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Historia y grafía

Print version ISSN 1405-0927

Hist. graf  n.38 México Jan./Jun. 2012

 

Reseñas

 

Escribir las huellas

 

Writing the traces

 

Francisco Rivero Rubio

 

Ginzburg, Carlo. El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso y lo ficticio, tr. Luciano Padilla López, Buenos Aires, FCE, 2010, 493 pp.1

 

Departamento de Historia/UIA México.

 

Carlo Ginzburg hace del hilo y las huellas la metáfora de su obra. Su libro es un compendio de temas heterogéneos en los que se nos muestran las huellas de los documentos, protocolos, testimonios, historias y novelas que nos relata. Para ello Ginzburg aplica un método de lectura a contrapelo que le permite obtener de sus fuentes aquello que se esconde en su interior: la voz no controlada de las intenciones, mentalidades, técnicas, referencias cruzadas y lecturas previas que la mayoría de las veces no declaran los autores pero que, a pesar de ello, quedan inscritas en el cuerpo del texto como una huella. Lo curioso es que el método usado por Ginzburg se vuelve pertinente de aplicar a su misma obra. Es ésta la pauta de la presente reseña. Como lector, procuré estar atento a los silencios del propio Ginzburg. Me parece que los relatos ahí expuestos con gran erudición y un estilo narrativo cultivado permiten seguir el rastro que Ginzburg deja en lo que produce. En sus páginas, el lector atento no sólo puede apreciar el contenido de muchas historias, sino también la forma en que han sido pensadas y trabajadas. De capítulo en capítulo, de un tema a otro, si se lee a contrapelo es posible ver la huella de un trabajo historiográfico particular, de una postura y una reflexión sobre la historia que opera y se trasluce constantemente. La pertinencia de haber escrito esta reseña en el número de Historia y Grafía dedicado al archivo, está en que la obra de Ginzburg es relevante como ejemplo de quien se ha abocado a desenredar en los documentos el entramado entre lo verdadero, lo falso y lo ficticio, lo cual, el autor considera, sigue siendo la labor indiscutible de quienes practican el oficio de la historia.2 Su libro, más que mostrar el fundamento último de esta posición, expone el quehacer de esta tarea.

Desde su primera obra, Los benadanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII (1966), Ginzburg buscó el rendimiento narrativo que unas actas de procesos inquisitoriales le pudieran dar. Como él mismo menciona, la "euforia" por las posibilidades narrativas de un tema como la brujería a partir de testimonios históricos se tornó en un impulso, pero también en un límite.3 En las actas inquisitoriales había una relación con la verdad que debía ser analizada y comunicada, pero ¿qué hacer para rastrear detrás de aquellos documentos la verdad y, una vez encontrada, poder producir con ella un relato histórico? Desde entonces los dilemas en torno de la frontera ente literatura e historia atrajeron la atención de este historiador. Todo ello, nos dice Ginzburg, es el antecedente prehistórico del libro aquí reseñado.

Esa búsqueda por la verdad histórica detrás de los documentos nos permite ver la postura de Ginzburg ante el problema de la veracidad en la historia. Su posición es la de un historiador al que una oración con sentido hiperconstructivista como "los historiadores escriben", no pone en conflicto su certeza de que la escritura de la historia puede alcanzar la verdad. Al no partir de una posición escéptica, su interés por la frontera entre la verdad y la ficción encontró amparo en el pensamiento de Arnaldo Momigliano, quien, precisamente alejado del escepticismo, desdibujó en sus obras la distancia entre relatos históricos y relatos de ficción acentuando el proceso narrativo de la historia. Es con este tema, bajo el título "Descripción y cita", con el que propiamente inicia el libro.

En este primer texto Ginzburg indaga la emergencia y uso de las citas en la escritura de la historia; podemos acceder de manera velada a la postura de este autor respecto el uso de las mismas, pues sin lugar a dudas en las diversas obras de Ginzburg las citas son algo más que un mecanismo de evidencia: también son parte de su estilo narrativo. Ciertamente el problema para él comienza con distinguir entre afirmaciones y verdad: "Una afirmación falsa, una afirmación verdadera, y una afirmación inventada, no presentan desde el punto de vista formal, diferencia alguna",4 más bien se trata de un "efecto de verdad" producido en la forma de la afirmación.

