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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.50 México ene./jun. 2018

 

Ensayos

La fábula mística: una fenomenología de la escritura

The Mystic Fable or a Phenomenology of Writing

Diana Napoli1 

1École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia.


Resumen

Este artículo propone la lectura de La fábula mística como una especie de “fenomenología de la escritura” que, a través de diferentes etapas que se incorporan en varias figuras (para usar la expresión hegeliana), alcanza su único y posible conocimiento absoluto: un conocimiento “para perder” saber perder. Del colapso del mundo medieval a Labadie, se dibuja el espacio de una ciencia mística (“ciencia pasante”), de una figura histórica de la modernidad que encuentra, por medio de la escritura, los medios para recomponer, en el espacio de una ficción, la plenitud de la palabra antes garantizada por la voz de Dios.

Palabras clave: Certeau; mística; Hegel; modernidad; escritura

Abstract

This article suggests the reading of the The Mystic Fable as a “phenomenology of writing”, that, throughout several stages, that get incorporated in various figures (as Hegel would say) reaches its only and full absolute knowledge: a knowledge “to lose” know[ing] to lose. From the collapse of the medieval world to Labadie, the space of a mystic science is drawn (“intern science”), of a historical figure of modernity that finds the means to mend, in the space of a fiction, the fullness of the word previously granted by the voice of God.

Keywords: Certeau; mystic; Hegel; modernity; writing

I. Una comedia

Como señala François Dosse, la publicación de La fábula mística I fue un verdadero acontecimiento en la editorial Gallimard.1 Este trabajo no pretendía ser parte de una historia religiosa de la mística;2 por el contrario, su intención era analizar la mística como la figura histórica de la modernidad. El punto de partida de la investigación se refiere al cambio que afectó las prácticas enunciativas del pasaje entre el colapso del cosmos medieval y la constitución del mundo moderno caracterizado por la fragmentación donde, en palabras de Dupront: “El hereje notorio se convierte pública y oficialmente en ministro de la iglesia, de otra Iglesia”.3 Dicho de otra manera, la fragmentación del cuerpo cosmológico y eclesial medieval se había reinvestido en la producción del cuerpo social e institucional según las nuevas normas, “científicas”, inspiradas en un nuevo paradigma epistemológico donde Dios había desaparecido como una garantía de la verdad.4

En este marco, en lugar de seguir la evolución de la mística en el contexto de la historia del cristianismo, Certeau se centró en la aparición, determinada de manera histórica, de un modus loquendi místico, de una manera específica de hablar (correspondiente, como veremos, a una ciencia nueva, la ciencia mística) que se propuso “descongelar” las palabras5 y recuperar la plenitud de la palabra antes garantizada por Dios y cuyo silencio progresivo había marcado el final del universo medieval. Más allá de la conciencia de una correspondencia ideal entre la retórica y el curso del mundo (una alegoría in factis que reproduce una alegoría in verbis), la modernidad surgió como la evidencia de una ruptura entre las palabras y las cosas: “Un síntoma de una evolución más vasta, el ockhamismo desterró del discurso su última verificación. De ahí la separación progresiva que se efectuó entre un absoluto incognoscible del Querer divino y una libertad técnica capaz de manipular las palabras que ya no están ancladas en el ser”.6 Las palabras, liberadas de su sustrato ontológico hablado por la voz de Dios, entran en una nueva relación enunciativa marcada por un nuevo paradigma epistemológico cuya primera elaboración tal vez se deba a Nicolás de Cusa, verdadero precursor de la modernidad, en el origen de las “nuevas historicidades”,7 capaz de reflejar, en su De Icona, la posibilidad de formular declaraciones verdaderas, es decir, verificables, sin que ellas digan la verdad que, en sí misma, permanece inaccesible.8

En este contexto, lo que vamos a encontrar bajo el título de “ciencia mística” representa el duelo, el canto del cisne de un mundo desaparecido, fuera del alcance, un esfuerzo destinado al fracaso al intentar recuperar una voz que ya no habla más, pero que debería hablar. Este mundo, donde la verdad de la palabra “ha decaído”, encuentra una descripción literaria magnífica en la Carta de Lord Chandos de Hoffmannsthal. Lord Chandos se dirige a Bacon, el filósofo por excelencia de la ciencia moderna y de su estatuto epistemológico, para dar una explicación sobre su silencio prolongado, su afasia mientras fue un escritor joven. El hecho es que, para él, las palabras habían perdido cualquier capacidad descriptiva, y el mundo, al dejar de articularse en una configuración unitaria, le parecía indescriptible e imposible de controlar por el lenguaje: “Todo se me disgregaba en fragmentos, que a su vez se disgregaban en otros más pequeños, y nada se dejaba encasillar con un criterio definido. Palabras sueltas flotaban alrededor de mí, se volvían ojos que me miraban, obligándome a mirarlos: remolinos que me atraían hasta causar mareo, que giraban sin cesar y más allá de los cuales no había más que el vacío”.9 El lenguaje ya no tenía más de donde agarrarse en este mundo y el único idioma en el que él hubiera sabido escribir, era un idioma que aún no conocía ninguna palabra en el que a fin de cuentas las cosas mudas podían hablar.

