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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.37 México jul./dic. 2011

 

Expediente

 

Preliminares

 

Cada época encuentra en Shakespeare lo que le atribula. Por eso mismo es posible reconocer en la monstruosidad moral y física de Ricardo III la deformidad de nuestro propio tiempo político. Por sus disformidades internas y externas, este personaje le viene muy bien al pasado reciente del sistema político mexicano. Aquel que se explica por la obsesión —casi manía— del poder. La astucia, la fina simulación, la crueldad, la capacidad para conspirar, las fobias, todo ello ha sido utilizado por el sistema de partido único, sin importar cuán lejos se vaya, para no desprenderse del poder. Al igual que el usurpador conde de Gloucester, el partido hegemónico en México desplegó, desde sus inicios, un discurso y una práctica que buscaban seducir a una sociedad que apenas salía de una cruenta guerra fratricida y así persuadirle de que el suyo era el mejor camino para la reconstrucción nacional.

Desde la fundación del PNR, el camino al poder estuvo enmarcado por reglas que marcaban el ritmo y la cadencia de la transmisión del poder. En ese entendido, cualquier resistencia a la concentración del poder en el Ejecutivo carecía de todo sentido o viabilidad. El camino para lograrlo no fue fácil. Una razón fue la topografía del poder en México: los poderes, históricamente, se habían formado y alimentado de la fragmentación geográfica, económica, étnica y cultural del territorio. Los caciques y los caudillos, por ejemplo, eran los depositarios del poder en sus propias regiones, posición alimentada por su fuerza económica, militar y capacidad de gobernabilidad. El proyecto nacional triunfante en los años veinte, en el que el presidencialismo era la condición sine qua non de la gobernabilidad, supuso el sometimiento o aniquilamiento de los viejos poderes regionales a favor de la figura presidencial. Se logró, negociada o violentamente, que el Ejecutivo concentrara los hilos del poder sin enemigo al frente. Una vez superado el enfrentamiento entre el Estado y los caudillos hubo que enfrentar uno más: el que oponía la función social y corporativa del Estado al empuje en favor de las bases del liberalismo económico. Las consecuencias no se hicieron esperar, sobre todo a partir de los años cuarenta, cuando el Estado abdicó de sus funciones sociales e inclinó su labor a favor de los intereses individuales. Paradójicamente, el andamiaje político corporativo, es decir, la organización clientelar y autoritaria, se fortaleció. Se privilegió la modernización económica, sustentada en una organización política vertical, corporativa y autoritaria. Deformidad insuperable.

Frente a lo anterior, cualquier disidencia, cuestionamiento o increpación del sistema serían sencillamente inaceptables. La gran ironía: el movimiento social de 1910 que echó abajo treinta años de concentración de poder en una figura, la de Porfirio Díaz, terminó por transitar hacia otra concentración del poder, esta vez compartida entre el partido hegemónico y la presidencia. Ambas experiencias, la porfirista y la del sistema hegemónico, tuvieron en común su capacidad para combatir los poderes regionales, terminar con la inestabilidad casi crónica y —sobre todo— la concentración del poder. También tienen en común el control del poder que fue capaz de lograr el crecimiento material del país.

Para lograr estabilidad política y crecimiento material, la censura y el autoritarismo han sido dos de los instrumentos del poder en México. Con ellos, el Estado ha podido controlar o manejar las libertades de expresión, dirigir la política cultural y desvalorizar la crítica. De esta forma, la gobernabilidad se apoyó sobre una convicción inalterable: más que la corrupción o el evidente retraso social, a los gobiernos priistas les resultaba mucho más irritante la disidencia, la subversión al orden, la desobediencia.

