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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.59 México jul./dic. 2022  Epub 27-Jul-2022

https://doi.org/10.48102/hyg.vi59.392 

Expediente

Formas de pensar la historia

Ways of Thinking about History

Textos, deconstrucción, espectros, hospitalidad. Apuntes sobre Jacques Derrida y la escritura de la historia1

Texts, Deconstruction, Specters, Hospitality. Notes on Jaques Derrida and the Writing of History

Pedro Espinoza Meléndez* 
http://orcid.org/0000-0001-6125-8468

*Instituto de Investigaciones Históricas. Universidad Autónoma de Baja California México. Correo: pespinoza60@uabc.edu.mx


Resumen

Este trabajo analiza cuatro problemas historiográficos que pueden vincularse con el pensamiento de Jacques Derrida: la textualidad, las implicaciones de la deconstrucción, la dimensión espectral del pasado y la ética de la hospitalidad. Me centro en ellos porque poseen vasos comunicantes con la obra de tres referencias de la historia cultural: Francois Hartog, Joan W. Scott y Michel de Certeau. También propongo que, así como la hermenéutica tiene su origen en el cristianismo, la deconstrucción tendría una afinidad con la tradición talmúdica. Estos elementos han abierto posibilidades a la disciplina histórica, llamando a atender temas como el lenguaje, la escritura, las ausencias y la alteridad.

Palabras clave: Jacques Derrida; Historiografía; Escritura; Francois Hartog; Joan W. Scott; Michel de Certeau

Abstract

My purpose with this essay is to link some approaches from Jacques Derrida with historical writing, focusing my attention in four historiographical problems: textuality, deconstruction, specters, and hospitality, which are related with three authors who have become theoretical references of cultural history: Francois Hartog, Joan W Scott, and Michel de Certeau. I also propose that, just like hermeneutics has a Christian origin, deconstruction has an affinity with the Talmudic Jewish tradition. These elements have opened possibilities for the historical discipline, calling for special attention to language, writing, absences, and otherness.

Keywords: Jacques Derrida; Historiography; Writing; Francois Hartog; Joan W. Scott, Michel de Certeau

En 2019 participé en una sesión del Seminario Institucional de Historiografía de El Colegio de México sobre el libro Haunting History de Ethan Kleinberg (2017) . Me sorprendió encontrar que la historiografía estadounidense ha vivido un malestar similar al que he notado en la academia mexicana. En ambos casos se privilegia el trabajo “empírico” sobre la reflexión teórica y epistemológica que, en las últimas décadas, ha sido vista como un embate posmoderno hacia los fundamentos de las ciencias sociales y humanas. La figura de Jacques Derrida es vista con especial recelo debido a que una de sus frases más conocidas, “nada hay fuera del texto”, y su propuesta filosófica de deconstrucción, suelen considerarse incompatibles con la historia. Kleinberg señala que la principal crítica derrideana hacia la historiografía es que ésta da por sentado el estatuto ontológico del pasado, y se mantiene apegada a una “metafísica de la presencia” y a un “realismo ontológico”. Al cuestionar la posibilidad de acceder plenamente al pasado y enfatizar que éste es, antes que otra cosa, una ausencia, Derrida alerta sobre una aporía que ha estado a la vista desde los orígenes de la disciplina en el siglo XVIII, pero que suele dejarse de lado.

Haunting History es el segundo libro que he leído y podría entrar en la categoría de “Derrida para historiadores”. El primero fue Deconstruir el archivo: la historia, la huella, la ceniza, de Ricardo Nava (2015). He tenido la oportunidad de consultar otras aproximaciones al tema, como “The impossible diagram of history: ‘History’ in Derrida’s Of Gramatology” de Andrew Dunstall (2015) , o el capítulo “History, Deconstruction and Working through the Past” en Understanding Others: Peoples, Animals, Pasts de Dominick Lacapra (2018) . Sin embargo, aunque es innegable que existen diferentes espacios para la reflexión crítica sobre la materialidad de la historia, Derrida sigue siendo una figura inquietante para el panorama global esta disciplina.

En este texto busco tejer un puente entre algunos planteamientos derrideanos y la historiografía, tomando como base cuatro problemas de carácter epistemológico y ético que fueron centrales en las críticas que Derrida lanzó hacia la tradición filosófica occidental, y que tienen consecuencias para la escritura de la historia: la textualidad, la deconstrucción, la dimensión especral del pasado y la ética de la hospitalidad. Busco mostrar que estos problemas no han pasado desapercibidos para la historia, sino que han sido centrales para autores que se han convertido en referentes de la historia cultural y la reflexión historiográfica.2 Me centraré en Francois Hartog, Joan W. Scott y Michel de Certeau, no porque puedan ser agrupados dentro de una misma tradición, sino porque sus reflexiones sobre la alteridad, la historia de las mujeres y el género, y la escritura de la historia, poseen vasos comunicantes con los problemas apuntados por Derrida. Por otro lado, la deconstrucción ofrece una forma de lectura diferente a la hermenéutica, alrededor de la cual se ha articulado la epistemología de la historia, y es posible clarificar algunas diferencias entre ambas interrogándonos por el sustrato teológico subyacente. Si, como muestra Kleinberg, la historia es heredera de la hermenéutica protestante, la deconstrucción tendría afinidades con la tradición talmúdica del judaísmo.

Este artículo consta de cuatro apartados relativos a los problemas señalados. Primero propongo que la premisa “nada hay fuera del texto” ha tenido cierto eco en la historiografía, tomando como ejemplo El espejo de Herodoto (1983), de Francois Hartog. Luego recupero una interrogante planteada en Haunting History: ¿Dónde podríamos encontrar una aproximación deconstructiva de la historia? Uno de los ejemplos más nítidos son las reseñas críticas que Joan Wallach Scott escribió en los años ochenta sobre La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963) de E. P. Thompson, y Languages of class, de Gareth Stedman Jones (1983). Esta discusión permite observar los desencuentros entre historia y deconstrucción. Después propongo un diálogo entre Jacques Derrida y Michel de Certeau alrededor de la espectralidad del pasado y la ética de la hospitalidad, ya que ambos llegaron a preguntarse cómo aprender a vivir con nuestros muertos y qué hacer con la tradición que heredamos de ellos. Finalmente, reflexiono sobre los orígenes cristianos de la hermenéutica y las afinidades de la deconstrucción con la tradición talmúdica.

No hay (nada) fuera del texto

Jacques Derrida (El-Biar, Argelia, 1930 - París, Francia, 2004) es una figura cardinal en la filosofía y las humanidades de los últimos años del siglo XX. Suele ser asociado con una generación postestructuralista o posmoderna, crítica de la tradición filosófica y epistemológica de Occidente.3 Como en otros casos, Derrida suele ser caracterizado a partir de algunas frases o palabras a las que se atribuye la capacidad de condensar su pensamiento. Aquí nos encontramos con la palabra deconstrucción, y la frase: “nada hay fuera del texto”.4 La expresión ha sido motivo de aversión por parte de muchos historiadores, pues la disciplina suele sostenerse en la premisa de que los textos son la vía para acceder a la exterioridad en la que fueron producidos, es decir, al pasado como realidad material.5

Considero importante comentar la frase y su relación con el pensamiento deconstructivista. El concepto de deconstrucción es un neologismo acuñado por Derrida, recuperando un planteamiento de Martin Heidegger, la “destrucción de la metafísica”. Se trata de una relectura que presta especial atención a los supuestos metafísicos que subyacen a los textos canónicos de la filosofía. En ellos es posible encontrar contradicciones y aporías irresueltas que muestran el carácter contingente y arbitrario del pensamiento occidental. Derrida llegó a señalar que este concepto también es heredero de la categoría psicoanalítica de disociación, un mecanismo que suprime aquellos elementos que resultan disruptivos con la identidad, de modo que el sujeto es capaz de vivir con profundas contradicciones sin ser consciente de ellas.6 La deconstrucción llama a prestar especial atención a las oposiciones binarias que articulan los supuestos metafísicos y a las aporías contenidas en ellas, ya que la lectura canónica de los textos evita atender las paradojas y la inestabilidad contenidas en dichas oposiciones.

“Nada hay fuera del texto” es una frase que se encuentra en De la Gramatología (1971), la obra más conocida de Derrida. Se localiza en el segundo apartado “Naturaleza, cultura, escritura”, en el capítulo “Ese peligroso suplemento”. Derrida se propone discutir con la “teoría de la escritura” que ha primado en la epistemología occidental, tomando como referencia a Jean-Jacques Rousseau y Claude Levi-Strauss para deconstruir la tríada conceptual de escritura, cultura y naturaleza. La frase se presenta de dos maneras: primero como “no-hay-fuera-del-texto”, y luego como “no hay nada fuera del texto”. Según el autor, este último remite al propósito axial de su ensayo, y la frase es referida como una consideración metodológica para leer las Confesiones de Rousseau. Leyéndose junto con el capítulo anterior, “La violencia de la letra: de Lévi-Strauss a Rousseau”, queda claro que la frase busca deconstruir las oposiciones o supuestos binarios que articulan la teoría de la escritura.

La elección no sólo se explica porque Lévi-Strauss se refiere a Rousseau como el padre de la etnología moderna. Ambos buscan una naturaleza humana primigenia en la figura del salvaje. Para el antropólogo, lejos de encarnar un estado de barbarie, los pueblos “primitivos” poseen una organización comunitaria previa a los estadios civilizatorios donde prevalece la violencia y lo que Karl Marx llamaba “la explotación del hombre por el hombre”. El paso de un estadio a otro estaría marcado por la aparición de la escritura. Esta reflexión fue verificada en su trabajo etnográfico con los nambikwara de Brasil. Levi-Strauss traza una correlación entre la armonía de los indígenas y la ausencia de escritura, y narra cómo se negó a enseñarles a escribir para no perturbar ese orden. Luego de un tiempo de vivir con ellos, el líder del grupo comenzó a imitar sus trazos sobre el papel. Según Lévi-Strauss, aunque no logró aprender la escritura en su dimensión intelectual, lo hizo en su dimensión sociológica, convirtiéndola en un instrumento para reforzar las relaciones de dominación, marcando la entrada de una forma de violencia desconocida en esa comunidad.

