o aprehenderlo de manera pura. En el proceso de expresión el hecho ya contiene un resto, una impureza que impide la plena identidad entre nuestras proposiciones y los hechos, o, para decirlo en términos foucaultianos, entre las palabras y las cosas.

De esta manera el hecho deja de funcionar como base para la verdad, por lo cual la teoría de la correspondencia no puede ser sino parcial en el mejor de los casos. Así, dice Walsh, la teoría de la congruencia, en oposición a la teoría de la correspondencia, define la verdad como una relación ya no entre enunciados y hechos (palabras y cosas), sino entre enunciados y otros enunciados (palabras y palabras). Para ella un hecho no es algo que existe tenga o no tenga alguien conocimiento de él; es por el contrario, la conclusión de un proceso de pensamiento.45 Para esta teoría toda verdad es esencialmente relativa: depende, en primer lugar, de los supuestos previos y del sistema conceptual de que partimos, y en segundo lugar, del resto de nuestras creencias.46 Lo que importa ya no es la apelación al hecho, la correspondencia entre nuestras palabras y las cosas, sino la congruencia interna entre nuestros enunciados. De aquí se sigue que existe una imposibilidad de acercarnos y examinar el pasado en sí; jamás podremos comprobar nuestras representaciones comparándolas con el pasado mismo: a lo mucho podremos pretender tener un punto de contacto con los acontecimientos pasados, y quizás adivinar su verdadera forma en cierta medida, afirma Walsh. Y continúa: “La sensación, sin duda, nos da un contacto inmediato con lo real, […] nos da un acceso inmediato al pasado, pero no se sigue de ahí que captemos el pasado exactamente como fue, conociéndolo, por decirlo así, mediante una especie de intuición pura. La verdad más bien parecería ser que tenemos una base sobre la cual reconstruirlo, pero no para mirarlo cara a cara”.47

Ahora bien, aceptar plenamente la teoría de la verdad como congruencia llevaría una implicación desagradable que Walsh no está dispuesto a aceptar: el señalamiento de una falta, una ausencia, a saber, el vacío de la presencia y con ello la imposibilidad de una aprehensión natural, pura, directa e inmediata del mundo por parte de la conciencia. Cuando Walsh afirma que no es suficiente con experimentar el hecho, sino que para expresarlo es necesario interpretarlo y conceptualizarlo, desde ese momento el lenguaje interviene y se vuelve un factor activo en el proceso del conocimiento y la verdad. El lenguaje se añade al pensamiento, lo reemplaza y se insinúa en su lugar: “Los sentimientos exactos que experimentamos, las percepciones individuales que tenemos se transforman cuando las interpretamos”. Entonces, si para la aprehensión de la realidad el lenguaje tiene que añadirse al pensamiento, que supuestamente es una plenitud, una presencia para sí como conciencia que capta otra presencia originaria (el pasado), queda claro que no hay plenitud, no hay presencia viva.

Lo anterior muestra al interior del discurso de Walsh la trama de una cierta contradicción. Primero, arropándose en la teoría de la correspondencia, afirma que el pasado se presenta en las huellas y testimonios por lo que se da, a través de los hechos, tal y como es a la conciencia del historiador. Es decir, el historiador dispone del pasado en tanto que objeto indubitable de percepción, develando, de esta manera, su esencia e identidad. Pero luego dice también, con las premisas de la teoría de la congruencia, que el pasado no es aprehendido en sentido absoluto, que no podemos captarlo exactamente como fue, sino que hay algo que siempre escapa, que no se da inmediata sino mediatamente con la intervención del lenguaje. La conclusión que se sigue es que los hechos históricos, supuestas huellas de la presencia del pasado, están ya implicados en un proceso de interpretación, por lo que no podemos estar seguros de captarlos y de aprehenderlos de manera directa, clara, limpia y pura desde el principio. Al no poder captar el pasado exactamente como fue, refutando la posibilidad de una intuición pura, el pasado mismo deja de ser un objeto trascendente, es decir, presente, puesto tal y como es a la conciencia. De tal manera que si la representación del pasado ya no es resultado de una aprehensión directa del mundo (puramente mental), entonces el pasado no puede ser representado más que de manera indirecta (con intervención del lenguaje).

Cuando el pasado deja de ser, es decir, deja de concebirse como un ente-presente, se imposibilita su aparecer pleno tal y como es y, por ende, deja de funcionar como referente externo. Dicho en otras palabras, el pasado ya no es algo dado, una realidad independiente en la cual podemos basar nuestro discurso. Lo único que queda son nuestros supuestos previos, nuestro sistema conceptual, nuestras interpretaciones o, para decirlo sin rodeos, puro lenguaje. Así, la cuestión que devela Walsh (al tiempo que la oculta) es la cuestión de la contingencia y la historicidad en nuestra propia aprehensión y relación con el pasado. Sin embargo, esas consecuencias no son aceptadas por el filósofo británico porque de serlo tendrían graves secuelas para el conocimiento, la verdad y la objetividad históricas. Admitir aquello significa (y éste es el gran miedo que aparece desde Platón y Aristóteles, pasando por Descartes, Locke, Kant y más allá) deshacer la distinción entre hechos (res factae) y ficción (res fictae), entre realidad e imaginación, entre verdad e invención, entre sujeto y objeto, entre res cogitans y res extensa. Por ello Walsh replantea su postura y, al hacerlo, refunda la metafísica de la presencia: “Todo conocimiento debe empezar desde una base que se considera indiscutible, y todo conocimiento de hechos desde una base de hechos. La otra actitud, el relativismo de la teoría de la congruencia, deja en el aire toda la estructura, con el resultado de que no tenemos un criterio efectivo para distinguir entre lo real y lo imaginario. La congruencia, en resumen, no basta como interpretación de la verdad histórica: necesitamos estar seguros también del contacto con la realidad”.48