Si miramos de cerca, veremos cómo el lenguaje es precisamente lo que los místicos intentan desarrollar. A diferencia de Lord Chandos, nunca ceden, no se resignan, y podrían constituir un grupo de escritores con su propio estilo, su manifiesto programático, capaces de formular nuevos contratos enunciativos dirigidos en específico “más allá del lenguaje” hasta el punto de que Certeau puede definir la producción mística como un “artefacto del silencio”.10 Los místicos aceptan el desafío de pronunciar una palabra que ya no habla, de hacer hablar al silencio; este desafío tiene la forma de una fábula, es decir, es el desafío de lo que queda de la palabra contra una economía escriturística que dominaba el espacio moderno.11 Sin embargo, y ésa es la paradoja, esta palabra planteada por una experimentación lingüística extrema, solamente puede ser escuchada por medio de la escritura. Entonces, esta última se configura, entre los místicos, como el espacio de silencio, la ausencia de la voz de Dios que ha disminuido las cosas a su posibilidad de ser nombradas; similar a un vanguardismo estilístico, es un “ejercicio del otro […] un conjunto de operaciones específicas en un campo que no es el suyo”.12

Esta fábula vuelve, de manera espectral, al trabajo del historiador, obligada a negociar con este texto recibido de un “lugar sospechoso” (como define Certeau la mística) que perturba la gramática de la historiografía. Esta realidad desbarata a fin de cuentas a toda investigación y la “domina como una especie de risa. Ése sería el ‘sentido’ de esta historia: el secreto que este libro, como el guardián de Kafka, defiende sin poseerlo”.13 La fábula de los místicos que ve más allá del lenguaje, transforma la escritura en “artefacto del silencio”, así como la escritura del historiador hace la comedia: la primera experimenta la construcción de una nueva escena de lo dicho en donde “cualquier cosa” (un yo ficticio, como veremos) habla en nombre del Otro; la segunda hace una historia de un “remanente” donde la obra del historiador reproduce la experiencia de los místicos: “llamado como ellos a decir el otro, reproduce esa experiencia al estudiarlos […]. Busca a un desaparecido, que a su vez buscaba a un desaparecido, etcétera”.14

La palabra “comedia” de hecho regresa varias veces en el discurso certauniano y sobre todo en lo referente a su verdadero “retorno a Freud” que revela el aspecto cómico de todo conocimiento, sobre todo el historiográfico.15 En el último capítulo de La escritura de la historia, Certeau introduce la ficción en el corazón de la práctica historiográfica al observar justo que la “ciencia ficción es la ley de la historia”.16 Es decir, que, mas allá de los múltiples niveles de significado que presenta esta afirmación (todos referidos a la verdadera “comedia de errores” que es la escritura de la historia), en la historia “el excluido [produce] la ficción que lo narra”.17

En cierto modo, Certeau revierte la idea de una práctica historiográfica, representada por ejemplo por la obra de Michelet, habitada por la necesidad de devolver la voz a los ausentes. La problemática de La escritura de la historia plantea otra cuestión más profunda, es decir que el “muerto”, en su forma fantasmal, no deja de hablar, de regresar, como el padre de Hamlet,18 y la tarea del historiador va en la dirección de silenciarlo. Para cumplir con su deber, solamente puede utilizar los artificios de la ficción, es decir, que cuente una historia. Esto último implica el gesto de “dividir”, de separar el presente del pasado (incluso si, o más bien por el hecho de que, este pasado nunca deja de ser un organizador del presente); pero, al separarlo, lo toma en cuenta, se dirige a su fantasma, a este fantasma en quien reconoce una “autoridad” y, en cierto modo, se somete a él, después de los hechos. Dicho de otra forma: el historiador plantea el pasado como una pérdida, pero niega la pérdida al resumirla en un saber: “La historiografía […]: extraño procedimiento que impone la muerte y que se repite muchas veces en el discurso, procedimiento que niega la pérdida, concediendo al presente el privilegio de resumir el pasado en un saber. Trabajo de la muerte y trabajo contra la muerte”.19 A través de esta relación de filiación y separación, el historiador estructura su comedia, la comedia de la historia:

El discurso se apoya también sobre la muerte, a la cual postula, pero que es contradicha por la práctica histórica. Porque hablar de los muertos es al mismo tiempo negar la muerte y casi desafiarla. Por eso se dice que la historia los “resucita”. Al pie de la letra esta palabra es un engaño, pues la historia no resucita a nadie. Pero evoca la función permitida a una disciplina que trata a la muerte como un objeto de su saber, y al obrar así, da lugar a la producción de un intercambio entre los vivos.20

La práctica historiográfica, bajo la pluma certauniana inspirada por la fuerza heurística del psicoanálisis, no tiene como objeto los hechos sino una pérdida y, al mismo tiempo, la relación entre esta pérdida y sus explicaciones en la forma de un saber. La historia es la narración de una puesta en escena, un quiproquo como a menudo lo expresa Certeau, en relación con una pérdida que el historiador no puede encontrar, enfrentando de modo único las huellas de su sustracción perpetua.

