“Destrictus ensis cui super impia cervice pendet, non Siculae dapes dulcem elaborabunt saporem, non avium citharaeque cantus somnum reducent.”
“A quien sobre cuya cabeza impía pende la espada desnuda, ni los banquetes sicilianos proveerán dulces sabores, ni el canto de las aves ni del arpa, le devolverán el sueño.”1
Introducción
Inicio con el origen del epígrafe, que alude a una anécdota tan popular como imprecisa. La expresión ‘la espada de Damocles’ se ha convertido en una imagen de peligro inminente, pero es conveniente depurarla hasta su origen para entender su verdadero y más fructífero significado. Cuenta Cicerón, en sus Disputaciones tusculanas (44 a.C.), un tratado filosófico sobre cómo alcanzar la felicidad y la serenidad mediante la afirmación de la virtud, que Damocles (de demos, pueblo y kléos, fama, literalmente aquél “de buena fama en el pueblo”) era un cortesano de Dionisio II, tirano de Siracusa, a quien adulaba por su poder, el esplendor de su palacio y su fortuna, diciendo que “jamás alguien había sido más dichoso”. Dionisio le propuso una probada de esa vida de delicias si tomaba su lugar; en palabras de Cicerón, “‘¿quieres pues [...] ya que esta vida te deleita, tú mismo gustarla y experimentar mi fortuna?’ Como Damocles aceptara, el tirano ordenó que fuese colocado en áureo lecho y adornó muchas mesas con manjares exquisitos. [...] Fortunatus sibi Damocles videbatur, Damocles se veía afortunado. En medio de esto [Dionisio] ordenó que se colgara fulgentem gladius, una fulgente espada, atada a una cerda equina, ut impenderet illius beati cervicibus, para que colgara sobre la cerviz de aquel dichoso. Y así, [Damocles] no miraba [...] ni la plata llena de arte, ni alargaba la mano a la mesa; ya las coronas mismas se le resbalaban. Por fin suplicó al tirano que le permitiera irse porque ya no quería ser dichoso. ‘¿No se ve que Damocles declarase en forma suficiente que nada es dichoso para aquél sobre quien siempre pende algún terror?’” concluye Dionisio.2,3
La alegoría a espada de Damocles refiere, en efecto, un peligro inminente, pero además, la idea de aliqui terror, algún terror, que pende, de que no hay posición de poder enteramente feliz ni permanente; de hecho, Dionisio II terminó sus días exiliado en Corinto, en condiciones miserables. Pero dejemos la anécdota simple, la espada de Damocles es un recordatorio de que nada es duradero; veámosla como ese terror que se cierne sobre el cirujano y, por cierto, sobre cualquier otro que reflexione sobre la propia caducidad, la pérdida de su validez. Las metáforas sobre el envejecimiento en la sociedad posmoderna pueden ser, como la imaginación popular, bastante superficiales. Ver la espada como una hoz permitirá alcanzar alguna profundidad. Ciertamente, los problemas subyacentes son más complejos y profundos de lo que la imaginación, el lenguaje y un habitus social ligero pueden ver.
Una primera metáfora es ancestral, idealizada, acaso melancólica, que pinta al hombre viejo como anciano venerable, sabio, siempre certero en su juicio, con todas las ventajas de la experiencia, pero sin el desgaste del tiempo, el cabello cano y la barba símbolos de la moderación, la sobriedad y la continencia, a prueba de pasiones; una metáfora que todos reverencian pero nadie en su sano juicio quisiera vivir. La segunda parecería una repetición ritual, un paso al acto, un acting out, una técnica defensiva que descarga la tensión que produce el miedo a la muerte; ligada al estilo de una vida saludable y activa, higiénica y de buen carácter, ve a cada individuo como único responsable de su propio envejecer, como si buena salud y larga vida fuesen un binomio igualmente alcanzable para todos, independiente de los cambios normales del proceso de envejecimiento y su variabilidad interpersonal.4 Como si el siglo hiciese asequible, de facto, un elixir tecno científico de vida contra la inutilidad de la decadencia. La tercera metáfora no lo es tanto, pinta al viejo débil como una carga para sí y para los otros mientras espera pasivamente en el umbral de la inexistencia; es el recuerdo de un evento futuro.
