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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.49 México jul./dic. 2017

 

Expediente

Los jesuitas entre la historia intelectual y la historia de las prácticas en el mundo iberoamericano. Debates pasados, implicaciones contemporáneas

Fundación de una praxis jesuítica. Perfil misionero, disputas territoriales y formas de autorrepresentación en la época de Claudio Acquaviva

A Jesuitical Praxis Foundation. Missionary Profile, Territorial Disputes and Forms of Self-representation in Times of Claudio Acquaviva

Guillermo Wilde1 

1 Universidad Nacional de San Martín/Conicet, Argentina.


Resumen

El generalato de Claudio Acquaviva (1581-1615) constituyó una etapa fundacional en la organización sudamericana de la Compañía de Jesús. En ese periodo se produjo una redistribución territorial de las provincias de la Orden en el Cono sur, se dio un fuerte impulso a la actividad misionera y se definió un sistema de toma de decisiones que daba autonomía creciente a las autoridades intermedias en asuntos locales. Dicha praxis jesuítica se fundaba en el marco de una cultura devocional que buscaba echar raíces en los territorios americanos por medio del despliegue de ceremonias públicas que simultáneamente exhibían los símbolos paradigmáticos de la espiritualidad ignaciana e incorporaban elementos significativos de las tradiciones locales. Esto indica la plena inserción de la Orden en los dominios ibéricos.

Palabras clave: praxis jesuita; misiones; Claudio Acquaviva; cultura devocional; autorrepresentación; Compañía de Jesús

Abstract

Claudio Acquaviva’s Generalship (1581-1615) was a founding stage in the South American organization of the Society of Jesus. During this period there was a territorial redistribution of the South American provinces of the order, missionary activity received a strong impulse and it was created a decision-making system providing more autonomy to intermediate authorities in local affairs. Such Jesuitical praxis was founded in the framework of a devotional culture that sought to take root in the American territories through the deployment of public ceremonies that simultaneously exhibited paradigmatic symbols of Ignatian spirituality and incorporated significant elements of local traditions, signaling full insertion of the order in the Iberian domains.

Key words: jesuit praxis; missions; Claudio Acquaviva; devotional culture; self-representation; Society of Jesus

La etapa de formación de los primeros establecimientos de la Compañía de Jesús en la América meridional coincide con uno de los momentos de mayor expansión de la Orden de alcance global. En las tres décadas que duró el generalato de Claudio Acquaviva se crearon nuevas provincias, aumentó el número de establecimientos y operarios y la Orden adquirió un lugar preponderante en la organización de la sociedad colonial y las políticas indígenas. En ese periodo, la provincia peruana de la Compañía, creada con la llegada de los primeros jesuitas en 1568, se dividió y dio origen a las del Nuevo Reino de Granada y la del Paraguay. Esta última, para la muerte de Acquaviva en 1615, tenía 1222 jesuitas distribuidos en 18 domicilios, en diferentes ciudades distantes entre sí (Chile, Córdoba, Santiago del Estero, San Miguel de Tucumán y Asunción, Santa Fe, La Rioja y Buenos Aires).1

En el mismo periodo, la Compañía de Jesús también estuvo envuelta en una serie de polémicas de carácter local y global que la afectaron a profundidad en su estructura organizativa. Una disputa discutió sobre el perfil que los miembros de la Orden (tanto europeos como americanos) debían tener en los dominios de ultramar.2 Un aspecto específico concernía a la nacionalidad de los religiosos enviados. La corona española impuso restricciones -e incluso interrumpió en algunas etapas- al envío de no españoles a sus colonias. Lógicamente, la cuestión afectó de modo directo la autoridad del general Acquaviva como “extranjero”, lo que ocasionó serias divisiones internas.3 Otro aspecto se relacionaba con el tipo de actividad que los jesuitas habrían de desarrollar en las provincias ultramarinas. Posiciones contrapuestas enfrentaron a aquellos que consideraban que los jesuitas debían volcarse sobre todo a la actividad educativa en los colegios, en contacto directo con las elites urbanas, con quienes pensaban que debían centrarse primordialmente en las misiones con los indios, expandiendo la fe cristiana a las regiones más distantes. El debate afectó las mismas bases de la Orden, pues la aceptación de doctrinas entre los indios implicaba ir contra el instituto de ésta, que promovía la constante movilidad de sus miembros, y la no permanencia en lugares fijos.4 La tensión entre estas dos posiciones alcanzó un punto culminante en el Perú del virrey Francisco de Toledo. Los pueblos de indios, también conocidos como “reducciones”, se encontraban en el centro de la política del virrey enviado, en especial para imponer la autoridad real en los dominios sudamericanos después de una época de desórdenes. Esas reformas condensaban las ambiciones de expansión religiosa y política colonial que se consolidaría justo en los años de unión de las coronas ibéricas (1580-1640). Los jesuitas que habían llegado al Perú, tomaron de inmediato un rol muy activo no sólo en el rediseño de la política evangelizadora, participando con diligencia en el decisivo Tercer Concilio de Lima (1582-1583), sino con mayor amplitud en la política de Estado, en un momento complejo de transición.5

Otra polémica, relacionada con las anteriores, giró en torno a cuáles debían ser los alcances territoriales de cada jurisdicción jesuítica en las colonias. A fines del siglo XVI, las provincias ya establecidas del Perú y el Brasil, dependientes de la asistencia portuguesa, se disputaron el control de una amplia jurisdicción que comprendía Río de la Plata, Paraguay, Tucumán y Chile. Luego de debatirse diversos proyectos, el General decidió crear una nueva provincia independiente. El tema iba más allá de la situación interna de la Orden y se relacionó con la situación política, económica y administrativa más amplia de la América colonial, a la que los jesuitas debieron ajustarse, para evitar contradicciones con las normativas y las instituciones eclesiásticas y civiles impuestas por las monarquías ibéricas.

