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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.56 México ene./jun. 2021  Epub 23-Feb-2021

https://doi.org/10.48102/hyg.vi56.355 

Expediente

La fisura y la ausencia

Desaparición y gubernamentalidad en México

Disappearance and Governmentality in México*

**Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). México. Correo: pilarcal2008@gmail.com


Resumen

Los mecanismos y dispositivos que se utilizan en la desaparición forzada se modifican según las formas del Estado y el tipo de gubernamentalidad. En México, durante los años setenta del siglo XX, esta práctica se articuló a una gubernamentalidad populista, con un Estado fuerte, centralizado y autoritario, que utilizó políticas diferenciales para el tratamiento de las disidencias, desde formas legales e ilegales de represión, hasta la cooptación e incluso la creación de consensos. A partir de 2008, la desaparición forzada se inscribió en una gubernamentalidad neoliberal en la que el Estado, penetrado por grandes corporativos legales e ilegales, pasó a ser una estructura fragmentaria, con poderes locales relativamente autónomos, que pueden estar penetrados en alto grado por las redes criminales de alcance global. La articulación estatal-criminal hace que, en ese contexto, violencias que aparecen como privadas deban pensarse como público privadas y que la distinción entre las prácticas de desaparición y desaparición forzada resulten difusas.

Palabras clave: desaparición forzada; gubernamentalidad neoliberal; México

Abstract

The mechanism and devices that are used in enforced disappearance are modified according to the forms of the State and government. In the last 70s in México, this practice was articulated to a populist governmentality with a strong centralized and authoritarian State that used differential policies for the treatment of dissent, from legal and illegal forms of repression to the selection of co-opt practices and even the creation of consensus. As of 2008 this practice was inscribed in a neoliberal governmentality in which the State, penetrated by large legal and illegal corporations, became a fragmentary structure with relatively autonomous local powers which may be strongly penetrated by global criminal networks. The articulation State-criminal makes violence to appear as private but it should be thought as private-public and, in this context, the distinction between the practices of disappearance and forced disappearance is diffused.

Key words: Enforced Disappearance; Neoliberal Governmentality; México

En este artículo se aborda la continuidad de la desaparición forzada en México, aunque enfatizando en las características específicas que ésta adopta en dos momentos en particular: la lucha contrainsurgente de los años setenta y la llamada “guerra” contra el narco y el crimen organizado a partir del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa. Se trata de identificar la variación del dispositivo desaparecedor -de sus responsables, de sus víctimas, de las modalidades con las que opera-, según el tipo de Estado y la gubernamentalidad en que se sustenta. Por último, se adelantan algunos elementos muy preliminares para abordar el fenómeno a partir del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, dado que se propone instalar una nueva gubernamentalidad y que, en caso de lograrlo, debería reflejarse en una disminución y desaparición de esta práctica.

Para realizar este recorrido, será necesario partir de una breve caracterización del fenómeno de la desaparición y la desaparición forzada de personas.

I. ¿Qué entender como desaparición de personas?

Considero que es preciso pensar la desaparición de personas como un fenómeno vinculado a la desaparición forzada. En primer lugar, porque toda “desaparición” involuntaria es literalmente forzada y, en segundo, porque en gran cantidad de casos donde no se identifica la responsabilidad del Estado, subyace, sin embargo, de manera subterránea. La desaparición forzada, como fenómeno político, excede en mucho a la figura jurídica que la describe, así que no se la puede caracterizar a partir en exclusiva de su tipificación en el campo del derecho.

En ese plano, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) la ha definido como: “la aprehensión, la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguido de la negativa a admitir tal privación de libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un período prolongado”.1

Esta definición, aunque intenta dar cuenta de los rasgos principales del fenómeno, no necesariamente lo hace a cabalidad y, de hecho, excluye algunos componentes que considero fundamentales. El Estatuto se abstiene, con razón, de incorporar determinadas características que pudieran limitar la aplicación de sanciones en aquellos casos en que alguna de ellas no se presentara, aunque fuera en ocasiones.

El papel de las ciencias sociales para comprender la desaparición forzada requiere de una perspectiva diferente y mucho más abarcadora. Para caracterizar un fenómeno es necesario recuperar sus rasgos distintivos, que le dan identidad, aunque no se presenten en todos y cada uno de los casos. En ese sentido, cuando hablamos de desaparición forzada, en ciencias sociales nos referimos a la privación de la libertad de una persona por parte de agentes del Estado -o de grupos privados asociados o tolerados por éste-, que niegan su paradero para ejercer sobre ella cualquier tipo de violencia de manera irrestricta, lo que habitualmente termina en la muerte de aquélla y, cuando ocurre, esconden el cadáver y todas las pruebas del delito, con el objeto de garantizar la impunidad y diseminar el terror. Cuando esta práctica, conservando sus rasgos, es realizada por grupos cuya vinculación con el Estado no es demostrable, hablamos sin más de desaparición.

Me interesa en particular resaltar que, en esta práctica, la negativa a reconocer la detención -o el secuestro- persigue la posibilidad de ejercer una violencia desmedida y completamente ilegal sobre la persona, es decir, de recurrir a distintas formas de la tortura. Asimismo, otro aspecto fundamental es que el desenlace previsto por el mecanismo de desaparición es la eliminación de la persona y el ocultamiento de los restos de la víctima. Tortura -bajo distintas modalidades- y sustracción de los restos son componentes decisivos de la desaparición de personas -ya sea realizada por el Estado o por particulares-, que la CPI no incluye en su definición. Es decir, la negativa de paradero para sustraer a alguien del amparo de la ley no es suficiente para comprender los alcances de la desaparición y la desaparición forzada como fenómenos políticos de gran relevancia en el pasado reciente y en el presente.

Coincido con González Villarreal cuando considera la desaparición forzada como una “tecnología política”, que comprende prácticas, instituciones y discursos específicos,2 conformando un dispositivo cuya su utilización “no es exclusiva de las dictaduras, [sino que] es frecuente también en países formalmente democráticos”.3 Esta tecnología incluye, como práctica, una sucesión de procedimientos, un circuito que se compone de los siguientes pasos: rastreo de la víctima-secuestro o detención-ocultamiento del paradero-abuso irrestricto sobre la persona-muerte/asesinato-ocultamiento de los restos. Esta secuencia se sigue de hecho en todas las desapariciones, se verifique o no la participación del Estado. El dispositivo desaparecedor -estatal, privado o mixto- se crea para garantizar todos estos pasos aunque puede ocurrir que, a fin de cuentas, alguno de ellos no se consume. Por ejemplo, es posible que, por razones coyunturales, se arroje o se exhiba el cadáver de un desaparecido en la vía pública. También sucede, de manera invariable, que a pesar de los administradores del dispositivo, haya víctimas sobrevivientes, pero estas “excepciones” no corresponden con la “norma” del dispositivo, que contempla la apropiación de las personas para hacer sobre ellas “cualquier cosa”, para tomar de ellas todo lo que se desee, hasta la vida, y desecharlas luego sin dejar rastro. Ése es el núcleo del fenómeno de la desaparición.

Por lo tanto, esta práctica implica un procesamiento específico sobre el cuerpo de las personas y sobre el cuerpo social que, a mi juicio, lo distingue de lo que algunos autores (Gatti, Irazusta, Martínez y otros) han caracterizado como “desaparición social”. En un volumen muy interesante,4 coordinado por Gabriel Gatti, dichos autores incluyen en la categoría de “desaparición social” a los que “no forman parte”, los que “no cuentan”, los que “no están visibles” para el resto de la sociedad e incluso a los recluidos. En esta misma dirección, Éttienne Tassin afirma: “Exclusión y reclusión son formas de desaparición”.5 Es cierto, pero sólo en un sentido bastante general. Creo que la exclusión, la invisibilidad social que padecen enormes grupos de población o la falta de representación -fenómeno incluso mucho más amplio que el primero-, siendo formas de “desaparecer” política y socialmente a las personas, al no hacerlo de modo literal desde el cuerpo -y sobre el cuerpo-, adquieren características, aunque asimismo graves, muy diferentes a las ya expuestas, justo porque no implican determinados procesos que son sustantivos en la desaparición de personas. Ambas -desaparición y “desaparición social”- son prácticas biopolíticas, pero mientras que la desaparición lisa y llana corresponde a su componente tanato o necropolítico -porque persigue la eliminación física final de las personas-, las otras refieren más bien la otra cara de la biopolítica, la que sin más abandona y “deja morir” a masas de población cada vez más numerosas. Se trata de tecnologías diferentes: usar, matar y ocultar los restos o, sin más, abandonar a su suerte y dejar morir, si es el caso.