Derrida llegó a una conclusión distinta. No es que “la explotación del hombre por el hombre” haya irrumpido entre los nambikwara por obra de un extranjero portador de la escritura. La escritura se ancló en las estructuras de dominación preexistentes en la comunidad, que, de acuerdo con las propias descripciones etnográficas, se encontraba lejos de la total paz y armonía. La violencia que Levi-Strauss atribuye a la escritura ya estaba ahí, en una sociedad ágrafa, no porque no exista relación entre violencia y escritura, sino porque esta última debería entenderse no sólo como la existencia de signos que representan al lenguaje hablado, sino como la gramática que articula los significados desde los cuales percibimos el mundo. La lectura de Derrida deconstruye la oposición entre oralidad y escritura que atraviesa a Rousseau y a Lévi-Strauss, y que se remonta a la manera en la que, desde la antigüedad, Occidente se ha relacionado con las sociedades ágrafas. Con ello, deconstruye también la distinción entre la dicotomía de estar “afuera” y “adentro” de la escritura. Derrida acuña un tercer concepto para referirse a esta oposición: “archiescritura”, una gramática que articula tanto el lenguaje oral como las relaciones sociales.7

Esta reflexión vuelve comprensible el capítulo cuya premisa es “no hay nada fuera del texto”. Si no hay sociedades “fuera de la escritura”, ¿cómo pensar los límites, no sólo de la escritura, sino de los textos? “Un peligroso suplemento” revisa varios textos de Rousseau, especialmente las Confesiones. Rousseau caracteriza a la escritura como un suplemento del habla, de un habla ausente, nacida del acto de hacer pasar una cosa por la otra. Sin embargo, Rousseau va desde el plano de la escritura al ámbito de los afectos y las relaciones humanas. En sus Confesiones narra cómo la masturbación, su afición por frecuentar mujeres, y finalmente su enamoramiento de Teresa, eran suplementos de un afecto materno primordial que había perdido para siempre. Este carácter suplementario podría invitarnos a buscar ese referente perdido “fuera del texto” de Rousseau. Derrida responde de manera análoga a la objeción que puso antes a Lévi-Strauss:

Por eso las consideraciones metodológicas que aquí arriesgamos sobre un ejemplo son estrechamente dependientes de las proposiciones generales que hemos elaborado más arriba, en cuanto a la ausencia de un referente o significado trascendental. No hay fuera del texto. Y esto no porque la vida de Jean-Jacques no nos interese ante todo, ni la existencia de Mamá o Teresa mismas, ni porque no tengamos acceso a su existencia llamada “real” más que en el texto ni tengamos ningún medio de obrar de otro modo, ni derecho alguno de desestimar dicha limitación. Todas las razones de este tipo serían ya suficientes, por cierto, pero las hay más radicales. Lo que hemos intentado demostrar siguiendo el hilo conductor del “suplemento peligro”, es que dentro de lo que se llama la vida real de esas existencias “de carne y hueso”, más allá de lo que se cree poder circunscribir como la obra de Rousseau, y detrás de ella, nunca ha habido otra cosa que escritura; nunca ha habido otra cosa que suplementos, significaciones substitutivas que no han podido surgir dentro de una cadena de referencias diferenciales, mientras lo “real” no sobreviene, no se añade sino cobrando sentido a partir de una huella y de un reclamo de suplemento, etc. Y así hasta el infinito, pues hemos leído, en el texto, que el presente absoluto, la naturaleza, lo que nombran las palabras “madre real” etc., se han sustraído desde el comienzo, jamás han existido; que lo que abre el sentido y el lenguaje, es esa escritura como desaparición de la presencia natural.8

“No hay fuera del texto” es una consideración metodológica que advierte que buscar las conexiones entre un texto y su exterioridad no resuelve el problema del referente originario. Lo que hay en ese afuera hipotético, también está articulado como una (archi) escritura. Como vimos, la principal objeción de la historiografía a esta premisa es que suele ser entendida como la imposibilidad de “conocer el pasado”, cuando no de postular la inexistencia de una materialidad histórica que pueda ser pensada de forma exterior a los textos. Revisar el contexto de la frase de Derrida permite matizar esta interpretación. Tomar en serio esta consideración implicaría una deconstrucción de la práctica historiográfica pero no su destrucción, sino que abre posibilidades de trabajo con los materiales que llamamos “fuentes primarias”.

Un ejemplo es la aproximación que Francois Hartog propone a los textos de la antigüedad grecolatina en El espejo de Heródoto (1980). Este ejercicio es guiado por una premisa similar. En su introducción, el antropólogo convertido en historiador explicita esta opción metodológica: evitará proceder como sus colegas, contrastando la información contenida en los Nueve libros de la historia con los resultados de investigaciones arqueológicas y etnográficas sobre los pueblos iraníes del norte.

Pero, independientemente de mi propia incompetencia, e incluso del hecho de que (Georges) Dumézil recorrió ese camino, yo no lo recorreré ¿Por qué? Porque las dos lecturas, tanto la que se basa en la confrontación con los datos arqueológicos como la que recurre a textos osetas, se vuelve, por así decirlo, hacia el exterior: una y otra tratan de “salir” del texto de la Historia para evaluarlo y se colocan “del lado” de los escitas, en relación con un referente escita…

[…] Una segunda confrontación no conduce al “punto de vista” de los escitas reales sino al de los griegos en el siglo V. La posibilidad de esa confrontación se basa en la idea de que un texto no es una cosa inerte sino que se inscribe entre un narrador y un destinatario. Entre ambos existe, como condición misma de la posibilidad de comunicación, un conjunto semántico, enciclopédico y simbólico de conocimientos comunes. […] ¿Cómo confrontar el enunciado con el saber compartido? Ante todo, esta operación no requiere “salir” del texto.9

Décadas después, en su ensayo “Entre la fuente y el texto”, Hartog refrendó su apuesta metodológica a manera de pregunta:

… ¿y si hacemos como si no tuviéramos nada más que el texto en sí mismo? Nada más que el texto de Herodoto, por un tiempo, el tiempo que durara el experimento, al menos. ¿Cómo leer a Herodoto a partir de sí mismo: con el texto y sólo el texto? Lo que Foucault, en otro ámbito, había denominado tratar el documento como un monumento. O, para ser más concreto, tratar a Herodoto como si fuera Homero.10

No es mi intención evaluar las influencias derrideanas en El espejo de Herodoto. De hecho, Derrida no figura entre las citas de Hartog, quien se remite a Émile Benveniste y su lingüística de la enunciación como su referente teórico. Lo que quiero señalar es que esta obra se sostiene en una premisa metodológica análoga a la del filósofo argelino. El autor es consciente de que el problema que le interesa historiar, la representación de la alteridad, no se resuelve “saliendo” del texto. No se trata de conocer a los escitas a través de los textos de Herodoto, sino de analizar la representación de esa alteridad desde la cultura griega. A diferencia de Derrida, Hartog no discute si hay o no una exterioridad con respecto a la escritura, pero elige leer un texto “como si” nada hubiera fuera de él. Las consecuencias son diversas. Una es la deconstrucción de una oposición recurrente en la historiografía moderna: la distinción entre fuentes y textos. A su vez, ésta remite a otras oposiciones, tales como historia y literatura, o ciencia y ficción. La división tajante entre los relatos “verdaderos” y los que son meras figuraciones, que ha llevado a que historiadores, antropólogos y arqueólogos, lean a Heródoto como fuente y a Homero como texto, es una operación reciente, propia del siglo XIX y del surgimiento de una “ciencia de la historia”. Este ejercicio de deconstrucción permite preguntar: ¿Qué pasa si leemos todas nuestras “fuentes” como “textos”?

En el prefacio de la edición de 1991, Hartog planteó de manera retrospectiva un itinerario de historia intelectual que guarda importantes afinidades con la manera en que Derrida propone para leer los textos de la filosofía clásica. Más que volver a Heródoto como fuente y buscar su verdadero significado, el historiador llamó a revisar el largo historial de interpretaciones sobre los textos del padre de la historia. Lejos de ir tras un referente perdido, habría que dar cuenta de la dispersión producida por uno de los textos centrales de nuestra cultura:

Una cultura, la nuestra, se ha formado de manera tal que regresa sin cesar a los textos que ha elegido y que la han constituido, da vueltas sobre ellos, como si su lectura fuera casi una relectura. Se felicite o se queje por ello, los conserve o los rechace, diríase que está tramada con sus hilos y que en última instancia es leída por ellos. Por consiguiente, la tarea de una historia intelectual consistiría en dar a leer esos textos, reconstruir las preguntas que tratan de responder, recrear las perspectivas en las cuales se inscriben desde el primer día hasta la actualidad, reevaluar (en el caso de los más importantes) las sucesivas apuestas de las que han sido depositarios, destacar las equivocaciones que han provocado. Se trata de extender la lista de lecturas posibles. Desde luego, semejante historización no intenta modernizarlos (al otorgarles no sé qué asombrosa actualidad), sino poner de manifiesto su desactualizada actualidad: sus respuestas a preguntas que ya no formulamos o que simplemente hemos olvidado, que no son o han dejado de ser nuestras. La desviación es justamente lo que interesa porque ofrece un punto de apoyo para poner en tela de juicio nuestras certezas y, por lo tanto, volver sobre nuestras dudas. Convertida en epónimo de un género y posteriormente de una disciplina, la Historia de Heródoto ha sido uno de los textos cardinales de la cultura occidental.11

Las reflexiones sobre la textualidad de los documentos históricos han estado presentes en la historiografía mexicana desde hace algunas décadas. El tono deconstructivo fue introducido por Guy Rozat para analizar las crónicas de la conquista, y ha sido continuado, abrevando de otras tradiciones teóricas, por diferentes filósofos e historiadores, entre quienes destaco el caso de Alfonso Mendiola. Más allá de que han existido operaciones historiográficas a las que podríamos atribuir un carácter “deconstructivo”, como la de Edmundo O’Gorman,12 el caso de Rozat es significativo porque, en una entrevista de 2015, externó que su obra, más que reescribir la historia mexicana, buscaba la deconstrucción de sus relatos fundacionales.13 Una referencia a esta empresa historiográfica como deconstrucción aparece en el prólogo que Mendiola redactó para América. Imperio del demonio (1995).14

El énfasis derrideano en la textualidad no necesariamente remite a una crítica externa de la práctica histórica que ve a la deconstrucción como su enemiga, sino a un problema propio de la disciplina: analizar la validez y limitaciones del texto como fuente, del que varias tradiciones historiográficas se han hecho cargo. La deconstrucción de los límites entre el afuera y el adentro de la escritura y del texto habilita nuevas maneras de leer los textos históricos, repensando la distinción entre fuentes primarias, que hablarían del pasado “como tal” y son leídas como “fuentes”, y las secundarias, relatos escritos a posteriori, leídos como “textos”. La revisión de los pasajes de De la gramatología en donde aparece la expresión “no hay fuera del texto”, permite matizar las lecturas polémicas de los conceptos derrideanos de texto y escritura. Más que ante una afirmación de carácter ontológico que propone que todo es texto y/o escritura, nos encontramos con una consideración metodológica sobre algunas aporías contenidas en los textos que no se resuelven “saliendo” de ellos, ya que la escritura no remite sólo a la lógica que constituye el lenguaje escrito, sino a la gramática que articula las representaciones y relaciones sociales.

