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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.48 México sep./dic. 2017

 

Nuevas lecturas del Congreso Constituyente de 1917

República y bienes comunes. La originalidad de la Constitución de 1917

Republic and common property. The singularity of the 1917 Mexican Constitution

Rhina Roux* 

*Profesora-investigadora, Departamento de Relaciones Sociales, UAM-Xochimilco, México [roux@correo.xoc.uam.mx].


Resumen:

La originalidad de la Constitución mexicana de 1917, sin precedente en el mundo de la época, fue que sacó la tierra y los bienes naturales de los circuitos del mercado, resguardándolos como patrimonio público de la nación. Para ello, los constituyentes mexicanos recuperaron la tradición de derecho público de la monarquía española, nutrida por la persistencia de socialidades comunitarias. Este texto expone las razones de este acontecimiento, anómalo en la tradición jurídica liberal.

Palabras clave: México; Constitución de 1917; república; bienes comunes; ejido

Abstract:

The Mexican Constitution 1917’s originality was that it took the land and the natural commons out of the market circuits, safeguarding them as a nation’s public patrimony. For this, the constituents rescued the Spanish monarchy’s tradition of public law, nourished by the persistence of community socialities. This text explains the reason for this event, anomalous in the liberal legal tradition.

Key words: Mexico; Constitution of 1917; republic; common property; ejido

Introducción

De acuerdo con la teoría jurídica, una Constitución en sentido positivo (como derecho constituido) es la “ley fundamental” del Estado: la ley suprema que vincula normativamente a los individuos regulando sus conductas y relaciones bajo la amenaza de coerción externa. Sea cual fuere su origen, la voluntad de un monarca o de un pueblo, una Constitución prescribe los principios y normas, de validez universal y carácter obligatorio, sobre la organización del Estado en su territorio: la titularidad de la soberanía, la forma de gobierno, la organización y funcionamiento de los órganos del Estado, los mecanismos de selección, deberes y límites de los gobernantes, así como los deberes, derechos y libertades de sus ciudadanos.1 Desde la Magna Carta inglesa del siglo XIII a la Constitución alemana de Weimar en el siglo XX, pasando por la Constitución estadounidense de 1787 y las Constituciones de la Francia revolucionaria, en cualquier caso una Constitución supone una decisión consciente sobre la forma de existencia de una comunidad política: lo que se conoce como un acto del poder constituyente.2

Considerando el origen político del orden normativo del Estado se comprende, justamente, la célebre afirmación de Lassalle acerca de la Constitución como consagración jurídica de relaciones de poder.3 Se trata, más precisamente, de relaciones de concretas fuerzas sociales en las que se disputan y acuerdan los principios, normas y derechos que posibilitan la unidad civil o política de una pluralidad humana.

En México, en contraste con el modelo liberal de 1857, la Constitución de 1917 proyectó como forma de organización estatal una república presidencial. En otras palabras, una forma de Estado también estructurada de acuerdo con los principios de soberanía popular, federalismo, laicidad del Estado y división de poderes, pero que suprimió la vicepresidencia atribuyendo la titularidad del Poder Ejecutivo a un solo individuo, el presidente, quien sería simultáneamente jefe de Estado y jefe de gobierno electo directamente por los ciudadanos y a quien se otorgaron amplias facultades, incluso legislativas: entre otras iniciativa de ley y derecho de veto, libre nombramiento y remoción de secretarios, comando de las fuerzas armadas, dirección de la política exterior, suprema autoridad agraria, otorgamiento de concesiones a particulares para la explotación de bienes naturales, expulsión de extranjeros y facultad de indulto.

Lo que dio su originalidad a esa Constitución, promulgada en el tiempo turbulento de una revolución, no fue sin embargo el régimen político adoptado. El hecho jurídico peculiar, sin precedente en el mundo de la época, fue que esa Constitución sacó la tierra y los bienes naturales de los circuitos del mercado resguardándolos como patrimonio público de la nación. Sin negar los derechos civiles y garantías individuales propios de la tradición liberal, los constituyentes mexicanos debieron para ello recuperar la tradición de derecho público de la monarquía española, nutrida a su vez por la persistencia de socialidades comunitarias. En este texto se explican las razones de ese acontecimiento, anómalo en las coordenadas de la tradición jurídica liberal.

República o monarquía

Como demostró la danza de modelos constitucionales que acompañó la conformación del Estado mexicano (un decreto constitucional, un reglamento provisional, siete leyes constitucionales, unas bases de organización jurídica, un acta constitutiva y de reformas y dos constituciones en la primera mitad del siglo XIX, llamado periodo “de anarquía”), un orden estatal no surge de los idearios de las élites cultas o de la promulgación de una Constitución, como si el acto constituyente fuera una suerte de “pacto social” fundador. Un orden estatal se conforma en las vicisitudes, conflictos y persistencias de la historia: en relaciones de concretas fuerzas sociales en las que individuos y comunidades, desde su existencia material, imaginarios y formas de politicidad, disputan y acuerdan los principios y derechos que posibilitan su unidad política.

