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Política y cultura

versão impressa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.50 México Set./Dez. 2018

 

Ideología, hegemonía y cultura

Los relatos contemporáneos de la hegemonía. Un acercamiento a sus principales debates

The current views of hegemony. Approaching its main debates

Carlos Manuel Reyes Silva* 

* Doctor en ciencias sociales. Profesor de cátedra del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Campus Monterrey. [carlos.m.reyes@itesm.mx].


Resumen

La hegemonía ha pasado de ser un fenómeno de estudio a una de las principales herramientas analíticas en el campo de las ciencias sociales. Su abordaje ha sido popularizado por Laclau y Mouffe, quienes propusieron una visión contingente y discursiva de esta noción. Sin embargo, el arribo de los teóricos de la poshegemonía −Lash, Arditi, Beasley-Murray, entre otros− ha ocasionado una multiplicidad de debates. Este artículo propone la identificación de cuatro ejes de discusión y su análisis: el contexto temporal, la (in)mediación, las vías de acción y la cuestión ontológica, rechazando una visión paradigmática del estado de la cuestión.

Palabras clave: hegemonía; poshegemonía; representación; afecto; discurso

Abstract

Hegemony has become not only a case study but one of the main analytical tools in the Social Sciences field. Its approach has been popularized by Laclau and Mouffe, who proposed a contingent and discursive procedure of this notion. Nonetheless, the arrival of certain academics who subscribe the posthegemony −Lash, Arditi, BeasleyMurray, among others− has caused a proliferation of particular debates. This article proposes the identification of four discussion axes and their analysis: the temporary context, the (in)mediation, the courses of action and the ontological issue, by rejecting a paradigmatic view on this matter.

Key words: hegemony; post-hegemony; representation; affect; discourse

Introducción

La hegemonía, al menos en su noción básica para el marxismo del siglo XX, proviene de la obra de Antonio Gramsci. El pensador italiano estaba preocupado por esclarecer las formas de dominación que se instauraban en la sociedad, más allá de los límites materialistas y economicistas del marxismo decimonónico; esto le llevó a pensar nuevas formas de organización y a reflexionar sobre los obstáculos que enfrentaba el movimiento de los trabajadores.

Los sentidos que tiene la hegemonía para Gramsci se obtienen a partir de las inducciones que realiza; incluso se podría decir que son de tipo contextual dependiendo del tema abordado por el autor: “es más bien un concepto transversal a todo su pensamiento, que está presente en todos sus niveles pero que no se encuentra desarrollado teóricamente en ningún lugar”.1 Esta diversidad no necesariamente da lugar a contradicciones, de modo que para partir de ciertas generalidades, habría que destacar que la hegemonía está vinculada con el consenso. Aquí Gramsci recupera el papel de la superestructura, pero le otorga un mayor valor que Marx; además, se diferencia del último enfatizando en la separación entre la coerción (dominación) y el consenso (dirección), de modo que la violencia queda supeditada al orden que puede proveer la ideología.

Así pues, la clase dominante era dividida por Gramsci entre la sociedad política, que se asimilaba a la maquinaria estatal, y la sociedad civil, que servía para describir al conjunto de organismos que reproducían −desde una dimensión ideológica y con ayuda de los intelectuales− el proyecto dirigente;2 para utilizar otro de sus términos, esta síntesis dominación-dirección es lo que daba lugar a un bloque histórico.3 Visto desde el lado contrario, el movimiento de izquierda encontró utilidad en el trabajo de Gramsci para dar cuenta del consenso establecido y proponer alternativas de acción, introduciendo una lucha en términos ideológicos y críticos hacia el Estado.

Gran parte de esta formulación será recogida posteriormente por Louis Althusser, desde un aspecto más corporativo, a través de los “aparatos ideológicos del Estado”. En ese sentido, la hegemonía en tanto consenso se ve reproducida en los aspectos más cotidianos y banales a través de distintas dimensiones y en las más diversas instituciones. En cierta medida esto también permea en la obra de Michel Foucault, cuando establece las nociones de “dispositivos”, “gubernamentalidad” y “biopolítica”, siendo esta última de gran importancia para uno de los debates que aquí se presentan.

Lo importante de todo esto es que los textos de Gramsci despliegan una serie de abordajes que nutren a la corriente crítica del siglo XX y que permitirán reflexionar sobre el papel educativo o pedagógico que tiene el Estado, así como las luchas paralelas que debería impulsar el movimiento. Más adelante, la noción de hegemonía tuvo otro parteaguas cuando fue recuperada en la obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, cimentándose a la postre tanto en el campo de la ciencia política como en los estudios culturales. Asimismo, su uso sería replicado en otras disciplinas, como ocurrió en el terreno de las relaciones internacionales, sobre todo con las obras de Immanuel Wallerstein y Robert Cox.

Para finales de siglo, era casi incuestionable suponer la existencia de estos procesos −la “hegemonía de la hegemonía”−4 y algunos de los autores hasta ahora nombrados se convertían en referentes obligados para cualquier interesado en el tema. Esto se debía, en gran parte, al contexto, por ejemplo, en el caso de las relaciones internacionales, el orden unipolar que se presentaba tras la desaparición de la Unión Soviética permitió categorizar la década de 1990 como un sistema internacional hegemónico. Sin embargo, el arribo de nuevos fenómenos y perspectivas más críticas han abierto el camino a una multiplicidad de voces, cuestionado el uso de la hegemonía y fomentado así distintos frentes de lucha.

Por ello, este artículo busca demarcar los principales debates de actualidad en torno a este concepto. Con esa finalidad, se parte de una breve semblanza que ubique las principales categorías de la hegemonía en la propuesta de Laclau y Mouffe. A partir de ahí, el segundo apartado desarrolla un primer debate sobre el carácter temporal del uso de la hegemonía. Después, se identifican dos discusiones: una en torno a la representación o (in)mediación y otra sobre las formas de acción, siendo ambas polémicas de las más reconocidas. Posteriormente se analiza el problema ontológico que es, con toda probabilidad, el que hace cimbrar los supuestos más básicos de la teoría hegemónica. Por último, se cuestiona la capacidad de diálogo de estos debates, concibiendo estas propuestas a modo de relatos o incluso, como marcos analíticos, haciendo un llamado a repensar estas controversias para superar a la brevedad este impasse teórico.

