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Isonomía

versión impresa ISSN 1405-0218

Isonomía  no.15 México oct. 2001

 

Derechos humanos

Sobre los derechos lingüísticos

Eerik Lagerpetz* 

Traducción:

José María Lujambio**

*Universidad de Jyväskylä, Finlandia.


La peculiaridad de la(s) lengua(s)

La lengua desempeña un papel prominente en casi todas las corrientes de la filosofía moderna. Por lo tanto, es sorprendente que los filósofos hayan prestado tan poca atención al hecho de que no nos comunicamos en una Lengua, sino en miles de lenguas diferentes.1 Las diferencias lingüísticas determinan la política mundial así como nuestras vidas cotidianas. Para los filósofos, la capacidad de hablar es algo que unifica al género humano y lo distingue del resto de la naturaleza viviente. Desde luego, esto es cierto. De cualquier forma, la pluralidad de lenguas también parece ser una parte esencial de la condición humana −no hay una razón a priori para tratarla como sólo un hecho accidental−.

En la filosofía social y política, las diferencias lingüísticas son discutidas usualmente bajo el encabezado general de "diferencias culturales"; en consecuencia, el supuesto derecho de usar la propia lengua es agrupado usualmente junto con los así llamados derechos culturales. En este capítulo, quiero expresar ciertas dudas acerca de esta clasificación.

La lengua es un fenómeno cultural en el sentido trivial de que es aprendida en lugar de ser heredada genéticamente. Sin embargo, mucha gente piensa que la lengua es un asunto cultural en un sentido mucho más profundo. Los románticos, los nacionalistas y algunos de los comunitaristas modernos ven como fundamental y constitutiva a la conexión entre una lengua en particular y una cultura en particular. Según F.H. Bradley, "la lengua que hace suya [un niño] es la lengua de su país; es (o debería ser) la misma que otros hablan y que lleva hacia su mente las ideas y sentimientos de la raza... y las graba indeleblemente" (Bradley, 1876/1951, p. 109). Por lo tanto, una oportunidad de usar la propia lengua materna es una condición previa necesaria para la preservación y el desarrollo de la propia cultura; y dado que los seres humanos están vinculados esencialmente a sus culturas particulares, la oportunidad de usar su propia lengua es de fundamental importancia para ellos. Según von Humboldt, "absolutamente nada es tan importante para la cultura de una nación como su lengua". Para muchos teóricos, el uso de la propia lengua no es sólo una cuestión de derecho sino también una cuestión de deber. Herder advierte que al abandonar su lengua, "un Volk destruye su 'personalidad', porque el lenguaje y la conciencia nacional a la que da pie están inseparablemente unidos"2.

Ahora bien, creo que estas perspectivas bien pueden contener verdades importantes; en cualquier caso, no las voy a objetar aquí. En lugar de ello, argumentaré que las diferencias lingüísticas tienen un significado social y político que es independiente de la perspectiva romántica-nacionalista de la lengua. Habré de defender cuatro tesis. Primera, las diferencias lingüísticas generan reclamos morales que pueden ser formulados como derechos. Segunda, estos derechos pueden ser justificados al referirse al valor práctico del lenguaje y a consideraciones distributivas. Tercera, no son "derechos colectivos" −al menos no en el sentido usual del término−. Cuarta, el requerimiento de respetar las diferencias lingüísticas −a diferencia del requerimiento de respetar diferentes religiones, por ejemplo− puede plantear un problema para el principio liberal de la neutralidad del Estado.

El valor práctico de la lengua

Permítasenos empezar con un tratamiento práctico y no sentimental del papel de la lengua. ¿Cómo está conectada con mis intereses la oportunidad de usar mi propia lengua en particular? ¿Cómo determina mi ambiente lingüístico a mis oportunidades?

Primero, la oportunidad de usar mi lengua materna, o cualquier otra lengua que domine, es esencial para mi vida cotidiana. Ésta me vuelve capaz de comunicarme con mis vecinos, colegas y compañeros. Si no puedo hablar la lengua hablada por la gente que vive cerca de mí, o si la hablo muy imperfectamente, mi vida está destinada a ser difícil. Segundo, tengo que dominar la lengua usada en las administraciones, tanto públicas como privadas, que controlan la región en la que vivo. Sin conocer la lengua no puedo ni conocer mis deberes ni hacer valer mis derechos. Tercero, muchas funciones y profesiones están abiertas para mí sólo si tengo un dominio perfecto, o prácticamente perfecto, de la lengua local. Sin ese conocimiento, se me escaparán muchas oportunidades. Cuarto, puedo participar en actividades culturales, leer y escribir, escuchar y hablar, divertirme y educarme, sólo si conozco suficientemente bien la lengua usada en mi sociedad. Por último en orden aunque no en importancia, puedo ser un miembro pleno de la polis democrática sólo si puedo participar en la discusión democrática.

Estos aspectos de la lengua son tan evidentes que tendemos a olvidarlos; nos volvemos conscientes de ellos sólo cuando visitamos otros países. Vemos que una condición previa esencial de la total autodeterminación individual, así como de la ciudadanía plena, es la capacidad de hablar la lengua −o una de las principales lenguas− de la sociedad en la que uno vive. Ya sea que hablemos de elecciones, intereses, bienes o fines, la capacidad de comunicarse con terceros es de suprema importancia. Luego entonces, la elección de una(s) lengua(s) oficial(es) es una decisión importante. Prima facie es un asunto de derechos, no sólo de conveniencia. Aquí habré de defender una perspectiva según la cual las personas tienen un derecho prima facie de usar su propia lengua.

La elección de una lengua oficial3 como una decisión distributiva

El derecho de usar la propia lengua tiene tres propiedades que lo distinguen, digamos, del derecho de practicar la propia religión. Primera, requiere de la asistencia activa de terceros. Segunda, el Estado tiene que hacer una elección: tiene que reconocer alguna(s) lengua(s), y no otra(s), como lengua(s) oficial(es). Tercera, esta decisión inevitablemente afecta la distribución de cargas y beneficios entre los ciudadanos.