En el territorio que había sido virreinato de la monarquía española, como en otras latitudes, la construcción de la moderna forma estatal suponía la realización de varios procesos entrelazados: la delimitación y control de fronteras territoriales (suelo, subsuelo, mares y espacio aéreo), la concentración del mando en una autoridad suprema reconocida en todo el territorio nacional (esto es, la constitución de un poder soberano), la centralización de los medios materiales de la violencia y la construcción de lo que Benedict Anderson llamó una “comunidad imaginaria” nacional.4

En las condiciones del siglo XIX ese proceso suponía resolver varios desafíos: construir una comunidad de ciudadanos y una nueva identidad colectiva en una sociedad recreada en jerarquías raciales, diversidades étnicas y jurisdicciones corporativas; disciplinar a caciques, militares y caudillos regionales surgidos de la guerra de independencia; someter a la Iglesia a la jurisdicción estatal arrancándole el poder terrenal sobre asuntos que competían al mando civil (educación, registro civil, impartición de justicia); conservar la integridad del territorio nacional frente a la amenaza de expansión territorial de Estados Unidos y afirmar los principios jurídicos de la propiedad privada moderna en una sociedad en la que persistían socialidades comunitarias.

Hacer de la sociedad mexicana una sociedad republicana en medio de mentalidades, hábitos y politicidades modelados durante tres siglos en la existencia de distinciones de casta, fueros y privilegios; establecer una monarquía mexicana sin que existieran fuentes internas de legitimidad dinástica; apelar a un monarca extranjero como dique a la expansión norteamericana poniendo en cuestión la soberanía o copiar el modelo constitucional de la república estadounidense en una sociedad que no era de farmers sino de pueblos y comunidades, fueron parte de los dilemas que enfrentaron las nuevas élites políticas. República o monarquía, resumió Edmundo O’Gorman el “forcejeo ontológico” en que se debatió la naciente nación mexicana.5

“Son nuestras repúblicas unas monarquías en que se halla vacante el trono”, escribía decepcionado en 1830 el liberal José María Luis Mora.6 “En México no hay ni ha podido haber eso que se llama ‘espíritu nacional’, porque no hay nación”, reflexionaba a su vez Mariano Otero ante la derrota frente a la invasión estadounidense. Y, del otro lado del espectro ideológico, Lucas Alamán pedía a Santa Anna en 1853 regresar del exilio para gobernar aconsejándole “conservar la religión católica, porque creemos en ella y porque aun cuando no la tuviéramos por divina, la consideramos como el único lazo común que liga a todos los mexicanos”.7

En cualquier caso, la incorporación del territorio mexicano en las nuevas corrientes del mercado mundial y en su ideología del “progreso” transitaba por la desarticulación de las antiguas comunidades agrarias (protegidas durante siglos por el derecho indiano) y por la afirmación de los principios jurídicos de la moderna propiedad privada. Para el espíritu de la época en ese punto, como observó François-Xavier Guerra, había “un verdadero consenso de las élites”.8

La “reducción de los terrenos comunes a dominio particular”, anunciada en las reformas borbónicas y en la legislación de Cádiz, continuó en el siglo XIX en la cascada de iniciativas jurídicas para impulsar la llamada “desamortización” de los bienes comunales. En otras palabras, para incluir en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante subasta pública, las tierras y bienes hasta entonces no enajenables, como los de las corporaciones civiles y eclesiásticas. “En 1839, la mayoría de los estados había publicado ya sus propias leyes de desamortización [...] En la mayoría de esas leyes, las únicas tierras comunales todavía legales son los ejidos, pero Sonora, Sinaloa, Zacatecas y el estado de Puebla llegan hasta establecer la desamortización de los ejidos y del fundo legal”.9

El dilema de las nuevas élites políticas era que, para construir una relación estatal, debían no sólo arrasar con antiguos derechos comunitarios y eliminar fueros corporativos. Necesitaban también, en un país católico, subordinar a la Iglesia a la jurisdicción estatal, contener la amenaza de expansión territorial de Estados Unidos, afirmar un mando nacional y construir una nueva identidad colectiva homogeneizando jurídica y culturalmente una sociedad racial y lingüísticamente heterogénea. En contraste con los jacobinos franceses que no dudaron en ubicar el momento fundador de la nación, el año I de la República, en la destrucción de la monarquía, en México la disputa por los orígenes de la “nación mexicana” (la civilización precolombina, la sociedad novohispana, el “grito” de Hidalgo o el imperio de Iturbide) fue por ello desde el inicio una disputa por la legitimidad. Mientras el proyecto liberal se proponía construir una república negando el pasado indígena, remodelando desde arriba todas las relaciones sociales, costumbres y mentalidades y rompiendo los pilares corporativos heredados del orden colonial, los conservadores apelaban a los peligros de desintegración política y de absorción territorial por Estados Unidos para proponer la conformación de un Estado acorde con el ethos nacional “realmente existente” resultado de los siglos de experiencia monárquica novohispana.

En ese conflictivo proceso de conformación del Estado, atravesado por un centenar de rebeliones indígenas y campesinas y el despojo de más de la mitad del territorio nacional, se nutrieron los grandes debates doctrinarios del siglo XIX mexicano, resultando en abigarradas constelaciones ideológicas que desbordaron con mucho la simplificada narración de una disputa entre liberales y conservadores, “modernos” y “tradicionales”, contenida en la historia oficial: desde el pensamiento conservador de Lucas Alamán y las tesis monárquicas de Gutiérrez Estrada hasta el liberalismo agrarista y radical de Ignacio Ramírez.

En el proceso de conformación del Estado mexicano no sólo participaron sin embargo los caudillos o las élites cultas. Intervinieron también los subalternos, modelando la conformación de la relación estatal mexicana mucho más que las grandes disputas entre las élites que llenan los registros de la historia política.