Historia, lenguaje y deconstrucción

Como vimos, deconstrucción es el término que más se encuentra asociado con Jacques Derrida. Aunque muchos historiadores han considerado que la deconstrucción es incompatible con su disciplina, hay quienes la han asumido como parte de su praxis. Un caso destacable es el de Dominick Lacapra, quien desde los años 80 tuvo una recepción positiva de las teorías y reflexiones postestructuralistas sobre el lenguaje. En su libro Understanding Others: Peoples, Animals, Past (2018), dedicó su primer capítulo a la relación entre historia y deconstrucción.15 Otro caso sería el de Joan W. Scott, especialista en género e historia. En Haunting History, Kleinberg propone que La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963) de Edward Palmer Thompson es un ejemplo incipiente de una aproximación deconstructiva a la historia, pues el autor pretendía recuperar aquellas experiencias que la historiografía marxista había dejado fuera. Pienso que uno de los mejores ejemplos de las implicaciones de incorporar una aproximación deconstructiva a la historia se encuentra en dos textos escritos por Scott en la segunda mitad de los 80s: las reseñas críticas que publicó sobre La formación de la clase obrera y sobre Languages of Class de Gareth Stedman Jones (1983). Ambos trabajos permiten identificar las fisuras que la deconstrucción encontró al interior de la historia social marxista. El segundo de los textos es especialmente ilustrativo, pues suscitó una discusión que muestra los desencuentros causados por la mirada deconstructivista. Elegí esta discusión porque, como Scott señaló en su réplica: “La parte esencial de mi argumentación era el género. Palmer y Stansell han preferido, sin embargo, centrarse casi exclusivamente en el lenguaje. Me resulta curioso”.16

Ambos ensayos se encuentran en el libro Gender and the Politics of History (1999), traducido al español como Género e Historia (2008), pero fueron escritos en los 80s. La reseña de Thompson se presentó como ponencia en una reunión de la American Historical Association (1983), cuando La formación de la clase obrera cumplía 20 años, y luego en un seminario del Wesleyan Humanities Institute (1986). La reseña de Languages of Class se enmarca en una discusión que tuvo lugar en 1987 en un artículo de la revista International Labor and Working-Class History: “On Language, Gender and Working Class History”. Junto con él se publicaron tres críticas hacia la reseña de Scott. Dos se titularon: “Response to Joan Scott”; los autores eran Bryan D. Palmer y Christine Stansell. Una tercera reacción fue la de Anson Rabin- bach, “Rationalism and Utopia as Languages of Nature: a Note”. En el siguiente número se publicó “A Reply to Criticism”, réplica de Scott a los tres artículos. En Gender and Politics of History la autora agradeció las observaciones recibidas de Palmer, Stansell y Rabinbach, aunque reconoció que la nueva edición tampoco terminaría por dejar satisfechas a las voces críticas sobre su trabajo. La revista Historia Social tradujo los cuatro artículos al español en 1989. Como Rabinbach comparte el sustrato teórico de Scott, me enfocaré en su discusión con Palmer y Stansell, donde es posible ubicar el desencuentro.

La reseña a Thompson busca responder una interrogante de la historia de las mujeres: “Si las mujeres trabajan y se comprometen en la política ¿cómo se puede explicar su invisibilidad, la falta de atención hacia ellas en las teorías de la formación de la clase y en el registro histórico?”17 Esto permite comprender la lectura que Scott hizo de La formación de la clase obrera. No responde a un reclamo anacrónico por no prestar atención a las mujeres, al género y al lenguaje, sino que busca encontrar las operaciones narrativas que llevan a la historiografía a incluir o excluir a determinados actores. La elección del clásico de Thompson es justificada por la posibilidad de revisar las operaciones de un texto cuyo objetivo expreso era recoger las experiencias de las clases trabajadores que el canon marxista había dejado fuera. Para Scott, la invisibilidad de las mujeres y la manera “torpe” en que son representadas por el autor se debe a que la recolección de esas otras experiencias fue también excluyente. Dejó fuera aquellas calificadas como “socialismo utópico”, que contenían tintes religiosos y estaban cargadas de reivindicaciones femeninas y feministas. Es decir, la coherencia del relato de Thompson está dada no sólo por lo que incluyó sino también por lo que excluyó. Esto no sólo es producto de la escritura del autor. También es resultado de las oposiciones binarias que organizaban la concepción de ciertos actores históricos de la política y la vida social y familiar en el horizonte temporal y cultural desde el que escribe Thompson, así como de la forma en que ha sido escrita la historia de las clases sociales. El género tenía un lugar relevante en ambos lugares de observación y enunciación. Scott centra su crítica en el segundo para mostrar que la invisibilidad de las mujeres es también reproducida por la historiografía.

“Sobre el lenguaje, el género y la historia de la clase obrera”, tenía un propósito similar: demostrar que había una relación intrínseca entre lenguaje y género, y que su análisis permite reformular el lugar otorgado al género en la historia, atendiendo a cómo la diferencia sexual había incidido en la formación de la clase obrera. Para ello llamaba a prestar atención a las teorías del lenguaje que ganaban reconocimiento: “el lenguaje se ha convertido en un nuevo objeto de escrutinio, y las palabras en una especie de dato que debe ser recopilado”.18 El potencial de esas herramientas residía en entender por lenguaje “no sólo las palabras en su uso literal, sino la creación y la comunicación de su significado en contextos concretos”.19 Su apuesta era dar cuenta del género, en tanto significados atribuidos a la diferencia sexual, prestando atención a la manera en que esos significados son construidos por y en el lenguaje.

Scott eligió revisar a Stedman Jones (1983) “no […] porque su trabajo sea malo sino por lo bueno que es”. A pesar de ello, ese libro publicado 20 años después de La formación de la clase obrera le sirve para ejemplificar la “incompleta aprehensión” de las teorías que inspiraron ese trabajo, lo cual limitaba no únicamente las posibilidades abiertas por el estudio del lenguaje, sino que “perpetuaría la posición marginal de la investigación feminista en el campo de la historia obrera”.20 Pese a prestar atención a la retórica de los grupos obreros, según Scott, el análisis de Stedman Jones sobre el movimiento cartista en Inglaterra no hizo sino invertir la relación que la historiografía marxista había establecido entre las relaciones de producción y las políticas del estado, llevando el análisis de la esfera económica a la del lenguaje político. Su principal problema es que “trata el lenguaje como un instrumento para comunicar ideas más que como un sistema de significado o un proceso de significación”,21 pasando por alto el lugar central de la diferenciación en la construcción de los significados, dejando así fuera la diferencia sexual y el género.

La desconfianza de la historia hacia enfoques postestructuralistas fue advertida por Scott en su análisis de Stedman Jones, y sus críticos terminaron dándole la razón: “la atención al “género” ha adquirido una cierta legitimidad, aunque está muy lejos de la prestigiosa posición que ha alcanzado el “lenguaje”. […] Así pues, mientras que las nociones de “lenguaje”, por ejemplo, han llevado a los historiadores a exigir un gran cambio epistemológico, el “género” no ha surtido el mismo efecto en sus concepciones de la política y la clase”.22 Así, el aspecto medular de la discusión con Palmer y Stansell no fueron los objetivos fundamentales de la autora, mujeres, género y feminismo, sino la incorporación de teorías del lenguaje a la práctica histórica. Esto puede advertirse en el texto de Bryan Palmer, que abre y cierra con una escena ficticia donde el historiador se imagina como testigo de una manifestación de trabajadores en Halifax en 1842. El autor se recrea como un personaje anónimo que se pregunta por esos acontecimientos. Sus líneas dejan ver una caricaturización del enfoque de Scott. No sería él, sino los propios actores históricos, las “mujeres de carne y hueso”, quienes desecharían esa perspectiva. El núcleo de la argumentación de Palmer se encuentra en la “primacía” que tanto Stedman Jones como Scott atribuyen al lenguaje. Resultaba más productivo volver a la teoría marxista sobre la relación entre estructuras económicas, sistemas políticos y representaciones sociales, que atender a las nuevas teorías que, según él, atribuían al lenguaje el lugar de la causalidad última de los fenómenos sociales.

