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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.36 México ene. 2011

 

Ensayos

 

Nueva España, Nueva Inglaterra: dos fronteras de cristiandad (siglos XVI y XVII)*

 

New Spain, New England, two missionary boarders (16th-17th century)

 

Pierre Ragon*

 

* Université de Paris Ouest Nanterre La Défense

 

Artículo recibido: 16/03/2011
Artículo aceptado: 15/06/2011

 

Resumen

Movidos por idéntico optimismo misionero, los católicos españoles en México y un reducido grupo de puritanos en la Nueva Inglaterra adoptaron una óptica muy parecida hacia las poblaciones amerindias, a las que juzgaron aptas para la salvación. En cada uno de ambos espacios, sin embargo, los enfoques teológicos y sobre todo las construcciones eclesiológicas pertenecientes a tradiciones específicas condujeron a los evangelizadores a desarrollar estrategias misioneras sensiblemente diferentes. Cierto es que tales divergencias no siempre derivan del universo mental de los misioneros y de las opciones por ellos elegidas: de hecho, no cabe duda de que las formas de la colonización, así como las características económicas, sociales y culturales de las sociedades autóctonas desempeñaron también un papel importante. Sin embargo, más allá de las condiciones históricas y culturales que las separan, estas dos experiencias dieron como resultado bricolages culturales que presentan sorprendentes analogías.

Palabras clave: Nueva España, Nueva Inglaterra, evangelización, indios, historia comparada.

 

Abstract

Carried away by the same missionary optimism, the Spanish Catholics in Mexico and a small number of Puritans in New England took a similar view of the Amerindian populations they judged worthy of Salvation. In these two countries, two different theologies and, especially, two different ecclesiological structures coming from specific traditions led the missionaries to develop mission strategies that were substantially different. However, not all these contrasts arose from their own culture or their missionary choices. In the circumstances, the different characteristics of the two European colonizations, as well as economic, social and cultural particularities of local societies were prominent factors. Yet, despite different historical and cultural contexts, these two strategies each gave rise to a cultural hodgepodge with amazing similarities.

Key words: New Spain, New England Evangelization, Indians, comparative history.

 

Si bien la historia de las diferentes áreas americanas ha sido objeto de muy contados enfoques comparativos, desde hace cuatro décadas los conceptos utilizados por los historiadores han estado y siguen circulando como si tal cosa de un espacio al otro, sin dar forzosamente lugar a cuestionamientos acerca de la pertinencia de los traslados efectuados.1 Ahora bien, en tres ocasiones, la historia de la cristianización de la Nueva España (México) se ha visto particularmente renovada gracias a aportes provenientes de la historiografía anglosajona de los medios de colonización inglés y francés de la costa Este de los actuales Estados Unidos, del valle del río San Lorenzo y de la región de los Grandes Lagos.

En el transcurso de los años I960, para empezar, surgió en el seno de la historiografía norteamericana un violento debate que contribuyó a poner en tela de juicio una historia de tintes apologéticos. En aquel entonces, en Estados Unidos, se puso énfasis tanto en la violencia de la aculturación impuesta a los indígenas como en las modalidades de resistencia de estos últimos ante la presión de los puritanos. Paralelamente, en México, los trabajos de Miguel León Portilla o de J. J. Klor de Alva, por ejemplo, popularizaron un análisis análogo de la evangelización de la Nueva España, destacando fenómenos que, a decir verdad, habían sido desatendidos por sus predecesores. Diez años más tarde, y hasta los años 1980, de ambos lados del río Bravo, llegó la época dorada de los estudios marcados por el concepto de "negociación" intercultural (ilustrados por los de James Axtell o los de James Ronda en el Norte y por los de Serge Gruzinski en el Sur, por ejemplo). Finalmente, a principios de los años noventa, inició la era de la "posmodernidad", del rechazo al pensamiento global, del elogio de la ambigüedad constitutiva así como de la irreductibilidad de cada experiencia (James Merrell y Richard White por un lado, Louise Burkhart por el otro).2

Discutir la legitimidad de tales transferencias conduce naturalmente a tratar de identificar tanto los rasgos culturales comunes a ambas experiencias de colonización como aquello que las distingue.

Ahora bien, a primera vista, ambos conjuntos (la Nueva Inglaterra por una parte y la región mexica del Altiplano central mexicano por la otra) parecen más disímiles que propiamente diferentes. En efecto, privan entre ellos oposiciones muy claras, empezando por el tamaño de los espacios en cuestión y de las comunidades humanas en presencia. La Iglesia de la Nueva España se estructuró con gran celeridad y le bastaron unas cuantas décadas para contar con varios centenares de clérigos católicos que dirigieron, así sea de manera muy desigual y sin duda no demasiado firme, a millones de neófitos, pese al rápido declive demográfico de las poblaciones del Altiplano.3 En cambio, durante el primer siglo de su existencia, la Nueva Inglaterra contó cuando mucho con unos veinte misioneros protestantes que se involucraron en mayor o menos grado con los indios.4 Cierto es que los autóctonos cristianizados eran mucho menos numerosos allí que en la Nueva España: apenas unos cuantos miles de individuos, dentro de una población indígena mayoritariamente hostil al cristianismo que contaba cuando mucho con aproximadamente cien mil personas en el momento de la llegada de los europeos.5 Por añadidura, las sociedades indígenas a las que se vieron confrontados los ingleses y aquellas que descubrieron los españoles obedecían a reglas distintas que marcaban entre ellas diferencias radicales. En la Nueva Inglaterra, los grupos autóctonos se hallaban organizados en confederaciones errátiles de fronteras fluctuantes y vivían de la caza, de la recolección así como de una modesta agricultura de roza y quema; todo ello los obligaba a desplazarse periódicamente. El centro de México, por su parte, era habitado por agricultores sedentarios, organizados en ciudades-estado, federadas en el seno de un vasto conjunto político controlado en mayor o menor grado por las principales ciudades de la región lacustre. Ahora bien, en otro plano, las formas del contacto con el invasor separan quizá ambas experiencias históricas de manera más fundamental. Así, entre los ingleses y los grupos indígenas, subsistió en el transcurso de los siglos XVII y XVIII una frontera abierta que siempre era posible franquear y allende la cual era factible refugiarse rápidamente, mientras que en el centro de la Nueva España, no ocurría así en absoluto.

No obstante, aun cuando católicos y protestantes hayan recurrido a estrategias misioneras diametralmente opuestas —o casi—, los retos que implicaba para los europeos la llegada del cristianismo así como las interacciones culturales derivadas de la predicación evangélica dirigida a los indios presentan más de un punto inesperado en común. Hondamente dividida en Europa, ante los mundos exteriores la Cristiandad revela en cambio su profunda unidad.

 

MIRADAS EUROPEAS

Sea cual sea su identidad, de una u otra manera, el misionero mira con benevolencia a las poblaciones que pretende convertir. Por definición, reconoce en ellas las capacidades y las cualidades indispensables al hombre digno de acceder a la salvación. Las crónicas de las órdenes mendicantes que operaban en la Nueva España y los reportes enviados a Inglaterra por los misioneros anglosajones a los responsables de brindarles financiamiento y apoyo político coinciden al respecto. Las diferencias, cuando las hay, remiten menos a juicios de valor que a la sensibilidad de cada cual: los misioneros protestantes casi nunca adoptaron el optimismo triunfalista que caracterizó a algunos de los más famosos evangelizadores católicos.