La tragedia del liberalismo mexicano

La Revolución de Ayutla, encabezada por Juan Álvarez y sostenida en las guerrillas campesinas de los estados de Morelos, Hidalgo y Guerrero, desbrozó el camino para impulsar el proyecto de una república liberal transformando radicalmente la sociedad mexicana: desarticulando lealtades personales y vínculos clientelares, sustituidos por la subordinación de todos a un orden jurídico impersonal; desplazando la religión al ámbito de la vida privada; eliminando corporaciones y fueros, convirtiendo la tierra en mercancía y regulando toda la vida social por las reglas del intercambio mercantil privado. La Constitución de 1857 fue su formulación jurídica. Para la élite liberal ello no sólo suponía emprender una cruzada educativa y “civilizatoria” para remodelar las subjetividades en una nueva fe civil republicana. Requería también de la universalización de lazos de independencia personal entre individuos jurídicamente iguales y la desarticulación de los vínculos comunitarios. “No puede levantarse una república”, razonaban los liberales, “donde no existen individuos”.

A todo ello se dirigió la cascada de reformas juaristas, desde la Ley de Administración de Justicia (Ley Juárez, 1855) hasta la Ley Orgánica de la Educación Pública, pasando por la Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos y Comunales (Ley Lerdo, 1856), la Ley Orgánica del Registro Civil (1857), la instauración del matrimonio civil (1859), la eliminación de la intervención del clero en la administración de los cementerios (1859), el establecimiento de jueces del estado civil (1859), la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos (1859), la ley de libertad de cultos (1860) y la secularización de hospitales administrados por corporaciones eclesiásticas (1861).

El proceso, que para los liberales significó enfrentar rebeliones indígenas y campesinas, una guerra interna (la de Reforma) y el imperio de un príncipe extranjero (el de Maximiliano), no se cerró con la llamada “República restaurada”. Se extendió al porfiriato, en el que todavía el deslinde de “tierras baldías” representaba el intento de medir, cuantificar, definir y controlar las fronteras del territorio nacional. El desenlace no fue sin embargo únicamente definido por las élites. La conformación del Estado fue un proceso mucho más complejo, multicolor y dinámico caracterizado por la adaptación liberal a socialidades antiguas y por la irrupción de las comunidades agrarias en el escenario político en el que se disputaba la existencia de un mando nacional, condicionando con su intervención los modos de mandar y de obedecer y el orden material y simbólico de la república.

Frente al proyecto liberal de crear una sociedad atomizada de individuos, unidos por el vínculo impersonal del mercado y las reglas abstractas del derecho, las rebeliones agrarias antepusieron una y otra vez el mito redentor de una comunidad cuya representación simbólica fue la tierra. En ese orden simbólico la tierra no significaba solamente un bien natural garante de la autosuficiencia material o un “modo de producir”. En la conservación de la tierra y los bienes comunales que impulsaba las rebeliones agrarias estaba contenida la resistencia de un mundo de la vida que se negaba a ser disuelto: con su entramado de costumbres y reglas morales, su relación sagrada con la naturaleza, una vivencia lúdica del trabajo ajena al ethos puritano y una noción del tiempo ligada más a los ritmos de la cosecha que al tiempo lineal del “progreso”. Pero estaba también contenida una lucha de las comunidades agrarias por derechos y jurisdicciones.

En el violento proceso de centralización política y eliminación de fueros y autonomías inscrito en la conformación de la moderna forma estatal, las comunidades peleaban también la conservación de las jurisdicciones político-territoriales que les habían permitido controlar sus territorios, administrar sus bienes e impartir justicia. No fue casual que la defensa de los derechos comunales sobre tierras, montes y aguas estuviera innumerables veces acompañada de demandas de autonomía política. Ante la desaparición de las “repúblicas de indios”, forma jurídica con que la monarquía española había reconocido derechos territoriales de las comunidades, la recuperación del ayuntamiento de raigambre liberal fue un ejemplo temprano de los recursos utilizados por las comunidades agrarias para preservar sus identidades, derechos territoriales y formas de gobierno.10 Fue este uso del discurso liberal el que descubrió Ducey en su estudio de las identidades políticas campesinas, reconstruidas a la luz de un análisis de varias rebeliones agrarias del siglo XIX mexicano:

Los indios buscaron en el discurso moderno de los ayuntamientos y constituciones una manera de amparar sus derechos tradicionales, dando por resultado una doble identidad de “hijo del pueblo” y “ciudadano”. Los pueblos encontraron dentro de la ideología hegemónica del nuevo estado nacional, espacios y discursos para defender su propia identidad. Aunque de manera incompleta, encontraron en las ideas de nación y ayuntamiento herramientas que les permitieron sobrevivir y limitar los intentos de las élites de transformar el campo a su antojo [...] En pocas palabras, adoptaron una máscara frente al poder, la máscara del ciudadano.11

En el proceso, las comunidades utilizaban también las pugnas entre las élites y sus vicisitudes frente a las amenazas externas para imponer sus propias reivindicaciones. Así lo revelaron las alianzas entre liberales y campesinos de la sierra de Puebla entre 1855 y 1872, descubiertas por Florencia E. Mallon: a cambio de tierra y autonomía política los campesinos apoyaron la rebelión de Juan Álvarez e hicieron de la zona, años después, uno de los principales centros de resistencia al imperio francés.12 “Un rasgo de las rebeliones del siglo XIX”, registró a su vez Florescano, “es el amplio abanico de alianzas que los campesinos lograron concretar”:

