I
Este artículo tiene dos propósitos: el primero es explicar cómo la conformación de un archivo histórico es un acto de poder mediatizado por las relaciones de género, y el segundo, hacer visible a un grupo de mujeres cuya historia ha permanecido sin identificarse en la historiografía mexicana. En este caso particular, analizo la producción y el contenido de las fuentes que reportan la violación de mujeres religiosas por soldados del Ejército constitucionalista durante la Revolución mexicana. Me interesa saber quién reporta, cuáles son sus alegatos y cómo se va armando un discurso colectivo sobre la violación. Ambos hilos de esta historia: la construcción del archivo y las vidas de las mujeres religiosas, se remontan a la década de la Revolución mexicana, en particular al año de 1914.
La historiografía de la Revolución mexicana poco menciona el ultraje, la violación o la violencia de género. En su obra clásica de 1986, Alan Knight incluye dos casos de mujeres violadas. En la primera ocasión, la violación pertenece a los elementos característicos del fenómeno del motín o revuelta que, de acuerdo con el autor, es un fenómeno comúnmente urbano. En ese contexto cita un caso de 1911 en Los Reyes, Jalisco, en donde una joven empleada de la compañía minera fue violada al mismo tiempo que la casa del gerente fue dinamitada durante los motines maderistas del 31 de mayo, mientras caía el régimen del presidente Díaz.1 A finales de 1912, en octubre, el cónsul estadounidense reportó que las jóvenes del pueblo de Rodeo se refugiaron en un templo católico y que, cuando los rebeldes tomaron el pueblo y se enteraron, se las llevaron.2 Knight parece dudar de que fueran violadas las mujeres secuestradas y explica que el fenómeno de la violación de rehenes y presas corresponde más con los años posteriores, con el recrudecimiento de la violencia revolucionaria. Semejante duda no puede resolverse aquí, pero nos invita a plantear una pregunta más general: ¿qué relación existe entre la guerra y la violencia de género?
Por su parte, Friedrich Katz aborda dos episodios que él designa como claves para entender el fin del villismo como movimiento armado popular en 1917. En el primero, Pancho Villa ejecutó a noventa mujeres asociadas con el ejército de Venustiano Carranza en Camargo, Chihuahua.3 En el segundo, tomó represalias en contra de los hombres de Namiquipa, Chihuahua, alguna vez el corazón de su ejército. Al tomar el pueblo, los hombres se retiraron a la sierra en táctica guerrillera, por lo que Villa reunió a las mujeres que permanecieron en el pueblo y ordenó a sus soldados que las violaran.4 Katz escribió que estas dos acciones constituyeron las mayores atrocidades cometidas por Villa en contra de civiles -no sólo de mujeres, sino de civiles en general- a lo largo de su vida. Se trata de dos momentos ejemplares y vale preguntarse por la lógica detrás del sacrificio de mujeres por hombres como metáfora de la violencia generalizada de la guerra. Luego, nos interpelan sobre el lugar de la violencia de género como fenómeno constitutivo de la Revolución mexicana. Estas dos cuestiones guían el análisis en este trabajo.
Tres tradiciones intelectuales han alimentado el argumento que desarrollo más delante. Primero, la literatura de la Revolución mexicana como una revolución social me ha dado un panorama general y un contexto.5 Segundo, la historiografía de género me provee de un marco analítico y una metodología que insiste en leer las fuentes a contrapelo, buscar sus silencios y analizar a “las mujeres” como una categoría histórica.6 Tercero, la escuela de los estudios subalternos me ayuda a interpretar las tensiones entre “mujer” y “religiosa”, dos construcciones que resultan ser cultural y lingüísticamente distintas con posiciones diferenciadas frente al patriarcado y la Revolución mexicana misma.7 Me interesa poner en diálogo estas tres tradiciones historiográficas y buscar sus antinomias.
Desde hace una generación, la historiografía mexicana se ha empeñado en hacer visibles a las mujeres en la historia de la Revolución. Por ello encontramos un abundante número de obras que pretendieron recuperar las historias de las mujeres que fueron alguna vez marginales o ausentes a la historiografía.8 Asimismo, se ha formado una literatura robusta que aplica las herramientas del análisis de género a las relaciones entre hombres y mujeres en el contexto de la Revolución.9 Los retos han sido formidables y hemos aprendido a enfrentarnos a los sesgos de la historiografía, la escasez de fuentes básicas, y en algunos casos, a lo que un autor llamó “la conjura del silencio”.10
De este lado del silencio, las mujeres están en el texto y sus caracterizaciones en la Revolución mexicana son miríadas. En Guerrero, Amelio Robles aprovechó el colapso social como un momento liminar que le permitió construirse a su manera, como hombre. En el caso de Robles, su identidad transgénero marcó el resto de su extraordinaria vida.11 Más común fue el “travestismo estratégico”, la adopción de vestimenta y modales percibidos como masculinos, ya fuera como mecanismo de defensa o por el deseo de transgredir las normas sociales y acceder a los privilegios reservados a los hombres.12 Asimismo, miles de mujeres participaron sin acusar contradicción alguna entre su paso por la guerra y su propia identidad femenina, caracterización plenamente visible en la obra fotográfica de la época. 13 La historia de bronce consagra a las que escribieron, organizaron y murieron, heroínas de la Revolución.14 A diferencia de la mítica Adelita, personaje del cancionero popular y objeto de deseo masculino, las “soldaderas” caracterizan un fenómeno social amplio de mujeres que participaron en la Revolución mexicana. Lavaron y cocinaron, aprovisionaron a los soldados, cuidaron a los enfermos y heridos, fueron contrabandistas y pelearon.15 En Zacatecas, Jovita Valdovinos despreció las normas femeninas, vistió “muy machetona”, peleó por venganza y luego se casó con un coronel del bando opositor.16 A su vez, otras huyeron rumbo a la frontera, alejándose de la violencia al lado de sus familias, cargando las semillas de sus huertos con la esperanza de rehacer su cotidianidad en un lugar distante y nuevo.17
