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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.42 México ene./jun. 2014

 

Expediente

 

El agotamiento del pacto de la transición: historización y violencia simbólica

 

The Depletion of the Transition Pact: Historization and Symbolic Violence

 

Joan Ramon Resina

 

Stanford University Estados Unidos.

 

Artículo recibido: 27 de febrero de 2014.
Artículo aceptado: 15 de agosto de 2014.

 

Resumen

La Transición española a la democracia supuso la deliberada neutralización de una memoria que aún estaba muy viva a mediados de los años setenta del siglo pasado. El 22 de noviembre de 1975 no vio la caída de una tiranía sino la transfiguración de un régimen que autosobrevivió gracias a la pasividad de la población y la complicidad de una parte significativa de ella. La Transición no fue la reinvención democrática del Estado sino un traspaso provisional de las instituciones a fin de asegurar la continuidad de sus funciones.

En su dimensión histórica, la Constitución española es lo que Freud llamó una memoria-filtro, metáfora de un conocimiento censurado que debe reprimirse incesantemente a fin de que no emerja a la luz pública. A esta tarea han colaborado con entusiasmo los historiadores, tanto los abiertamente asociados al conservadurismo de la Real Academia de la Historia, como los de estirpe liberal que colaboran con aquellos en la erradicación de las memorias heteronacionales para deslegitimar la vigencia de derechos reivindicables, esto es, para promover la discontinuidad histórica en las nacionalidades periféricas que los conservadores han logrado ya a nivel de Estado.

Palabras clave: Transición, democracia, memoria, Guerra Civil Española, franquismo, amnistía, relativismo histórico, Constitución, nacionalismo, Euskadi, uso de la historia.

 

Abstract

The Spanish Transition to Democracy entailed the deliberate neutralization of memories that were still vivid in the mid-1970s. November 22, 1975 was not the downfall of a tyranny but the transfiguration of a regime that survived itself due to the people's passivity and the complicity of a large part of the population. The Transition was not the democratic reinvention of the State so much as a temporary transference of the institutions in order to ensure their functional continuity.

In its historical dimension, the Spanish Constitution is what Freud called a screen-memory, a metaphor for a censored knowledge which must be continuously repressed to prevent it from emerging into the public light. To the work of creating screen-memories historians have contributed enthusiastically, from those associated with the conservative Real Academia de la Historia to more liberal ones who collaborate with the former in uprooting heteronational memories in order to delegitimate the claims to rights that are historically based; in other words, to promote in the peripheral nationalities the historical discontinuity that conservatives have already achieved in the rest of the State.

Keywords: Transition, democracy, memory, Spanish Civil War, franquismo, amnesty, historical relativism, constitution, nationalism, Euskadi, use of history.

 

Desde la creación en diciembre del 2000 de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, en España se han localizado numerosas fosas con los cadáveres de hombres y mujeres que fueron ejecutados al margen de todo procedimiento legal setenta años atrás. Estas personas fueron víctimas de purgas llevadas a cabo por el ejército rebelde y por escuadrones de la muerte falangistas, a menudo con la connivencia de las autoridades religiosas. Aunque no es posible determinar con exactitud la razón por la cual la localización de las fosas tuvo que esperar hasta el final del siglo, tampoco es por azar que la espectacular exhumación de los cadáveres coincidiera con esta fecha simbólica, ya que representa el punto culminante en el debate sobre la memoria histórica en España. Pero este dato implica una petición de principio, y no es ocioso preguntarse ¿por qué ahora? Se ha esgrimido el temor de los supervivientes, la convivencia sustentada sobre el silencio, las resistencias internas y externas que ha sido preciso vencer antes de iniciar las excavaciones. Todo esto es cierto, pero meramente circunstancial. No hay ninguna razón de peso que impidiera dar este paso cinco, diez, incluso 15 años antes. Pero sea cual fuere la respuesta a la pregunta, es indudable que debe referirnos al agotamiento del ethos de la Transición, esto es, a la extenuación de la creencia en la virtud de aquella maniobra política que hace exactamente treinta y cinco años, es decir, dos generaciones, pudo parecer inevitable e incluso oportuna, pero cuya insuficiencia y efectos perversos hoy resultan tangibles en muchas esferas de la vida pública.