En este artículo me interesa explorar algunos elementos fundacionales de la praxis jesuítica en Sudamérica durante el generalato de Claudio Acquaviva. Mi argumento es que en esa región y periodo se produjo una reorientación pragmática de la Orden que fomentó, en primer lugar, la creación de un sistema de toma de decisiones eficaz (por medio de un cuerpo de instrucciones, reglamentaciones, consultas, memoriales y preceptos) que daban autonomía a las provincias ultramarinas de la Compañía, de manera especial en la administración de los espacios misioneros. Dicho sistema también generaba posiciones ambivalentes y ambiguas de las autoridades de la Orden tanto en el nivel interno como frente a las instituciones coloniales, la monarquía hispánica y ciertos actores de las sociedades locales.6 En segundo lugar, la praxis jesuítica tendió a crear y reforzar una identidad de la Compañía de Jesús, arraigada en una cultura devocional cuyo fundamento fue la espiritualidad ignaciana. Dicha cultura devocional frecuentemente se ponía en escena a través de ceremonias públicas en las que los símbolos de la Compañía tomaban posesión del territorio y apelaban a las diversas audiencias coloniales, señalando la plena inserción de la Orden en los dominios ibéricos.

La primera sección del artículo se centra en el análisis de la gestación del modelo misional por excelencia -las misiones jesuíticas del Paraguay- y las disputas jurisdiccionales que lo afectaron. La segunda sección se detiene en el sistema de gobierno jesuita y sus agentes, y el debate sobre el perfil misionero. La tercera y última sección describe algunos ejemplos de dispositivos jesuíticos de autorrepresentación frente a las sociedades locales.

El perfil misionero y la formación del modelo misional

A su llegada al Perú, los jesuitas se habían opuesto a aceptar doctrinas de indios en la región andina, por considerarlas contrarias a las constituciones de la Orden. Sin embargo, sucesivos debates y presiones los hicieron cambiar de opinión. El proceso de concentración de la población indígena en pueblos o reducciones llevado a cabo después de la visita de todo el virreinato por el virrey Francisco Toledo, demandaba la asistencia de un clero calificado y escaso en esas regiones, y pese a su resistencia inicial, los jesuitas se avinieron a aceptar la doctrina de Huarochirí (entre 1569 y 1573) y la de Santiago del Cercado (1570-1767). En 1577 se hicieron cargo de la doctrina de Juli, en las cercanías del lago Titicaca. La Compañía estuvo muy dividida en diferentes niveles en cuanto a aceptar o no la administración de doctrinas. Mientras el general Mercuriano había sido contrario, Acquaviva fue muy favorable, en concordancia con el modelo apostólico y misional que defendió para la Orden.

En el Perú, la primera y la segunda Congregación Provincial apostaron por la aceptación de las doctrinas. El tercer contingente jesuita que arribó al puerto del Callao, integrado por José de Acosta, Andrés López y Diego Martínez, manifestó su firme voluntad de aprender las lenguas nativas como preparación para la actividad misionera. La tercera Congregación Provincial consolidó la tendencia de las dos primeras, aunque en esta última se manifestaron fuertes discrepancias que se reafirmaron en las congregaciones posteriores. Un bando estaba representado por Diego de Torres Bollo, a favor de la aceptación de las doctrinas. Otro bando, en contra, bajo el liderazgo de Juan Sebastián de la Parra, Baltasar Piñas y Diego Álvarez de Paz, priorizaba la formación educativa y pastoral entre los españoles.7 Este bando insistía en la necesidad de equilibrar la actividad misionera con otras que la Orden desarrollaba en las ciudades. Si bien no negaba la necesidad de hacer “misiones volantes” en el estilo propio de la Compañía, consideraba que las misiones lejanas entre los indios llamados “infieles” eran ineficientes.

Una faceta de este debate se manifestó de modo particular en la cuestión del aprendizaje de lenguas. En 1601, Nicolás Mastrilli Durán y Diego Álvarez de Paz mantuvieron un intercambio epistolar sobre este tema. El primero se quejaba de que las lenguas indígenas no se aprendían del todo en la provincia, mientras que el segundo condenaba la actividad misionera entre los indios, señalando que había cosas de mayor importancia que acudir a éstos.8 Mastrilli Durán era un jesuita napolitano colaborador directo de Diego de Torres Bollo. Como éste, se había visto involucrado directamente en el gobierno de Juli, muy conocido como escuela de lenguas indígenas. Aunque era una doctrina, Juli funcionaba como un colegio formador de misioneros en el que la promoción de lenguas indígenas se consideraba un elemento clave del apostolado. Algunos jesuitas tuvieron un rol destacado en la producción de textos en lenguas indígenas, que incluían desde sermones hasta coloquios y diálogos. En ese espacio se promovió la traducción del catecismo en su forma larga y breve sobre la base de las gramáticas latinas. La tarea estuvo a cargo de dos jesuitas llegados al Perú en 1582: Ludovico Bertonio y Diego González Holguín. El último, acompañó a Diego de Torres en su expedición para la creación de la Provincia del Paraguay en 1608. Bertonio pedía a los miembros de la elite aymara de Juli, quien habían aprendido a leer y escribir en la escuela jesuítica, que escribieran textos que sirvieran de ejemplo de la lengua, y pudieran ser utilizados para la confección de textos pastorales. Los jesuitas lingüistas se concentraron en perfeccionar la ortografía latina de modo que reflejara la pronunciación de las lenguas indígenas. La forma dialógica, desarrollada en géneros como las declamaciones, coloquios y diálogos, resultaba de gran efecto en la prédica.9

Las discrepancias entre jesuitas que ejercían el ministerio entre los indios y quienes no lo hacían se manifestaron en los años sucesivos. En un análisis reciente, Aliocha Maldavsky atribuye las discrepancias entre los “obreros de indios” y los “hombres de gobierno y estudio” a diferencias generacionales, de formación y experiencia.10 El perfil de los jesuitas no estaba por completo definido al momento de ser destinados a los territorios de ultramar, razón por la cual su deseo de misión se basaba en malos entendidos y sus vocaciones eran inciertas; es decir, frecuentemente manifestaban vacilaciones y decepciones. Los impetuosos defensores de la actividad misionera encontraron en Acquaviva un apoyo entusiasta que aseguraba su éxito frente a posiciones más conservadoras. Un dato significativo en la orientación misionera de la Orden es que, en 1590, Acquaviva “decidió generalizar el ministerio de las misiones en Europa invitando a los jesuitas a salir de sus colegios y de sus residencias”, acaso influido por la experiencia americana.11

Conflictos de jurisdicción

En la sexta Congregación Provincial, de 1600, las autoridades de la provincia peruana comenzaron a debatir la división de ésta. La necesidad de una expansión de la actividad evangelizadora se había manifestado desde las primeras congregaciones y la consolidación del perfil misionero de la Orden, la aceptación de doctrinas y la demanda por parte de las diferentes jurisdicciones del virreinato, exigían la reorganización de la administración territorial de la Orden, favoreciendo un control más eficiente de los diferentes establecimientos.12