Estas contribuciones y otras muchas han visibilizado a las mujeres en la historia de la Revolución mexicana, han problematizado nuestra visión sobre las relaciones de género y han cuestionado la narrativa maestra de la Revolución de 1910. En este sentido vale la pena recordar que Mary Kay Vaughan la caracterizó como un evento patriarcal y hay que reconocer que la última generación de historiadoras feministas ha aportado nuevos temas, preguntas y métodos al respecto.18 No obstante, la observación de Vaughan nos revela un acertijo a la vez que lanza un reto. ¿Cómo llevar el análisis de género a un momento histórico complejo, caracterizado en la historiografía por protagonistas masculinos que actuaron en un mundo de hombres, donde no sólo están invisibilizadas las mujeres, sino ausentes las relaciones de género que estructuran aquel mundo? No se trata en exclusiva del problema perenne de qué percibe o reconoce el historiador, sino de qué tan preparado está intelectual y analíticamente para buscar en torno a esta problemática. ¿Qué preguntas formula el historiador y cómo procede a contestarlas?19
Este trabajo se finca en la misma línea de reflexión, con la pretensión de reconocer y tratar una laguna historiográfica, analizar en plan crítico las relaciones de género y cuestionar las interpretaciones dominantes de la Revolución mexicana. Sin embargo, presenta algunas diferencias notables frente a las otras contribuciones que he mencionado. Sobre todo, se trata del reconocimiento de una historia invisibilizada por partida doble, por ser una historia de mujeres y por ser una historia de religiosas. ¿De qué manera se pierde o se suprime la condición de agente histórico de las religiosas? En principio, debido a que la historiografía de la Revolución desconoce el papel cotidiano de la religión en las vidas de las personas, sean ellas religiosas o seglares. Ocasionalmente, se reconoce la importancia de la ideología y la política anticlerical de algunos dirigentes, intelectuales o militares y en general se ha reconocido el temperamento anticlerical de la Revolución como evento. Pero las posturas anticlericales no ayudan a visibilizar a las religiosas. En las interpretaciones dominantes de la Revolución mexicana, están ausentes las mujeres por estar sujetas a las reglas del patriarcado, y las religiosas, por estar sometidas a la reglamentación de la Iglesia institucional. Quizá la excepción a esta regla ha sido la historiografía sobre la llamada rebelión cristera, en donde se ha reconocido en alguna medida la importancia de las mujeres en general y de las religiosas por extensión.20
En este artículo, pretendo abordar la experiencia vivida por algunas mujeres -hermanas y monjas-, cuando los ejércitos de Venustiano Carranza enfrentaron al ejército federal que comandaba Victoriano Huerta. En realidad se trata de una historia del anticlericalismo, pero, como se verá, no se puede reducir exclusivamente a dicha ideología. En los intersticios de una guerra civil, encontramos la historia de unos grupos de religiosas que huyeron de los soldados cuando fueron invadidos sus conventos y claustros. No es novedad que los soldados carrancistas hayan cerrado los conventos, pero la narrativa convencional sobre la Revolución mexicana nunca reconoció la importancia de tales hechos. Las vidas de las religiosas afectadas no formaban parte del imaginario historiográfico laico. Es una historia que de manera escasa dejó rastros o indicios, por lo que exige una mirada cuidadosa a las pocas fuentes que existen.
La población de religiosos desplazados -hombres y mujeres- se exilió en varias poblaciones, sobre todo en Texas y Cuba. En estos lugares vivieron como refugiados en 1914 y 1915. Ahora resulta que algunos rastros clave para contar su historia estuvieron escondidos a plena vista desde hace casi un siglo, en un archivo de la ciudad de Oklahoma, imaginado y construido por un sacerdote canadiense: Francis Clement Kelley.21 Enseguida retomaré el asunto del archivo.
II
La composición del acervo histórico resulta crucial para poder contar la historia de las monjas en la Revolución mexicana y la segunda parte de esta historia se dedica a explicar este singular acto. Podemos identificar cuatro aspectos básicos de la creación del archivo. Primero, Francis Kelley y otros viajaron por las zonas donde se encontraban los refugiados con el propósito de conocer la población, su tamaño y sus necesidades. Segundo, se entrevistaron con la población de refugiados con el objetivo de transcribir sus testimonios. Tercero, Kelley viajó a Roma para informar al papa sobre su campaña a la vez que difundió las historias de los refugiados a través de la revista Extension en formato seriado. Cuarto, a su regreso de Roma formalizó el archivo como un legado de su participación en lo que escuetamente llamó “The Mexican Question”. Este acto de poder, la construcción por Kelley de un acervo histórico que reúne las voces de los católicos exiliados por la Revolución mexicana y las de otras personas que permanecieron en el país, ocupa los siguientes párrafos.
El primer paso en la construcción del archivo fue un viaje de reconocimiento que hizo Kelley en el otoño de 1914 por el sur de Texas. El arzobispo Quigley de Chicago le informó que se generaba una crisis humanitaria en la región de San Antonio y le giró la instrucción para que fuera a investigarla. Su visita comprendió las ciudades de Dallas, San Antonio, Laredo, Galveston, Houston y Corpus Christi. De Texas, Kelley viajó a Nueva Orleans para reunirse con James H. Blenk, el arzobispo de aquella ciudad porteña y un hispanohablante.22 De ahí, ambos abordaron un barco rumbo a La Habana, Cuba, donde se reunieron con otro contingente de refugiados religiosos provenientes de México. En el sur de Texas y en La Habana, el equipo de Kelley tomó las declaraciones de hombres y mujeres que habían huido de la violencia en México.