Aquella maniobra, cuidadosamente negociada desde el poder franquista y aceptada incondicionalmente por la mayor parte de la oposición, pudo parecer entonces la autodisolución de aquel poder, aunque en realidad se diseñó para historizar la Guerra Civil y sus secuelas y legitimar la evolución de las mismas bajo la etiqueta del cambio. Por "historizar" entiendo aquí degradar las memorias a datos que ya no reclaman la atención ni suscitan pasiones, a no ser las de los historiadores profesionales, cuyas vehemencias raramente penetran en la vida pública, excepto cuando afectan memorias vivas, como ocurrió con la disputa de los historiadores alemanes en los años ochenta, o el conflicto en torno a la enseñanza de la historia en España, alentado por la Real Academia de la Historia precisamente en el 2000. La deliberada neutralización de una memoria que aún estaba muy viva a mediados de los años setenta podría defenderse en tanto estrategia para controlar la volatilidad política que acompañó el final del régimen. Pero a falta de una confrontación pública con el pasado y de una reparación simbólica que orientara a la sociedad respecto del futuro, de lo que sería legítimo democráticamente y lo que caería en el ámbito de lo censurable y punible, la historización tomó la forma de una ocultación y, en definitiva, de una excusa, salvaguardando el estatuto reaccionario bajo el manto de una armónica transición. Los totalitarismos jamás se han extinguido de este modo.

No hay razón alguna para sorprenderse de la domesticación de la memoria histórica. El 22 de noviembre de 1975 no vio la caída de una tiranía sino la transfiguración de un régimen que autosobrevivió gracias a su capacidad de adaptación, pero también a la pasividad y el apoyo implícito de una población interna y externamente sujeta. Sería un error confundir pasividad con impotencia; mientras que esta es indicio de unas circunstancias aplastantes, la primera apenas se distingue de la complicidad. En palabras de Saul Friedlander, "en un sistema que es criminal hasta la médula, la pasividad es, en sí misma, un puntal del sistema".1 A menos que supongamos la existencia de una complicidad rizomática integrando el subsuelo político del franquismo, es imposible explicar la tolerancia de la llamada democracia española ante la prohibición del acceso a los archivos policiales y militares, las amenazas a periodistas y medios de comunicación, la negativa a devolver documentos, edificios y bienes confiscados a sus legítimos propietarios, la rehabilitación de Falange como partido legal en el sistema parlamentario, y la falta de una condena oficial del franquismo con todas sus consecuencias. La explicación de esta anormalidad estriba en que la Transición no fue la reinvención democrática del Estado sino un traspaso de las instituciones, calculado para dejarlas en las mismas manos o cuando menos asegurar la continuidad de sus funciones. Se cerraron muy pocas; algunas cambiaron de nombre o fueron maquilladas, mientras que la mayor parte subsistieron sin cambios visibles. Las instituciones encarnaban los principios del franquismo, y en adelante canalizarían su evolución y mudanza en un difuso clima de opinión cada vez más inconsciente de su origen.

Durante la Transición el mito de la refundación consensuada del Estado vino a reemplazar el del Caudillo providencial. Que la Transición fuera consensuada implicaba que el nuevo marco político se había construido con la participación de todos los grupos sociales mediante el libre debate. El consenso alcanzado en el mismo acto constituyente era la prueba de haberse logrado la reconciliación nacional que el cambio de régimen ponía en el horizonte. Como prenda de esta reconciliación, el gobierno excarceló a millares de personas que cumplían condena por actividades consideradas subversivas bajo la ley franquista. Pero esta amnistía tenía un precio, que las multitudes que la reivindicaban en la calle no alcanzaron a discernir. Se amnistiaba desde la misma ley franquista, que así confirmaba su legitimidad hasta el final de su vigencia, y a cambio se exigía la amnesia colectiva respecto a la naturaleza de aquella ley. Era el fruto predecible de pedir amnistía en lugar de la derogación retroactiva del sistema legal que había ejecutado y encarcelado a miles de personas por razones políticas y étnicas.

En los siglos XVII y XVIII, los tratados de paz en Europa incluían una cláusula de "amnistía y olvido", palabras de origen griego y latín que significaban lo mismo: "un olvido obligatorio".2 Esta cláusula imponía a los firmantes la renuncia a vengar los actos cometidos durante la guerra anterior. Al exigir amnistía, la propia oposición cerró la puerta al enjuiciamiento de los crímenes franquistas, extendiendo, sin darse cuenta cabal de ello, la condición de demócratas a individuos y colectivos totalitarios. Como advierte Francesc-Marc Alvaro, aunque esta amnistía tácita se aplicaba individualmente a elementos franquistas con responsabilidades de diverso orden, el efecto inevitable fue amnistiar al franquismo como sistema político.3 De este modo, la ley de punto final liquidaba el pasado reciente sin que este, por otra parte, dejara de desembocar en el presente cada vez más legitimado e irreconocible. Con el tiempo, se llegaría a hablar de aquel sistema como de una variante del Estado de derecho apenas distinta de la democracia.

