Desde que llegué a México me he tropezado, una y otra vez, con una “yo” que me he negado ser durante mucho tiempo, es más: una “yo” en la que, jamás reparé, existía. Esa “yo”, la cubana “guerrillera” y “revolucionaria”, que “resiste” porque su vino, aunque amargo, es su vino. ¿Acaso no soy esa interpelación? A pesar de que nunca me he pensado desde ahí, esa manera de representarme me coloca en una posición que también me constituye, no sin forcejeos, flexiones, cuestionamientos. El problema, en realidad, es la carga connotativa que reciben los términos, en este caso, “guerrillera” y “revolucionaria”, en una cadena de equivalencias y diferencias, en la cual el significante Cuba pasa a significar, dentro de un tipo de discurso ideológico de la identidad y el lugar, un horizonte situado más allá de todo orden social para instituirse como una promesa.
En Cuba, “guerrillera” y “revolucionaria” no formaron parte del repertorio de términos que me permitieron pensarme, relacionarme con el “yo” y reconocerme como sujeto, porque ambos fueron parte de la sintaxis política hegemónica, en la cual el verdadero significado (al menos en esta cadena) es “dócil” y “sumisa”; entonces, “guerrillera” y “revolucionaria” fueron, más bien, los lugares desde los cuales la Revolución me emplazó, disciplinó, produjo y reguló como sujeto y ciudadana que pertenece a una nación. Si he sido alguna vez todo eso ha sido habitando las posiciones desde un doble movimiento: centramiento y desestabilización.
Mi incomodidad con esa “yo” tiene que ver con la aceptación o no de las posiciones de sujeto que han estado disponibles para mí. Si soy la encarnación material de una “guerrillera” o una “revolucionaria” es de un modo estratégico, para ser visible (adquirir notoriedad en términos políticos y representacionales) dentro de una formación discursiva, o instalada en una de las trayectorias que las propias modalidades estructuradas crean para perturbar estos puntos de estabilidad. Pero también lo soy −y no siempre como resultado de una voluntad o intencionalidad− por la superposición de configuraciones que me atraviesan.
Si me he regodeado en un ejemplo personal mostrando los acentos de dos términos que me interpelan desde distintos campos ideológicos y me adscriben a un lugar que construye mi identidad en torno a categorías de lo nacional, la clase y el género, es para ubicar el problema teórico que pretendo trabajar: la articulación de la diferencia y la unidad y los procesos de identificación. Para ello voy a centrarme en la constitución del sujeto mujer en una formación discursiva particular, como lo es la Revolución cubana, en un periodo que abarca desde 1959 hasta la actualidad. Lo hago a partir de dos ejes analíticos: representación, nación y diferencia; identificación, agencia y política. Ambos pensados en relación con una tensión que me parece atraviesa la problemática del sujeto en sus dos vertientes (sujeción y subjetivación): la tracción entre estructura y agencia.1
Iré hilando esta reflexión a partir de hechos disruptivos que ponen en evidencia la complejidad del sujeto mujer en la Revolución (si es que es posible hablar de un sujeto mujer, al menos bajo esos términos), por ejemplo, la emergencia del colectivo Magín (1993), especialmente me centro en la poesía de Georgina Herrera, y transito por algunos trayectos de Las Krudas, grupo de raperas y activistas. También, dialogo con los trabajos de varias realizadoras audiovisuales, como Sara Gómez (documental La otra isla, 1968), Gloria Rolando (documental Diálogos con mi abuela, 2015), Yaima Pardo y Lilián Broche (documental Antígona, el proceso, 2015). En tanto que mediaciones simbólicas, estas representaciones disputan los sentidos en torno a la mujer, colocando el problema del saber y el acceso a una experiencia de mujer en el mundo en la misma dimensión del problema de “ser” mujer. Es decir, estas prácticas de significación a las que me refiero pasan inevitablemente por la cuestión onto-epistemológica: la relación entre los modos de ser y saber.
La preocupación que recorre el texto, casi a modo de una obsesión, es el exceso de sentido que actúa delimitando, al menos parcialmente, todo sistema de identidades diferenciales. Es decir: la diferencia. ¿Qué hacer con la diferencia?, pero, sobre todo, ¿cómo pensar en y a partir de ella? Si la diferencia es constitutiva, como argumenta Laclau,2situado desde una teoría del lenguaje que le permite dar cuentas de los procesos antagónicos de constitución de lo social; pero es, a su vez, como parece indicar Grossberg, un efecto de poder que responde a un procedimiento moderno, a partir del cual se constituyen las identidades en un juego que niega toda positividad al otro,3 me pregunto, ¿cómo es posible aprehender teóricamente la particularidad que supone ser mujer, sin subsumir y transformar, como ocurre frecuentemente, a esta particularidad en la representación de una universalidad, que es, ante todo, política?, ¿cómo evitar que el discurso teórico, en un intento por comprender ese exceso de sentido, termine dominándolo y produciendo nuevos centros? o, en el otro extremo, pretendiendo eludir toda esencialización, ¿cómo es posible conocer y ensayar sobre la mujer sin balcanizar, sin caer en una “no fijación absoluta”, en la que los particularismos se agotan en sus propias luchas?
De antemano, adelanto que no tengo la respuesta. Sin embargo, ensayo lo que creo puede ser un camino, de la mano de un análisis que sin perder de vista la historia y las coyunturas políticas, como el lugar donde se escenifican y emergen las luchas por y en la diferencia, también ponga sobre la mesa, al menos a debate, las condiciones ontológicas de esas experiencias de lucha.4
IN VITRO: la producción del sujeto mujer y la nación cubana
¿Cómo ha sido construida la mujer en la Revolución?, ¿cuáles han sido las instituciones y prácticas a partir de las cuales se le ha significado?, ¿cómo se ha administrado y representado históricamente la diferencia sexual en Cuba? Las preguntas están enfocadas en pensar la “mujer” en relación con el problema de la diferencia y las formas de significación y marcación: la representación;5 pero, también, en señalar el agente que se constituye como el polo autorizado para significar a la mujer, el Estado revolucionario. Es hacia él que gravitan y se identifican colectivamente los sujetos producidos como mujer.