Todas las vidas precarizadas, todos los migrantes expulsados de sus sociedades, todos los indígenas son invisibilizados, privados de la tutela del Estado y del Estado de Derecho, pero no todos son desaparecidos en el sentido radical que hemos expuesto. No es lo mismo ser un migrante en tránsito -con todas las violaciones de derechos que ello supone- que ser un migrante desaparecido; esto último no ocurre en cualquier lugar ni en cualquier circunstancia y por ello creo que es importante diferenciar ambos fenómenos. Tampoco me parece útil, para la comprensión de estas realidades, asimilar tanto a excluidos, emigrantes, refugiados, fugados y precarios sin techo como a las desapariciones forzadas en el contexto de las llamadas “guerras sucias” de América Latina con otras experiencias como la Guerra Civil española. Por eso, en lugar de tratar de crear un concepto general que permita englobar todos estos fenómenos, como el de “desaparición social”, me parece más útil hacer las distinciones correspondientes de tiempo, de lugar y de circunstancia. En este sentido, y a partir de los elementos señalados como constitutivos de la desaparición y la desaparición forzada, en este texto trataré de mostrar cómo, en diferentes momentos, esta práctica se sostiene como tal, pero adecuándose a las formas de organización del poder que rigen en cada época y en cada sociedad.

II. Desaparición y gubernamentalidad

Coincido ampliamente con Éttienne Tassin cuando afirma que “aparición y desaparición son fenómenos políticos que deben ser analizados en el marco de los regímenes que las han practicado”.6 Es decir, deben entenderse en el contexto del sistema de poder que los produce.

Sin embargo, el concepto de régimen político está anclado con solidez en la institucionalidad que organiza la lucha por el poder (tipo de Estado, forma de gobierno, sistema de partidos, procesos de elección y participación, etc.). Esto lleva a Tassin a distinguir solamente entre regímenes liberales y dictatoriales, lo que termina resultando insuficiente para comprender gran parte de los sistemas políticos neoliberales que, siendo en apariencia liberales y de manera formal democráticos, son autoritarios en sumo grado. En ese sentido, recuperando la afirmación de Tassin, propongo sustituir el concepto de régimen político por el de gubernamentalidad, desarrollado por Michel Foucault. La gubernamentalidad comprende no sólo a las instituciones sino también a los procedimientos y tácticas orientados al control de la población, de los recursos y de la conducta de las personas mediante los dispositivos de seguridad y de construcción de discursos y “verdades”. Se trataría, entonces, de mirar el entramado de poder de las sociedades a analizar, incluyendo al Estado y al gobierno, pero yendo más allá de ellos, para considerar la enorme red de dispositivos públicos y privados que configuran una gubernamentalidad en particular. Volveré sobre esto en el segundo apartado de este mismo texto.

En esa misma línea, y como lo he planteado ya en otros trabajos, voy a partir de la idea de que la observación de los mecanismos y dispositivos represivos y de penalización que existen en una sociedad nos permite aproximarnos a la anatomía del poder político que las sustenta y que, a su vez, se sustenta en ellas. Es decir, no sólo entender esos dispositivos en el marco de la gubernamentalidad que los configura sino también observar qué son capaces de decirnos, ellos mismos, acerca de dicha gubernamentalidad. Esto podría abrirnos la posibilidad de identificar rasgos poco visibles de las redes de poder vigentes, siempre mucho más vastas que lo evidente y, a su vez, romper con la aparente “irracionalidad” que nos sugiere la mayor parte de las prácticas represivas, desde una primera aproximación. En este caso, voy a referirme a las prácticas de desaparición y desaparición forzada en México. Para ello analizaré, en un primer momento, la desaparición de personas en los años setenta, en el contexto de una gubernamentalidad autoritario-populista, para luego abordar las que ocurrieron en la gubernamentalidad neoliberal, con la intención de contrastarlas, de señalar las continuidades y rupturas que existen entre ellas, en una suerte de ejercicio de memoria, que nos permita visibilizar qué de aquello está en esto y viceversa.

1. Desaparición

La recurrencia del Estado a prácticas represivas de excepción o incluso abiertamente ilegales como la desaparición forzada, por fuera de cualquier derecho civil o bélico, es muy antigua. Sin embargo, fue en el contexto de la Guerra Fría y las llamadas “guerras sucias”, cuando esta modalidad de la desaparición forzada como parte de lo represivo se convirtió en política de Estado en gran parte de los países de América Latina, México incluido. Si bien en todos ellos fue utilizada por el Estado para eliminar a la disidencia política revolucionaria y tuvo rasgos semejantes que comprendieron la creación de un circuito de rastreo-privación de la libertad-tortura-asesinato y desaparición de los restos de las personas, en cada país se articuló a las formas específicas de su gubernamentalidad.7 De manera que la extensión del fenómeno varió -en unos casos fue masiva, en otros restringida y en otros apenas circunstancial-, así como los órganos del Estado que ejecutaron las desapariciones e incluso los modos operativos y las tecnologías de desaparición de los cuerpos.

En México existieron algunos casos de desaparición forzada por lo menos desde la década de los años cincuenta e incluso antes, entre los que vale la pena recordar los de Porfirio Jaramillo -hermano de Rubén Jaramillo- y de Fortunato Calixto Nava, ocurridas en marzo de 1955 y mencionadas por Camilo Vicente Ovalle.8 Ambas corresponden muy claramente con los rasgos de la desaparición forzada; sin embargo es importante detenernos en la siguiente observación:

Aunque estas desapariciones/secuestros eran comprendidas como una medida de represión político-ideológica por los afectados, y pese a cumplir con varias de las características que hoy definen esta práctica: detención y retención ilegal de las personas por parte de autoridades (locales o federales) en lugares desconocidos y, además, la negativa de toda información sobre la detención, no tenian la carga conceptual de ser una práctica diseñada y operada por el Estado de forma sistemática y centralizada.9

Justo por ello, el análisis de la desaparición forzada como tecnología represiva del Estado, es decir de manera autorizada, centralizada y sistemática, suele iniciarse a finales de los sesenta, con la detención de Epifanio Avilés Rojas, ocurrida el 19 de mayo de 1969, aunque, como bien lo señala Camilo Vicente Ovalle, es por completo irrelevante -e imposible- determinar cuál fue el primer caso.10

Se puede decir que la desaparición forzada comenzó como una práctica incidental que se fue haciendo más frecuente entre 1971 y 1973 (cuando ya se registraban decenas de casos), para pasar a ser sistemática entre 1974 y 1978.11 Sin embargo, no existen registros oficiales del gobierno, ni tampoco de organizaciones sociales, que permitan acceder a una base de datos completa, lo cual es suficientemente significativo con respecto al ocultamiento de la información y de la responsabilidad del Estado.

No obstante, algunos autores, de acuerdo con información proporcionada por las organizaciones de la sociedad civil, calculan alrededor 1 200 personas desaparecidas en México en los años setenta.12 Por su parte, González Villarreal reúne distintos registros (del Comité Eureka, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado -Femospp- y el Centro de Investigaciones Históricas Rubén Jaramillo Menéndez) que suman un total de 857 personas desaparecidas.13 Este reporte es muy interesante porque incluye el lugar y la fecha del acontecimiento, además de la filiación política de muchas de las víctimas. Gracias a ello, se puede apreciar el inicio gradual del fenómeno, entre 1968 y 1973, con 34 casos; luego su ampliación entre 1974 y 1978 -años del exterminio de la guerrilla rural y sus grupos urbanos- con 612 casos, que representan más de 70% del total analizado, sobre todo en el estado de Guerrero, y después, la declinación pero no la cancelación del problema. A partir de 1979, la incidencia de la desaparición forzada en México -siempre según el registro de González Villarreal- disminuyó a menos de diez casos por año (con excepción de 1981 y 1999 con 31 y 14, repectivamente), pero se sostuvo de modo consistente.14 Al respecto, Camilo Vicente Ovalle observa que, justamente, desde finales de los años setenta y hasta mediados de los ochenta “comenzó una transición importante de la técnica de desaparición forzada, derivada de la intersección de la contrainsurgencia y una lógica de violencia emergente: la guerra contra el narco”.15 Por lo tanto, se podría decir que, aunque con otros objetivos y de una manera más limitada, durante más de veinte años después de exterminados los grupos guerrilleros, el Estado mantuvo la decisión de recurrir a esta práctica, que se fue “naturalizando”, lo que constituye una primera especificidad del caso mexicano.