No sólo integraron en sus filas a dirigentes que provenían de distintos sectores sociales, sino que establecieron pactos con los grupos conservadores, moderados y radicales que competían en la arena política nacional, con los ejércitos norteamericanos y franceses que invadieron sus territorios, y con los caudillos y jefes políticos regionales. Una de las características más notables de estos movimientos fue su capacidad para pactar alianzas con las fuerzas políticas regionales. Es verdad que en estos casos la mayoría de las iniciativas las tomaron los caudillos y políticos locales. Sin embargo, se nos había ocultado la ductibilidad indígena y campesina para situarse en las coyunturas políticas más complejas y sacar provecho de ellas.13

En esa confrontación política en que no dejaron de invocar derechos originarios y títulos de propiedad amparados por la legislación colonial, las comunidades agrarias no sólo adoptaron para su sobrevivencia el discurso y las instituciones liberales (como la autonomía municipal, que acompañó durante la Revolución mexicana la expedición de las leyes agrarias zapatistas promulgadas en Morelos), negociando y condicionando alianzas con las distintas facciones de las élites políticas. Llegaron también a imaginar, abrevando del pensamiento ilustrado y aun de los ecos que llegaban de la Comuna de París, la construcción de una república confederada de pueblos y comunidades autónomas en la que el concejo municipal, la rendición de cuentas y la revocación del mandato serían los instrumentos de ejercicio de la función gubernativa y de intervención de los pueblos en los asuntos públicos.

El Plan Socialista con el que los pueblos rebeldes de Sierra Gorda declararon en 1879 la guerra al gobierno porfirista fue un ejemplo ilustrativo de esa imagen mítica. Considerando que “Dios creó la tierra para todos los hombres, y por lo mismo todos deben ser dueños del suelo”, aquel plan otorgaba a la nación la propiedad original del territorio, contemplaba el reparto, deslinde y restitución de tierras a los pueblos, las tierras comunales como bienes no enajenables administrados por concejos municipales, la gratuidad de los productos naturales del suelo común y una reforma política que daba a los concejos municipales sostenidos en los pueblos en armas las funciones administrativas y gubernativas.14

Si los fenómenos culturales deben ser entendidos no como un conjunto estático de creencias y costumbres, sino como formas simbólicas producidas y transmitidas en contextos y procesos históricos socialmente estructurados,15 entonces la defensa de los bienes comunes expresaba al mismo tiempo el entramado material y simbólico que daba identidad a las comunidades agrarias y los significados conflictivos y divergentes que, en el contexto de relaciones de dominación, tenían para sus actores el trabajo y el tiempo, el bien común y la autoridad política, la moral y el derecho, la justicia y la injusticia. En esa intersección conflictiva entre las distintas fracciones, las clases dominantes, las élites dirigentes y las clases y grupos subalternos se fue conformando la relación estatal mexicana.16

El desenlace del proceso, cuyo resultado no estaba definido de antemano, fue una configuración estatal ajena al orden constitucional. La modernización liberal del siglo XIX desembocó en el porfiriato, con su entramado de vínculos personales y pactos no escritos de protección y fidelidad que transitaron por el establecimiento de una red nacional de lealtades con caciques y caudillos regionales y por el reconocimiento de facto de las comunidades campesinas: intercambios de tutela y deferencia no escritos en los textos jurídicos, pero recreados cotidianamente en las rutinas y rituales del mando, tal y como los describió, entre otros, François Xavier Guerra en su análisis del régimen porfirista. El “secreto de la paz porfiriana”, analizaba Molina Enríquez en vísperas de la revolución, no había sido el gobierno despersonalizado de la ley, sino los vínculos de dependencia personal y los acuerdos metaconstitucionales tejidos en torno al gran caudillo, proveniente él mismo del mundo agrario.17

Tierra, soberanía y nación quedaron fijados desde entonces como elementos constitutivos y entrelazados de la comunidad estatal. No sólo porque las rebeliones agrarias impusieron el reconocimiento de la comunidad, sino porque la construcción del Estado nacional pasó por un despojo territorial y por la resistencia frente a poderes e intervenciones externas. La propia existencia del Estado mexicano quedó constitutivamente anclada en su relación con Estados Unidos. Para ser Estado y para ser nacional, el Estado mexicano tuvo que incluir en su configuración socialidades y símbolos de las clases subalternas para quienes la preservación de su espacio de reproducción de la vida, como demostraron sus proclamas durante la intervención estadounidense, quedó identificada con la defensa de la nación y de su territorio.

La segunda gran ofensiva modernizadora del siglo XIX, la emprendida por los “científicos”, abrió una fractura en la comunidad estatal que el ascenso de Madero a la presidencia no pudo cerrar. La noción de la tierra y los bienes naturales como patrimonio común, que persistió en el imaginario colectivo siendo uno de los resortes populares de la Revolución mexicana, reapareció transfigurada en el artículo 27 de la Constitución de 1917.

El triunfo de los vencidos

La Revolución mexicana interrumpió el proceso desatado en el siglo XIX y acelerado en los años de “modernización” porfirista. Comprender el alcance de esa revolución agraria requiere redimensionar el abrupto golpe dado en diez años a lo que constituía una tendencia secular: el despojo de bienes comunales y la desintegración de la comunidad agraria. Los datos registran que tan sólo entre 1883 y 1907, años del torbellino “modernizador” porfirista, un cuarto de la superficie del territorio nacional (49 millones de hectáreas) pasó a manos privadas.18 La revolución frenó esa tendencia.