Para indagar en el repertorio de imágenes y discursos que articulan posiciones diferenciadas en torno a la mujer, y las producen al interior de la formación, me remito a tres ámbitos: los discursos políticos del líder de la Revolución, Fidel Castro; las prácticas institucionales vistas desde la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) y las prácticas legales y jurídicas que establecen la base de los derechos de las mujeres en relación con el derecho constitucional socialista.
El 23 de agosto de 1960, en el teatro de la Confederación de Trabajadores Cubanos (CTC), Fidel Castro creó, junto a varios colectivos integrados por mujeres, la Federación de Mujeres Cubanas. Este es uno de los actos fundacionales de la nación cubana posteriores a 1959, en tanto el surgimiento de la FMC emerge como un proceso de borradura de las heterogeneidades. La Federación supuso la integración de varios grupos que actuaban desde decenios anteriores: el Frente Cívico de Mujeres Martianas, las Mujeres Opositoras Unidas, la Unidad Femenina Revolucionaria, la Columna Agraria, las Brigadas Femeninas Revolucionarias, los Grupos de Mujeres Humanistas, la Hermandad de Madres, Con la Cruz y con la Patria, entre otros. Todos debieron fusionarse en esta nueva y única organización y enterrar el pasado. Sí, porque el nacimiento de la nación moderna como un todo, como una estructura homogénea, sólo es posible si renunciamos a la memoria.6
En uno de los rubros del Partido Comunista de Cuba (PCC) aparece reflejada la tarea de la FMC: “Es una organización de masas que desarrolla políticas y programas encaminados a lograr el pleno ejercicio de la igualdad de la mujer en todos los ámbitos y niveles de la sociedad, entre otros aspectos”.7 Así, la FMC estuvo llamada a garantizar la articulación de la diferencia y su fijación en un impulso de unidad y coherencia. No sólo debían diluirse las diversas demandas de cada uno de los grupos, así como las posiciones que le daban sentido y permitían su formulación, sino que la mujer, en tanto sujeto de atención de la FMC, debía adscribirse a una entidad que la trascendía: el pueblo y la patria.
Y hoy se reúnen las mujeres y constituyen esta Federación de Mujeres Cubanas, unidas en esa palabra: cubanas, y unidas en esa bandera que llevan en sus manos (aplausos). Y se han unido para trabajar, para trabajar y para luchar; se han unido para todas las tareas que la Revolución nos trae; se han unido para la lucha y se han unido para el trabajo; se han unido para ayudar a la patria en cualquier circunstancia.8
Me centro en la problemática que abre la incorporación de la mujer a la Revolución desde una visión marxista, porque la piensa como sujeto de clase y elimina cualquier marca de género, etnia, raza, religión, sexualidad. Es decir, el enfoque marxista que se privilegió al inicio de la Revolución, desde el poder estatal, obvió cómo actúan estos índices sobredeterminándose mutuamente. Este proceder desconoce la especificidad del acto mismo a partir del cual aparece la mujer como sujeto en relación con otros. Aquí me parece importante la teoría de la performatividad de las identidades de Judith Butler,9 para poner a debate “la mujer” en el sentido de un sujeto universal, unitario y homogéneo, que preexiste a la discusión misma en torno a su rol social. La idea de mujer aparece en los discursos de Fidel, y en las propias intervenciones de Vilma Espín, presidenta de la FMC,10 como una esencia unificada y, a su vez, unificante. Emerge el sujeto mujer como totalidad originaria y fundante:
La Federación de Mujeres Cubanas surge hoy, así, de la unificación de varias organizaciones femeninas revolucionarias de nuestra Patria, con el respaldo ya de miles de asociadas, y llama ardientemente a todas las mujeres a incorporarse a esta nueva organización que habrá de unirnos a todas, de un extremo a otro de la Isla, en un gran lazo de amor, pero de amor combativo, por nuestros hijos y por nuestra Patria, a la que juramos defender hasta morir.11
La FMC es el resultado de una práctica articulatoria en la que los sentidos de la categoría mujer se fijan parcialmente, mediante operaciones de cierre ideológico. En la nomenclatura de Laclau, más tendente al diálogo con el psicoanálisis lacaniano, estaríamos hablando de la construcción de puntos nodales y significante-amo.12 La mujer cubana revolucionaria constituye entonces este significante-amo, que asume una función universal estructurante dentro del campo discursivo. Todas las mujeres, sin importar sus marcas históricas, deben adscribirse a una voluntad emancipadora que coloca su horizonte de objetividad en la Revolución, la Patria y el Socialismo.
El discurso de la FMC se construye sobre la base de presentar a la mujer como víctima de una opresión única. En consecuencia, el patriarcado, aunque no nombrado como tal en los primeros discursos que pronunciaron las líderes de la FMC, es visto en su universalidad. Quedan desterradas, borradas, las particularidades que la opresión adquiere bajo tiempos y lugares diferentes. La mujer, sujeto de atención y análisis de la organización, se presenta como una generalización, la cual oblitera las facetas que atraviesan y sobredeterminan la opresión patriarcal: raza, etnicidad, religión, sexualidad.
El primer fundamento constitucional del Estado socialista es su carácter clasista,13 de ahí se van a desprender los objetivos del Estado (la abolición de las clases y la explotación del hombre por el hombre, artículo 8), el problema de la igualdad (igualdad de derechos sobre la base de la eliminación de la propiedad privada y el acceso parejo de todos a las oportunidades que brinda la sociedad, capítulo V), los derechos sociales (el primero de todos los derechos es el trabajo) y políticos (derecho al sufragio, a la queja y petición, la pertinencia a las organizaciones de masa, la posibilidad de ser elegidos candidatos), y los deberes fundamentales (la defensa de la patria socialista, artículo 64).