Aquí Ginzburg se guía bajo la premisa de que la verdad debe ser vista como una expresión histórica, es decir, de que el problema entre lo falso y lo verdadero no se encuentra tanto en el contenido narrativo, como en la forma. De esta manera se aventura en una especie de historia conceptual sobre la comunicación de la verdad que inicia en los antiguos griegos por ser ellos quienes desde una perspectiva clásica han sido considerados los fundadores del relato histórico. ¿Cuál es el concepto rector de los griegos para comunicar la verdad? La respuesta es la descripción. Pero ¿qué significaba entonces "describir"? En la antigüedad, como un recurso retórico la descripción no era una mera herramienta estilística que —como usualmente se considera— opaca a la verdad. Por el contrario, la descripción servía para controlarla y producirla. Hacer ver la verdad a través de la descripción era entonces la vía de comunicarla. En otras palabras, era la manera de producir el lugar de la evidencia al convertir al lector o escucha en testigo de la verdad que se estaba comunicando. El historiador antiguo, para conmover o convencer, debía usar la enaárgeía. Esta noción refería a un instrumento de comunicación centrado en la autopsia que, como tal, estaba ligada a la demonstratio: "[que] es cuando la cosa se expresa con palabras tales que el hecho parece desarrollarse ante nuestros ojos".5

Según la lectura de Ginzburg, el historiador antiguo, valiéndose del estilo, lograba comunicar la verdad colocándola ante los ojos de los receptores, "poniendo ante sus ojos una realidad invisible".6 La verdad, entonces, era indisoluble del efecto descriptivo que la hacía visible. "Podemos imaginar una secuencia de este tipo: relato histórico-descripción-vividez-verdad".7 Lo anterior no niega sino, por el contrario, amplía la idea de que la historiografía grecolatina nació de la relación de la verdad con la evidentia; ésta, según Ginzburg, es una noción latina equivalente a la de enaárgeía. De ahí que se pensara entonces que el problema fundamental de la verdad era el de la persuasión. Ginzburg, siguiendo a Momigliano, localiza el cambio decisivo entre esta determinación antigua de la verdad con respecto a la moderna en el siglo XVII. Lo hace ver como resultado del trabajo de la clasificación de las fuentes en primarias y secundarias realizado por los anticuarios. "[L]os anticuarios objetaron que medallas, monedas, estatuas, inscripciones ofrecían una masa de material documentario tanto más sólido, y tanto más atendible, que las fuentes narrativas corrompidas por errores, supersticiones, o mentiras".8 De acuerdo con la lectura de Momigliano, Ginzburg nos dice que humanistas y renacentistas como Speroni veían el uso de la enaárgeía de los historiadores grecolatinos como las pinturas que adornan los palacios y que "engañan al espectador con su espléndida, ilusoria evidencia",9 desviando al historiador de su deber con la verdad.

A partir del contexto anterior es que el uso de la cita como un mecanismo moderno de comunicación de la verdad aparece en el género escriturístico de los anales, con los cuales se buscaba producir textos sobre el pasado que pudieran distinguirse de la escritura de la historia, entonces descalificada dada su evidente relación con la retórica. Nos dice Ginzburg que algunos historiadores de mediados del siglo XVI, como el cardenal Cesare Baronio, conocido por sus Annales Ecclesiastici, en lugar de buscar la persuasión a través de un relato homogéneo, buscaron un efecto de verdad "citando las palabras usadas por las fuentes, por burdas y poco elegantes que fueran".10 Al respecto, Ginzburg se coloca en el punto ciego de los historiadores como Baronio, y en pro de restituir el lazo de la verdad con la forma en que es expresada; apunta que las citas, notas y signos lingüísticos tipográficos usados por los historiadores modernos "en tanto procedimientos tendientes a comunicar un efecto de verdad [pueden ser considerados] como correlatos de la enaárgeía".11 No obstante, como historiador, Ginzburg no sólo restablece el lazo, sino que también hace notar las diferencias historiográficas entre estos dos procedimientos de comunicar la verdad. La enaárgeía y el uso de las citas, nos dice, responden al contexto de los instrumentos y la cultura en que se inscriben. "[La enaárgeía] estaba ligada a una cultura basada sobre la oralidad y la gestualidad; las citas al margen, los reenvíos al texto y los paréntesis angulares, a una cultura dominada por la imprenta. La enaárgeía quería comunicar la ilusión de presencia del pasado, las citas enfatizan que el pasado sólo nos es accesible de modo indirecto, mediado".12