La revolución destruyó un ejército, derrumbó un aparato estatal y remplazó a una élite gobernante. Pero además puso diques a la destrucción de un mundo de la vida con raíces antiguas e impuso en el orden jurídico del Estado tres principios provenientes de la tradición de derecho público de la monarquía española, nutridos a su vez por la persistencia de socialidades comunitarias, que serían constitutivos de la relación estatal mexicana y fundamento de la legitimidad de sus élites dirigentes: el derecho de las comunidades agrarias al usufructo de la tierra (bajo la forma del ejido), la nación como propietaria originaria de las tierras y aguas comprendidas en su territorio y el “dominio directo” de la nación, “inalienable e imprescriptible” (es decir, un derecho absoluto, exclusivo y perpetuo) sobre minerales, salinas y petróleo.

En la tradición de derecho público de la monarquía española, que impregnó el imaginario mexicano a partir de la multisecular experiencia novohispana, el Rey era la representación simbólica de una comunidad estatal cuyo gobierno y conducción, si eran legítimos, le obligaban a salvaguardar el bien público: la paz y seguridad interior, la integridad del territorio y del patrimonio de bienes comunes, la administración de justicia y la protección de la vida y los derechos de sus súbditos.

En aquella tradición, para la que república y monarquía no eran términos jurídicamente incompatibles, la noción de cuerpo político, formado por derechos corporativos y enraizado materialmente en la existencia de bienes comunes, definía el lazo sagrado de protección y lealtad que vinculaba a gobernantes y gobernados. Las llamadas regalías de la Corona habían comprendido la propiedad de las minas, salinas, tierras, aguas, montes y pastos, cuyo derecho de explotación se concedía a los particulares a través de la gracia o merced real y, en el caso de la tierra, del repartimiento. Este último, explicó Ots Capdequí, no suponía automáticamente el dominio pleno sobre el lote de tierra adjudicado:

Era requisito indispensable para que el dominio se consolidase poner en cultivo la tierra recibida y residir en ella por un plazo de tiempo que cambió según los casos -cuatro, cinco y hasta ocho años.

Estos repartimientos habían de hacerse sin agravio para los indios, sin perjuicio de tercero, sin concesión de facultades jurisdiccionales sobre los habitantes de las tierras adjudicadas y sin derecho alguno de dominio sobre las minas que en ellas pudieran hallarse. Al hacerse los repartimientos se había de procurar que a todos correspondiese “parte de lo bueno e de lo mediano e de lo menos bueno”.19

En tal ordenamiento político el Rey detentaba el mando supremo, aunque no un poder arbitrario, pues su gobierno estaba sujeto a la constitución estatal: el entramado de derechos corporativos, protegidos por la ley y sancionados por la costumbre, que regulaban la vida de la república y sustentaban el deber de obediencia de los gobernados.20 Un pacto de sujeción vinculaba al Rey con su pueblo definiendo las razones de la obediencia y los deberes y límites del mando. Ese pacto de sujeción por el cual la comunidad política otorgaba al monarca el derecho de gobernarla obligaba a éste a ejercer el mando ajustándose al derecho natural, las costumbres y la justicia. En contraste con el pacto hobbesiano, fundado en el miedo a la muerte y creador de un poder soberano absoluto e irresistible, en este caso el pacto de sujeción tenía un fundamento moral y su violación por parte del gobernante podía incluso significar, como en la doctrina de Francisco Suárez, el legítimo derecho de resistencia de los gobernados.21

Fue desde esa tradición corporativa que la Corona reconoció personalidad jurídica a las comunidades indígenas, ordenando en la Recopilación de Leyes de Indias (1680) el otorgamiento de tierras no enajenables a los pueblos (los llamados exidos, figura del derecho comunal español). Las Reales Cédulas de 1687, 1695 y 1713 refrendaron ese reconocimiento jurídico, así como el derecho de las comunidades a poseer y administrar tierras.

Aquella antigua representación de la autoridad política, limitada por la costumbre y ligada al resguardo de bienes comunes, reapareció transfigurada en la Constitución mexicana de 1917. “La nación, como antiguamente el rey, tiene derecho pleno sobre tierras y aguas; sólo reconoce u otorga a particulares el dominio directo y en las mismas condiciones que en la época colonial”,22 planteó la exposición de motivos del artículo 27 estableciendo un principio de derecho público que regulaba no solamente el régimen de propiedad sino también el ejercicio de la autoridad política.

La recuperación de aquella tradición política por los constituyentes mexicanos no fue producto de la persistencia de un inmutable sedimento cultural. Fue resultante de un largo y conflictivo proceso histórico en el que se entrecruzaron la resistencia de mundos de la vida que se negaron a ser disueltos, la formación de una tendencia jacobina gestada en una revolución empeñada en construir un mando nacional y una politicidad modelada en la experiencia y en la historia.