¿Cuál es el contenido del derecho de usar la propia lengua? El requerimiento mínimo, por supuesto, es que las personas estén jurídicamente facultadas para hablar su propia lengua. incluso ese derecho no está garantizado en todas partes: hay lugares en el mundo en donde la gente puede ser amenazada o castigada simplemente por hablar cierta lengua. Pero el derecho de usar la propia lengua requiere más que eso. implica el derecho de ser entendido −no universalmente, desde luego−, pero sí en contextos que nos son importantes como ciudadanos, como miembros plenos de una comunidad política. Básicamente, éste es un derecho a las cosas ya mencionadas; un derecho a usar la propia lengua en los asuntos cotidianos, en la vida de los negocios, en los tribunales y las administraciones, en la cultura y en la política. A diferencia de, digamos, la libertad de expresión, el derecho de usar la propia lengua requiere de la asistencia activa de terceros. Su deber correlativo es el deber del Estado y de las organizaciones públicos de usar la lengua. Debe haber suficientes servidores públicos que conozcan la lengua, los documentos oficiales deben estar disponibles en esa lengua, etc. Del deber del Estado de usar la lengua oficialmente se sigue un deber adicional del Estado, el de proveer educación suficiente en esa lengua para asegurar que pueda ser usada efectivamente. El derecho en cuestión no es sólo un derecho de las minorías. Históricamente, tanto las mayorías como las minorías han tenido que pelear por él. En las épocas de los grandes imperios, la mayoría de la gente era gobernada a través de lenguas distintas a las propias. De cualquier forma, los derechos de las mayorías lingüísticas ahora están asegurados sólidamente en la mayoría de los países del mundo.

Comparemos mi derecho a usar mi propia lengua con mi derecho a practicar mi propia religión o a seguir mis propias tradiciones. Los últimos dos derechos pueden serme más importantes personalmente. La lengua puede desempeñar un papel puramente práctico en mi vida cotidiana, mientras que la religión o la tradición pueden ser esenciales para mi concepción del bien o de la vida ideal. Pero, desde luego, si quiero puedo cambiar mi religión o rechazar mi tradición; puede ser difícil, pero puedo hacerlo felizmente y sin sufrir ninguna crisis personal. Al hacer esto, no necesito convertirme a otra religión o aprender un nuevo credo. En contraste, aprender una nueva lengua puede ser un asunto puramente instrumental y pragmático; pero siempre e invariablemente, es un asunto costoso. Algunas personas son lingüísticamente talentosas y pueden aprender varias lenguas fácilmente; la mayoría de las personas son capaces de aprender por lo menos una lengua extranjera. No obstante, aprender una lengua suficientemente bien es una tarea bastante onerosa, casi como aprender un nuevo oficio o profesión.

Por lo tanto, la elección de lenguas oficiales es siempre una decisión distributiva. En Finlandia, por ejemplo, la gente tiene derecho a usar tanto el sueco como el finlandés en todos los contextos oficiales.4 También tienen el derecho de recibir educación en sueco. Además, todos los servidores públicos tienen que aprender sueco, todos los documentos oficiales son impresos en sueco, y el Estado subsidia las escuelas, universidades y actividades culturales suecas. La población hablante de finlandés está forzada a contribuir con esto de dos maneras: como contribuyentes, sufren una pérdida neta, y como pupilos y estudiantes, están obligados a aprender otra lengua.

Supongamos que hiciéramos del finlandés la única lengua oficial. Las consecuencias de esta decisión también serían redistributivas. Porque entonces, la población sueca sería forzada a aprender finlandés para conducirse en sus asuntos cotidianos, incluso sin coacción formal alguna; como contribuyentes, tendrían que contribuir al mantenimiento de las instituciones culturales de los hablantes de finlandés.

¿Habría alguna solución equitativa? Supongamos que la cantidad de apoyo dado a la población hablante de sueco fuera proporcional a su número o a la cantidad de impuestos que paga. ¿Cuáles serían las consecuencias prácticas? Dado que la población sueca es tan pequeña, no podría financiar sus propios servicios sin redistribución. ¿Esto significaría que se recibirían menos servicios públicos, o peores servicios públicos en sueco? Hay menos programas televisivos en sueco que en finlandés. Pero, ¿cuál sería una solución correspondiente en el derecho o en la educación? El punto fundamental es que aunque el derecho a usar la propia lengua puede hacerse valer más o menos perfectamente, hay "obstáculos" cualitativos en su realización. La oportunidad de usar la propia lengua es un bien colectivo. Como muchos otros bienes colectivos, no puede ser producido eficientemente a ningún nivel elegido.

Al afirmar que la elección de una lengua oficial es siempre una decisión distributiva, también quiero decir que no hay una solución de mercado. El Estado no necesita mantener escuelas o actividades culturales en absoluto; pero incluso un Estado minimalista tiene por lo menos sus tribunales, fuerzas policiacas, un ejército, y unos poderes ejecutivo y legislativo. Todas estas actividades presuponen la existencia de alguna(s) lengua(s) compartida(s); así, incluso un Estado mínimo está destinado a reconocer alguna lengua como la lengua oficial que podrá ser usada en esos contextos oficiales. A fortiori, esto es cierto para un Estado que apoya la educación y las actividades culturales (como creo que debe hacerlo cualquier Estado decente). De manera más general, las diferencias lingüísticas, en contraste con las diferencias religiosas, no pueden ser arregladas simplemente dejando solas a las personas, dejando que arreglen la cuestión entre ellas. Notemos que esto no es sólo un ejemplo de la típica crítica comunitarista de las soluciones liberales de mercado. Los comunitaristas alegan que las soluciones de mercado no son realmente neutrales en relación con las diferencias culturales. Si un grupo indígena que vive de la caza y la pesca es abandonado a merced de las fuerzas del mercado, rápidamente las presiones del mercado pueden borrar su identidad cultural. Puede ser forzado a mudarse a poblados y a asimilarse a la población mayoritaria. Por lo tanto, según los comunitaristas, el Estado debe adoptar una política no-neutral apoyando y privilegiando al grupo. Ahora bien, lo mismo puede aplicarse para los grupos lingüísticos minoritarios: sin subsidios públicos, sus periódicos, escuelas e instituciones culturales pueden no tener ninguna oportunidad de permanecer en el mercado. Pero hay un problema adicional: el Estado tiene que elegir una o varias lenguas oficiales (Spinner, 1994, p. 145-9).