Este paradigma cómico da estructura a toda la producción certauniana y en especial a La fábula mística. Los místicos no solamente escenifican, con su propio cuerpo, al teatralizarla, la pérdida que no pueden superar. El historiador de la práctica mística también practica, a su manera, de una manera teatral, el duelo: partiendo de una ausencia, la historiografía “no produce sino simulacros, por muy científicos que sean. Pone una representación en el lugar de una separación. […] Por lo menos guardamos, en el presente, la ilusión de superar lo que el pasado ha vuelto insuperable”.21 En lo básico, para el historiador, confrontado en relación con la mística en el resto de las operaciones sociales que a fin de cuentas “prey sobre-determinaron los discursos místicos”, “lo que es difícil comprender de esos productos del tiempo no es lo ‘social’ -que está en todas partes- sino lo ‘místico’”.22

2. Una fenomenología escriturística

No obstante, esta comedia hilada a través de la escritura, también incluye, en La fábula mística, una pequeña simplificación de la lectura, la apariencia de una fenomenología de la escritura. La palabra “fenomenología” no sólo remite a la formación de Certeau en la que Hegel desempeñó un papel principal, sino también al hecho de que la obra maestra hegeliana demuestra ser una “rejilla” que nos permite leer La fábula mística como una novela de aprendizaje y una novela de viaje. Luce Giard fue quien destacó la importancia de Certeau, durante los estudios propuestos por la Compañía de Jesús, del seminario sobre la Fenomenología impartido por Joseph Gauvin. Certeau conservaba esta experiencia como recuerdo de un ejercicio intelectual extraordinario y -continúa Giard- su obra sigue marcada por Hegel, por supuesto no para fines de su investigación sino como la “matriz de su pensamiento”.23

Como ha señalado toda la historiografía filosófica, la Fenomenología narra el viaje de la conciencia que, a través de una especie de Odisea -una enseñanza dialéctica-, a fin de cuentas alcanza el conocimiento absoluto previsto como la coincidencia entre el pensamiento y la realidad. Con base en esta estructura, La fábula mística recorre el viaje del discurso donde la coincidencia entre el pensamiento y la realidad no es posible si no es a través de la ficción de la escritura. El texto habla de una escritura que surge como una ficción que recompone la antigua plenitud perdida de la palabra a la que los místicos no habían dejado de aspirar, de manera paralela, a la conciencia de un conocimiento que (desde los albores de la tradición cristiana, con sus imágenes de los idiotas y los tontos, hasta Labadie), al tiempo que entiende la realidad, es un conocimiento “para perder”.

“Para perder”, de acuerdo con varios significados. En primer lugar, los místicos se ven fagocitados por la modernidad, por el proceso que les hubiera gustado sabotear y que Certeau nos presentó como una gran inversión de las escrituras, como la construcción de una escritura conquistadora para escribir y establecer nuevas identidades. La mística, como principio de oposición y de sabotaje, se convierte en sí misma en una ciencia que sigue reglas, estructura sus espacios, produce sus “manifiestos”, al formar parte de una institución. En resumen, se transforma en tradición: narrada, transmitida, autorizada para circular. Y el que sabe este secreto, esta “traición” que cubre una ficción bíblica, el que sabe cómo perder, es el loco, el Idiota, el desamparado; es, al final del libro, Labadie.

En La fábula mística se pueden encontrar cuatro grandes momentos, conectados dialécticamente, correspondientes a las cuatro partes que componen el libro: una palabra que se extravía (“Lugar para perderse”), un lugar que se define (“Una tópica”), la escritura que se apropia de un lugar (“La escena de la enunciación”), el conocimiento para perder, la desaparición de la palabra (“Figuras del salvaje”). El hilo conductor de este viaje es la escritura (como veremos, verdadero veneno y remedio) que reconstruyen las divisiones, las grietas del discurso que permite, de modo ficticio, la recomposición de su plenitud.