Una posible división de la provincia debía permitir extender la actividad misional hacia el sur andino, consolidando las doctrinas adoptadas en la región de Juli y expandir la actividad hacia las partes más remotas, en la selva.13 Desde la década de 1580, algunos operarios ya actuaban en las ciudades del Tucumán colonial y Asunción, pero aún no se había desarrollado un plan sistemático de acción. Hasta el momento de creación de la provincia jesuítica del Paraguay se debatió con intensidad si los jesuitas de la provincia peruana o de la brasileña debían absorber esa jurisdicción. Ésta parecía por naturaleza destinada a la administración brasileña, considerando su mayor proximidad geográfica y el hecho de que varios de sus religiosos eran conocedores de la lengua guaraní, muy común entre los indígenas de las Tierras bajas. Desde 1555, el jesuita Manuel de Nóbrega, provincial del Brasil, insistía en extender la acción de los jesuitas del Brasil hacia el Paraguay, idea que no prosperó debido al riesgo implicado en abrir caminos de comunicación entre dominios en disputa de las coronas. Dos décadas y media después, en los primeros años de la unificación de las coronas ibéricas, el obispo del Tucumán, Francisco de Vitoria, solicitó jesuitas para su diócesis a los provinciales de Perú y de Brasil. De éste llegaron el napolitano Leonardo Arminio, los portugueses Manuel de Ortega y Estaban de Grãa, el catalán Juan Saloni y el irlandés Tomás Fields. Del Perú, hacía un año que estaban trabajando, en la diócesis del Tucumán, Francisco de Angulo, Alonso Barzana, Juan Gutiérrez y el hermano Juan de Villegas, con residencia en el colegio de Santiago del Estero. En abril de 1587 se reunieron en Córdoba los dos grupos para determinar una acción común, pero pronto se manifestaron disidencias.

Los vaivenes continuaron, y todavía en 1604 se debatía sobre qué provincia (si la del Perú o la del Brasil) debía tener injerencia en la nueva región. A fin de cuentas, el general Acquaviva decidió formar una provincia independiente al reunir las regiones de Tucumán, Chile y Paraguay y designó a Diego de Torres Bollo como su provincial. La división de la provincia peruana fue un proceso caracterizado por una serie de vacilaciones. Aparentemente se debatieron al menos cuatro alternativas hasta que el General optó por crear la nueva Provincia del Paraguay y la viceprovincia del Nuevo Reino de Granada. En 1607 se fundó la nueva Provincia del Paraguay, cuyo gobierno le fue otorgado a Diego de Torres, quien antes había sido procurador de la Orden por la provincia peruana. Esta decisión cerraba en definitiva el proyecto de anexar Paraguay al Brasil. Al parecer, fue voluntad del propio rey no otorgar “a los Padres de Brasil la parte del Paraguai que es provincia del Guairá y la Villa porque no quiere el rey Nro Sr que se comunique el Brasil por tierra con estas provincias y es levantar pelotero tratar desto”.14 Esto revela que la entonces vigente unificación de las coronas de Portugal y España entre 1580 y 1640 estuvo lejos de crear la ilusión de una expansión ibérica unificada; en cambio, suscitó resquemores entre los jesuitas pertenecientes a cada asistencia.

La primera Congregación Provincial de la nueva Provincia del Paraguay se celebró en Santiago de Chile en 1608, consolidando la intención de expandir la actividad misionera hacia todos los extremos fronterizos. Para la década de 1610 ya habían sido fundados colegios en numerosas ciudades de la región y comenzaron a crearse las primeras reducciones en el Paraguay.15

Más allá de las tensiones internas, la división de la provincia peruana de la Compañía de Jesús fue, como señala Maldavsky, una medida de carácter administrativo que amoldaba las jurisdicciones de la Orden a la administración civil y eclesiástica colonial. Por otro lado, permitía facilitar futuras visitas y tomas de decisiones, a la vez que dominar la dispersión de los misioneros.16

La historiografía ha discutido sobre los orígenes del modelo misional paraguayo instalado durante el generalato de Acquaviva. Éste debe ser analizado en el contexto regional, teniendo en cuenta las experiencias jesuitas previas. En este sentido, el antecedente peruano resulta relevante. El primer provincial, Diego de Torres, quien había sido con anterioridad superior en Juli, explícitamente ordenaba en sus instrucciones de 1609 que las nuevas reducciones fueran trazadas al modo del Perú.17 Sin embargo, el diseño urbano de las misiones del Paraguay parece haber seguido más bien una intuición práctica, de adaptación a las circunstancias. En este sentido, los jesuitas unificaron experiencias para hacer compatibles las normas con las necesidades concretas, contando con un cierto margen de libertad.18

Morales nota un cambio de estilo fundamental entre la primera generación de jesuitas que arribaron a la región a finales del siglo XVI y los que llegaron después de la creación de la provincia paraguaya. Mientras los primeros colaboraron sin ambages con los españoles, los segundos se enfrentaron a ellos, buscando sustraer a los indios reducidos de la institución de la encomienda. Los jesuitas de la nueva provincia contaban con el apoyo del oidor de la Audiencia de Charcas, Diego de Alfaro, y del gobernador del Paraguay, Hernando Arias de Saavedra, con quienes habían diseñado un plan de incorporación de indígenas no convertidos a pueblos de misiones estables, que imitaba en parte el modelo instalado por los franciscanos algunas décadas antes.19 Pero a diferencia de los pueblos franciscanos, las misiones jesuíticas no estarían sujetas a la principal institución económica de la región: la encomienda. Los indígenas serían atraídos a los nuevos pueblos de misión de manera pacífica y tributarían directamente a la corona española. Esto ocasionó la reacción inmediata de las elites locales de las ciudades de Asunción del Paraguay y Santa Cruz de la Sierra, cuyos ingresos estaban basados casi de forma exclusiva en la explotación de la mano de obra indígena a través de encomiendas. Acquaviva, en más de una ocasión, ordenó a los jesuitas moderar sus críticas contra los españoles, para evitar confrontaciones con las autoridades civiles y eclesiásticas. Tales eran las tensiones en el nivel local, que la Congregación Provincial de 1612 solicitó al General interceder ante la Santa Sede para evitar la realización de visitas de obispos a las misiones. En otras palabras, otorgar a los establecimientos jesuitas autonomía con respecto a las jurisdicciones diocesanas.20