Walsh refunda la metafísica porque pensar en un “contacto con la realidad” implica pensar “lo real” como presencia. Dicho en otras palabras, toda representación implica una objetivación, y toda objetivación implica apelar a una metafísica de la presencia. Así, pensar al pasado como realidad, esto es, como presencia, significa experimentarlo como algo dado, externo e independiente a la conciencia, como una cosa con propiedades sustanciales propias que pueden ser aprehendidas y, gracias a ello, representadas por el historiador. El pasado es realidad, es presencia plena, porque se reviste de una consistencia ontológica que exhibe un aspecto dado, un significado intrínseco, una forma invariante, una unidad en su identidad. Lo anterior, que puede también llamarse esencia, es el centro que detiene toda arbitrariedad, toda incertidumbre, toda contingencia, todo relativismo y funciona como fundamento último del conocimiento, la verdad y la objetividad. Finalmente, insiste Walsh:

Aunque negamos que los historiadores sepan algunos hechos absolutamente ciertos del pasado y sostenemos con el partido de la congruencia que todos los enunciados históricos son relativos, estamos, sin embargo, de acuerdo con los partidarios de la teoría de la correspondencia en afirmar que en la historia, como en la percepción, hay el intento de caracterizar una realidad independiente. Y sostenemos que el aserto no es gratuito porque el juicio histórico, cualquiera que sea su superestructura, se basa en un tipo peculiar de experiencia, un tipo de experiencia por la que tenemos acceso al pasado, aunque no a una visión directa de él. Hay de hecho un elemento dado en el pensamiento histórico, aun cuando dicho elemento no pueda ser aislado. No podemos realizar plenamente el programa de la teoría de la correspondencia porque no podemos examinar el pasado para saber cómo fue, pero no por eso es arbitraria nuestra reconstrucción de él. El pensamiento histórico está controlado por la necesidad de hacer justicia a las pruebas, y aunque eso no está fijado en la forma que algunos parecerían hacernos creer, no es, sin embargo, cosa que inventa el historiador.49

La noción de pasado como presencia, entonces, determina ontológicamente al propio pasado como una plenitud, como un tipo de campo de hechos inmutables y dados. Esta postura metafísica ampliamente aceptada, es la condición de posibilidad de una ciencia de la historia, esto es, de la historia entendida como “la consideración pensante del pasado”50. En palabras de la historiadora mexicana Rebeca Villalobos, el pasado es “algo accesible sólo de forma indirecta, pero determinado al mismo tiempo; algo que ya no se puede cambiar”. Y continúa diciendo: “la presencia casi material del pasado es ineludible, así como su claro impacto en el mundo circundante bajo la forma de costumbres, hábitos y modos de organización social cuyo origen pertenece a otro tiempo. Así entendido, el pasado no es todavía historia, sino simple presencia, material o espiritual, que coexiste con las cosas que hacemos y el mundo que nos encontramos construyendo. Al reflexionar sobre esta presencia, el pasado se inserta en el ámbito de la historia, que es ante todo su consideración pensante”.51

Entender al pasado como presencia y origen, insisto, nos remite al campo de la metafísica. Como ya lo señaló Foucault a través de Nietzsche, la noción de origen demanda una presencia, una esencia. Significa una “sobrepujanza metafísica que retorna en la concepción según la cual al comienzo de todas las cosas se encuentra aquello que es lo más precioso y esencial”. De esta manera, la búsqueda del origen “se esfuerza por recoger allí la esencia exacta de la cosa, su más pura posibilidad, su identidad cuidadosamente replegada sobre sí misma, su forma inmóvil y anterior a todo aquello que es externo, accidental y sucesivo. Buscar un tal origen, es intentar encontrar «lo que estaba ya dado», lo «aquello mismo» de una imagen exactamente adecuada a sí; es tener por adventicias todas las peripecias que han podido tener lugar, todas las trampas y todos los disfraces. Es intentar levantar las máscaras, para desvelar finalmente una primera identidad”.52