Sin duda alguna, la cuestión del origen de los indios, de su naturaleza y de sus capacidades fue discutida con aspereza por doquier, y en ningún lado privó una opinión unánimemente admitida. En la Nueva España llegó también a reinar el pesimismo acerca del porvenir de la misión, y hubo momentos de hondo desaliento. El fraile dominico Domingo de Betanzos —nada menos que el jefe de filas de la misión de su orden y el fundador de la provincia dominicana de la Nueva España—, por ejemplo, profetizó la desaparición de los indios. Interpretaba el brutal declive demográfico de las poblaciones amerindias como una prueba de que habían sido condenadas ante el tribunal de Dios, y estaba dispuesto a abandonar el Nuevo Mundo, al que consideraba una viña estéril, para partir hacia tierras más prometedoras, en China. En 1577, en el ocaso de su vida, el gran conocedor de la civilización mexica, Bernardino de Sahagún, sucumbió también al pesimismo.6

Sin embargo, en los medios misioneros, el sentir más extendido solía ser muy distinto, al menos en opinión de Motolinía, uno de los evangelizadores más activos de la Nueva España. Lejos de tachar a los indios de idólatras o de juzgarlos infieles, él opta por ver en ellos a auténticos gentiles, es decir, víctimas antes que culpables, hombres y mujeres que hasta entonces simplemente se han visto privados de la Luz evangélica.7

De entrada, la mirada de los colonos de la Nueva Inglaterra parece diferir bastante. Para nombrar a los autóctonos, los ingleses, en lugar de optar por una expresión más anodina, decidieron marcar a priori su preferencia por el término de "salvajes". Antes de su partida rumbo al Nuevo Mundo, William Bradford, que habría de convertirse más tarde en el primer gobernador de Plymouth, soñaba con las costas americanas como "vastas tierras desocupadas de las que se dice que son fértiles y propicias para ser pobladas, pues están desprovistas de habitantes civiles, ya que sólo unos cuantos hombres salvajes y brutales merodean por aquí y por allá, a la manera de las fieras que allí viven".8 William Bradford y Edouard Winslow, su sucesor, o bien John Wintrop, el fundador de Massachusetts, compartían una misma visión de la historia de la colonización; para ellos, el salvajismo de los indios, incapaces de ocupar eficazmente las provincias donde vivían, representaba la exacta contraparte de la elección de los puritanos, a quienes esas provincias habían sido destinadas como Tierra prometida.9 En un texto que se ha hecho famoso, Edward Johnson describió la llegada de los colonos de Massachusetts en términos que hacían de ella el acto capital de una historia providencial, en momentos en que la humanidad se acercaba a los últimos tiempos. Así, dejando atrás una Inglaterra que, al igual que Roma, había terminado por caer entre los brazos de la gran meretriz, y siguiendo el ejemplo de Noé que partió de Sodoma, los colonos habían partido del Viejo Mundo, a manera de escuálida cohorte que habría de renovar la Alianza. Con ese fin, Dios les había atribuido la Nueva Inglaterra, habiendo previamente aterrorizado y diezmado a sus habitantes mediante mortíferos cometas nunca antes vistos. Una peste desconocida había entonces vaciado aquellas tierras de sus antiguos ocupantes, para dejar el sitio a los recién llegados.10

Sin embargo, esa visión no era la única; y cuando de nombrar a los amerindios se trataba, otras soluciones eran posibles. Un poco más tarde, en 1643, al revisar la lista de las denominaciones más usuales, Roger Williams, enumeraba más de media docena: términos neutros, tales como "nativos" e "indios", entraban en competencia con otros que subrayaban la falta de religión cristiana (tal es el caso de "paganos", que se asemeja a "gentiles"), la falta de civilización ("bárbaros") o la falta de humanidad ("salvajes", "hombres-salvajes").11 Por su parte, Roger Williams daba muestras de un inusitado eclecticismo. Aun cuando de vez en vez llegaba a hablar de "salvajes", solía calificar a los habitantes del Nuevo Mundo ya sea de "nativos", ya sea de "gentiles", "naciones" o incluso "indios", nombre que, en la Nueva Inglaterra y fuera de ella, terminó prevaleciendo.12

La mirada de los misioneros puritanos difería sobremanera de la de los responsables políticos. John Eliot, Thomas Mayhew y Roger Williams se mostraban más sensibles a las cualidades de los indios e intentaban discernir todo aquello que los hacía capaces de recibir la fe y los tornaba dignos de la salvación. Roger Williams declaraba ignorar cuál era la voluntad de Dios hacia los indios pero ello no le impedía demostrar un gran entusiasmo y afirmar su propia confianza en la conversión de los indios.13

Roger Williams no fue el más activo de los misioneros pero ciertamente era uno de los más entusiastas. Ahora bien, parte esencial del esfuerzo misionero de los ingleses de Massachusetts reposó durante largo tiempo sobre John Eliot, quien tenía una visión más dramática de la historia amerindia. Percibía a los habitantes del Nuevo Mundo como los últimos retoños de una raza maldita, abandonada por Dios, repelida hasta los confines del mundo con motivo de los pecados seguramente inauditos que debían de haber cometido sus antepasados. Desde esta óptica, la llegada de los ingleses era sin duda para los pueblos de América un acontecimiento capital. Sin embargo, el débil resplandor de ese acontecimiento rasgaba apenas las hondas tinieblas que rodeaban a aquellos pueblos. Sin duda alguna, la llegada de ese pueblo portador de la fe evangélica según su versión más pura era una señal divina. ¿Qué impedía entonces que la senda de salvación se abriese para algunos de ellos? Ahora bien, Eliot concebía esa vía como un camino muy largo y muy estrecho. ¿No era preciso acaso empezar por lograr que aquellos salvajes siguieran la senda de la civilización, llevados de la mano por los ingleses, es decir, lograr primero que se hiciesen hombres para que se hiciesen después cristianos? Y, una vez cristianos, ¿cuántos de ellos figurarían entre los elegidos?14

Sin duda, la divergencia de las teologías católica y protestante en lo que atañe a la salvación, así como las características de cada una de las culturas autóctonas que hacían a estas últimas más o menos reductibles al modelo europeo, contribuyeron a alimentar dos visiones sensiblemente diferentes de la acción misionera a lo largo del litoral del golfo de México y en la región del cabo Cod. Empero, era asunto de matices y contrastes antes que de franca oposición. Mientras en Europa católicos y protestantes se aferraban a sus diferencias, en los márgenes de la Cristiandad, ante los demás, todos recurrían a las mismas fuentes de la historia sagrada y movilizaban las mismas referencias al Antiguo testamento y a los Evangelios. Así, los cristianos esperaban descubrir por doquier en sus interlocutores huellas de la universalidad de la historia humana tal como ellos mismos la concebían. Todos buscaban y encontraban en el discurso de los indios recuerdos de la Creación, de los tiempos adámicos y de la gesta de los primeros hombres. Independientemente de la Iglesia a la que perteneciesen, todos se planteaban interrogantes acerca de la posibilidad de que hubiese habido una primera evangelización de los indios en tiempos apostólicos. Por lo demás, ¿acaso los Evangelios no indicaban claramente que la palabra de Dios había sido llevada a todas las naciones?15

Ciertamente, en México, la búsqueda de los vestigios de la evangelización primitiva de las Indias no estaba exenta de ambigüedades. En ciertos momentos y en ciertos casos, se iban acumulando las pruebas del paso de un predicador en tiempos apostólicos, para llegar inmediatamente después a la conclusión de que aquella enseñanza había desaparecido casi por completo. El fracaso de aquella misión primitiva proveía entonces la clave para comprender, en los momentos de desaliento, las dificultades del tiempo presente: se pensaba así que el trabajo realizado en el siglo XVI fracasaba, al igual que había fracasado el del predicador apostólico, por la dureza del corazón de los indígenas. Tal fue, en efecto, en los años 1570, la actitud de Bernardino de Sahagún.16