Lo que esos principios constitucionales significaron para las élites externas quedó registrado en los informes diplomáticos de la época. Joseph Couget, encargado de la legación francesa en México, escribió a pocos días de promulgada la Constitución mexicana:

No creo que sea necesario comentar el artículo 27. Basta con leerlo para ver que justifica, con anticipación, los atentados más arbitrarios contra la propiedad y despoja a ésta de toda seguridad: ese artículo amenaza gravemente los intereses de las sociedades francesas propietarias en México.23

“Bajo los términos de este artículo”, informaba a su vez a sus superiores el encargado de la legación británica, “los súbditos británicos sufrirán de diversas maneras”:

Graves abusos surgirán probablemente en relación con la división de tierras y los propietarios estarán a merced de las autoridades designadas para llevar a cabo esa división. A los pueblos y aldeas que no tienen suficiente tierra les serán otorgadas a expensas de los propietarios de grandes extensiones [...] Uno de los más importantes puntos en este artículo es que el petróleo es declarado propiedad de la Nación. Hasta ahora el petróleo ha sido propiedad de los dueños de la superficie del suelo, y los súbditos británicos han gastado grandes sumas comprando o rentando derechos petroleros de los propietarios de la superficie. Ahora “el dominio de la Nación es inalienable e imprescriptible”. El agua que se toma afuera de las minas es ahora propiedad de la Nación y los propietarios de minas serán probablemente obligados a pagar al gobierno por el uso del agua que ellos han bombeado desde sus propias minas.24

La guerra campesina no devolvió la autonomía a los pueblos, como planteaba el zapatismo en el Plan de Ayala, pero en medio de la turbulencia abierta con la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Revolución bolchevique logró levantar diques protectores de las comunidades agrarias, puso cercos al capital y, sin que sus actores se lo propusieran, forzó el establecimiento de principios constitucionales que sustentarían la existencia de una comunidad estatal.

Lo que dio su originalidad a la Constitución de 1917, hecho sin precedente en el mundo de la época, fue que sacó la tierra y los bienes comunes de los circuitos del mercado: un derecho protegido durante siglos por el manto protector de la Corona española, peleado en la cascada de rebeliones campesinas que atravesaron la historia poscolonial y arrancado por la revolución. Ese marco constitucional definió el campo contencioso en el que se restableció, durante las décadas de 1920 y 1930, una relación estatal: el proceso disputado y conflictivo de conformación de un mando nacional y de una hegemonía.

La rebelión de Agua Prieta encabezada por Álvaro Obregón, acta sangrante de bautismo de la élite gobernante posrevolucionaria, confirmó en 1920 lo anunciado desde 1914 en la Convención de Aguascalientes: en las nuevas reglas del régimen posrevolucionario la jefatura de ejércitos -no las elecciones o los partidos políticos- sería un requisito indispensable para acceder al mando. Reveló además que el reconocimiento de un mando supremo transitaba todavía por la negociación con caudillos y jefes militares regionales y, por último, que la legitimidad de la nueva élite gobernante había quedado condicionada en sus orígenes al cumplimiento de los compromisos inscritos en el artículo 27 constitucional.

Víctor Ayguesparsse, encargado de la legación francesa en México, escribía en 1921 en un informe a sus superiores el “escandaloso” fraccionamiento de grandes propiedades y la afectación de “derechos de legítima propiedad” desencadenado con el reparto de tierras ejidales iniciado por el general Obregón. Cito in extenso:

La cuestión agraria está, se puede decir, a la orden del día desde hace más de un siglo en México. La gran propiedad, en efecto, ha estado siempre desde la independencia más o menos amenazada, y todas las revoluciones han siempre inscrito la cuestión agraria a la cabeza de sus programas. El gobierno del general Obregón, que comprende en su seno elementos ultrarradicales, busca él también dar prioridad a esta cuestión sobre todas las otras. En efecto, uno de los primeros actos de este gobierno ha sido la restitución de “ejidos” a los pueblos. Desde el mes de mayo pasado, fecha del triunfo de la última revolución, han sido restituidos a más de 2 mil pueblos las tierras de propiedades circundantes; estas restituciones han provocado naturalmente los abusos más grandes y los fraccionamientos más escandalosos de algunas grandes propiedades. En la mayor parte de los casos estas “restituciones” han sido hechas sin que ningún título serio de propiedad se haya producido. De eso resulta, en las regiones más pobladas de México, particularmente en los estados de Morelos, Veracruz, Tlaxcala, Hidalgo y Michoacán, la mayor confusión. Los extranjeros poseedores de propiedades agrícolas no han obviamente escapado a la amenaza común. Americanos, franceses, españoles y británicos se han visto amenazados en sus derechos de legítima propiedad. Una decena de nuestros compatriotas ha venido a informarme de decisiones, o a veces solamente amenazas, de comisiones agrarias tendientes a despojarlos de sus bienes bajo el pretexto de la “restitución de ejidos”.25

En Morelos el pacto con Obregón fue vivido por las comunidades agrarias como un triunfo de la guerra campesina. En 1923 se habían repartido tierras a 115 de los 150 pueblos que entonces tenía el estado, lo cual significó en los hechos romper las estructuras de poder local de la oligarquía agraria. “Mientras que los hacendados”, relató Womack, “[...] habían perdido más de la mitad de su territorio, alrededor de 16 800 ejidatarios habían tomado posesión definitiva de más de 120 000 hectáreas en forma de dotaciones de tierras y restituciones. Provisionalmente, por lo menos 80% de las familias campesinas del estado tenían ahora tierras propias, que en total ascendían a cerca de 75% de las tierras labrantías”.26

Lo que ese pacto significó para los pueblos agrarios puede entenderse desde el viraje obregonista en la política nacional reflejado en los datos duros: en contraste con las 121 000 hectáreas de tierra repartidas en tres años por Venustiano Carranza, 1 677 000 hectáreas fueron repartidas por el general Obregón entre 1921 y 1924.27

Disciplinar a caciques y jefes militares regionales, centralizar las armas, subordinar a la Iglesia, eliminar poderes territoriales ejercidos fuera de la jurisdicción estatal (como las “guardias blancas” de los hacendados o los cuerpos armados privados de las empresas petroleras en la Huasteca) y suspender la violencia pasaron en los siguientes años por la afirmación y reconocimiento de una autoridad suprema en todo el territorio nacional cuyo sustento no estaba en los aparatos sino en la tierra como derecho fundante de todos los derechos.