Así que salgo a la calle, me mezclo con la multitud y trato de interrogar a un manifestante, quizás a una mujer. […] Pero es su lenguaje lo que yo quiero comprender, porque es imposible abstraer su “experiencia” o su “consciencia”. Estoy cautivado por el modo en que sus palabras, que son por supuesto más que meras palabras, producen y ordenan sus entremezclados conjuntos de intereses, identificaciones, agravios y aspiraciones en una sensibilidad particular. Cuando estoy a punto de entrar en esa mezcla de significados, oigo el acelerado tronar de los cascos de los caballos […]. Mientras mi mente se desplaza hasta aquel instante, logro ver, por un momento, a la mujer con la que intentaba hablar recogiendo sus faldas y, en compañía de un hombre gesticulante -quizás un marido, un hermano o un padre- emprender una apresurada retirada ¡Hoy no hay discurso! La lucha de clases ha hecho su aparición, y bastante rudamente por cierto.23

[…] no estoy convencido, después de leer a Stedman Jones, a Scott, y a un montón de textos más que presentan argumentos a favor de la consideración del lenguaje, de que hayamos avanzado teóricamente o de que tengamos un modo mejor de entender a aquellos huelguistas de Halifax y a la mujer con la que yo quería hablar.24

[…] Decir que el lenguaje importa no es decir que es lo único que importa. De hecho, ni Stedman Jones ni Scott suscribirían una afirmación de este tipo, pero se acercan peligrosamente a ella en los escritos a los que me estoy refiriendo.25

Las críticas de Stansell tienen otro tono. La historiadora dice compartir la urgencia de prestar atención al género, pero muestra desconfianza hacia las teorías postestructuralistas, propias de la filosofía y de la crítica literaria. También reclama el énfasis teórico y el abandono del trabajo empírico: “Mientras que nosotros nos dedicamos tenazmente al trueque de nuestras mercancías empíricas, los críticos literarios retozan en los campos del debate cosmopolita, lanzando por aquí y por allá cautivadores franceses, tejiendo arabescos intelectuales y convirtiendo la más ardua especulación filosófica en un grácil juego”.26 Stansell señala su diferencia con Scott. Califica su enfoque como un “idealismo formal”, para diferenciarlo del enfoque que atribuye a Michel Foucault, en el que el lenguaje sería un producto fluido de los procesos de articulación social. Según ella, Scott optó por una concepción del lenguaje como una “cosa en sí misma”, y ahí radicaba la reticencia de la historia a las implicaciones de esas teorías poco ancladas en la materialidad del pasado. Stansell advierte una aporía en la reseña de Scott. Su concepción de lenguaje se mueve en una zona de indefinición entre dos posturas, una foucaultiana, y otra que se asemeja más a una exageración del estructuralismo de Ferdinand de Saussure. El lenguaje sería:

[…] un modelo de entendimiento que evoluciona según sus propias leyes internas y que moldea la experiencia humana de acuerdo con sus demandas formales. Esta corriente es, por decirlo suavemente, feroz entre los post-estructuralistas: su feroz desprecio por todo lo que no sean “prácticas articulativas” (es decir, palabras) es una de las razones por las que los historiadores han permanecido tan ajenos a sus propuestas. Scott tiene que mediar en una difícil situación intelectual, pero al hacerlo parece prestar más atención a las sensibilidades superiores de los literatos (con su “crítica punzante” a los historiadores) que a las razones por las que nosotros, sus aburridos pero respetables colegas, nos ofendemos tanto por sus arrogantes maneras. Creo que Scott no es suficientemente consciente del rechazo de los historiadores al papel sobredeterminante que los post-estructuralistas asignan al lenguaje. En muchas de sus formulaciones “la teoría del lenguaje” es simplemente el lado banal del materialismo más crudo. El lenguaje está todavía separado de lo social, pero la causalidad ha sido invertida: ahora el lenguaje determina la forma de las relaciones sociales, y no a la inversa.27

[…] quiero insistir que ningún texto -especialmente un texto retórico, el modo de representación en el que se centra Scott- puede subsumir la experiencia social. Por el contrario, la totalidad de las prácticas sociales se puede ver, en palabras del historiador del arte TJ Clark, como aquella complejidad que desborda los límites de un discurso.28

Tanto Palmer como Stansell conciben al lenguaje como uno de los elementos que conforman la realidad social. Por tanto, asumen que es posible colocarlo en una relación de causalidad con respecto a factores como la política, la economía o las relaciones sociales. Por ello, el llamado de Scott a ubicarlo en el centro del análisis histórico es interpretado como la inversión de un orden jerárquico que lo colocaba como variable dependiente de otros ámbitos. Desde su lectura, se debe prestar atención al lenguaje porque éste permite observar la realidad que existe afuera de los documentos, mientras que las teorías postestructuralistas propondrían que el lenguaje determina la totalidad de la vida social. La respuesta de Scott reafirma una concepción del lenguaje que recuerda el “nada hay fuera del texto”:

Me parece ciertamente imposible separar los significados de las experiencias, el “lenguaje” de la “vida real”; más bien parto de que el “lenguaje” está inextricablemente unido a la vida, es parte integrante de ella. No hay experiencia social al margen de su percepción; la vida se compone de “lenguaje” en la misma medida que de trabajo o de nacimientos o “estrategias de subsistencia” o marchas políticas. Es más, el “lenguaje” no es una identidad que únicamente puede ser analizada por separado; es, por el contrario, lo que hace inteligibles los nacimientos, las estrategias de subsistencia o las marchas políticas; es lo que hace posible que las personas se comuniquen unas con otras, se distingan entre ellas, se identifiquen con unas y no con otras, formen colectividades. El “lenguaje” no sólo hace posible la práctica social, es la práctica social.29

A partir de esta noción del lenguaje como elemento constitutivo de la experiencia y de la vida social, Scott señala la imposibilidad de marcar un adentro y un afuera del mismo. Buena parte de su respuesta está dedicada a señalar las dicotomías desde las cuales sus críticos leyeron su propuesta, no sólo la de lenguaje y realidad histórica, sino también la de texto retórico y experiencia social (Stansell) o la de conceptos y prácticas (Palmer). El género entra en la discusión desde este lugar. Una de las críticas de Stansell a Scott es que el uso de esta categoría conlleva el riesgo de dejar de lado los sujetos de los que la historiografía feminista se propone dar cuenta: las mujeres. Scott insiste en los problemas de esa disociación:

En contra de Stansell yo sostendría que “la mujer, el sujeto” sólo puede ser entendido en el proceso en el que es construida o se construye a sí misma, diferencialmente, en relación con otros, particularmente con los hombres. En eso consiste el género. […] Los historiadores no pueden escribir la historia de las mujeres sin escribir la historia del género, aunque no utilicen esta palabra. Escribir la historia del género no supone dejar fuera a las mujeres; es ofrecer un marco analítico que insiste en que los significados de “hombre” y “mujer” se obtienen siempre en términos de reciprocidad.30

Scott no citó a Derrida en ninguno de los textos hasta aquí revisados, pero las operaciones con las que leyó a dos importantes referencias en la historia de la clase obrera, y con las que respondió a sus críticos, son ejemplos de una aproximación deconstructivista a la historia. En 1988, Scott publicó el artículo “Deconstructing Equality -versus-Difference: Or, the Uses of Poststructuralist Theory for Feminism”. Esta vez se propuso explícitamente deconstruir un debate feminista: el existente entre el feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia. Esa discusión tuvo repercusiones políticas y jurídicas, como ocurrió a finales de los setenta en un juicio que enfrentó la empresa Sears debido a una demanda por discriminación laboral.

La tesis de Scott es que la propia construcción de la oposición entre igualdad y diferencia no remite a un antagonismo intrínseco entre esos términos y, por lo tanto, no debería estructurar la política feminista. Las luchas históricas por la igualdad no se han propuesto eliminar las diferencias en su totalidad, sino que han estado dirigidas hacia aquéllas que se han traducido en desigualdades específicas ligadas a desventajas; la igualdad siempre se busca para quienes son diferentes y reciben menos privilegios sociales en función de esa diferencia (mujeres, esclavos, poblaciones coloniales, etc.). La antinomia de igualdad no es la diferencia sino la desigualdad, y la deconstrucción de la oposición entre igualdad y diferencia implica dar cuenta de cómo esas oposiciones binarias, aparentemente irreductibles, han operado históricamente. En esta ocasión, Scott sí hace referencia a Derrida y a su apropiación desde el feminismo:

Aunque este término se usa libremente entre los académicos -con frecuencia para referirse a un proyecto que desmantela o destruye- tiene una definición precisa en la obra de Derrida y sus seguidores. Deconstruir implica analizar las operaciones de la diferencia en los textos, y las formas en que se hace trabajar a los significados. El método consiste de dos pasos relacionados: la inversión y el desplazamiento de las oposiciones binarias. Este doble proceso revela la interdependencia de términos aparentemente dicotómicos y cómo su significado se relaciona con una historia particular. Los muestra como oposiciones no naturales sino construidas; y construidas para propósitos particulares en contextos particulares. […] La deconstrucción es, entonces, un ejercicio importante, porque nos permite ser críticos de la forma en que las ideas que queremos usar son expresadas comúnmente, y exhibidas en patrones de significado que pueden socavar los objetivos que pretendemos lograr. Un ejemplo puntual […] es el debate “igualdad versus diferencia” entre las feministas.31

La discusión que Scott sostuvo en International Labor and Working-Class History debe leerse en un contexto historiográfico más amplio. Aunque Scott abreva del enfoque deconstructivo, la crítica a las formas más tradicionales de la disciplina provino también de otras tradiciones para las que el lenguaje fue colocado en el centro de atención, tales como la filosofía analítica y los enfoques pragmáticos, impulsados desde la Escuela de Cambridge; la tradición hermenéutica de la historia conceptual alemana, y otras variantes postestructuralistas en la semántica histórica francesa.32 La obra de Scott puede entenderse dentro de un contexto de crítica al conocimiento como una categoría absoluta, promulgada no sólo por Derrida sino por diversos autores. En el caso específico del conocimiento histórico, las posibilidades de acceder plenamente a la experiencia de épocas cuyos lenguajes eran distintos a los del presente se vieron cuestionadas por dichos enfoques que tomaron distancia de los enfoques hermenéuticos más tradicionales.