No obstante, la idea según la cual las Indias occidentales podían haber recibido el mensaje evangélico en tiempos muy remotos llegaba a inspirar sentimientos radicalmente opuestos. Así, cuando en las postrimerías del siglo XVI Gerónimo de Mendieta, cronista de la provincia franciscana de la Nueva España, meditaba acerca de la impresionante lista de indicios que abogaba en pro de una evangelización primitiva de las Indias Occidentales, acababa por llegar a la conclusión de que los indios vivían desde siempre en espera del Mesías, del cual sólo habían tenido un conocimiento incierto. De esa manera, la tesis de la evangelización primitiva cambiaba de valor.17

Así pues, el impulso milenarista de los católicos de la Nueva España no los conducía necesariamente a considerar a los indios como seres abandonados hasta entonces de Dios. Sin duda, el impulso de los puritanos era de índole muy distinta, y los llevaba con mayor facilidad a verse a sí mismos como los santos de los últimos tiempos, mientras que los españoles se sentían investidos por una misión providencial al servicio del triunfo universal del Evangelio. Menos obnubilados de lo que parece por su propio destino, algunos de los ingleses de las colonias indagaron acerca del origen de los indios y acerca de la manera en que estos últimos podían participar en la historia sagrada. Tal fue el caso de John Eliot. En efecto, en varias ocasiones, Eliot recabó informaciones que lo llevaron a plantearse interrogantes en torno a la posibilidad de una evangelización previa de los territorios americanos. Más intrigado que azorado ante semejante enigma, se conformó con formular diferentes hipótesis acerca del origen del vago conocimiento del cristianismo que parecían tener los indios. A veces, evocaba el posible paso de un misionero francés por aquellas costas cercanas a las zonas de pesca de bacalao, muy concurridas; en otras ocasiones, consideró la eventualidad de una enseñanza mucho más antigua, perdida hace largo tiempo. A decir verdad, resulta obvio que el pasado le interesaba mucho menos que el futuro, y que le gustaba más la idea según la cual la hora de los indios al fin había llegado.18

Otros fueron más locuaces. Por ejemplo, al evocar la cuestión, Roger Williams, fundador de Rhode Island, adopta acentos similares a los de los religiosos de la Nueva España. Él también se sentía azorado ante informantes indígenas que, demasiado ansiosos de quedar bien, le contaban muchos relatos curiosos acerca de un cierto Wetucks, un hombre que hacía grandes milagros entre los indios y caminaba sobre el agua, un poco a la manera del hijo de Dios.19

Cabe destacar que la prudencia de los puritanos, misma que en ocasiones llegó al rechazo abierto,20 contrastaba claramente con el entusiasmo de los anglicanos. En efecto, resulta impactante comprobar cómo, tan cerca de allí y en el mismo momento, Thomas Morton podía adoptar una posición cercana a la de los misioneros católicos de México. Thomas Morton, un conformista de la Iglesia anglicana, había intentado implantar su propia colonia a unas cuantas millas de Boston en los años 1620. Los puritanos, que veían en ese asentamiento un sitio de desenfreno, pusieron brutalmente fin a aquella aventura en 1628. Años más tarde, desde Inglaterra, Thomas Morton echó mano de su conocimiento del entorno americano y de los recuerdos que de él había conservado para redactar una obra en la que, bajo el título de New English Canaan, presentaba las riberas de la Nueva Inglaterra como tierras fértiles en promesas, y aprovechaba de paso la oportunidad para saldar cuentas con sus antiguos adversarios. Entre los indios, decía, había encontrado muy numerosas huellas de la sabiduría cristiana. Así, por tradición, los indios tenían cierto conocimiento de la Creación. Habían escuchado hablar de la formación de la pareja primordial, tenían nociones de la maldición que pesaba sobre su descendencia pecadora, conservaban el recuerdo del diluvio e incluso tenían cierta idea de la inmortalidad del alma, del paraíso y del infierno.21 Tan halagüeño retrato servía para desacreditar a los puritanos, pues de los dos tipos de gente que allí había encontrado Morton, "los cristianos y los infieles, los segundos daban mayores pruebas de humanidad y eran más hospitalarios que los primeros."22 Seguramente, en este caso, al evocar la "tradición" indígena, Thomas Morton se apoyaba menos en la tesis de la evangelización primitiva que en aquella, siempre a la mano, de las reminiscencias de la ciencia de los patriarcas.23 No por ello el resultado dejaba de ser análogo: aquella humanidad, que Morton tampoco exaltaba mucho, no estaba totalmente abandonada de Dios, y la labor misionera consistía en lograr que los neófitos reconociesen en el Book of Common Prayer las verdades que lograban ya entrever de manera confusa.24

Estas reflexiones a menudo contradictorias —a veces más desarrolladas, a veces menos; ora bien recibidas, ora no; objeto de interpretaciones siempre adaptadas a las circunstancias y a las necesidades de los asentamientos europeos— servían de fundamento a la legitimidad de la acción misionera y justificaban su posibilidad.

 

¿DOS ESTRATEGIAS MISIONERAS?

El hecho es que, a principios del siglo XVII, la cultura confesional de los puritanos ingleses los distinguía radicalmente de los católicos. Tratándose de enseñar la potencia de la fe y de implementar los ritos de su Iglesia, era imposible que unos y otros actuasen de la misma manera. ¿En qué medida las necesidades de la evangelización contribuyeron a acercarlos?

Dominar las lenguas indígenas era por supuesto su primer reto en común. Ahora bien, más allá de esta afirmación trivial, cabe precisar que las relaciones que unos y otros establecieron con las lenguas indias presentan semejanzas y divergencias muy significativas.

Harto conocido es el enorme esfuerzo que los misioneros establecidos en México desplegaron al respecto. Ya en los años 1930, Robert Ricard publicó una lista indicativa de 109 textos redactados en una decena de lenguas del México central, elaborados por agustinos, por dominicos y sobre todo por franciscanos en el transcurso de los primeros 50 años de la misión. Sabido es también que el pronto establecimiento de la imprenta en la Ciudad de México, en 1539, sirvió ante todo para facilitar la difusión de esa literatura misionera, que constituyó hasta los años 1580-1590 lo esencial de su producción.25

El celo de los puritanos no suele llamar tanto la atención, al menos fuera del ámbito anglosajón, pero fue también muy real y alcanzó una amplitud asombrosa. Cierto es que hubo que esperar más de 20 años para que los primeros pastores de las Iglesias disidentes, a saber, John Eliot, Thomas Mayhew, Roger Williams y algunos más, empezaran a aprender el idioma algonquin. John Eliot conservó un recuerdo emotivo y preciso de sus pininos en esa lengua, en cuyo manejo seguía considerándose poco hábil el 28 de octubre de 1646 ante los indios de los alrededores de Roxbury.26 En los años siguientes, los intentos se multiplicaron, recibiendo pronto el apoyo material y espiritual de la Company for Propagating the Gospel in New England and Parts Adjacent in North America, fundada con ese fin. Así, en 1653, Eliot pudo publicar su primer texto en algonquin, un catequismo. Empero, el punto culminante de esta actividad —que también incluyó la traducción y la edición de salmos, de diferentes catequismos, de una gramática y de un puñado de opúsculos diversos— fue la impresión en dos tiempos, en 1661 y en 1663, de un Nuevo y un Antiguo Testamento en algonquin. Se trata sin duda alguna de la obra capital de Eliot y del fruto más considerable de las jóvenes prensas de Massachusetts, que funcionaban en Cambridge desde 1638.27