A consecuencia de esta maniobra, las décadas del franquismo dejaron de verse como un tiempo excepcional, que era preciso reparar, y pasaron a considerarse una parte de la historia continua con el presente. Desde esta perspectiva, 1939 no representaba la interrupción de la soberanía popular, sino el principio de una gestión urgente de una crisis de la unidad nacional. De hecho, la Transición había empezado seis años antes de la muerte de Franco, exactamente el 22 de julio de 1969, cuando el Generalísimo proclamó sucesor a Juan Carlos. Esta decisión del dictador fue la piedra angular del consenso manufacturado después de su muerte, consenso que suponía reinscribir la refundación franquista de la monarquía a través de la Ley de Sucesión de 1947.4

En aquel momento se hizo todo lo necesario para disimular la interrupción de la línea dinástica, cultivando en los ciudadanos un sentido de continuidad histórica basado en la corona. A su vez, la manipulación de la memoria, dando visos de legitimidad a lo que era de hecho un secuestro de la soberanía popular, redujo el franquismo a un rizo en la amplia corriente de la monarquía nacional.

La cancelación no ya de la deuda histórica sino incluso de la memoria de la responsabilidad del régimen satisfizo a todo el mundo, incluidos los poderes extranjeros, que después de 1975 rescindieron todas las exclusiones impuestas a España en 1939. Las democracias occidentales subscribieron el mito de la larga marcha de España hacia la democracia, para borrar así su abandono de los demócratas españoles en 1936 y especialmente en 1945. Inglaterra y los Estados Unidos, en particular, tenían buenas razones para el remordimiento.

¿Cómo justificar su sacrificio de la democracia en España, sin socavar la idea de que en la Segunda Guerra Mundial habían combatido por la libertad y la democracia, y que estos seguían siendo los valores defendidos en la Guerra Fría? A las antiguas democracias les resultaba útil la leyenda de un país incapacitado para la democracia, pero caminando lentamente hacia la tierra de promisión europea durante décadas de soledad nomádica. La leyenda permitía olvidar la infame política de no-intervención, que Inglaterra había impuesto a Francia en 1936 y que los Estados Unidos habían abrazado, entregando la República al Partido Comunista y España en general a las fuerzas antidemocráticas. Caía en olvido también la traición de Churchill en 1945, cuando renegó de los compromisos adquiridos en emisiones de la BBC y alabó a Franco durante una sesión del Parlamento británico, convirtiéndolo de enemigo de la democracia en aliado de Occidente. Una política que Truman haría suya y que la Casa de los Representantes subscribiría en marzo de 1948 al votar a favor de la inclusión de España en el Plan Marshall, preludio del tratado de defensa firmado por ambos países el 26 de septiembre de 1953. Con su espaldarazo a Franco, los Estados Unidos iniciaron su política de subversión selectiva de los valores democráticos a cambio de ventajas estratégicas, y pusieron en entredicho su compromiso con los principios democráticos de los que depende su hegemonía a largo plazo.

Con la cancelación multilateral de la culpa desapareció la diferencia entre vencedores y vencidos. La disolución de las certidumbres morales de apenas unos años atrás abrió el camino al relativismo, que iría en aumento con la declinación de la memoria histórica, equiparando y volviendo reversibles los papeles de víctimas y verdugos. Al autoconcederse la amnistía política, los franquistas pudieron retener sus privilegios, mientras que la oposición, confiada en una carta moral que ya había arrojado, veía en el mito de la reconciliación la oportunidad para una transformación gradual del Estado. Creía que el tiempo estaba de su parte, y que el franquismo acabaría por extinguirse sin necesidad de combatirlo en sus raíces institucionales. Optando por rebajar la lucha política al nivel de la competición entre partidos, como si todos ellos compartieran un mismo denominador común democrático, los partidos herederos de la cultura oposicional promovieron la despolitización de la sociedad con la finalidad de desactivar el conflicto, como antes lo hiciera el franquismo.5 Pero el mito del pacto consensuado congeló la cultura política en aquel momento transicional y transaccional expresado en la Constitución de 1978, un instrumento estabilizador que, en lugar de ajustarse a la complejidad del país, ha impedido la evolución del Estado.