La obra de Momigliano, nos dice Ginzburg de manera autobiográfica, detonó en él un giro en su pensamiento. Dicha obra, como hemos visto brevemente, abocada a estudiar, a través de los anticuarios, humanistas y renacentistas, el florecimiento del uso de las citas y con ello la conciencia de que "nuestro conocimiento del pasado es inevitablemente incierto, discontinuo, lagunoso: basado sobre una base de fragmentos y ruinas",13 despertó en Ginzburg la conciencia de algo más: de que aún había un problema por analizar entre lo ficticio y lo verdadero. A pesar de la conclusión de Ginzburg de que evidencia y narración son compatibles hoy, pues "actualmente no hay historiador que pueda pensar valerse de la segunda como sucedánea de la primera",14 paradójicamente sigue siendo tema de discusión el divorcio entre forma y contenido, llegando incluso a expresarse como el problema de los límites entre lo ficticio y lo verdadero en los relatos históricos y en los relatos de ficción. De este problema tuvo plena conciencia, según él, al escribir el posfacio de la traducción al italiano del texto de Natalie Davis, El regreso de Martín Guerre, el cual se incluye en el apéndice del libro aquí reseñado, lo que refuerza la idea de que el hilo de su trabajo ha sido precisamente, desde el primer capítulo hasta el apéndice, la urdimbre de la verdad.

Para detallar la metáfora anterior, podemos decir que Ginzburg inició su trayectoria con una convicción: la de difuminar la frontera entre narraciones de ficción y narraciones históricas; y terminó con la conciencia de que la verdad es el resultado de entramar lo real con lo ficticio. El resto de los capítulos de este libro tienen por itinerario alcanzar este objetivo que él mismo denomina "polémico", y que, como tal, representa la dirección de un programa de investigación que a lo largo de una trayectoria intelectual de veinte años ha buscado posicionarse en contra de la tendencia posmoderna, que en nombre del constructivismo busca poner en pie de igualdad lo verdadero, lo falso y lo ficticio. Ello no significa que Ginzburg tome la posición que podría tener un positivista ingenuo buscando aislar y purificar estos tres términos. Por lo que he dicho anteriormente, y como él mismo lo dice de manera explicita, si bien cada término debe diferenciarse, por otro lado no se debe ignorar que entre ellos existe una relación hecha de desafíos, préstamos recíprocos e hibridaciones. Para Ginzburg, lo que está en el fondo de la relación entre estos tres términos es la representación de la realidad, lo cual, según él, es y ha sido el interés de los historiadores.15

Una vez enunciado el objetivo que está detrás del trabajo de este autor, puedo decir entonces que éste es abordado a través de múltiples ejemplos nada comunes, antes bien extraordinarios desde las mismas fuentes, muchas de ellas anómalas, incluso para aquellos que todavía hoy puedan considerar anómalo el uso de una obra literaria como fuente histórica. Ginzburg dedica algunos capítulos al tema de las posibilidades de una lectura histórica de relatos ficcionales: En Paris, 1647. Un diálogo acerca de ficción e historia, Ginzburg da cuenta de la primera vez que se discutió y formuló explícitamente la posibilidad de que la historia pudiera utilizar a la literatura como fuente de conocimiento. Más adelante, en Tolerancia y comercio. Auerbach lee a Voltaire y La áspera verdad. Un desafío de Stendhal a los historiadores, Ginzburg analiza las posibilidades de dicha lectura a través de Eric Auerbach quien, tres siglos después del diálogo en París, trabajó a Voltaire y Stendhal a través de las Cartas filosóficas y de Rojo y negro, leídas por él como textos impregnados de historia. Especialmente en el último capítulo recién mencionado, Ginzburg explora las posibilidades epistemológicas que se podrían dar al poner atención en lo propio de la narración literaria, es decir, en el uso de acontecimientos accidentales, en los diferentes manejos del tiempo narrativo, la utilización de personajes cotidianos, y, sobre todo, en la voz libre del au-tor. Para Ginzburg, estos elementos narrativos nacidos para satisfacer el campo de la ficción pueden ser considerados "un desafío indirecto lanzado a los historiadores"; agrega que algún día los historiadores "podrían hacer lo propio en formas que hoy no podemos imaginar".16