No resulta sorprendente en sí que los puritanos se hayan apresurado a poner el texto de la Escrituras a disposición de los nuevos cristianos. Tampoco es posible dejar de notar cómo, en cambio, los misioneros en México se preocuparon ante todo por brindar al clero las herramientas necesarias para el ejercicio de su magisterio, aun cuando de vez en cuando adaptaron ciertos textos para ponerlos entre las manos de sus feligreses más avanzados en la fe. Conformarse con esta observación, a fin de cuentas previsible, equivaldría a dejar de lado lo esencial. En efecto, más allá de la desproporción de ambas empresas de traducción, inglesa y española, y al contrario de lo que tal desproporción sugiere, la lengua y la palabra hablada desempeñaron un papel más importante en la Nueva Inglaterra que en la Nueva España. Siguiendo la tradición de la Iglesia católica, los misioneros de la Nueva España pueden desplegar dos estrategias muy distintas, y así lo hacen: predican tanto con la palabra como "con el ejemplo o el rito", obedeciendo así al muy añejo programa esbozado antaño por Gregorio el Grande para los misioneros que partían con el fin de convertir a los Sajones.28 De entrada, los religiosos de México recurrieron a ambas modalidades, tal como lo demuestran las opciones divergentes elegidas por dos grandes figuras de los principios de la misión, Pedro de Gante y Martín de Valencia. El primero abrió escuelas, redactó un catequismo en náhuatl y uno ilustrado con imágenes, destinado este último tanto a los sacerdotes que no lograban dominar el idioma como a los indios privados de sacerdotes. El segundo, ya muy entrado en años e incapaz de aprender el idioma de sus feligreses, predicó con el ejemplo, mediante la austeridad de su vida, el rigor de su moral, y la fastuosidad de las celebraciones que organizaba.29

Desde luego, los misioneros de la Nueva Inglaterra no mostraban el mismo interés por esta segunda opción. John Eliot incluso la descartó deliberadamente y así lo anunció de entrada, desde 1647, cuando informó a sus corresponsales ingleses acerca del resultado de sus primeras prédicas ante los indios. Citando la primera epístola a los Corintios, en la que Pablo comenta a Isaías, consideraba inútiles los dones sobrenaturales y las señales milagrosas: en su opinión, la única señal efectiva era la lengua, es decir, la predicación.30 Por ende, recomendaba a los predicadores estar listos para debatir, pues "los ministros que predican entre los indios deben ser mucho más eruditos que aquellos que se dirigen a los ingleses o a los buenos cristianos, pues [los indios] ponen muchas objeciones filosóficas".31 De hecho, ante las epidemias mortíferas que diezmaban a las poblaciones indígenas, John Eliot no reaccionó de la misma manera que los religiosos en México. Estos últimos organizaban ceremonias públicas de expiación, con la esperanza de apaciguar la ira divina; recitaban Evangelios sobre la cabeza de los enfermos o hacían circular el agua bendita. Por su parte, John Eliot se negaba a recurrir a la intervención milagrosa del Señor, y se conformaba con organizar un tiempo de arrepentimiento, invitando a los indios a aceptar la voluntad de Dios y formulando además un deseo muy significativo: el de ver desarrollarse rápidamente la medicina occidental en aquellas regiones desheredadas. Al expresar ese deseo, renunciaba por completo a intentar cambiar la determinación divina, limitando la acción humana al ámbito de la acción positiva sobre las causas naturales.32 No obstante, una vez más, la oposición es menos tajante de lo que parece, ya que no todos los pares de Eliot compartían su punto de vista. No muy lejos de allí, en idénticas condiciones, el ministro separatista Thomas Mayhew adoptó una estrategia infinitamente más ambigua que, al parecer, dio frutos con rapidez. En su correspondencia, describe los primeros pasos de su misión en Martha's Vineyard Island mediante la sucesión de una serie de conversiones espectaculares obtenidas gracias a puestas en escena que le permitían demostrar la superioridad de su Dios por sobre las fuerzas manipuladas por los chamanes indígenas. Así, cuenta por ejemplo cómo acudió en auxilio de un anciano indio, abandonado por sus semejantes, cuyos brujos habían sido incapaces de curarlo. Su intervención y sus oraciones le permitieron triunfar allí donde sus rivales habían fracasado. Sin embargo, en ocasiones, recurrió a planes mucho más sofisticados para impresionar más poderosamente aún a los indios. Logró su cometido asociando las prácticas médicas occidentales de aquel tiempo y la oración cristiana. Su acción, según la presenta él mismo, difiere notablemente de la de Eliot; en cambio, trae a la memoria aspectos observados a menudo en la Nueva España.33

Existe empero un punto en el que coincidían todos los misioneros anglosajones de la Nueva Inglaterra. Según lo dejan entrever las descripciones que de ellas hacen, sus prácticas consistieron principalmente en dialogar con los indígenas, mediante charlas libres en las que iban alternándose preguntas y respuestas, peticiones de aclaración y aporte de precisiones, objeciones a las ideas nuevas y refutaciones a los argumentos opuestos. Rápidamente, Eliot pulió su método; ya no variaría casi nada de ahí en adelante. Se organizaba un encuentro bajo un wigwam entre unos cuantos ministros ingleses del culto y una asamblea de sabios de la tribu. Los ingleses exponían de manera relativamente sucinta los aspectos esenciales de la fe cristiana; el resto del tiempo, que a menudo era la etapa más larga, lo dedicaban a escuchar las reacciones de los indígenas ante esa exposición inicial. Los indios expresaban sus dudas y los cristianos intentaban resolverlas, no siempre sin dificultades, dado el alto grado de desconcierto en que podían llegar a sumirlos ciertas objeciones.34 Los reportes enviados a la Company for the Propagation of the Gospel... conservan las huellas de tales intercambios.35

Aparentemente, esa manera de proceder no tuvo equivalente en la Nueva España. Las crónicas de las órdenes mendicantes que estuvieron a cargo de la misión muestran una relación unidireccional, en la cual un clero docente guía a las multitudes receptivas que permanecen a la escucha. Los actores colectivos eclipsan a los individuos, los actos de adhesión pública relegan a la sombra el debate íntimo y cara a cara de las almas. Sin excluir la posibilidad de que una apolegética poco dada a los matices haya contribuido a disfrazar la realidad, hay que reconocer que ni la proporción demográfica, que ponía a unos cuantos centenares de clérigos en presencia de varios millones de indígenas, ni las prioridades de un clero al que le urgía bautizar, encarrilar y cristianizar a las poblaciones, resultaban propicios a un diálogo a fondo entre el misionero y el neófito. Un solo texto, el "Coloquio de los doce", evoca un diálogo de ese tipo. Ahora bien, se trata de un documento complejo del que a fin de cuentas conocemos apenas un fragmento. Elaborado por Sahagún y sus ayudantes indígenas en los años 1560, se presenta como un reporte del intercambio organizado en 1524 entre los principales responsables de los cultos prehispánicos y los primeros misioneros que acababan de desembarcar. El vínculo entre ese documento tardío y la realidad de los primeros intercambios resulta pues un tanto cuestionable.36

Los españoles de la Nueva España, en cambio, se mostraron mucho más curiosos que los ingleses de las colonias puritanas hacia las culturas colectivas de sus interlocutores y hacia su civilización.37