Como lo ha notado con oportunidad Magnus Mörner, las misiones jesuíticas contribuían de esta manera a la creación de un nuevo modelo de administración de la población indígena, marcado por el aislacionismo y la segregación.21 El mantener a los indios reducidos por fuera del sistema de encomienda, daba a las misiones un grado importante de autarquía económica. Esto se sumaba a su relevancia geopolítica, pues las misiones brindaban apoyo a la corona española para asegurar sus dominios territoriales en zonas por tradición disputadas con Portugal, y para rechazar el avance de numerosos grupos de indígenas infieles que amenazaban a las ciudades españolas. Pese a esto, durante la primera mitad del siglo XVII, las misiones fueron atacadas numerosas veces por tropas de colonos esclavistas provenientes de la ciudad de São Paulo, los bandeirantes, que capturaron millares de indígenas y destruyeron en poco tiempo la mayor parte de las fundaciones jesuíticas.22

El sistema de gobierno jesuítico: entre lo global y lo local

La acción de los jesuitas acompaña un momento de transición clave caracterizado por el endurecimiento de la corona española en Sudamérica en materia de religión y de política. Si la etapa anterior de la evangelización había estado basada en una cierta apertura hacia las tradiciones indígenas y en la confianza de que la administración del bautismo aseguraba la salvación de las almas, el periodo que se inicia con la participación de los jesuitas procuró imponer nuevos requerimientos para aceptar a los neófitos en la fe cristiana. Tanto las congregaciones jesuíticas como los concilios americanos buscaron reglamentar esos nuevos requerimientos, discutiendo sobre los métodos más adecuados para la conversión de los indios. El modelo jesuítico se basó en la aceptación universal de la razón como vía de acceso a la fe cristiana. Es decir, que los indios debían ser preparados arduamente en la doctrina, e incluso recibir, además del bautismo, sacramentos como la confesión o la comunión, para ser reconocidos a plenitud como cristianos. Esto exigía una tarea prolongada de enseñanza y tutelaje de la población indígena.23 La importancia que adquieren las lenguas indígenas en la formación jesuítica del periodo, adoptadas de inmediato como instrumentos pastorales, explica tanto la necesidad de hacer comprensible a los indios el lenguaje cristiano, como de establecer fórmulas estándar de comunicación (y memorización de la doctrina) que facilitaran el seguimiento de la formación de las elites en la fe cristiana.24

La etapa también se caracteriza por la necesidad de establecer reglas de conducta claras entre los miembros de la Orden. La documentación interna revela que durante todo el periodo de Acquaviva existieron problemas de disciplina religiosa y obediencia, que las autoridades de ésta buscaron controlar y sancionar. Fue preciso entonces desarrollar formas de gobierno y toma de decisiones que permitieran resolver casos de manera eficiente. Esto implicó el desarrollo de mecanismos descentralizados que agilizaran los tiempos y acortaran las distancias, evitando las crisis episódicas que la Orden tendía a atravesar en virtud de un gobierno vertical y jerarquizado. La crisis disparada por el grupo de los llamados “memorialistas” afectó durante dos décadas al generalato de Acquaviva. Cabe recordar que, por lo común, la administración de la Compañía de Jesús había estado sujeta a debate interno, sobre todo después de la muerte de Ignacio, periodo en el que la Orden se expandió con celeridad en el mundo. La intervención de los jesuitas “memorialistas” llevó esta polémica a un punto culminante, cuando solicitaron la limitación del poder del general en Roma y su reemplazo por congregaciones generales convocadas con regularidad.25

La literatura más reciente ha cuestionado la imagen comúnmente aceptada de la Orden como institución por completo centralizada y vertical, y destaca el rol que jugaron los gremios consultivos de rango medio. Tanto la distancia de las provincias jesuíticas como las sucesivas señales de desobediencia habían forzado a establecer mecanismos descentralizadores de gobierno, entre los cuales se encontraban las congregaciones provinciales y generales. Estos gremios consultivos participaban del proceso de toma de decisiones.26 Al analizar el caso del Paraguay jesuítico, Fabian Fechner destaca el margen de libertad de que dispusieron las congregaciones provinciales. Enfatiza que la legislación de la Orden estuvo lejos de constituir un corpus inmutable. Por el contrario, las constituciones y demás reglas fueron modificadas de continuo con los decretos de las congregaciones. Los procuradores elegidos por cada congregación provincial para representar a la Orden en Roma fueron informadores clave que muchas veces determinaron la orientación de la actividad misionera.27 Un ejemplo concreto es la resistida elección del jesuita Diego de Torres en 1600 como procurador, quien influyó en el general Acquaviva para crear la provincia jesuítica del Paraguay. Torres había llevado a Roma una serie de documentos e incluso un mapa, para discutir el tema con el General.28

Las congregaciones provinciales producían una serie de documentos que servían para la toma de decisiones. Fechner nota que, aunque no poseían funciones administrativas, un análisis detallado de sus actas revela una diversidad de propuestas y reformas discutidas, que muchas veces se traducían en decisiones tomadas con independencia de Roma. Las congregaciones provinciales constituían en definitiva un medio para controlar al provincial y balancear las diferentes posiciones internas. En efecto, dentro de una misma provincia solía haber multitud de posturas discrepantes, y los diferentes gremios consultivos debatían, aceptaban o rechazaban los postulados de cada una de ellas. Las divergencias solían manifestarse en la elección del procurador de provincia, representante principal de la provincia en Roma, enviado ex professo a ésta para entregar y comentar peticiones de los jesuitas de su provincia, comprar bienes y buscar nuevos misioneros.