De esta forma, el trato diferencial a distintos grupos lingüísticos es un problema incluso en el Estado mínimo. Sin embargo, en un Estado democrático es un problema en un sentido más obvio. Por "democracia" la mayoría de la gente entiende algo más que sólo el derecho formal a votar en las elecciones. Creen que en una democracia, la participación en la discusión democrática es tan esencial como el voto.5 Pero, para participar en una discusión, uno tiene que dominar la lengua de los otros participantes. Las cuestiones lingüísticas deberían ser centrales para todos los teóricos interesados en el incremento de la participación y la extensión de la democracia.

La crítica de la perspectiva instrumentalista

Precisamente porque la lengua no sólo tiene un papel expresivo y constitutivo, sino también un papel práctico e instrumental, el derecho a usarla es más que uno de los derechos culturales. incluso aquéllos que rechazan completamente la idea de los "derechos culturales" pueden aceptar los derechos de las minorías lingüísticas. Aquéllos con inclinaciones kantianas pueden afirmar que el hecho de que hablemos, y que hablemos una lengua en particular, es un aspecto esencial de nuestra personalidad, o calidad de agentes morales. Los teóricos que prefieren una teoría más consecuencialista pueden fundamentar el derecho en los intereses de los individuos, mientras que los defensores de una teoría perfeccionista pueden verlo como parte de las condiciones previas necesarias para desarrollar una personalidad plena. Como las libertades clásicas o los derechos sociales básicos tales como el derecho a la educación, los derechos lingüísticos son compatibles con diferentes puntos de vista.

Este tipo de justificación instrumentalista no es una novedad; por ejemplo, Will Kymlicka (1989) defiende los derechos culturales con argumentos instrumentalistas. Él ve a las culturas como condiciones previas necesarias para la elección autónoma así como para el bienestar individual. Según Jeremy Waldron, esta justificación depende de una imagen falsa del papel de la cultura:

Necesitamos significados culturales, pero no necesitamos marcos culturales homogéneos. Necesitamos entender nuestras elecciones en los contextos en los que tienen sentido, pero no necesitamos ningún contexto único para estructurar todas nuestras elecciones (Waldron, 1996, p. 108).

Para Waldron, el material cultural simplemente está a la mano, y un "individuo cosmopolita", el auténtico habitante del mundo (pos)moderno, es libre de recoger y elegir aquellos materiales que le acomoden y usarlos como los ladrillos para construir su propia personalidad.

En relación con la lengua y los derechos lingüísticos, la crítica de Waldron es claramente irrelevante. Podemos usar diferentes lenguajes en diferentes contextos, y recoger expresiones individuales de aquí y de allá, pero el uso efectivo de una lengua presupone la existencia de una comunidad relativamente grande y estable (un "contexto único"). Nuestros curricula pueden volverse tan "multiculturales" como queramos, pero en la educación lingüística nuestro objetivo es que las personas aprendan a dominar un número limitado de lenguas lo mejor posible. Si los teóricos como Bradley están en lo correcto, una lengua común es también un contexto que "estructura nuestras elecciones". Pero en cualquier caso, su existencia es un bien social para sus usuarios, en un sentido más concreto que la existencia de (digamos) hábitos comunes o estándares estéticos. Por esta precisa razón, es directamente instrumental para la elección individual. Como un sistema de transportes, una moneda común o una red telefónica, una lengua común es instrumental en el sentido de que su naturaleza socialmente compartida nos permite usarla para innumerables propósitos individuales.6

¿Esta explicación instrumental provee una justificación suficiente para los derechos lingüísticos de las minorías? En su extremadamente interesante tratado, Denise G. Réaume (1997, p. 1) afirma que "cualquier explicación del valor de la cultura que trata [a las prácticas culturales] como meramente instrumentales para otros fines extrínsecos, sólo puede proveer un fundamento muy inseguro para las protecciones culturales". El argumento instrumentalista de los derechos lingüísticos está basado en los supuestos costos morales de la asimilación forzada. Según Réaume, si hubiera una vía relativamente poco costosa y no dolorosa para integrar en las mayorías a las minorías culturales, una justificación instrumental no proveería argumento alguno en contra de la aplicación de semejante programa.

Para Réaume, la razón fundamental para la protección de las lenguas de las minorías es su valor intrínseco. Sin embargo, por "valor intrínseco" podemos entender muchas cosas. Lo que Réaume está defendiendo se encuentra cerca del alegato romántico-nacionalista:

Cada lengua es, en sí misma, una manifestación de la creatividad humana que tiene un valor independiente para sus usuarios. A pesar de que pueda expresar ideas, conceptos, mitos, tradiciones, que tienen equivalentes aproximados en otras lenguas, es una forma única de expresión y es valiosa como tal (Réaume, 1997, p. 5).

De cualquier forma, lo que ella enfatiza es que los propios hablantes de una lengua en particular la ven como intrínsecamente valiosa:

La mayoría de la gente valora a su lengua no sólo instrumentalmente, como una herramienta, sino también intrínsecamente como una herencia cultural y como una señal de identidad del participante en el modo de vida que representa. (...) Su lengua es un depósito de tradiciones y de realizaciones culturales de su comunidad, así como un tipo de realización cultural ella misma. Es un vehículo a través del cual una comunidad crea un modo de vida para ella misma y está ligado intrínsecamente con ese modo de vida. (...) La forma particular que asume para un grupo particular de gente asume un valor intrínseco para el grupo porque es su creación. (...) El uso de la lengua por un miembro individual es al mismo tiempo una participación en esa realización y una expresión de su pertenencia a la comunidad que la ha producido. Dado que esta participación tiene un valor intrínseco, los miembros de una comunidad lingüística se identifican con esa lengua −sienten orgullo por su uso y por las realizaciones culturales que representa y que hace posibles− (ibid., p. 6).