Las mujeres pueden ser útiles en todos los sentidos; las mujeres pueden manejar las armas, y las mujeres pueden combatir. Así, en vez de un número determinado de combatientes, considerando combatientes a las mujeres, tendremos el doble número de combatientes (aplausos). Sólo hay que organizarlas y prepararlas, y constituir también sus unidades de combatientes, las Unidades Femeninas de Combate, para que la mujer no piense que se le relega solamente a otras tareas. Debe dárseles oportunidad en todos los órdenes, y deben estar preparadas para todas las tareas; y deben ser, sobre todo, la gran reserva en la lucha; deben ser las que sustituyan a los combatientes, cuando caigan, si tenemos que luchar.14
Si la mujer tuvo alguna oportunidad de formar parte del texto constitucional y, por lo tanto, ser considerada una ciudadana y gozar de los privilegios políticos que ello implica, fue bajo la condición de una relación hegemónica que acepta la diferencia, sólo en la medida en que la subsume e incluye en lo universal: el pueblo. La única clase social protagonista y autorizada para participar en la vida política de la Revolución es el pueblo. Podemos constatar, por ejemplo, cómo los derechos sociales (enfocados en el trabajo) y los deberes constitucionales (el sacrificio por la patria) implican importantes transformaciones en la significación social de los espacios. Por citar dos importantes cambios, localizados a nivel topológico, me referiré al ámbito de lo doméstico y lo público. Al disponer la incorporación de la mujer en la construcción social de la vida, en tanto ciudadana revolucionaria de un Estado socialista,15 ocurre una desvalorización de lo doméstico, desprovisto de toda politicidad y estigmatizado ahora como el lugar de la opresión y la explotación;16 mientras el espacio público, un ámbito ocupado tradicionalmente por los hombres, se universaliza y se positiviza. La mujer debe desplazarse hacia los lugares donde ha tenido lugar la presencia masculina: las plazas, las calles, las fábricas, el campo, el escenario de batalla o las aulas de un centro de enseñanza, a fin de encontrarse a sí misma como un actor social en la defensa de la patria. Mientras el Estado cubano localiza en lo doméstico el lugar de sojuzgamiento y marginación de la mujer, mantiene la lógica que sustenta su funcionamiento, al reforzar la binarización de la esfera pública.17
De hecho, una gran parte de los estudios históricos, legales y sociológicos, evalúan los principales “aportes” de la mujer a la Revolución de acuerdo con una cifra que certifica su participación en la campaña de alfabetización o instalada en la densidad y profundidad de la sierra; en la trinchera, durante la intervención a Playa Girón; en las misiones internacionalistas, defendiendo “los derechos a la soberanía” de otros pueblos; en el campo, cortando caña bajo el sol con un pesado machete; en las calles, marchando y gritando consignas. Nótese, por cierto, que el inventario de términos para referirse a sus labores es siempre alusivo a la contienda. Incluso, aún hoy se cuantifica la actividad social de la mujer como si se tratara de una simple cifra, una meta a la que debemos arribar. A comienzos de la década de 1990, las mujeres cubanas aún muestran “[...] las más altas proporciones de participación en rubros como la educación superior y el empleo, con importantes índices no sólo cuantitativos, sino también cualitativos”.18 Según aparece reflejado en la enciclopedia digital Ecured: “Tras las últimas elecciones del Poder Popular, resultaron casi 40% de las delegadas, 29.5% de las presidentas de asambleas municipales. Según datos de junio de 2010, de la Unión Interparlamentaria, Cuba ocupaba el cuarto lugar mundial por el número de mujeres en su Parlamento (43.2%)”.19
Esta identidad cerrada de mujer y adscrita a un lugar de clase es expresión de un poder que sólo halla en la pedagogía de la militarización la posibilidad de crear lazos comunitarios para sobrevivir, no sólo ante el “ellos”, ese gran “Otro” al que el discurso de la Revolución se confrontó (y aún hoy lo hace): el “imperialismo yanqui”; sino también ante la propia heterogeneidad y escisión de la sociedad cubana. La mujer (esa de la que hablo) sólo existe en una narrativa oficial que produce el Estado al invocarla como parte de un “nosotros”; el pueblo, para dar sentido y garantizar la nación después de 1959.20
[...] la mujer necesita participar de la lucha contra la explotación, contra el imperialismo, el colonialismo, el neocolonialismo, el racismo; en dos palabras: la lucha por la liberación nacional. Pero cuando al fin se alcanza el objetivo de la liberación nacional, las mujeres deben seguir luchando por su propia liberación dentro de la sociedad humana [...] Claro que las sociedades explotadoras, las sociedades de clases, explotaron a la mujer, la discriminaron y la hicieron víctima del sistema. La sociedad socialista tiene que erradicar toda forma de discriminación de la mujer y toda forma de injusticia y toda forma de discriminación de cualquier tipo.21
Pero esa mujer tan socorrida por el discurso político, embestida de uniforme y armas, de botas y sombrero en el campo, de overol en la fábrica, es también la implicación de una proposición machista: el atributo de una potencia.22 Así, se produce la apropiación de un signo ideológico machista. Como el sujeto machista no es una esencia fija, sino una posición abierta, sujeta a articulaciones y desplazamientos, que puede ser ocupada por hombres y mujeres, es posible leer el “empoderamiento” de las mujeres en la Revolución como una puesta en acto de la potencia, en tanto “ideología del macho”. Es una potencia que no descansa en la virilidad ni en la sexualidad, sino en el plano bélico, económico, intelectual, político. Por eso, para legitimarse ante la mirada del otro, la mujer debe aparecer como un sujeto potente.23
Por un lado, asistimos a la centralidad de la clase en la concepción socialista del Estado. Por otro, a la masculinización de la mujer. Además, estamos en presencia de un proceso ambivalente que, si bien masculiniza a las mujeres al concebir las formas de participación social y política desde una perspectiva clasista, en un movimiento contrario las reduce, las esencializa, las naturaliza y fija en su diferencia con base en la función reproductora.
La proletarización de la sociedad invisibiliza las diferencias y particularidades de los grupos que se articulan a esa totalidad. Así, se ignoran las condiciones históricas bajo las cuales acceden a la posición de mujer la comunidad afrocubana o, incluso, la imposibilidad del llamado para sexualidades que no cumplen con un patrón heteronormativo. Estamos en el terreno de una relación hegemónica, que busca crear una voluntad colectiva homogénea para el tránsito hacia una sociedad “más justa”. El problema es que no se cuestionan los constreñimientos históricos hacia las mujeres, salvo su explotación como clase carente de privilegios sociales (sobre todo, laborales). La mujer fue objeto de atención, y no prioridad, en tanto formaba parte de una estructura económica que debía ser modificada. La juridización de los derechos de la mujer trajo consigo, inevitablemente, la cancelación de su diferencia en beneficio de la Revolución y el sujeto de la revolución.