Pasados esos veinte años, a partir de 2001 y, sobre todo de 2008, ocurrió un nuevo repunte de las desapariciones, aunque con características diferentes, y bajo otro tipo de gubernamentalidad, que se analizarán en la segunda parte de este trabajo.

En lo que se refiere a esta primera etapa de la desaparición forzada en México, hay que decir que entre las víctimas de los años setenta se cuentan hombres, mujeres, mujeres embarazadas, niños y ancianos. Un dato significativo es que 82% de los casos ocurridos entre 1974 y 1978 -el periodo con el mayor número de desapariciones- corresponde al estado de Guerrero donde el Ejército practicó, en la zona de asentamiento de las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, además de la desaparición de personas, el desplazamiento forzado de la población y estrategias de cerco y aniquilamiento, que se pudieron conocer gracias a los testimonios de sobrevivientes. En las poblaciones de la sierra de Guerrero se desplegaron distintas prácticas como el “estado de sitio, el toque de queda, el control sobre el tránsito de alimentos […] el desplazamiento forzado y la concentración de población conocida como aldea vietnamita”,16 por su utilización en el conflicto del sureste asiático, que afectó de manera generalizada a las comunidades sobre todo indígenas y campesinas.

Se sometió así a esa población civil, ubicada en concreto en la Costa Grande y la sierra de Guerero, a verdaderas políticas de terror -no miedo-, sino auténtico terror propiciado por el Ejército, es decir el Estado, para quitarle cualquier base de sustentación a los grupos guerrilleros, asentados con solidez en la región.17 Es decir, se practicó un terrorismo de Estado pero no a nivel nacional sino focalizado, encapsulado regional y socialmente, lo que constituye una segunda especificidad, no menos significativa.

Si bien la tecnología política de la desaparición forzada en los años setenta inició y se focalizó en la sierra de Guerrero, también es cierto que fue ampliándose paso a paso para alcanzar distintas ciudades y otros estados de la República mexicana, aunque con una intensidad mucho menor. Asimismo, se aprecia el desplazamiento represivo hacia otros sujetos políticos, no por fuerza grupos insurgentes armados, que afectó a militantes y activistas sociales en general, perseguidos por el Ejército y por distintas agencias de seguridad del Estado,18 según su jurisdicción, lo que revela justo la centralización de esta práctica, aunque no su generalización en todos los cuerpos de seguridad. Mientras los grupos especiales se encargaban de las operaciones clandestinas en contra de la disidencia, buena parte del aparato represivo permanecía ajeno, lo que generó más de una dificultad. El relato que hizo Mario Álvaro Cartagena López, el Guaymas, da cuenta de ello. Cartagena era miembro de la Liga Comunista 23 de Septiembre y relata que, el 19 de febrero de 1974, agentes de la Dirección Federal de Seguridad lo llevaron a una prisión clandestina, donde permaneció secuestrado y torturado por alrededor de 12 días. Al cabo de ellos, en un procedimiento de traslado, los agentes se detuveron a cenar. Allí, el encargado del lugar vio que estaban armados y, como iban vestidos de civil, creyó que eran ladrones, así que llamó a la Policía Judicial, que los detuvo a todos. A raíz de ello, el Guaymas fue trasladado al penal de Oblatos, acusado de sedición, y su detención se legalizó.19 Este simple acontecimiento muestra la falta de conocimiento y participación de corporaciones importantes del Estado en la política de desaparición forzada de aquella época, lo cual no atenúa la responsabilidad estatal sino que muestra una clara intencionalidad política en la compartimentalización de esta práctica, restringiéndola sólo a ciertas agencias especializadas.

Por otra parte, la implementacion de la desaparición forzada “dependió de las dinámicas del conflicto a nivel local […] a través de una estrategia diferencial, no homogénea, pero general”.20 Se trata entonces de reconocer que existieron diferentes articulaciones entre lo local y las instancias centrales.

Sin embargo, aunque el dispositivo desaparecedor no comprendiera a todo el aparato represivo ni operara de igual manera en todas las realidades locales, es posible afirmar que la desaparición forzada fue una práctica contrainsurgente autorizada y organizada a nivel nacional, que funcionó en centros clandestinos ubicados en instalaciones policiales, militares y privadas, administrados por las agencias de seguridad del Estado.

También es posible afirmar que el Estado mexicano cuidó muy bien de concentrar su potencia represiva y aterrorizante en ciertos territorios, como la sierra de Guerrero y, a la vez, trató de operar discretamente en las ciudades, a través de los órganos de inteligencia y grupos especiales, como las Brigadas Blancas, que no involucraban al conjunto del aparato represivo ni militar. Tampoco exhibió su violencia frente a la población en general-como ocurrió en esa época en las dictaduras del Cono Sur- sino que manejó un riguroso cerco informativo sobre las operaciones en Guerrero y desdibujó el componente político de la guerrilla presentando su accionar como el de “gavilleros” y “robavacas”, con la intención de vaciar de sentido la lucha insurgente, antes que construyéndola como un enemigo a derrotar.

Las personas detenidas y luego desaparecidas por las fuerzas de seguridad del Estado eran llevadas a distintos centros de detención clandestinos; el más importante de ellos, el Campo Militar Número 1, dentro de las instalaciones del Ejército. Por los testimonios de unos pocos sobrevivientes podemos saber que se utilizaron contra ellos las más brutales formas de tortura y asesinato, como hacerles ingerir gasolina y prenderles fuego, además de las tradicionalmente usadas por todos los aparatos represivos de la región -golpes, choques eléctricos, distintas formas de ahogamiento, etc.-. También practicaron la privación de sueño y la adopción de posiciones estresantes, que se generalizaron bastante después, en la llamada “guerra antiterrorista”, ya en pleno siglo XXI. Asimismo, para deshacerse de los cuerpos y las posibles pruebas de sus ilícitos, el Estado mexicano recurrió a los vuelos de la muerte que, partiendo de la Base Militar de Pie de la Cuesta, arrojaban a las personas vivas al mar desde 1974, años antes de que los militares argentinos hicieran lo mismo en el Río de la Plata. También se encontraron casos de personas “entambadas”, que recoge el informe de la Comisión por la Verdad, práctica que, más tarde, reaparecería como tecnología en apariencia criminal para deshacerse de los cuerpos.

Mientras se realizaba todo esto, México recibía al exilio chileno (1973), así como al uruguayo y al argentino (1976). Se ha hablado del Estado mexicano como bifronte, pero hay que decir que esta “doble cara”, una nacional y otra internacional, se replica en el interior como una “doble o múltiple cara” interna, un Estado multifronte, capaz de utilizar distintos recursos para el manejo de las también distintas disidencias; es decir, un Estado complejo con una gran diversidad de herramientas de control poblacional. Tenemos así un dispositivo clandestino estatal de desaparición forzada operado de modo primordial por el Ejército y cuerpos especiales, orientado a la eliminación de raíz de la disidencia principalmente armada y toda su base de sustentación, que coexistió con otras prácticas represivas e incluso consensuales.

Por otra parte, como lo destacan tanto González Villarreal21 como Sánchez Serrano,22 una de las especificidades del fenómeno en México fue la utilización del modelo de desaparición forzada en el contexto de una gubernamentalidad populista, con un discurso “revolucionario”, pero centralizado, autoritario y represor, más allá de sus pretensiones populares. Aunque en principio la vinculación entre populismo y desaparición forzada parezca contradictoria, no lo es. Puesto que el populismo presupone la representación del pueblo, como conjunto, unido por una identidad nacional forjada con homogeneidad por el Estado, reconocer la existencia de una disidencia popular poderosa, en especial de una insurgencia armada con base campesina e indígena, disuelve esta ficción. Por eso, es más efectivo para este tipo de gubernamentalidad “desaparecerla” en todos los niveles, desconocerla, negarla antes que visibilizarla y reprimirla por las vías legales, lo que la convertiría en existente, pública y deslegitimante.