Un oxímoron visual contrapone imágenes entusiastas de ancianos llevando a cabo deportes extremos, bailando y coqueteando, a imágenes de consejeros presbíteros con las sabidurías de los arcaicos, y aún a otras, de decrepitud, discapacidad y abandono. Las promesas de la ciencia permean una imaginación esperanzada y poco crítica contra la certidumbre aterradora de la naturaleza. Pero nadie quiere ser anciano mientras no llegue a serlo; en el humano, mapear aún no es sinónimo de manipular el genoma, menos todavía cuando ese humano tiene ya setenta o más. Tal vez las preocupaciones sociales puedan difuminarse con promesas, las preocupaciones personales, a fin de cuentas, no. Será entonces más interesante ver el envejecimiento del cirujano como un asunto de lo social a lo personal.
Propósito
Intentar resolver ese dilema es un dislate; disolverlo negaría la escritura. Expondré entonces sus facetas, a través de argumentar primero el problema del anciano como si fuese únicamente aritmético; luego desde un problema de justicia, para los otros y para sí, a manera del movimiento de un péndulo, donde Θ es cada uno de los ángulos extremos respecto de la vertical; abordaré la problemática del cirujano fuera de las dos primeras metáforas citadas, el venerable y el saludable, y en el contexto de su propia ancianidad y decrepitud frente a sus pacientes desde esos polos, del altruismo (Θ) al egoísmo y la reflexividad (-Θ) como argumento de sentido común. Intentaré dilucidar sus problemas presentes de decisión frente a la perspectiva incierta e inevitable, de su futuro personal, en el largo o corto plazo, decadente. Después de un periplo por la antigüedad y la mitología lo explicaré como un dilema doble, sincrónico y diacrónico, para terminar con dos metáforas a manera de opciones.
Números cambiantes, sentido común y justicia distributiva
El envejecimiento de la población es un problema no resuelto. Es entre otras cosas un problema económico, dado que las sociedades envejecen sin hacerse ricas. No quiero soslayar la importancia del derecho a la salud y a una vida digna, pero prefiero abordar el problema desde otra perspectiva, que tarde o temprano nuestra falta de previsión nos hace vulnerables y terminará por lesionarnos, como aquella anfisbena.5,6
Mediante estimaciones estadísticas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), entre los años 1950 y 1975 aumentó predominantemente la población de niños y se estimó que desde esa fecha hasta el 2015 aumentaría la población en edad laboral. En esas estimaciones los grupos de población se dividieron en 0 a 24, 25 a 59 y de 60 años o más. De acuerdo con la ONU, a partir del 2015 la población de más de 60 sería mayoritaria en más de la mitad de los países, con una creciente prevalencia entre aquellos con ingreso medio y bajo, lo que sugería que muchos países en desarrollo envejecerían antes de hacerse ricos.7 Aclaro que ‘prevalencia de ancianos’ no significa necesariamente aumento de la longevidad de una población, sólo quiere decir aumento de la proporción de ancianos en una sociedad, respecto de las otras edades, en un momento determinado. Dicho de otra manera, hay proporcionalmente cada vez más viejos en países que aún no han logrado un buen nivel económico, lo que compromete la fuerza de trabajo y traduce poca generación de riqueza.
La perspectiva de envejecer con poco ingreso representa un problema doble, porque alcanzar un estrato socioeconómico alto será más difícil para el ciudadano de mediana edad, en el grupo de 25 a 59, e imposible en los mayores de 60, y porque hacer frente a las necesidades de una población vieja también será más difícil en esos países con ingresos medio y bajo. Pero el problema no es solamente de ingreso, sino también de proveer las instituciones necesarias para asegurar ese salario, el cuidado adecuado en salud, y las demás necesidades de los viejos.
Es un problema de sentido común y difícil solución; aumento de viejos y de la demanda, y disminución e inversión de flujos de capital. El envejecimiento de la población y el aumento de la demanda en salud aumentan las probabilidades de crisis en los servicios, que puede deberse tanto a la discapacidad física como a los impedimentos cognitivos y la tasa de mortalidad, que aumentan. El punto se complica si se toman en cuenta asuntos reales, como la obsolescencia del conocimiento del anciano por ese natural decremento cognitivo y la poca posibilidad de su renovación, además de sistemas de pensiones insuficientes para hacer frente a las necesidades materiales de una sociedad vieja.