Sin embargo, a pesar de esta clausura a toda posibilidad de diferencia, no pueden desconocerse en el análisis los “avances” que en materia legislativa supuso también el reconocimiento y la reivindicación social de la mujer en la década de 1960: el código de la familia y el derecho al aborto. Ambos asuntos colocaron en el centro del debate en Cuba el derecho libre a la unión matrimonial, la reproducción y la determinación sobre los cuerpos.24
Como enunciaba más arriba, la ambivalencia se expresa también en el hecho de convertir a la maternidad en el principal eje de articulación de las mujeres: aquello que les da acceso a una experiencia común. Además, la maternidad, significada como la abnegación, la entrega y el sacrificio, se convierte en el sustento ideológico de la relación con la nación. El deseo de dar nacimiento es representado como un impulso colectivo, para alcanzar el plano de autorrealización. Hay en esta idea una cierta complicidad con la ideología machista que asocia la maternidad a un estado anterior a toda cultura y declara así como esencia de la feminidad el acto de ser madres.25 La historiografía oficial posterior a 1959 recoge a Mariana Grajales como el mito de la madrepatria (porque la patria no es cualquier mujer: es una madre) y, a su vez, es la madre que se anula y renuncia a sus sentimientos para ofrecer la sangre de sus hijos a cambio de la libertad de la patria.26
[...] estas mujeres cubanas, que agitan sus banderas y que saben que una cosa las une, y es esa bandera que ellas honran (aplausos); y que otra cosa las une, y son los hijos que dejaron en sus casas o llevan en sus entrañas.27
Ambos modelos de feminidad, la guerrillera y la madre, no son excluyentes, sino complementarios de una visión estereotipada. Lo normal y lo aceptable de una ciudadana es su cumplimiento del deber: el fusil al hombro para defender la patria, y en el otro, el hijo que alimenta para entregar a la lucha y la custodia de los intereses nacionales. En una de las secuencias del documental de Sara Gómez, En la otra isla,28 la joven encargada del campamento donde se hallan internas varias mujeres con el objetivo de educarse en el ejercicio del trabajo, declara, refiriéndose a otra joven que ha quedado embarazada: “Lo que ella va a tener, va a ser más comunista que tú y yo”. Recibir educación, trabajar, casarse, tener hijos y dar, si fuera necesario, la vida, esa es la forma en la que se sutura la identidad colectiva y personal de cada mujer.
Y basta ser madres para sentirse unidas en esa noble aspiración (aplausos) y para sentirse unidas estrechamente en el desprecio a la injusticia, y en el desprecio a los que no le han hecho más que mal a nuestra patria, a los que no han sembrado más que el hambre y la miseria, a los que no han sembrado más que el dolor y el luto, abolidos ya para siempre en nuestra tierra.29
En la imagen que ha identificado por décadas a la FMC, la mujer adquiere forma dentro de un régimen de representación específico. El ejercicio de la militarización sobre los cuerpos de las mujeres, ahora forjadas no sólo en la rudeza del enfrentamiento sino en la “grandeza” de dar a luz, adquiere plasticidad en la imagen y se fetichiza. El logo muestra una silueta vestida con el uniforme militar de las Milicias Nacionales Revolucionarias,30 cuyo rostro está desprovisto de rasgos: totalmente plano y vacío. En su hombro derecho carga el peso de la nación, un fusil; en el izquierdo, el fruto de “su esencia”: un hijo. Mediante un procedimiento metonímico, fusil e hijo se convierten entonces en la parte que significa al todo: el sujeto. El logo de la FMC funciona como un fetiche, ocultando aquello que no muestra realmente: las mujeres y la diversidad de posiciones desde las cuales pueden posicionarse para experimentar ser mujer. “El fetichismo nos lleva al reino en el que la fantasía interviene en la representación: al nivel donde lo que se muestra o se ve [...] sólo puede entenderse en relación con lo que no puede verse”.31 El poder discursivo y hegemónico del Estado, de sus dispositivos legales estratificadores y de la práctica de la FMC, para representar a las mujeres de una cierta forma, implica una circularidad en la que las propias mujeres quedan sujetas, atrapadas.
Traigo nuevamente la tensión entre estructura y agencia, entre norma y sujeto, para indicar que estos procesos no son nunca lineales, resultado solamente de acciones voluntarias y propias de la razón. Mucho menos se dan sin que medien las negociaciones, las oposiciones y las disidencias. Entender a la mujer sólo en tanto madre y guerrillera es un efecto de totalidad y verdad que opera mediante puntos de condensación (puntos nodales), que suturan una identidad. El “nosotros” al que pertenece la mujer es una construcción fantasmática, que oculta los mecanismos de significación implicados en su propia producción. El reconocimiento de la mujer implica un desconocimiento: lo que queda fuera, silenciado, en un campo no visible ni enunciable, al menos no desde la sintaxis ideológica del discurso revolucionario que constituye al sujeto mujer.
Ese “nosotros”, el sujeto universal revolucionario al que se ancla la mujer, está atravesado por un esencialismo clasista y heteronormativo que naturaliza las relaciones de misoginia, racismo y machismo. El orden patriarcal aparece como un problema superado en una sociedad que ha creado las condiciones para la emancipación de las mujeres.32 Sin embargo, ¿es posible pensar la opresión hacia las mujeres de espalda al discurso racializado y etnocentrista que constituyó las bases coloniales de la isla?, ¿se puede creer que hay algo común a todos los sujetos en el dominio de la representación? Esta última pregunta en relación con la pretensión de universalidad que anida en el gesto fundante de una nación, como el último intento precario por domesticar la diferencia.
El retorno de lo reprimido
¿Por qué el retorno de la reprimido? Esto me lleva a pensar en tres categorías que he usado y debo problematizar para continuar: la sociedad, el sujeto y la identidad. En realidad, lo que pretendo es ubicarme en la tensión que atraviesa la relación entre sujeción y subjetivación,33 la cual impide pensar el problema del sujeto y su capacidad de agencia desde la determinación absoluta por la estructura o la autonomía total para la autoproducción. Todo ello sin perder de vista la diferencia: su producción, administración y vínculo con la identidad.
Voy a partir de una tesis que comparten Laclau y Žižek,34 aunque ubicados desde distintos lugares teóricos: la posición de cualquier sujeto dentro de una organización es necesariamente incompleta. Esta afirmación es posible porque, tanto para el argentino como para el esloveno, lo político es teorizado como ontología de lo social. El desacuerdo, la negatividad y la oposición son inerradicables.