2.I Una palabra que se extravía (“Lugar para perderse”)

La primera parte del texto tiene la función de una declaración de principios. Certeau explica de qué prácticas la literatura mística es el efecto. No se trata de especificar una tradición, sino de establecer un marco heurístico de prácticas cuyo efecto es lo que definimos como literatura mística articulada en torno a un elemento central: la falta de circulación del significante, la falsificación de los contratos enunciativos. Certeau da varios ejemplos que, como la figura del Idiota (del loco, pero sobre todo de la loca) que encontramos en la literatura cristiana a partir del siglo IV, confunden en esencia el discurso institucional y sin embargo son depositarios de un conocimiento “inútil”, que no funciona, que se lleva a cabo en el silencio. La risa, la deshonra, la desnudez… todos son elementos propios de la Idiota que, partiendo de la “loca” de la Historia lausíaca,24 muestra las condiciones de una sustracción perpetua del significante. Certeau escribió que “la locura de la loca consiste en no (poder) participar en la circulación del significante; […] en no tener de la palabra sino la experiencia de una traición. […] Conocerla, consiste en no saber nada, ‘en saber cada vez menos’”. La loca “ha falsificado el contrato que la institución garantiza”,25 al trazar “una locura en los bordes del cristianismo”,26 obligada, desde sus orígenes, hasta que Nicolás de Cusa y su docta ignorantia, hasta que Surin y su Illettré éclairé, negocian con una dimensión que por supuesto no tiene una palabra, sino que se presenta a sí misma más bien como un “trabajo de un silencio”.27

Otro ejemplo -del significante que se sustrae en la dimensión de ver- es el análisis de El jardín de las delicias de El Bosco. Aquí el pintor altera las condiciones del contrato enunciativo, invirtiendo los roles entre el espectador y la obra de arte. En lugar de ser el sujeto de la mirada, el primero es observado, lo que hace imposible la experiencia de ver que ahora está sujeta a otras restricciones, que cumple con varios requisitos. Para Certeau, la característica del gran cuadro del pintor flamenco no es la abundancia de imágenes, sino más bien la privación de las mismas. Si, desde el principio, la obra está llena de objetos y de cuerpos que constituyen una especie de enciclopedia de lo fantástico, resulta casi imposible verlos. No sólo porque hay varios ojos que se ven a su vez en el espectador (que deja de mirar sintiéndose casi espiado), sino también el hecho de que incluso las figuras divinas representadas (Cristo, el Diablo) son observadas y, de esta manera, la composición dibuja un juego de referencias recíprocas de miradas que marcan la distancia entre la pintura y el espectador, enganchadas a una condición de exclusión. El espectador se reencuentra menos frente a lo irreal, lo fantástico, lo mágico, que frente a la imposibilidad de vincular la vista con los objetos, su nombramiento, su lugar en el mundo; es como estar frente a la Esfinge y decirle: “Tú, ¿qué dices de lo que eres al creer decir lo que yo soy?”.28

Con base en estas prácticas, estamos en la presencia, dice Certau, de lo que se puede llamar la mística.

2.2 Un lugar que se defina (“Una tópica”)

Después de esta definición, el discurso certauniano se vuelve histórico, descubre la dimensión de esta falsificación y es dialéctico. La dimensión histórica es el advenimiento de la modernidad prevista,29 dicho de una manera muy simple, como la “caída del signo”. En este contexto, la mística es el intento de circunscribir un lugar para “acoger” esta caída y, de cierta forma, evitarla. El lugar previsto es el “cuerpo” que se transforma en un lugar de experimentos lingüísticos en extremo sofisticados.30 Al cuerpo de la Institución, construido científicamente, se opone el cuerpo místico, cuerpo experimental. Para componer “escenarios del cuerpo”,31 la mística utiliza todas las técnicas “modernas” del lenguaje con el fin de transformar el lenguaje en una confesión y admite lo que no se puede decir. El lenguaje místico, por medio de la retórica barroca, opaca el signo al producir un “artefacto del silencio”; y somos testigos de un “deslizamiento de las palabras hacia lo que les quita una estabilidad de sentido y una referencialidad. […] Las palabras nunca acaban de irse”.32