Como se puede ver, en este caso, la desaparición forzada se articula a un tipo de gubernamentalidad muy diferente al de las dictaduras militares del Cono Sur, de manera que recurriendo a la misma práctica, sin embargo le dará otros usos y se acompañará de modalidades y construcciones discursivas diferentes. El Estado mexicano, como dispositivo multifronte, desplegó un sistema represivo diferencial, que combinó políticas de terror (dirigidas a ciertos grupos políticos y poblacionales específicos), con prácticas represivas de tipo legal hacia otras disidencias, a la vez que usó políticas de cooptación e incluso de construcción de consensos, todo ello de manera simultánea. Su estrategia consistió en políticas diferenciales y de aislamiento de unas resistencias con repecto a las otras.

Por otra parte, aunque en muchos casos existe una enorme cantidad de evidencia de la participación de las agencias estatales y se cuenta con las denuncias de familiares y organismos defensores de los derechos humanos, ha prevalecido una terrible impunidad en relación con estos crímenes, que se niegan, en un intento vano por desconocer su existencia y “desaparecer” la desaparición. Esto sólo ha sido posible con la colusión del aparato estatal en general y muy señaladamente del judicial. Pérdida de expedientes y toda clase de entorpecimiento de las investigaciones, como la negativa a presentar, aun en 2018 -último año de la administración de Enrique Peña Nieto en el gobierno-, el avance de las indagatorias de estos acontecimientos ocurridos más de 40 años antes, porque “pondrían en riesgo las actividades de prevención o persecución de los delitos” -como declaró en ese momento la Procuraduría General de la República-23 son prueba de ello. Se evidenciaba así la decisión política de sostener la impunidad y, por lo mismo, la práctica de la desaparición como un recurso represivo “admisible” ayer y hoy. Porque lo más grave es que negación e impunidad no se pueden leer más que como una autorización de hecho para la continuidad de las desapariciones, como en efecto ha sucedido, es decir, para mantener su utilización y los dispositivos que la posibilitan.

2. Gubernamentalidad

Los fragmentos recuperados de la experiencia de los años setenta resuenan parcialmente en las desapariciones actuales que, sin embargo, se distinguen de aquéllas tanto por la ampliación de perpetradores y víctimas, como por los modos de operación, configurando un dispositivo diferente.

Según las cifras gubernamentales, al 30 de abril de 201824 existían en México, en el fuero común, 36 265 denuncias de personas desaparecidas, y 1 170 en el fuero federal, lo que sumaba 37 435 personas sin localizar. Se verifica un claro escalamiento del problema, primero a partir de 2006 -vinculado con la llamada “guerra contra el crimen”- y luego a partir de 2013 -es decir, durante la administración de Peña Nieto-. Sólo entre 2015 y 2018 la cifra de desapariciones se incrementó en 40%,25 según esta misma base de datos. Hay que decir que el registro oficial no hace discriminación alguna entre personas no localizadas, desaparecidas y objeto de desaparición forzada, lo cual no es casual sino que tiende de manera intencional a oscurecer el fenómeno -como se hizo en los años setenta-, lo que impide la identificación de su gravedad y eludiendo sobre todo la clasificación de desaparición forzada que involucra siempre un tipo de responsabilidad gubernamental. Vale la pena señalar que 93% de las personas desaparecidas son mexicanas, 75% varones y 22% menores de 19 años (una vez más, tramposa, se hace el corte etario en el rango de 15 a 19 años para disimular la cifra de menores desaparecidos); sin embargo, a partir del desglose, se puede decir que 18% son menores de edad. De estos, 70% desaparecieron durante el sexenio de Enrique Peña Nieto y 59% eran niñas o adolescentes.26

Estas cifras se revisaron y modificaron a partir de 2019, con la llegada de la nueva administración. Ese año, la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, dependiente de la Secretaría de Gobernación, dio a conocer al público que, al finalizar el sexenio de Enrique Peña Nieto en diciembre de 2018, existían en México 56 453 personas “no localizadas”, 25% de las cuales eran mujeres y 18% niños. Casi 90% de todas las desapariciones habían ocurrido entre 2006 y 2018, es decir en los sexenios de Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto.27

Para comprender algunas características del fenómeno, más allá de su peso numérico, ha sido de gran utilidad el trabajo del Observatorio sobre Desaparición e Impunidad coordinado por Flacso México junto con las Universidades de Minnesota y Oxford. En su estudio sobre el estado de Nuevo León entre 2010 y 2016,28 el Observatorio señaló varios elementos que, a mi juicio, son representativos del problema de la desaparición de personas a nivel más general. En ese informe señalaban que:

  • 1) Las desapariciones no eran casos aislados y tampoco estaban cometidos ante todo por particulares;

  • 2) los perpetradores particulares y los estatales eran equiparables numéricamente;

  • 3) los agentes estatales involucrados pertenecían tanto al orden municipal como a órdenes superiores de gobierno. (En efecto, no se puede pensar el orden municipal como algo aislado de lo estatal y lo federal. Aunque muchas desapariciones se ejecuten por agentes municipales, esto no ocurre con el desconocimiento de otros niveles de autoridad e, incluso, en muchos casos, puede pensarse como “encargo” de ámbitos superiores);

  • 4) las personas que desaparecían no eran miembros de las redes criminales;

  • 5) 87% de los casos continúa desaparecido o apareció muerto, lo que desmiente las versiones de ausencias voluntarias y temporales;

  • 6) los agentes estatales practicaban las desapariciones principalmente en el espacio público, y los privados en el espacio privado, como la casa (habría que pensar que, aunque no siempre es así, en muchos casos unos se mueven protegidos por los otros);

  • 7) los hombres desaparecidos correspondían a un rango de edad un poco mayor que las mujeres -entre 26 y 33 años ellos, frente a un rango de entre 18 y 25 años en las mujeres-. No se trataba de personas desocupadas sino que eran individuos con medios de subsistencia propios y con trabajos estables aunque, muchos de ellos, con salarios precarios; y

  • 8) las autoridades no cumplían con la debida diligencia y no realizaban actuaciones para encontrar a los desaparecidos o identificar a los responsables de estos hechos. Asimismo, encuadraban el delito en figuras diferentes a la de desaparición forzada, trataban de impedir o dificultar la denuncia de los familiares y no tomaban muestras de ADN para una posible identificación posterior.29

El trabajo por estados que realizó este Observatorio es particularmente interesante porque uno de los rasgos que se puede observar en el fenómeno de desaparición es su diferente incidencia regional. Aunque la desaparición de personas se registra en todos los estados, su impacto es muy diferente entre unos y otros, con ocurrencia diferenciada en especial a nivel municipal. De hecho, Nuevo León está entre las cinco entidades federativas que presentan mayor cantidad de desapariciones. Entre 2006 y 2018 se reconocieron allí 4 572 casos pero su distribución fue muy desigual; de los 51 municipios con los que cuenta la entidad, en tres de ellos se concentró más de 51% de los hechos: Monterrey, 1 575 desapariciones; Guadalupe, 478, y Apodaca, 334. Otros diez municipios registraron números mucho menores, como Santa Catarina, General Escobedo o San Nicolás y algunos más no habían tenido ningún evento. Cabe señalar que, si se toman en cuenta las tasas de desapariciones en relación con la población, los municipios más afectados son Chinas, Santiago, Cadereyta Jiménez, Ciénega de Flores y Sabinas Hidalgo.30 Como sea que se mida, estamos hablando de una distribución muy desigual aun en territorios colindantes. Ello nos indica la coincidencia del fenómeno con ciertas fronteras políticas locales; muestra su crecimiento en territorios específicos, controlados por determinados grupos de poder -con nexos en los niveles estatal y federal-, en probable alianza con las redes criminales que se mueven en ese territorio.