El reparto ejidal cardenista y la expropiación petrolera fueron los fundamentos materiales de afirmación del poder estatal mexicano. Con ellos el cardenismo acotó y desmanteló buena parte del poder de caciques y caudillos regionales, eliminó el poder detrás del trono (el “maximato”), disciplinó al ejército y al partido, afirmó la existencia de un mando nacional, suspendió la violencia, fundó en el control estatal de la renta petrolera uno de los soportes materiales del equilibrio en la relación con Estados Unidos, actualizó uno de los principios de la legitimidad política mexicana desde tiempos inmemoriales y convirtió a la institución presidencial en depositaria exclusiva del mando supremo del Estado en todo el territorio nacional: representación simbólica del cuerpo político del Estado y del deber de resguardo de sus bienes comunes.

Al doble cuerpo del Príncipe mexicano, persona natural y representación simbólica de la República, correspondió en la realidad de las relaciones sociales materiales el ejido, el resguardo de los bienes naturales como patrimonio público, la educación pública laica y gratuita y el control estatal de la renta petrolera.

Epílogo

La reforma del artículo 27, aprobada en 1992 junto con cambios en la legislación nacional sobre la propiedad y usufructo de minas, bosques y aguas, simbolizó el ingreso del territorio mexicano en un gran cambio de época. Esa reforma sancionó jurídicamente la disolución de la comunidad agraria, abrió el ingreso formal de la tierra en los circuitos del mercado, posibilitó la conversión de tierras ejidales y comunales en propiedad privada (y de los campesinos en propietarios privados, con “dominio pleno” sobre sus parcelas) y formalizó la ruptura de un pacto estatal tejido en la historia, los mitos, el imaginario, la legislación, los conflictos y luchas que cubrieron la primera mitad del siglo XX mexicano.

En el momento de su aprobación, la tierra ejidal abarcaba formalmente 103 millones de hectáreas: 52% del territorio nacional, 55% de las tierras agrícolas y 70% de los bosques. La desaparición de tierras ejidales y comunales, una tendencia iniciada en la segunda posguerra, comenzó a acentuarse: no por la conversión de las tierras ejidales en propiedad privada (que según cifras oficiales sólo había operado, hasta 2011, en 2.6% de los ejidos) sino por vías indirectas, como el franco abandono de las parcelas o la renta de tierras ejidales y comunales a proyectos de inversión privada inmobiliarios y turísticos. La proletarización campesina y nuevos éxodos migratorios son parte de esta tendencia.28

Liberada de los diques jurídicos levantados por la Revolución mexicana, una nueva marea de despojo comenzó a crecer restableciendo el dominio del capital sobre la tierra y extendiéndolo sobre todos los bienes naturales: aguas, costas, playas, bosques, ríos, minas y petróleo. En el lugar del viejo régimen no asomó sin embargo una república de ciudadanos autónomos regida por el gobierno impersonal de la ley, sino la desintegración del mando estatal y el desmoronamiento del andamiaje en que se sostenía la unidad política. Desamparo, impunidad, la fragmentación del país en múltiples señoríos territoriales controlados por caciques, gobernadores y bandas armadas del narcotráfico (todos entrelazados), y una espiral de violencia cotidiana vuelta pandemia se apoderaron de la escena.

Si el torbellino de este cambio de época logra arrasar los fundamentos materiales y jurídicos de una relación estatal, sólo la experiencia de la nueva forma de dominación en turbulenta gestación podrá terminar de revelarlo. Imposible es ya restaurar la vieja forma estatal en el nuevo mundo de las finanzas y del vertiginoso cambio tecnológico, pero quizá sea posible imaginar el resguardo de las viejas reglas protectoras del mundo humano en la modernidad de los derechos civiles y en el disfrute de los bienes materiales e inmateriales contenidos en las innovaciones tecnológicas.

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1Atendiendo al origen del orden jurídico estatal, la teoría pura del derecho –representada en el siglo XX por Hans Kelsen– contempló dos formas de Estado posibles: democracia y autocracia. Hans Kelsen, Teoría general del Estado, México, Ediciones Coyoacán, 2012.

2En su polémica con el positivismo jurídico de Kelsen, que identificaba directamente el Estado con el orden jurídico, Carl Schmitt escribió en 1927: “No es, pues, que la unidad política surja porque se haya ‘dado una Constitución’. La Constitución en sentido positivo contiene sólo la determinación consciente de la concreta forma de conjunto por la cual se pronuncia o decide la unidad política”. Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Universidad, 1996, p. 46.

3Ferdinand Lassalle, ¿Qué es una Constitución?, México, Hispánicas, 1987.