El fenómeno de transición demográfica se ha combinado con políticas económicas sin éxito que terminan con un efecto de suicidio social. En este sentido pareciera que el progreso en las políticas que permitieron la supervivencia infantil de esos ahora viejos implique, dadas las deficientes políticas de empleo y de atención al anciano, que vivan varios años de vejez inútil, enferma y costosa; parecería entonces que una parte del progreso fuese, en el largo plazo, socialmente destructivo. El aumento de la población implica un aumento de la competencia por el empleo en sociedades que no lo han generado suficientemente; entonces, además del exceso de oferta de mano de obra y saturación del mercado laboral, en el largo plazo habrá una proliferación de adultos mayores, contra quienes entrarán en competencia los jóvenes resultantes de la explosión demográfica de generaciones previas. Una de las consecuencias será el aumento del desempleo en uno u otro grupo.
En México, el problema se nota, en el terreno médico, en la escasez de plazas en los hospitales públicos, con la consecuencia de la falta de retiro, un mecanismo adaptativo de la senescencia para aferrarse a un ingreso magro pero seguro, ante la incapacidad del sistema de pensiones frente a las catástrofes económicas y ante la discapacidad para acometer, como en la juventud, intervenciones quirúrgicas pesadas y cantidades grandes de pacientes en consulta. Tanto en lo institucional como en lo privado una consecuencia es la iatrogenia; en lo académico, la proliferación de fósiles resulta en una trasmisión de obsolescencias.
Respecto del flujo de capital, no solamente es poco hacia los viejos, sino que puede ir en sentido inverso; ante la falta de empleo y oportunidades de las generaciones recientes, no es infrecuente que un anciano destine parte de su ingreso o de su pensión a jóvenes que en vez de atenderlo estén ahora bajo su cuidado. Otro escenario, que cada vez más viejos discapacitados terminen solos, sin familiares que los asistan. De la inversión a la ruptura.
Vayamos ahora del sentido común a la justicia. John Rawls, en su Teoría de la Justicia, explica que las leyes y políticas son justas cuando pueden ser acordadas por gente “libre y racional” desde una posición de equidad de derechos, y que estos principios son aplicables a las instituciones en tanto estructura fundamental de la sociedad y a los individuos en tanto subordinados a las exigencias de instituciones justas que regulen entre otras cosas la propiedad, el mercado, la producción económica y la familia. Si el modo de ser de las instituciones afecta el modo de ser de las personas, dice Rawls, entonces una preocupación fundamental de la justicia es la estructura básica de la sociedad.8
La idea de traer a Rawls es que éste niega que en la ética “los primeros principios, como enunciados sobre buenas razones, [sean] vistos como verdaderos o falsos en virtud de un orden moral de valores previo e independiente de nuestras concepciones de persona y sociedad,” y esto quiere decir que no hay hechos morales, ni una moral universal que pueda ser descubierta o intuida.9 Al contrario, Rawls sostiene que los principios de la justicia pueden ser construidos. De acuerdo con esta postura, las prescripciones morales pueden justificarse para producir una ética objetiva.10 En ese sentido, no estaríamos hablando de una ética natural, ni de una ética universal, sino de un constructivismo ético. Así, pueden construirse análisis de éticas específicas, no de un altruismo (Θ) en abstracto, como suele interpretarse en una moral popular de sentido común sino, por ejemplo, de la situación concreta que nos ocupa, el cirujano que se hace viejo.
Habiendo propuesto entonces este escenario, podemos ir ahora, en un movimiento pendular, al ángulo opuesto, a tratar el dilema del anciano desde el egoísmo, su egoísmo, si le es posible, en un marco en que las instituciones no son justas, las leyes y políticas no se acuerdan desde una posición de equidad de derechos y el modo de ser de las personas debe ajustarse al margen de éstas, que le garantizan poca cosa. Es así que vale la pena ver el egoísmo (-Θ) como argumento reflexivo.