En 2004 el periódico francés Le Monde publicó una entrevista inédita a Jacques Derrida que tuvo lugar en 1992. En ella, el filósofo argelino dio una respuesta a la pregunta ¿qué es la deconstrucción? Varios puntos recuerdan la manera en la que Scott respondió a las acusaciones de Palmer y Stansell en 1992. Derrida sitúa su propuesta como un distanciamiento del estructuralismo de los 60, cuando predominaban las referencias a la lingüística y a la premisa de “todo es lenguaje”.

Es por esto que siempre me he sorprendido y a la vez irritado ante la asimilación tan frecuente de la deconstrucción a -¿cómo decirlo?- un “omnilingüistismo”, a un “panlingüistismo”, un “pantextualismo”. La deconstrucción comienza por lo contrario. Yo comencé protestando contra la autoridad de la lingüística y del lenguaje y del logocentrismo. Siendo que para mí todo comenzó, y ha continuado, por una protesta contra la referencia lingüística, contra la autoridad del lenguaje, contra el “logocentrismo” -palabra que he repetido y recalcado-, ¿cómo puede ser que se acuse tan a menudo a la deconstrucción de ser un pensamiento para el que sólo hay lenguaje, texto, en un sentido estrecho, y no realidad? Es un contrasentido incorregible, aparentemente.33

Derrida señaló que no consideraba que la deconstrucción fuera un método o una disciplina en un sentido cartesiano o hegeliano, con normas y procedimientos definidos. Tampoco una empresa de demolición o destrucción, como la filosofía a martillazos propuesta por Friedrich Nietzsche. Más bien era una manera de leer, analizando las distintas estructuras y estratos sedimentados en los textos filosóficos. “Este analizar pasa por la lengua, por la cultura occidental, por el conjunto de lo que define nuestra pertenencia a esta historia de la filosofía”.34 El principal vínculo entre Derrida y la escritura de la historia se encuentra en que la deconstrucción fue pensada como una manera de (re)escribir la historia de la filosofía y del pensamiento occidental.

La hospitalidad hacia los espectros

Al observar la trayectoria intelectual de Jacques Derrida es posible notar que hacia los años noventa tuvo lugar cierto viraje. Sin abandonar la empresa deconstructiva dirigió su atención hacia temáticas más próximas a la ética y la política, prestando atención a asuntos como la amistad, la alteridad, el derecho, la justicia y la hospitalidad. Buena parte de este abordaje ocurrió en diálogo con Emmanuel Lévinas, otro filósofo de origen judío cuya obra es fundamental en las reflexiones sobre la alteridad. De esta etapa me interesa centrarme en dos problemas clave para vincular a Derrida con la escritura de la historia, los cuales son abordados en dos de sus obras más conocidas: Espectros de Marx (1993) y La hospitalidad (2000). En ellos es posible identificar una manera de concebir la escritura histórica que puede entenderse como un acto de hospitalidad hacia los espectros del pasado. Esta noción no sería del todo ajena a la historiografía, ya que posee similitudes con los planteamientos desarrollados por Michel de Certeau.

Espectros de Marx (1993) no fue pensado como libro. Fue una conferencia presentada en la Universidad de Riverside, California, en el coloquio “Whither Marxism?” (¿a dónde va el marxismo?). Es un texto denso que ha abierto múltiples posibilidades de análisis y de reflexión en lo filosófico, lo político y lo ético. Si deconstrucción es el neologismo más asociado con el “primer Derrida”, el “segundo Derrida” suele asociarse con la palabra hauntologie, traducida al inglés como hauntology, y al español como hauntología o fantología. Ésta es la manera en que Derrida propone leer a Marx, sin asumir que hay una ontología estable en el pensador decimonónico a la que es posible acceder plenamente. Por el contrario, llama a atender los elementos espectrales que, dentro y fuera de su tiempo, se resisten a ser aprehendidos desde las dicotomías de presencia y ausencia, vida y muerte, pasado y presente.35

Me limito a revisar las categorías del espectro y de lo espectral por sus implicaciones para la disciplina histórica. Lo primero que cabe señalar es la dificultad para definir ambas categorías, ya que en Espectros de Marx resultan ambivalentes. Oscilan entre la figura de un muerto reaparecido y el uso psicoanalítico del término fantasma, que más que al espíritu de un muerto, remite al ámbito de las fantasías. Si bien Derrida fue un lector asiduo de Sigmund Freud, quien es referido hacia el final del texto, su reflexión sobre los espectros se ubica no en el terreno del psicoanálisis sino de dos autores anteriores, William Shakespeare y Karl Marx. Más que proponer la fantología como una forma de lectura y escritura innovadora, se dedica a leer a Marx y a dialogar con él a partir de una figura recurrente en sus escritos.

Cuando el autor de El manifiesto del partido comunista abre su obra con la frase “Un espectro recorre Europa, el espectro del comunismo”, estaría apelando a un recurso teatral propio de Shakespeare, específicamente de Hamlet. Para Derrida, el espectro que asedia es inseparable de una frase de ese clásico de la literatura inglesa: “the time is out of joint”. El espectro y lo espectral remiten a una figura que puede dislocar el tiempo al situarse en una condición ontológica que desafía las dicotomías de presencia/ ausencia y de pasado/presente. En un principio, el espectro es un muerto (re)aparecido, cuya aparición, como el padre de Hamlet, provoca que los habitantes del presente se sientan observados y asediados por una figura del pasado que regresa del lugar de los muertos con un reclamo de justicia. Esas dos frases le permiten al autor escribir en dos registros afectados por lo espectral, el siglo de las revoluciones y el siglo XX tardío. Los espectros de Marx habitarían ambas temporalidades, pero de manera distinta.

Espectros de Marx es una reflexión sobre la herencia marxista en un mundo donde el marxismo ya no tenía lugar. La conferencia, pronunciada poco después de la caída del muro de Berlín, de la desintegración de la urss y de la proclama optimista de Francis Fukuyama sobre el Fin de la historia, parte de la pregunta que dio origen al coloquio: ¿A dónde iba el marxismo? Derrida evitó preguntarse ¿qué es el marxismo? Por el contrario, lanzó una tesis atrevida. A pesar de la muerte del comunismo, del marxismo quedaban sus espectros, que asediaban el mundo de manera similar a lo enunciado en el Manifiesto.

Derrida se distingue de Marx al hablar de los espectros en plural y no en singular. No es uno el espectro de Marx, sino que son muchos. Algunos remiten a la violencia inaugurada por las revoluciones decimonónicas, así como a la instaurada por los regímenes comunistas. Esos espectros habían sido conjurados por los viejos imperios europeos que, para combatirlos, conformaron una Santa Alianza que Derrida encontraba similar a las alianzas que, en el siglo XX tardío, daban por muerto al comunismo y al marxismo. Sin embargo, habría otro espectro de Marx que, como el padre de Hamlet, contiene un reclamo de justicia. Pese a los intentos por conjurarlo y exorcizarlo, el asedio de ese espectro habría de persistir, entre otras cosas, porque la democracia liberal habría sido incapaz de responder efectivamente a las demandas de igualdad y bienestar que estaban en la base del sentimiento marxista. De acuerdo con Derrida, conviene asumir ese espectro de Marx como una responsabilidad, tanto hacia la tradición heredada por su generación como hacia el porvenir anunciado desde la era de las revoluciones.

Espectros de Marx es también una reflexión sobre los espectros que el autor del Manifiesto del partido comunista observó en el siglo XIX. El espectro es un elemento central del El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Para Marx, los acontecimientos revolucionarios se encontraban habitados por espectros del pasado. En la revolución francesa de 1789, los actores se revistieron con los ropajes de la república romana y portaron sus máscaras, y los revolucionarios de 1848 se encontraban más preocupados por emular a sus predecesores de 1789 que por hacer una revolución para el porvenir. La conocida frase que, parafraseando a Hegel, afirma que la historia se repite dos veces, “primero como tragedia y luego como farsa” tiene ese trasfondo. La mirada de Marx no era sólo analítica sino también prescriptiva. Estaba obsesionado por los espectros porque buscaba exorcizarlos. La presencia de los espectros de la revolución de 1789 y de Napoleón Bonaparte amenazaba con cerrar el porvenir para una generación revolucionaria que parecía más preocupada por el pasado que por el futuro. Por ello, Marx recurría a un pasaje evangélico, prescribiendo que había que “dejar que los muertos entierren a sus muertos”.

Los exorcismos de Marx hacia sus espectros dejan ver la ambivalencia de este concepto. Los espectros no remiten sólo a los muertos reaparecidos propios de textos como el 18 Brumario, sino también a figuras fantasmales que asediaban y articulaban su presente. Esta figura, retomada de la teatralidad de Shakespeare, se encuentra a lo largo de la obra de Marx, desde La ideología alemana hasta El Capital, pasando por el Manifiesto del partido comunista. Lo espectral y fantasmal son un elemento central en Marx para explicar tanto los remanentes ideológicos de la religión como el fetichismo de las mercancías, esas obras humanas que, habitadas por un fantasma, ocultaban su materialidad y se presentaban ante sus productores y consumidores como artefactos sobrehumanos. Estos fantasmas se asemejarían más a su conceptualización psicoanalítica, propia del ámbito de las fantasías.

El texto trasciende al ámbito marxista. Espectros de Marx es una reflexión sobre nuestra relación con la muerte, con la alteridad, y con las tradiciones y herencias recibidas. Sin asumirse marxista, Derrida se dice portador de una herencia de Marx al pertenecer a una generación cuya formación y pensamiento habría sido impensable sin la politización marxista. La pregunta central del coloquio, ¿a dónde va el marxismo?, había sido formulada desde los años 50. Esta herencia se inscribe, a su vez, en la tradición de la filosofía y el pensamiento occidental. La aproximación deconstructiva a esa historia implica una relación crítica con esa herencia, pero no una renuncia. Más bien lleva a la pregunta ¿qué hacemos con nuestra tradición y con nuestros muertos? Esta lectura de Marx se asemeja a la manera en que Derrida ha leído a otras figuras de la tradición filosófica, y es un intento por darles un lugar en el presente sin eliminar la alteridad que esas vidas pasadas representan para nosotros. Espectros de Marx es también una reflexión sobre la hospitalidad:

Marx aún no ha sido recibido. Por consiguiente, el subtítulo de esta misiva hubiera podido ser: Marx - das Unheimlich. Entre nosotros, Marx sigue siendo un inmigrado glorioso, sagrado, maldito pero aún clandestino, como lo fue toda su vida. Pertenece a un tiempo de disyunción, a este time out of joint en donde se inaugura laboriosa, dolorosa, trágicamente, un nuevo pensamiento de las fronteras, una nueva experiencia de la casa, del hogar y de la economía. Entre tierra y cielo. No habrá que apresurarse a convertir al inmigrado clandestino en alguien al que se le prohíbe la residencia o, lo cual corre el riesgo de venir a ser lo mismo, a domesticarlo. A neutralizarlo por naturalización. A asimilarlo para dejar de tener miedo de él. No es de la familia, pero no habría que conducirlo, de nuevo, también a él, hasta la frontera.

