SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue39From the History of Science to Cultural History author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Historia y grafía

Print version ISSN 1405-0927

Hist. graf  n.39 México Jul./Dec. 2012

 

Reseñas

 

Lugares comunes como archivos

 

Commonplaces as Archives

 

Perla Chichilla Pawling

 

Moss, Ann. Printed Commonplace-Books and the Structuring of Renaissance Thought. Nueva York, Oxford University Press, 2002 (primera edición 1996). 345 pp.

 

Universidad Iberoamericana-Departamento de Historia.

 

Aunque Printed Commonplace-Books and the Structuring of Reinassance Thought, de Ann Moss, tiene ya algunos años de haberse publicado me ha parecido interesante reseñarlo a la luz del expediente del número anterior de Historia y Grafía dedicado a los archivos, ya que propongo una lectura en dos sentidos distintos pero entrecruzados: el de los textos de lugares comunes ante la cultura del impreso y el de éstos como archivos de la cultura del antiguo régimen.

La importancia de los llamados "lugares comunes", parte nodal de la dialéctica y de la retórica, se remonta a Aristóteles, y transita —como lo muestra la autora— de la antigüedad clásica a la edad media, el renacimiento y el barroco, para perder su relevancia ya durante el propio siglo XVII. Pero este pasaje no es un continuum, sino que justamente podemos apreciar los cambios que produjera la instauración del cristianismo hasta las transformaciones de la cultura del impreso a través de las modificaciones en la función y la apreciación que de estos loci communi fue teniendo la cultura occidental. Y es más, no sólo a través de los lugares comunes como tales, sino de los modelos propuestos para su reunión, su registro y su uso, es que puede rastrearse el modo en que occidente fue organizando el orden del pensamiento, el conocimiento valioso y la memoria.

El libro de la profesora Moss se centra en los "libros de lugares comunes" producidos dentro de las normas establecidas por los humanistas de finales del siglo XVI. Se trataba de una "colección de citas (usualmente en latín) tomadas de autores considerados autoridades o, cuando menos, encomiables en sus opiniones, y tenidos como ejemplares en términos del uso del lenguaje y en cuanto a las bondades estilísticas" (p. v; todas las traducciones son mías). La autora nos explica que lo que distinguía estos libros de otras publicaciones que coleccionaban citas era que los lugares comunes se agrupaban bajo encabezados que obedecían a diversas propuestas. La más elemental era la de orden moral, en la que se listaban los lugares de las virtudes y los vicios a través de sus manifestaciones correspondientes. Pero también había ambiciosos programas que pretendían cubrir todo el conocimiento, o textos especializados que se dedicaban a una sola disciplina. Estos textos eran el soporte principal de la pedagogía humanista. Se enseñaba a los alumnos a producir sus propios textos manuscritos de lugares comunes y a recolectar sus citas a partir de sus lecturas para colocarlas bajo los encabezados apropiados y, así, armados con estas herramientas, elaborar sus propias composiciones literarias. "Los niños educados de este modo trajeron a la vida adulta ciertas actitudes mentales, y ciertos hábitos de lectura y escritura que caracterizaron la cultura literaria en Europa occidental sobre un notable largo período" (p. v).

En un extraordinario engranaje entre precisión, erudición, amplia visión de conjunto e inteligente argumentación, el libro va dando cuenta justamente de este proceso a lo largo de siete capítulos, que van desde los lugares de la antigüedad y el medioevo hasta los inicios de la imprenta. No se trata, sin embargo, de una acumulación de información alrededor de los lugares comunes en sí, sino que todas las capas que devela el libro nos permiten observar a través de estos aparentemente insignificantes libritos síntomas palpables del milenario proceso que llevó a occidente de la cultura de la oralidad a la del impreso.