Rechazada por el llamado "búnker" del régimen, la Constitución recibió el apoyo de los franquistas más pragmáticos, quienes vieron en ella una oportunidad para dejar atrás la tradición autocrática sin renunciar a la perpetuación de un marco político favorable a su visión del Estado. La Constitución representaba una tregua, que acabó consolidándose, entre el espíritu de reforma y el de continuidad, a cambio de un olvido generalizado. Desde entonces la Constitución ha cambiado de signo. Al no simbolizar ya el espíritu de acuerdo, se ha convertido en emblema de inflexibilidad y en instrumento de regresión. H. Rosi Song observa que "Este documento se erige como destinatario de una obligada devoción porque encarna la vigencia de una coherencia y unidad nacional que antecede al reconocimiento de la pluralidad de España".6 En otras palabras, subordina el reconocimiento de los hechos a la prescripción de una ideología. La Constitución es, en su dimensión histórica, lo que Freud llamó una memoria-filtro, metáfora de un conocimiento censurado que debe reprimirse incesantemente a fin de que no emerja a la luz pública.

Pero esto significaría que la relación del historiador con un pasado que fue y sigue siendo traumático, en el sentido de no acceder a parámetros discursivos satisfactorios, es necesariamente transferencial. De acuerdo con esta premisa, examinaré un caso de "historización" de la memoria para mostrar cómo tal historización repite el gesto de la Transición de impedir o, cuando menos, cuestionar las implicaciones políticas de una memoria desinhibida, poligonal, de la Guerra Civil. En un ensayo escrito para un público norteamericano, Paloma Aguilar, miembro del Instituto Juan March,7 denuncia "el uso y abuso del pasado" por "movimientos nacionalistas, que tienden a legitimar agravios actuales con referencia a acontecimientos históricos".8 Levantando cargos por la activación del pasado desde la experiencia política del presente, Aguilar identifica la pieza a batir desde el principio. Y sin embargo, la memoria es definible justamente en tales términos, como "la interacción mutuamente constituyente entre pasado y presente".9 Fuera de esta relación no hay memoria, pero por lo mismo, la memoria depende de formas discursivas que hacen posible la interrelación que llamamos cultura. Podría objetarse, pues, que Aguilar, simplemente, no comparte los discursos nacionalistas y por tanto tampoco las experiencias que esos discursos hacen posibles; es decir, que unos y otra disponen de memorias distintas. Pero el problema no se reduce invocando el relativismo cultural.

Aguilar recurre a la deshonesta convención de reservar el adjetivo "nacionalista" a la expresión política de las nacionalidades sometidas (aquellas justamente cuyo carácter nacional se niega).10 Y no satisfecha con este abuso semántico, atribuye cuestionables prácticas de "legitimación" por medio de la historia a los "movimientos nacionalistas", sin tener en cuenta que históricamente el término "movimiento," de origen futurista-fascista, se refiere al nacionalismo agresivo que se hizo con el Estado y lo transformó a la medida de sus intereses.11 Como explica Hannah Arendt, la palabra "movimiento" aludía a la profunda desconfianza de las masas hacia los partidos políticos, desconfianza que alcanzó proporciones decisivas durante los años de la República de Weimar.12 Si la primera imprecisión de Aguilar es emplear el término "nacionalista" en sentido étnicamente restrictivo, la segunda consiste en designar como movimientos a partidos convencionales (socialdemócratas y democratacristianos) con una profunda inserción en la democracia parlamentaria. Pero no se trata aquí de denunciar una maña política que se quiere hacer pasar por una observación rigurosa, sino de cuestionar el valor epistemológico de negar la relación efectiva (y no solo estratégica) entre agravios actuales y sucesos históricos de negar la relación efectiva (y no solo estratégica) entre agravios actuales y sucesos históricos; de negar, esto es, la inercia del pasado en las actitudes del presente y en la orientación del Estado regido por una colectividad hegemónica que, ella también, es portadora de una memoria.