El antagonismo adquiere un estatus ontológico a partir del cual se llega al núcleo traumático que opera, en el caso de Žižek, como a priori de todas las relaciones de poder.35 Para el marxista esloveno, esta inherencia del antagonismo sólo puede explicarse a partir de una instancia de carácter nohistórico, la cual ubica en la estructura trascendental del sujeto. Y una vez ahí, Žižek argumenta que el sujeto se halla atravesado por una fisura traumática. Así, parecería cancelar toda política emancipatoria, condenada de antemano al fracaso, precisamente por oponerse al único principio básico de la sociedad y el sujeto: el antagonismo.36 Podríamos traducirlo, para los intereses de este estudio, como la incapacidad del sujeto de encontrar un lugar en el mundo. Y es esta inhabilitación el móvil (el deseo) que impulsa la acción política, condenada a constatar su falla. Mi pregunta a esta tesis žižekiana sería cómo ontologizar lo político sin cancelar o desmovilizar la lucha.
Creo que asumir la disputa en el campo ideológico y político como una relación agonística podría ser un camino.37 Para Laclau, que piensa el problema de las relaciones hegemónicas desde una teoría del lenguaje, influenciada por Saussure y Foucault, el antagonismo es la condición de posibilidad de la experiencia humana, en tanto constituye el límite que no permite a un sistema diferencial fijar un sentido de plenitud. Es decir, el antagonismo no es una contradicción ni una oposición, sino la constatación de una presencia “otra”, que debe ser expulsada a fin de estabilizar el significado y producir un efecto de totalidad. La relación antagónica es el límite de toda objetividad.
Esta perspectiva laclauniana implica, al menos, tres cosas. Primero, que la división social es consustancial a lo político. Por tanto, y aquí viene el segundo aspecto, el cierre de una formación discursiva no existe bajo una positividad dada y delimitada, pues esta clausura sólo es posible por la articulación de una lógica de la diferencia y la equivalencia, la cual es siempre incompleta y está penetrada por la contingencia.38 Tercero, las identidades no están nunca completamente suturadas, están contaminadas de un exterior discursivo (lo piensa bajo el prisma de una teoría del discurso). De ahí que el sujeto en Laclau no sea originario, sino sólo posible en tanto posición de sujeto al interior de una estructura discursiva que surge de manera contingente. “Al ser toda posición de sujeto, una posición discursiva, participa del carácter abierto del discurso y no logra fijar totalmente dichas posiciones en un sistema cerrado de diferencias”.39
Vuelvo entonces a mi pregunta inicial del apartado, ¿por qué el retorno de lo reprimido?, ¿qué significa eso del regreso de algo que ha sido contenido y qué implicaciones tiene para pensar las relaciones bajo las cuales se constituye al sujeto mujer en el caso particular de Cuba? Esto me ubica en el problema de la articulación de la diferencia y la unidad, y los procesos de identificación. Si la unidad sólo es posible pensarla en su propia precariedad, como un intento por incluir y articular posiciones diferenciales, lo de afuera, lo que no puede ser articulado, es una presencia que amenaza con perturbar la estabilidad.40 Así, la constitución del sujeto revolucionario, al cual debe adscribirse la mujer, opera mediante un acto que crea sus propias formas de racionalidad e inteligibilidad dividiéndose: es decir, expulsado fuera de sí todo exceso de sentido que lo subvierta.41 La coherencia de la mujer cubana revolucionaria, en tanto sujeto, se entiende como un proceso que emerge en el tiempo a partir de la repetición continúa de actos.42 Estos actos no sólo pasan por “hechos”, sino que se constituyen dejando fuera algo que no pueden incorporar a fuerza de ser centro.
Sin embargo, la fijación es sólo parcial, la mujer, entendida bajo los significantes privilegiados que fijan su significado dentro de la sociedad cubana como madre guerrillera y revolucionaria (según vimos en el apartado anterior), no está protegida del exterior. Ese afuera le impide suturarse plenamente. La falta de sutura evita que un sujeto logre consolidarse como un lugar cerrado, hay un juego de sobre determinación entre esas posiciones, que reintroduce el horizonte de una totalidad imposible. Es bajo este juego que surge la relación hegemónica como una forma de política.
La perspectiva de Claudia Briones43 me permite introducir un nuevo punto en la discusión que he sostenido hasta aquí: la idea de fricciones y perforaciones en las identidades. Ello no significa ir en contra de la premisa antiesencialista: las “identidades son abiertas”, sino mostrar que también actúan mediante cierres. Este brote de coherencia, que es una operación siempre ideológica y expresión de una relación hegemónica, fija identidades y posiciones de sujeto.
Si hasta ahora he mostrado al sujeto mujer como totalidad, resultado de una condensación que opera mediante suturas, las cuales dejan fuera un exceso inarticulable; quiero enfocarme ahora en las dinámicas de identificación que no cancelan la diferencia ni agotan la división sobre la cual parecen edificarse las identidades: nosotros/ellos. El documental En la otra isla, de la realizadora cubana Sara Gómez, racializada doblemente, por el color de su piel y la condición de mujer, interpela políticamente el lugar de las mujeres y los negros en la Revolución y el proceso de integración.44 El trabajo audiovisual de Sara Gómez interviene justo en este escenario complejo de constitución de un sujeto revolucionario perforado por la marginalidad de los otros. Su búsqueda documental es el tanteo de un proceso de identificación que, lejos de descentrarse, persigue el recentramiento dentro de una formación que le permita acumular capacidad de negociar o disputar su lugar.
Para la realización de En la otra isla, Sara viaja a la Isla de la Juventud, Cuba, en ese entonces Isla de Pinos. Ahí visita la Granja de la Libertad, donde se hallan internados una multitud de jóvenes avocados a un proceso reeducador, para forjarse en los principios ideológicos del hombre nuevo. Cada testimonio que recoge se torna en la repetición de una historia de violencia y borradura, donde pasado y presente, privado y público, se muestran como esferas de la experiencia social siempre opuestas y atrapadas en su binarismo. Hablan todos: la chica rebelde que vivía en su hogar con la abuela y decidió marcharse a la Granja para producir y aportar a la Revolución; el cura que abandonó el hábito para construir una sociedad más justa; la adolescente que dejó a su familia y su casa para incorporarse a las tareas de la Revolución; el joven que sepultó su carrera como cantante lírico para labrar la tierra, labor de primer orden para construir la Revolución. Sara rompe el silencio que la distancia de su objeto documental, ella se sabe parte de aquello que escruta con el lente. Su voz busca respuestas: ¿por qué están aquí?, lo que se traduce en una interrogante aún más incisiva: ¿y qué pasa cuando llegamos al paraíso?, ¿qué esperamos encontrar cuando arribamos a un horizonte situado más allá de todo antagonismo, precariedad y diferencia?