Esto amerita algunos comentarios. Es cierto que las prácticas culturales generalmente tienen otro valor que el instrumental. En un sentido, esto es trivial. La poesía y la pintura, la música y la danza, los rituales y las ceremonias son, paradigmáticamente, asuntos culturales. También son ejemplos paradigmáticos de las cosas que poseen valor intrínseco. Pero frecuentemente no pueden, y no necesitan, ser protegidas por medios jurídicos (aparte de las libertades generales de asociación, expresión y religión).7 No debemos destruir intencionalmente cosas intrínsecamente valiosas o impedir actividades intrínsecamente valiosas, pero no tenemos ningún deber específico de proteger o promover activamente a todas ellas. El Estado puede tener un deber general de apoyar algunas actividades intrínsecamente valiosas, pero de esto no se sigue que tenga que apoyar a todas las actividades intrínsecamente valiosas. Los mismos comentarios se aplican, mutatis mutandis, a la perspectiva de Charles Taylor expresada en su artículo "Irreducible Social Goods" (Taylor, 1995, p. 127-145). Según Taylor, la cultura no puede ser tratada como un bien público en un sentido ordinario porque, a diferencia de una presa o de un ejército, no es una condición causal previa de la capacidad de elegir medidas que incrementen el bienestar individual. En lugar de ello, la cultura hace inteligibles a nuestras elecciones. Por lo tanto, "la idea que la cultura es valiosa sólo instrumentalmente... radica en una confusión" (Taylor, 1995, p. 137; énfasis mío). Estoy de acuerdo. Algunas cosas deben ser valiosas, no como medios para algún fin ulterior, sino como fines. La cultura se trata de esos fines. Pero como Réaume, y a diferencia de Taylor en el artículo citado arriba, aquí estoy interesado en los derechos principalmente. Una lengua puede tener un valor intrínseco, y al mismo tiempo ser verdad que merezca un tratamiento especial y que pueda ser un objeto de derechos precisamente por tener algunas propiedades únicas que están relacionadas con su papel más mundano como medio de comunicación cotidiana.

Supongamos que una lengua merece protección especial porque tiene un valor intrínseco. ¿Este énfasis en los valores intrínsecos provee un fundamento más sólido para la protección que una justificación que enfatiza los valores instrumentales, como pretende Réaume? Como hemos visto, por "valor intrínseco" ella entiende el valor no-instrumental que una lengua tiene para sus propios hablantes. En realidad tiene valor intrínseco porque la gente la ve como intrínsecamente valiosa, y no al revés. Supongamos que pudiéramos implementar el programa de apoyo de Réaume de "una transferencia suave, gradual, de gente de una cultura a otra" (lo cual, como ella reconoce, bien podría ser una posibilidad utópica), de forma que los futuros miembros de una minoría lingüística dominaran la lengua de la mayoría perfectamente y no estuvieran desventajados instrumentalmente. Pero entonces, presumiblemente, también serían capaces de compartir cualesquiera bienes intrínsecos relacionados con su nueva lengua. Serían capaces de "participar en formas comunitarias de creatividad humana" con su nueva lengua, la cual sería "su creación" −suya porque ahora serían miembros plenos de otra comunidad lingüística−. Tendrían una razón para sentir orgullo por el uso de su nueva lengua y por las realizaciones culturales que hace posible. Dado que todas las lenguas son idénticos depósitos de valores intrínsecos, habrían perdido algo, pero también habrían ganado algo. Por supuesto, esto es lo que pasa con innumerables hijos y nietos de padres inmigrantes alrededor de todo el mundo. No podemos afirmar que sus descendientes serán víctimas morales por siempre jamás. El cambio lingüístico, como tal, no puede ser concebido como un mal moral.

Hay otra manera de ver a los "valores intrínsecos", y ésa es la respaldada típicamente por los románticos-nacionalistas. Réaume considera a las lenguas como valiosas en sí mismas porque la gente tiende a verlas como tales. Si no consideran a su lengua como intrínsecamente valiosa, o si la consideran como no muy valiosa, un cambio lingüístico no presenta un problema. No existe, en su explicación, ningún deber de encontrarse en una relación particular con la propia lengua materna. La perspectiva de los románticos-nacionalistas es diferente. En el artículo arriba mencionado, Taylor señala que los nacionalistas (v. gr. los nacionalistas lingüísticos de Quebec) no piensan que el valor de una cultura nacional sea contingente según su popularidad. "Ellos piensan que esos son bienes los reconozcamos o no, bienes que tenemos que reconocer" (Taylor, 1995, p. 142). Taylor no nos dice si está de acuerdo o no con el alegato de los nacionalistas, pero ciertamente el alegato que atribuye a los nacionalistas es más fuerte que el sustentado por Réaume. Ya sea que vean a algunas lenguas (usualmente, por lo menos, la suya propia) como "objetivamente" más valiosa que otras o, más tolerantemente, valoren la pluralidad lingüística como tal. En ambos casos, si alguna lengua es extinguida del mundo, el mundo podría sufrir una pérdida neta independiente de las valoraciones subjetivas de las personas. En el último caso, esta perspectiva puede ser comparada con la manera en la que un ético ambientalista ve la extinción de una especie en peligro8: las especies en peligro tienen que ser protegidas, no porque las veamos como valiosas sino porque son valiosas. Esta perspectiva parece imponer deberes particularmente fuertes a los hablantes de la lengua; por supuesto, son ellos quienes tienen la responsabilidad primaria de mantenerla viva.

De cualquier forma, los defensores de las tesis romántico-nacionalistas tienen que explicar por qué la existencia continua y la sobrevivencia de lenguas en particular (en contraste con el hecho de que los seres humanos tengan una lengua) es valiosa per se. Ya han producido ese tipo de explicaciones. Por ejemplo, según el hegeliano decimonónico finlandés J.W. Snellman, todas las lenguas son igualmente valiosas porque cada grupo lingüístico (una "nación") tiene su propia contribución que hacer al desarrollo del Espíritu Mundial. El valor de cada lengua no está vinculado con los valores efectivamente compartidos por las personas, porque todas las lenguas tienen un papel histórico del cual la gente puede estar inconsciente. Esto pasa como una explicación, a pesar de lo implausible que pueda ser; en cualquier caso, es intelectual y moralmente superior a la teoría propuesta por otro hegeliano, Karl Marx, según el cual la destrucción de las culturas minoritarias es un paso necesario para el progreso del género humano (cf. Nimni, 1996). El alto precio metafísico pagado por teóricos como Snellman o Herder es la aceptación de dos postulados: una perspectiva organicista de las culturas y una perspectiva teleológica de la historia. Ninguno de estos postulados tiene gran plausibilidad prima facie.

¿Los derechos lingüísticos son derechos colectivos?