La teoría hegemónica de la hegemonía

Como se mencionó, la obra Hegemonía y estrategia socialista5 de Laclau y Mouffe se convirtió, desde su publicación en 1985, en el epicentro alrededor del cual se desarrollarían las discusiones del concepto que aquí nos ocupa. Antes de comentar esta propuesta es preciso señalar que, aunque parte de la misma servirá para profundizar en los debates subsiguientes, se torna imprescindible partir de un esquema que introduzca sus principios fundamentales. Por ello, lo primero que debe señalarse es que Laclau retoma de Gramsci la idea de que es necesario un momento de construcción de una comunidad que deje fuera la heterogeneidad. En su visión de la sociedad, Laclau y Mouffe conciben un campo social atravesado por antagonismos, esto es, que existe una diversidad de reclamos que, a pesar de sus diferencias, logran reunirse en ocasiones. El afán por explicar este proceso impulsó a ambos pensadores a inscribirlo en un marco discursivo, de modo que la hegemonía resultaba en una “operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma”.6

Este fenómeno requería cuestionar el proceso de articulación de dichas representaciones, desplegando una serie de fundamentos ontológicos para su comprensión, entre los que destaca primeramente el carácter cambiante de los significados o, como Laclau lo ha denominado, “la emancipación del significante de cualquier dependencia del significado”.7 Así, el establecimiento de significantes vacíos y flotantes es lo que posibilita que una particularidad asuma el carácter representativo de una totalidad de demandas, lo cual ocurre a través de la formación de una cadena equivalencial.8

Esta cadena equivalencial asumida como universal se asemeja al consenso del pensamiento gramsciano, pero también es quizá la forma más visible de la ruptura con el marxismo tradicional; si Gramsci notaba que las identidades estaban fijadas a una posición acorde con las relaciones sociales de producción −o lo que es lo mismo, “conciencia de clase”−, en el pensamiento posmarxista ésta es meramente circunstancial: “lo que es constitutivo de la relación hegemónica es que los elementos y las dimensiones que le son inherentes están articulados por vínculos contingentes”.9

La eliminación de diferencias entre reclamos ocurre entonces por determinadas circunstancias, entre las que destaca la figura de una otredad que actúa como una externalidad constitutiva, de modo que el establecimiento de fronteras es lo que permite articular identidades colectivas, así como la diferenciación entre un proyecto y otro. Siguiendo esta lógica, la propuesta que Laclau desarrolló en solitario con más profundidad admite la exclusión de determinadas demandas que no pueden ser integradas por la cadena equivalencial, permitiendo un escenario de múltiples proyectos insubordinados entre sí. Por otro lado, cuando el contenido particular trasciende al rol universal −y hegemónico−, éste tenderá a sedimentar dicho ordenamiento intentando borrar las relaciones de poder que le dieron forma. Sin embargo, esta representación universal nunca será plena; siempre habrá una falta de totalidad que es lo que da espacio al elemento de transformación, ya que los órdenes sociales siempre pueden ser de un modo diferente al que se presentan.

Esta propuesta ha permitido investigar, desde otras aristas −menos ideológicas y esencialistas−, los movimientos populistas, y ha posibilitado la inclusión de la retórica y el psicoanálisis a los estudios de lo político. Encima, su carácter procesual y circunstancial, que expone la relación entre lenguaje y poder, ha sido bien valorada por muchos años. Aun en contra de las discusiones sostenidas con otros pensadores como Žižek, Hardt y Negri, la propuesta de la hegemonía de Laclau y Mouffe ha seguido vigente en disciplinas académicas −como los estudios culturales− y ha sido casi abanderada por algunos partidos políticos de izquierda −como el caso de Podemos en España. Sin embargo, es a raíz de la introducción de la(s) propuesta(s) poshegemónica(s) que se han abierto diversos frentes de debate; si bien están todos ellos entrecruzados, a continuación se delimitan en la medida de lo posible para poner el énfasis en un elemento particular para cada uno.

El debate temporal: modernidad y posmodernidad

A mediados de la primera década del milenio, Scott Lash rescataba lo señalado en una de sus obras anteriores sobre la posmodernidad y su creciente desdiferenciación entre las distintas esferas,10 subrayando la importancia del contexto ante una herramienta teórica como es la hegemonía. Antes de explicarlo, es importante mencionar que este elemento de la temporalidad ya había sido abordado por Laclau y Mouffe. Al respecto, ellos habían situado a la hegemonía como una forma paradigmática de la política moderna, a diferencia de las sociedades medievales donde hubiera sido difícil generar cadenas equivalenciales entre los distintos colectivos.11 Así, el argumento de Lash en realidad surge en el seno de la misma teoría hegemónica; no obstante, a diferencia de lo establecido por Laclau y Mouffe, Lash no piensa en las pocas posibilidades que tuvo previamente para desarrollarse, sino que advierte los obstáculos actuales que ponen en entredicho su validez.

La veta que abre Scott Lash en este terreno parte entonces de cuestionar el uso de la hegemonía en un nuevo contexto con problemáticas que difícilmente se adecúan a la primera. De acuerdo con Starcenbaum,12 Lash basó su hipótesis sobre el estudio de una nueva lógica cultural que ya no se basaba en la mera reproducción, sino que facilitaba los modos de invención particulares y en espacios ajenos a los tradicionales. Esta visión forma parte del arranque del artículo publicado por Lash en 2007, donde justifica: “No quiero argumentar que la hegemonía es un concepto fallido [...] sino que ha sido de un gran valor para una época particular”.13 Así, no desecha los aportes de esta línea de pensamiento pero le imprime una fecha de caducidad ante el arribo de una época “poshegemónica”.