Por viva, sana, crítica, necesaria que siga siendo su carcajada y, sobre todo, ante el espectro capital o paterno, ante el Hauptgespenst que es la esencia general del Hombre, Marx, das Unheimliche, quizá no debiera haber ahuyentado tan rápido a tantos fantasmas. No a todos a la vez ni de un modo tan simple, con el pretexto de que no existían (por supuesto que no existen ¿y qué?) -o de que todo eso era o debía permanecer pasado (Dejad a los muertos enterrar a sus muertos, etc.)-. Tanto más cuanto que también sabía dejarlos en libertad, incluso emanciparlos, con ese movimiento en el que analizaba la (relativa) autonomía del valor de cambio, de la ideologema o del fetiche. Aunque se quisiese, no se podría dejar a los muertos enterrar a los muertos: eso no tiene sentido, eso es imposible. Sólo los mortales, sólo los seres vivos que no son dioses vivos pueden enterrar a los muertos. Sólo los mortales pueden velarlos y velar sin más. Hay fantasmas que también pueden hacerlo, están por todas partes donde se vela; los muertos no pueden -es imposible- y además no tendría que ser así.

Que el sin-fondo de ese imposible pueda, no obstante, tener lugar, tal es, por el contrario, la ruina o la ceniza absoluta, la amenaza que hay que pensar y, ¿por qué no? Exorcizar de nuevo. Exorcizar no para ahuyentar a los fantasmas sino, esta vez, para hacerles justicia, si eso viene a ser lo mismo que hacerlos (re)aparecer vivos, como (re)aparecidos que ya no serían (re)aparecidos, sino como esos otros arribantes que una memoria o una promesa hospitalaria ha de acoger -sin la certeza, jamás, de que se presenten como tales-. No para aplicarles el derecho, sin más, sino por deseo de justicia. La existencia o la esencia presentes no han sido nunca la condición, el objeto o la cosa de la justicia. Hay que recordar constantemente que lo imposible (dejad a los muertos enterrar a los muertos), desgraciadamente, sigue siendo posible.36

Las últimas líneas contienen un planteamiento sugerente para la historiografía. Los espectros son un remanente del pasado que, al aparecer en el presente, es percibido como una alteridad. Se encuentran en nuestro tiempo, pero no pertenecen a él, de modo que Derrida los problematiza como figuras análogas a la del extranjero, del inmigrante y el inmigrado. La relación con esos habitantes de otro tiempo puede ser caracterizada con la categoría psicoanalítica de Unheimlich, palabra alemana que puede traducirse al inglés como “the uncanny”, y al español como lo siniestro. Se trata de un oxímoron, una extraña familiaridad. Los espectros, así como los inmigrantes, son figuras “siniestras” que generan extrañeza y que nos hacen sentir bajo asedio; ¿qué hacer con ellos? En el caso de Marx, es un inmigrado proveniente de un tiempo out of joint, habitado por fantasmas y espectros del pasado y del porvenir. Ese extranjero dedicó su vida a exorcizar sus espectros, siendo portador de una sensibilidad histórica particular. Pensaba que había que “dejar que los muertos entierren a sus muertos”, que había que dejar el pasado atrás. Para Derrida, esta frase contiene un sin sentido. Sólo los vivos pueden enterrar a los muertos y vivir un duelo. Espectros de Marx es un llamado a la hospitalidad hacia los fantasmas, aún y cuando ellos, en vida, hayan carecido de ésta hacia sus propios espectros.

La analogía entre el espectro y el extranjero remite al tratamiento que Derrida dio al problema de la hospitalidad en tanto apertura incondicional hacia el otro. “No habrá que apresurarse a convertir al inmigrado clandestino en alguien al que se le prohíbe la residencia […], a domesticarlo. A neutralizarlo por naturalización. A asimilarlo para dejar de tener miedo de él.” Su libro homónimo, resultado de una entrevista realizada por Anne Duffourmantele, contiene su planteamiento más detallado. La figura del extranjero o inmigrante funciona para ejemplificar la relación problemática con el otro. Derrida comparte con Lévinas una ruptura con la manera en que buena parte de la filosofía occidental había pensado la alteridad, asociada con la hostilidad. La hospitalidad recupera la raíz etimológica común entre ambas palabras, y se vale de la tragedia griega Edipo en Colono para ilustrar algunas aporías contenidas en ellas. Derrida coincide con Lévinas en una apuesta por volcar la reflexión de la ontología, la pregunta por el ser, hacia una ética que se interrogue por los otros y nuestra relación con ellos, centrada en la alteridad y no en la propia identidad. Para Lévinas, más que una figura hostil y un potencial enemigo, el otro es aquel rostro en el que podemos reconocernos. Derrida, como hace con otros problemas filosóficos, va más allá colocando a la hospitalidad en el ámbito de lo imposible.

Una de las aporías señaladas en La hospitalidad es la distinción entre derecho y justicia. Mientras el primero es perfectible y, por ello, se sitúa entre los objetos de la deconstrucción, la justicia es presentada como algo indeconstruible. El carácter trágico de Edipo en Colono se debe a cómo el acto soberano de acoger incondicionalmente un extranjero, sin preguntar por su origen, aun y cuando se trataba de un parricida incestuoso, termina colocándose más allá de la ley y llevando la desgracia a la ciudad que lo acogió. La aporía se debe a que la hospitalidad, en tanto un acto de justicia, requiere una ley para poder operar. Sin embargo, la hospitalidad sólo sería digna de ser llamada como tal si se da más allá del cálculo racional y de la lógica del intercambio. Se trata de dar un lugar al otro aun y cuando esto no signifique ninguna ganancia. Más aún, incluso si esto requiere que aquel que acoge se ponga en juego, arriesgándose a perder, cuando no a morir. Para volverse ley, la hospitalidad requiere que el extranjero sea interrogado por su origen y pueda ser naturalizado. Interrogar al inmigrante se sitúa en el cálculo racional y naturalizarlo implica suprimir su alteridad. Ya no es otro; se le ha convertido en uno de nosotros. La hospitalidad real, por tanto, no puede nunca ser ley.

Regresando a la metáfora del Marx inmigrado, Derrida sostiene una interrogante ética sobre el carácter espectral del pasado. No sólo invita a preguntarnos sobre cómo escribir sobre una presencia ausente, sino también sobre cómo escribir sobre esa alteridad sin domesticarla. Según Espectros de Marx, una de esas cartas de naturalización sería el acto de despolitizar a Marx y leerlo como un filósofo más del canon occidental. A pocos años de la caída del comunismo, Derrida concluyó que, mientras la democracia liberal no sea capaz de atender los reclamos de justicia que se remontan al tiempo de las revoluciones, nuestro tiempo, out of joint, seguirá asediado por los espectros de Marx. Como sus herederos, valdría la pena pensar una relación distinta con los espectros de la que propuso el filósofo decimonónico. No habría que “dejar que los muertos entierren a los muertos”. Deberíamos ser hospitalarios hacia sus espectros.

En este punto encuentro una coincidencia entre Derrida y Michel de Certeau, historiador y jesuita. Además de la relación amistosa entre ambos pensadores,37 hay al menos tres vasos comunicantes en su concepción sobre la escritura de la historia. El más evidente de ellos es la reflexión antropológica del historiador sobre su disciplina. Además de una ciencia y de una forma de escritura literaria, la historia sería un rito funerario y un trabajo de duelo. Siguiendo a Jules Michelet, De Certeau propuso que una de las funciones de la historia es honrar a los muertos y darles sepultura. Esta escritura establece una relación particular con el tiempo y con la muerte, marcando una separación entre el mundo de los vivos, el presente, y el de los muertos, el pasado. Aunque esa relación se funda en parte en la condición humana, marcada por la vida y la muerte, la separación conceptual entre ambos mundos es una particularidad occidental. En otras culturas, la relación con la muerte y con el tiempo posee otras configuraciones.38 Para De Certeau, no se trata sólo de escribir sobre el pasado como una alteridad, sino de pensar la epistemología que hace posible escribir sobre una ausencia, lo que lo acerca a la fantología.

Otra conexión se encuentra en sus narrativas sobre los muertos. Espectros de Marx y textos como La fábula mística colocan a sus lectores ante una puesta en abismo, ya que remiten a una doble espectralidad. Los autores se reconocen afectados por la presencia-ausencia de figuras del pasado, ya se trate del filósofo del siglo XIX o de los místicos de los siglos XVII y XVIII. Al mismo tiempo, reconocen que esos muertos pasaron su vida lidiando con el asedio de sus propias figuras fantasmales. Marx intentó exorcizar su presente de los espectros de las revoluciones pasadas y del capital, mientras que los místicos vivieron un duelo permanente, ya que experimentaron un Dios que se había ausentado del mundo. La sensibilidad hacia un pasado presente y ausente iría dirigida también hacia las ausencias de otras épocas. No basta con atender las ausencias sobre las que se funda nuestro presente, sino también a aquéllas que constituyeron la experiencia de los actores de otros tiempos.