Los "derechos culturales" −con los que los derechos lingüísticos son comúnmente relacionados− son usualmente tratados como derechos colectivos. Ni la terminología ni la sustancia de estos derechos están bien establecidas, pero la noción de un derecho colectivo está asociada frecuentemente con las siguientes ideas: (1) El titular de un derecho colectivo es un grupo. (2) Un derecho colectivo reserva el goce de un bien exclusivamente a los miembros del grupo. (3) Los derechos colectivos están garantizados porque la existencia del grupo es intrínsecamente valiosa (sobre estas ideas, ver Réaume, 1994; Hartney, 1996).

Dado que los derechos culturales están asociados frecuentemente con estas propiedades, se han convertido en un blanco de críticas. La idea de que los grupos sean titulares de derechos puede estar asociada con una oscura y potencialmente peligrosa metafísica colectivista, mientras que la idea del goce exclusivo parece contener las semillas de todo tipo de prácticas excluyentes. Además, la idea de que los grupos merezcan protección porque son intrínsecamente valiosos puede de suyo crear problemas morales: algunas veces puede ser posible asegurar la existencia de un grupo sólo con aislarlo artificialmente del desarrollo cultural y social general.9 Finalmente, ¿todos los grupos son igualmente valiosos? Si no, ¿qué es tan especial de aquellos grupos que se supone que tienen derecho a un tratamiento especial? Por ejemplo, algunas personas ven a su lengua como particularmente valiosa por las "realizaciones culturales que representa y que hace posibles", pero ¿por qué terceros deben ser forzados a contribuir con estas realizaciones?

En lo que sigue trataré de mostrar que los derechos lingüísticos son en buena medida inmunes a estas críticas. En tanto que los derechos lingüísticos no son derechos colectivos, no surgen los problemas aducidos.

Los críticos han subrayado dos problemas que están relacionados con la existencia de los grupos como titulares de derechos. Uno es directamente ontológico: ¿cuál es la relación entre un grupo y los miembros de los que consta? Si los derechos protegen elecciones, como piensan algunos teóricos, los grupos deben ser vistos como agentes capaces de hacer elecciones. Si el objetivo de los derechos es proteger intereses o bienestar, debe haber alguna manera de saber cuáles son sus intereses o en qué consiste su bienestar. Otro problema está relacionado con la identificación. Los criterios de pertenencia de los grupos sociales son complejos, fluidos y discutibles. Los arreglos institucionales tales como los derechos garantizados sólo a los miembros de grupos particulares, pueden en realidad reconstituir los grupos existentes y crear nuevos grupos. Los grupos cambian su constitución, surgen y se dividen, y pueden contener otros grupos en sí mismos. Los miembros individuales pueden pertenecer a varios grupos simultáneamente. Su pertenencia puede ser una cuestión de grado; el nivel de pertenencia puede ser multidimensional, de manera que el mismo individuo puede ser un miembro pleno en un sentido pero no en otro.

Nuevamente, los grupos lingüísticos son diferentes. Primero, a diferencia de una tribu o de una comunidad religiosa, un grupo lingüístico no es una entidad al estilo de una corporación con criterios formales de pertenencia o con una estructura interna de toma de decisiones. Los hablantes de una lengua normalmente no constituyen a una "persona artificial". No hay necesidad de ello porque el grupo como entidad colectiva no tiene un papel en el ejercicio de los derechos lingüísticos. Si una minoría religiosa tiene un derecho a subsidios públicos, tiene que haber alguna vía institucional para canalizar el dinero al grupo (en lugar de, digamos, a sus miembros individuales arbitrariamente escogidos). Si una tribu tiene, como grupo, un derecho exclusivo a una porción de tierra, debe tener algunas reglas concernientes a la distribución del poder, a la responsabilidad y a los beneficios ligados a la propiedad de la tierra. En contraste, el derecho de usar una lengua en ciertos contextos beneficia automáticamente a todos aquéllos que efectivamente usen la lengua. No necesitan formar un grupo en un sentido más riguroso que el formado por la gente que es zurda. Segundo, a pesar de que la existencia de un grupo lingüístico en particular, así como la identidad lingüística de un individuo en particular, son en parte asuntos convencionales y flexibles, no son puramente arbitrarios. Las diferencias entre, digamos, un vasco y un castellano, un francés y un bretón, o un finlandés y un sueco, son intersubjetivamente observables, estables y claras, y no son productos artificiales de las prácticas sociales de inclusión y exclusión.

Con respecto a la cuestión del valor intrínseco de la existencia de grupos, ya he respondido a la crítica al tratar de mostrar que a pesar de que la existencia de un grupo lingüístico puede se valiosa como tal, no hay necesidad de fundamentar derechos en esto. Los derechos lingüísticos pueden ser justificados por consideraciones instrumentales relacionadas con la autonomía y el bienestar de los miembros individuales del grupo. Así, no hay necesidad de responder a la pregunta de por qué la preservación de grupos lingüísticos debe ser considerada valiosa como tal, y no son relevantes los problemas conectados con la idea de "conservación cultural". Consideremos la preservación de la cultura original de una tribu indígena americana. La idea usual es que la meta puede ser alcanzada sólo si los miembros de la tribu son capaces de continuar haciendo lo que habían estado haciendo hasta ahora. En contraste, la protección de una lengua implica sólo que la lengua cambiará y se desarrollará como otras lenguas −no que permanecerá siempre idéntica−. La protección de una lengua tampoco afecta su naturaleza como una práctica. Si la gente empieza a celebrar sus festividades tradicionales, no porque sean importantes para los participantes sino para "continuar una tradición", el papel cultural de las festividades es cambiado. Pero precisamente porque el papel de la lengua es en buena medida instrumental, los intentos por protegerla no cambian su papel cultural.