Ahora bien, dada la escasa y fragmentaria información con la que se cuenta, como efecto de la política de ocultamiento gubernamental, especialmente entre los años 2006 y 2018 -aunque esto ya había ocurrido de manera muy marcada desde los setenta-, el material periodístico reunido por profesionales serios y comprometidos así como lo testimonial en específico y de las organizaciones de familiares se han convertido en algunas de las fuentes más importantes para la visibilización y comprensión del problema. Entre la documentación sobresalen, a mi juicio, los trabajos de Marcela Turati,31 Daniela Rea32 y otros, como el extraordinario documental de Everardo González La libertad del diablo, a los que hago referencia en este texto.

Todo ese material, así como algunos trabajos académicos, nos permiten reconocer las nuevas modalidades del fenómeno de la desaparición, ocurrido en este siglo y, con más fuerza, entre 2006 y 2018. Para identificar sus particularidades considero que es importante detenernos en tres aspectos de ese dispositivo: quiénes eran los perpetradores, quiénes las víctimas y cuáles fueron los procedimientos utilizados.

Tanto el material periodístico como testimonial identificaba entre los perpetradores a policías municipales, ministeriales y federales, así como a militares, marinos y narcotraficantes.33 Es decir, señalaban como responsables de los hechos a prácticamente todo el aparato represivo estatal, así como a los diferentes grupos criminales. Algunos de ellos también mencionan, de forma muy explícita, la asociación de ambos circuitos, el estatal y el privado: militares pasadores de droga, policías que secuestran personas y las entregan o venden a las redes criminales -igual que en Ayotzinapa-, otros que operaban como enlaces entre las redes delictivas y su propia corporación, o marinos que decidían sin tapujos no actuar frente a ciertas desapariciones, son parte de los relatos.

El caso de Jorge Parral, empleado de la aduana de Camargo en 2010 -referido por Daniela Rea-34 es en particular claro sobre estas “asociaciones”. Parral fue secuestrado por un grupo criminal como represalia por haber pedido refuerzos al Ejército para el control de la aduana donde trabajaba. Días después de su “desaparición”, el Ejército allanó el lugar adonde lo habían llevado y, en el contexto del operativo, los militares (supuestamente por error) asesinaron a Parral al “confundirlo” con un delincuente, a pesar de que estaba desarmado. Una vez acabado el operativo, del que todos los criminales lograron darse a la fuga, no se hizo la identificación del cadáver de Parral, aunque incluso sus documentos estaban en el lugar. Se lo enterró sin embargo como NN, registrando una estatura que no correspondía con la suya y sin especificar que llevaba su uniforme de trabajo, lo que hubiera facilitado la identificación. Este caso muestra, además de la negligencia y, en el mejor de los casos, la inoperancia de los aparatos de seguridad y justicia, la connivencia gubernamental con las redes criminales. ¿Quién podía conocer la solicitud de Parral para que los militares reforzaran la seguridad de la aduana, más que Caminos y Puentes Federales -dependencia gubernamental en la que trabajaba- o el propio Ejército? Es decir, la información a los criminales sólo pudo haber provenido del propio aparato gubernamental. Y fue asesinado por las fuerzas militares, que, se esperaba, deberían haberlo protegido, sin que podamos precisar si fue un acto de torpeza o una forma intencional de eliminar un testigo inconveniente.

El caso de Jorge Parral y otros testimonios nos presentan, por lo tanto, dos cuestiones. Por una parte, el ensamblaje entre las redes criminales y las estatales y, en segundo término, una suerte de terciarización del trabajo delictivo, por el cual autoridades gubernamentales, policiales o incluso militares toman prisioneros que entregan a las redes criminales para su eliminación y desaparición física. Volveremos a ver ambos fenómenos en otros casos y, muy marcadamente, en la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos, en Ayotzinapa, cuatro años después, donde también se verifica la asociación entre representantes del Estado y las redes criminales, así como la “entrega” a estas últimas de personas detenidas por las fuerzas de seguridad públicas.

Se puede decir entonces que, por su asociación o connivencia con el Estado y por la terciarización de la violencia por parte de éste, la desaparición, como fenómeno generalizado, se debe entender en México, al menos en buena parte de los casos, como un crimen de Estado. De allí la acertada afirmación del movimiento de lucha por Ayotzinapa: “Fue el Estado”, aunque los ejecutores directos del posible asesinato de los estudiantes fueran miembros del cártel de Guerreros Unidos. Me parece importante resaltar esto porque vemos entonces que muchas de las “desapariciones” simples se deben entender como “desapariciones forzadas” por la connivencia o aquiescencia del Estado en la comisión de las mismas. Por otra parte, aun en aquellos casos donde no se puede convalidar participación alguna del Estado, las desapariciones cumplen con las características de esta tecnología (secuestro-tortura-negativa de paradero-eliminación de la persona y de sus restos), que responden a los rasgos específicos de la gubernamentalidad neoliberal, como se verá más adelante. Es decir, en esta fase la práctica se mantiene pero los perpetradores se diversifican, acoplando actores estatales y privados con diferentes niveles de acuerdo entre sí.

Simultáneamente podemos verificar también una diversificación de las víctimas. Se denuncia, en primer lugar, la desaparición de personas involucradas en las redes criminales a manos del Ejército o las policías, pero también de otros grupos delictivos rivales. También se verificó la captura de criminales por parte de policías o militares y su entrega posterior a grupos delincuenciales enemigos para que ellos los torturaran, asesinaran y desaparecieran.35 Según algunos testimonios, como los que recoge el documental de Everardo González, entre los militares se repetía la idea de los setenta de que había quienes “no deben vivir”. De hecho, el Estado trató de instalar la idea falsa de que todos o la mayoría de los desaparecidos eran narcotraficantes, para así “justificar” de alguna manera la inmensa cantidad de víctimas. Se reprodujo, con ciertas variantes, el “en algo habrá andado” de los años setenta, y por ello es fundamental rebatir estos supuestos. La escasa información y la dificultad de establecer quiénes pertenecen o no a las redes delictivas no nos permite establecer cuántos desaparecidos podrían haber estar vinculados a éstas, pero existen pruebas claras de que gran parte de ellos tenían trabajos estables y formas de vida ajenos a la criminalidad. Sin embargo, lo más importante, el punto central, es que la desaparición de personas es injustificable, independientemente de si ellas son culpables o inocentes de cualquier delito. La apelación a la víctima inocente no es más que un subterfugio; la víctima es víctima, más allá de su ulterior culpabilidad o inocencia.

Ahora bien, otro grupo importante de desapariciones ha ocurrido contra personas que obstaculizaban de alguna manera la operación de las redes estatal-criminales, sea por denuncias-como el caso de Jorge Parral antes citado-, por ubicarse en territorios que estas redes controlan o intentan controlar -como los casos de Armando Gerónimo, Rafael García, Jesús Hernández y Tirso Madrigal en el municipio de Cherán- o por distintas formas de resistencia a las prácticas de desposesión y depredación del neoliberalismo. Esto ocurre contra la población en general y le ha costado la vida a decenas de periodistas y a más de cien activistas políticos y sociales que, de alguna manera, denuncian y obstaculizan el despojo. Asimismo, resulta visible la desaparición de migrantes,36 comerciantes, transportistas, muchos jóvenes de ambos sexos -pero especialmente varones que, como ya se mencionó, suman 75% de los casos-. Por último, entre 2007 y 2019 se registraron numerosos desaparecidos entre los miembros de las fuerzas de seguridad, tanto policías como más de 170 militares, según la Academia Mexicana para la Defensa y Promoción de los Derechos Humanos.37 Tanto la información periodística, los familiares citados por Reporte Índigo, así como testimonios recogidos en los trabajos de Daniela Rea y Everardo González -ya citados- señalan la desaparición de policías y militares a manos de grupos criminales, entregados en ocasiones, por sus propios mandos.

En síntesis, las víctimas de desaparición y desaparición forzada de este periodo recorren todo el arco social y, en muchos casos, hay una superposición de víctima y victimario, como ocurre con sicarios, militares y policías que, así como “desaparecen” a otras personas, están ellos mismos expuestos a desaparecer.