Del egoísmo a la reflexividad
‘Vejez’ es un término que tiene un sentido diacrónico y sincrónico. Si la capacidad de trabajo ha sido a lo largo de la historia el umbral determinante entre la mediana edad y la vejez, el límite cronológico ha sido una conveniencia burocrática para establecer obligaciones sociales, como las pensiones y los límites de elegibilidad para un puesto y, entre otras cosas, para evitar la complejidad de los ajustes de los derechos a la variabilidad biológica del envejecimiento.11
Pero al margen de políticas públicas y otras promesas fallidas del Estado, consideremos un estilo de vida social basado en aspiraciones, en el consumo, en la inmediatez del presente, frente a la desilusión de la decrepitud. Esto nos remite de nuevo al epígrafe; hemos gozado los deleites del banquete, acaso sin ver la espada desnuda de nuestra vejez sobre nuestra cabeza. Ambas situaciones se suman y complican. Hasta ahora, el cirujano parece haber sido capaz de arreglárselas en un escenario social en crisis, que se complica porque el Estado no provee las condiciones favorables para un retiro decoroso de los médicos institucionales, cuando además los costos tecnológicos del ejercicio de la medicina han aumentado independiente y desproporcionadamente respecto de los honorarios del médico. Ahora, sin embargo, el cirujano tiene la necesidad de trabajar cada vez más para no menguar su calidad de vida. En ese contexto es necesario entender que no puede ser tan altruista que descuide su propio bienestar; se ve entonces forzado a cultivar una buena dosis de egoísmo, entendido en un sentido no peyorativo sino elogioso, incluso honorable, el cuidado de sí y de sus intereses personales.
Hay ahí un conflicto de intereses, quizá un conflicto de exigencias, entre las que debemos a los otros y las que nos debemos en la medida en que nos hacemos más viejos y menos aptos; y en ese sentido puede argumentarse que el conflicto podría hacerse dilemático, pues si en la opinión popular la medicina supone “un apostolado” [sic], lo que sea que eso signifique, el supuesto nos exige, sin más, ser altruistas con recursos propios. Y eso es un problema porque en el lenguaje y en el imaginario populares, los términos cambian su sentido original y evolucionan desordenadamente, de modo que tan apóstol es Pablo de Tarso como Florencia Nightingale. No es lo mismo para el médico ser apóstol, en tanto el enviado de algo intangible, que entregarse total y desinteresadamente al ejercicio profesional, como reclama una sociedad monocular que añora la perspectiva humanitaria pero no ve la perspectiva humana del cirujano. Confundir ‘humanitario’ con ‘humano’ termina por revertirse contra éste, le obliga a un replanteamiento de su tiempo y recursos hacia sí y los suyos más cercanos.
Hablar de la cirugía como un apostolado puede ser justificable en sentido trivial, pero no en un sentido fuerte que implique la negligencia de sí. Las condiciones de trabajo en un entorno económico cada vez más desfavorable y aparentemente sin salida, y dado que no se pueden trasladar al paciente todos los costos de una práctica profesional cada vez más cara, hacen que el cirujano trabaje a riesgo del descuido de sí. Pero aún en la supervivencia es preciso mantener algún decoro. De un lado al otro del péndulo. El dilema parece consistir en que la bondad utópica, altruista extrema, lo lleva a la morbimortalidad en el corto y a un lento suicidio en el largo plazo, mientras que el descaro y la desmesura en la adaptación lo convierten en un funcionario o un profesionista indecente. El justo medio es complicado, su búsqueda, obligada.
El dilema, de la antigüedad a la decisión frente al futuro, siempre es personal
En la antigüedad la medicina no era una profesión como la entendemos hoy, era un oficio cualquiera, como ser constructor, cantor o vidente. En tiempos de Homero (s. VII a.C.) no había certificados ni licencias ni legislación.12 El trabajo del médico era “una necesidad horrible más que una actividad ennoblecedora, la edad clásica juzgaba toda actividad manual sólo por un estándar de experiencia y desempeño.”13 Su estatuto social dependía solamente de la estima que el público le tenía y su reputación era decisiva para ganarse la vida.14 Bastante más tarde, un “gradual declinar de la medicina y posiblemente el influjo de esclavos en la profesión hicieron necesario poner la etiqueta por escrito,”15 aunque ésta se establece lentamente en el periodo helenístico, con Galeno (s. I d.C.).16
Es Cicerón quien reconoce que hay artes que “requieren una gran prudencia (prudentia maior), que procuran un beneficio no menor, como la medicina, la arquitectura y la enseñanza, cosas honorables, (rerum honestarum).”17 Sin embargo, también he dicho en otra parte que hay una línea delgada entre la imagen idealizada del anciano venerable y la imagen del viejo vulgar, al menos tan antigua como la Historia natural de Plinio el Viejo (s. I d.C.), quien ya entonces decía que los sentidos se embotan y los miembros se entorpecen.18 Análogamente, el cirujano torpe de vista y manos, si no se retira, termina por ser distópico.19
De tal suerte, frente al proceso de hacerse viejo, la adaptación al cambio de los tiempos y de la práctica médica de alta tecnología y alto costo, pone al cirujano en situación análoga a la de Odiseo, entre Escila y Caribdis. Odiseo debió cruzar el estrecho de Mesina, flanqueado por Escila, un monstruo marino con torso de mujer, cola de pez y seis cabezas de voraces perros que parten de su cintura, y Caribdis, el remolino de la marea que tres veces en el día engulle grandes cantidades de agua y tres veces más las devuelve; entre el riesgo de perder a sus “mejores hombres en fuerza y poder” devorados por el monstruo, o perder todo el barco en las profundidades de un abismo de arena negra.20 Así el dilema, de perder ahora una parte, quizá, parafraseando, “nuestros mejores recursos en fuerza y poder” y no perder todo el barco en el remolino de la morbimortalidad; sólo que, en el proceso de la decisión, el cirujano, humano, también está sujeto a la cuota del desgaste físico y mental, presente, progresivo e irreversible.