No es aventurado decir que la escritura de Ginzburg en gran medida responde a dicho desafío lanzado por la literatura. En los diferentes apartados de su libro su escritura es algo más que historia. Su estilo hace eco a aquellos hombres del siglo XVI y XVII que Ginzburg refiere como viajeros que ponen en uso todo tipo de elementos: novelas, testimonios, historias, informes inquisitoriales, correspondencias, etcétera. Los extraños temas de los que Ginzburg se ocupa —desde caníbales brasileños, judíos de Menorca, chamanes y anticuarios, hasta romances medievales—, los trata con un estilo que no esconde el camino de una práctica. Entre las características que ya he mencionado de su escritura, la de poder reconstruir a través de ella el trayecto sinuoso de su investigación es quizá una de las más notables. Con su estilo de escritura lleva al lector a conjeturas que después éste debe descartar al mostrarse otra referencia, texto o cita que hace imposible seguir por ese camino. Sin lugar a dudas quien ha leído la que es una de sus obras más celebradas, El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI, 17 podrá estar de acuerdo en que ésta es una de las características narrativas más propias de Ginzburg.

Otra de las características de su estilo que da fuerza al efecto de observar un proceso de pensamiento, más que un resultado final, es el uso de la recursividad, es decir, la construcción de relatos dentro relatos, citas dentro de citas, referencias dentro de referencias. De alguna forma, leer a Ginzburg es abordar un submarino literario que comienza a descender desde la superficie a niveles más profundos, para finalmente regresar adonde se inició el trayecto, pero trayendo consigo la respuesta a aquella pregunta anunciada al abordar la nave.

Por poner algunos ejemplos de lo anterior, en el capítulo "Montaigne, los caníbales y las grutas", Ginzburg va en busca de las intenciones de Montaigne, es decir, de las huellas que éste involuntariamente dejó y que permiten averiguar las condiciones de posibilidad de su ensayo. En dicho capítulo se puede ver que el trabajo se guía por una crítica externa, pues el autor examina lecturas previas del francés, referencias cruzadas y el contexto del ensayo para mostrar "cómo esos contextos actuaron sobre el texto modelándolo, dándole forma: como lazos y como desafíos".18 Respecto el método de una crítica interna, curiosamente Ginzburg tiene una posición desmarcada. Interpretar a Montaigne por medio de Montaigne, nos dice, es una "perspectiva discutible y, en última instancia, estéril".19

Otro ejemplo de un capítulo que además del interés por el objeto de estudio refleja de manera particular el modelo estilístico del autor está en "Anacharsis interroga a los indígenas". A los ojos de Ginzburg, la obra Voyage du jeune Anacharsis se encuentra justamente entre la frontera o unión de la novela y la historia. De ella nos dice que es una novela histórica olvidada y atiborrada de erudición, en cuyas notas al texto pulula algo como fragmentos de anticuaria rococó. "Ni un historiador antiguo, ni uno dieciochesco habrían admitido la posibilidad de detenerse en detalles de esa índole: frívolos, irrelevantes, y por ellos prohibidos (interdits). Para un anticuario como Barthélemy, en cambio, era obvio detenerse en los aspectos de lo que hoy llamamos vida material, con tan amplia presencia en el Voyage du jeune Anacharsis".20 Tal como a lo largo de todo el libro de Ginzburg, si se me permite agregar.