Los personajes parecen estar habitando el lugar que ha sido diseñado para ellos, sin perturbaciones. Actúan la identidad para una mirada que los emplaza y gustosa contempla los vestigio del pasado como las huellas de un sujeto colonizado que ya no existe. Sin embargo, esta dramatización de la identidad −hombres y mujeres trabajando juntos sin distinciones de sexo, género, clase o raza, conviviendo bajo la consigna de la Revolución− es la repetición de negaciones −los otros que ya no son ni pueden ser− a fuerza de convertirse en el objeto totalizante y pleno: el hombre nuevo. Sara les devuelve la mirada desde otro lugar, el vacío que han dejado. “¿Y qué tú hacías antes de venir pá acá?”, le pregunta a una de las entrevistadas, mientras se descoloca para ver lo invisible: los sujetos marcados que el régimen político, encarnado en el Estado socialista como locus de enunciación de la nación, se niega a escuchar y ver. Sara no interroga a quienes posan delante de su lente bajo el supuesto optimismo de ser protagonistas de una nueva época, sino que ella interpela el lugar discursivo de una identidad.
Los testimonios de quienes aceptan exponerse a la cámara se devanean entre espacios contradictorios: el yo revolucionario, heroico, entregado a la tarea más noble del hombre: el trabajo; y el otro yo (yoes) vacilante, desobediente, marginado, lateral. Así, el documental instaura una polifonía de voces que emergen para dinamitar la identidad social del sujeto revolucionario (a la que debía adscribirse también la mujer). Ese revolucionario es evocado y borrado, a la misma vez, por quienes ocupan dentro de la formación distintas posiciones.
Ante la implacable interrogación de Sara, la demanda de identificación surge como una necesidad política, que deja ver los entresijos de la narrativa triunfalista del Estado socialista. Rafael, el joven negro que cantaba en un coro lírico, le confiesa a la documentalista su renuncia a un proyecto de vida: la música. Y ella lo inquiere: “¿Entonces qué pasó?”. Rafael, quien evita tan siquiera enunciar en voz alta el problema, se regodea en palabras sueltas que van perdiendo el sentido. Sara, cada vez más curiosa, hurga en la herida y nombra el tabú: el negro. “Mira, Sara, para hablarte más concretamente, en el grupo el único negro era yo. Y la apatía no era por el color. Pero ellas pensaban que era una cosa antiestética que una blanca trabajara con un negro”. Antes de terminar la frase, justo cuando Rafael alude al consejo que le ofrecieron: “no te des por vencido”, Sara corta la secuencia y, mientas escuchamos la voz en off del entrevistado, lo vemos en el cuadro con una guataca en su mano, removiendo la tierra en el campo. Entonces, le pregunta Sara: “¿Tú te sientes como si hubieras renunciado al arte?”. La interrogante lo confronta con el lugar vacío y emergen las fricciones que desestabilizan la identidad que habita: el hombre nuevo.
En la otra isla es el exceso que debe ser controlado, regularizado, normativizado por las políticas de disciplinamiento del Estado cubano revolucionario. Eso que queda fuera y amenaza con perturbar sólo asoma en la ambivalente relación de un borramiento parcial y la manifestación de una anomalía. Podríamos leer entonces a estos sujetos en su conflicto no como adscripciones plenas al lugar de interpelación, sino como perforaciones de distintos clivajes, que dejan entrever las superposiciones de configuraciones que los atraviesan.
Pero mientras los sujetos que Sara expone revelan una falta desde la escenificación elusiva (exceso de sentido que desborda la posibilidad de fijeza y debe ser domesticado o expulsado), la documentalista Gloria Rolando literaliza la irresuelta contradicción entre cultura, raza y género, en su documental Diálogos con mi abuela (2015). Casi cuatro décadas median entre estas primeras indagaciones de Sara y la intervención de Gloria. El documental es producido en un contexto donde las marcas del racismo se han (re)activado y han vehiculado importantes disputas y tensiones en torno al corrimiento ideológico del negro. La década de 1990 y el comienzo del siglo XXI estuvo transitada por colectivos que renunciaron a la estrategia de simulación (aparentar ser el sujeto revolucionario), para confrontar la identidad a la cual se ancla la posibilidad de ser en la Revolución.
Diálogos con mi abuela es la puesta en escena de una biografía que experimenta la identidad como un lugar de consentimientos, frustraciones y desacuerdos. La narración se estructura en torno al testimonio de Inocencia Leonarda Armas y Abreu, la abuela de Gloria. En 1993, la documentalista sostuvo una conversación con Inocencia y registró el intercambio. Una década después decidió usar estos relatos orales para abrir el debate sobre la mujer negra en la sociedad cubana posterior a 1959. Diálogos con mi abuela constituye un ejercicio de exploración en la historia familiar que transparenta la ambivalencia de la inscripción, la identificación colonial y su relación con el género. La mujer negra aparece como portadora de signos diacríticos que interpelan directamente a la construcción de la mujer cubana en términos universalistas.
Gloria se interna en un complejo diálogo espiritual “con el más allá”, como ella misma afirma en una entrevista, donde la voz de su abuela, que ya ha muerto, se confunde con la ancestralidad invocada como origen de su identidad. La misa espiritual45 y los cantos rituales devienen recursos retóricos de la narrativa audiovisual para adentrarse en un pasado colonial, cuyas marcas sólo pueden reconocerse en el presente (al igual que en el caso de los personajes de Sara) como borramiento parcial o expresión de una irregularidad que queda subsumida en el sujeto revolucionario. La documentalista apunta entonces a la huella traumática más evidente de la esclavitud de Inocencia: su apellido. Una marca que no la abandonó nunca: “Abreu”, el apellido del amo era también el suyo.46Los testimonios de historia oral de Inocencia no son simples registros “verídicos” de un suceso pasado (entre los muchos que relata), son un producto complejo cruzado por la memoria privada, las mediaciones simbólicas, las experiencias pretéritas y el presente del asiento sonoro. La voz de la abuela se entremezcla con los recuerdos de Gloria, incluso con esos que no posee, pero hace suyos en el intempestuoso acto de la introspección.