Finalmente, los derechos lingüísticos no son privilegios exclusivos a diferencia de, digamos, los derechos comunitarios de pesca y los derechos de propiedad de la tierra reservados a tribus indígenas. Regresando al contexto finlandés, los derechos a recibir educación en sueco, a interponer una demanda en sueco, o a escuchar un programa de radio en sueco, no excluyen a los miembros de la mayoría hablante de finlandés. Los miembros de la mayoría tienen igual derecho a esas cosas. La realización de los derechos lingüísticos (de las minorías) no requiere del establecimiento de práctica excluyente alguna −por ejemplo, no surge la necesidad de decidir quién es realmente un hablante de sueco−. Desde luego, no es probable que la mayoría hablante de finlandés tenga mucho interés en usar el sueco. En este sentido, apoyar a minorías lingüísticas es como favorecer formas particulares de arte a expensas de la cultura popular. Las exposiciones de arte y la ópera están abiertas a todos, pero no todos están interesados en ellas. Apoyar la alta cultura es considerado frecuentemente como una violación del principio liberal de neutralidad, porque no es neutral entre distintas concepciones del bien humano. El gusto refinado de un amante del arte está elevado por encima de las necesidades menos cultivadas del público común. Pero hay una diferencia. Los miembros de una minoría lingüística no pretenden tener derecho a un trato especial porque sus necesidades sean diferentes y más importantes que aquéllas de la mayoría. Simplemente piden el derecho a hacer las mismas cosas que hace la mayoría, sin tener que cargar con todos los costos que exige la realización de este derecho.

La neutralidad y el Estado

La noción de la neutralidad del Estado liberal usualmente se supone que implica que el Estado no favorece ninguna concepción particular de la vida buena a expensas de otras. Ahora bien, si la defensa de los derechos lingüísticos está justificada de manera instrumental, parece ser compatible con este principio. Porque, como dije, no es de ninguna manera claro que la oportunidad de usar la propia lengua tenga algún otro valor que el instrumental para una persona. incluso si frecuentemente, o casi siempre, ocurre que tiene un valor inherente, invariablemente tiene también este valor instrumental.

¿Pero qué pasa si los derechos lingüísticos parecen chocar con otros derechos individuales? Charles Taylor no quiere conceptualizar esto como un conflicto entre derechos. En lugar de ello, lo ve como una situación en la que un intento de organizar a una sociedad "alrededor de una definición de vida buena" está en conflicto con los derechos individuales; su ejemplo es el intento de los francoparlantes de Quebec por crear una sociedad francoparlante (Taylor 1995, p. 140, 246-7). ¿Cuál es esta definición? Los quebequenses quieren vivir en una sociedad en la que puedan usar su propia lengua. Para una definición de vida buena esto es muy débil, como lo subraya Jeff Spinner (1994, p. 152). La mayoría de la gente alrededor del mundo comparte la definición, y para la mayoría ya está realizada: en todas las sociedades son predominantes algunas lenguas, y en todas las sociedades los hablantes de esas lenguas ven esto como importante (a pesar de que normalmente lo toman como evidente). En todas las sociedades, la gente resistiría enérgicamente un intento por forzarla a hablar una lengua extranjera. Entonces, ¿todas las sociedades están organizadas alrededor de este tipo de definición de vida buena?

Por supuesto, la definición de vida buena compartida por los quebequenses puede contener muchos otros elementos además del interés por la lengua (aunque Spinner lo niega). En cualquier caso, es obvio que los derechos lingüísticos tienen un significado específico para los francófonos en Quebec. Si un derecho es denegado o amenazado, si se tiene que pelear por él, el derecho en cuestión se vuelve especialmente importante. La "lucha por el reconocimiento" −que es el tema principal de Taylor en el artículo arriba citado− es más sobre los derechos que sobre las definiciones de vida buena. Pero los derechos no son evidentes: son controvertidos y pueden chocar.

Yo pienso que el derecho de usar la propia lengua puede ser neutral en relación con las diferentes concepciones del bien. Sin embargo, no es neutral entre personas. No es neutral porque, cualesquiera arreglos tengamos en una sociedad, algunos grupos son favorecidos a expensas de otros. El derecho no puede ser garantizado a todos los ciudadanos por igual. Algunas minorías lingüísticas están destinadas a ser tan pequeñas que sus necesidades sean simplemente ignoradas. En efecto, es inconcebible que cualquier sociedad pudiera tener más de, digamos, cuatro o cinco lenguas oficiales. Cualquiera que sea la política lingüística, el derecho efectivo pleno a la lengua no puede ser otorgado a todos, y los grupos más pequeños son dejados necesariamente sin ningún estatus de reconocimiento. No hay ninguna política de tratamiento igual a todos los grupos lingüísticos (excepto, por supuesto, cuando ocurre que la sociedad es lingüísticamente homogénea). En épocas de inmigraciones masivas, no hay ninguna alternativa de política que trate a todas las minorías lingüísticas igualmente, independientemente de su tamaño. Así, tenemos que pensar en términos de costos y beneficios. Mi recomendación es que debemos pensar en los costos y beneficios en términos de justicia distributiva, no en términos de cálculo utilitarista.

¿Pero qué pasa con los grandes grupos de inmigrantes? En muchos países europeos, algunos grupos de inmigrantes son más grandes que las minorías lingüísticas nativas. ¿Estos grupos de inmigrantes tienen igual derecho al uso pleno de su lengua en sus nuevos países de residencia? Generalmente no. Los inmigrantes tienen frecuentemente una alternativa: pueden tener asegurados sus derechos lingüísticos en sus antiguos países de residencia o quizá vivir vidas más libres o más prósperas en cualquier otro lugar. Al emigrar han renunciado a sus derechos lingüísticos (Kymlicka, 1994, p. 27). Este tipo de alternativa puede tener sus aspectos trágicos, pero muchas otras elecciones que hacemos también pueden tenerlos. De cualquier forma, no debemos aplicar esta regla en una forma mecánica. Cada grupo tiene su historia, y en algunos países la mayoría de las personas son recién llegadas.

Por estas razones, el derecho a usar la propia lengua no puede ser un derecho humano en un sentido estándar. Éste está necesariamente conectado con factores que son arbitrarios desde un punto de vista moral. Primero, está vinculado con el número de hablantes de una lengua. No puede estar garantizado para grupos muy pequeños. Segundo, también puede tener algo que ver con la historia de la sociedad en cuestión. Pero, por supuesto, un derecho moral pleno que sea dependiente de ese tipo de elementos accidentales es una anomalía en la teoría liberal. Esto puede ser usado como un argumento en contra de la pretensión de que el derecho a usar la propia lengua sea un derecho moral fundamental. Un mundo en el que todos en todos los lugares pudieran usar su propia lengua es más utópico que, digamos, un mundo en el que todos tuvieran un empleo.