Es por ello que, especialmente, quiero atraer la atención sobre el libro de quienes no son especialistas en retórica o incluso trabajan en temas contemporáneos, en un aspecto en particular que lo vuelve interesante en un sentido más amplio: los libros de lugares comunes dan cuenta del sintomático papel que jugó el cambio en la percepción de la memoria en el tránsito hacia la cultura del impreso. "Los compiladores de los libros impresos de lugares comunes vacilaban entre los arreglos basados sobre asociaciones de ideas y un orden alfabético más o menos estricto. La relación y, en última instancia, la competencia entre los esquemas de la memoria artificial, por un lado, y por otro los sistemas de información recuperados en los libros impresos será parte de nuestro tema" (p. 8).

Es justamente en los capítulos 8, "Seventeenth Century: Consolidation", y 9, "Seventeenth Century: Decline", que se aborda este dilema entre memoria e información en forma interesantemente sincrónica durante el siglo XVII. A lo largo de éste pueden constatarse diversas claves para explicar cómo fue posible que la consolidación conviviera con el declive.

En un libro tan rico y de tantos niveles, sólo presento dos casos que ejemplifican los puntos que pretendo resaltar.

En cuanto al tránsito hacia el mundo del impreso, hay un interesante aspecto ligado con la pedagogía que muestra esta convivencia. Algunos educadores —entre ellos los jesuitas— consolidaron su importancia al darles a estos libros de lugares comunes un lugar especial, que de hecho podría verse como un antecedente de los manuales escolares, utilizándolos como reductores de complejidad. Refiriéndose al ámbito de educación elemental inglés, se cita a Brinsley, quien afirmaba que "el joven escritor está protegido del duro contacto con los mejores autores. Más precisamente, él está persuadido de que la sabiduría de las edades, las opiniones morales aceptables que absorbe como parte integral de su aprendizaje para expresarse en un lenguaje correcto, están contenidas en el modelo formuláico distribuido bajo un largo repertorio estándar de incontestables categorías generales reproducidas en el restringido número en los libros de lugares comunes impresos que forman su horizonte de referencia" (p. 218).

Sin embargo, al referirse al ámbito francés, nos topamos con la opinión autorizada en su tiempo de Edmond Richer (Edmundus Richerius), quien hacía el encomio de los libros de lugares comunes pero ya girando hacia su papel como "un repositorio o almacén en el que se colocan y de donde se retiran aquellas cosas que, para el propósito de acumular conocimiento y para provecho de nuestro estudio, repartimos y copiamos en un orden particular" (p. 224). Recomienda el hábito de "marcar y escribir todas las frases y locuciones empleadas por los oradores, poetas y otros autores griegos y latinos a quienes ellos leen en privado" (p. 222), y aconseja hacer de esta práctica un hábito de por vida para lograr un vocabulario privado. Pero está absolutamente en contra de lo que llama el "diluvio" de compilaciones de extractos de autores modernos con las cuales la explosión de la imprenta ha inundado los salones de clase de los jóvenes. Vemos que, a diferencia de la opinión que ejemplifican Brinsley o los jesuitas, él representa la postura que irá ganando terreno y que acabará con el declive de este género de libros, la cual favorece la compartamentalización del conocimiento en función de las diversas disciplinas más que la acumulación —copia— de palabras o los prontuarios que la retórica alababa. Richer es más consciente que otros de la superabundancia de información impresa y de su desordenada presentación (p. 224).