Mas allá del estilo con el que el autor reseñado aborda una obra olvidada, lo que interesa también es la manera en que la figura del extranjero es pensada por Ginzburg: aquel que frente a lo desconocido y de lo cual desconoce toda regla, toma nota y hace preguntas de las costumbres más simples y que hoy permitirían hacer una historia de lo cotidiano. Siguiendo con este juego de similitudes metafóricas entre Anacharchis y Ginzburg, este último, como un extranjero anacrónico del presente, reclama al final del capítulo que quizá sea justo reconocer en Anacharchis a "un incunable de etnografía histórica" y, en su protagonista, a "un antepasado involuntario de antropólogos, o inquisidores, más cercanos a nosotros".21

Siendo "lo otro" o "el otro" el tema paradigmático que Ginzburg aborda a lo largo del libro para ejemplificar las relaciones entre los relatos históricos y los de ficción, el repertorio de sus personajes no puede dejar de incluir su contraparte, es decir, el extranjero, historiador o inquisidor. Son justamente sus testimonios los que permiten descubrir a los herejes, campesinos, brujas, salvajes y chamanes en la periferia del discurso, en la zona de silencio de las fuentes. Por ello, para descubrirlos no sólo se requiere de fuentes precisas; es indispensable además, nos dice Ginzburg, la lectura crítica, aquella que él denomina "a contrapelo". Esta lectura es indispensable para descubrir al otro detrás de la palabra del inquisidor y la mirada del extranjero. Esto es así, porque para Ginzburg las fuentes, antes que testimonios directos de la realidad, son relatos que entretejen lo ficticio con lo falso y lo verdadero. Por ello, antes de siquiera intentar deshilar estos elementos, habrá que ser muy conscientes de la operación del conocer al otro que opera en quienes dan testimonio. Tal parece ser el sentido del capítulo "Los europeos descubren (o redescubren) a los chamanes".

Varios son los europeos que protagonizan este capítulo. En algunos de sus relatos los chamanes "aparecen" en un supuesto diálogo con los europeos. Pero una lectura a contrapelo pronto permite ver que quizá esto sea la trama de un monólogo donde, paradójicamente, el extraño salvaje apenas se deja oír. El verdadero protagonista de los relatos es entonces la mirada del europeo dirigida a ciertos tópicos como el tabaco.22 Ginzburg analiza la operación por la cual el tabaco fue asimilado por los europeos a través del elemento que para ellos era obvio y visible: la embriaguez, misma que los europeos conocían por el vino: "modelo implícito para describir y evaluar la acción provocada por cualquier sustancia embriagadora".23 Es en esta operación de asimilación donde el descubrir se presenta, en la mirada del europeo, como un redescubrir. A partir de ese redescubrimiento del tabaco y los chamanes —no sólo metafórico, sino también memorístico, pues Ginzburg detalla cómo en dichos textos se fue haciendo presente el recuerdo que de pronto los europeos tienen de chamanes siberianos antes conocidos y que comparan con los americanos—, el uso del tabaco logró pasar de la frontera de lo ajeno a lo conocido. "Conocer (o reconocer), son operaciones complicadas: percepciones y esquemas culturales se entrelazan condicionándose alternadamente, unas a otras".24

Podría decirse que el tema de la otredad constituye para Europa un género en sí mismo. La obra de Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las indias, que Ginzburg utiliza entre algunas otras para trabajar el tópico de los chamanes, "no es la excepción, sino la regla" de una tradición de historias naturales que al catalogar las cosas de la naturaleza servía, desde la antigüedad, como dispositivo para domesticar la alteridad natural y cultural. Dado que este campo se encuentra "infestado de lugares comunes y vaguedades", Ginzburg piensa que la mejor manera de trabajar la otredad es precisamente con fuentes concretas que escapen de las reglas y constituyan en sí mismas una excepción.25 Es justamente esto lo que se hace patente en el capítulo "Unus testis", donde Ginzburg trabaja sobre los testimonios que hablan de un judío sobreviviente y único testigo del exterminio de su comunidad. Establece así la pregunta sobre el problema que hay entre el testimonio único sobre un acontecimiento y su relación con la autenticidad como principio de realidad.