Según Lash, entre las principales transformaciones que imposibilitan el uso de la hegemonía en la actualidad se pueden enumerar las siguientes: un paso del poder “simbólico” a un marco “real”,14 esto es, de los elementos discursivos al mismo ser; el cambio de una dominación “desde fuera” a una “desde adentro”; un traslado de lo “normativo” a lo “fáctico”, desdibujando cualquier separación entre el objeto y sus atributos inmediatos; y una evolución en las relaciones sociales de formas de “representación”, sobre todo nacionales, hacia “comunicaciones” genéricas con capacidad global.15 En este sentido, el cambio de panoramas cuestionaba seguir utilizando a la hegemonía como se había hecho hasta ese momento, aunque tampoco aclaraba cómo habrían de entenderse las formas de dominación y dirección restantes que seguían siendo utilizadas por el Estado.

El debate de la (in)mediación: representación simbólica y cuerpos

Además de su restricción temporal o contextual, la teoría discursiva de la hegemonía también ha sido atacada por su mediación simbólica. Como ya se ha descrito, esto también fue considerado por Scott Lash, aunque va a encontrar mayor resistencia en los trabajos de Benjamin Arditi y Jon Beasley-Murray.

Sobre el primer caso, Arditi sostiene que no todas las formas de articulación acarrean consigo el “excedente metafórico” que caracteriza a la hegemonía de Laclau y Mouffe, sino que existe una proliferación de mecanismos que dejan de atenderse por no ajustarse a lo que ellos plantean; por ejemplo, al narrar las movilizaciones argentinas de 2001, Arditi ha señalado que: “hubo un unísono sin equivalencia y protesta e invención política sin contrahegemonía”.16 Este intento por evidenciar la posibilidad de acción fuera de la representación se sostiene en la noción de una pluralidad, resistente a ser capturada simbólicamente; a su vez, dicho supuesto encuentra sus raíces en el debate entre los tres grandes teóricos del contrato social −Hobbes, Locke y Rousseau− que postulan la unicidad del pueblo en su relato fundacional y aquel que defendió la tesis de lo plural: Spinoza.

Continuando con la aparición de este filósofo, su noción de cuerpos va a ser uno de los ejes cardinales para Beasley-Murray, quien visualiza un mundo “de encuentros inmediatos entre cuerpos” que son afectados entre ellos todo el tiempo.17 De este modo, Beasley-Murray introduce un paradigma de “inmanencia” que se resiste a la “trascendencia” de lo simbólico; esto también recobra uno de los supuestos de Lash, para quien lo real se fundamenta en la noción spinoziana de potentia como fuerza.18

De lo anterior se desprende un último concepto que los críticos de la hegemonía abrazaron del filósofo neerlandés: el “afecto”. Este pensamiento nutre el trabajo de otros autores como Deleuze o Massumi, quienes a su vez observaron cómo las posibilidades de potencia del afecto −o grado de afectación− se vinculan con las emociones −no mediadas discursivamente como los sentimientos−, de modo que en esta corriente el ejercicio de poder ocurre en un nivel previo al discurso o incluso por debajo de éste.19 En síntesis, el afecto −a nivel impersonal− es lo que defiende un escenario de inmanencia: “en el principio no es la palabra, sino el grito”.20

La sumatoria de acusaciones han tenido eco y respuesta en los teóricos seguidores del enfoque laclausiano de la hegemonía, sobre todo por parte de Stavrakakis, quien ha defendido que Chantal Mouffe ha destacado “la dimensión de la afectividad y las pasiones todo el tiempo, al menos desde el comienzo de la década de 1990”,21 mostrando su decepción por aquellos críticos que han parcializado la obra de ambos autores al analizar únicamente las contribuciones del argentino.

Es verdad que gran parte de los aportes de Mouffe han versado sobre la dimensión afectiva de la política, incluyendo en su estudio nociones psicoanalíticas como el goce y las pasiones. Si bien estas bases se enmarcan en una visión antagónica del nosotros/ellos −que seguramente sería alegada por los críticos repasados−, el goce y la amenaza de que éste sea arrebatado, es lo que permite un proceso de identificación.22Este argumento, que bien analizado no se desliga de una cuestión de inmanencia, se halla parcialmente elaborado en algunos de los trabajos de Žižek, en particular donde anuncia que la compartición de una Cosa −incluso el mismo goce− posibilita la formación de colectividades unidas por un carácter pasional.23

Así, no es posible admitir una ausencia del tratamiento del afecto en la teoría discursiva de la hegemonía, si bien con algunas particularidades. Al respecto, Mouffe recupera la relevancia de los lazos libidinales de la obra Freud, por ejemplo el instinto de agresividad que se desprende de la pulsión del Thanatos;24 al mismo tiempo, no deja de puntualizar que los afectos y las pasiones pueden ser −y son, casi siempre− movilizados, de ahí la naturaleza discursiva y articulatoria de la política. Estas cuestiones ofrecen otra lectura de Mouffe que no se limita a las articulaciones discursivas, ya que, o bien las pulsiones no necesariamente son mediadas por lo simbólico, o descansan en la línea demarcatoria entre éste y lo real.

En cualquiera de sus modalidades, la inmanencia no aparece tan rígida como lo plantea el enfoque poshegemónico; al mismo tiempo, el afecto y las emociones tienen cabida en la obra de Mouffe bajo las figuras de las pulsiones y las pasiones. Así, su visión crea un marco de análisis que permite conjugar los efectos mediadores del discurso con las pasiones de los cuerpos y sus afectos; en este sentido, el afecto para Mouffe no se reduce a una mera inmanencia −como en el caso de sus críticos− sino que las pulsiones y el carácter libidinal son un correlato más que se agrega a su entendimiento lacaniano del sujeto, procurando respetar así tanto lo real como lo simbólico. En palabras de Stavrakakis: “lo que queda de los argumentos post-hegemónicos [...] es también una teoría afectiva de la hegemonía”.25

El debate sobre las formas de acción: contrahegemonía, multitud y éxodo

El segundo debate abre las puertas a un tercero que versa sobre las formas de acción, especialmente aquellas que plantean una ruptura radical con la política tradicional −que paradójicamente también podríamos llamar moderna, siguiendo el bagaje teórico de la hegemonía. Arditi lleva a cabo un cuidadoso examen sobre la emergencia de estas propuestas, con el objetivo de demostrar una proliferación de prácticas no hegemónicas que no son pequeñas excepciones y que no solamente se diferencian por su carácter micro-político, como llegaron a apuntar los defensores de la inmanencia.26 En su intento por categorizar estas formas, Arditi ubica dos principales corrientes: por un lado, los que tienen que ver con la noción de multitud y éxodo, cuyos máximos representantes son Hardt, Negri y Virno; por el otro, quienes suscriben lo “viral” o la informalidad de las redes.