En este expediente deseamos mostrar cinco casos que tienen que ver tanto con la práctica autoritaria del poder en México como con la decidida respuesta represiva contra todo aquel movimiento disidente o crítico del sistema de partido hegemónico. Así, el primer caso se refiere al dilema original del sistema posrevolucionario, cuando se enfrentaban por un lado el espíritu corporativo y colectivo presente en el ámbito constitutivo del México posrevolucionario y, por otro, las tendencias hacia la organización económica liberal e individual. No fueron pocas ni mesuradas las consecuencias de tal contradicción —a partir de los años cuarenta y cincuenta—, que privilegió la industrialización del campo en detrimento de enormes contingentes de campesinos que no tenían cabida en ese proyecto. La autora del primer texto, Elisa Servín, llama "rectificación agraria" a ese movimiento político y jurídico que mermó la fuerza política del proyecto cardenista para privilegiar la industrialización del campo. Al acercarse el fin del sexenio alemanista, en los primeros años cincuenta, la coyuntura de la sucesión presidencial abrió la posibilidad de una reorganización política y social del descontento que buscó presionar a favor de la recuperación del cardenismo. El ejemplo de una central campesina que en su momento se pretendió independiente de la CNC y del PRI, la Unión de Federaciones Campesinas de México (UFCM), surgida en 1952, es un ejemplo de la dificultad para conciliar el corporativismo con el impulso económico liberal. Dirigida por un grupo de personajes cercanos al agrarismo cardenista, la Unión nació con la intención de sostener la candidatura presidencial del general Miguel Henríquez Guzmán y, a través de ella, recuperar fuerza y espacio político para sus dirigentes, a la vez que buscaba ofrecer solución a los problemas de ejidatarios y pequeños propietarios. Era inevitable que en el transcurso de su corta vida la nueva organización campesina fuera víctima cotidiana de los diversos mecanismos de control autoritario para contener a sus posibles adherentes y simpatizantes.

El segundo y tercer casos se refieren al autoritarismo compartido por el Estado y la Iglesia en uno de los campos más sensibles de la formación del México contemporáneo: la educación. En el primero, Valentina Torres Septién propone la experiencia de los libros de texto gratuitos como un ejemplo en el que tanto la Iglesia como el Estado en México coincidieron en una visión autoritaria del ejercicio del poder, al emparejar un mesianismo religioso frente a un mesianismo laico. La imposición de los textos se vino a sumar a la muy prolongada lucha entre la Iglesia y el gobierno federal, en la cual éste pugnaba por acotar el ejercicio de las tareas educativas que la Iglesia consideraba como su responsabilidad desde la época virreinal.

Por su parte, Laura Pérez Rosales expone la coincidencia a la que igualmente llegaron el Estado y la Iglesia cuando se trató de moldear e imponer una moral en diversiones, lecturas y comportamientos sociales. Ambos, Estado e Iglesia, calificaron los contenidos de diversas películas, revistas o diversiones nocturnas, de pornográficas o inaceptables, pero con varas morales diferentes: para la Iglesia se trataba de prácticas contrarias a la "decencia", y para el Estado representaban manifestaciones que iban en contra de la "salud social" y de las leyes de convivencia comunitaria. Tanto desde el púlpito como desde el decreto oficial, desde la moral cristiana o desde la moral oficial, Iglesia y Estado buscaron la imposición de sus respectivas visiones para moldear lo que la sociedad debía leer, oir, pensar o practicar como entretenimiento. Ambos textos, el de Torres Septién y el de Pérez Rosales, remiten a los años cincuenta y sesenta, cuando comenzaba la estrategia de las políticas sociales, en plena guerra fría, cuyo rasgo era el enfrentamiento de proyectos políticos ubicados en las antípodas. Cundió la paranoia del enfrentamiento social, había que contenerlo y el Estado no dudó en imponer su visión de lo socialmente correcto por encima de lo religiosamente acatado.