La pretensión de Aguilar de estar por encima del uso pragmático de la historia parecería ingenua si no fuera insincera. En no menor medida que los discursos denunciados por ella, su reflexión sobre la memoria histórica está determinada por valores que resultan inseparables del "uso y abuso del pasado". Y no por una tendencia perversa, como la que ella observa en ojo ajeno, sino porque el pasado es siempre objeto de conflicto. En el momento en que los acontecimientos entran en el dominio de lo simbólico, quedan sujetos a interpretaciones y valores que, al estar anclados en el contexto social del intérprete, no son refutables como han de serlo, por definición, las inferencias científicas. Por ejemplo, la afirmación de Aguilar de que el gobierno republicano vasco "traicionó" a la República española al negociar su rendición al ejército italiano a cambio de evacuar a las personas más amenazadas de represalias; o su caracterización de la negativa de los vascos (Aguilar los llama "nacionalistas") a destruir su industria antes de la caída de Bilbao como "traición", son juicios de valor irresolubles en la esfera de los hechos. No es que la historiadora, en cuanto miembro de una comunidad de intereses y sentimientos, no tenga derecho a emitirlos, sino que una intervención aséptica en el pasado requiere distinguir entre hechos y juicios de valor, explicar aquellos pero también dar. las claves personales y colectivas de estos.

En este caso los hechos son indiscutibles, pero en sí mismos no justifican el juicio moral y político con que se los pretende envolver. No resulta evidente, excepto tal vez a un nacionalista español, que el gobierno vasco debiera rendirse al brutal general Mola en lugar de hacerlo al general Roatta, salvaguardando el honor español antes que las vidas vascas. Ni tiene mayor fundamento la pretensión de que los vascos debieron destruir su industria para dar satisfacción a una República objetivamente condenada,13 que primero les había escatimado la autonomía y luego había sido incapaz de defenderla.14 Tras la caída de Bilbao, la República había pasado a mejor vida en Euzkadi, pero a los vascos la industria continuaría proporcionándoles trabajo y sustento después de la derrota,15 mientras que Madrid, republicana o fascista, siempre viviría de su negocio secular. Achacar a perversidad nacionalista la negativa a destruir la base económica de la vida vasca en aras de una idea nacional republicana insolidaria con Euzkadi y para entonces visiblemente destinada al fracaso, es una prueba de que la memoria, y en este caso también la historia, está sujeta a los parámetros de las comunidades discursivas y a estrategias de acción en el presente.

En última instancia, las acusaciones de traición colectiva no se apoyan en los hechos sino en las lealtades de la historiadora.

El partidismo de Aguilar le dicta su convicción de que Euskadi entró en la guerra como un apéndice de la República española, y esta decisión preintelectual, de raíz afectiva, le impide considerar razonables las decisiones tomadas por el Gobierno vasco ante la inminencia de la catástrofe y sin la protección de un Estado nominalmente responsable de las vidas e intereses de sus ciudadanos. El nacionalismo vasco tiene sus razones junto con sus mitos, como los tiene óde diferente índoleó el nacionalismo español. Los conflictos de valores no se resuelven enfrentando una historiografía racional a la memoria mítica de unas víctimas facticias. En el caso español esta dicotomía es deshonesta, porque la mayor parte de los que hoy debaten sobre la Guerra Civil y el franquismo son arrastrados por el contraflujo de aquellos acontecimientos. En este asunto, importa contar con la relación transferencial, que Dominick LaCapra considera insoslayable en toda relación epistémica con el pasado traumático.

Historizar, como advirtió Friedlander, puede convertirse en un pretexto para abrogar la distinción entre una interpretación matizada del pasado y "lecturas cada vez más apologéticas de los hechos".16 A diferencia de algunas obras recientes sobre la memoria de la Guerra Civil y el franquismo, el texto de Aguilar se mantiene aún en el terreno acotado por los hechos, pero se acerca peligrosamente al cariz beligerante de aquellas. "Lo que deseamos demostrar," afirma, "es que, contrariamente a lo que el nacionalismo vasco ha afirmado, primero clandestinamente y después abiertamente, la situación general en el País Vasco (al menos durante los años de la Guerra e inmediatamente después) no fue claramente peor que en el resto de España, antes bien, de acuerdo con algunos indicadores, fue considerablemente mejor".17

Con apoyo en datos estadísticos, Aguilar afirma que el número de juicios incoados en 1939 en el País Vasco es inferior a la "media nacional". De ahí deduce que la represión en Euzkadi fue menor que en el resto del Estado. No es mi intención entrar en la disputa del más y del menos, sino mostrar los problemas de este modus operandi. En primer lugar, en el País Vasco la guerra concluyó en 1937, y por tanto las represalias posbélicas se avanzaron allí en más de un año a las sufridas en el resto del territorio republicano. Durante estos años se ejecutaron numerosos prisioneros y civiles sin mediar fórmula legal alguna, por lo cual la documentación judicial no aporta un criterio fiable para calibrar la intensidad de la represión. Aun suponiendo un registro relativamente completo de las acciones represivas, la cautela seguiría siendo necesaria al extraer consecuencias de los archivos oficiales, dada la depuración a que fueron sometidos en los años cincuenta y sesenta. Conviene recordar que a menudo se internaba a los presos lejos de sus provincias de origen, lo cual desdibuja la correlación entre el origen de los condenados y el lugar en que se les sometió a consejo de guerra. En tales condiciones, la comparación cuantitativa de los archivos provinciales no ofrece garantías de objetividad, y en cambio distorsiona la impresión que muchos vascos tienen de que su territorio haya sido objeto de especial crueldad represiva.