La presencia es, así, el lugar de la verdad, el recinto invariado, unívoco e inmutable de la identidad, del sentido, de la esencia. La presencia es el punto primigenio, el centro de origen que detiene el juego de las interpretaciones y hace posible el conocimiento certero permitiendo, de esta manera, el encuentro entre el pensamiento y el mundo, entre las palabras y las cosas. Es sólo a través de determinar el pasado como presencia que se puede acceder a lo que Antonio Aguirre Rojas llama “ese nivel imprescindible de la explicación histórica, y de la genuina reconstrucción del sentido profundo que tienen los problemas históricos53. Pero si, como afirma Aguirre Rojas, “persiste el hecho innegable de que los historiadores hacemos historia con el objetivo de conocer, comprender y luego explicar la historia real […] desde una posición abiertamente racionalista, y que aspira a ser científica, […] [lo que nos proporciona herramientas] más adecuadas para captar los hechos históricos y más finas para poder encuadrarlos dentro de modelos globales que les restituyen, cada vez de manera más precisa, su verdadero sentido profundo54, es porque previamente, como un a priori, se ha fijado y determinado al historiador como sujeto o conciencia y al pasado como objeto (ente-presente) o realidad en sí externa al sujeto. Finalmente puede observarse que en la historiografía científica contemporánea hay una determinación onto-metafísica que la atraviesa de parte a parte.

Ahora bien, ¿qué oculta o descuida esta determinación onto- metafísica del pasado? ¿Cuáles han sido las consecuencias de pensar al pasado como presencia? Parafraseando a Derrida, al obedecer la intención de proteger contra el relativismo y el escepticismo a la verdad, a la identidad y al sentido (que se piensan intrínsecamente presentes en el pasado), se corre el riesgo de no atender ya a la historicidad. Se corre el riesgo de descuidar otra historia, aquella, más difícil de pensar, que reflexiona sobre la operación que hizo posible su producción.55 Al entender al pasado como presencia todo ocurre como si los criterios previos y la ontología implícita que bordea todo el quehacer historiográfico contemporáneo (cuyos fundamentos casi nunca son interrogados), no tuvieran ellos mismos una historia. Al tratar al pasado como un objeto inmóvil, una estructura en la que yace la unidad de su forma sustancial y su significación, la historicidad queda suspendida y se trata como una simple afección externa del quehacer historiográfico. Sin embargo, como se verá a continuación, la historicidad, lo que la ciencia de la historia siempre ha intentado excluir (disimulada o explícitamente), retorna y lo presupone como el espacio general de su posibilidad. Al mismo tiempo, el retorno de lo excluido señala la imposibilidad de entender y conocer al pasado como presencia, esto es, en su pureza y transparencia rigurosa.

4. La historicidad como horizonte de posibilidad de la historiografía

Si por estructura entendemos la unidad de una forma con un sentido,56 ¿no es un cierto estructuralismo el gesto más espontáneo, no sólo de la filosofía como dice Derrida,57 sino también de la historia? La historiografía científica ¿no atribuye en su análisis un privilegio casi absoluto a la búsqueda de estructuras? Ya que el pasado es presencia material o espiritual (Rebeca Villalobos), podemos aprehenderlo y encuadrarlo dentro de modelos globales que le restituyen su verdadero sentido profundo (Aguirre Rojas). Pasado y estructura, la unidad de una forma y un sentido.

Pero presuponer esta unidad y la posibilidad misma de totalizarla en alguna aprehensión ordenada ¿no significa presuponer también que la forma y el sentido del pasado son anteriores a la inscripción historiográfica? Nos encontramos aquí frente a lo que Derrida llama la “metafísica implícita de todo gesto estructuralista”: la presuposición, la apelación a esa simultaneidad teleológica entre una forma una y un sentido uno.58 Es por ello que el concepto mismo de historia reviste de un carácter metafísico que está ligado a todo un sistema de implicaciones: ontología, teleología, escatología, acumulación del sentido, un cierto tipo de tradicionalismo, un cierto concepto de continuidad, de verdad, etc.59 Como ya lo hizo notar Derrida:

[…] se podría mostrar que el concepto de episteme ha reclamado siempre el de istoria, en la medida en que la historia es siempre la unidad de un devenir, como tradición de la verdad o desarrollo de la ciencia orientado hacia la apropiación de la verdad en la presencia y en la presencia a sí. La historia se ha pensado siempre como el movimiento de una reasunción de la historia, como derivación entre dos presencias.60

En sus pretensiones de apropiarse de la verdad, la ciencia histórica asume que el pasado y el historiador son algo dado; su gesto siempre ha sido apelar a su unidad ontológica: el pasado como un objeto que se ofrece a una conciencia pura. Es por ello que, siguiendo a Derrida, la historia se ha pensado como derivación de dos presencias: por un lado, el historiador como sujeto (conciencia o pensamiento como presencia para sí), por otro lado, el pasado como objeto (presencia como realidad en sí para un sujeto). En este sentido, la historia siempre ha sido cómplice de ese estructuralismo teleológico, de esa reducción metafísica que piensa el pasado a partir de una presencia plena que la sustrae de toda paradoja, de toda contingencia, de toda contradicción, de la historicidad.