¿Entonces es plausible decir que hay un derecho moral a usar la propia lengua? En todos los países algunas personas −usualmente, el grupo mayoritario− tienen una oportunidad establecida jurídicamente de usar su propia lengua en contextos oficiales. Es posible ver a los derechos lingüísticos establecidos jurídicamente como privilegios impuestos sólo por poder o, cuando existen derechos de minorías, como compromisos contingentes motivados por la conveniencia política. En esta alternativa, no tendría sentido decir que a pesar de que una minoría (o mayoría) lingüística en algún país no tenga un derecho constitucional de usar su propia lengua, debería tenerlo. De cualquier forma, he tratado de mostrar que la oportunidad protegida de usar la propia lengua es, por lo menos, tan esencial para la autonomía personal y para el bienestar como la mayoría de aquellas cosas que aparecen en los manifiestos y cartas de derechos humanos. Los derechos no son las únicas consideraciones morales importantes que tenemos. No es de ninguna manera claro que la mejor manera de proteger la naturaleza, las culturas o las relaciones personales sanas −todas esenciales para la vida humana− sea extender las listas de derechos. Pero nuestra preocupación por la lengua es plausiblemente construida como un derecho, como algo que (a diferencia de otros derechos generosamente otorgados por filósofos y redactores de manifiestos) puede ser demandado, expresado en la forma de reglas claras, insertado en una Constitución y hecho valer por los tribunales. El hecho lamentable es que algunos grupos lingüísticos son demasiado pequeños para tener derecho a contar con una protección constitucional plena en cualquier parte. Por lo tanto, ¿estamos autorizados a hacer incluso más sombrío al mundo al negar este derecho aun cuando puede ser otorgado? Si no, es apropiado llamarlo un derecho moral.

Mucha gente ve a los derechos humanos como necesariamente incompatibles con las aspiraciones nacionalistas (Graff, 1994). Pero si nos percatamos de que el derecho a la lengua es uno de esos derechos, el choque no tiene que ser inevitable. Formas modernas de nacionalismo pueden ser vistas como intentos −algunas veces trágicamente poco afortunados− de defender un derecho humano básico.10 El problema es que los nacionalistas modernos (minoritarios) frecuentemente demandan más que sólo el reconocimiento oficial de su lengua. Demandan un derecho a establecer Estados nuevos, soberanos, sobre una base nacional. Ahora bien, los derechos lingüísticos pueden ser usados en algunos casos como parte de un argumento justificador del Estado-nación. Si la gente efectivamente tiene un derecho de usar su propia lengua, un sistema de Estados-nación es en este aspecto preferible a un sistema de imperios dirigidos por naciones dominantes. Pero aquí, tanto la noción de "nación" como la noción de "Estado" deben ser tomadas con reservas. Una lengua distinta no es un criterio ni necesario ni suficiente para la nacionalidad; es sólo un criterio. El reconocimiento de los derechos lingüísticos de un grupo no debe estar vinculado con la cuestión de si se concibe a sí mismo como una nación en un sentido pleno, o si satisface algunos otros criterios (digamos, historia y tradiciones comunes). Algunas minorías lingüísticas −v. gr. aquéllas que usan un sign language definitivamente no son "naciones". Además, el derecho puede ser implementado sin dar a todos los grupos lingüísticos un derecho exclusivo sobre algún territorio; puede haber más de una lengua oficial en el mismo Estado, pero no docenas de ellas. Un "Estado-nación" no tiene que ser un Estado de una única nación; puede ser el Estado de algunas naciones. Tampoco hay ninguna necesidad de garantizar la realización del derecho creando nuevos Estados soberanos; pueden bastar el federalismo y la autonomía local. El punto fundamental es éste: en muchos casos, la vía más práctica para hacer valer el derecho de un grupo a usar su propia lengua, es hacer divisiones territoriales. Esto puede ser justificado sobre bases prácticas: una lengua común es un bien colectivo que, como muchos otros bienes colectivos, sólo puede ser realizado localmente. Esta justificación parcial del Estado-nación no presupone un derecho a la autodeterminación.

Las diferencias lingüísticas frecuentemente han despertado discriminación, opresión y persecución. Así, es probable que en muchos casos nada pueda garantizar que se haga valer el derecho lingüístico, excepto el establecimiento de un Estado soberano. El gobierno de Turquía niega que sus súbditos kurdos tengan una cultura distinta propia o algún derecho específico sobre las tierras que llaman Kurdistán. Pero no puede negar que hablan su propia lengua, no el turco. Así, los kurdos deberían tener un derecho a usarla y, dada la historia de esa parte del mundo, es poco probable que algún arreglo les garantizaría el derecho, excepto el establecimiento de un Estado soberano de kurdos. Cada grupo lingüístico debe tener, si es posible, una situación constitucionalmente garantizada en alguna medida, y muy frecuentemente esto significa que debe tener un Estado propio.

Esto también significa que algunas veces puede ser admisible aplicar una discriminación lingüística en la política migratoria. Por ejemplo, Estonia es el único lugar del mundo donde una persona hablante de estonio tiene un derecho constitucionalmente garantizado a usar su propia lengua como ciudadano y como miembro de la sociedad. Su derecho de usar el estonio puede ser realizado sólo en Estonia. Así, el gobierno estonio tiene una razón para poner un interés especial en aquellas personas cuya lengua materna es el estonio. Si el gobierno es forzado a seleccionar entre los inmigrantes, podría usar criterios lingüísticos. Pero notemos que este argumento se aplica sólo a casos en los que los inmigrantes no tienen derechos lingüísticos en sus países de origen: el gobierno alemán podría privilegiar a los alemanes rusos pero no a los alemanes suizos en su política migratoria. El argumento tampoco puede ser extendido para incluir otros criterios. No se sigue que las personas tengan de manera general un derecho a favorecer a aquéllos que son similares a ellas.