En San Antonio Texas, Kelley encontró a José Mora y del Río, arzobispo de la Ciudad de México y encargado de la Iglesia católica mexicana, junto con una gran cantidad de compatriotas refugiados o exiliados. Tan sólo en San Antonio, el clero mexicano incluía a cuatro arzobispos, cinco obispos y unos cuarenta sacerdotes.23 El problema inmediato al que se enfrentaba Kelley fue que el clero mexicano se había internado en Texas sin recursos y necesitaba de todo, desde ropa y comida hasta trabajo. La jerarquía mexicana se esforzaba por mantener concentrado a su clero y se temía que, si se dispersaba, ya no regresaría al país. Por lo tanto, su presencia masiva constituía un peso fuerte sobre los recursos de la diócesis de San Antonio, la única institución local que mostraba interés por apoyar a los refugiados.
Desde el primer momento, Kelley trabajó con el clero local y con la población refugiada que se encontraba en el sur de Estados Unidos y en Cuba, para recopilar los testimonios de aquellos hombres y mujeres que se habían visto obligados a huir de la violencia en su país. Se constituyó un pequeño grupo de hombres letrados, miembros del clero y abogados, quienes se encargaron de procesar los testimonios. Su método consistió en varias actividades: primero recogió las cartas escritas en México o desde el exilio, que contaban las tribulaciones de las víctimas; segundo, se dedicó a recopilar las noticias que se publicaban en los periódicos y otras fuentes sobre el curso de la Revolución y particularmente sobre la persecución religiosa; y tercero, pidió a los exiliados de cada ciudad que escribieran sus experiencias. Sin duda, el testimonio escrito de los exiliados fue el aspecto más directo y convincente de su labor por documentar la crisis. Kelley contó con el apoyo del arzobispo Mora y los demás obispos mexicanos refugiados en Texas, así como con algunos miembros del clero estadounidense.24 Una pieza clave fue el apoyo que recibió en la traducción de los documentos. Su traductor fue un sacerdote mexicano bilingüe llamado Juan Navarrete, un joven oaxaqueño que se convirtió en el secretario, intérprete y acompañante de Kelley.25
Luego Kelley viajó a Roma, donde presentó un informe al papa Benedicto XV sobre la persecución religiosa en México. Durante su visita, Kelley informó sobre diez obispos mexicanos, ciento cincuenta hermanas y monjas, y doscientos sacerdotes que vivían en Estados Unidos, así como de un número similar que lo hacían en Cuba.26 Para entonces había fabricado las fuentes que constituirían su archivo sobre la cuestión mexicana. El proceso de creación de este material -la transformación de testimonios en documentos históricos- está en el centro de esta historia. Pero es importante reconocer que Kelley, su campaña y su archivo son indisociables de una expresión particular de patriarcado rígido y vertical.
Los testimonios que recopilaron Kelley y sus colaboradores, principalmente entre octubre de 1914 y febrero de 1915, se tomaron de modo minucioso en presencia de dos testigos y un notario público. En Estados Unidos, el notario era un fedatario del Estado, y por tanto, no era religioso. Su firma daba fe de que los presentes habían jurado decir la verdad y convertía al documento en evidencia legal de acuerdo con el sistema de justicia de aquel país. Por lo general, las declaraciones estaban mecanografiadas y la traducción podía estar escrita a mano. La conservación de ambos documentos permite al historiador corroborar la traducción. Los declarantes y testigos firmaron siempre al final de cada documento junto a la firma y sello del notario. Este proceso se repitió con decenas de testimonios brindados por hombres y mujeres provenientes de las diversas regiones de México. Cada uno de ellos habló de sus experiencias y a veces hacían referencia a otras historias que habían escuchado en algún momento. A este material, tomado como un solo cuerpo de evidencia, le da contexto una selección de artículos periodísticos, decretos oficiales hechos por funcionarios constitucionalistas, documentos impresos publicados por la Iglesia católica y las cartas en su mayoría escritas a mano de los fieles mexicanos que estaban en contacto con sus pastores, familiares y amigos exiliados. Es difícil exagerar la importancia de este aspecto del trabajo de Kelley, pues la calidad de los documentos testimoniales es fundamentalmente distinta a la de otro tipo de documento oficial generado a lo largo del proceso revolucionario. Los testimonios de los religiosos exiliados se conservaron en un acervo hecho al calor del momento.
La publicación original de los testimonios, revisados y editados con intensidad, tomó la forma de un librito publicado en 1915, The Book of Red and Yellow, que buscaba asociar al gobierno del presidente Woodrow Wilson con la violencia cometida contra los civiles en México.27 En su momento, se distribuyó a través de una red de organizaciones católicas en Estados Unidos y vendió 110 000 ejemplares durante el primer año después de su publicación.28 El libro original omitió los nombres de las víctimas y muchos de los lugares particulares en donde se había reportado la violencia, y Kelley explica que se tomó esa decisión para proteger a sus informantes.29 La crítica al libro siempre fue que exageraba los hechos y que no había forma de saber claramente de quiénes se trataba y en dónde había sucedido la supuesta violencia. Pese a su inicial popularidad, hoy la campaña y el libro se han olvidado. Pero el archivo que aloja el material para el libro incluye los testimonios originales y un documento maestro con toda la información suprimida del libro y las referencias correspondientes a los documentos originales.