Si en tiempos antiguos las civilizaciones aceptaron sin más que un modo contemplativo de vida representaba la máxima posibilidad espiritual para un sentido de la existencia humana, actualmente vale más una vida de actividad que una de contemplación pasiva, y esto es fundamental para entender el horror contemporáneo a la vejez, un horror vacui, un horror al vacío de la inactividad. Es así, entre otras razones, porque hay una relación entre la persona y el cuerpo que esa persona habita, que se altera en tanto su cuerpo cambia.21 Las alteraciones físicas que acompañan al envejecimiento son un horror enorme porque el declive físico no es la única pérdida. La otra pérdida, mayor que el dolor y la torpeza, es la extrañeza de un cuerpo que se ve como prisión, la sensación interna de nuestra identidad, de que seguimos siendo nosotros mismos, contra la certeza objetiva de nuestra transformación externa en viejo, en otro que somos y no somos, o no queremos ser, en un cuerpo ajeno a nuestra persona, que quiere ser haciendo, cada vez más inútil e inhabitable, cada vez menos nuestra persona porque hace cada vez menos; un hipogeo del que sólo con la muerte o la demencia se escapa.
El dilema es un triple dilema
La conciencia de la ancianidad del cirujano como punto de partida de la reflexión tiene dos caras, dos péndulos, dos perspectivas en tiempos diferentes. Una sincrónica, la otra diacrónica. La primera, en tiempo presente, se mueve en el lugar, alterna entre la sociedad y la persona, entre lo público y lo privado; la otra, absolutamente íntima, se mueve en el tiempo, reflexionando sobre el pasado mira alternativamente el presente y el futuro. Ambas forman un yo indeciso, un aquí y ahora que quiere vislumbrar allá mañana.
La cara pública/privada del dilema se centra en equilibrar el altruismo, la muy trillada vocación de servicio (lo que sea que eso signifique), con el egoísmo, con el instinto de conservación (lo que sea que eso signifique). Pero otro espectro de esa misma cara va de la abnegación, la negación de sí, al narcisismo de quien logra, y en este sentido se confrontan dos componentes acaso antitéticos del fin de la medicina; uno, visto a través de la crítica fácil, donde sólo importa el bienestar del paciente a costa de todo, el otro, más allá del simple modus vivendi, el reto personal, el proyecto de vida. Si el fin son los otros, pero al mismo tiempo el desarrollo profesional y personal del médico, ambas metas están en tensión. Dicho de otra manera, en la capacidad de reconocer y afirmar los valores del otro frente a los propios, el ejercicio consiste en conciliar la disparidad entre los valores sociales y el interés personal. Es así que nuestro ejercicio profesional puede tornarse en némesis si no vemos al anciano que seremos, aferrados a la representación idealizada del apostolado humanitario y, volviendo al Libro XII de la Odisea, al canto de las sirenas que seducen al cirujano indestructible.
La otra cara, presente/futuro, es más severa, diría que es una esfinge interior que nos habla con mensajes cifrados y murmullos reiterados; ya no pregunta por el animal de cuatro, dos y tres patas, sino por lo que ese animal hará, cuando tenga tres, o de nuevo cuatro, o cuando todas las patas le sean inútiles. Que enfrentemos los mensajes es otra cuestión, y frecuentemente nos ocupamos con asuntos perentorios, ciertamente importantes, pero que en el largo plazo habrán sido triviales; ahí la otra cara del dilema, decidir entre lo perentorio que devendrá trivial y lo realmente importante, sin certeza alguna. Y es tanto más significativo cuanto que la vida de cualquier otro es inconmensurable con la propia, pero además, en tanto nuestras prioridades cambian, en tanto nos auto actualizamos y tratamos de cumplirnos, con magnitudes variables de éxito, nuestras promesas.