Todo parece pues apuntar a un mayor interés por parte de los católicos hacia las culturas colectivas, que predominan sobre todo lo demás, mientras que, para los ministros ingleses, prevalece el debate personal cara a cara entre el misionero y el indio. ¿Cómo explicar una diferencia tan patente? Por una parte, se trata probablemente de la impronta dejada por dos sensibilidades religiosas distintas que llegaron a moldear tanto las prácticas de los actores como las percepciones que de ellas tuvieron y su respectiva escritura de la historia. El diálogo a fondo con el neófito indígena constituye en efecto una especie de preludio a la confesión pública que habrá de exigirse al creyente, indio o inglés, que debe tocar a la puerta de la Iglesia, pues sólo se franquea el paso a los "santos". En la Nueva Inglaterra, el creyente avanza siempre paso a paso rumbo a una serie de actos voluntarios que implican ser capaz de poner en entredicho sus certezas y de ejercer la introspección. Es cierto que en el mundo católico, el bautizo es condición necesaria y suficiente para abrir las puertas de la Iglesia; más adelante, ésta apoya activamente a cada uno de sus fieles en las diferentes etapas de su progreso espiritual, dándole acceso al tesoro de las gracias cuya circulación queda bajo el control de la Iglesia. No obstante, esta explicación no vale en todos los casos, ya que en Canadá los jesuitas tuvieron curiosidad por conocer los hábitos y las creencias de los amerindios, siguiendo así el camino de los misioneros en México, pero también se mostraron siempre dispuestos a aceptar el debate en torno a los fundamentos de la fe.38 Por consiguiente, al igual que los misioneros puritanos, enfrentaron en ocasiones a adversarios de mucho cuidado.

¿Cabe entonces invocar las especificidades de las sociedades indígenas? Es probable que resultase relativamente fácil para los europeos ver las culturas del México central como civilizaciones, pues todos los factores concurrían para ello: la agricultura sedentaria, la urbanización, el carácter monumental de varios edificios públicos, etcétera. Con la misma espontaneidad, confundieron las culturas de los cazadores-recolectores y agricultores de roza y quema con un estado salvaje. La famosa tipología establecida por José de Acosta en su De procuranda indorum salute da prueba de ello, y podría justificar el interés más pronunciado de los españoles llegados a México hacia las Antigüedades indígenas.39 Así, los juicios acerca de la idolatría de los indios de la Nueva España, idolatría cultural e históricamente construida, se oponen a los discursos inapelables de los ingleses, que evocan el salvajismo de los autóctonos o bien su ausencia de religión.40 Sin embargo, una vez más, el ejemplo del padre Le Jeune, testigo fiel de los gestos y las creencias de sus anfitriones, los indios montagnais de Canadá, invalida esta interpretación.

Por ende, cabe indagar en otra dirección. Entre la Nueva Inglaterra y México, privan otras diferencias más. Diferencia de época, para empezar, que separa a una misión pretridentina de una misión del siglo XVII, cuando la "confesionalización" se encuentra ya ampliamente consumada, y en la que se ha arraigado el hábito de vigilar muy de cerca la conciencia de los fieles. Diferencia de colonización también: cierre de la frontera en la Nueva España, donde el orden de los vencedores se impone mal que bien; permanencia de una frontera siempre abierta al Norte que, además de implicar la competencia entre el misionero y el chamán, no impide la fuga ni el escabullimiento de los amerindios, y obliga a todos a aducir argumentos para intentar convencer. La Nueva España y la Nueva Inglaterra, según se ve, no se oponen meramente como una frontera de catolicidad y un frente misionero protestante.

 

RESPUESTAS INDÍGENAS

Frontera abierta, frontera cerrada: las formas de la interacción cultural no obedecieron pues sólo a las culturas de unos y otros, que regían su forma de mirar, ni tampoco siquiera a las estrategias aplicadas. Es probable que la configuración de los intercambios establecidos entre los indios y los recién llegados haya dependido también, al menos en parte, de las circunstancias en las que se dio su encuentro, es decir, de un conjunto de factores que nadie controlaba del todo y que no concernían stricto sensu a las políticas misioneras de los europeos. El carácter abierto de la frontera obligaba a los puritanos a convencer a sus interlocutores a conciencia, ya que sólo los muros de una "cárcel interior" podían retenerlos; los españoles, en cambio, disponían de tal cantidad de recursos de intimidación y de coerción física que la adhesión plena y total de los neófitos no resultaba ser tan apremiante.

De hecho, la empresa de Eliot fue efectivamente una apuesta basada en el todo o nada. Brindaba a su interlocutor amerindio una sola alternativa: elegir una conversión al cristianismo, que requería una asimilación total del modelo europeo, o rechazar simple y llanamente la fe de los invasores. Los reglamentos de las praying towns de la Nueva Inglaterra (que constituían una respuesta a las "reducciones" del imperio español) no tenían como único fin lograr que los indios llevasen una vida cristiana: buscaban también y ante todo lograr que los indios se comportasen como individuos "civilizados", según cierto arquetipo basado en el colono inglés. Establecer praying towns entablaba un proceso de "civilización" completo o, en otras palabras, un proceso de anglicización de los amerindios. En los reglamentos de las praying towns se hallaban entremezcladas las prescripciones tendientes a imponer las reglas de la civilidad occidental y otras que remitían más exactamente a la moral cristiana. Se pedía a los indios de los pueblos de misión que se sometiesen a las exigencias del cristianismo pero también que dejasen de embadurnarse con grasa de castor y que renunciasen a sus antiguas técnicas de despioje, por tratarse de dos prácticas que escandalizaban en especial a los ingleses.41

Al aceptar el reglamento de su praying town, los amerindios daban sus primeros pasos por una larga senda que, en algunos casos, podía tener como punto culminante una total asimilación dentro del modelo propuesto por los puritanos. A partir de ese momento, se convertían en miembros de la Iglesia congregacionalista de su pueblo y nada les impedía ser predicadores a su vez.42 Empero, la puerta era estrecha. Así, en 1698, en Natick, la primera de las praying towns fundadas por John Eliot, sólo diez de sus 180 habitantes habían sido acogidos en el seno de la Iglesia.43 Eso sí, los afortunados elegidos despertaban asombro y admiración entre los colonos ingleses, a los que maravillaban tanto por la transformación de su apariencia física como por sus buenos modales.44

Por supuesto, la gran severidad de este tratamiento disuadió a muchos indios de aceptar la religión de los ingleses. Cuando disponían de suficiente autonomía, podían entonces decidir alejarse de esos vecinos tan molestos trasladándose un poco más al oeste. Ya en 1648, John Eliot ponderaba los límites de su manera de proceder y comprobaba que "algunos habían huido muy lejos y organizaban la resistencia contra los ingleses".45 Era un eufemismo: hoy en día, se considera que hacia 1674, es decir, en vísperas de la "Guerra del rey Felipe", tres cuartas partes de los indios con los que habían tenido trato los misioneros habían aprovechado la existencia de amplios espacios en el interior de las tierras para escapar de la presión ejercida por los ingleses.46 Y en el caso de que los que se habían quedado, el mismo Eliot dudaba que ello se debiese a la belleza del mensaje evangélico...

En efecto, la conversión al cristianismo, según la concebían los misioneros puritanos, era una prueba dolorosa: implicaba renunciar por completo al propio pasado para entregarse de lleno a una vida nueva. Se pedía explícitamente a los neófitos indígenas que muriesen como indios para renacer como cristianos, conforme lo establece por lo demás el texto de Pablo: "Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados".47 La conversión era una mortificación espantosa, deliberadamente provocada por el misionero con el fin explícito de obtener la adhesión a la nueva fe.

