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Revista de sanidad militar

versión impresa ISSN 0301-696X

Rev. sanid. mil. vol.72 no.2 Ciudad de México mar./abr. 2018

 

Historia y filosofía de la medicina

En homenaje al maestro Dr. Federico Gómez Santos, a los 75 años de la fundación del Hospital Infantil de México «Dr. Federico Gómez»

Francisco González Durán de León* 

* Médico Cirujano Pediatra. Egresado de la Esc. Méd. Mil, México.


De todo lo que se ha escrito, sólo me agrada lo que uno escribe con sangre propia.

Escribe con sangre y aprenderás

que ésta es espíritu.

No es fácil comprender la sangre extraña.

Aborrezco a todos los ociosos que leen.

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Así hablaba Zaratustra.

Ciudad de México, 18 de diciembre de 1970

-¡Estás loca, Pati! Es una grave falta de respeto a tu difunto marido hacer una fiesta en su honor en el primer aniversario de su muerte. ¿Dónde se ha visto esto? -gritaba con enorme enfado y decepción la abuela Paz a mi madre.

-¡No, mamá! -respondía Pati- Recordar a mi marido en una misa de aniversario no representa en nada su pensar, no le caían bien los «curitas». Revivir su manera de ser, alegre y amiguero fuera del hospital, es recordarlo como en realidad fue. Ya estoy harta de tanta tristeza, y estoy segura de que Arturo estaría de acuerdo si aún viviera. La facilidad que tenía para hacer amigos era una de sus más valiosas características y éso quiero que vean sus hijos.

La guerra de necedades se manejaba en un tono de voz cada vez más alto hasta convertirse en gritos que se oían en toda la casa. Nunca en mis 10 años de vida había visto a mi abuela Paz tan enojada como entonces.

De repente, el teléfono sonó. El tío Javier, hermano menor de mi madre, que vivía en nuestra casa desde la muerte de mi padre, contestó y la llamó:

-Pati, te habla el Dr. Federico Gómez Santos.

-¿Don Federico?

-Sí -respondió mi tío-.

-No estés jugando, Javier -articuló con sorpresa e incredulidad mi madre mientras tomaba el teléfono con ambas manos.

-¿Bueno?

-Pati, habla el Dr. Federico Gómez; me estoy reportando por la invitación que nos hiciste a mi esposa Lucha y a mí a la fiesta en honor del primer año luctuoso de nuestro querido amigo y jefe de enseñanza, Arturo González Durán. Quiero que sepas que, por supuesto, cuentas con nosotros; me da mucho gusto y alegría esta idea que se te ocurrió.

Mi madre colgó con la mirada perdida y la palidez provocada por la secreción súbita de adrenalina; luego, gritó como si le hubieran avisado que se había sacado el premio mayor de la lotería:

-¡No lo puedo creer! ¡Don Federico me acaba de confirmar su asistencia!

A partir de ese momento, la discusión terminó; mi abuela cerró la boca y su actitud cambió, empezó a preocuparse por cómo recibirían a tan importante personaje.

¿Quién será ese Dr. Federico Gómez Santos?, me preguntaba intrigado.

Los preparativos arrancaron. Mi madre estaba decidida a tirar la casa por la ventana y toda la familia ayudó. El tío Antonio, médico también, trajo el mariachi, como a su difunto cuñado le gustaba -costumbre que hasta la fecha conserva en cada festejo al que es invitado-; otro de los tíos, a quien llamábamos «el poeta don Jorge», hermano mayor de mi padre, trajo el whisky que le gustaba y, por supuesto, el tequila de su Jalisco natal; mis hermanos y yo fuimos comisionados como porteros para recibir a los invitados uno a uno.

Cada uno de los comensales era todo un personaje que con el tiempo había ido construyendo su propia historia:

El Dr. Alejandro Aguirre, pionero de la Oncología Pediátrica y mentor del festejado; al llegar a la casa le dio a mi madre un abrazo que me desconcertó, pues a pesar de ser una fiesta, los dos rompieron en llanto en memoria del homenajeado.