En este ir y venir de la memoria para darle sentido al trauma del presente, la sublevación de los negros en 1925 en el Parque Leoncio Vidal, Villa Clara, cobra especial relevancia en la narración.47 El relato de la abuela Inocencia alude a un día turbulento en el que perdió el tacón de su zapato, mientras corría invadida por miedo y la multitud de negros violaba la norma de civilidad. En su voz quebrada por los años, el relato queda reducido a la nimiedad de un detalle. Sin embargo, Gloria se apropia de él y se instala estratégicamente en el pasado, para repetir una y otra vez el lugar de una experiencia. Este acto performativo desplaza los acentos que sobre el sujeto revolucionario ha fijado el discurso disciplinario para reintroducir las exclusiones históricas.
Frente a esta oquedad de la historia oficial, que limita los accesos a la memoria de la raza y el racismo en Cuba, del colonialismo y el negro, también se configura como un acto performativo la escritura de la poeta negra Georgina Herrera. Oriki para las negras viejas de antes es un poema cuya capacidad de agencia surge no de la negación a repetir una norma instaurada por los discursos regulativos de género, clase y raza en Cuba, sino de su compulsión a repetir de tal manera que se desplazan los sentidos en torno a la propia construcción de mujer. La categoría de performatividad de Judith Butler, entendida como la hacedora que se constituye a partir de su hacer en acto, es crucial para entender cómo la mujer, en tanto una posición, una identidad social disponible, es desestabilizada desde su interior por aquellos sujetos que la habitan como extraños en su propia casa. Georgina, quien formó parte de uno de los primeros grupos de mujeres independientes a la FMC, denominado Magín,48 mostró a partir de la textualidad de sus poemas la imagen de una otra cultural y racialmente marginada:
En los velorios
o a la hora en que el sueño era ese manto que tapaba los ojos
Ellas eran como libros fabulosos en sus mejores páginas
Las negras viejas, picos de misteriosos pájaros,
contaban lo que antes había llegado a sus oídos
Éramos, sin saberlo, dueñas de toda la verdad oculta
en lo más profundo de la tierra.
Pero nosotras, las que ahora debíamos ser ellas, fuimos contestonas
No supimos oir...
En Georgina, el pasado se vuelve un recurso disputable para cuestionar las formas de habitar, de aceptarse o no, que se hallan ligadas a la posición de mujer disponible para ella. La negra, la africana esclava apresada en los pliegues del pasado, se configura como una entelequia: la mujer irreal que no puede existir, pero le da forma a la identidad de la otredad: “Tomamos cursos de filosofía, no creíamos / Habíamos nacido demasiado cerca de otro siglo / Sólo aprendimos a preguntarlo todo y, al final, estamos sin respuestas”.
Georgina, como Gloria y otras mujeres que han conformado en Cuba el denominado feminismo negro, se niega a homogeneizar su opresión bajo el común denominador del patriarcado. Busca en la negra esclava la imagen que imanta su identificación como un otro, para ubicarse como minoría. Pero si la identificación aquí no cancela la diferencia y muestra la artificiosidad de la identidad cultural y su particularidad, detenta un peligro mayor: la esencialización y fijeza de la identidad de la negra. Así, la negra como una fantasía se recupera con la nostalgia del origen de un poder ser que ha sido negado. La negra como máscara, “un doble, un envoltorio, una piel arrancada, arrancada para hacer con ella un escudo”,49 se convierte también en la poética de Georgina y en los documentales de Gloria en un lugar a disputar a fin de dar cuentas de sí mismas: “Ahora, en la cocina, en el patio, en cualquier sitio, alguien, estoy segura, espera que contemos lo que debimos aprender”. Por eso, por ejemplo, lo doméstico reaparece como un ámbito politizado en ambas operaciones narrativas. En Gloria, a partir del testimonio de su abuela, cuyo trabajo estuvo enmarcado por las paredes de la cocina, condición de posibilidad para la emancipación de otras mujeres; en Georgina, como el lugar donde pueden ser descubiertas, escuchadas, percibidas, nuevas tecnologías de sociabilidad y politicidad. No creo que se trate de reivindicar la cocina como el lugar “propio” de las mujeres, sino de poner en entredicho la retórica masculina que ha operado en la construcción de la mujer como sujeto político en Cuba, y ha validado la esfera pública como el único formato de la política: “Permanecemos silenciosas / Parecemos tristes cotorras mudas / No supimos apoderarnos de la magia de contar, sencillamente porque nuestros oídos se cerraron / Quedaron tercamente sordos ante la gracia de oir”.
Desde la vigilancia de una identidad que rescinde el pasado, la performatividad del género de estas mujeres, marcadas por el color de su piel como signo del colonialismo y la violencia que ha sido sepultada, está atravesada también por la necesidad de recuperar saberes, los cuales circulan aún entre ellas, pero no alcanzan la validación. Sus oídos descubren entonces un campo de sonidos antes no audibles, que cobran sentido ante el deseo de sólo parcialmente identificarse con la mujer revolucionaria, guerrillera y madre. La capacidad de agencia de la escucha, para recrear puntos de fuga en el trabajo de articulación y suturación de las personas como encarnación material de identidades, es sublimada en estos procederes artísticos. El diálogo, en el sentido bajtiniano, se convierte en una posibilidad para negociar el significado en torno a la mujer negra cubana y descorrer los pliegues de la subjetividad, a los cuales ha debido anclarse y reconocerse este sujeto lateral.
En el repetir ansiosamente lo que somos, a fuerza de seguir siéndolo, no sólo la raza se convierte en un indicador para tener acceso diferencial a la experiencia y al conocimiento de la mujer, en tanto desestabiliza la heroicidad y la emancipación del sujeto mujer enunciado desde el Estado. Otros indicadores, como las sexualidades disidentes, evidencian la heterogeneidad (contenida) al interior de la formación discursiva, donde la revolucionaria se configura como la única posibilidad de ser. En el documental Antígona, el proceso (2015), de las realizadoras Yaima Pardo y Llian Broche, la mujer mimetizada, que es casi lo mismo que el hombre, pero no exactamente, es vivida como una frustración.50 La positividad de la identidad mujer es vista sólo como una posibilidad metafórica y subvertible. Por eso, en su estatuto de documento, el filme se vuelve hacia el archivo y las figuras típicas de la mujer para posicionarse como el desbordamiento del discurso que le da sentido: la mujer.