Las reacciones de los indios conversos, las preguntas que hacían, las visiones llenas de angustia que los asaltaban, los comentarios que consignaban en los márgenes del texto de sus Biblias dan claramente cuenta de ese proceso. Así lo demuestra, por ejemplo, el testimonio de un indio de Yarmouth cuando narra al misionero que estableció contacto con él una visión premonitoria de la llegada de los ingleses: cuenta cómo se le había aparecido un hombre de gran estatura, completamente vestido de negro, que llevaba un objeto desconocido en la mano (posteriormente reconocido como un libro). Flanqueado por dos masas humanas, a saber, una muchedumbre de indios por un lado y un grupo de ingleses por el otro, el hombre de negro estaba muy enojado y anunciaba a los indios una muerte inminente. De hecho, el visionario era uno de los contados sobrevivientes de un grupo cruelmente diezmado por el choque microbiano... 48

Es probable que el carácter radical del programa desarrollado por John Eliot y los misioneros de Massachusetts obedeció a muy diversos factores; empero, su concepción de la fe, la permanencia de una frontera abierta y las grandes diferencias culturales que separaban a los grupos autóctonos semi-nómadas de los agricultores europeos parecen haber desempeñado un papel decisivo.

Cabría esperarse a encontrar una situación diferente en la Nueva España. Ahora bien, no es del todo así. Globalmente, según lo ha subrayado ya una larga tradición historiográfica, los requerimientos que los españoles dirigieron a los indios de México fueron menos brutales y la esperada occidentalización dejó espacio a ciertas concesiones a favor de las antiguas culturas. Robert Ricard en su época, y muchos más después de él, lo han demostrado a cabalidad.49 A fin de cuentas, pero sin que nadie haya quedado encerrado del todo en tal o cual estatus, semejante actitud tuvo como resultado la formación de una Cristiandad india dotada de características propias, sancionada legalmente por la definición de una categoría jurídica particular, la "república de indios", distinta de la "república de españoles".50

No obstante, esa constatación no resulta suficiente. Desde hace varios años ya, ha ido perfilándose una imagen muy distinta de la cristianización de los indios de la Nueva España, haciendo aparecer aspectos antes desconocidos que contribuyen a acercar las experiencias misioneras española e inglesa. Al examinar la correspondencia de los jesuitas —fuente de índole cercana a la de los reportes elaborados por los pastores puritanos—, Serge Gruzinski fue el primero en sacar a la luz el cariz traumático que llegó a cobrar el cristianismo en la Nueva España: las visiones y los sueños de los nuevos cristianos del estado de Michoacán conservan la impronta, en ciertos casos dramática, de las angustias que provocó el abandono de los valores heredados de los antepasados y la adopción de los valores de los vencedores.51 De hecho, aquí también, la prédica misionera implicó condena a los abuelos de los indígenas invitados a convertirse: ¿acaso hubiese podido ser de otra manera? Pero aún hay más: la predicación dio lugar en ocasiones a puestas en escena espectaculares e impactantes, que tenían como fin impresionar los ánimos. La idea consistía en tornar sensibles, palpables, los tormentos infernales. Pensamos aquí en particular en los sermones acerca de los fines postreros realizados por Antonio de Roa.52

En tales condiciones, en la Nueva España también, el cristianismo fue en ocasiones objeto de repudio duradero. Al igual que en la Nueva Inglaterra, el rechazo llegó a desembocar en conflictos abiertos: baste recordar la guerra del Mixtón, las revueltas de la Sierra Tarahumara o la sublevación de los indios pueblo, entre otros. No obstante, según puede verse, esas formas de repudio estuvieron localizadas en los bordes de la Nueva España y fueron protagonizadas principalmente por pueblos nómadas, semi-nómadas o aislados del centro político del virreinato, tal como ocurrió con los indios pueblo. Por lo demás, fueron rebeliones poco frecuentes, mientras que en el corazón mismo de la Nueva España el enfrentamiento brutal resultaba difícilmente posible. En esa zona, la resistencia ante el cristianismo adoptó otras formas: la de proseguir de manera clandestina los antiguos cultos, en sitios alejados de la sede parroquial, y ocultando tales prácticas mediante una adhesión parcial (o fingida) a las nuevas creencias; la de recurrir a la superchería para seguir honrando a un "ídolo" encubierto, enterrado al pie de una imagen cristiana; la de enmascarar a una deidad prehispánica, modificando sus atributos para hacerle adoptar los de un santo; o la de celebrar una fiesta cristiana en la misma fecha que una fiesta anterior.53 A fin de cuentas, todo parece indicar que tales prácticas perduraron durante toda la historia de la misión española, ya que temas como el del ídolo enterrado bajo la cruz reaparecen desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII, en tiempos de las misiones de Antonio Margil de Jesús.54

En este caso, las características propias a cada una de ambas formas de colonización favorecieron las diferencias; empero, hubo también respuestas convergentes. Como consecuencia de la irrupción de la religión cristiana, la multiplicación del bricolage cultural —entendido como reelaboración y reajuste de estructuras a partir de fragmentos preexistentes—, que buscaba reducir la distancia entre las creencias antiguas y la nueva fe, constituyó otro rasgo común a las fronteras de cristianización puritana y española. Por doquier, tanto en la Nueva Inglaterra como en la Nueva España (y seguramente en otros sitios), hubo amerindios que se empeñaron en reunir los pedazos rotos de sus antiguas creencias para reinsertarlos dentro de la cultura colonial.

Así, Thomas Mayhew, el misionero separatista de Martha's Vineyard Island, pudo recopilar un curioso relato de boca de un anciano del archipiélago. En términos muy vagos, es verdad, el informante explicó que los habitantes de aquellas islas habían poseído antaño cierta sabiduría, que sin embargo habían perdido hacía largo tiempo, al fallecer los antiguos guías espirituales. La llegada del misionero inglés les devolvía, según el anciano, aquella sabiduría olvidada.55 En la Nueva España, los informantes del franciscano Sahagún, el autor de la más hermosa de las sumas que se dedicaron por aquel entonces a la civilización mexicana, optaron por un discurso análogo, probablemente inspirado por los mismos móviles. Interrogados acerca del origen de los pueblos de la región, esos interlocutores atribuyeron a los mexicas un origen singular, nunca antes mencionado. Dijeron entonces que los mexicas —y sólo ellos de entre todos los pueblos de la Nueva España— habían llegado por mar y, al igual que los españoles, habían desembarcado en las playas del Golfo de México, guiados por sus sabios. Éstos, añadían, les habían indicado el camino para llegar todos juntos a cierto lugar de localización incierta, donde vivieron una época de dicha; la descripción de ese lugar concuerda significativamente con el paraíso terrenal de los cristianos. Más adelante, los sabios los abandonaron a su suerte, llevándose con ellos al Dios y sus libros sagrados, pero con la promesa de volver al final de los tiempos.

Este relato, que evoca la aglomeración de la Cristiandad en vísperas de la Parusía, se presenta claramente como un espejo tendido con el fin de responder al discurso milenarista de ciertos misioneros franciscanos. En cambio, diverge por completo del mito de origen prehispánico, ampliamente documentado, que hace proceder a los mexicas de Aztlán, un misterioso doble de la ciudad de México-Tenochtitlan, ubicado muy lejos, en las llanuras del Norte del territorio mexicano.56 Los bricolages de este tipo, del cual hemos dado sólo dos ejemplos, parecen haber sido muy frecuentes en la Nueva España. Son más contados en la Nueva Inglaterra, donde el caso de Martha's Vineyard Island pudiera ser una excepción. Sin embargo, es posible formular la hipótesis de que justamente en ese lugar la colonización inglesa asumió una forma más cercana a la de la Nueva España que a la de Massachus-sets. Protegidos por su insularidad, y teniendo la posibilidad de sumar los recursos de un medio marítimo muy rico a los de la agricultura y la caza, los amerindios que habitaban aquellas islas habían resistido mejor el choque microbiano y eran más numerosos que los colonos puritanos. Por otra parte, la intensa actividad marítima de los ingleses condujo a estos últimos a recurrir a la mano de obra indígena, lo cual contribuyó a un acercamiento entre ambas poblaciones. Finalmente, dada la insularidad, no era posible hablar de frontera abierta en este caso. Promiscuidad de ambas poblaciones, proporción demográfica desfavorable a los europeos y cierre de la frontera caracterizan efectivamente tanto a ese margen de la Nueva Inglaterra como a la Nueva España. Y, sin duda, no es fortuito que "bricolages culturales" análogos hayan surgido en esos espacios cerrados regidos por la promiscuidad y, muy pronto, por cierto grado de interdependencia.