Para Ginzburg, aun cuando la historia tiene relaciones epistemológicas muy cercanas con el derecho, la primera no puede negar el acontecimiento relatado por un solo sobreviviente, mientras que el derecho exige al menos dos testigos para sustentar la prueba. Al respecto, Ginzburg es muy claro en su perspectiva: "los principios jurídicos, no pueden trasladarse uno a uno, invariados, a la investigación histórica".26 Esta resolución tiene de fondo aquella postura de Ginzburg que mencioné al comienzo de la reseña en contra la "posición insostenible" de los que él llama "escépticos", y que así como se pretende validar la verdad histórica a partir de epistemologías ajenas como la del derecho, pretenden borrar la frontera entre relatos de ficción y relatos históricos. No es casualidad entonces que su análisis de "Unus testits" se torne en una crítica a la obra y pensamiento de Hyden White.27 A lo largo de este capítulo Ginzburg mantiene la postura de Pierre Vidal-Naquet, quien respecto al problema de la realidad histórica pide no abandonar aquello que considera irreducible en el testimonio "y que, a falta de una designación mejor, seguiré llamando realidad. Sin esta realidad, ¿cómo se hace para diferenciar entre realidad e historia?".28 Todos estos temas: el testigo único, la autenticidad del documento y la realidad convergen al final del capítulo en el tema de los límites de la representación histórica. Se ha dicho que Auschwitz ha puesto en entredicho la competencia del conocimiento histórico.29 Al respecto, Ginzburg concluye diciendo: "No estoy del todo convencido de que esta observación sea cierta".30

Aun cuando Ginzburg reconoce la importancia de trabajar con fuentes que no constituyan la regla, sabe también que las fuentes son apenas una parte de la ecuación. Encontrar lo extraordinario no sólo depende de los documentos. Antes bien, todo texto puede ser esta excepción si se lee como tal. Ya sea una obra literaria con una realidad autónoma, o una obra histórica con pretensiones científicas, o unas actas inquisitoriales con intención de juzgar la otredad, todas ellas deben ser vistas como textos que contienen elementos no controlados. En ellos, nos dice Ginzburg, se insinúa algo opaco comparable a las percepciones que la mirada registra sin comprender.

En el capítulo "Detalles, primeros planos, microanálisis. Notas marginales a un libro de Siegfried Kracauer", Ginzburg retoma la noción de Walter Benjamin de "inconsciente óptico" para hacer una anatomía del observar a través de la obra de Kracauer. Ginzburg muestra a un Kracauer que piensa al fotógrafo como un extranjero que, al ser ajeno a lo que observa, está en condiciones de comprender más, sin que la comprensión de ese "más" deje de implicar construcción. Tal como cuando se toma una fotografía, capturar al otro implica una elección: "la fotografía no es mero espejo de la realidad".31 El fotógrafo podría ser comparado, observa Ginzburg a través de una cita de Kracauer, con "un lector lleno de imaginación que se ocupa de estudiar y descifrar un texto cuyo significado no llega a captar".32 También hay que decir que ese "comprender más" no remite específicamente a una escala panorámica, sino más bien a un juego entre long-shots y close-ups. Las tomas en close-up señaladas por Kracauer como la condición de nuevas implicaciones cognoscitivas, permiten a Ginzburg hablar de las implicaciones narrativas en un tema del que sabe, según él, dos o tres cosas: la microhistoria. Para Ginzburg, ésta responde a un nuevo modo de ver posible gracias a la fotografía, el cine y la televisión. Sin el cine, sin el close-up, se pregunta Ginzburg, ¿Kracauer habría podido ocuparse de microhistoria?33

Dejando atrás a Kracauer y llegando la postura de Ginzburg sobre la microhistoria arribamos al capítulo que lleva dicho nombre y con el cual terminaré esta reseña. En "Microhistoria" Ginzburg comienza por hacer una anatomía de dicha noción y nos muestra que debajo de ella se puede encontrar cierto número de obras que responden a motivos muy distintos; desde aquellas que se denominan así porque su objeto es "típico", hasta las que adquieren dicho mote por trabajar con un objeto que es "repetitivo o serial". Todas estas obras, si bien con algunas diferencias, son de alguna manera cercanas entre sí pues lo que las une es la insistencia de poner en perspectiva al objeto del que se ocupan en relación con un contexto más amplio. Por ello son también distintas de lo que ha caracterizado, según Ginzburg, a la historiografía italiana dedicada a este género. Para este au-tor, la historiografía italiana buscó atender con la microhistoria a algo muy diferente: el abordaje de lo anómalo, es decir, de aquello "excepcional normal" que menciona a lo largo de todo el libro. Es el interés en lo anómalo lo que define y le da a la microhistoria italiana todo su rendimiento. Los resultados de dicha historiografía deben verse como un espejo donde lo macro puede adquirir una nueva perspectiva precisamente porque se trata del plano opuesto. Desde la postura de Ginzburg, los resultados de lo macro y lo micro no pueden trasladarse automáticamente de un lado a otro. "Esa heterogeneidad, cuyas implicaciones apenas comenzamos a vislumbrar, constituyen a la vez la máxima dificultad y la máxima riqueza potencial de la microhistoria".34