-¡Qué bueno que hiciste esta fiesta, Pati!, así recordaremos a mi querido alumno y amigo como en vida fue, alegre y buen anfitrión.

El Dr. Arturo Silva Cuevas, compañero de generación del festejado y fundador de la Escuela de Cirugía Pediátrica del Hospital de Pediatría del Centro Médico Nacional (CMN), y su hermosa esposa, María Luisa, quien fuera secretaria de mi padre en el Departamento de Enseñanza del Hospital de Pediatría del CMN.

El Dr. Rodolfo Franco Vázquez, alumno de mi padre, y su esposa Araceli, quien (sorpresivamente para mí) resultó ser amiga de infancia de mi madre, lo que a la larga acortó la distancia entre alumno y maestro hasta terminar en compadres. Don Rodolfo fue el fundador de la Escuela de Cirugía Pediátrica del Hospital Pediátrico «Moctezuma» de la Ciudad de México.

El Dr. Silvestre Frenk Freund, maestro muy querido, endocrinólogo e investigador del metabolismo y fisiopatología de la desnutrición infantil; él, junto con el Dr. Joaquín Cravioto Muñoz, médico militar, y el mismo Dr. Federico Gómez, lograron grandes avances en el conocimiento y tratamiento de este problema de salud infantil nacional.

Por supuesto, no faltó a la fiesta de mi padre su gran amigo el Dr. Jesús Kumate Rodríguez, también médico militar, infectólogo y bioquímico prestigiado, quien llegó a ser para mí un verdadero ejemplo de tenacidad, estudio y trabajo. Tampoco sus compadres y compañeros de generación durante su internado hospitalario en pediatría, el Dr. Luis Durán Romano, neurólogo pediatra, y el Dr. Luis Rangel Rivera, especialista en medicina del adolescente.

Así se fue llenando la casa del fallecido y ahora festejado, la cual, dicho sea de paso, estaba llena de amigos. No podría mencionarlos a todos porque mi memoria de 10 años se transforma en un sueño en blanco y negro.

Aunque los invitados ya estaban instalados cada uno con su copa de vino, su vaso «jaibolero» o un «caballito de tequila», la fiesta aún no comenzaba y en el ambiente se respiraba cierta inquietud, pues todos esperaban ansiosos la inminente llegada de un invitado especial al que todos conocían y admiraban y cuya puntualidad era proverbial. La mayoría había llegado una hora antes de la indicada, como si fuera un acto político donde los convocados se presentan con anticipación para recibir al líder, al maestro: el Dr. don Federico Gómez Santos.

La cara de felicidad de los presentes fue unánime cuando sonó el timbre. Por azares del destino -y a pesar de no ser el mayor de los hijos del festejado- fui quien recibió al distinguido invitado. Como estaba bien aleccionado, me dirigí a él con un «Bienvenido, Dr. Gómez, ¿me permite su abrigo?», mientras un mesero le esperaba en la puerta de la sala al tiempo que le ofrecía algo de beber.

Una vez que el maestro se instaló, la reunión se convirtió en una verdadera tertulia músico-cultural. A pesar de que aún era pequeño, pude escuchar de los invitados algún comentario lleno de sabiduría y conocimiento, pero sobre todo, una plática fluida y amena. No faltó el médico que cantó, recitó o compartió alguna historia que mi padre había narrado.

Ya entrados en calor y con la relajación producida por el whisky, la «bebida del doctor», mi madre, muy sutilmente, puso doble llave en la cerradura de la puerta para que nadie abandonara la fiesta, rememorando la vieja costumbre que aprendió de su marido y que nadie notó, porque la fiesta terminó hasta el amanecer.

Así transcurrió, por cierto, la primera noche completa que pasé sin dormir, lo que recordaría más tarde al hacer mis guardias en el internado de pregrado en el Hospital Central Militar.