En principio, es una historia sobre las condiciones de secularidad presentes en un momento clave de la Revolución mexicana.30 En 1914 se tornó violenta la lucha por definir los espacios aceptables para la Iglesia católica en tanto institución y la práctica religiosa de sus fieles. Una medida tomada por el ejército carrancista fue decretar el cierre de los conventos de religiosas y monjas de claustro en algunas partes del país y, en ese contexto, se inscriben los testimonios sobre la violación de religiosas por los soldados. No obstante, el problema de la violación va más allá de las condiciones de secularidad,31 debido a que no sólo nos habla de la exclaustración como una redefinición de los parámetros o límites de las esferas religiosa y civil. Presenta el problema más formidable de entender cómo los cambios en las condiciones de secularidad reconfiguraron el cuerpo de la mujer religiosa. En este contexto se plantea una pregunta importante: ¿Cómo debemos interpretar la violencia dirigida en contra de las religiosas? ¿Fueron ellas reducidas a otro símbolo más de la Iglesia institucional, profanadas y secularizadas en el contexto de la violencia iconoclasta? Esta cuestión ocupa la tercera parte de este artículo.
III
En este apartado analizo una serie de testimonios que tratan la cuestión de la violencia de género, en particular, las violaciones cometidas contra monjas y religiosas. Las fuentes aluden a una historia de minorías en el sentido descrito por Dipesh Chakrabarty. Es decir, nos enfrentamos al problema de tramar y escribir una historia debido a las vidas invisibilizadas de los actores.32 A finales del siglo XIX o a principios del XX, los sujetos de esta historia vivieron “aislados de los mecanismos formales de movilidad social”, así como de las instituciones de representación política.33 Como consecuencia, estos sujetos no aparecen en nuestras fuentes o quizá sólo de manera fragmentada y parcial. En todo caso, sus historias eludieron los reflectores de la historiografía y, por lo tanto, nos plantean el dilema de cómo reconocer y representar un actor ausente que, no obstante, está a plena vista. Estas historias aluden a pasados subalternos que al final permanecen ajenos a nosotros debido a la manera particular como los actores históricos interpretaban y articulaban sus propias vidas. En algunas ocasiones, parece que las palabras de los actores plasmadas en las fuentes no permiten que se cuente su historia en términos para nosotros familiares.34 Al final, también se trata de una historia, difícil por su temática, que exige reflexión sobre cómo reconocer, aprehender y representar un acto de violencia completamente subsumido en el desprecio íntimo del cuerpo y honor del otro. Es una violencia tan singular que genera lo que Veena Das ha denominado conocimiento envenenado,35 es decir, un saber que no puede enunciarse, “guardado con un celo que jamás le permitirá nacer”.36
La hermana María Eucaristía fue una monja que vivió en claustro como abadesa del convento de las Capuchinas Sacramentarias del Señor San José en México. Su historia ilustra uno de los posibles escollos que limitan la representación historiográfica. Su testimonio se escribió en La Habana en noviembre de 1914. Como cabeza de su convento, tuvo a su cargo un número no especificado de hermanas. Ella y sus protegidas habían huido de México por Veracruz previamente ese año y vivían refugiadas en un convento de Guanabacoa, municipio perteneciente a La Habana. Debido a su voto de claustro, sor María Eucaristía no acudió a hacer su declaración, sino que habló con su confesor, el padre Manuel Reynoso. Éste explica que el arzobispo de la Ciudad de México le comisionó a tomar el testimonio de la hermana María Eucaristía.
La declaración tiene dos partes; en la primera habla Reynoso por sí y en la segunda habla por sor María Eucaristía. Al final, los dos firmaron la declaración jurada, aunque es Reynoso quien redacta el documento. Después de fechar la declaración y ubicar la morada en donde se tomó, identifica a sor María Eucaristía y explica que ella y su comunidad se encuentran en Cuba tras huir de las persecuciones que sufrieron a manos de los “carrancistas”. Luego cambia de voz y habla por sor María Eucaristía en los siguientes términos:
que puede jurar y jura por Dios Ntro. Señor y la señal de la Santa Cruz, ser la verdad, lo que en seguida expondrá: Que se vio precisada a venirse porque en la Villa de Guadalupe, tuvieron que esconderse […] pues varias veces fueron comisionados carrancistas á preguntar por ellas, y fingiendo distintos pretextos, intentaban indagar si alli había “monjas”; por lo cual entendió la declarante que se trataba de perjudicarlas, como lo han hecho con otras [...] Que una señorita hermana de una religiosa “Concepcionista” de Tacubaya (Méx) comunicó a la exponente, que esas religiosas “Concepcionistas” habían sido encontradas por los emisarios “Carrancistas”; que fueron conducidas á la Comisaría y de allí fuerón llevadas al Cuartel de los soldados, en donde pasaron una noche; ignorando la exponente si durante esa noche sufrieron las expresadas religiosas otras vejaciones ó atropeyos mayores que los expuestos; que al entrar á la casa de las religiosas Capuchinas del “Bosque” (porque los carrancistas entraron allí,) buscaban á las religiosas jóvenes preguntando donde estaban, y que habiendo visto á una de esas religiosas jóvenes, la siguieron pero no pudieron cojerla, porque ella corriendo y escondiéndose pudo escaparse de sus garras; que esto lo supo la exponente, por que esa misma religiosa le escribió comunicándole lo expuesto ultimamente, y lo primero lo supo porque se lo refirieron las mismas religiosas del “Bosque”.37
En lo que se refiere al contenido de la carta, el padre Reynoso representa los acontecimientos que María Eucaristía contó sobre lo que habría visto y vivido. En este sentido, ella relató lo que supo de las experiencias de otras por escrito o de viva voz. No testificó sobre violaciones u otra violencia extrema, pero relató la huida de una hermana y precisó que a las hermanas de Tacubaya se les hizo pasar una noche en los cuarteles. Por la pluma del padre Reynoso nos enteramos que ella no sabía si las forzaron a padecer vejaciones o violaciones, aparte del hecho de que se les hizo pasar la noche en los cuarteles con los soldados. Es decir, la violación consiste en obligar a las hermanas a romper sus votos; este acto de profanación se sobrepone a todo lo que le pueda seguir.