Estos cuantos rasgos rápidamente identificados no agotan el tema y, mientras no haya sido realizado un inventario más completo, no permiten aún esbozar una perspectiva global de los contrastes entre ambos tipos de contactos. Por lo demás, un proyecto tan ambicioso no hubiese podido ser llevado a cabo en el espacio del que disponíamos aquí.

No obstante, ciertos elementos merecen ya ser subrayados a estas alturas. El primero de ellos, que es también el más importante, nos conduce a relativizar la importancia que suele conferírsele al contraste entre las sensibilidades católica y protestante. No cabe duda de que, de ambos lados del océano Atlántico, católicos y protestantes divergen considerablemente cuando de apreciar el papel de la gracia en la historia individual y colectiva de la salvación se trata, y hay huellas de ello en sus políticas misioneras.

Tampoco cabe duda de que el estrecho vínculo que la Iglesia católica mantiene con el Estado español le confiere un estatus y un poder que las Iglesias congregacionalistas de la Nueva Inglaterra distan de tener: por ende, ante la amplitud de sus respectivas tareas misioneras, no disponen de los mismos recursos. Dos teologías y dos eclesiologías distintas convergen para conformar dos enfoques misioneros sensiblemente diferentes. Ello no impide a católicos y protestantes, herederos de un mismo libro y de una misma historia, echar mano de referencias comunes cuando de pensar lo desconocido se trata. De allí que en todo momento quepa la posibilidad de recurrir a las mismas respuestas ante los retos de la misión.

Paulatinamente, hemos podido comprobar cómo, más allá de las apreciaciones de unos y de otros, las formas del contacto desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo de las dinámicas culturales que fueron dándose en aquellas zonas donde coincidían los europeos y los amerindios. De manera provisional, quizá, parece posible concluir que las concesiones culturales hechas por unos y otros fueron más fáciles de lograr cuando una estrecha cohabitación imponía a los diferentes interlocutores una relativa promiscuidad. De modo inverso, en México y en los márgenes de la Nueva Inglaterra, cuando los europeos no estuvieron en condiciones de ejercer una coacción material suficientemente fuerte sobre los autóctonos, el control de las conciencias representaba para ellos la única alternativa posible.

 

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38) Alfredo López Austin, Tamoanchan y Tlalocan, México, FCE, 1994.         [ Links ]

 

Notas

* Este ensayo es el resultado de una investigación original e inédita.

1 La historia comparada de las expansiones británica y española ha dado lugar a muy contados trabajos. El lector interesado por una síntesis reciente consultará con provecho: John H. Elliott, Empires of the Atlantic World. Britain and Spain in America (1492-1830), New Haven/ Londres, Yale University Press, 2006.

2 De entre los muy numerosos y en ocasiones prolíficos trabajos existentes, citemos aquí algunos estudios representativos de las diferentes tendencias. Al Norte: Francis Jennings, The Invasion of America, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1975; James Axtell, The Invasion Within: the Contest of Cultures in Colonial North America, Nueva York/Londres, Oxford University Press, 1985; James Ronda, "Generations of Faith: the Christian Misions of Martha's Vineyard", en William and Mary Quarterly, 1980, núm. 38, pp. 369-194; James Merrell, The Indians New World: Catawbas and their Neighbors from European Contact through the Era of Renoval, Chapel Hill/Londres, University of North Carolina Press, 1989; Richard White, The Middle Ground. Indians, Empires and Republics in the Great Lakes Region (1650-1815), Cambridge/Nueva York, Cambridge University Press, 1991. Sobre México: Miguel León Portilla (muchos títulos), J. J. Klor de Alba et al, The Work of Bernardino de Sahagún, Albany/Nueva York, The University at Albany/State University of New York, 1988; Serge Gruzinski, Les hommes-dieux du Mexique. Pouvoir indien et société coloniale (16e-18e siècles), París, eac, 1985; Louise Burkhart, The Slippery Earth. Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth Century Mexico, Tucson, University of Arizona Press, 1989.

3 La región del México central en su conjunto tenía entre 13 y 25 millones de habitantes en el momento del contacto con los españoles; la cifra más alta ha sido propuesta por la escuela de Berkeley.

4 Henry W. Bowden y James P. Ronda (eds.) John's Eliot dialogues. A study in cultural interaction, Westport/Londres, Greenwood Press, 1980, p. 22.

5 Los grupos más importantes, que fueron los primeros en verse concernidos por la misión, son los indios wampanoags y los massachusetts. Cada uno de ellos puede haber estado representado por cerca de veinte mil individuos.

6 Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México de la orden de predicadores., Bruselas, Meerbeque, 1625, pp. 93-96 y 99-103; Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, México, Porrúa, 1982, p. 707.

7 To rib io Motolinia, Memoriales e historia de los Indios de la Nueva España, Madrid, Atlas, 1970, p. 9.

8 Véase William Bradford, Histoire de la colonie de Plymouth. Chroniques du Nouveau Monde (1620-1647), Ginebra, Labor y Fides, 2004, p. 79. Véase en español la selección bilingüe bajo el título De la plantación de Plymouth (León, Universidad de León, 1994)

9 Ibid., p. 24, nota 11 y p. 79, nota 11.

10 Edward Johnson, Wonder-working providence of Sions saviour in New England (1628-1651), Nueva York, Scribner, 1910, pp. 23-43.

11 "by what names they are distinguish... First those of the English giving: as natives, salvages, Indians, wild-men..., abergeny men,pagans, barbarians, heathen". El mismo autor subraya cómo, al ser interrogados acerca de la denominación de su preferencia, los indios optaban por "Indians". Roger Williams, A key into the language of America, Londres, G. Dexter, 1643, "To the reader", s. n.

12 Ibid., passim.

13 Ibid., s. n.

14 John Eliot, "The day-breaking, if not the sun-rising of the gospel with the Indians in New England, London, R. Cotes, 1647", en Collection of Massachusetts Historical Society (de ahora en adelante, cmhs), Boston, 1834, III-4, pp. 14-5.

15 "Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo", Mateo, 28:19; "Ellos [los discípulos] fueron a predicar por todas partes", Marcos, 16:20; "en su Nombre debía predicarse a todas las naciones", Lucas, 24:47. Véase la clara disquisición de Jacques Lafaye en Quetzalcóatl y Guadalupe, la formación de la conciencia nacional en México, México, FCE, 1977, pp. 257-65.

16 De allí que Sahagún reinterpretase como un remoto vestigio de la confesión cristiana un ritual prehispánico que él mismo había descrito minuciosamente años antes. Sahagún, Historia general de las..., op. cit., p. 709.

17 Se trata de un autor importante, ya que es el heredero intelectual de la primera misión franciscana de México, una de las más activas en el terreno. Al mismo tiempo, su proceder muestra que milenarismo y rechazo de la tesis de la evangelización primitiva no siempre se hallan tan estrechamente ligados como ha llegado a escribirse. A este respecto, véase Lafaye, Quetzalcóatly Guadalupe..., op. cit., pp. 90-8.

18 Thomas Shepard, "The cleare sunshine of the gospel breaking forth upon the Indians in New England...", Londres, 1648, en CMHS, III-4, p. 44.