Los móviles de la desaparición en esta gubernamentalidad son variados y bastante confusos. No son necesaria ni prioritariamente políticos, lo cual no quiere decir que no tengan sentidos políticos, que se vinculan con las características específicas de organización del poder en esta sociedad. Van desde la venganza, el castigo y la “ejemplaridad” -utilizados tanto por narcos como por militares, en muchas ocasiones asociados-, hasta fines más utilitarios como: 1) la apropiación por desposesión de bienes -recursos y territorios-; 2) el usufructo de capacidades y aptitudes -con la desaparición de médicos, técnicos o albañiles-; 3) el despojo de las personas y de sus cuerpos como bienes rentables -ya sea por cobro de rescate, esclavización laboral o sexual-. Todas éstas son formas de desaparición directa, radical, en las que se cancela la condición de sujeto de derecho de las víctimas para disponer de sus cuerpos de manera ilimitada, con prácticas que suponen tortura y que terminan por lo regular en la muerte y la desaparición de sus restos en entierros clandestinos.

También aquí podemos hablar de un dispositivo desaparecedor que involucró sin duda al Estado pero también a grupos privados asociados con él. Con respecto al Estado, se verifica la participación de las agencias de seguridad, como se ha señalado, pero también, y no menos importante, del sistema jurídico. La investigación del Observatorio sobre Desaparición e Impunidad, ya mencionada, así como el material periodístico y testimonial, ponen en evidencia cómo, por distintos medios, el Ministerio Público ha intentado impedir las denuncias, incluso negándose a recibirlas, a la vez que ha encubierto los actos de tortura utilizados para “identificar” culpables y sesgar declaraciones. También ha persistido en caratular la desaparición como secuestro para distorsionar el registro. A todo ello, le siguen los “descuidos” y “errores” en la conformación de los expedientes y en las investigaciones judiciales, que no son un dato nuevo. Hacer pasar la obstrucción de la justicia como un acto de torpeza burocrática (como entregar un acta de defunción sin nombre) es una práctica que viene de los años setenta y en la que el Estado mexicano ha sido especialista, dejando siempre abierta la duda de si se trata de confusión, torpeza o intencionalidad solapada. Todos estos manejos, que muestran la complicidad de la justicia en la práctica de la desaparición, han garantizado la impunidad de los culpables. Al respecto, baste decir que, de acuerdo con la Procuraduría General de la República, de las escasas 732 investigaciones iniciadas en el fuero federal por el delito de desaparición forzada entre 2006 y marzo de 2017, sólo se judicializaron 19. De ellas, nueve -menos de la mitad- obtuvieron una sentencia condenatoria y apenas siete de las mismas correspondían a expedientes iniciados luego del 2006, año de inicio de la llamada “guerra contra el crimen” que multiplicó el fenómeno.38

Con respecto a la desaparición física de los cuerpos, ésta se ha gestionado principalmente mediante entierros clandestinos, que los familiares buscan y encuentran en todo el territorio nacional. La Comisión Nacional de Búsqueda de Personas ha reportado 3 631 fosas clandestinas localizadas en todas las entidades federativas, con excepción de Chiapas, Ciudad de México, Guanajuato, Oaxaca y Querétaro.39 En algunos casos los restos se encuentran en entierros precarios, “como animalitos” -dicen los familiares- o bien en fosas clandestinas cubiertas con cemento y cal, con decenas de cuerpos desmembrados, como en la fosa ubicada en el municipio de Tlalmanalco, Estado de México, donde se encontraron los cuerpos de los jóvenes secuestrados en el bar Heaven, en mayo de 2013. Por fin, existen otras con los restos de cientos de personas, como las fosas clandestinas de Tetelcingo, Morelos, donde nada menos que la Fiscalía General del Estado enterró al menos 117 cuerpos sin identificar, muchos de ellos con signos de tortura.

Pero tal vez la forma más sobrecogedora de desaparición de los restos ha sido la desintegración química de los cuerpos, la llamada “pozoleada”. Se sabe de un solo pozolero identificado y juzgado, Santiago Meza, analfabeta, de 45 años, adicto y quien por 600 dólares al mes desintegró alrededor de 300 personas. En el predio en que operaba, La Gallera, se encontraron 17 mil litros de seres humanos desintegrados y convertidos en una masa biológica informe, imposible de toda identificación, mezclada con 2 500 fragmentos de huesos, mil dientes, 20 prótesis dentales y diez tornillos quirúrgicos.40 Es plausible colegir la existencia de otros “pozoleros”, aunque no se los haya identificado.

Como sea, tanto los enterramientos como la desintegración química de los restos nos hablan de una tecnología artesanal de desaparición de los cuerpos, a diferencia de la desarrollada en los setenta, de tipo más serial, ya que involucraba centralmente al Estado. Ello no implica que estas modalidades “artesanales” pudieran combinarse con otras formas más desarrolladas de eliminación de los cuerpos, utilizadas por miembros del aparato estatal -como hornos crematorios- tal vez continuadoras de las prácticas de los setenta, pero hasta el momento no existe evidencia de ello.

Un fenómeno nuevo, en relación con el periodo previo, ha sido la configuración de lo que podríamos llamar “territorios de muerte”. Estos son territorios de excepción, zonas fragmentarias que por sus recursos o por su ubicación estratégica quedaron fuera de toda protección del derecho y expuestas a “soberanías” locales, narcopolíticas, que desplegaron violencias desmedidas -asesinatos, feminicidios, desplazamiento forzado y, desde luego, desaparición de personas-. En general, no se trató de entidades federativas completas sino de regiones y municipios específicos, tal como se señaló para el caso de Nuevo León. Sobresale lo sucedido de Iguala, Guerrero -que se visibilizó a partir de Ayotzinapa-; Allende, en Coahuila, donde decenas de personas fueron desaparecidas y se exterminó de hecho a todo un pueblo como acto de venganza de un cártel, permitido por las autoridades locales;41 San Fernando en Tamaulipas, con la desaparición de decenas de migrantes y autobuses completos,42 donde, en 2011, se encontraron 47 fosas clandestinas con más de 200 cadáveres de bebés, niños, jóvenes y viejos con signos de tortura;43 o más recientemente Tepic y otras regiones de Nayarit, donde en apenas ocho meses desaparecieron 650 personas y, por supuesto, también se encontraron fosas clandestinas.44

Estos acontecimientos masivos sólo fueron posibles con la participación, complicidad o anuencia de las agencias de seguridad, sean policías locales, estatales, federales o fuerzas militares asentadas en esos territorios. Se trata de espacios municipales pero que no se rigen por sí mismos sino que tienen fuerte conexión con redes de poder supralocales. Conforman territorios de excepción y de muerte, en su sentido más amplio. En ellos se depreda la vida natural, social, política y cultural. Se despliega una verdadera tanatopolítica, que no duda en recurrir a la desaparición de personas. Es decir, que es necesario pensar en una territorialización de la desaparición forzada que, si bien se ha registrado en todo el país, se concentró en algunas regiones de algunos estados, donde se establecieron acuerdos -de grado o por la fuerza- entre los grupos criminales que allí operan y las autoridades locales, estatales o federales -como se pudo observar paradigmáticamente en el caso de Ayotzinapa-. Se establecieron alianzas inestables que dependen de los equilibrios y desequilibrios de poder tanto políticos como criminales para el control del territorio. En esos espacios se verifican formas extremas de apropiación por desposesión -de las riquezas naturales, humanas y de todo tipo de recursos- por las redes corporativas legales e ilegales. Como resultado, la biopolítica y sus formas de creación -y selección- de la vida se presentan tanto “dejando morir” como “haciendo morir”.