Al igual que En la otra Isla, las realizadoras se reconocen parte de una problemática que no les permite distanciarse: ellas son su propio objeto.51 La única brecha que se abre entre Lilián-Yaima y el fundamento de su registro audiovisual es el sentimiento de fracaso ante el conjunto de la práctica social y los discursos de las instituciones que produjeron a la mujer cubana como sujeto. ¿Cómo se nos ha representado y cómo ello está relacionado con el modo en el que podríamos representarnos? Esa parece ser la inquietud que permea a Antígona, el proceso. Por eso hurgan en los relatos de memoria (visual, oral, gráfica, corporal), porque ahí, en los productos simbólicos en tanto representaciones, se halla constituida y suturada la identidad de la mujer. Y no temen, incluso, mostrarse a sí mismas como el lugar del conflicto: donde se inscribe la historia, el discurso; pero también donde se manifiesta el deslizamiento, el exceso y la diferencia. Quizás el paroxismo de esta ambivalencia se muestre cuando Yaima confronta a su propia madre. Frente a frente, la hija regresa como la presencia perturbadora que deja ver, por un momento, las omisiones sobre las cuales se ha constituido la identidad de la mujer cubana.
“¿Qué hubieras querido ser si el llamado no hubiera sido ir al Manuel Ascunce?, ¿qué hubieras hecho con tu vida?, ¿cómo te ha cambiado a ti la vida, esa actitud de dar siempre el paso adelante?”, le pregunta Yaima a su madre, quien ofrece dos argumentos: su participación en el destacamento pedagógico Manuel Ascunce Domenech y su maternidad.52 La madre y guerrillera, esa que quedó fetichizada en el logo de la FMC, es reactualizada en la experiencia de vida de la mujer que tenemos frente a cámara. Sin embargo, lo más interesante no es reparar en la tan clásica división: nosotras/ellas; las nuevas generaciones versus las de antaño que conquistaron su libertad; sino advertir la polifonía de voces que hablan a través de ellas e interrogan el monologismo de la categoría “mujer cubana”. La unidad ficticia de la identidad mujer, producida por las propias estructuras mediante las cuales se busca la emancipación, es expuesta por las disidencias y heterogeneidades que se manifiestan al interior.
La posibilidad de (re)escenificar la identidad mujer, desnaturalizando el cuerpo de la guerrillera y la madre, en tanto núcleo fundacional del género y la sexualidad, aparece también en el grupo de activistas y raperas Las Krudas. En otra tesitura, la de un feminismo queer y negro, el tema Mi cuerpo es mío (2014), del álbum musical Poderosxs, desata una disputa en torno a los discursos regulativos del género, enunciados desde el aparato de la institucionalidad revolucionaria: “¿Cuerpos de quiénes? / De nosotras. ¿Derechos de quiénes? / De nosotras”. Ese es el estribillo que confronta, al estilo más rudo y marginal del rap, la heterosexualidad compulsiva dominante inscrita en los propios cuerpos de las mujeres. Así, se imprime en sus cuerpos la lucha por una feminidad diferente y una sexualidad que sólo puede ser entendida en este contexto como disidente.
Los cuerpos de Odaymara Cuesta y Olivia Prendes, construidos al estilo butch, se convierten en el lugar desde el cual interpelar la univocidad de la identidad mujer en la Revolución; pero también hacen evidente la capacidad de agencia que radica en la performatividad, para producir al sujeto mediante el propio acto del hacer, de la materialización: “Saquen sus doctrinas de nuestras vaginas / Ni amo ni Estado, ni partido ni marido”. La letra de la canción aunada a la performance musical expone una economía de los placeres diferente, que refuta la construcción de la subjetividad femenina marcada por la función reproductiva, presuntamente distintiva de las mujeres. Si Gloria o Sara apuntan al racismo que sobre determina la identidad de género de las mujeres, Las Krudas se instalan en las maneras en las que las relaciones de poder definen la sexualidad para las mujeres dentro de los términos de una heterosexualidad y convenciones culturales fálicas. ¿Quién tiene el poder en la nación de inscribirse en la ley para normar la sexualidad?, pero, aún más, ¿quién tiene derecho a reclamar la legalidad de la sexualidad?
Entre la norma y el hacer
La relación entre estructura y agencia, traducida a sujeción como sujetos efecto de estructuras y posiciones vacantes, y subjetivación como distintos modos de habitar esas posiciones en disputa, negociación y/o consentimiento,53es siempre tensa. No pretendo ubicar esta discusión en la lógica del opresor y el oprimido, sino en la compleja relación entre los discursos y prácticas que nos interpelan e intentan hablarnos, situándonos en un lugar particular y la performatividad como la agencia de un sujeto que no preexiste, sino que se hace en y a partir de su propio hacer. Este hacer opera bajo circunstancias que no elegimos, pero pueden ser alteradas, porque no están nunca totalmente cerradas.
La idea de este recorrido apresurado no es reducir las luchas por el reconocimiento de los derechos a la diferencia a un simple reclamo de admisión dentro del sistema, sino cuestionar el sistema mismo que desplaza hacia las márgenes la diferencia que no puede contener. ¿Qué hacer con la diferencia?, ¿cómo hacer para que la diferencia, constitutiva de lo social, no se traduzca en relaciones de poder que desplazan a polos opuestos a dominados y dominantes?, ¿cómo comprender, si no es desde la lógica de la otredad, ese exceso de sentido que no encuentra acomodo en los discursos constituidos?, ¿cómo hacer para que el significado no ejerza siempre su autoridad, condenando a relaciones entre la parte y el todo, la unidad y la diferencia, y solapando la propia maquinaria estratificadora?
Repito, pocas certidumbres sobre cómo pensar un proyecto político que no sucumba a la tentación de la coherencia y la universalidad, o se diluya en los particularismos y el relativismo, como, de hecho, ocurre. Lo que sí creo imposible es pensar hoy una política que no esté atravesada por la problemática del género, la raza, la sexualidad y la clase.