Otra objeción metodológica se plantea al constatar que la "media nacional" con la que Aguilar contrasta la represión de Euzkadi incluye las cifras de la represión en Cataluña, cuya intensidad, confirmada por testigos ajenos a toda consideración competitiva, Aguilar también pone en duda al rechazar sin matices los agravios nacionalistas. Cataluña cumple, pues, en su estudio, dos funciones contradictorias: peraltar la "media nacional" permite a la historiadora porfiar la memoria vasca de la guerra y la posguerra, a la vez que se relativiza el carácter específico de su represión mediante la denuncia del "abuso" nacionalista de la historia.18

El recurso a la estadística por parte de Aguilar es un ejemplo de la precaria transición de los datos cuantitativos a las inferencias cualitativas inherente a este método. Para demostrar la falsificación "nacionalista" de la historia, Aguilar compara los índices de mortalidad infantil en el País Vasco con la "media nacional", infiriendo de esta comparación un nivel de vida superior en Euzkadi. Si se acepta el índice de mortalidad infantil como criterio infalible de bienestar social, el argumento hasta aquí resulta impecable. El nivel de vida vasco en la posguerra era incuestionablemente superior al de la España nacional. Pero Aguilar cree probar de este modo la mala fe con que los vascos afirman haber sido objeto de una represión particularmente virulenta. Y es esta inferencia la que vicia un razonamiento aparentemente inexpugnable. Para medir el alcance de la represión de una comunidad política es evidente que las variantes a tener en cuenta no son solo ni principalmente regionales, sino históricas. Son el antes y el después de la guerra en el propio País Vasco lo que debe tenerse en cuenta para valorar el grado de damnificación de esta comunidad nacional. Si Aguilar hubiera tomado en cuenta las condiciones sociales de preguerra, habría tenido que admitir que desde mucho antes del conflicto —y de hecho desde el siglo XIX— el País Vasco superaba la mayor parte de las regiones españolas en bienestar material, en gran medida gracias a la industria que, en opinión de Aguilar, el gobierno vasco debiera haber ordenado destruir. Por ello, la existencia de un diferencial económico favorable a esta comunidad en la posguerra es irrelevante para valorar la denuncia de una represión especialmente encarnizada.

El problema no es solo hermenéutico. Más allá de las dificultades en la interpretación de los datos estadísticos, se observa un problema metodológico en la decisión de evaluar la represión política en función de indicadores exclusivamente económicos.19 La plebe siempre ha justificado la opresión de grupos que gozan de un nivel de vida superior, pero un historiador con pretensiones científicas no puede asumir sin más la correlación entre bienestar material y privilegio político. Antes bien, debe ser consciente de que la salud y el nivel económico de una sociedad no son indicadores fiables del grado de libertad política de que gozan sus miembros; ni siquiera lo son del grado de sufrimiento soportado colectivamente. Un análisis más versátil incluiría variables específicas al grupo que es objeto de estudio, pues son estas en última instancia las que deciden la suerte de las minorías que viven en el seno de mayorías hostiles. En este caso, el análisis debería estimar el coste material y psicológico de la substracción de horizontes políticos, esto es, de la regresión cultural y social impuesta violentamente durante décadas, y de las consecuencias a largo plazo de esta regresión. En otras palabras, un estudio ponderado debería hacerse eco del malestar causado por el espectro de lo que habría sido y no fue, y computar el coste del futuro decapitado en el saldo de la represión. Desafortunadamente, Aguilar basa su tasación del dolor infligido desde el Estado (ella lo llama "agravios") no solo en datos seleccionados y aislados de manera harto discutible, sino peor aún, manejados sin la referencia temporal, propiamente histórica, que permitiría estimar el grado de truncamiento social introducido por la crisis que es objeto de análisis.