Para un lector moderno, esta declaración podría parecer ingenua o anticuada. ¿Para qué más, se podría preguntar, obligaron los soldados a sus rehenes a pasar la noche en los cuarteles? ¿Qué no es la violencia/violación en contra del cuerpo de la mujer más importante que la violencia contra los votos? En este testimonio percibimos que son dos registros distintos: uno sagrado y otro profano. Al fin, puede ser más respetuoso de la dignidad del testigo quedarnos con la duda sobre el desenlace de semejante ultraje. Queda claro, no obstante, que sus palabras nos obligan a considerar la tensión entre la pureza y la contaminación en la vida religiosa. ¿Tendrá el relato sus zonas de silencio? ¿De qué manera invade el pasado al presente, no tanto como memoria traumática, sino como conocimiento envenenado?38 Este testimonio no permite una interpretación más profunda, pero abre una ventana sobre la dificultad de escribir historia a partir del trauma de otras personas y sobre la importancia de la verosimilitud.
El estilo y contenido de su declaración merecen comentario debido a los límites particulares que imponen a la interpretación historiográfica. Su memoria relata el contexto general de la condición difícil de las religiosas, aunque nunca pretende representar las peores infamias de la época. Pero el interés en su testimonio surge de otro lado porque la serie de filtros revelada en la carta sugiere cómo y por qué interesa al historiador considerar la subalternidad de las hermanas. En este testimonio la hermana María Eucaristía nunca manifiesta una voz propia, al parecer debido a una elección hecha con libertad al tomar sus votos, entre ellos un voto de vida religiosa en claustro o un voto de silencio. Le representa un sacerdote, por virtud de la comisión del arzobispo y porque el padre Kelley se había ido a La Habana en búsqueda de semejante testimonio. Existen un protocolo y una jerarquía clara y aparentemente rígida además del contexto circunstancial de la campaña de Kelley. ¿Acaso es posible reconocer la voz de una mujer a través del filtro de estos tres hombres -el arzobispo Mora y del Río, Reynoso y Kelley-? ¿O quizás lo que tenemos de frente es, en fin, la voz de sor María Eucaristía, representada y sobredeterminada siempre por una estructura patriarcal, rígida y vertical? Por todo esto hay que reconocer la distancia formidable que impone el texto entre el sujeto y el acto de la interpretación histórica.
Esta distancia invoca dos acepciones distintas de la subalternidad. En primer lugar, recuerda la intuición que llevó a Gayatri Spivak a preguntar si el subalterno podía o no hablar, es decir, si las condiciones sociales permitían que se escuchara su voz. La estructura de la representación política, concluye Spivak, puede excluir al sujeto o invisibilizarlo.39 En este caso, habría que reconocer como condicionantes de la representación política, no sólo las leyes mexicanas que buscaron privatizar el culto, sino también la jerarquía de autoridad misma de la Iglesia. Ambos contribuyen a la distancia infranqueable que separa al sujeto y el historiador. En segundo lugar, recuerda la observación de Dipesh Chakrabarty sobre los límites de la razón moderna. Como ejemplo él presenta el caso de un juicio que se desarrolló en la India en el siglo XIX, en el que dos rebeldes fueron acusados y aceptaron su infidencia, pero insistieron en que no habían actuado por sí mismos, sino que había sido su Dios el agente de las acciones. Frente a este testimonio, Chakrabarty sospecha que existe una aporía que las ciencias sociales no pueden resolver. En efecto, los acusa dos ceden su propia autonomía y condición de agente,40 a favor de una divinidad, a favor de la providencia. Para el historiador, esta circunstancia presenta un dilema: ¿cómo ser fiel a la subjetividad de un actor que la subordina a una divinidad? No podemos representar una subjetividad divina.41
Estas visiones de la subalternidad tratan de explicar dos distintos órdenes metodológicos de problema. Primero, se refieren a la relación entre el sujeto histórico y la nación, tratan las aporías de la ciudadanía. Segundo, ponen en relieve casos límite del espacio irreductible que separa al historiador -y sus lectores- del sujeto histórico. De manera análoga permanecemos desesperadamente a una gran distancia de la hermana María Eucaristía como sujeto histórico. Al final, podemos decidir que logramos representar su voz de manera adecuada, pero sigue siendo tenue, siempre representada con anterioridad. Éste no es el caso con otros testimonios presentes en el archivo. De hecho, el acervo incluye numerosas affidavits (declaraciones juradas, firmadas y notariadas), en las que hombres y mujeres relatan sus experiencias e historias. A continuación, pretendo interpretar esas declaraciones.