Esa complicidad se ejemplifica en la postura de Aguirre Rojas cuando denuncia energéticamente la proliferación de historiadores “posmodernos” que “intentan reducir a la historia a su sola dimensión narrativa o discursiva, evacuando por completo el referente esencial de los propios hechos históricos reales”. Lo cual ha fomentado que la atención del historiador se desplace “desde la historia real hacia los discursos sobre la historia, [por lo cual] esta postura de los malos historiadores termina por desembocar en posiciones abiertamente relativistas e incluso agnósticas”.61 Se atenta contra la verdad, la forma y el sentido puros, contra la presencia plena del pasado, desde el momento en que la atención se traslada de “lo real” a los discursos que pretenden informar sobre “lo real”, es decir, de las cosas a los lenguajes que pretenden aprehenderlas. En otras palabras, las actitudes relativistas posibilitan el desplazamiento de la pregunta por la estructura misma del pasado, hacia la pregunta por los fundamentos del pasado como estructura, es decir, por las condiciones de posibilidad de concebir al pasado como estructura.

Ahora bien, este desplazamiento que tanto preocupa a Walsh y a Aguirre Rojas (así como a muchos otros historiadores más) no es un desplazamiento entre otros. Plantear una cuestión tal es preguntar acerca de lo que precede a toda estructura. Es plantear la cuestión del suelo histórico que hace posible, en primer lugar, una reducción estructuralista del pasado.62 En resumidas cuentas, es abrir la cuestión acerca de la historicidad de toda estructura. Y es aquí donde comienza a surgir la aporía de la historiografía científica contemporánea: al historizar la estructura, la historicidad introduce la temporalidad, el juego, la diferencia, la diseminación del sentido. Separada de la inmovilidad estructurante de la determinación del pasado como presencia, la historicidad amenaza la unidad de la forma y el sentido del pasado, difiere su identidad y pospone la presencia poniendo en peligro la posibilidad de su conocimiento científico. Y es que la reflexión sobre la historicidad llevada a sus últimas consecuencias remite a la historiografía científica a una zona en la que su principio de principios (id est su principio metafísico), a saber, la presencia del pasado mismo que por medio de las “fuentes” se revela en su “como tal” a la conciencia, viene a ser puesto radicalmente en cuestión.63

De esta manera, la cuestión que se abre aquí, como afirma Ricardo Nava, “es el desdibujamiento de la oposición entre el problema de la estructura y la génesis [historicidad]”, apareciendo esta última como “el suelo histórico determinante de la primera. Es decir, que lo que se pone en juego en relación con la estructura como objetividad ideal, está en el problema de la historicidad como movimiento de una herencia cuyas reglas no son reductibles a una historia empírica como encadenamientos fácticos, pero tampoco a un enriquecimiento ideal y ahistórico.” 64 Así, es la historicidad la que al producir una abertura en la estructura, disuelve la posibilidad de una presencia plena y pone de manifiesto, a su vez, la condición contingente e histórica de todo saber, incluido el de la propia historiografía.

Este es el motivo por el cual la historiografía científica contemporánea apela a la desaparición de todas aquellas manifestaciones que impiden alcanzar la verdad, y con ello la aprehensión unívoca de aquello que llama con insistencia “realidad histórica”. Es por ello que se hace necesario dominar y someter esta historicidad salvaje que cada vez se hace más invasora; que mal encausada lleva a posturas tan aberrantes como el relativismo y el agnosticismo, como nos dice Aguirre Rojas. He aquí la paradoja: al salvar de esas “aberraciones” al conocimiento histórico, la historiografía científica excluye la historicidad. Encerrada en la trascendencia ontológica, en la inmovilidad fundadora de la presencia, la historiografía científica asume una postura ahistórica: una “apología de lo intemporal” y los “valores eternos”.65 ¿No estamos frente a un discurso que nos exige acercarnos al pasado pero sin tiempo, a estudiar la estructura pero sin historicidad, en otras palabras, a practicar una historia pero sin historia? Sin embargo, aquello que es excluido por esa postura retorna como el espacio general de su posibilidad: la historicidad es tanto la génesis como el fracaso, la condición de posibilidad así como una cierta imposibilidad, de toda estructura, de toda presencia, y por tanto, de concebir al pasado como presencia.

Para esbozar esta tensión entre la estructura y la historicidad se puede utilizar, a manera de ejemplo, la obra La función social de la historia del historiador mexicano Enrique Florescano.66 La historia, afirma el historiador mexicano, es una ciencia que busca una representación crítica del pasado y cuya función es dotar de identidad al individuo y la colectividad. Así, desde el principio de su texto, Florescano afirma que el estudio de la historia “es una indagación sobre el significado de la vida individual y colectiva de los seres humanos en el transcurso del tiempo”.67 Esta indagación, esta búsqueda del sentido, dice, nos “transporta al lugar de los orígenes”. Y al remontarnos al lugar de los orígenes, la historia forma y modela la identidad individual y colectiva.