Expresado de manera positiva, el propósito de la historiadora consiste en elaborar la memoria del nacionalismo español (aunque no la designe como tal), hasta lograr que la "radioactividad" de esa memoria precipite en alguna forma de homeostasis. El procedimiento recuerda el tercer principio de la termodinámica, que describe la gradual difusión de la energía hasta alcanzar un equilibrio inerte. Aguilar se impacienta ante la evidencia de que hay distintas memorias de lo que para ella son acontecimientos nacionales, esto es, fragmentos de pasado sometidos a una óptica esencialmente homogénea, y aspira a reducirlas a unidad a través de la deslegitimación de lo que ella denomina "agravios nacionalistas". La dificultad para este punto de vista yace en el hecho de que memorias distintas tienden a suscribir narraciones distintas, y las narraciones divergentes suponen un cuerpo social dividido. Dicho de otro modo, la existencia de memorias mutuamente contradictorias repolitiza el supuesto consenso de la Transición, poniendo en duda el mito de la unidad del Estado nacional, y amenaza con hacer añicos la legitimación de la actual asimetría de poder entre sus partes.

Ante esta amenaza, Aguilar suscribe una leyenda distinta a la que sustenta el nacionalismo vasco, y enfrenta mito contra mito, sumándose a la ficción oficial de que la Transición fue "el reconocimiento de la culpa colectiva por los crímenes cometidos durante la guerra".20 Al homogeneizar a víctimas y verdugos en la culpabilidad universal se pone punto final a la historia y, sobre todo, se exonera al Estado de toda obligación restitutiva, puesto que la quiera disculpas. Dado que la nacionalización del crimen protege a cada culpable en particular y al Estado en general, nadie en España ha tenido que arrastrar el peso de una mala conciencia pública.

No obstante, para escándalo de quienes pretenden historizar el episodio más determinante de la contemporaneidad en España, los cadáveres siguen aflorando por toda la geografía y proyectando una espesa sombra sobre los pactos de la Transición y la legitimidad histórica de la democracia española. En los canales de televisión se ha podido escuchar los testimonios de supervivientes que se han decidido a hacer valer sus memorias aisladas y frágiles frente a los mitos de un régimen que se mantiene a fuerza de suprimir el pasado. Aun cuando solo sean el dolor privado y la emoción íntima, estadísticamente inverificables, las que impulsan la exhumación e identificación de los muertos, el esfuerzo por restituir nombres y circunstancias a la memoria colectiva acaba por imponerse a la voluntad de los regímenes basados en el olvido. La persistencia de este esfuerzo vinculado a la memoria demuestra que tales regímenes no logran normalizarse, ni siquiera con la ayuda de explicaciones cuyo objeto es desplazar la responsabilidad histórica, obligando a las víctimas a cargar con ella por segunda vez.

 

BIBLIOGRAFÍA

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Notas

1 Saul Friedlander, Memory, History, and the Extermination of the Jews of Europe, p. 73.

2 Harald Weinrich, Lethe. The Art and Critique of Forgetting, p. 171.

3 Francesc-Marc Alvaro, Els assassins de Franco, p. 79.

4 Franco insistió en que su resolución del problema de la sucesión a la jefatura del Estado era una "instauración" más que una "restauración" de la monarquía. Cfr. Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, Spain: Dictatorship to Democracy, p. 169.

5 Lluís Quintana, Més enllá de tot cástig. Reflexions sobre la transició democrática, pp. 34-35.

6 H. Rosi Song, "El patriotismo constitucional o la dimensión mnemotécnica de una nación", pp. 225-226.

7 La Fundación Juan March se instituyó bajo la dictadura, dotada por el magnate que financió el golpe de Estado de Franco. Como otros organismos públicos y privados, esta fundación no fue objeto de escrutinio político durante la Transición, y cabe sospechar que el vínculo entre investigación y poder público persiste en el régimen constitucional.

8 Paloma Aguilar, "Institutional Legacies and Collective Memories: The Case of the Spanish Transition to Democracy", p. 128.

9 Ernst van Alphen, "Symptoms of Discursivity: Experience, Memory, and Trauma", p. 37.

10 Aguilar comete abuso retórico al oponer los "partidos nacionales españoles" a los "partidos nacionalistas vascos". Paloma Aguilar, "Institutional Legacies and...", op. cit., p. 140) y al referirse más adelante a los primeros como "grupos parlamentarios no-nacionalistas", ibidem, pp. 141-142.