Pero es justo en este preciso momento cuando presenciamos una inversión dialéctica que vuelve contra la mística sus propias intenciones. La mística, de hecho, al defender su lenguaje y delimitar sus usos del cuerpo, está estructurada como una ciencia, como un dominio autónomo dotado de un lugar propio. A fines del siglo XVI la palabra “mística” se transformó en un sustantivo que “circunscribe la elaboración de una ‘ciencia’ particular que produce sus discursos, especifica sus procedimientos, articula itinerarios o ‘experiencias’ propias, y trata de aislar su objeto”. Ciencia como cualquier otra, aunque no “sostiene. Una vez que dio figura histórica y coherencia teórica a un conjunto de prácticas, se dispersa a fines del siglo XVII”33 para permanecer únicamente como una “ciencia pasajera”, señala Certeau.34 No obstante, en el umbral de la modernidad, tiene el derecho de establecer su propio lenguaje, de definir su manera de hablar, de establecer las reglas de su modus loquendi. Estas formalidades son, de cierta manera, teorizadas, según Certeau, como una “práctica cercenadora del lenguaje”35 en el prefacio escrito por Diego de Jesús en la primera edición de las Obras espirituales de Juan de la Cruz publicadas en 1618, donde Diego es el primer “editor y ‘apologista’”.36 El prefacio de Diego de Jesús (recuperado más tarde por Nicolás de Jesús María Centurioni para una edición posterior de 1639) está enfocado, en la lectura certauniana, en las definiciones de los códigos del lenguaje místico, enfatizando en qué sentido legítimo es, ante todo, una práctica diferente del lenguaje: otro estado (fabricado), otro funcionamiento (obedece a operaciones del espíritu), que lo elevan a un lenguaje científico (incluso, como dice Surin, una ciencia experimental). La verdadera apología hecha por Diego de Jesús del lenguaje místico toma el rasgo de un verdadero “manifiesto literario” donde un lenguaje de la vanguardia, confuso y casi “travieso”, encuentra su legitimidad. El lenguaje místico, en su esfuerzo por recuperar una palabra perdida, introdujo en la economía de las escrituras de la modernidad, la de una escritura entendida como “la actividad concreta que consiste en un espacio limpio, la página, para construir un texto que tenga poder sobre la exterioridad de la cual fue aislado por primera vez”,37 el agujero de lo indecible, de una Palabra que ya no se escucha. Pero de ahora en adelante, esta experimentación, este esfuerzo, este luto también por este silencio que al principio conmocionó a las instituciones, se ha convertido en una “manera” de hablar, una ciencia, la ciencia mística.

2.3 La escritura se apropia de un lugar (“La escena de la enunciación”)

Una vez que se define el lugar de la nueva ciencia, Certeau sigue su evolución al establecer los límites de una escena de la enunciación: ¿quién habla? ¿Cuáles son las posibilidades de que se hable el lenguaje místico? ¿Quién lo autoriza? Los aspectos pragmáticos de la lengua atraen toda la atención: la relación enunciativa se convierte en el sujeto real de la enunciación (de hecho, el lenguaje se “reduce” al “relato de las condiciones y modalidades de su propia enunciación”).38

La primera condición de la manera mística de hablar es el exilio del sujeto. Su actor fundador, que se configura como un exilio, se presenta en la forma de una voluntad absoluta con los contornos de una exclusión de la realidad en la medida en que el sujeto de esta voluntad absoluta no quiere nada más que ser el “respondedor puro del significante ‘Dios’”. El lugar del “yo” del discurso místico no está “garantizado por enunciados autorizados”, a su “discurso no se le acredita por ser la glosa de proposiciones tenidas como verdaderas (bíblicas, canónicas, etc.), ni por ser enunciado a título de una posición de autoridad (la cátedra del profesor, del predicador o del especialista)”. El “yo” “sólo se autoriza por ser el lugar de esta enunciación ‘inspirada’”, nada más se permite su exilio que “da lugar a un cuerpo de lenguaje [donde] la voz se extingue, lugar vacío, voz sin sonido, en el cuerpo de la escritura al que da a luz”.39 El “yo” del modus loquendi místico que puede mantener su discurso, se puede reconocer y se le permite hablar, ya que ocupa el lugar del sujeto de la escritura, un sujeto de ficción que articula una palabra indescriptible en una producción escriturística.

El vacío creado por el exilio del sujeto permite, en otras palabras, la producción de la ficción del sujeto hablante, la ficción en el sentido de que este sujeto no tiene en realidad un lenguaje “limpio”, realmente no dice “yo”, es un efecto del lenguaje de un espacio ficticio, un espacio que es el de la escritura. Él es el “yo” de un experimento codificado, la Ciencia experimental de Jean-Joseph Surin que habla primero de su propia afasia después de su encuentro con Jeanne des Anges y las poseídas de Loudun, y luego de su curación (es decir la revelación de ser esperado por Dios).

Este “yo” que se instala en el espacio de la escritura, que nace y se legitima en exclusiva como sujeto de una narrativa bíblica, permite “decir” la afasia, lo indescriptible, el silencio de un “él” otra vez enfermo. En verdad “yo soy otro”, él es un “yo móvil [que] permite el paso incesante de la voz, asida por la posesión, a la instancia de una producción escriturística: del cuerpo atormentado al texto didáctico; de un dolor a un saber. Este yo asegura la articulación entre ‘experiencia’ y ‘ciencia’, es decir, la condición de la misma de todo el discurso”.40 Vale la pena citar las palabras de Certeau:

El yo sólo habla cuando se le atiende […]. La locura de Surin fue al principio la violencia de este improbable, el encierro del yo, cuando dejó de creer que era atendido. Al fin se abrió (y se puso a escribir) cuando el aislamiento se convirtió en la sorpresa “extraordinaria”, grabada en su cuerpo, de saber que era llamado y escuchado en alguna parte. Cuando la autonomía del “interior” explicitada por el volo, se señala en el lenguaje con un yo locutor, entonces aparece ligada a lo que ella misma no es. El yo no es un propio, su posibilidad de hablar depende, como en el niño, de una palabra que lo precede y de una atención que él mismo plantea. […] habla en el lugar del otro -en vez del otro-.41