Los rasgos de la desaparición forzada, tal como se practicó durante este periodo, reúnen características diferentes de las ocurridas durante los años setenta y sugieren su relación con una gubernamentalidad muy diferente también. Vemos aquí redes de poder estatal-mafiosas que, como el narco y el tráfico de personas, sobrepasan la escala nacional, para tener un alcance global. Son parte de la escandalosa concentración de recursos, riqueza, poder y conocimiento que ocurre en el neoliberalismo.45

Nos presentan un Estado penetrado por las redes criminales, pero también un Estado fragmentario, compuesto por grupos de poder hasta cierto punto autónomos en lo local, lo regional y lo federal a los que responden -según el caso- fracciones de las distintas fuerzas de seguridad. Sosteniendo una unidad ficcional, el Estado construyó, desde el centro, un escenario bélico y una suerte de “enemigo interno”, el mal llamado crimen organizado, y estructuró la agenda política en torno al tema de la seguridad, para legitimarse ante su propio desborde y establecer legislaciones de excepción que restringieran los derechos y facilitaran la dominación. El Estado requería de ese enfrentamiento para justificar su violencia, pero se trataba de una confrontación básicamente ficticia ya que, en la gubernamentalidad neoliberal, las violencias estatal y criminal, así como las públicas y privadas, se superponen y se comparten. Por ello, las estructuras estatales negociaron o se asociaron con las corporaciones privadas financieras, mineras, forestales o de seguridad. De igual forma, fragmentos del Estado se conectaron comercial y políticamente con las distintas redes delictivas. Es lo que Jairo Estrada ha llamado “capitalismo criminal”,46 donde los capitales criminales se pueden considerar como un componente orgánico del neoliberalismo, en los ámbitos económico, político, social, jurídico y, desde luego, represivo. Ello es así porque las redes delictivas se expanden gracias a su articulación con el Estado, y ambos -mafia y Estado- se sostienen uno al otro. Mientras la primera requiere de cierta protección o connivencia con el aparato gubernamental, éste recibe recursos excedentes gracias a las prácticas de corrupción de sus instituciones que le permiten mantener sus propias ilegalidades. Justo por eso, la corrupción no es un fenómeno secundario del neoliberalismo ni da cuenta de una “desviación moral” sino que tiene características estructurales, constituyendo un mecanismo imprescindible para asegurar la extraordinaria acumulación y concentración de capital garantizada por el recurso a prácticas tanto legales como ilegales.

De manera que violencias que aparecen como privadas, sólo pueden explicarse por la protección o asociación con fracciones del Estado, es decir que son, en realidad, violencias público-privadas que responden a signos e intereses económicos y políticos y sobre las cuales el Estado tiene una enorme responsabilidad.

Ciertamente, en el neoliberalismo, el Estado ya no es la estructura vertical y hasta cierto punto homogénea de los años setenta, sino que se revela como un aparato fragmentado y discontinuo pero que guarda ciertos principios de unidad. En él, los distintos actores del sistema político -federales, estatales, municipales, locales- reconocen y por lo general respetan sus respectivas jurisdicciones, pero lo hacen al modo de los grandes corporativos, dejando actuar unos a otros, siempre que se mantengan las reglas de la acumulación y del libre mercado, difusas y cambiantes. Cada fragmento fija las relaciones entre lo público y lo privado así como entre lo legal y lo ilegal, según un criterio de conveniencia bastante flexible. Por lo tanto, esta autonomía relativa no excluye la responsabilidad del conjunto ni de los poderes centrales; es parte de los acuerdos entre las elites, pero también de la incapacidad del Estado para administrar una complejidad creciente. Una vez más Ayotzinapa nos ilustra al respecto. Las prácticas de José Luis Abarca, presidente municipal de Iguala, no eran desconocidas para los gobiernos estatal y federal -que, siendo de partidos políticos diferentes, las consentían por igual-. Sin embargo, cuando estas ilegalidades se pusieron en evidencia, todo el aparato, desde la Federación, se movió para disimular, borrar los rastros y esconder la connivencia del Estado con el crimen organizado.

En el contexto de la gubernamentalidad neoliberal -que comprende al Estado pero también a los grandes corporativos legales e ilegales- es que debemos inscribir el fenómeno de la desaparición forzada en los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Si en los años setenta esta práctica represiva se articuló al populismo degradado y autoritario de un Estado que había extraviado su matriz revolucionaria, ya en el siglo XXI se recicló para convertirse en uno de los dispositivos de un “capitalismo criminal”, en el que el Estado y las redes de ilegalidad se asocian en aras de una acumulación enloquecida que ha hecho de la naturaleza, el ser humano y la vida misma simples instrumentos del mercado. Si en los setenta la desaparición forzada en México fue una suerte de “excepcionalidad” por su exterioridad con respecto a las dictaduras militares y a las formas más radicales de la Doctrina de la Seguridad Nacional -entonces predominantes-, en las dos primeras décadas de este siglo su práctica ha sido consustancial a la gubernamentalidad hegemónica y, en este sentido, se puede observar como una suerte de señal de alarma sobre nuevas formas de la desaparición que ya se están practicando y que se expanden en el neoliberalismo.

III. ¿Hacia una nueva gubernamentalidad?

En diciembre de 2018, con el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador, inició en México un gobierno que proponía un “proyecto alternativo de nación” con respecto a la política neoliberal hasta entonces vigente. Esta idea se ha reiterado y profundizado a lo largo del sexenio y, más recientemente, el documento “La nueva política económica en los tiempos del coronavirus”, firmado por el Presidente y dado a conocer en mayo del 2020, se distancia de modo explícito de “más de tres décadas de neoliberalismo rapaz”,47 que considera concluidas. De hecho, ya el 16 de marzo de 2019, en una presentación pública, el presidente López Obrador había declarado: “Decretamos formalmente, desde Palacio Nacional, el fin de la política neoliberal […] queda abolido el modelo neoliberal”.48

Resulta clara entonces la voluntad de este gobierno -como de otros en América Latina- de distanciarse de dicho modelo. Sin embargo, como ya se ha expuesto, el gobierno se refiere a la administración del Estado, desde donde es posible crear políticas que se distancien de un modelo económico, político, social, pero ello no es suficiente para transformar una gubernamentalidad, en el sentido que hemos manejado en este texto. Como ya se expuso, la gubernamentalidad comprende no sólo a las instituciones sino también a los procedimientos, relaciones y tácticas orientados al control de la población, de los recursos y de la conducta de las personas mediante la grilla explicativa de la economía política, las tecnologías de seguridad y los aparatos de construcción de discursos y saberes. Constituye un entramado de poder que incluye al Estado y al gobierno, pero que los sobrepasa, incorporando una enorme red de dispositivos públicos y privados que lo configuran. Para salir de esa gubernamentalidad sería necesario transformar y romper ese entramado.

Sería imposible establecer aquí si en México se está construyendo una nueva gubernamentalidad o no, tanto por el escaso tiempo transcurrido desde el inicio de esta administración como por las limitaciones de este trabajo.

Baste señalar que algunas de sus políticas, como la firma del T-MEC, parecen refrendar la gubernamentalidad vigente. Otras, como el combate a la corrupción, se orientan en sentido contrario ya que, como se señaló, afectan variables fundamentales del neoliberalismo,49 como ciertas formas de acumulación por desposesión -privatizaciones, contratación de deuda y otras formas de desposesión de activos públicos y comunitarios-. Asimismo, debilita la asociación de redes criminales con fracciones del Estado, vital para la conservación de los circuitos público-privados y legal-ilegales, que florecen en el neoliberalismo y de los que se ha hablado en este texto.

También hay que decir, de manera muy preliminar, que una gubernamentalidad diferente, por fuerza deberá reflejarse en una modificación de las prácticas de violencia preexistentes, tanto públicas como privadas y, muy marcadamente, en la desaparición y desaparición forzada. Los datos de los primeros 13 meses de gobierno arrojaban un total de 5 184 casos ocurridos entre el 1 de diciembre de 2018 -fecha de inicio de la nueva gestión- y el 31 de diciembre de 2019, lo que no representaba variación con respecto a las cifras previas.50 Sin embargo, su distribución territorial -que, como ya vimos no es algo menor- muestra aspectos interesantes. En sólo diez de los 32 estados de la República Mexicana se concentra 92% de los casos de desaparición de personas. Ocho de ellos están gobernados por la oposición: cuatro por el PAN (Tamaulipas, Chihuahua, Querétaro y Quintana Roo); dos por el PRI (Zacatecas y Guerrero); uno por el Movimiento Ciudadano (Jalisco), y otro por un independiente (ambos pertenecieron en su origen al PRI y están fuertemente enfrentados con el gobierno federal). Esos ocho estados concentran 82% del total de desapariciones de este periodo. Puebla y Ciudad de México, gobernados por Morena, ocupan los lugares quinto y octavo y representan 10% del total de los casos. Desde luego, sería interesante y más fructífero hacer este análisis a nivel municipal y observar sobre todo la evolución del problema y sus tendencias, en las diferentes entidades y municipios, una vez que exista la información correspondiente. Es importante seguir la pista de la violencia criminal y estatal para hacer las distinciones del caso. Asimismo, si se considera la fragmentación del Estado ocurrida durante la fase neoliberal y la multiplicidad de alianzas locales ocurridas, para comprender las posibles transformaciones en curso es necesario distinguir entre los procesos locales, estatales y federales, reconociendo su respectiva especificidad.