Las normas locales se establecían a través de cartas entre el general y los provinciales y otros superiores de la provincia. Al menos desde la creación de la provincia jesuítica del Paraguay, dichas cartas se organizaban en volúmenes, que con posterioridad se transcribirían en fragmentos y se indexarían para facilitar su uso. Entre las recomendaciones era necesario saber distinguir tiempos, lugares y personas, actitud que las Constituciones promovían como forma más eficaz para obtener información y decidir asuntos de gobierno.29 Cada provincia presentaba una gran variedad de situaciones sobre las que urgía tomar decisiones. Para ello, las diferentes autoridades debían estar debidamente informadas. Luego de recibir las cartas destinadas al Prepósito general, el secretario las leía con diligencia y anotaba en el dorso los puntos más salientes. Después de esto dividía la correspondencia según su origen o destino y la distribuía entre los encargados de las distintas asistencias u otros oficiales de la curia. Este cuerpo de personas constituía la consulta del General y daba su parecer sobre cada cosa. El secretario tomaba notas y las leía en voz alta antes de finalizar la sesión, para luego elaborar a partir de ellas las respuestas, cuyo borrador era revisado por el asistente respectivo con el fin de asegurar que la intención del superior general hubiera sido correcta.30 El juego de la correspondencia implicaba siempre diferenciar los documentos que eran mostrables de aquellos que no lo eran. Explica Morales que en la “carta principal” iba lo que puede presentarse a muchos, y en las “hijuelas” se ponían las cosas que no eran para exhibir (edificativo o no). Por ejemplo, “si son cosas que toquen a príncipe o prelado necesariamente háblese en hijuelas”. En la “carta principal” había que escribir y rescribir; en la “privada”, dejar hablar al corazón.31

En el mediano plazo, el sistema de gobierno basado en cartas serviría para abonar una historiografía en la que la Orden reforzaba su propia imagen frente a sus enemigos. Dicha escritura jesuítica complementaba todo un aparato de representaciones simbólicas que los jesuitas habían elaborado con anterioridad para autorrepresentarse en las sociedades receptoras. Dichas representaciones simbólicas, presentes en el discurso visual y ritual de la Orden, impactaban de manera más inmediata en los sentidos de las diferentes audiencias a las que iban dirigidas. No sólo resultaban más eficaces en su interpelación a las sociedades coloniales americanas, sino que también nutrían las bases mismas de la identidad de la Compañía de Jesús, enraizadas en la espiritualidad ignaciana.32 La última sección de este artículo está dedicada a ese tema.

Los dispositivos de autorrepresentación

En 1610 se celebró en las ciudades de Lima y Cuzco la beatificación de Ignacio de Loyola. Entonces se puso al servicio de estas celebraciones toda la parafernalia disponible: luminarias, repique de campanas, fuegos de artificio, trompetas, chirimías y clarines, corridas de toros, vestimentas suntuarias, etc. Durante varios días, mañana, tarde y noche las autoridades más notables de ambas ciudades asistieron a honrar al fundador de la Compañía de Jesús. Para una de las celebraciones en Lima, la iglesia de la Compañía había sido adornada elocuentemente exhibiendo en su interior, en la parte más alta, una serie de cuadros de los mártires de la aquélla y otros santos, todos dispuestos en orden. Más abajo se mostraban cuadros de la vida y muerte de Cristo y de los apóstoles. En el altar mayor se habían puesto encajes adornados con flores de seda y argentería, donde se situaron 18 medios cuerpos de santos hechos en España “con gran primor” y treinta relicarios grandes de plata dorada, “los cuales todos con las láminas, macetas de flores naturales y artificiosas, puestos, muchas velas, y otras curiosidades, componían un suntuoso adorno, ni lo eran menos los frontales por ser muy ricos”.33

Uno de los días salió una procesión a la que asistieron el arzobispo y el virrey, entre otras autoridades importantes. Primero iban las cofradías en orden con imágenes del niño Jesús, cirios y joyas. Seguían los representantes de la reducción de Santiago del Cercado “con cinco andas, y en ellas cinco imágenes de bulto muy bien hechas, y todos sus pendones. Venían los de este pueblo bien vestidos en su traje”. Luego seguían la congregación de los estudiantes y el colegio de San Martín, respectivamente, con las imágenes de la Concepción y de la virgen de Loreto. Venía a continuación la cruz de la iglesia, tras otras andas que llevaban cuatro sacerdotes de la Compañía con sus sobrepellices, cargando un relicario grande de plata. A ellos seguían otros 30 sacerdotes que llevaban “otros tantos relicarios grandes del mismo colegio de la Compañía de plata dorada, y sus fruteros, o paños ricos con que los llevaban”. A ambos lados los colegiales alumbraban con cirios las reliquias. Al final iban los religiosos de otras órdenes, los principales de la nación “vascongada”, el cabildo eclesiástico, el arzobispo “de Pontifical”, el cabildo de la ciudad, los miembros de la Real Audiencia y el Virrey con su comitiva. Según informa la descripción, en sólo cuatro cuadras había “más de diez mil almas”. En la procesión las monjas del monasterio de la Concepción cantaban letras a san Ignacio, mostrando “su afecto y devoción al santo en recibirle con diversos romances y letras, que por espacio de dos horas, que duro el pasar la procesion cantaron, y al salir el santo de la iglesia entonó todo el coro el psalmo In exitu Israel de Agypto, con grande gusto de los que oían”.34 De los pueblos comarcanos habían asistido a la procesión comunidades de indios que mostraron danzas e “invenciones”. La procesión llegó a la iglesia de la Compañía, donde fue recibida con salva de mosquetes, clarines, trompetas, chirimías y repique de campanas, pífanos, cajas y banderas, que tremolaban en la torre. La descripción destaca que todo se desenvolvió con “un extraordinario consuelo, silencio, y devoción en todos”.35

La descripción señala la presencia de una serie de elementos que la Compañía de Jesús promovía como marcas indelebles de identidad. La presencia en el templo de los mártires de la Orden, ocupando, junto a otros santos, un lugar de centralidad visual, afirmaba incuestionablemente el perfil misionero de ésta.36 En la procesión, las reliquias hacían notar su presencia como elemento fundante de la ritualidad y la espiritualidad ignaciana, como instrumentos de conquista territorial. Todos rendían culto al santo en un desfile en el que la sociedad colonial se representaba a sí misma, con la Compañía de Jesús en su centro. Más aún, la Compañía exaltaba su propio rol en esa sociedad tomando posesión de las principales calles de la ciudad por medio de la implantación de marcas que remitían al cuerpo (los huesos) de sus santos y mártires.37