Esta búsqueda constante del origen es la búsqueda constante de lo propio, de lo mismo y, en esa medida, la inquisición histórica nos abre al reconocimiento de lo otro, al conocimiento y comprensión de lo extraño. De esta manera, al instaurar una relación de saber entre lo propio y lo extraño, entre lo mismo y lo otro, la historia permite la apertura al reconocimiento de la diversidad: “el oficio de historiador exige una curiosidad hacia el conocimiento del otro, una disposición para el asombro, una apertura a lo diferente y una práctica de la tolerancia”.68

Para Florescano, el discurso histórico, en esta apertura a lo diferente, en este reconocimiento de la diversidad que ella misma posibilita en el momento de capturar al otro, abre “el ineludible juego entre presente, pasado y futuro, es el ámbito donde los seres humanos adquieren conciencia de la temporalidad”.69 Esta conciencia de la temporalidad significa reconocer que “La vida humana se desarrolla en el tiempo, es en el tiempo donde ocurren los acontecimientos y […] es en el transcurso del tiempo que los hombres escriben la historia”.70 Así, “la primera lección del conocimiento histórico es hacernos conscientes de nuestra historicidad”.71 Historicidad que “inexorablemente destruye todos los valores ‘eternos’ y ‘absolutos’ y demuestra la relatividad de los referentes absolutos que nos esforzamos por establecer”.72 De esta manera, “la historia muestra, con la erosión irrevocable del paso del tiempo sobre las creaciones humanas, que nada de lo que ha existido en el desarrollo social es definitivo ni puede aspirar a ser eterno”.73

Ahora bien, afirmar que tanto el hombre como su discurso están inmersos desde el principio en este ineludible juego de la historicidad, y que por tanto existe una relatividad en todo referente absoluto ¿no es reconocer que este lugar del origen (origen como el lugar absoluto de la identidad) está ya marcado por la finitud? ¿No viene a ser esto reconocer que la identidad, la unidad de la forma y el sentido, están ya cogidos por la contingencia? Si, como dice Florescano, el discurso histórico también está cogido por el juego de la historicidad, ¿no está refutando en el acto la pretensión de la historiografía de aprehender unívocamente el pasado? ¿No está sugiriendo que la identidad y el sentido están siempre diferidos, pospuestos, nunca determinados, imposibles de aprehender de manera absoluta y trascendental?

Y sin embargo Florescano sigue manteniendo una fuerte convicción en la posibilidad de una aprehensión científica del pasado. Continúa manteniendo la creencia en un discurso que represente verdaderamente el pasado. Y en aras de ese objetivo tiene que frenar el poder disruptivo de la historicidad, tiene que contener los efectos diseminadores de la temporalidad. En otras palabras, Florescano presupone la historicidad al tiempo que la silencia. Extraño trabajo, diría Michel de Certeau: parece negar, por la obra que logra, la ruptura que reveló.74 El gesto de esta negación consistirá, pues, en la reducción estructuralista de la historicidad. Dicho en otras palabras, la historicidad siempre será pensada por Florescano a partir de un orden estructural, de un centro fijo, de un punto de presencia que domine “los temores o peligros del cambio temporal” y que otorgue una certeza tranquilizadora que a su vez se sustraiga al juego de la historicidad.

La pregunta por el Lugar del origen de la identidad, ¿no es esa búsqueda por la certeza tranquilizadora? ¿No es preguntar por la esencia exacta de la cosa, su forma inmóvil y anterior a todo aquello que es contingente? La pregunta por el Lugar del origen, o del origen como lugar absoluto de la identidad (que no es otra cosa sino, precisamente, la pregunta por el centro, por el punto de presencia fijo de la forma y el sentido), ¿no presupone ya la concepción del pasado como presencia?

De esta manera, “el gesto filosófico” de Florescano no es más que el gesto de toda la historia de la filosofía occidental (es decir, de la onto-metafísica): apelar a la presencia. En efecto, el pasado es un ente-presente, “está ahí”, es una realidad en sí que existe independientemente del historiador, mantiene la unidad de su identidad y, por tanto, posee una sustancialidad propia, una esencia intrínseca que le permite mostrarse como es: la proximidad absoluta consigo mismo como presencia plena.75 Así pues, el pasado se presenta a través de las “fuentes” mostrando su como tal a la conciencia del historiador. Las “fuentes” que, como las aguas, fluyen del Lugar del origen, permiten ver el ser del pasado que se muestra en su verdad. La implicación es la misma que ya he señalado: como el pasado es una cosa, un objeto independiente del historiador, inmutable y siempre idéntico a sí mismo, puede ser aprehendido, comprendido y explicado. La aprehensión científica del pasado tiene como condición que su objeto sea él mismo consigo mismo lo mismo.