Finalmente, ambos centran su reflexión ética en el otro, en la hospitalidad. De Certeau propuso que el objetivo final de la historia era hacerle un lugar al pasado dentro del presente. Hay algo de gratitud en ese planteamiento. El presente sólo puede ser porque el pasado ha dejado de serlo. En lugar de desterrarlos en el pasado, la historia se propone acoger a los muertos y hacerles un lugar en el mundo de los vivos, un acto de hospitalidad. Para De Certeau, el trasfondo ético de este acto se conecta con su inscripción en la tradición cristiana. En un diálogo con Jean-Marie Domenach, el jesuita propuso una tesis provocadora sobre los efectos de la secularización para su vocación. Ser cristiano, y religioso, significaba consagrar la vida a hacerle un lugar a los otros, aún y cuando eso fuera en detrimento de la práctica sacerdotal: “cada vez me siento menos sacerdote y cada vez más religioso, si se entiende por este término, no la pertenencia a un grupo dotado de una imagen social y patentes eclesiásticas, sino el riesgo, asumido entre varios, de escribir en el lenguaje de una honradez profesional, científica o política, la caridad que hace sitio al otro como un absoluto”.39

La manera en que De Certeau concibe el cristianismo se acerca a Derrida y a Lévinas. Para él, lo que constituye al cristianismo es su relación con los otros. La reflexión sobre la espectralidad permite llevar los planteamientos acerca de la otredad aún más allá. El otro no sólo es aquél en cuyo rostro puedo reconocerme, ya que los espectros carecen de él. El otro puede ser el espectro que asedia nuestro presente. Sin embargo, hay un llamado a recibir aún a esas figuras en las que difícilmente podemos reconocernos. En su ensayo “El mito de los orígenes”, De Certeau narra la experiencia de alteridad que representó aproximarse a los jesuitas de los primeros siglos de su orden religiosa, y planteó que convenía escribir sobre éstos aun y cuando la diferencia era tan radical que poco podía aprender de ellos.

Como acto de hospitalidad, la historia invita a hacerle un lugar en el presente incluso a aquellos muertos en quienes ya no podemos reconocernos. De alguna manera, la sensibilidad histórica de ambos autores remite a una interrogante similar que subyace a los Espectros de Marx y a los textos de Certeau sobre historia religiosa: ¿cómo ser hospitalarios con los muertos inscritos en una tradición heredada? La principal diferencia es que las reflexiones del primero de ellos van dirigidas hacia la tradición filosófica, y las del segundo, hacia la tradición cristiana. Sin embargo, ambos tienen como referencia un momento de ruptura: el Concilio Vaticano II para el jesuita, y la caída del bloque socialista, para el filósofo de origen argelino.

No obstante, hay diferencias que destacar entre estos autores. Una es la noción de duelo. De Certeau se refería al duelo como un trabajo, un proceso que tendría un inicio y un fin, por medio del cual el sujeto doliente podía superar una pérdida. La historia sería ese trabajo que permite suplir la ausencia del pasado por medio de la escritura. Derrida habla en Espectros de Marx de un duelo imposible, acercándose al psicoanalista Jean Allouch, quien, siguiendo a Jacques Lacan, señala la aporía de pensar el duelo como un trabajo, pues la restitución del objeto perdido es imposible. Su finalidad no es sustituir el objeto perdido sino modificar la relación con el mismo. El duelo sería una relación con el pasado que, reconociendo su dimensión espectral, no se rige por la dicotomía entre presencia y ausencia.40

Otra diferencia es la manera en que concibieron la escritura. En el pasaje que inicia la segunda edición de La escritura de la historia, De Certeau abre con una pintura en la que Américo Vespuci “descubre” América. La imagen es una metáfora de la función colonizadora que la escritura ha tenido en Occidente desde el siglo XVI. La historia moderna es heredera de una cultura que ve al otro como una página en blanco sobre la cual es posible escribir, como un salvaje ágrafo al que es posible domesticar. La escritura es una manera de inscribir al otro dentro de lo conocido y de suprimir los elementos de su alteridad que resultan amenazantes.41 Es posible interrogar esta dicotomía como Derrida hizo con Levi-Strauss. Sin dejar de lado la función colonizadora de la escritura, conviene preguntarnos por las otras gramáticas que quedan homologadas bajo la retórica de la alteridad, dentro de las categorías de lo salvaje o lo irracional, e historiar las maneras en que fueron subsumidas por la escritura occidental, más allá de la metáfora de la página en blanco.42

Otras maneras de leer

La primera de las tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin contiene una metáfora sugerente sobre la secularización inadvertida del pensamiento religioso, según la cual, la teología es ahora un elemento que opera al interior del materialismo histórico y de los otros sistemas filosóficos. ¿Qué ocurre si llevamos esta metáfora a la historiografía? Más concretamente: ¿Qué nos encontraríamos si buscáramos las categorías y premisas teológicas que subyacen bajo los supuestos epistemológicos de la práctica historiográfica?

De acuerdo con Ethan Kleinberg, la manera en que la disciplina histórica ha leído los textos tiene su origen en la hermenéutica bíblica. Este asunto es abordado con detalle para el caso de Johann Martin Chladenius en Haunting History. Para los teólogos, y luego para los historiadores, su labor ha sido descifrar el significado o el sentido original de los textos. El capítulo “Chladenius, Droysen, Dilthey”, contiene una genealogía sobre la pregunta por la condición ontológica del pasado que puede leerse como una historia de la secularización de la hermenéutica cristiana. En un autor como Chladenius, la garantía de poder acceder a la presencia del pasado por medio de los textos, es resultado de su formación y su ejercicio como teólogo, inscrito en la tradición luterana. Se trata de una premisa teológica, una garantía metafísica de que el creyente puede acceder al sentido original del texto sagrado, que, en última instancia, estaba dado por Dios. Las referencias explícitas a esta dimensión teológica están presentes en menor medida en la obra de Johann Gustav Droysen y pueden observarse de una manera mucho más sutil en Wilhelm Dilthey. La persistencia de la premisa metafísica de que el pasado resulta accesible por medio de un texto sería una huella secularizada de ese origen teológico de la hermenéutica.43

Antes de concluir quisiera sugerir una hipótesis en diálogo con Kleinberg. Si bien la epistemología histórica es heredera de la hermenéutica bíblica, ésta no es sino una entre muchas posibilidades de leer y pensar históricamente los textos. La extrañeza con la que la historiografía ha visto la deconstrucción se debe no sólo a la crítica certera que significó De la gramatología para la confianza ciega en la base material de la historia, sino también a que la manera de leer el pasado en Derrida abreva de una tradición religiosa distinta. La deconstrucción también contiene reminiscencias teológicas, aunque no necesariamente cristianas: el judaísmo es un elemento relevante en la obra de Derrida, especialmente en su última etapa.

Emilie Kutash propone leer esa parte de su biografía intelectual como una Teshuva, palabra hebrea significa retorno, y que suele emplearse como el camino personal de vuelta a los orígenes judíos. Derrida tomó ese camino luego de la muerte de su madre, y dio cuenta de ello en Circonfesión; de acuerdo con Kutash, su obra estaría llena de destellos del judaísmo (“sparks of judeity”).44 El judaísmo puede verse como un punto liminal entre el adentro y el afuera de occidente y de sus tradiciones. No sólo remite al origen del cristianismo, sino también a una alteridad existente al interior de esta matriz cultural y filosófica. Por ello, el filósofo argelino prestó especial atención a la figura del marrano, nombre dado en el imperio español a los judíos que, para evitar la expulsión, se incorporaron al cristianismo. Muchos conservaron algunas creencias y prácticas proscritas en secreto, algo que produjo una identidad dislocada que no podía inscribirse ni en la tradición cristiana ni en las comunidades judías. Derrida llegó a asumirse como marrano: era judío sin saberlo. Esto lo situaba en una posición liminal con respecto a occidente y a la tradición judía.45

Siguiendo a Emile Kutash y a Darío Sztajnszrajber,46 es posible sugerir que la manera de leer propuesta por la deconstrucción posee mayor afinidad con el judaísmo talmúdico que con las hermenéuticas cristianas. Ambas son religiones que, en gran medida, se basan en una constante relectura de sus textos sagrados y su interpretación, y ambas tradiciones han producido corpus textuales a partir de dichas interpretaciones. Sin embargo, el Talmud posee una diferencia importante con respecto a los tratados cristianos de teología, sean ortodoxos, católicos o protestantes. Mientras estos últimos suelen ceñirse a las interpretaciones que cada tradición o iglesia considera canónicas, y han tachado a las interpretaciones consideradas erróneas como herejías, el Talmud ha pretendido, desde sus orígenes en el siglo primero de la era cristiana, contener los diversos comentarios de los rabinos, a veces sobre el texto sagrado, a veces sobre los propios comentarios. Un lector del Talmud no se sitúa ante una interpretación canónica del Tanaj (texto sagrado), sino que se encuentra ante una cadena interminable de interpretaciones y significados tan antigua como el cristianismo, que incluye tanto las interpretaciones aceptadas por distintas comunidades como aquéllas que fueron desechadas. Si la hermenéutica histórica es una forma secularizada de la exégesis bíblica, la deconstrucción podría ser pensada como una hija secular de las lecturas talmúdicas, remitiéndonos a una relación con los textos del pasado difícilmente pensable desde la tradición cristiana.47

Resulta complicado proponer conclusiones para un ensayo como éste. Tanto la deconstrucción como los otros problemas aquí revisados forman parte de una empresa intelectual que se propuso releer la historia de la filosofía occidental. Muchas de las objeciones que han ubicado a Derrida como posmoderno provienen de la propia filosofía. Casi siempre se asoma en ellas el temor a un relativismo absoluto, abierto por la pretensión de destruir la metafísica. Provocador e inquietante, Derrida no se propuso fundar un método, por lo que no sé si convenga asomarse a él para formular una teoría de la historia. No obstante, el recelo que ha despertado en esta disciplina resulta comprensible atendiendo la tesis de Kleinberg, y es que, si la historia se sostiene no sólo en oposición entre pasado y presente, sino también en la premisa de que los documentos históricos son la vía para acceder a su exterioridad, la lectura deconstructiva parece demoledora.