El mismo discurso se aplica al efecto “Yo” de la escritura en Teresa de Ávila, un “yo” que habla en lugar del otro y que se presenta como una ficción producida por un espacio de ficción. El “Castillo interior” (Las moradas) no es, según Certeau, un objeto imaginario, sino la apertura al alma de un espacio de escritura que permite enfocar el “yo soy otro”, con lo cual permite, en otras palabras, enfocar la estructura dialógica de la alteración, la posibilidad de sustituir al “Yo” por el locutor de lo inaccesible “yo” divino.

2.4 El conocimiento para perder, la desaparición de la palabra (“Figuras del salvaje”)

Este proceso bíblico marca el cumplimiento de la inversión. La mística, estructurada para la escritura, se ha convertido en una tradición, las órdenes religiosas se han encargado de eso, sus textos a fin de cuentas circulan y la mística ahora es lo que atraviesa el espacio moderno sin amenazarla; es, como Labadie, el vencido. Certeau nos dice que Labadie recorre el espacio sin cesar (él sufre como uno sufre de un daño físico) ya que no hay forma de apropiarse de él, ya que es infinito. Él no debe buscar ya el lugar donde perderse, ya que ahora está perdido en todas partes. Todas las instituciones lo exigen, todos lo expulsan, se aleja de todo. Sin embargo, “no es eso” en todas partes, puesto que todo es demasiado especial, demasiado singular, mientras que Labadie es impulsado por la pasión de lo universal, por la pasión de lo que ha desaparecido: la verdad. Sustituido por la verdad, por lo comparable, la verdad -lo que es el descubrimiento horrible, aterrador para Labadie- “ya no tiene poder de convencer”.42 El nómada Labadie “ya no va pues hacia un final definido por el punto inaccesible de una verdad que organiza y focaliza un espacio: va hacia su propio fin, una caída personal en el tiempo, en los linderos engañosos de una extensión que no tiene centro”.43 No puede ir al exilio, para dejarle paso a la voz de Dios, hablar en nombre del otro, pronunciar un “yo” que “es otro” pero cuya identidad está garantizada por la escritura: “lo que es primero, en la ciencia mística, una práctica de verdades (o de enunciados) destinadas a hacer un ‘conversar’ (o una enunciación), se convierte en Labadie en una práctica de lugares (sociales, geográficos) para hacer una marcha. Realmente, no hay, aquí, diálogo”. Transeúntes místicos, Labadie testifica la “deserción”. “Labadie nos condujo a una última orilla, donde […] ya no existiría sino la relación entre un desafío y una pérdida”, y de su paso “no nos quedan sino las sandalias, como las de Empédocles”.44

Mientras que la mística había sido, por el contrario, la figura histórica de la modernidad,45 Labadie es lo opuesto a la mística, el rechazo de su ficción escriturística. La voz de Dios para recuperarse es un señuelo y este conocimiento “en pérdida” está encarnado por el nomadismo de Labadie. Él expresa el malestar de una relación entre la fe tradicional de un solo Dios y la extensión infinita de la modernidad en la que hay demasiadas iglesias para los cristianos, un malestar para Dios que ya no habla y que nada garantiza que habla; su cuerpo permanece en silencio, sólo puede ir de nuevo donde nadie lo está esperando.

Sin embargo, este mismo conocimiento “para perder” también marca a Certeau. Su obra queda hipotecada por la “incompetencia” anunciada al inicio del libro y en la que resuena la “risa” de la Idiota, “la risa de Nietzsche [que] atraviesa el texto del historiador”.46 En el texto de Certeau, el mismo movimiento lleva la conciencia y el mundo observado. Desde este punto de vista, marcado por la imposibilidad de su objeto de estudio, su escritura sigue siendo similar a “la lechuza de Minerva que toma su vuelo al caer la noche”. Nace en el crepúsculo de un mundo, de su estructura, y tan pronto como se apodera de él, lo elabora, lo hereda, ya no le pertenece.