Cabe aclarar que las diferencias entre ambos enfoques son escasamente rastreables en el documento de Arditi, acaso se puede inferir que las últimas tienen un modo rizomático −y no algorítmico− para compartir la información. Por ello, la discusión aquí será tratada con respecto hacia el tema de la multitud y el éxodo, partiendo nuevamente de los elementos representacionales. Recordemos que para Laclau y Mouffe la articulación de una cadena equivalencial por medio de un significante vacío es la condición para la formación de una identidad colectiva, misma que en sus trabajos posteriores sería ubicada como el pueblo; en contraparte, Hardt, Negri y Virno ubican formas que se resisten a la trascendencia de la representación y que quedan expresadas en lo plural de la multitud, “a la suma de singularidad y cooperación, es decir, a una realidad en la que colectivos diferentes se organizan de forma autónoma, pero son capaces de colaborar entre ellos [...] y, por lo tanto, de una organización política abierta y horizontal”.27

Lo anterior recupera y pone de relieve las bondades del potencial autonómico por encima de lo contrahegemónico. Esto está vinculado con su plataforma operaísta y postoperaísta, apuntando en paralelo hacia una vía horizontal de la acción política. No obstante, esta autonomía no debe confundirse con una falta de comunicación: “cuando se habla de autonomía hay que hablar de asociación, de intercambio e interdependencia, porque si fueran solamente grupos locales autónomos, que no se comunican, sería un desastre”.28

En este sentido, y de acuerdo con la filosofía de la historia que impregna al marxismo, el agente de transformación ya no es el proletariado sino la multitud, aunque nótese que el potencial de acción sigue siendo positivo. A su vez, esto ha sido denunciado por Mouffe, quien critica la idea de un agente revolucionario que al mismo tiempo es múltiple y no articulado; en otras palabras, cuestiona el determinismo de un agente sustancialmente transformador. En condiciones similares, Ernesto Laclau estructura su crítica de la siguiente forma:

[...] 1) que un conjunto de luchas inconexas tiende, por algún tipo de coincidentia oppositorum, a converger en su asalto a un supuesto centro; 2) que, a pesar de su diversidad, sin ningún tipo de intervención política, estas luchas tenderán a unirse entre sí; 3) que nunca podrán tener objetivos que sean incompatibles entre sí.29

Ahora bien, quizá haya algún tipo de intervención política pero no de la forma considerada por Laclau. El pensamiento de Hardt y Negri se basa en las transformaciones introducidas en el capitalismo por los mismos trabajadores; entre éstas destacan el trabajo cognitivo y una preponderancia del trabajo inmaterial, configurando otro tipo de sujetos con una formación distinta −e incluso, dejando de lado actores transformadores como los partidos−; es esto entonces lo que les permite estar confiados en que la multitud devendrá una fuerza anticapitalista.30

Del otro lado se instala Paolo Virno con la figura de un éxodo más pesimista pero quizá con más potencia. En su concepción, la acción debe hallarse más allá del Estado e incluso de la transgresión de las leyes −las cuales, a fin de cuentas, son puestas por el mismo Estado−; estas prácticas serían las que verdaderamente desestabilizan al adversario, en la medida que irrumpen con un nuevo modus operandi que no estaba previamente establecido ni validado en su lógica: “se trata −en todo caso− de defenderse del poder y no de tomarlo”.31

El hecho de eludir cualquier intento por tomar parte del Estado se contrapone al modo de entender la política de Chantal Mouffe. Aquí hay que advertir que si bien tanto Virno, Hardt y Negri como Mouffe se oponen a la política del consenso, ello no conlleva direcciones paralelas. En el caso de los primeros, la formación de proyectos hegemónicos y contrahegemónicos resulta en el consentimiento de la clase dirigida, que deja de cuestionar el orden social. Por su parte, Mouffe rechaza el aparente consenso de las democracias liberales por dos razones: una creciente pérdida del interés por la política y la articulación de antagonismos irreconciliables que se revisten de argumentos morales. En contraposición, ella visualiza un campo de confrontaciones basadas en cuestiones políticas, esto es como adversarios más que enemigos; de ahí que su modelo pasa del antagonismo al “agonismo”.32

Así, la politóloga belga hace un llamado constante a cuestionar la pospolítica como proyecto de la democracia liberal; en su lugar, propone una democracia radical, que no significa una ruptura con las instituciones, sino la búsqueda de canales de expresión para que los reclamos puedan competir legítimamente. Recuperando la idea del párrafo anterior, Mouffe propone que la crítica se transforme en involucramiento y no en deserción: “debemos, más bien, provocar una profunda transformación de esas instituciones a través de una combinación de luchas parlamentarias y extraparlamentarias, con el fin de convertirlas en un vehículo para la expresión de la diversidad de demandas democráticas”.33

Esto se asemeja a una de las viejas discusiones del marxismo entre los revolucionarios que quieren tomar por la fuerza el aparato estatal y su contraparte, los revisionistas como Bernstein que admitían un escenario pacífico y sindicalista para la toma del Estado; en este caso los radicales buscan salirse de cualquier relación −o representación− que involucre al Estado y los segundos encuentran cabida en el modelo agonista de Mouffe.

Asimismo, esto tampoco resulta del todo ausente en la obra de Laclau, si bien no fue enteramente desarrollada por él ni por otros de sus seguidores. Al respecto, el pensador argentino era consciente de que la formación de una cadena equivalencial podía no incorporar algunas demandas en ella, ya fuera por la incompatibilidad entre sus objetivos o la ausencia de una misma frontera diferenciadora. Así, implícitamente se asoman formas que escapan a la unidad del pueblo y a la voluntad de su consenso. En consecuencia, la existencia de colectivos que reproducen prácticas no hegemónicas o luchas que se dan fuera de los terrenos de la hegemonía, tienen un espacio en la misma obra de Laclau; incluso, es lo que le permite establecer la ausencia de una representatividad plena.