A partir de las anteriores aseveraciones puede constatarse la riqueza que nos proporciona la observación de los libros de lugares comunes como tales y de las apreciaciones que sobre ellos se hacían, pues éstos quedaron en la frontera entre la cultura oral y la del impreso en diversos aspectos. Vemos cómo, para los letrados pertenecientes a la primera, los libros de lugares comunes eran minas de oro para admirar la riqueza ahí acumulada: "un espectáculo, más que un sistema" (p. 232). Más que su utilidad práctica —en este ámbito del barroco—, representaban la traducción del lenguaje cotidiano a "un intrincado esotérico código de íconos simbólicos y misterios arcanos" (p. 238). Y de nuevo podemos observar el paradójico efecto de la imprenta, pues a medida que más se fusionaban los diversos modelos de libros de lugares comunes para volverlos los representantes del "libro de la naturaleza", y por tanto deseables para sus lectores y poseedores, más se hacía visible el cruce de la frontera hacia la nueva cultura, mostrando cada vez más sus obsolescencia. "Para mediados del siglo XVII, la disponibilidad de libros impresos de referencias hizo de hecho que los libros de lugares comunes organizados enciclopédicamente se volvieran superfluos para fines prácticos ordinarios, incluso si continuaron sobreviviendo como un modelo de esquemas para indexar todo el conocimiento en un sistema manejable para ser trabajado" (p. 238). El vestir estos libros con un lenguaje "hiperbólico, mítico y mágico" parece haber sido un mecanismo compensatorio que encubría su papel de crisálida, de donde surgirían las bibliografías o los índices, las futuras herramientas para el manejo de la abundancia de información lanzada por la imprenta.

Si durante la primera mitad del siglo XVII los libros de lugares comunes de carácter enciclopédico estructurados temáticamente iban en declive —explica la autora (p. 241)—, las colecciones de lugares comunes de exempla, sententiae, apotegmas, símiles y otras variantes de este tipo tuvieron más larga vigencia. Si bien los motivos de ello no son en ningún modo mono casuales, como podrá el lector constatar en este libro, me gustaría iluminar uno que me parece muy interesante y pertinente para mostrar el otro aspecto de esta reseña: la memoria. Y es que los libros de lugares comunes pueden hoy verse como verdaderos archivos de una buena parte de la cultura de esa época, si bien justamente ponen a prueba nuestro propio "lugar común" sobre lo que es un archivo, sobre todo un "archivo histórico". El presupuesto de que los archivos que utilizamos para la investigación histórica encierran documentos —las llamadas fuentes primarias—, en tanto que las bibliotecas acumulan libros  —fuentes secundarias—, y que la "memoria social" está más bien en los primeros que las segundas, puede verse cuestionado a la vez que explicado en alguna medida a partir de la función que tuvieron estos libros de lugares comunes y cómo la fueron perdiendo. Y es que Moss nos dice que hasta el siglo xvi el saber contenido en estos textos —"la naturaleza de Dios y sus atributos; las prácticas religiosas; las organizaciones políticas; guerra; teología, leyes, medicina y las variadas disciplinas; el hombre y sus pasiones; virtudes y vicios; fenómenos celestiales y meteorológicos; pájaros, animales, plantas, fenómenos acuáticos y minerales; formas literarias [...]; la muerte y los cadáveres, oraciones fúnebres y epitafios; teatro, entretenimiento, danza, música y juegos;" (p. 250)— era compartido, al menos por la elite, y ésta consideraba que era evidente y no requería de explicación respecto a su sentido: era la memoria, el archivo social legado por los libros sagrados y por los "autores" consagrados. Pero a medida que el siglo XVII transcurría, los libros de lugares comunes empezaron cada vez más a considerarse como producto de unas autoridades caducas y, así, este locus fue moviéndose hacia el "nosotros" constituido por la emergente sociedad burguesa que produciría sus normas y sus propias distinciones lingüísticas, las cuales reprobaban el lenguaje de los lugares comunes, considerado como carente de referentes y el cual no daba cabal cuenta del mundo.

Herederos de la ilustración, nosotros hemos heredado esta concepción sobre la referencialidad —el dato duro—, y vemos muchas veces a este tipo de textos como palabrería vacía, sin percibir que son verdaderos archivos de la milenaria cultura en la que occidente reprodujo su "estructura de pensamiento" hasta que la modernidad empezó a asomarse por la rendija de la imprenta. Los lugares comunes eran eso: comunes a una gran parte de esa sociedad.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License