Derrida calificó a Hegel como el primer filósofo de la escritura47 en el sentido de que en su viaje el pensamiento se configura como una memoria que produce signos. Es una consideración expresada en un análisis muy articulado de una sección de la Enciclopedia (la “Filosofía del Espíritu”), pero que, en opinión de Derrida, está bien sintetizada por la conclusión de la Fenomenología donde Hegel escribe que “la historia [constituye] conceptualmente memoria y Gólgota del espíritu absoluto, la eficacia, la verdad y la certeza de su trono, sin el cual sería la soledad sin vida”. El concepto, que incluye la historia (y para Hegel no hay posibilidad de comprensión que no pase por el trabajo del signo negativo) imprime en el pasado la cara de la historia, pero al mismo tiempo la conserva, es el recuerdo de la misma. Ahora, el libro La fábula mística, su narración, interpreta el papel de la lechuza de Minerva que expresa la conciencia de que la figura histórica de la mística ha terminado puesto que “sólo el fin de una época permite anunciar eso que la ha hecho vivir, como si le hiciera falta morir para convertirse en libro”48 (según enfatiza Certeau, el “espíritu de trascendencia” que la ciencia mística exhibió sobrevive a través de múltiples experiencias al mantener “la forma y no el contenido de la mística tradicional”).49 Sin embargo, el libro expresa la conciencia del fin de la ciencia mística y de su mundo, siendo su recuerdo a través del trabajo de la escritura lo que permanece esperando frente a la puerta de la Ley, siempre lejos de la atopía en la que los místicos alojan lo esencial, que permanece, también, como una fábula: “la escritura que dedicó a los discursos místicos […] que tiene por condición la de no formar parte de éstos”.50 No habla en nombre de una disciplina, ni de una afiliación religiosa, ni siquiera de una práctica psicoanalítica51 que autoriza el enfoque. Sigue atravesada por una espera que la hace incompleta, pero en el sentido hegeliano, donde la falta en sí implica la necesidad absoluta de ir más allá (el infinito siempre es el destino de las cosas finitas), como en la conclusión de la Fenomenología que termina con la versión, algo modificada, de un poema de Schiller: “Del cáliz de este reino de los espíritus rebosa para él su infinitud”.

Bibliografía

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______. “Una ‘inquietante privación de imágenes’: la escritura. Michel de Certeau lector de Cusa”, Itinerantes. Revista de Historia y Religión, 4, 2014, pp. 209-228. [ Links ]

1 François Dosse, Michel de Certeau. Le marcheur blessé, p. 568 [tr. al español publicada por la Universidad Iberoamericana]; Michel de Certeau, La fable mystique I. XVI e -XVII e siècles, 1982 [tr. al español publicada por la Universidad Iberoamericana]. El tomo II de La fable mystique salió de las prensas de Gallimard, en 2013, en una edición establecida por Luce Giard.

2Cfr. Jacques le Brun, “La mystique et ses histoires”.

3Apud Michel de Certeau, L’écriture de l’histoire (1975), p. 156 [tr. al español publicada por la Universidad Iberoamericana].

4Lo que se puede definir como una “pérdida de la verdad” en otro tiempo garantizada por la voz de Dios, tuvo en el origen del intento -de carácter político- el desarrollo de una razón teórica capaz de crear el mundo para dominarlo, transformándolo en un cuerpo escrito a partir de una racionalidad conquistadora que define el espacio de lo “limpio” a través de la expulsión de la alteridad. La modernidad sería la producción de un cuerpo teórico a partir del cual escribir un cuerpo histórico. A la Escritura que habla se la sustituye, según Certau, con una escritura que produce cuerpos “limpios”.

5Certeau es quien hace referencia al conocido episodio de la obra de Rabelais: durante un viaje en el mar, el gigante Pantagruel atrapa las palabras del cielo, donde se congelaron, para arrojarlas en la cubierta del barco, palabras que, una vez en la tierra, se descongelan y dan lugar, en la obra, a vuelcos cómicos.

6Certeau, La fable mystique I, op. cit., p. 47.

7Hugo von Hoffmansthal, Lettre de Lord Chandos et autres essais. [La tr. se tomó de Carta de Lord Chandos y algunos poemas, epílogo, ed. y tr. de Jaime García Terrés, México, FCE, 1990, p. 3].

8Me permito remitir a Diana Napoli, “Una ‘inquietante privación de imágenes’: la escritura. Michel de Certeau, lector de Cusa”, pp. 223.

9Hoffmansthal, Lettre de Lord Chandos, op. cit., pp. 80 ss.

10Certeau, La fable mystique I, op. cit., p. 208.

11Cfr. Michel de Certeau, L’invention du quotidien. Arts de faire, cap. I, “Économie scripturaire” [tr. al español publicada por la Universidad Iberoamericana].

12Certeau, “Historicités mystiques”, en La fable mystique II, op. cit., p. 50.

13Certeau, La fable mystique I op. cit., p. 24.

14Ibidem, p. 21.

15Cfr. Alfonso Mendiola, Michel de Certeau. Epistemología, erótica y duelo, último capítulo, y Diana Napoli, “Michel de Certeau: la historia o la teatralización de la identidad”.

16Certeau, L’écriture, op. cit., p. 419.

17Ibidem, p. 417.