Aun así, los teóricos de la poshegemonía han proseguido con la propuesta del éxodo. A esta corriente se han sumado otros autores, como Richard Day, quien sostuvo en su artículo de 2005 que la aceptación de los movimientos contrahegemónicos provoca caer en el mismo juego de la hegemonía, sin posibilidades reales de cambio.34 Así, Day está preocupado por la relevancia de los nuevos movimientos sociales que buscan canales no-hegemónicos para salir de la lógica binaria desplegada por el neoliberalismo, el cual reviste su dominio como una lucha.

En un tono bastante similar se ha expresado Alberto Moreiras,35 para quien no solamente la política de un movimiento contrahegemónico seguiría lo que Day llamó “la hegemonía de la hegemonía”, sino que incluso la multitud que se contrapone al Imperio es sospechosa, ya que su naturaleza contraimperial no escaparía de los mismos supuestos que critican. De acuerdo con él, una verdadera forma de escape sería un éxodo no biopolítico, llevado a cabo por el no sujeto de lo político, esto es, el subalterno que se resiste a cualquier intento de sujeción y que configura la antesala de un proyecto casi inconmensurable con la discusión expuesta.

El debate ontológico

La última de las discusiones aquí presentadas sobre la categoría de la hegemonía reside en la forma en que se concibe su abstracción, o al menos en aquellas propiedades que los distintos teóricos le han adscrito para cada caso. Esto nos da lugar a un espectro que se analizará más a detalle, pero que de entrada ubica a Ernesto Laclau y a Beasley-Murray en los extremos, posicionando a Arditi en un sitio intermedio.

Así, en el primer horizonte Laclau no solamente propone la existencia de prácticas hegemónicas, sino que le estampa un sello de universalidad. Arditi ha denominado “el deslizamiento entre lo ontológico y lo óntico” a la forma en que Laclau pasa de concebir a la hegemonía como una forma del quehacer político a “la” forma de la política; al respecto vale la pena incluir la siguiente cita:

Laclau y Mouffe llevan esto un paso más allá cuando dicen que el campo de la política es el espacio de un juego llamado hegemonía [...] Las articulaciones de tipo contingentes podrán ser contingentes, pero la forma hegemónica termina siendo necesaria [...] Laclau lleva esto más lejos en su trabajo posterior al afirmar que la hegemonía es constitutiva del ser de las cosas.36

Siguiendo con la idea de este autor, la misma contingencia de la que hablan Laclau y Mouffe es puesta en duda justo en el momento en que la hegemonía deja de ser hegemónica para ser necesaria;37 ese mismo señalamiento es destacado por Žižek, quien se pregunta: “¿no es la teoría de la hegemonía de Laclau “formalista” en el sentido de que propone cierta matriz formal a priori del espacio social? Siempre habrá algún significante vacío hegemónico; lo único que cambia es su contenido”.38

Con todo esto, resulta fácil ubicar a Laclau en el extremo acordado. Por su parte, esto produce que Arditi ocupe la posición deslizante que bien hizo notar, aunque en términos distintos. Basado en sus recientes críticas, este autor apunta que, si bien algunos colectivos pueden converger debido a las circunstancias, esto no siempre debe considerarse como una reacción contrahegemónica; al contrario, debe abrirse un espacio para considerar y analizar prácticas en un terreno “afuera” de la hegemonía.39

Por último, se presenta la antítesis de la primera postura. Si para Laclau, “es porque hay hegemonía [...] que hay historia”,40 Beasley-Murray sostendrá en cambio que “la historia no es otra cosa que reconfiguraciones o movimientos de cuerpos, una serie de modulaciones afectivas”.41 De hecho, desde la misma introducción a su trabajo sobre la poshegemonía hace cimbrar los supuestos del fenómeno/categoría que había sido extensamente útil para el estudio de lo social: “la hegemonía no existe, ni nunca ha existido [...] de allí que el cambio social nunca se produzca por medio de una presunta contra-hegemonía”.42 Resulta evidente a estas alturas que Beasley-Murray es mucho más reactivo que los críticos anteriores: discrepando del primer debate, este autor no delimita contextos temporales para hablar de hegemonía y poshegemonía como Lash; por otra parte −y a diferencia de Arditi− ya no únicamente da lugar a procesos fuera de la hegemonía, sino que aquí una línea divisoria resultaría absurda.

Además de los estatutos ontológicos, es indispensable señalar que éstos traen consigo especificaciones epistemológicas: en tanto que el fenómeno es capaz de aprehenderse por medio del discurso y el uso de los significantes en la teoría de Laclau, en el caso de Beasley-Murray esto se observaría en las disposiciones acaecidas en los cuerpos: debajo de la representación y en lo desapercibido de la conciencia. En consecuencia, si bien los abordajes metodológicos son interpretativos para ambos casos, las técnicas y los instrumentos también varían.

En este punto es necesario aclarar que el énfasis de Beasley-Murray en los cuerpos no elude la importancia del discurso, pero de modo distinto; en una entrevista aclara: “una lectura equivocada de Poshegemonía sostiene que digo que el lenguaje no cuenta. Pero es obvio que un discurso puede ser un acontecimiento y tocar los cuerpos [...] no se explica un texto a través de lo que representa o significa sino del modo que funciona [...] lo más interesante está en otro lado o por debajo”.43 Así, lo discursivo está presente pero el análisis debe partir de lo que se produce directamente sobre los cuerpos y no al revés; ya que ello perdería de vista la verdadera lucha.