Pasadas las tres de la mañana, los invitados le pidieron unas palabras al maestro. Él venía preparado y sacó de su bolsillo una hoja, pues (como más tarde me enteré) era su costumbre decir un poema o un pequeño discurso en cada reunión a la que era invitado. En aquella ocasión, su escrito fue en homenaje a mi padre.

Aquí les comparto una de las famosas poesías que el maestro Gómez escribió, días después de haber fallecido mi padre, el 18 de diciembre de 1969:

Club de veteranos de la pediatría

«Los que vamos quedando»

Diciembre, 1969

Federico Gómez

¡Hoy estamos tristes los veteranos!

¡Se han ido cuatro de nuestros hermanos!

Sus últimos pasos por la tierra

Se adelantaron a nuestro final

Y en el espacio, estarán en espera

De nuestro llegar.

Nos sentimos tristes los veteranos,

Porque unos se fueron y otros nos quedamos

A esperar nuestro turno para marchar,

Sin cuerpo y sin forma, al más allá.

Al más allá de esta vida,

De esta vida que aún no entendemos,

Aunque a veces pretendemos

Que sí nos es conocida.

Y un día también nos iremos, envueltos

Entre blancas nieblas sutiles,

O quizá disueltos

En un mar de luces brillantes

Que difundan etéreos candiles

O pulidas facetas de diamantes.

Pero mientras este turno nos llega,

A los que vamos quedando en la tierra

Demos curso a la risa y al chascarrillo.

Toquemos la cítara y el organillo

Ajenos a la cruel acechanza

A pasos inciertos,

Espiando nuestras vidas

Para llevarnos al mundo de los muertos

Donde flotan las llamas unidas.

Riamos con risa sincera,

Sanado de nuestra faltriquera

El recuerdo del ayer perdido

De entre los años que ya hemos vivido.

Bebamos juntos una copa de vino,

Cuando nos encontremos en el camino

Que aún nos falta por recorrer,

Pero sin la prisa que teníamos ayer.

Sentémonos a la vera

De una senda, en la primavera,

Y charlemos, mirando lo insubstancial

De una vida que se acerca a su final.

Gocemos las emociones

Del amable platicar,

Cuando el ocio nos convide a descansar,

Huyendo de las pasiones

Que agitaron nuestro ser

En aquel turbulento ayer.

Resignados a morir

No debemos de huir

De la austera realidad;

Pero es infantil no gozar

Del placer de aún vivir.

¡Ya se fueron más hermanos

de estos sabios veteranos!

Y los que vamos quedando

Estaremos esperando

Nuestra hora de partir;

Pero esperemos gozosos

Recordando los años mozos

No cansados de vivir

Sentados en un sillón

Muelle y acogedor

Indiferentes al rumor

Del mundo, y a la evolución

Rápida y audaz de tantas cosas

Sorprendentes y maravillosas.

Que al acabarse la vida,

Aún llevemos prendida

Y alerta la curiosidad

De los misterios de la humanidad,

Y aún nos inquiete el afán de saber

Para poder, como Nervo, cantar

¡Vida, nada me debes!

¡Vida, estamos en paz!

La admiración por don Federico Gómez se dejó sentir en todos los presentes, sobre todo en mí; su peculiar personalidad me marcó a partir de ese momento. Desde entonces, cuando me refugiaba en la biblioteca de mi padre -que mi madre conservara intacta-, me involucré con este personaje. Hojeando los libros y los boletines del Hospital Infantil, conocí la trayectoria del maestro: médico militar fundador e ilustre pilar de la pediatría mexicana. Hombre de gran tenacidad cuya visión y conocimiento de las necesidades del país, así como su sólida preparación profesional, le permitieron fundar en 1943 el renombrado y reconocido Hospital Infantil de México. Su estrecha relación con personas económicamente pudientes y de mente filantrópica fue imprescindible para cumplir con la finalidad de dicha institución: proporcionar atención a la niñez mexicana, tener acceso a la investigación y procurar entrenamiento a estudiantes que mostraran interés y devoción por la pediatría.