11 El Movimiento Nacional Español surgió en la estela de la pérdida del imperio ultramarino. Desde el principio fue una maniobra compensatoria para reafirmar la influencia internacional perdida y sobre todo el dominio peninsular a través de un movimiento panhispánico. A propósito de los panmovimientos de principios del siglo XX, Hannah Arendt observó: "Mientras que el imperialismo ultramarino había ofrecido panaceas suficientemente reales a los residuos de todas las clases sociales, el imperialismo continental no tenía nada que ofrecer excepto una ideología y un movimiento". Arendt, Imperialism. p. 105. Esto es literalmente exacto para el imperialismo español panhispánico.

12 Ibidem, p. 131.

13 Esta pretensión en nombre de una supuesta solidaridad republicana contrasta con la negativa del gobierno republicano, ante la inminente caída de Madrid en 1936, a trasladar el oro del banco de España a Barcelona e invertirlo en la conversión de la industria catalana en industria de guerra. Las consecuencias de esta decisión están perfectamente documentadas y no precisan comentario.

14 Juan Manuel Epalza, que destituyó al comandante militar de Santoña siguiendo órdenes del PNV (Partido Nacionalista Vasco), ha explicado: "Habíamos pedido al gobierno central que mandara barcos de guerra para transportar nuestro ejército a Cataluña, pero se nos había denegado esta petición". Ronald Fraser, Blood of Spain. An Oral History of the Spanish Civil War, p. 410. Los hechos desmienten, pues, la denuncia de Aguilar sobre la supuesta renuencia del PNV a continuar el esfuerzo de guerra. Al contrario, arrojan luz sobre la disposición del gobierno central a reforzar un frente, el catalán, sobre el que el gobierno central no tenía competencias reales por aquellas fechas. Y Pedro Basabilotra, recordando el resentimiento entre las tropas vascas, señala: "Se sentían traicionadas por la república que en todo momento había prometido mandar armas sin mandarlas nunca. Mientras tanto llegaba a sus oídos que en Madrid disponían de armas y aviones...", ibidem, p. 412.

15 El argumento de que las fábricas vascas deberían haberse destruido para evitar que cayeran en manos de Franco ignora que Franco ya contaba con suministros virtualmente ilimitados gracias a sus aliados. Aguilar no llega a acusar a los trabajadores vascos de colaboración con los fascistas, pero sí parece considerar como factor coadyuvante a la victoria de estos la producción vasca de material de guerra tras la caída de Bilbao.

16 Friedlander, Memory, History, and..., op. cit., p. 99.

17 Aguilar, "Institutional Legacies and...", op. cit., p. 148.

18 La represión en Cataluña está ampliamente documentada. Para una discusión inteligente sobre la "deconstrucción" de la memoria en la historiografía española reciente, vid. Agustí Colomines, "La deconstrucción de la memoria. El argumento perverso sobre la represión franquista", pp. 207-221.

Un indicador nada trivial es la medida en que los grupos son incluidos o excluidos de la representación política (y gozan o no de oportunidades efectivas para influir en su propio futuro a través de los canales ordinarios del estado). La ley electoral vigente en España se diseñó para perpetuar la subordinación de las minorías nacionales. Esta ley privilegia una representación territorial obsoleta, asegurando de este modo que Cataluña esté infrarrepresentada. Cada diputado de la provincia de Barcelona supone 129 268 votos, mientras que uno de la provincia de Soria precisa sólo 26 177 votos, o sea 103 000 votos menos. En otras palabras, Soria está sobrerrepresentada en una proporción de cinco a uno respecto a Barcelona. Si en lugar de Soria consideramos Toledo, la provincia más poblada de Castilla-La Mancha, encontramos que con 90 064 votos por diputado, la representación de Toledo es 1.4 la de Barcelona. Más grave es la marginación de catalanes y vascos en el Senado, donde cada provincia tiene cuatro representantes independientemente de su población. Más aún, catalanes y vascos no gozan, en cuanto tales, de representación en el Tribunal Constitucional, a resultas de lo cual la Constitución se interpreta sistemáticamente contra sus intereses. Las elecciones se regulan por una Ley Orgánica del 19 de julio de 1985. Puesto que los socialistas obtuvieron mayoría absoluta en las Cortes este año, la ley no puede atribuirse al enquistamiento del franquismo en los aparatos del Estado. No obstante, su aprobación y permanencia sugiere hasta qué punto las actitudes franquistas han arraigado en el imaginario de los partidos llamados no-nacionalistas.

19 Aguilar, "Institutional Legacies and...", op. cit., p. 129.

20 Paloma Aguilar, "Institutional Legacies and...", op. cit., p. 129.

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