El padre Manuel Díaz Santibáñez fue el superior de la iglesia de San Felipe Neri, ubicada en el centro de la Ciudad de México.42 En octubre de 1914 afirmó que las historias de violaciones cometidas a religiosas eran comunes en la capital y añadió que la gente se cuidaba de no divulgar el paradero de las hermanas como una forma de proteger a las víctimas. Asimismo, declaró que a finales de septiembre de 1914 había hermanas violadas por los revolucionarios y embarazadas, internadas en la Casa de Cuna, un orfanato para niños abandonados en la calzada de Chapultepec bajo el cuidado de la señorita Eliza Berruecos. Él no sabía cuántas, pero añadió que sí estaba enterado de seis hermanas más que en ese momento estaban resguardadas en una granja cerca de la Ciudad de México.43
El padre Enrique Servín, pastor de la parroquia de San Miguel Arcángel en la Ciudad de México, dijo que las historias de las violaciones cometidas a las hermanas eran tan comunes en la capital que todos las creían. Tenía entendido que muchas hermanas estaban embarazadas y otras sufrían enfermedades repugnantes. Como en el caso anterior, el historiador se encuentra siempre a cierta distancia del acontecimiento. Sin embargo, dos aspectos de su testimonio merecen un comentario. Primero, la frase “todos las creían”, habla de un conocimiento local que no debe pasarse por alto. Es decir, independientemente de la precisión de las fuentes, queda la posibilidad de que una parte de la población de la Ciudad de México generaba una tradición oral en torno a la violación de las monjas. Segundo, la mención de las “enfermedades repugnantes” nos obliga a considerar de nuevo, más allá de la idea abstracta del ultraje, la tensión básica entre el concepto de pureza y los distintos órdenes de contaminación en el contexto de los votos religiosos.44 También recuerdan el choque entre la guerra y el cuerpo violentado de la mujer.
Otro sacerdote, el padre Nicolás Corona, oriundo de La Piedad, Michoacán, dijo que el doctor Zarraga [sic], cuyo consultorio estaba en la calle de las Artes, en la Ciudad de México, daba refugio en su casa particular a 17 hermanas que habían sido violadas por los revolucionarios y estaban embarazadas.45 De nuevo, nos enteramos de la violación de monjas por testimonios de terceros. Los detalles se acumulan y son convincentes, quizá, pero nos encontramos siempre a cierta distancia, siempre con el problema de interpretar a partir de fragmentos.
María E. Thierry era el nombre civil de una monja carmelita descalza. Su declaración es larga y abarca sus experiencias después de que la expulsaron de Aguascalientes, durante su huida a la Ciudad de México y después en su viaje rumbo a Veracruz. Escribió su testimonio en una carta dirigida a James Cardinal Gibbons, el arzobispo de Baltimore y primado de la Iglesia católica en los Estados Unidos, pero dio su declaración en el claustro de Sta. Therese, el convento de las carmelitas descalzas en La Habana. Sigue un fragmento de su testimonio:
Se nos ha concedido media hora a la mayoría de nosotras para salir de los conventos y muchas han sido arrestadas y llevadas a los cuarteles donde corren todo tipo de riesgos en sus votos de castidad. A muchas se les ha obligado a unirse a la Cruz Roja y a cuidar a los heridos y, con este pretexto, se les retiene como esclavas, se les obliga a moler maze [sic] y lavar la ropa de los soldados, mientras que a otras se les fuerza a vivir con los soldados como sus esposas. He visto con mis propios ojos más de veinte religiosas de diferentes órdenes en la Ciudad de México, Hospital de Jesús, Casa del Buen Pastor y hospital de maternidad que están a punto de dar a luz y muchas otras de despecho se han perdido.46
Thierry explica la difícil situación de las monjas en términos de esclavitud, una esclavitud doméstica que combina el trabajo monótono de la subordinación marital con la esclavitud sexual. Es un comentario notable en el contexto de 1914 y genera un paralelo entre el esclavo y la esposa. Es un comentario explícito sobre la violencia inherente en la exclaustración masiva de las religiosas, la detención de las mismas, la estancia forzada de ellas en los cuarteles y en la subyugación al poder/deseo masculino de mujeres que hicieron votos de castidad y obediencia ante su Dios. La profanación aquí aparece no como un concepto en abstracto, sino una práctica que consta de pasos tan precisos como empíricos.
La Revolución de 1910 funcionó en momentos como un gran nivelador. Se puede ver en el trato de los ricos a manos de los pobres, pero aquí se ve en el colapso de los límites que separaban lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo secular. No se puede exagerar la importancia de este aspecto del testimonio. Thierry lo resalta con una referencia a las hermanas embarazadas que ha visto en múltiples instituciones, tanto civiles como religiosas. El fragmento citado termina con una reflexión en apariencia pasajera sobre aquellas hermanas que “de despecho se han perdido”. Esta frase está muy cargada de implicaciones. Difícilmente la podemos interpretar, pero no debemos pasarla por alto sin considerar el rango de significados potenciales, todos apenas más allá de la interpretación del historiador. ¿Quiénes eran las que se perdieron? ¿Cuántas eran? ¿En qué consiste su despecho y perdición? Estas preguntas evaden una respuesta sencilla y, sin embargo, la pérdida debe referirse a los votos de castidad y obediencia a una vida hecha en comunidad religiosa. En otro contexto, Veena Das se pregunta sobre la muerte social de las mujeres raptadas y violadas: ¿qué tanto pierde la mujer “contaminada” en estas circunstancias?47 Este caso nos interpela sobre el concepto de la contaminación y sus implicaciones en el contexto de la Revolución mexicana.