Algunos meses después se celebraba la beatificación en la ciudad andina del Cuzco, antigua sede del Imperio incaico y en su mayoría habitada por indígenas. Una sección del relato describe con detalle las fiestas de estos últimos.38 Cada parroquia se acercaba a la ciudad según su antigüedad para asistir a la iglesia de la Compañía de Jesús, donde tenía misa cantada y sermón, que se le predicaba en su lengua. Los indios llevaban en procesión cruces, pendones, danzas y músicas. Cerrando el grupo iba el cura de la parroquia y el cacique principal. Cada día una parroquia diferente era recibida en la iglesia de la Compañía con repique de campanas y música. El lunes llegó la de Bethlen, trayendo a nietos y descendientes de los incas. El martes llegó la de Santiago, “cantando el golpe de la gente canciones en loor del Santo, vestían muy vistosos a su usanza, y cantaban unas chanzonetas de cierta ave negra, llamada Curiquenque preciada entre ellos […] olor y propiedades buenas al Santo y habito de su Religión”.39 El miércoles entró la del “hospital de los naturales”, “con grande estruendo de danzas y música, &c haciendo un regocijo que se usaba en tiempo del Inga Huaynacapae, mudado a lo divino en loor del Santo”.40 A continuación, agrega el relato: “esta procesión recibió la cofradía de Iesus, que está en la Compañía, sacando su niño Iesus en habito de Inga, ricamente aderezado, y con muchas luces”. El viernes acudió la parroquia de San Christobal, donde habían sido reducidas “dos casas ilustres de Ingas”, las que llevaron “algunas danzas muy vistosas”. Al día siguiente entró la parroquia de San Blas, en la que estaban “dos Reyes Ingas”, llevando una “invención que significaba una victoria que sus antepasados ganaron en una insigne batalla, aplicando en canto al santo las aclamaciones que hicieron al capitán general que consiguió aquella victoria, acompañando esto cajas, clarines y otros instrumentos bélicos”. La descripción concluye con la entrada de los indios de los pueblos de San Sebastián y San Jerónimo, que conviene citar con cierta extensión:

El lunes vinieron los del pueblo de San Sebastian que esta media legua desta ciudad, y esforzaronse a hazer vna solene fiesta por la competencia común, hizieron vna muy buena procession llena de bultos de sanctos en sus andas, pendones, &c. y al fin della sus dos caciques principales descendientes de Ingas, llevaban delante quatro hombres de armas vestidos de colorado con unas astas de plumería en que iban las armas de los dos caciques, que eran la borla del Inga, y dos culebras con vn castillo, hubo mucho que ver en esta procession por la diversidad de danzas e invenciones, rematose con su Missa y sermón que se acabo a la vna de la tarde, entreteniendo el festo della a toda la ciudad con sus danzas y cantaras, &c. La vltima procesión fue del pueblo de San Geronimo, que esta legua y media del Cuzco, y fue buen remate de todas las pasadas por la mucha gente principal que trahia de Ingas con las insignias de águilas y coronas del Inga, venían representándola victoria que sus pasados alcanzaron siendo pocos de los Chancas que eran veinte mil aplicando el canto de la victoria al Beato Ignacio. Esto es lo tocante a las fiestas espirituales, dexando las muchas confesiones y comuniones que en ellas hubo, por venir a las que los Indios hizieron en la plaza de la Compañía.41

Uno de los aspectos que más llaman la atención de esta descripción es la presencia abundante de elementos locales: cantos, danzas, plumerías, vestimentas tradicionales y hasta un niño Jesús vestido con hábito incaico. El hecho conocido de que se trataba de descendientes de los incas era reforzado aquí con la puesta en escena de símbolos de la época prehispánica. Esto no parecía contradictorio con la lógica general de la celebración de la beatificación, que tendía a unificar y condensar elementos que en otros momentos o lugares podían parecer disonantes, al menos para la mirada europea. Más aún, los jesuitas se habían esforzado particularmente en encontrar medios de trasmisión de la fe que, sin afectar la esencia del mensaje cristiano, incorporaran elementos locales para reforzar su capacidad comunicativa. Esto se evidenciaba a nivel minimalista, en el desarrollo de modalidades nuevas de comunicar la enseñanza. Diferentes géneros dialógicos como coloquios, epístolas, oraciones, cantos y responsorios desplegados durante las procesiones servían a ese fin. En la doctrina de Juli, los jesuitas habían ensayado estas técnicas desde el primer momento, comprobando que resultaban eficaces para atraer a los indígenas. Allí, los estudiantes memorizaban lo que aprendían gracias a la ayuda de registros de cuerdas de la época de los incas llamados quipus, y las diferentes oraciones eran recitadas en aymara. En 1576, el entonces provincial José de Acosta, fue recibido en Juli con ceremonias en las que destacaban los elementos andinos.42 Los jesuitas debieron suponer que en la etapa temprana de acción misionera era posible, y hasta cierto punto inevitable, recurrir a las prácticas locales para asegurarse la confianza de los indios, con la esperanza de que las generaciones sucesivas olvidaran los antiguos significados de dichas prácticas.

La importancia que los jesuitas dieron tanto en las ciudades como en las misiones a esta dimensión ritual formaba parte de un impulso más amplio de reforma de las costumbres que fueron perfeccionando con el tiempo, con la ayuda de los mismos miembros de las elites locales, indígenas y no indígenas.43 Las cofradías, en particular las dedicadas a la Virgen, cumplieron en este sentido un rol fundamental. Los indios de las celebraciones peruanas mencionadas pertenecían a algunas cofradías establecidas. En regiones como el Paraguay, las primeras referencias a cofradías marianas coinciden justo con la fecha de realización de las celebraciones de la beatificación. Entonces, en el colegio de Asunción se organizaban fiestas donde se realizaban coloquios en la lengua guaraní, guiados por directores espirituales. Uno de ellos fue el conocido jesuita Roque González de Santa Cruz, quien años más tarde fue martirizado en la región del Caaró. González viajaba desde las reducciones de indios guaycurúes de modo expreso para hacerse cargo de la tarea de dirección espiritual. Los sodales de la Virgen confesaban y comulgaban con frecuencia, además de encontrarse en el centro de la organización de las principales fiestas del calendario litúrgico. Años más tarde, el culto a la virgen de Loreto se extendió en las reducciones de guaraníes. El primer provincial del Paraguay, Diego de Torres, había instruido en 1610 que se construyeran capillas dedicadas a ella junto a todas las iglesias, respondiendo a medidas precisas (“de cuarenta pies de largo, veinte de ancho, y veinte y cinco de alto”), y que en cada una de ellas se pusiera una reliquia para consuelo de los enfermos. En el altar principal, además debían colocarse las imágenes de Ignacio y Xavier, “aunque sean de estampas”, “y tengan alguna para los enfermos y tomando por patrones y testigos á los dos santos, renueven cada día en la oración y Misa los votos y el propósito de gastar la vida entre los indios, no lo estorbando la santa obediencia”.44

Las celebraciones descritas expresaban algo más que la culminación del perfil misionero debatido con laboriosidad dentro y fuera de la Orden en las décadas anteriores. También señalaban la inserción plena de ese perfil, idealizado en la figura de los mártires y santos de la Compañía, dentro de las sociedades receptoras. Los jesuitas que arribaron al Perú 40 años antes se mostraban en las celebraciones como el centro mismo de esas sociedades que, en definitiva, habían contribuido a moldear.