En su escenario, el sentido común está presente en los individuos y su vida cotidiana, de modo que la gente sabe que el sistema actual es malo. Desde lo que Beasley-Murray ha estipulado, el sistema no se sostiene por una cuestión ideológica sino por la fuerza de afectos congelados que se convierten en hábitos, en un sentido cercano al de Bourdieu; dicho de otro modo, las ficciones se vuelven reales a través de las rutinas y la lucha ideológica deja de ser fundamental para el establecimiento de un orden social. En consecuencia, este autor afirma que la política debe dejar de entenderse como un proyecto pedagógico que intenta explicar a las personas cómo funcionan las cosas, para convertirse en el campo que facilite encuentros que “construyan cuerpos colectivos más potentes (multitudes)”.44

Aquí la diferenciación con Laclau resurge con fuerza: mientras que en la obra del argentino hay una connotación vertical en las prácticas de articulación, Beasley-Murray critica los efectos de homogeneización que resultan de las mismas. Recuperando en cierto modo la noción de “multitud” de Hardt, Negri y Virno, su defensa de la inmanencia lo orilla a sostener “una lógica desde abajo que no necesita representación ni dirección desde arriba. O, más bien, [que] deshacen la metáfora espacial de ‘abajo’ y ‘arriba’”.45 No obstante, la multitud no adquiere una caracterización tan positiva como Hardt y Negri ni tan pesimista como Virno; según Beasley-Murray, el surgimiento de líneas de fuga que producen multitudes pueden ser constructivas o destructivas. Además, tampoco descarta que las multitudes puedan perder su potencial de innovación e inmanencia hasta volver a ser normalizadas y subsumidas por el sistema. Lo interesante es destacar que en ambos casos hay un espacio implícito para la articulación; si bien ésta no es entendida como proyecto educativo, tampoco resulta tan lejana de la obra de Laclau.

Otro contraste que se produce a partir de las formas de entender la política, gira en torno a la otredad: el Estado. Aquí, Beasley-Murray apunta que éste aparece en la teoría de la hegemonía como una estancia no cuestionada, esto es como un poder constituido que antecede cualquier formación de demandas y que, además, genera la priorización de lo nacional sobre otras posibilidades de concebir el territorio. Desde su perspectiva, si todas las demandas se dirigen hacia el Estado, el potencial creativo de las primeras sería restado de antemano. A su vez, este autor propone “volver al Estado como aquello que hay que explicar [...] y el hábito cultural que lo sostiene”,46 esto es, analizarlo sin someterse a su lógica. Cabe aclarar que dicho proceso está lejos de ser sencillo, tanto más cuanto que el Estado se ha desdoblado, es decir, que ha evolucionado reactivamente desde su aspecto institucional y trascendente hasta convertirse en una inscripción afectiva sobre los cuerpos, desapercibida e inmanente.

En oposición a lo anterior, las representaciones de Laclau y el modelo agonista de Mouffe tienden a fortalecer a la sociedad civil. Sin embargo, Beasley-Murray sostiene que esta sociedad civil es cómplice del Estado en su afán por estigmatizar aquellos afectos −o cuerpos y lógicas− que escapan de la mediación representacional. Se sigue de lo anterior que la sociedad civil actúa en conjunto con el Estado en su defensa de un tipo de democracia institucional que busca contener al radicalismo; aquí reaparece la herencia del debate del revisionismo, ya que incluso la sociedad civil aparece como un dispositivo que le sirve al Estado para absorber los reclamos y transferirlos a una esfera pública controlada por éste.

Por último, si la poshegemonía ya no es algo “posterior” a la hegemonía, ni un “afuera” de ésta, lo que queda son cuerpos y afectos, potencia e inmanencia. Es lógico entonces que Beasley-Murray afirme que el reto de los cuerpos consista en construir otros más fuertes y sobre todo en pensar hábitos que rompan con los anteriores, como el mismo Estado. Lo anterior se materializa en sus estudios sobre movimientos que no buscan convencer ni ser representados de algún modo, para salir de estas lógicas discursivas. Esto conlleva un reto epistemológico −¿cómo analizar un movimiento que no quiere representarse?− para el investigador, ya que cualquier intento por racionalizar a estos sujetos sería despolitizarlos; de ahí la denuncia que hace del Estado y la sociedad civil al presentar a los primeros como “fundamentalistas” e “irracionales”, excluyéndolos de un sistema del que paradójicamente ellos tampoco quieren ser parte.

El campo de la hegemonía: ¿paradigma o relatos?

Los cuatro debates anteriores se entrelazan en sus temáticas y a la vez se excluyen en sus resoluciones, generando marcos analíticos divergentes. Por ejemplo, Laclau y Mouffe observan coaliciones mientras que Hardt, Negri y Virno hablan de agregados o de colecciones de colectivos; por su parte, Beasley-Murray se limita a una visión de cuerpos y afectos. Esto es lo que nos lleva a pensar en la formación de enfoques, donde todos tratan de explicar la totalidad del orden social −y ninguno una parte en lo particular−, debatiendo constantemente entre ellos: ¿es inevitable la tendencia a un avance sincrónico y paradigmático de la hegemonía?

En caso de que pueda prescindirse de esa visión, es factible pasar a una segunda donde los abordajes se traducen como si fueran relatos de un mismo hecho; el mismo Beasley-Murray admite implícitamente esta alternativa cuando critica la teoría de Laclau:

Nos habla de pueblo en vez de clase (o multitud) [...] de sentimientos en vez de afectos (o hábitos), de identidades socializadas en vez de fuerzas sociales (o singularidades preindividuales), de trascendencia en vez de inmanencia (o cuasicausas), de unidad en vez de multiplicidad (o contingencia), del cuerpo de la soberanía en vez del poder del Estado (o del poder constituyente).47

Así, Beasley-Murray le reprocha a Laclau que solamente observa una parte del fenómeno y que utiliza conceptos que únicamente favorecen su teoría, pero, ¿no cae él exactamente en lo mismo?, ¿no ofrecen ambos un par de relatos de una misma historia?, ¿acaso los críticos de la hegemonía se limitan a ver el surgimiento de demandas y apartan la vista de su posterior inscripción en un terreno de representación?48

No obstante, una interpretación extremadamente relativista tampoco es la solución a una trayectoria paradigmática. El riesgo que se corre con la sedimentación de estos relatos es la formación de dos narrativas que, parecidas a los juegos de lenguaje, lleguen a ser tan disímiles que difícilmente puedan integrarse: por ejemplo, de un lado un discurso trascendente que representa, y del otro, un hábito inmanente que ordena sobre los cuerpos. Así, continuar por este camino terminaría por crear dos estructuras incapaces de comunicarse y, en consecuencia, que la izquierda deje de ofrecer alternativas para la lógica neoliberal y los populismos de derecha.