19 Williams, A key into the..., op. cit., s. n.

20 Pensamos aquí en Cotton Mather, por supuesto, aunque no es el portavoz de los medios misioneros de la Nueva Inglaterra y escribe en el turbio contexto político y religioso de la Inglaterra de la Revolución Gloriosa. Cotton Mather, Magnalia Christi Americana..., Nueva York, Russell and Russell, 1967, vol. 1, libro 1.

21 Thomas Morton, New English Canaan or New Canaan, Amsterdam, J. F. Stam, 1637, pp. 49-52.

22 Ibid., p. 17. Esta visión de los indios se opone a la de los puritanos, quienes los ven como seres salvajes con el fin de apuntalar su derecho a dominar aquellas tierras. Por ende, menoscaba la justificación teológica del movimiento de colonización, basada en su propia elección.

23 Esta tesis también circula en México. Véase, del cronista franciscano Juan de Torquemada, Monarquía indiana, México, Porrúa, 1975, vol. I, p. 36.

24 Ibid., p. 50.

25 Robert Ricard, La "conquête spirituelle" du Mexique, París, Institut d'Ethnologie, 1933, pp. 345-52.

26 John Eliot, "The day-breaking..." en CMHS, III-4, pp. 3-8.

27 Esta Biblia, la primera de todas las Biblias impresas en América, fue objeto de una reedición relativamente rápida, una vez más en dos tiempos, en 1680 y 1685, siempre en Cambridge.

28 Pierre-Marie Gy, La liturgie dans l'histoire, París, Le Cerf, 1990, p. 72. Véase el texto original de la carta dirigida por Gregorio a Melito en Patrologia latina, A. Migne (ed.), vol. 77, col. 1215-1216.

29 A este respecto, véase Serge Gruzinski, "Le passeur susceptible. Approches ethnohistoriques de la conquête spirituelle du Mexique" en Mélanges de la Casa de Velázquez, París, De Boccard, 1976, t. 12, pp. 195-217, y Pierre Ragon, Les saints et les images du Mexique, París, L'Harmattan, 2003, pp. 152 sq.

30 "En otras lenguas y con otros labios hablaré a este pueblo; y ni aun así me oirán, dice el Señor. Así que, las lenguas son por señal, no a los creyentes, sino a los incrédulos." 1 Cor. 14: 21-22.

31 John Eliot, "The day-breaking...", en CMHS, III-4, p. 16.

32 Thomas Shepard, "The cleare sunshine of the Gospel...", en CMHS, III-4, p. 56.

33 Acerca de esta experiencia y de la configuración histórica y geográfica particular que la determina, véase James P. Ronda, "Generations of faith: the christian Indians of Martha's Vienyard", op. cit., pp. 369-74.

34 Thomas Shepard, "The cleare sunshine of the Gospel...", en CMHS, III-4, pp. 43-44

35 Edward Winslow (ed.), "The glorious progress of the Gospel...", en CMHS, III-4, pp. 84-86.

36 Véase Bernardino de Sahagún, Coloquios y doctrina cristiana, Miguel León Portilla (ed.), México, UNAM, 1986, passim.

37 Acerca de esta dimensión de la misión mexicana, véase Ricard, La "conquête espiritualle" du..., op. cit., pp. 54-79.

38 Paul Le Jeune, "Relation de ce qui s'est passé en Nouvelle-France en l'année 1634", en Monumenta Novae Franciae/Roma/ Quebec, Institutum Historicum Societatis Iesu-PUL, 1979, vol. 2, pp. 538-740.

39 José de Acosta clasificó en una escala, en orden creciente, a los pueblos nómadas, a las civilizaciones de los agricultores sedentarios de América y a las grandes civilizaciones de Extremo Oriente. Véase José de Acosta, De procuranda indorum salute, Madrid, CSIC, vol. 1, 1984, pp. 59-71.

40 Williams, A key into the..., op. cit., s. n. y Morton, New English Canaan or..., op. cit., pp. 27-8.

41 La grasa de castor protegía contra el frío. La indumentaria occidental constituye por supuesto una alternativa a su uso.

42 Thomas Eliot, "An account of indian churches in New England", en CMHS, I-10, 1809, p. 125. Se sabe de 24 pastores indígenas: John's Eliot indian dialogues, op. cit., p. 52.

43 Sin embargo, esta situación no es en absoluto extraordinaria. Los puritanos de la Nueva Inglaterra aplicaban para sí mismos reglas sumamente restrictivas. Véase "Account of an Indian visitation a. d. 1698 copied for Dr. Stiles by rev. Mr. Hawley, misiónary at Marshpee", en CMHS, I-10, 1809, p. 134.

44 En Neal Salisbury, "Red puritans: the 'praying Indians' of Massachusetts bay and John Eliot", en The William and Mary Quarterly, 1974, núm. 31, p. 34.

45 John Eliot, "The cleare sunshine of the Gospel...", en CMHS, III-4, pp. 50-51.

46 Harold W. van Lonkhuysen, "A reappraisal of the praying indians: acculturation, conversion and identity at Natick, Massachusetts, 1646-1730", en New England encounters. Indians and Euroamericans, c. 1600-1850, Alden T. Vaug-han (ed.), Boston, Northeastern University Press, 1999, p. 206.

47 Epístola a los Efesios, 2: 1 citada por John Eliot, "The cleare sunshine of the Gospel...", en CMHS, III-4, p. 45, que también cita a Ezequiel, 37: 9-10. Véase ibid., p. 62.

48 Ibid., p. 44. Ives Goddard y Kathleen Bragdon publicaron una colección de textos y notas redactados en idioma massachusett, entre ellos varias notas al margen halladas en Biblias también en massachusett: las fórmulas de auto-humillación y de auto-depreciación son las más comunes. Véase Ives Goddard y Kathleen Bragdon, Natives writings in Massachusett, Filadelfia, The American Philosophical Society, 1988, pp. 423, 439, 463.

49 Ricard, La "conquête espiritualle"du..., op. cit., pp. 221-26; para perspectivas más recientes que permiten reabrir el debate, véase Solange Alberro, Les Espagnols du Mexique colonial: histoire d'une acculturation, París, Éditions de I'EHESS, 1992 o, de la misma autora, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla (México, siglos XVI-XVII), México, FCE, 1999.

50 Juan Solórzano Pereyra, Política indiana, Madrid, Fundación J. A. de Castro, 1996, libro 2, cap. 6, nota 1.

51 Serge Gruzinski, "Délires et visions chez les Indiens du Mexique", en Mélanges de l'École Française de Rome (Série Moderne), 1974, LXXXVI-2, pp. 445-80.

52 Juan de Grijalva, Crónica de la orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España, México, Porrúa, 1985, pp. 221-24 y Archivo General de la Nación (México), Inquisición 133, exp. 23.

53 Aunque estas prácticas suelen ser evocadas con frecuencia, resulta difícil verificar si son realidad. Por ende, la extensión del fenómeno sigue estando sujeta a debate. Véanse ejemplos de ello en Alberro, El águila y la cruz, op. cit., pp. 52-66.

54 Dávila Padilla, Historia de la fundación..., op. cit., p. 636 y Pedro Cortés y Larraz, Descripción geográfico-moral de la diócesis de Goathemala hecha por su arzobispo, Guatemala, Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala, 1958, vol. 2, pp. 252-3.

55 Carta de Thomas Mayhew en Edward Winslow (ed.), "The glorious progress of the Gospel amongst the Indians in New England", en CMHS, III-4, p. 78.

56 Véanse Sahagún, Historia general de las..., op. cit, pp. 610-11, y el luminoso análisis de Alfredo López Austin, Tamoanchan y Tlalocan, México, FCE, 1994, pp. 46-71.

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