En el caso del texto de Verónica Oikión, es fundamental tener presente el tono que adquirió la vida política mexicana bajo la mano dura de Gustavo Díaz Ordaz y la contención de movilizaciones sociales que dibujaban nuevas formas de disidencia. Ya no se trataba sólo de la rebelión de las masas obreras, campesinas, estudiantiles o de las mismas clases medias. En el interior del propio pri se oyeron las voces críticas que veían los peligros del presidencialismo desenfrenado y su impacto en todo el espectro social. Los empresarios de los años setenta no eran ya los que apenas levantaban cabeza en los años treinta o cuarenta. La Iglesia contaba ya, en su propio seno, con la semilla progresista sembrada en la década anterior; el sindicalismo oficial presentaba fisuras evidentes y la organización rural no era tan monolítica como años atrás. La inconformidad, en diferente grado pero a lo largo y ancho de la sociedad, era cada vez más audible. A pesar de ello, Luis Echeverría fortaleció todavía más la figura presidencial al tiempo que se reforzaron sectores económicos beneficiados por el milagro económico. El enfrentamiento con el Estado o, mejor, con la figura del presidente Echeverría, pudo superarse poco tiempo después, pero no sucedió lo mismo con sectores sociales radicalizados. No era lo mismo oponerse al estilo personal de gobernar de un presidente que oponerse abiertamente a todo un regimen. Este es el caso del texto de Verónica Oikion, quien explora las formas represivas del Estado mexicano en la década de 1970 utilizando el testimonial Condiciones de Reclusión. Testimonio Revolucionario, de Francisco Juventino Campaña López, dirigente de las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo (FRAP) y detenido en agosto de 1973. La respuesta oficial contra este tipo de luchas sociales rebasó los límites del Estado, pues no se acataron las disposiciones de detención y consignación de los miembros de grupos guerrilleros. En su lugar, se echó mano de actos ilegales y de gran sevicia, como fueron la tortura o la desaparición forzada. No son muchos los testimonios, desde abajo, desde la insurrección popular, que contribuyen a la formación de la representación colectiva y se sirvan de la memoria personal para contribuir a la construcción de una estrategia política en contra del autoritarismo.

Finalmente, el texto de Carmen Collado aborda el autoritarismo presidencial enmarcado en los difíciles comienzos de los años ochenta, es decir, cuando el gobierno de Miguel de la Madrid apostó por la privatización de la economía del Estado como salida a la crisis económica, pero sin modificar la organización corporativa del sistema político mexicano. La imagen de solidez del régimen político mexicano construyó, durante años, una percepción social de estabilidad y credibilidad. Miguel de la Madrid llegó al poder como resultado de la tradicional designación vertical de los relevos en el mando político, pero la urgencia económica a principios de los años ochenta (inflación cercana al 100%, salida masiva de capitales, reservas nacionales agotadas, etcétera), obligaron al nuevo Ejecutivo a adaptarse al modelo neoliberal imperante entonces. ¿Cómo lograr la empatía entre un modelo neoliberal, sustancialmente enemigo de la participación estatal en todo lo económico, con un regimen cuya divisa era la rectoría del Estado? Collado analiza la manera como se expresa el carácter particular del autoritarismo, apoyada en las Memorias del ex presidente Miguel de la Madrid. En su opinión, este autoritarismo se reveló, sobre todo, en sus relaciones con los obreros, los empresarios y la propia iglesia católica. Para ello, de la Madrid se sirvió de una estrategia que buscaba infundir miedo para asentar su proyecto económico, su visión sobre la prensa, su idea de democracia y su perspectiva sobre los partidos.

El arco temporal cubierto por los textos aquí incluidos nos muestra las disonancias, más que las continuidades, de un México que va de la guerra fría al inicio de las políticas neoliberales. A pesar de que durante muchos años —hasta los años setenta aproximadamente— la economía estuvo al servicio de la política, fue inevitable el estallamiento de la disidencia política rural y urbana. Pero tampoco se pudo contener cuando el regimen decidió poner la política al servicio de la economía, es decir, cuando se instrumentaron cambios estructurales en el modelo económico para enfrentar la grave crisis que golpeaba al país. Dos momentos en la vida de un país —cuando la rectoría del Estado era incuestionable y cuando aquel fue reducido a su mínima expresión— hermanados por la médula autoritaria de la cual emergió y que dio sustento al regimen político que sufrió su mayor descalabro a fines del siglo XX.

 

Laura Pérez Rosales

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