La discusión de Joan Scott con Bryan Palmer y Christine Stansell es un ejemplo de la incomprensión o temor a una visión radicalizada de los planteamientos derridianos. Sin embargo, más que a la destrucción de la historia, la deconstrucción invita a desplazar la función que las sociedades han asignado al historiador: aquél que, consultando los archivos, puede acceder al pasado y comunicarlo por medio de la escritura. Hartog, Scott y De Certeau son ejemplos de cómo es posible escribir historia haciéndose cargo de las aporías que una aproximación deconstructiva encontraría en los postulados metafísicos que subyacen a la historia. Las articulaciones entre pasado y presente, más que una premisa, pueden convertirse en un problema de investigación, y volver visibles los sedimentos que subyacen a nuestros conceptos y supuestos epistemológicos: una nueva labor que por sí misma puede ser tan importante como elaborar narrativas sobre procesos, acontecimientos y sujetos del pasado.

Precisamente porque Derrida no consideraba la deconstrucción como una metodología, estos planteamientos no pretenden prescribir una teoría de la historia. Más que conclusiones, vale la pena profundizar en los caminos abiertos para la práctica historiográfica por los autores revisados. Personalmente, me quedo con la invitación a ser hospitalarios hasta con los muertos, aun y cuando la hospitalidad, como la justicia, se encuentre en el campo de lo imposible.

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1 Este texto fue redactado durante el confinamiento ocasionado por la pandemia del virus Sars-Cov2 gracias a la beca O’Gorman para jóvenes en teoría de la historia. La propuesta fue resultado de mi participación en el Seminario Institucional de Historiografía de El Colegio de México, cuando discutimos el libro Haunting History de Ethan Kleinberg en 2019. Agradezco a Guillermo Zermeño, Maritza Gómez, Daniel Medel y Sulemi Bermúdez por el diálogo en dicha sesión, a Ricardo Nava y a Marisol Ochoa, quienes leyeron la primera versión del manuscrito, y a quienes dictaminaron el texto de manera anónima. También agradezco a Adriana Jaimes Espinoza, quien me apoyó con la revisión formal del texto, el aparato crítico y la bibliografía.

2Por historia cultural me refiero al corpus historiográfico consolidado durante los años 80, cuyas obras más emblemáticas serían el libro colectivo New Cultural History, coordinado por Lynn Hunt, y el artículo “El mundo como representación”, de Roger Chartier, ambos de 1989. Esta corriente deriva de lo que en los años 70 fue calificado por Natalie Z. Davies como “New Social History”, y se ancla en tradiciones como la historia social y la Escuela de los Annales, convergiendo en ella autores de lengua francesa, anglosajona e italiana. Más allá de esa cohorte generacional, la historia cultural se convierte en un campo difícil de delimitar, aunque sus obras tienen en común el haber tomado a la cultura y lo cultural no tanto como un objeto de estudio sino como un problema epistemológico, fundamental para la comprensión de los símbolos, significados, lenguajes y representaciones que articulan la manera en que las realidades históricas son percibidas y experimentadas. Asimismo, la preocupación por el lugar de la cultura en la producción del conocimiento ha llevado a la historiografía a reflexionar e historizar su propia práctica. Más que postular la influencia de Derrida en la historia cultural, me interesa indagar sobre los vasos comunicantes entre algunos problemas formulados por este filósofo y la manera en que éstos han sido analizados por autores que, aunque no necesariamente pertenecen a esa generación, forman parte de dicho universo historiográfico. Véase Lynn Hunt, “Introduction: History, Culture, and Text”, en The New Cultural History coordinado por Lynn Hunt (Berkeley & Los Ángeles: University of California Press, 1989) 1-22; Roger Chartier, El mundo como representación: ensayos de historia cultural (Barcelona: Gedisa, 1992); Peter Burke, Formas de Historia Cultural (Madrid: Alianza Editorial, 2006); Alfonso Mendiola, “Hacia una teoría de la observación de observaciones: la historia cultural” Historias, no. 60 (enero-abril 2005) 19-36.

3 François Dosse, Historia del estructuralismo. Tomo 2: El canto del cisne. De 1967 a nuestros días (Madrid: Akal, 2004) 28-29.

4 Jacques Derrida, De la gramatología (México: Siglo XXI, 1971) 202.

5 Ethan Kleinberg, Haunting History: For a Deconstructive Approach to the Past (Stanford: Stanford University Press, 2017) 13-53.

6 Roger-Pol Droit, “Jacques Derrida. Qu’est-ce que la déconstruction?”, Le Monde, 12 de octubre de 2004.

7 Zenia Yébenes Escardó, “Escritura, archi-escritura e historia. A propósito de Derrida y Stiegler”, Historia y Grafía 23, no. 46 (2016) 53-78.

8 Derrida, De la gramatología, 202-203.

9 François Hartog, El espejo de Herodoto. Ensayo sobre la representación del otro (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1980) 35-36.

10 François Hartog, “Entre la fuente y el texto” en Epistemología histórica e historiografía, coordinado por Norma Durán (México: Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 2017) 23-32.

11François Hartog, “El viejo Herodoto: de la epopeya a la historia (1991-2001)” en El espejo de Herodoto. Ensayo sobre la representación del otro (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003) 7-8.

12 Ricardo Nava Murcia, “Deconstruyendo la historiografía: Edmundo O’Gorman y La invención de América”, Historia y Grafía, núm. 25 (2005) 153-184.

13 Guy Rozat Dupeyron, “Guy Rozat. Proyecto Historiografía en México”, entrevista con UDIR UNAM, 13 de marzo de 2018. Disponible en <https://www.youtube.com/watch?v=-WHuYAvZYy0>.

14 Guy Rozat Dupeyron, América. Imperio del demonio (México: Universidad Iberoamericana, 1995) 8.

15 Dominick Lacapra, Understanding Others: Peoples, Animals, Past (Estados Unidos: Cornell University Press, 2018) 32.

16 Joan W. Scott “Una respuesta a las críticas”, Historia social, núm. 4 (1989) 130.

17 Joan W. Scott, Género e historia (México: Fondo de Cultura Económica, 2008) 114.

18Joan W. Scott “Sobre el lenguaje, el género y la historia de la clase obrera”, Historia social, no. 4 (1989) 82.

19 Scott “Sobre el lenguaje, el género y la historia de la clase obrera”, 83-84.

20 Scott “Sobre el lenguaje, el género y la historia de la clase obrera”, 84.

21 Scott “Sobre el lenguaje, el género y la historia de la clase obrera”, 84.

22 Scott “Sobre el lenguaje, el género y la historia de la clase obrera”, 82-83.

23 Bryan D. Palmer, “Respuesta a Joan Scott”, Historia social, no. 4, (1989) 100.

24 Palmer, “Respuesta a Joan Scott”, 109-110.

25 Palmer, “Respuesta a Joan Scott”, 101-102.

26 Christine Stansell, “Respuesta a Joan Scott”, Historia social, no. 4, (1989) 111.

27 Stansell, “Respuesta a Joan Scott”, 115-116.

28 Stansell, “Respuesta a Joan Scott”, 116.

29 Stansell “Respuesta a Joan Scott”, 128.

30 Stansell “Respuesta a Joan Scott”, 131.

31 Joan W. Scott, “Igualdad versus diferencia: los usos de la teoría postestructuralista”, Debate feminista 5, (1992) 90-91.

32 Dosse François, La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales e historia intelectual (Valencia: Universitat de Valencia, 2007) 205-249.

33 Droit, “Jacques Derrida. Qu’est-ce que la déconstruction?”

34 Droit, “Jacques Derrida. Qu’est-ce que la déconstruction?”

35 Zenia Yébenes Escardó, Breve introducción al pensamiento de Derrida (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2008) 114-122. Sobre las implicaciones de la hautología para la política contemporánea véase Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Buenos Aires: Caja Negra, 2018).

36 Jacques Derrida, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional (Madrid, Trotta, 1993) 195-296.

37Sobre la relación entre Derrida y Certeau véase Mohammed Chaouki Zine, “Jacques Derrida y Michel de Certeau. La fascinación de la mística y las promesas de la escritura”, La Torre del Virrey: revista de estudios culturales, no. 17 (2015) 162-171; así como “Nombre de Oui”, un texto escrito por el filósofo y publicado en 1987 en Michel de Certeau. Cahiers por un temps, un homenaje al historiador coordinado por Luce Giard.

38 Michel de Certeau, La debilidad de creer, (Buenos Aires: Katz, 2006) 71-92.

39 Michel de Certeau y Jean Marie Domenech, El estallido del cristianismo, (Buenos Aires: Sudamericana, 1976) 57.

40 Ricardo Nava Murcia, “Michel de Certeau y la escritura de la historia: hacia una erótica del duelo”, Fractal, núm. 63 (2012) 35-52.

41Véase Alfonso Mendiola, Michel de Certeau. La ficción: escuchar la voz del otro (México: Ediciones Navarra, 2019).

42Véase José Rabasa, De la invención de América (México: Universidad Iberoamericana, 2009).

43 Kleinberg, Haunting History, 72-114.

44 Emilie Kutash, “The Teshuvah of Jacques Derrida: Judaism Hors-texte”, Journal of Textual Reasoning 8, no. 1 (2014).

45 Emilie Kutash, “Jacques Derrida: The Double Liminality of a Philosophical Marrano”, Religions 10, no. 68 (2019).

46 Darío Sztajnszrajber, “Posjudaísmo y hermenéutica: la pregunta por el ser (judío)” en Actas de las II Jornadas Internacionales de Hermenéutica: la hermenéutica en diálogo con las ciencias humanas y sociales: convergencias, contraposiciones y tensiones, coordinado por Adrián Bertotello y Luciano Mascaró (Buenos Aires: Ediciones Proyecto Hermenéutica, 2012) 89-94.

47Un análisis sugerente sobre las intersecciones entre historia, deconstrucción y la tradición talmúdica ha sido formulado por Ethan Kleinberg en Emmaniel Levinas’s Talmudic Turn. Philosophy and Jewish Thought, obra que será publicada en octubre del presente año.

Recibido: 01 de Marzo de 2021; Aprobado: 20 de Mayo de 2021

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