Como dije, los derechos lingüísticos no violan directamente el principio liberal de que el Estado debe adoptar una postura neutral entre diferentes concepciones del bien humano. Pero como señala Denise Réaume, mucha gente efectivamente ve como no-instrumental a su relación con su lengua materna. Y el hecho de que esta perspectiva esté muy difundida afecta al asunto. Porque si la gente tiende a ver a su lengua como una parte importante de su identidad cultural, entonces el hecho de que el Estado pueda garantizar un derecho a usarla para algunos pero no para todos sus ciudadanos, probablemente tenga una significación política más amplia. En la práctica, dar el derecho a algunos y negarlo a otros también puede significar favorecer algunas tradiciones y concepciones del bien humano a expensas de otras. No siempre, desde luego. No es de ninguna manera claro que haya alguna diferencia cultural importante entre los finlandeses hablantes de sueco y los hablantes de finlandés, aparte del hecho de que hablen diferentes lenguas. Pero muy frecuentemente, al proteger una lengua indirectamente protegemos los valores culturales específicos del grupo que habla esa lengua en particular; y, por razones prácticas, esta protección no puede ser dada igualmente a todos los grupos. Así, algún grado de no-neutralidad es un efecto secundario indeseado pero generalmente inevitable de cualquier política que tengamos en temas lingüísticos. La siguiente cita ilustra el problema:

La identidad étnica debe tener la misma relación frente al Estado y al individuo que la que tiene la religión en sociedades que son tolerantes de las diferencias religiosas y que practican la separación entre la iglesia y el Estado. En ese tipo de Estados, los ciudadanos que son todos iguales ante la ley, tienen el derecho de organizar colectivamente instituciones religiosas, iglesias, centros culturales e incluso partidos que estén abiertos a todos quienes elijan unírseles. Lo que debe estar prohibido es que el Estado apoye a estas instituciones o haga que la pertenencia a las mismas sea un atributo que dé más o menos derechos a los ciudadanos individuales (Denitch, 1966, p. 480).

Hemos vista que cuando la "identidad étnica" es definida en relación con la lengua, esta propuesta no puede ser implementada. La analogía entre religiones e identidades "étnicas" no funciona por la simple razón de que el Estado está constreñido a reconocer a algunas lenguas, pero no a todas, como lenguas oficiales. Pero creo que la desviación de facto de la neutralidad es inevitable en cualquier caso.

Para resumir mi argumento: he sostenido que hay un derecho prima facie a usar la propia lengua. Desde el punto de vista liberal aceptado, este derecho es menos problemático que otros derechos culturales porque puede ser fundamentado directamente sobre las condiciones previas de la elección individual y del bienestar individual. Sus problemas radican en otro lado: por razones prácticas no puede ser otorgado a todas las personas en todas partes. Pero si es viable prácticamente otorgar a la gente un derecho a usar su propia lengua, entonces debe ser otorgado.

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**Traducción del inglés por José María Lujambio.

1Por ejemplo, en discusiones recientes sobre la lengua y el poder, parece que en general ha sido ignorada la cuestión de las minorías lingüísticas.

2Ver J.G. von Herder, Abhandlung über den Ursprung der Sprache (1772); W. von Humboldt, Einleitung über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues und ihren Einfluss auf die geistige Entwickelung des Menschengeschleten (1836-9). Las citas provienen de Edwards, 1984, p. 2.

3Por "lengua oficial" entiendo una lengua que puede ser usada efectivamente en contextos oficiales. Una lengua puede ser reconocida simbólicamente como una lengua "oficial", pero si los documentos jurídicos no son impresos en esa lengua, si no puede ser usada en los tribunales, si no hay instituciones de educación superior que usen la lengua, etc., a mi parecer no califica como una lengua oficial.

4Para evitar un posible malentendido, a pesar de mi apellido yo pertenezco a la mayoría hablante de finlandés.

5Este aspecto de la democracia ha sido revivido recientemente por teóricos de la democracia deliberativa o discursiva. Anteriormente fue discutido en los trabajos de sir Ernest Baker, por ejemplo.

6 Taylor (1995, p. 127-145) distingue entre los bienes públicos (v. gr. las presas, los faros o los sistemas de defensa) que son instrumentalmente valiosos, y los "bienes sociales irreductibles" (v. gr. la amistad) que son valiosos porque son reconocidos mutuamente como valiosos. En mi libro reciente (Lagerspetz, 1995, p. 57-8) introduzco una tercera categoría − "bienes producidos por coordinación" − . Su valor para los individuos es (en parte) de una naturaleza instrumental, pero su utilidad para cualquier individuo aislado es dependiente conceptualmente de su utilidad para otros individuos. A diferencia de un camino o de un faro, un sistema monetario o un sistema de comunicaciones son útiles para mí, sólo si son útiles para muchos y suficientes usuarios distintos.

7Notemos que si hay razones para proteger las prácticas culturales en un sentido más fuerte, pueden aplicarse a las mayorías nacionales tanto como a las minorías. ¿Los pequeños Estados-nación están facultados para ejercer un proteccionismo cultural en contra de la (innegable) invasión hegemónica de la cultura angloamericana?

8Michael Watson (1990, p. 213) escribe: "Conservar una gama de culturas, cada una con su particular sabiduría y sus tradiciones en desarrollo, es de vital importancia para el género humano en su conjunto. Esas diferencias son comparables con la rica herencia genética de la multiplicidad de especies vegetales y animales que han surgido a través del proceso evolutivo...". Aquí encontramos los dos elementos claves de la perspectiva que llamo romántica-nacionalista: el uso de analogías organicistas y una filosofía de la historia que incorpora a las culturas particulares en un proceso de escala mundial.

9Cf. Waldron, 1996, p. 109-10: "Las culturas viven y crecen, cambian y algunas veces se marchitan; se amalgaman con otras culturas o se adaptan por sí a la necesidad geográfica o demográfica. Preservar una cultura frecuentemente es tomar una versión estática de ella e insistir en que esta versión debe persistir a toda costa, en su pureza definida, independientemente de las circunstancias sociales, económicas y políticas circundantes".

10 Kymlicka (1989, cap. 10) advierte que los derechos humanos y las aspiraciones nacionales frecuentemente han sido vistos como incompatibles. La protección de minorías nacionales fue parte del programa del liberalismo wilsoniano después de la Primera Guerra Mundial. De manera similar, los liberales estadounidenses también apoyaron el desmantelamiento de los imperios coloniales europeos después de la Segunda Guerra Mundial. También debemos recordar que, fuera de los turbulentos Balcanes, los movimientos nacionales han desarrollado un papel central en las luchas por los derechos humanos en Europa oriental.

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