Una declaración más llevaba la firma de un tal Leopold Blum. Él se identificó como alemán por nacimiento, ciudadano estadounidense y vecino de la Ciudad de México durante 36 años, quien se dedicaba a la crianza de caballos pura sangre. Según su relato, grabado en la ciudad de Nueva York el 19 de febrero de 1915 y certificado por fedatario público, Blum describió cómo se escondió en San Pedro, a veinte minutos de la Ciudad de México, después de las batallas de Zacatecas. Permaneció escondido por tres semanas en una fábrica de ladrillos propiedad de un hombre de apellido Olson y, frente a la fábrica, había un hospital muy grande.48 Blum relató que había hablado personalmente con varias monjas que vivían ahí. De acuerdo con su declaración, ellas le contaron que habían escapado del norte y habían sido violadas por los revolucionarios. Blum reportó que había 81 monjas en el hospital, que las había visto y habló con ellas. Dijo también que otros vecinos, tanto extranjeros como de la “mejor clase de mexicanos”, iban al hospital a llevar ropa de bebé y a hacer otros actos de caridad. Según estimaba, tres o cuatro niños habían nacido de las monjas mientras estaba allí escondido. En la declaración se refiere a otro hospital que atendía a monjas violadas, aunque reporta no saber el nombre del lugar.49
Hubo otros testigos, pero no existe un solo testimonio que declare “fui violada”. Ésta es una declaración más contemporánea, quizá una declaración de lucha. Al contrario, en estos testimonios se percibe una zona de silencio entre los testigos directos, la cual apela al problema central explicado por Veena Das en el contexto de las violaciones masivas de mujeres durante la separación de India y Pakistán. Además del problema de las zonas de silencio, nos encontramos frente a un lenguaje muchas veces indirecto o metafórico que evade la especificidad: ¿qué significa, en este contexto, la declaración de Maria E. Thierry de que las monjas fueron obligadas a vivir como esclavas y esposas? Críptica, Veena Das nos enseña que puede ser peligroso recordar;50 y sin embargo, nos encontramos frente al dilema de la representación y sus límites. ¿Qué podemos concluir?
Gayatri Spivak ha escrito sobre la violación como una metonimia de la conquista territorial.51 Argumenta que, en la guerra, a las mujeres se les naturaliza como una forma de propiedad. Este fenómeno se puede entender en función de una poética de la violencia de género: una forma de ver y comprender sus operaciones simbólicas más allá de la interpretación. La autora desarrolla esta idea en el contexto de un análisis sobre la práctica de Jauhar, una forma de suicidio ritual hindú cometido por mujeres ante el asalto inminente de un ejército conquistador. Su objetivo era consagrarse ante su dios en lugar de someterse a la inevitable violencia/ violación que les esperaba en el mundo material: un desenlace espiritual por encima de la vil destrucción -literalmente la profanación- del cuerpo.52 Desde luego, este ejemplo corresponde a una práctica exclusiva de la India y no puede generalizarse para otro país, cultura y siglo. Los historiadores y antropólogos, sin embargo, han escrito sobre el tema de la violación como táctica de guerra por más de una generación y abundan ejemplos en diversas épocas y regiones del mundo.53 En el contexto del México revolucionario, sabemos que la violación acompañó a la guerra, pero ¿qué consecuencias puede tener este tema para nuestra comprensión de la historiografía contemporánea? Y ¿se habrá presentado alguna vez el suicidio por motivos espirituales ante la amenaza de la violación/profanación en el contexto de la guerra? El México revolucionario, sin lugar a duda, estaba a un mundo de distancia de la antigua tradición hindú de patriarcado, conquista y Jauhar. Sin embargo, tal vez un ejemplo más puede brindar al historiador un punto de referencia análogo para una contextualización final que sitúe el tema de la violencia de género en la Revolución.
Encuentro la analogía en un caso a todas luces modesto. Pilar era una joven toluqueña y escribió una carta a su pastor en octubre de 1914. Ella no parece haber sido monja, deducción a la que llego en la lectura de su carta, porque la minucia mundana que llena sus páginas evoca más una vida secular. La mecanografía pulcra en tinta azul, la caligrafía de su firma y su manera de expresarse delatan, quizá, los pensamientos de la hija soltera de una familia acomodada de Toluca; sin embargo, su identidad permanece oculta. Al principio de la carta reflexiona sobre los tiempos difíciles de su presente. “Todo está peor hoy que ayer, y mejor hoy que mañana”, escribe pesimista, labrando un aforismo que le habría gustado a Reinhart Koselleck.54 Sobre el tema de los revolucionarios, opina que no hay por qué temer a Emiliano Zapata, pero que las tropas cometen muchas atrocidades. Si se considera la época, ésta es una distinción sorprendente y apela a nuestro interés por saber quién era Pilar y cómo llegó a esa conclusión. Por desgracia, Pilar se encuentra irreductiblemente más allá de una comprensión transparente y sólo podemos analizar las palabras que decidió incluir en la carta. Esto hace que su declaración principal sea tanto más aguda. Después de intercambiar noticias locales, le dice a su pastor que debe hacerle una pregunta y que nunca la había hecho antes porque no se le había ocurrido que fuera de ningún modo pertinente. Sin embargo, ahora la veía como una posibilidad real. “Suponga que alguien cae en poder de los zapatistas, ¿sería mejor para ella quitarse la vida en vez de permitirles hacer su voluntad y lo que suelen hacer?”55
Al final, no sabemos cómo terminó Pilar, si cayó víctima o logró evitar la violencia revolucionaria. ¿Se habrá quitado la vida ante la amenaza de la violencia, haya sido inminente o percibida? Pero, se impone una claridad precisa en la pregunta que ella formula. Pilar interpreta la conquista territorial como mujer y entiende la poética de la violación en la clave de la profanación. Ambos son importantes: el simbolismo de la violencia y su interpretación a través de la vida vivida.