Se entenderá entonces que, para el autor reseñado, la microhistoria no sólo se define por el objeto de estudio; es también una forma de investigar y escribir una historia. Las diferentes etapas de la producción historiográfica deben ser pensadas como construcciones, desde la elección de aquel objeto anómalo que constituya lo "excepcional normal", pasando por las categorías de análisis y criterios de prueba que permitan desenredar con una lectura a contrapelo el entramado de lo verdadero, lo falso y lo ficticio, hasta la narración o el patrón estilístico con el que hilar y transmitir al lector los resultados de la investigación. No obstante, para Ginzburg, lo decisivo en la microhistoria es tanto el proceso como la postura desde donde se realiza. Aun con el énfasis en la operación constructiva, el trabajo microhistórico implica el rechazo explicito del escepticismo, y ésa es precisamente la huella que para este autor tiene el lugar de una apuesta cognoscitiva.35 Finalmente, para Ginzburg, es en el trascurrir de este oficio como se llega a la verdad, pues, para él, "lo verdadero es un punto de llegada, no un punto de partida".36

 

Notas

1 Carlo Ginzburg (Turín, 1939) es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Pisa. Se ha desempeñado como profesor en la Universidad de California (UCLA), en la Scuola Normale Superiore de Pisa, en las universidades de Boloña, Harvard, Yale, Princeton, en el Warburg Institute de Londres y en la École Pratique des Hautes Études en París. Su trayectoria académica le ha merecido muchos reconocimientos, entre ellos, el Aby Warburg Prize en 1992 y el Premio Salento en 2002. Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas. Entre sus obras más destacadas se cuentan: Los benadanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII (1966); El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976); Pesquisa sobre Piero (1981); Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia (1986); Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre (1989); El juez y el historiador. Acotaciones al margen del caso Sofri (1991); Ojazos de madera. Nueve reflexiones sobre la distancia (1998) y Ninguna isla es una isla. Cuatro visiones de la literatura inglesa desde una perspectiva mundial (2000).

2 Cfr. Ginzburg, El hilo y las huellas, op. cit., p. 18.

3 Cfr. ibidem, p. 10.

4 Ibidem, p. 20.

5 Rethorica ad Herennium, IV, 68, apud ibidem, p. 25.

6 Idem.

7 Ibidem, p. 29.

8 Ibidem, p. 31.

9 Ibidem, p. 43.

10 Un eco de una carta de Cicerón a Ático (II,1), apud ibidem, p. 48.

11 Ibidem, p. 49.

12 Ibidem, p. 50.

13 Ibidem, p. 54.

14 Ibidem, p. 52.

15 Cfr. ibidem, p. 11.

16 Ibidem, p. 266.

17 Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Muchnik Editores, 1997 (1976).

18 Ginzburg, El hilo y las huellas, op. cit., p. 73.

19 Idem.

20 Ibidem, p. 206.

21 Ibidem, p. 217.

22 Cfr. ibidem, p. 145.

23 Idem.

24 Ibidem, p.153.

25 Cfr. ibidem, pp. 142-148.

26 Ibidem, p. 303.

27 Vid. ibidem, pp. 306-326.

28 Correspondencia entre De Certeau y Vidal-Naquet en la discusión de la tesis de François Hartog en El espejo de Heródoto. Apud ibidem, p. 306.

29 Cfr. J-F. Lyotard, Le Différand, apud ibidem, p. 326. [Tr. al español: La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1999].

30 Ginzburg, El hilo, op. cit., p. 326.

31 Ibidem, p. 337.

32 Siegfried Kracauer, Theory of Film. The Redemption of Physical Reality, Princeton, 1997, pp. 16 y 17, apud, idem.

33 Ibidem, p. 339.

34 Ibidem, p. 391.

35 Cfr., ibidem, p. 389.

36 Ibidem, p. 18.

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