Sin embargo, en el momento de concebir al pasado como una plenitud positiva, la historicidad se vuelve impensable, indecible, imposible. Se supone entonces que el historiador (sujeto), aunque cogido en el tiempo, puede desprenderse de toda determinación sociohistórica y representar el pasado. El historiador, en aras de aprehender la especificidad esencial del pasado, suprime lo que lo hace posible: la historicidad. A su vez, el pasado mismo, aunque dentro del tiempo, tampoco es determinado por éste y su forma y sentido yace invariable, inmutable, trascendiendo el tiempo y mostrándose a través de las fuentes.76

Así, el discurso del historiador, dice Florescano “quiere sobre todo representar la realidad del pasado, y para ello comienza por seleccionar las fuentes idóneas y comprobar la veracidad de su contenido; luego, para fijar la dimensión de esos datos, está obligado a confrontarlos con su contexto espacial y temporal, y finalmente tiene que darle a todo ello un acabado, una presentación escrita”.77 Son estas tres reglas ineludibles los pilares de la representación histórica, afirma el historiador mexicano: “la forma de representación propia de los historiadores […] son reconstrucciones montadas en laboratorios mentales virtuales de los procesos que han producido cualquier estructura que tratamos de explicar”.78

La historia sería, pues, una reducción de la extrañeza, una reducción de lo otro a las categorías de lo propio, a los conceptos de lo mismo, una reducción de la heterogeneidad de lo otro a la homogeneidad estructurante de lo mismo. Sin embargo, “si se pudiese poseer, captar y conocer lo otro, no sería lo otro. Poseer, conocer, captar son sinónimos de poder. Ver y saber, tener y poder, sólo se despliegan en la identidad opresiva y luminosa de lo mismo”.79 Si la historia funda una relación de saber con lo extraño, y este saber es siempre reducción y fijación, estructuración y homogeneización, ¿cómo sostener que la historia sea, como dice Florescano “una obra de comunión y amistad con el otro”?80 Si la historia como ciencia funda una relación de saber categorizando a lo extraño como presencia plena, entonces la historia sería ceguera a lo otro y laboriosa procesión de lo mismo:

Podría preguntarse si la historia puede ser la historia, si hay historia cuando la negatividad [otredad] queda encerrada en el círculo de lo mismo, y cuando el trabajo no se tropieza verdaderamente con la alteridad, cuando se da a sí mismo su resistencia. Cabría preguntarse si la historia misma no comienza con esa relación con lo otro que Levinas sitúa más allá de la historia.81

Si esto es así, si el sujeto no puede aprehender a lo otro más que en el marco de sus propias categorías conceptuales, más que en el marco de su propio lenguaje, entonces el anacronismo, la “polución cronológica”, -ese pecado que, dice Florescano, profana al pasado y debería avergonzar al historiador- ha estado funcionando desde el principio. El anacronismo, otro nombre para referir a ese agobiante juego de la historicidad, ha estado atravesando siempre, de parte a parte, a lo mismo y a lo otro, al historiador y al pasado:

Si una de las tareas que más desvelan al historiador es la de corregir interpretaciones que distorsionan al conocimiento fidedigno de los hechos históricos, no es menos cierto que en ningún tiempo ha sido capaz de ponerle freno a las imágenes que ininterrumpidamente brotan del pasado y se instalan en el presente. Queda fuera de su alcance impedir que los diversos actores sociales inventen, imaginen y propaguen sus propias representaciones del pasado. Lo quiera o no el historiador, el pasado es un proveedor irreprimible de arquetipos que influyen en la conducta y la imaginación de las generaciones posteriores.82

¿Por qué sucede esto? ¿Por qué si en principio el pasado es una realidad en sí como presencia, identidad consigo, unidad de una forma una y un sentido uno, etc., existen muchas imágenes sobre él? ¿Por qué el discurso histórico no puede aprehender la totalidad del pasado? Como afirma Derrida, si la totalización no puede ser alcanzada no es porque la infinitud de un campo (el pasado) no pueda cubrirse por medio de una mirada finita (la del historiador), sino porque el campo mismo excluye la totalización: “este campo es, en efecto, el de un juego, es decir, de sustituciones infinitas en la clausura de un conjunto finito. Ese campo tan sólo permite sustituciones infinitas porque es finito, es decir, porque en lugar de ser un campo inagotable, en lugar de ser demasiado grande, le falta, a saber, un centro que detenga y funde el juego de las sustituciones […] La sobreabundancia de significación depende, pues, de una falta que debe ser suplida”.83

En efecto, siguiendo la argumentación de Derrida, si el historiador jamás ha sido capaz de ponerle freno a las imágenes que ininterrumpidamente brotan del pasado, si el pasado mismo es un proveedor irreprimible de arquetipos, es porque no es presencia plena, no es identidad consigo. El pasado, marcado por el vacío de la presencia, por esa falta del Lugar del origen, no reviste de una esencia que lo haga ser lo que es, provocando que el juego de las imágenes y las interpretaciones no pueda detenerse. El pasado no es una realidad en sí en el sentido de que no es una presencia plena que cuenta con una consistencia ontológica que fije su identidad y que, al mismo tiempo, funja como centro para detener el juego de las interpretaciones. Como dice Derrida, “la ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el juego de la significación”.84 ¿No es justo porque el pasado no es nada, porque reviste de ese vacío ontológico, que es capaz de llenarse de cualquier contenido simbólico?