Una tercera propuesta la encontramos en las posibilidades de diálogo −y quizá, eventualmente de integración− de estos relatos. Al respecto, menos de cuatro meses antes de su muerte, Ernesto Laclau cerraba su introducción a Los fundamentos retóricos de la sociedad del siguiente modo:

[...] la dimensión horizontal de autonomía sería incapaz, si es librada a sí misma, de lograr un cambio histórico de largo plazo, a menos que sea complementada por la dimensión vertical de la “hegemonía” [...] Avanzar paralelamente en las direcciones de autonomía y de la hegemonía es el verdadero desafío para aquellos que luchan por un futuro democrático.49

En ese mismo párrafo, el autor reitera que la dimensión horizontal no está excluida de su trabajo, sino que se incluye al considerar las “lógicas de la equivalencia”. Asimismo, mantiene una postura crítica tanto hacia su trabajo como al de sus adversarios, apuntando que la autonomía sin hegemonía degenera en dispersión, mientras que del lado contrario puede producirse una retención del poder por parte del Estado.

Para abonar más a este argumento, es preciso recordar que Mouffe ha sido muy clara cuando menciona la importancia de las luchas tanto parlamentarias como extra-parlamentarias. En este mismo sentido también se ha expresado Stavrakakis, haciendo notar que las luchas horizontales que mantienen cierta trascendencia histórica requieren una representación común, aunque también postula que no todas las luchas deben adquirir una forma hegemónica. Sin embargo, pareciera que la voluntad para dialogar viene desde la escuela laclausiana y no tanto de quienes han sido críticos con ésta:

El asunto es no aislar radicalmente las épocas de hegemonía y post-hegemonía, presentar discurso y afecto, simbólico y real, como dimensiones mutuamente excluyentes; es explorar, en cada coyuntura histórica, los caminos múltiples y diferentes en los que éstos interactúan y co-constituyen sujetos, objetos y órdenes socio-políticos.50

Siguiendo con esta nueva lógica, Stavrakakis apuesta por las oportunidades que se pueden desarrollar si se aparta la supuesta exclusión de los marcos de pensamiento. En este sentido, podría argumentarse que la izquierda debería pensar en cómo sacar provecho de éstos y no en deshacerse del resto. Es cierto que la teoría de la hegemonía enfatiza lo gradual en detrimento de las grandes rupturas, pero ésta puede nutrirse de los aportes de las nuevas corrientes para impulsar mejores formas de representación y de acción. Además, todo lo anterior permitiría expandir y formular nuevas agendas de investigación que potencialicen su calidad de integración.

Los debates sobre cuál es la mejor herramienta de análisis pueden encaminarse hacia un atasco, visiones particulares y un menoscabo tanto en la calidad del estudio como en las posibilidades de transformación.

Evidentemente no se trata de desechar lo que hasta ahora se ha discutido, sino de plantearse nuevos escenarios: una combinación de los instrumentos analíticos o la capacidad de discernir en qué circunstancias uno es más útil que otro, incluso, para qué propósitos académicos. De lo contrario, una multitud de relatos sobre la hegemonía resultará tan limitada como una representación homogeneizante de la misma.

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1 César Ruiz Sanjuan, “Estado, sociedad civil y hegemonía en el pensamiento político de Gramsci”, Revista de Filosofía y Teoría Política, núm. 47, 2016, p. 2.

2Thomas R. Bates, “Gramsci and the Theory of Hegemony”, Journal of the History of Ideas, vol. 36, núm. 2, 1975, pp. 351-366.

3Carlos Emilio Betancourt, “Gramsci y el concepto de bloque histórico”, Historia crítica, núm. 4, 1990, p. 118.

4Esta frase se utiliza aquí para subrayar la recurrencia a la noción de la hegemonía elaborada por Laclau y Mouffe, para quienes representa la forma hegemónica de la política. Sin embargo, Jeremy Valentine fue el primero que la utilizó (en 2001) para denunciar que los supuestos de los posmarxistas solamente son válidos en su entendimiento de la modernidad. Asimismo, cabe aclarar que el uso más popularizado de este eslogan proviene del trabajo de Richard Day, con el fin de manifestar que incluso las formas contrahegemónicas caen dentro de un juego hegemónico; véase Richard Day, Gramsci is dead: Anarchist Currents in the Newest Social Movements, Canadá, Pluto Press, 2005.

5Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI Editores, 1987. Los comentarios de este apartado no corresponden a una obra específica de los autores, a menos que así se haga notar a pie de página, sino que han sido abordados a lo largo de sus diversos textos.

6Ernesto Laclau, La razón populista (traducción: Soledad Laclau), Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 95.

7Ibid., p. 132.

8Nótese que este proceso es mucho más complejo y ha sido particularmente elaborado en los libros de Ernesto Laclau; no obstante, este ensayo privilegia la presentación de los debates actuales y no así la explicación de la propuesta de dicho autor.

9Ernesto Laclau, Los fundamentos retóricos de la sociedad, Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 110.

10Al respecto, véase el texto de Scott Lash, Sociología del posmodernismo, Buenos Aires, Amorrortu, 1997.

11Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista..., op. cit.

12Marcelo Starcenbaum, “Poshegemonía: notas sobre un debate”, en Políticas sobre la memoria, núm. 16, 2016, p. 28.

13Scott Lash, “Power after Hegemony: Cultural Studies in Mutation?”, Theory, Culture and Society, vol. 24 núm. 3, 2007, p. 55.

14Si bien Žižek ya había establecido que la resistencia se daba en una dimensión ontológica, Scott Lash expande esta noción e incluye a la dominación en este mismo plano.

15Es importante volver a enfatizar que estos señalamientos no aplican solamente para la resistencia sino que engloban a la misma dominación. El mismo autor advierte de este nuevo panorama: “Ahora la dominación es a través de la comunicación. La comunicación no está encima de nosotros[...] la soberanía, e incluso la democracia, debe ser repensada”. Scott Lash, “Power after Hegemony...”, op. cit., p. 66.