Ambas perspectivas se juegan ante un tercer dilema, la contemplación contra la acción, y esa es su característica principal. En la pasividad de la contemplación se puede ganar o perder; en la acción se puede ganar o perder. Y no hay certeza. El cirujano es presa entonces del desasosiego; discurre de un polo al otro del dilema, del amor al otro al amor de sí, y divaga entre el presente y el futuro. Un día es cigarra cantante y al otro, agotado por exceso, lamenta o le reprochan, a su edad, el maratón quirúrgico de ayer. Pero no puede parar, su naturaleza quirúrgica lo impele mientras su alarma corporal no se haga sintomática; con un retruécano, la ausencia de certeza no es certeza de la ausencia.
Dos metáforas más
Retomo la imagen del anciano en Plinio para hacer de nuevo la pregunta dilemática; frente al imaginario popular añorado y exacerbado del cirujano apóstol, humanitario y supra humano pero desde hace tiempo blanco (con o sin razones) del resentimiento social, y la espada de Damocles de su ancianidad, ¿de qué vivirá el cirujano viejo, de sus discípulos o del recuerdo de su apostolado? Una cosa es que una sociedad diga que sus viejos son venerables y otra muy distinta es que los trate y cuide como tales. La sociedad impersonal e irresponsable no procura a sus médicos jubilados; hablar con corrección política (lo que sea que eso signifique) no es lo mismo que actuar con corrección.
Si nuestra vida puede verse como un acto extendido de promesas y proyectos que queremos y habremos de cumplir, en cierta medida, mediante decisiones, entonces éstas, muy íntimas, son frecuentemente dilemáticas. Si todas nuestras metas previas presuponían una imagen del futuro, entonces cuando tal futuro llegue la imagen habrá sido historia, la historia de lo que quisimos ser. En la vejez nuestra vida se hace evidente en su totalidad. Es una posición existencialmente precaria porque ya son pocas las posibilidades futuras. El significado de nuestra vida cambia contingentemente con sus circunstancias; así, la vejez no es uno más, sino el estadio final, la suma de todos los esfuerzos. Si las preguntas en ese entonces ya no tendrán sentido, si el esfuerzo nos habrá llevado a éxitos, pero también a alguna magnitud de desilusión, entonces el problema es entender ahora, aceptar y devenir lo que somos. Pero entender el fin de la medicina como el bien del paciente sin el perjuicio del médico, la beneficencia del otro sin la maleficencia hacia uno, una benevolencia universal que incluya al médico, y además en diacronía permanente, parece una utopía. Y de nuevo, el justo medio es complicado, su búsqueda, obligada.
¿Cuál habrá sido el papel, el juego entre destino y libertad cuando lleguemos a viejos y cuál es ese juego en el cirujano presente y activo? ¿Cuál es el juego del cirujano cuya espada pende sobre su cabeza, sujeta a un trenzado de poliglactina? El juego es o trabajar con moderación o vivir íntegramente las amplias posibilidades cada día, hoy y sólo por hoy; porque el pasado no es más que una serie de recuerdos más o menos ordenados, porque el futuro no es más que una serie de deseos, porque vivimos lo único que tenemos, la puntualidad del presente. Porque cuando se hace uno consciente del dilema, ese día monta el péndulo de la propia finitud, del que ya no es posible bajar. Cómo vivir entonces el dilema sino yendo de uno al otro polo alternativamente, Θ, -Θ, Θ, -Θ, Θ, -Θ… poniendo el peso en un pie y luego en el otro, mientras cada ángulo se hace cada vez menor, hasta que el movimiento pendular termine, hasta que el cirujano ya no tenga fuerza para sí, hasta que descubra que tampoco tiene tiempo para sí.
Consciente de la irreversibilidad del tiempo, más consciente aún cuanto se hace más aparente su discurrir, más lento cada vez el péndulo, más veloz la arena por la ampolleta cuando el horologium arenarum está casi vacío, sólo dos cosas son posibles, contemplar cómo el péndulo se detiene y cómo la ampolleta se vacía, o balancearse y aumentar el momento cinético mientras la poliglactina se hidroliza.