Salir de la gubernamentalidad neoliberal es un reto difícil pero no imposible. No se puede restringir al cambio de ciertas políticas públicas aunque ese puede ser el inicio de un camino en otra dirección que, en todo caso, habrá que recorrer en el corto, en el mediano y en el largo plazos.

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1 Corte Penal Internacional, Estatuto de Roma, p. 6.

2 Roberto González Villarreal, Historia de la desaparición, p. 23.

3Ibidem, pp. 23, 25.

4 Gabriel Gatti, Ignacio Irazusta y María Martínez, colaboraciones en número dedicado a “La desaparición forzada de personas: circulación transnacional y usos sociales de una categoría de los derechos humanos”, en la revista Oñati Socio Legal.

5 Étienne Tassin, “La desaparición en las sociedades liberales”, p. 99.

6Ibidem, p. 99. Las cursivas son mías.

7Tomo el concepto de gubernamentalidad de la obra de Michel Foucault, entendida como “técnicas de gobierno que sirven de base al Estado moderno”. Michel Foucault, Seguridad, territorio y población, p. 448, pero que no se restringen a él. De hecho Foucault rechaza la sobrevaloración del Estado e invita a pensar en una forma “muy compleja de poder que tiene por blanco principal a la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad” (Ibidem, p. 136). “[Ésta comprende] la manera como se conduce la conducta de los hombres [y sirve de…] ‘grilla de análisis’ de las relaciones de poder”. Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica, p. 218.

8 Camilo Vicente Ovalle, [Tiempo suspendido]. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980, pp. 36-37.

9Ibidem, p. 49.

10Ibidem, p. 330.

11 González Villarreal, Historia de la desaparición, op. cit., p. 22.

12 Alejandro Vélez Salas, Narrativas interdisciplinarias sobre desaparición de personas en México, p. 22.

13 González Villarreal, Historia de la desaparición, op. cit., pp. 168-282.

14Sólo en cuatro de los 33 años del periodo comprendido entre 1968 y 2001 no se anotan desapariciones.

15 Vicente Ovalle, [Tiempo suspendido], op. cit., p. 331.

16 Claudia Rangel Lozano, “Introducción”, p. 27.

17 Claudia Rangel Lozano, “La recuperación de la memoria mediante testimonios orales. La desaparición forzada de personas en Atoyac, Guerrero”, p. 114.

18 González Villarreal, Historia de la desaparición, op. cit., pp. 87-91.

19 Daniela Rea, Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, p. 215.

20 Vicente Ovalle, [Tiempo suspendido], op. cit., p. 330.

21 González Villarreal, Historia de la desaparición, op. cit.

22 Evangelina Sánchez Serrano, “Terrorismo de Estado y la represión en Atoyac, Guerrero durante la guerra sucia”.

23Gustavo Castillo García, “En ‘trámite’ 244 investigaciones previas que dejó la extinta Femospp”, La Jornada, México, 4 de marzo de 2018, p. 3.

24En esa fecha se suspendió el conteo del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas.

25Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), México, 2018. Disponible en: <https://www.gob.mx/sesnsp/acciones-y-programas/registro-nacional-de-datos-de-personas-extraviadas-o-desaparecidas-rnped>. Consultado el 23 de junio de 2018.

26Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), “Desapariciones de menores”, México, La Jornada, 14 de septiembre de 2017, p. 15.

27Angélica Enciso, “Gobernación: 61637 cifra total de desaparecidos”, México, La Jornada, 7 de enero de 2020, Disponible en: <https://www.jornada.com.mx/ultimas/politica/2020/01/07/gobernacion-61-mil-637-cifra-total-de-desaparecidos-3869.html>. Consultado el 24 de junio de 2020.

28Observatorio sobre Desaparición e Impunidad, “Informe sobre desapariciones en el estado de Nuevo León con datos de CADHAC”, México, 2018. Disponible en: <https://www.flacso.edu.mx/sites/default/files/observatorio_-_informe_nuevo_leon.pdf>. Consultado el 26 de junio de 2020.

29Idem.

30 Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León, Un sentido de vida. La experiencia de búsqueda de FUNDENL en Nuevo León 2012-2019, pp. 30-32.

31 Marcela Turati, Fuego cruzado.

32 Rea, Nadie les pidió perdón, op. cit.

33Ibidem, p. 173.

34Ibidem, pp. 187-208.

35Ibidem, p. 172.

36Aunque no existen bases de datos completas, organizaciones defensoras de migrantes, como la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (Redodem) y el Movimiento Migrante Centramericano, han denunciado la desaparición de decenas de miles de migrantes.

37Reporte Índigo, “Elementos de seguridad. Los otros desaparecidos”, México, 2019. Disponible en: <https://www.reporteindigo.com/reporte/los-otros-desaparecidos-elementos-seguridad-familias-victimas-agravios-negligencia-busqueda/>. Consultado el 27 de junio de 2020.

38 José Antonio Guevara Bermúdez y Lucía Chávez Vargas, “La impunidad en el caso de la desaparición forzada en México”, p. 166.

39 Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, Informe sobre fosas clandestinas y registro nacional de personas desaparecidas o no localizadas, México, Secretaría de Gobernación, 2020.

40Véase Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar, Reco. Arte comunitario en un lugar de memoria, y Marcela Turati, “El Pozolero, un albañil que terminó disolviendo en sosa cáustica 300 cadáveres”, México, Proceso, 5 de junio de 2015. Disponible en: <https://www.proceso.com.mx/406456/el-pozolero-un-albanil-que-acabo-disolviendo-en-sosa-caustica-300-cadaveres>. Consultado el 12 de mayo 2020.

41Infobae, “La tragedia olvidada de Allende”, México, 2019. Disponible en: <https://www.infobae.com/america/mexico/2019/06/27/la-tragedia-olvidada-de-allende-un-fin-de-semana-que-dejo-desaparecidos-muertos-y-destruccion-a-manos-de-los-zetas/>. Consultado el 15 de mayo de 2020.

42Desinformémonos, “Estado minimiza búsqueda de desaparecidos en San Fernando”, México, 2019. Disponible en: <https://desinformemonos.org/estado-minimiza-busqueda-de-desaparecidos-en-san-fernando/>. Consultado el 25 de octubre de 2019.

43Fundación para la Justicia, “Fosas clandestinas en San Fernando Tamaulipas”, México, 2011. Disponible en: <https://www.fundacionjusticia.org/47-fosas-con-193-restos-en-san-fernando-tamaulipas/#:~:text=Un%20a%C3%B1o%20desᆳpu%C3%A9s%20de%20la >.Consultado el 20 diciembre de 2019.

44Myriam Navarro, “Desapariciones en Nayarit”, La Jornada, 20 de abril de 2018, p. 23.

45 Pilar Calveiro, Violencias de Estado. La guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen organizado como formas de control global.

46 Jairo Estrada (coord.), Capitalismo criminal.

47 Presidencia de la República, “La nueva política económica en los tiempos del coronavirus”, México, 2020, p. 28. Disponible en: <https://presidente.gob.mx/wp-content/uploads/2020/05/LA-NUEVA-POLI%CC%81TICA-ECONO%CC%81MICA-EN-LOS-TIEMPOS-DEL-CORONAVIRUS-15-MAYO-2020.pdf>. Consultado el 28 de junio de 2020.

48“AMLO declara el ‘fin de la política neoliberal’”, El Universal, México, 2019. Disponible en: <https://www.eluniversal.com.mx/nacion/amlo-declara-el-fin-de-la-politica-neoliberal Consultado el 25 de junio de 2020.

49 Pilar Calveiro, Resistir al neoliberalismo. Comunidades y autonomías.

50A ese registro habría que sumarle otras 342 personas localizadas sin vida.

*Este trabajo se realizó en el marco del Grupo de Trabajo Memorias Colectivas y Prácticas de Resistencia, perteneciente a la red de GT de Clacso.

Recibido: 02 de Julio de 2020; Aprobado: 09 de Octubre de 2020

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