Tensión del juego con la historia, tensión también del juego con la presencia. El juego es el rompimiento de la presencia. La presencia de un elemento es siempre una referencia significante y sustitutiva inscrita en un sistema de diferencias y el movimiento de una cadena. El juego es siempre juego de ausencia y de presencia.85

De esta manera es el juego de la historicidad el que viene a fisurar la presencia del pasado, el que, señalando la ausencia de su forma y de su sentido pleno, impide su aprehensión directa, pura y clara. Así, eso que llamamos “pasado” acabaría escindido, fisurado, agrietado, pero también constituido de parte a parte, por la historicidad. Esta imposibilidad de la presencia, esta ruptura del logos, no es el comienzo del irracionalismo tipo “todo vale”, sino la grieta que abre la palabra y hace luego posible todo logos y todo racionalismo.86 Finalmente, es en los límites de esta relación siempre diferida entre historicidad y estructura, entre el juego y la presencia, que debemos pensar el pasado y la historia, y la relación que los historiadores instauramos con ellos, con el fin de intentar pasar más allá de este sistema de oposiciones metafísicas.

Hay, pues, dos interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego. Una que pretende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al juego y al orden del signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que no está ya vuelta hacia el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá del hombre y del humanismo, dado que el nombre del hombre es el nombre de ese ser que, a través de la historia de la metafísica o de la onto-teología, es decir, el conjunto de su historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego.87

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1 Michel de Certeau, “La historia, ciencia y ficción”, en Historia y Psicoanálisis, tr. Alfonso Mendiola y Marcela Cinta (México: UIA, 2004) 21.

2 Alfonso Mendiola, “¿Es posible el diálogo entre filosofía e historia? El caso O’Gorman”, Historia y Grafía, núm. 25 (2005) 102.

3 Mendiola, "Es posible...", 91-92.

4 Alfonso Mendiola, “Una relación ambigua con el pasado: la modernidad”, en Tiempo y Escritura, UAM-Azcapotzalco, 1996; versión electrónica: http://www.azc.uam.mx/publicaciones/tye/unarelacionambiguaconelpasadomendiola.htm.

5 Mendiola, “Una relación...".

6J. M. Chladenius, Allgemeine Geschichtswissenchaft, worinnen der Grund zu einer neuen Einsicht in allen Arten der Gelehrtheit gelegt wird, Leipzig, 1752, pp. 7-11, citado en Reinhart Koselleck, historia/Historia, tr. Antonio Gómez Ramos (Madrid: Minima Trotta, 2010), 30-31.

7J. G. Herder, citado en Koselleck, historia/Historia, 63.

8W. v. Humboldt, Aufgabe des Geschichtschreibers (1821), citado en Koselleck, historia/Historia, 59.

9J. Chr. Gottsched, Versuch einer Critischen Dichtkunst, 1742, p. 354, citado en Koselleck, historia/Historia, 48.

10Citado en Enrique Florescano, La función social de la historia (México: FCE, 2012), 73.

11 Alfonso Mendiola, “Una relación ambigua con el pasado…”.

12L. v. Ranke, Gestchichten der romanischen und germanischen, citado en Robert Doran, “Prólogo. Humanismo, formalismo y el discurso de la historia”, p. 35, en Hayden White, La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, literatura y teoría, 1957-2007, tr. María Julia De Ruschi (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2011).

13 Alfonso Mendiola, “Una relación ambigua con el pasado…”.

14Hayden White, “La posmodernidad y las ansiedades textuales”, en La ficción, 520 y 534.

15Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, 68 y 69.

16 Fernando Betancourt, “Significación e historia: el problema del límite en el documento histórico”, en Estudios de historia moderna y contemporánea de México, vol. 21, doc. 265, versión electrónica en http://www.historicas.unam.mx/moderna/ehmc/ehmc21/265.html.

17 Alfonso Mendiola (comp.), Introducción al análisis de fuentes (México: UIA, 1994), 11.

18Véase Frank Ankersmit, “El dilema de la filosofía de la historia anglosajona contemporánea”, en Historia y tropología. Ascenso y caída de la metáfora, tr. Ricardo Marín, Rubio Ruiz (México: FCE, 2004), 91-150.

19 Fernando Betancourt, El retorno de la metáfora en la ciencia de la historia contemporánea. Interacción, discurso historiográfico y matriz disciplinaria (México: UNAM-IIH, 2007), 101.

20Cfr. Ankersmit, “El dilema de la filosofia...”, 105 y 106.

21Véase R. C. Collingwood, Idea de la historia, tr. Edmundo O’Gorman y Jorge Hernández Campos (México: FCE, 1952).

22 W. H. Walsh, Introducción a la filosofía de la historia, tr. Florentino M. Torner (México, Siglo XXI, 1968).

23 Walsh, Introducción..., 55.

24 Betancourt, El retorno de la metáfora…, 108.

25 Collingwood, Idea de la historia, 299, citado en Betancourt, El retorno de la metáfora…, 108.

26 Collingwood citado en Betancourt, El retorno.

27 Collingwood, Idea…, citado en Walsh, Introducción…, 53.

28 Cristian Camilo Vélez, “Derrida, conciencia de unidad y metafísica de la presencia”, en Saga. Revista de estudiantes de filosofía, versión electrónica http://www.saga.unal.edu.co/etexts/pdf/saga17/Velez.pdf.

29Heidegger, Identidad y diferencia, 63, citado en Vélez, “Derrida, conciencia...”.