16Benjamin Arditi, “Post-hegemonía: la política fuera del paradigma post-marxista habitual”, en Heriberto Cairo y Javier Franzé (comps.), Política y cultura: la tensión de dos lenguajes, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, p. 179; las cursivas son mías. Nótese aquí también que, tal como establece este autor, el prefijo “post” no está vinculado con una cuestión temporal sino con las prácticas políticas que eluden las prácticas hegemónicas; Arditi no toma una postura definitiva respecto al fin de la hegemonía.

17Jon Beasley-Murray, Poshegemonía: teoría política y América Latina (traducción: Fermín Rodríguez), Argentina, Paidós, 2010, p. 136.

18Scott Lash, “Power after Hegemony...”, op. cit.

19Stavrakakis hace referencia a los modos de activación pre-significantes o sub-significantes del trabajo de Lash. Véase Yannis Stavrakakis, “Teoría del discurso, crítica post-hegemónica, y la política de las pasiones de Chantal Mouffe”, Revista de la Academia, núm. 22, 2016, pp. 152-174.

20John Holloway, Change the World without taking Power: the Meaning of Revolution Today, Londres, Pluto, 2002, p. 1; citado en Jon Beasley-Murray, Poshegemonía: teoría política y América Latina, op. cit., p. 131.

21Yannis Stavrakakis, “Teoría del discurso...”, op. cit., p. 169.

22Chantal Mouffe, En torno a lo político (traducción: Soledad Laclau), Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2011.

23Tanto Žižek como Mouffe son conscientes de que los procesos de identificación no pueden entenderse totalmente desde un plano discursivo que ignore por completo el plano afectivo, el inconsciente y los instintos libidinales del sujeto. Sobre la importancia del goce para la articulación de identidades, véase el capítulo “Disfruta tu nación tanto como a ti mismo”, en Slavoj Žižek, La permanencia en lo negativo (traducción: Ana Bello), Argentina, Godot, 2016; y Slavoj Žižek, El acoso de las fantasías, México, Siglo XXI Editores, 1999.

24Véanse las primeras partes de su ensayo “Una aproximación agonista al futuro de Europa”, en Chantal Mouffe, Agonística: pensar el mundo políticamente (traducción: Soledad Laclau), Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2014.

25Yannis Stavrakakis, “Teoría del discurso...”, op. cit., p. 171.

26Benjamin Arditi, “Post-hegemonía...”, op. cit.

27Michael Hardt, “El proyecto de la multitud” (entrevista de Ángel Luis Lara y Lucía Lois Ladinamo con Michael Hardt), en Michael Hardt y Toni Negri, La multitud y la guerra, Biblioteca Era, México, 2007, p. 83.

28Michael Hardt, “La autonomía es un arma más fuerte que el antiimperialismo” (entrevista de lavaca con Michael Hardt), en Michael Hardt y Toni Negri, La multitud y la guerra, op. cit., p. 134.

29Ernesto Laclau, Debates y combates: por un nuevo horizonte de la política (traducción: Miguel Cañadas, Ernesto Laclau y Leonel Livchitz), Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 133.

30Para observar su análisis económico y la confianza que depositan en la multitud, se sugieren sus textos cortos: Michael Hardt, “Lo común en el comunismo”, y Antonio Negri, “El comunismo: algunos pensamientos sobre el concepto y la práctica”; ambos en Analía Hounie (comp.), Sobre la idea del comunismo, Buenos Aires, Paidós, 2010, pp. 129-144 y 155-166, respectivamente.

31Paolo Virno, Gramática de la multitud (traducción: Adriana Gómez, Juan Domingo Estop, Miguel Santucho), Madrid, Traficante de Sueños, 2003, p. 128.

32La visión agonista ha sido desarrollada en algunas de sus obras, pero sobresalen las dos que han sido ya citadas en este documento: En torno a lo político y Agonística: pensar el mundo políticamente.

33Chantal Mouffe, Agonística..., op. cit., p. 85; las cursivas son mías.

34Richard Day, Gramsci is dead..., op. cit.

35Véase Alberto Moreiras, Línea de sombra: el no sujeto de lo político, Santiago de Chile, Palinodia, 2006.

36Benjamin Arditi, “Post-hegemonía...”, op. cit., p. 165.

37De hecho, Arditi llega al extremo de afirmar que ese carácter ambivalente que ha postulado a la hegemonía como la forma universal de la política, impediría que la teoría de Laclau fuera falseada. Ibid., p. 166.

38Slavoj Žižek, “¿Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”, en Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Žižek, Contingencia, hegemonía, universalidad: diálogos contemporáneos en la izquierda (traducción: Cristina Sardoy y Graciela Homs), Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 120.

39Benjamin Arditi, “Post-hegemonía...”, op. cit.

40Ernesto Laclau, Los fundamentos retóricos..., op. cit., p. 115.

41Jon Beasley-Murray, Poshegemonía..., op. cit., p. 131.

42Ibid., pp. 11-12.

43Amador Fernández-Savater, “Jon Beasley-Murray: la clave del cambio social no es la ideología, sino los cuerpos, los hábitos y los afectos”, eldiario.es, 20 de febrero de 2015 [artículo en línea, basado en la entrevista].

44Jon Beasley-Murray, en Amador Fernández-Savater, “Jon Beasley-Murray: la clave del cambio social...”, op. cit.

45Jon Beasley-Murray, Poshegemonía..., op. cit., p. 13.

46Ibid., p. 74.

47Ibid., pp. 73-74.

48La última pregunta parafrasea una de las críticas de Stavrakakis hacia los críticos de la obra de Laclau y Mouffe. Yannis Stavrakakis, “Teoría del discurso...”, op. cit., p. 160.

49Ernesto Laclau, Los fundamentos retóricos..., op. cit., p. 20.

50Yannis Stavrakakis, “Teoría del discurso...”, op. cit., p. 163.

Recibido: 11 de Diciembre de 2017; Aprobado: 31 de Julio de 2018

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