Las memorias del Dr. Gómez, publicadas por el Hospital Infantil como homenaje a sus 25 años de vida profesional, formaron parte de las lecturas que repasaba. Sentía una emoción inexplicable cuando encontraba alguno de sus escritos. Me ponía la camiseta de este gran médico como un actor que estudia su papel y me sentía protagonista de su vida, como quien admira a un luchador social o a un gran general del Ejército Mexicano por el que uno está dispuesto a entregar su vida en una «guerra sin cuartel», en este caso, por defender a los niños de su país de la enfermedad y -siendo más honesto, por los alcances del maestro- a los niños de toda Latinoamérica.

Entre los escritos que de adolescente leía una y otra vez estaban sus novelas, las cuales me hacían soñar despierto. Llegué a enamorarme de la enfermera Rosa ( Noma: la tragedia de un médico, 1953), que se entregó con su servicio incondicional al pequeño niño enfermo de Noma (estomatitis gangrenosa), hijo del médico del pueblo. Esta hermosa asistente logró mitigar el dolor en el alma de un médico impotente ante la enfermedad devastadora que sufría su pequeño, desahuciado y moribundo:

«Marcos levantó la cabeza, idiotizada la expresión, abierta la boca, idos los ojos, y miró a las dos mujeres interrogantes y trémulas. Su violenta reacción lo volvió en sí. Su pensamiento tetanizado circuló nuevamente. En unos segundos vislumbró toda la fatal verdad, recordando las palabras de su maestro en el examen profesional: No es curable, jovencito, no es curable. Cuando un niño tiene gangrena en la boca, muere irremediablemente.»

Sentía que ese doctor era don Federico. Siempre me quedaré con la duda de si el Dr. Marcos Mendoza era su alter ego: «¡Qué ideas del maestro! -me decía yo-, un médico casado que se enamora de una enfermera». Eso hablaba de su gran espectro, del conocimiento de las pasiones del hombre y de la vida en general, y sobre todo, de la parte humana de la medicina.

Viajé con él por el mundo, como en La vuelta al mundo en 80 días del francés Julio Verne, con las novelas del Dr. Gómez Andanzas de un pediatra (1953) y Estampas de los mares del sur (1968). Con estas lecturas aprendí lo que es la tolerancia a las diferencias como una reacción personal, sincera y sin prejuicios ante los hechos humanos; la retina y el pensamiento unidos en la reacción que se puede obtener de distintos libros y fuentes que, a la hora de viajar, nos sesgan en nuestra interpretación personal:

«Cuando se viaja por otras tierras y se miran otras gentes que viven, piensan y actúan en forma diferente a nosotros, se nos ocurre tratar de entenderlas e interpretarlas; a veces se logra ese propósito, y entonces nos explicamos satisfactoriamente sus reacciones humanas y su fisonomía social; pero cuando no encontramos el camino afortunado para tal finalidad, caemos en confusiones y quizá en críticas inmerecidas, ocasionadas por nuestra deficiente capacidad para entender o por nuestra deficiente preparación para interpretar, asentando involuntariamente conceptos partidarios poco felices».

También empecé a enamorarme de la pediatría con sus historias en forma de cuentos en sus libros «Escenas de hospital , primera serie (1949) y segunda serie (1952), Viajando (1949), Isla de lobos (1950) y Marcela (1950)», todas de una prosa envidiable. Así fue como, sin darme cuenta y de manera subconsciente, fui siguiendo sus pasos, ingresando con nula vocación militar como cadete de la prestigiosa Escuela Médico Militar.

La curiosidad me llevó una noche, mientras estudiaba en la biblioteca de la escuela, a buscar su tesis. Entre un montón de libros viejos, en la parte más escondida y oscura de los anaqueles, la encontré. Se trataba de un conjunto de delgadas hojas de papel cebolla encuadernadas en cuero y cosidas con hilo, escritas a máquina y con letras oscuras producto del papel carbón. La exploré con sumo cuidado y delicadeza al pasar cada página, una a una para no romperlas o mancharlas, y así empecé a leer.