IV
Mi interés principal en este trabajo ha sido el nexo entre la historia de la Revolución, por un lado, y las pequeñas tensiones que experimenta el historiador entre la crítica de fuentes, la interpretación y la escritura de la historia. He tratado de construir una historia de pasados subalternos manifiestamente mediatizados por las relaciones de género. Mi intención ha sido mostrar cómo la Revolución constitucionalista escribió la historia de la guerra en los cuerpos de las religiosas a la vez que representó el conflicto entre Estado e Iglesia en México. Encontré los fragmentos de esta historia anidados en un relato de activismo que surgió en la Iglesia católica estadounidense. Es notorio el trabajo de Kelley en la fundación de un sistema para recoger el testimonio y un acervo para preservarlo. Pero la revelación más duradera de este trabajo, creo, se encuentra en la figura de la mujer religiosa. Ella simboliza el vínculo que une la religión con la política (dos abstracciones razonadas) y su experiencia vivida a través de la fe y la ciudadanía (en cada caso, el catexis).56 Su experiencia de vida ilustra la manera como la fe encarna57 la religión y la ciudadanía ilustra la política. En este caso, con la ciudadanía proscrita, la religiosa vive al margen de los mecanismos formales de representación.
El componente anticlerical de la Revolución mexicana se menciona en la historiografía, pero por lo general las vidas de las personas afectadas por su violencia han permanecido invisibles, más allá de la historiografía. Cien años después, los historiadores prácticamente desconocemos las vidas de las mujeres religiosas y sus tribulaciones a lo largo de aquellos meses críticos. Así es que en parte he tratado de representarlos, es decir, de llenar una laguna histórica. La laguna está habitada por las vidas de las religiosas en México, pero sus parámetros, su litoral es el archivo que determina los sujetos que ahí residen. Por otra parte, he tratado de interpelar la historiografía de la revolución -interpretada como un evento en lo fundamental masculino- y considerar las formas como los historiadores representan la feminidad a través del juego entre hombres y mujeres, clero y seglares, soldado y civil, en un contexto de violencia extraordinaria.
¿Qué tan probable o creíble es la historia de las religiosas? ¿Pasa la prueba de la verosimilitud? Los testimonios son parciales o fragmentados y las voces muchas veces tenues. Pero las fuentes se forjaron en el particular momento de la campaña constitucionalista y los relatos son matizados. Sus historias fueron compartidas y difundidas de voz en voz para luego cristalizarse como parte de una tradición oral. Mediante la campaña de testimonio se volvieron fuente escrita entre 1914 y 1915. Estos relatos de las mujeres religiosas reclaman la identidad y la voz propia de cada una de ¿ellas a la vez que ponen el análisis de género en la encrucijada de la historiografía mexicana.58
Queda sin resolver el acertijo de los motivos de los hombres que violaron a las religiosas y el papel que habrían jugado sus jefes. Rita Segato escribe que la violencia de género en el contexto de las guerras puede ser una expresión institucional de “la derrota moral del enemigo”. Su planteamiento nos obliga a preguntar ¿cómo se define “el enemigo” cuando se trata de una guerra civil?59 ¿De qué manera cultivan los ejércitos una práctica de desprecio hacia sus antagonistas, enemigos o contrincantes? ¿De qué manera puede más bien privar una mentalidad general que desestima o denigra ciertos aspectos de la vida civil? En la Ciudad de México un padre de familia se quejó en vano al general Venustiano Carranza de que los soldados constitucionalistas se habían llevado a sus dos hijas; a lo que Carranza le habría respondido que era imposible controlar un ejército. “Relájese”, habría dicho, “para eso son las mujeres!”60 ¿Podemos interpretar que se trata entonces de un acontecimiento seriado, incluso sistemático? Por su parte, Pilar caracterizó a Zapata como una persona honesta pero expresó su temor debido a que sus soldados cometían actos de ultraje en contra de las mujeres. En esta clave, se podría interpretar que se trata de un acontecimiento aleatorio, un fenómeno no sistemático. Al contrario, el concepto de violación de guerra supone que el abuso a las mujeres en un contexto bélico es sistemático y predecible. Si nos convencemos de esto, habría que considerar los hechos relatados aquí como parte de una historia a todas luces más generalizada.
Ninguna de estas interpretaciones aborda explícitamente el aspecto religioso de los acontecimientos. Sabemos que los jefes constitucionalistas orquestaron una campaña de violencia en contra de los símbolos de la Iglesia católica: los templos, los santos, las cruces en los parques y plazas, todos los aspectos materiales de la religión. ¿Habrán motivado a sus soldados para que cometieran los ultrajes en contra de las mujeres religiosas? ¿Se habrán reducido ellas a un símbolo más de la Iglesia católica? A fin de cuentas, no lo sabemos, pero si tomamos en serio el argumento de Spivak, de que en la guerra la violación de las mujeres es una metáfora de la conquista territorial, esto tiene más claridad. ¿Y qué hay más simbólico de la Iglesia que una monja, la esposa de Cristo? La narrativa de la violación puede presentarse como un aspecto constituyente de la guerra y, a su vez, como un indicador de la cambiante relación entre Estado e Iglesia, la reconfiguración de las condiciones de secularidad. En un plano simbólico, la violación de las monjas por los soldados es una violencia dirigida a la Iglesia en tanto padre protector de las religiosas. La monja, esposa de Dios, fue violentada en nombre de una campaña de dominio que negó su estatus particular al margen de la sociedad secular y declaró con énfasis que la Iglesia ya no estaba en condiciones de proteger a sus mujeres al margen del poder de la Revolución. Por lo tanto, se trata de una doble violación: por un lado la profanación de las mujeres religiosas quienes eran, en principio, seres religiosos que pertenecieron a un orden y espacio sagrado, mismo que destruyó la exclaustración; y luego, reducidas al estatus de mujer, fueron nuevamente profanadas en un acto de violencia de género.