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1Para datos generales sobre la provincia jesuítica del Perú y el Paraguay, véanse las obras clásicas de Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía de Jesús en el Perú; Pablo Pastells y Francisco Mateos, Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay (Argentina, Paraguay, Uruguay, Perú, Bolivia y Brasil), según los documentos originales del Archivo General de Indias, y Antonio Astrain, Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, 7 vols

2Sobre la época de Acquaviva véanse Paolo Broggio, Francesca Cantù, Pierre-Antoine Fabre y Antonella Romano (eds.), I gesuiti ai tempi di Claudio Acquaviva. Strategie Politiche, Religiose e culturali tra cinque e seicento; Michaela Catto, La Compagnia Divisa. Il dissenso nell’ordine gesuitico tra ‘500 e ‘600, y Silvia Mostaccio, Early Modern Jesuits between Obedience and Conscience During the Generalate of Claudio Acquaviva (1581-1615).

3En ciertos periodos, la corona española prohibió de forma expresa el envío a América de jesuitas que no fueran españoles. Sin embargo, en los momentos en que la restricción fue levantada, los procuradores jesuitas aprovecharon para llevar a América, como misioneros, jesuitas del centro europeo. Lázaro de Aspurz, La aportación extranjera a las misiones españolas del Patronato Regio. Para un listado completo de los nombres y expediciones, además de Pastells y Mateos, Historia de la Compañía de Jesús, op. cit., véase Carlos Leonhardt, “Cartas Anuas de la Provincia del Paraguay, Chile y Tucumán, de la Compañía de Jesús (1609-1614)”.

4La reconstrucción y seguimiento de la movilidad y trayectoria de ciertos jesuitas por los espacios sudamericanos, al igual que sus motivaciones en el momento de formación de las primeras provincias de la Orden es un tema que aún debe ser estudiado. Véase Bernand Vincent y Pierre-Antoine Fabre (eds.), Missions religieuses modernes. “Notre lieu est le monde”, y Aliocha Maldavsky, “Société urbaine et désir de mission: les ressorts de la mobilité missionnaire jésuite à Milan au début du XVIIe siècle”, pp. 7-32.

5Sabine MacCormack, “‘The Heart Has Its Reasons’: Predicaments of Missionary Christianity in Early Colonial Peru”, y Manfredi Merluzzi, Gobernando los Andes. Francisco de Toledo, virrey del Perú (1569-1581).

6Sobre la casuística jesuítica no existen libros para el contexto americano. Entre las obras recientes para el contexto europeo puede verse Jean-Pascal Gay, Jesuit Civil Wars: Theology, Politics, and Government under Tirso González (1687-1705).

7Alexandre Coello de la Rosa, “Diego Martínez, misionero y místico jesuita del Alto Perú (1543-1626)”, pp. 837-53, e Id., “La doctrina de Juli a debate (1575-1585)”, pp. 951-90.

8Aliocha Maldavsky, Vocaciones inciertas. Misión y misioneros en la provincia jesuita del Perú en los siglos XVI y XVII, p. 97.

9Sabine MacCormack, “Grammar and Virtue: The Formulation of a Cultural and Missionary Program by the Jesuits in Early Colonial Peru”, pp. 586-587.

10Maldavsky, Vocaciones inciertas.

11Ibidem, p. 67.

12Martín Morales, “Los comienzos de las reducciones de la Provincia del Paraguay en relación con el Derecho indiano y el Instituto de la Compañía de Jesús. Evolución y conflictos”, p. 62. Véase también Giuseppe Piras, Martín de Funes I. (1560-1611) e gli inizi delle riduzioni dei gesuiti nel Paraguay.

13Coello de la Rosa, “Diego Martínez”, op. cit., p. 843; Norman Meiklejohn, “Una experiencia de evangelización en los Andes. Los jesuitas en Juli (Perú). Siglos XVII-XVIII”, pp. 109-185.

14Morales, “Los comienzos de las reducciones”, op. cit., p. 62.

15Guillermo Wilde, Religión y poder en las misiones guaraníes.

16Maldavsky, Vocaciones inciertas, op. cit., p. 104.

17El principal promotor de la idea de Juli como antecedente de las misiones del Paraguay fue el jesuita Echanove. Véase el largo estudio publicado en Missionalia Hispánica en la década de 1950: Alfonso Echanove, “Origen y evolución de la idea jesuítica de ‘reducciones’ en las misiones del virreynato del Perú (Parte 1)”, y “La residencia de Juli, patrón y esquema de reducciones (Parte 2)”.

18Ramón Gutierrez, Evolución urbanística y arquitectónica del Paraguay, 1537-1911.

19Sobre la actividad de los franciscanos en Paraguay véase Louis Necker, Indios guaraníes y chamanes franciscanos. Las primeras reducciones del Paraguay, 1580-1800. Para comparar el modelo franciscano y el jesuita desde un punto de vista económico, véase Juan Carlos Garavaglia, Economía, sociedad y regiones, e Id., Mercado interno y economía colonial. Tres siglos de la yerba mate.

20Las disputas de jurisdicción con los obispos fueron un problema constante. Entre los casos más célebres se encuentra la que mantuvieron los jesuitas con el obispo del Perú, Toribio de Mogrovejo, en torno a la doctrina del Cercado, en la década de 1590. Otro también conocido es el que los enfrentó con Bernardino de Cárdenas, obispo del Paraguay, durante el siglo XVII. Tetsuya Amino, “Las lágrimas de nuestra Señora de Copacabana: un milagro de la imagen de María y los indios en diáspora de Lima en 1591”, pp. 35-65, y Nicolás del Techo, Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús.

21Magnus Mörner, “The Guarani Missions and the Segregation Policy of the Spanish Crown”, pp. 367-386, e Id., Actividades políticas y económicas de los jesuitas en el Río de la Plata.

22Wilde, Religión y poder en las misiones, op. cit.; Ernesto Maeder, Misiones del Paraguay. Construcción jesuítica de una sociedad cristiano guaraní (1610-1768).

23Juan Carlos Estenssoro, Del paganismo a la santidad: la incorporación de los indios del Perú al catolicismo, 1532-1750.

24MacCormack, “‘The Heart Has Its Reasons’”, op. cit., p. 455.