18“El padre no muere. Su muerte no es más que otra leyenda y una reminiscencia de su ley. Todo se sucede como si nunca se pudiera matar a ese muerto, y creer que se ha tomado conciencia de que se le ha exorcizado por otro poder o que se ha hecho un objeto de saber (un cadáver), significaba simplemente que se desplazó una vez más, y que es justo ahí, donde no lo sospechamos aún, en ese saber mismo y en el ‘beneficio’ que ese saber parece asegurar”. Ibidem, p. 359; cfr. también pp. 394 ss.

19Ibidem, pp. 18-19.

20Ibidem, pp. 74.

21Certeau, La fable mystique I, op. cit., p. 21.

22Certeau, “Historicités mystiques”, op. cit., p. 29.

23Y en particular, de acuerdo con Luce Giard, para los dos tomos de La fábula mística (cfr. Luce Giard, “Pierre Favre. L’ispiratore mistico”, en especial pp. XV-XXII). La importancia de la filosofía hegeliana, y sobre todo de la Fenomenología, la pone en evidencia incluso Phillippe Büttgen, “Le contraire des pratiques. Commentaires sur la doctrine de Michel de Certeau”, para La escritura de la historia, precisamente en el capítulo “La formalidad de las prácticas” en cuanto a los cambios que afectan la historia de lo real en la era moderna y de los cuales Certeau mide su alcance historiográfico.

24Certeau relata los elementos de esta historia en La fable mystique I, op. cit., desde la p. 49.

25Ibidem, pp. 57-58.

26Ibidem, p. 48.

27Ibidem, p. 70.

28Ibidem, p. 99.

29Similar al marco esbozado por Walter Benjamin en la introducción al Drame baroque allemand.

30De manera similar al cuerpo de la Iglesia que, a partir de su cuerpo místico e invisible, debe ser construido.

31Certeau, La fable mystique I, op. cit., p. 109.

32Ibidem, p. 208.

33Ibidem, pp. 104-105.

34“De esta ciencia pasajera y contradictoria sobrevive su fantasma que, desde entonces, obsesiona a la epistemología occidental. Como recuerdo, por piedad o por costumbre, llamamos todavía ‘místico’ a lo que de ello aparece en formaciones contemporáneas. Rechazado durante los periodos seguros de sus saberes, este fantasma de un paso reaparece en las brechas de las certezas científicas, como si cada vez regresara a los lugares donde se repite la escena de su nacimiento”. Ibidem, p. 106.

35Ibidem, p. 189.

36Ibidem, p. 181.

37Certeau, L’invention du quotidien, op. cit., p. 199.

38Certeau, La fable mystique I, op. cit., p. 223. Entendemos en qué sentido la mística es un producto de la modernidad. Frente a una palabra silenciosa, la verdad ya no se presenta como el resultado de un trabajo con un gran mensaje de identificación, sino como una producción, un hacer. Esto incluso cambia el estado de la escritura del cual el nuevo estado “se impone poco a poco bajo formas científicas, eruditas o políticas: ya no es lo que habla, sino lo que se fabrica, […] debe ser una práctica, la producción indefinida de una identidad sostenida solamente por un hacer, una marcha” (Certeau, L’invention du quotidien, op. cit., p. 203). El rol de “hacer” desvía la atención de la locución de la enunciación. “La desaparición del primer locutor crea el problema de la comunicación” (Ibidem, p. 204): ¿cómo hablar, dialogar, sobré qué base? ¿Quién permite el habla? Ahora, la escritura científica plantea procedimientos para verificar la legitimación del discurso y, aunque sea con otro fin, se trata del mismo problema que enfrenta la mística que, al responderlo, también se transforma en “ciencia”.

39Certeau, La fable mystique I, op. cit., pp. 243, 244, 245.

40Ibidem, p. 246.

41Ibidem, p. 256.

42Ibidem, p. 398.

43Ibidem, p. 401.

44Ibidem, pp. 403 y ss.

45Acerca de Labadie, incluso para un estado de la investigación, véase Pierre-Antoine Fabre, Nicolas Fornerod, Sophie Houdard y María-Cristina Pitassi (dirs.), Lire Jean de Labadie (1610-1674) - Fondation et affranchissement.

46Certeau, L’invention du quotidien, op. cit., p. 122.

47Jacques Derrida, Marges de la philosophie; cfr., p. ej., el capítulo “Le puits et la pyramide [Existe tr. al español por la editorial Cátedra].

48Certeau, L’invention du quotidien, op. cit., p. 286.

49Certeau, La fable mystique I, op. cit., p. 411.

50Ibidem, p. 9.

51La importancia del verdadero “retorno a Freud” logrado por Certeau y la revolución que esto conlleva por el estado epistemológico de la historiografía, no fue abordado en esta contribución, mientras que fue central en la obra certeuniana que se plantea como una especie de realización de la “profecía” freudiana en la introducción de Tótem y tabú (el psicoanálisis habría perturbado y trastornado todas las áreas del conocimiento). Véase n. 15.

Recibido: 20 de Marzo de 2017; Aprobado: 25 de Agosto de 2017

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