En ese momento me trasladé a 1921, imaginando al maestro sentado frente a su máquina de escribir, redactando y haciendo razonamientos filosóficos en esta obra ejemplar. Perdido en mis fantasías, se me olvidó por completo que a la mañana siguiente tendríamos el primer examen parcial de Fisiología. Sigo pensando que el espíritu de don Federico puso en el maestro, teniente coronel M. C. Islas Marroquín, las preguntas de los temas que ya había comprendido y memorizado, puesto que el tiempo invertido esa noche para enterarme del contenido de su tesis fue algo que un cadete de primer año no se puede permitir antes de haber terminado de estudiar para asegurarse de aprobar cualquier examen.

«El secreto profesional en medicina. Tesis que para su examen general de Medicina, Cirugía y Obstetricia presenta al Jurado Calificador el Alumno FEDERICO GÓMEZ. México, D. F. Marzo 1921».

«El tema que he escogido es el secreto profesional en Medicina; un punto de moral médica bastante importante y que en México casi no se toma en cuenta.» «Juro no revelar ningún secreto que sepa en el ejercicio de mi profesión, por más que los tribunales me conminen a ello, y pasaría mejor ser reo que vender la confianza de mis clientes.»

Mi estancia en el Hospital Central Militar me hizo saber que don Federico Gómez, en 1943 y siendo todavía coronel médico cirujano del Ejército Mexicano en el servicio activo de las armas y director fundador del Hospital Infantil de México, también fue el creador de su Boletín Médico, que hasta la fecha es la más prestigiosa revista pediátrica en toda Latinoamérica.

Transcurridos cinco años, en 1948, mi general brigadier médico cirujano Federico Gómez Santos se convirtió en director general de Sanidad Militar, mientras al mismo tiempo seguía como director del Hospital Infantil de México. Ambas funciones son de una total responsabilidad y entrega, y conociendo su obsesión por la perfección, no comprendía entonces (y sigo sin comprender) a qué hora dormía. Sobre todo porque ese mismo año decidió fundar el Boletín de Sanidad Militar, que fue el órgano editorial oficial de la actual Revista de Sanidad Militar.

Aunado a lo anterior, a don Federico Gómez Santos se le reconoce como el creador de la Escuela de Pediatría Mexicana y el fundador del Hospital de Pediatría del CMN del Instituto Mexicano del Seguro Social, donde mi padre fue el primer jefe de enseñanza hasta su muerte, acaecida en diciembre de 1969.

Es un orgullo para la medicina militar mexicana tener en su historia a este hijo querido, y que los egresados de la Escuela Médico Militar que seguimos su brillante trayectoria lo veamos como un ejemplo a seguir, como un buen hermano mayor.

Como un verdadero reto y un viacrucis (que no es motivo del presente escrito) logré primero ingresar y después, aún más difícil, conseguir el permiso del Ejército Mexicano para realizar la residencia de pediatría médica en el mismo hospital donde mi padre estudió, y sobre todo, donde mi héroe y ahora hermano mayor, Federico Gómez Santos, dejó gran parte de su vida.

Su espíritu sigue ahí: «imágenes del maestro don Federico Gómez Santos me vienen al moverme en los pasillos del Hospital Infantil de México, se entrecruzan las historias conviviendo como dos compañeros de guardia y cruzando las barreras del tiempo en color y en blanco y negro».

¡Si supiese el maestro cuántas vidas cambió, cuántas vidas formó y, sobre todo, a cuántos niños ayudó, estoy seguro de que hubiera querido hacer más!

Larga vida a la memoria de un gran médico, pero sobre todo, de un gran ser humano.

Descanse en paz el maestro don Federico Gómez Santos y, como decimos los militares, ¡misión cumplida!

Recibido: 15 de Febrero de 2018; Aprobado: 30 de Abril de 2018

Dirección para correspondencia: Dr. Francisco González Durán de León Hospital Amerimed Av. Tulum Sur. No. 260, Int. 108, Cancún Quintana, Roo. México. Tel. 045 99 8845 7669 E-mail: glezduran@yahoo.com.mx

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