25Obras fundamentales en este debate fueron el Memorial de las cosas universales y particulares que conviene remediar en la Compañía de 1593, por Fernando de Mendoza González, que exigía una separación de las naciones representadas en la Orden y un estatus especial para los españoles. Tiempo después, Jerónimo Román de la Higuera desarrolló argumentos en contra de Acquaviva y lo tachó de “extranjero”. Otra figura representativa fue Juan de Mariana, quien desarrolló una reflexión interna de los memorialistas en una obra titulada De Reformatione Societatis, donde critica la política centralista de la Orden. La discusión sobre una reforma se trasladó también a la tratadística más oficial. Pedro de Ribadeneira (1526-1611) escribió un tratado en defensa de la monarquía, en tanto que Jerónimo de Nadal (1507-1580) y Francisco Suárez (1548-1617) defendieron la omnipotencia del General. Sobre este tema véase el estudio reciente de Fabian Fechner, “Las tierras incógnitas de la administración jesuita: toma de decisiones, gremios consultivos y evolución de normas”.

26Markus Friedrich, “Communication and Bureaucracy in the Early Modern Society of Jesus”, pp. 49-75, e Id., “Government and Information-Management in Early Modern Europe. The Case of the Society of Jesus (1540-1773)”, pp. 539-63.

27Fechner, “Las tierras incógnitas”, op. cit.

28Completamente apartado de los procuradores de tinte más político en Madrid, en 1568 se creó el cargo de procurador de las Indias Occidentales en Sevilla, encargado de preparar expediciones, alojar misioneros antes de sus viajes y administrar subsidios reales. Sobre los diferentes tipos de procurador véase el trabajo ya citado de Fechner, “Las tierras incógnitas”. Véase también Félix Zubillaga, “El procurador de las Indias occidentales de la Compañía de Jesús (1574). Etapas históricas de su erección”, pp. 367-417, y Gabriel Martínez-Serna, “Procurators and the Making of the Jesuits’ Atlantic Network”, pp. 181-209.

29Martín M. Morales, A mis manos han llegado. Cartas de los pp. generales a la antigua Provincia del Paraguay (1608-1639), p. 25.

30Ibidem, pp. 20, 23 y 24.

31Polanco escribió una carta a toda la Compañía en la que fundamentaba por qué escribir y el modo como hacerlo: “Las cartas son lazos de unión, motivo de emulación, fuentes de consejos, son el modo para tener una idea universal del gobierno, ocasión de acción de gracias, alimento para la oración común, aumento de la gloria de Dios”. Ibidem, p. 22.

32Sobre el tema de la espiritualidad ignaciana pueden consultarse las siguientes obras: Pierre-Antoine Fabre, Ignacio de Loyola. El lugar de la imagen. El problema de la composición de lugar en las prácticas espirituales y artísticas jesuitas en la segunda mitad del siglo XVI; Louis Châtellier, L’Europe des dévots; Michelle J. Molina, To Overcome Oneself. The Jesuit Ethic and Spirit of Global Expansion, 1520-1767; Luce Giard y Louis de Vaucelles (eds.), Les jésuites à l’âge baroque:1540-1640, y Alexandre Coello, Javier Burrieza y Doris Moreno (eds.), Jesuitas e imperios de ultramar. Siglos XVI-XX.

33Relacion de las fiestas qve en la civdad de Lima se hizieron por la beatifiacion del bienaventvrado Padre Ignacio de Loyola, fundador de la Religion de la Compañía de Iesus, hechas imprimir por D. Alonso […] de Sarauia Soto Mayor. Alcalde de Corregidor de la Ciudad de los Reyes. Agradezco la información sobre esta relación y la homóloga sobre el Cuzco al Prof. Hiroshige Hokada, de la Universidad de Osaka.

34Idem.

35Idem.

36El tema de los mártires y santos de la Compañía de Jesús requiere tratamiento especial. Si bien la discusión se desarrolló en etapas posteriores, ya desde temprano los jesuitas intentaron santificar a algunos de sus misioneros ilustres, haciendo pedidos formales al papado, pero redactando también biografías y hagiografías. Véase Coello de la Rosa, “Diego Martinez”, op. cit., p. 839. El martirio en particular se convertiría con el tiempo en un elemento importante de autorrepresentación de la Orden. Renato Cymbalista, “A Presença dos Santos: Martírios e relíquias sagradas na construção do território cristão na América portuguesa”, pp. 211-245.

37Sobre los dispositivos jesuitas de construcción del espacio véase Guillermo Wilde, “The Political Dimension of Space-Time Categories in the Jesuit Missions of Paraguay (17th and 18th Centuries)”, pp. 175-213 y Pierre-Antoine Fabre, “Reliquias romanas en México. Historia de una migración”, pp. 205-223.

38Relacion de las fiestas qve en la civdad del Cuzco se hizieron por la beatifiacion del bienaventvrado Padre Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Iesus, a pedimento de Don Fernando de Vera y Padilla.

39Idem.

40Idem.

41Idem.

42MacCormack, “Grammar and Virtue”, op. cit., pp. 581-582.

43La historiografía de la Compañía de Jesús por lo general se ha centrado en el rol de la escritura y la visualidad en la autorrepresentación de la Orden y en la construcción de una identidad en el contexto de la Contrarreforma. Menos atención han recibido los modelos devocionales y el ritual en la construcción de esa identidad, basada en los elementos de la espiritualidad ignaciana. Esto quizá se deba al hecho de que la historiografía de la Orden adquirió un lugar omnipotente en la construcción de dicha identidad, en particular desde finales del siglo XVII, cuando comienzan a escribirse las historias de la Compañía de manera más sistemática y documentada, movimiento que llega a su apogeo en los siglos XVIII y XIX. En esta época tardía, de “desencantamiento del mundo”, el ritual había perdido su vitalidad de antaño, y no constituía ya una vía potente de autorrepresentación. Podría afirmarse que la historiografía desplaza gradualmente al ritual en la construcción identitaria de la Orden. A su vez, la escritura de la historia de ésta señala una vitalidad que ya no se encuentra en el presente sino en el pasado. Es decir, que en efecto se transforma en lo que De Certeau definiría como una representación de los muertos, o un trabajo de duelo. Michel de Certeau, La escritura de la historia.

44Pablo Hernández, Organización social de las doctrinas guaraníes de la Compañía de Jesús, vol. 1, p. 581.

Recibido: 09 de Septiembre de 2016; Aprobado: 16 de Marzo de 2017

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