30Heidegger, Identidad y diferencia, 63, citado en Vélez, “Derrida, conciencia...”.

31 Walsh, Introducción, 13.

32 Walsh, Introducción, 73-74.

33 Walsh, Introducción, 70.

34 Walsh, Introducción, 67.

35 Walsh, Introducción, 71.

36 Walsh, Introducción, 15. Las cursivas son mías.

37 Walsh, Introducción.

38 Walsh, Introducción, 16.

39 Walsh, Introducción, 86.

40 Walsh, Introducción, 98.

41 Walsh, Introducción, 115.

42 Walsh, Introducción, 93.

43 Walsh, Introducción, 88.

44 Walsh, Introducción, 89.

45 Walsh, Introducción, 90.

46 Walsh, Introducción, 101.

47 Walsh, Introducción, 101.

48 Walsh, Introducción, 102.

49 Walsh, Introducción, 106-107.

50Cfr. Rebeca Villalobos Álvarez, “La noción de operación historiográfica en la teoría de la historia contemporánea”, en Alfonso Mendiola y Luis Vergara (coords.), Cátedra Edmundo O’Gorman…, 49-78.

51Villalobos, “La noción...”, 62-63. Las cursivas son mías.

52 Michel Foucault, “Nietzsche, la genealogía, la historia”, en Foucault, Microfísica del poder, tr. Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría (Madrid: La Piqueta, 3ª edición, 1992), 9-10.

53 Carlos Antonio Aguirre Rojas, Antimanual del mal historiador. O ¿cómo hacer hoy una buena historia crítica? (México: Ed. Contrahistorias, 7ª edición, 2005), 38.

54 Aguirre Rojas, Antimanual..., 48-49. Las cursivas son mías.

55Cfr. Derrida, “Fuerza y significación”, en La escritura y la diferencia (España, Anthropos, colección Siglo Clave, 2012), 24-25.

56“Fuerza y significación”, 12.

57Derrida, “«Génesis y estructura» y la fenomenología”, en La escritura, 218.

58Derrida, “Fuerza y significación”, 39.

59 Derrida, Posiciones, 75, citado en Ricardo Nava Murcia, Deconstruir el archivo: la historia, la huella y la ceniza (México, UIA, 2015), 35.

60Derrida, “La estructura, el signo y el juego…”, 399.

61Vid supra, nota 83.

62Cfr. Derrida, “«Génesis y estructura»…”, 231-232.

63“«Génesis y estructura»…”, 225.

64 Ricardo Nava Murcia, “Deconstruir el acontecimiento: cierta posibilidad imposible desde la génesis y la estructura”, en Historia y grafía, UIA, núm. 41 (2013) 123.

65“El historiador sería un cobarde, cedería a una coartada ideológica, si para establecer la condición de su trabajo recurriera a otro mundo filosófico, a una verdad formada y recibida fuera de los caminos por los cuales, en historia, todo sistema de pensamiento se refiere a “lugares” sociales, económicos, culturales, etcétera […] Condenaría, además, las experiencias del historiador a un sonambulismo teórico. Más aún, en historia como en todo lo demás, una práctica sin teoría cae necesariamente, tarde o temprano, en el dogmatismo de ‘valores eternos’ o en la apología de un ‘intemporal’”. Michel de Certeau, La escritura de la historia, tr. Jorge López Moctezuma (México, UIA, 2° edición, 1993), 68.

66 Florescano, La función social de la historia.

67 Florescano, La función social…, 15.

68 Florescano, La función social…, 25-26.

69 Florescano, La función social…, 364. Las cursivas son mías.

70 Florescano, La función social…, nota al pie número 4.

71 Florescano, La función social…, nota al pie número 4.

72 Florescano, La función social…, 38.

73 Florescano, La función social…, 37.

74 Michel de Certeau, Historia y Psicoanálisis, 105.

75Cristian Camilo Vélez, “Derrida, conciencia de unidad y metafísica de la presencia…”.

76Habría que ser más atentos aquí a la pretensión empírica de la historia, es decir, el valor de “empirismo” con que se ostenta la historia, ya que, siguiendo a Derrida, ¿no ha sido siempre el concepto de “experiencia” determinado por la metafísica de la presencia? ¿No es siempre la experiencia encuentro de una presencia irreductible, percepción de una fenomenalidad? Cfr. Derrida, “Violencia y metafísica”.

77 Florescano, La función social de la historia, 258.

78La función social de la historia, 273.

79Derrida, “Violencia y metafísica”, 125.

80 Florescano, La función social de la historia, 25.

81Derrida, “Violencia y metafísica”, 127.

82 Florescano, La función social de la historia, 61.

83Derrida, “La estructura, el signo, el juego…”, 397-398.

84Derrida, “La estructura, el signo, el juego…”, 385.

85Derrida, “La estructura, el signo, el juego…”, 400.

86Derrida, “Violencia y metafísica”, 133.

87Derrida, “La estructura, el signo, el juego…”, 401.

Recibido: 16 de Enero de 2021; Aprobado: 11 de Mayo de 2021

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