4Benedict Anderson, Imagined Communities, Londres, Verso, 1983 (en castellano: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, México, Fondo de Cultura Económica, 1993).

5Edmundo O’Gorman, La supervivencia política novo-hispana. Monarquía o república, México, Universidad Iberoamericana, 1986.

6José María Luis Mora, “De la eficacia que se atribuye a las formas de gobierno”, en Obras completas, México, SEP/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1986, vol. I, p. 316.

7Tomado de José C. Valadés, Alamán: estadista e historiador, México, UNAM, 1987, pp. 525-526.

8François-Xavier Guerra, México: del Antiguo Régimen a la Revolución, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, tomo I, p. 264.

9Idem.

10Sobre la apropiación indígena de las instituciones liberales en el siglo XIX mexicano véanse, entre otros, Enrique Florescano, Etnia, Estado y nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México, México, Aguilar, 1996; Leticia Reina, La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo XXI Editores, 1997; Steve Stern, “La contracorriente histórica: los indígenas como colonizadores del Estado, siglos XVI al XX”, en Leticia Reina (coord.), Los retos de la etnicidad en los Estados-nación del siglo XXI, México, CIESAS/Porrúa, 2000.

11Michael T. Ducey, “Hijos del pueblo y ciudadanos: identidades políticas entre los rebeldes indios del siglo XIX”, en Brian Connaughton et al., Construcción de la legitimidad política en México, México, El Colegio de Michoacán/UNAM/UAM/El Colegio de México, 1999, p. 151.

12Florencia E. Mallon, Peasant and Nation. The Making of Postcolonial Mexico and Peru, University of California Press, 1995 (en castellano: Campesinado y nación. La construcción de México y Perú postcoloniales, México, CIESAS/Colegio de Michoacán/Colegio de San Luis Potosí, México, 2003).

13Enrique Florescano, Etnia, Estado y nación..., op. cit., p. 381.

14El plan íntegro de la rebelión de Sierra Gorda así como otros documentos y programas de las rebeliones agrarias del siglo XIX mexicano se encuentran en Leticia Reina, Las rebeliones campesinas en México (1819-1906), México, Siglo XXI Editores, 1988.

15John B. Thompson, Ideología y cultura moderna, México, UAM-Xochimilco, 1998, pp. 203 y ss.

16Rhina Roux, El Príncipe mexicano. Subalternidad, historia y Estado, México, Era, 2005.

17Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales (1909), México, Era, 1989.

18John Coatsworth, Growth Against Development. The Economic Impact of Railroads in Porfirian Mexico, DeKalb, Universidad del Norte de Illinois, 1981, p. 170 (en castellano: El impacto económico de los ferrocarriles en el porfiriato: crecimiento contra desarrollo, 2 vols. México, SepSetentas, 1976).

19J.M. Ots Capdequí, El Estado español en las Indias, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 35.

20En la cultura jurídico-religiosa de la monarquía española, escribió Annick Lempérière en su análisis del imaginario político novohispano, la “constitución de la monarquía” incluía la malla de deberes y derechos que vinculaba al monarca con las representaciones colectivas organizadas de la sociedad: “El rey y las corporaciones, la soberanía absoluta y la autonomía de gobierno de las comunidades, los derechos reales y los privilegios de los cuerpos constituidos, el servicio debido al rey y los servicios rendidos al público por las corporaciones. Esta cultura da comúnmente, al cuerpo político así constituido, el nombre de república”. Annick Lempérière, Entre Dieu et le Roi, la République, Mexico, XVIe-XIXe siècles, París, Les Belles Lettres, 2004, p. 18.

21Sobre la fundamentación del pacto estatal y del derecho de resistencia en el pensamiento de Francisco Suárez véase Antonio Gómez Robledo, El origen del poder político según Francisco Suárez, México, Fondo de Cultura Económica/Universidad de Guadalajara, 1998. Sobre el vínculo moral entre el monarca y el pueblo inscrito en el Derecho Castellano véase Mario Góngora, El Estado en el derecho indiano. Época de fundación, 1492-1570, Santiago, Instituto de Investigaciones Histórico Culturales/Universidad de Chile, 1951.

22Cfr. Berta Ulloa, La Constitución de 1917, en Historia de la Revolución mexicana, México, El Colegio de México, 1988, tomo 6, p. 408, nota 173.

23Joseph Couget al Ministère des Affaires Étrangères (MAE), México, 8 de febrero de 1917. Citado en Pierre Py, Francia y la Revolución mexicana o la desaparición de una potencia mediana, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 198-199.

24De E.W.P. Thurstan al Foreign Office, México, 31 de marzo de 1917. Archivos del Foreign Office, The National Archives, Kew, Londres, FO 371/2960, folios 190-198.

25Víctor Ayguesparsse al MAE, México, 26 de abril de 1921. Archivos del MAE (Quai d’Ordsay), París, Correspondencia política general / B-América, vol. VI, folios 195-196.

26John Womack, Zapata y la Revolución mexicana, México, Siglo XXI Editores, 1985, pp. 368-369.

27José Rivera Castro, “Política agraria, organización, luchas y resistencias campesinas entre 1920 y 1928”, en Historia de la cuestión agraria mexicana, México, Siglo XXI Editores, 1998, vol. IV, p. 29.

28Pedro Olinto et al., Land Market Liberalization and the Access to Land by the Rural Poor: Panel Data Evidence of the Impact of the Mexico Ejido Reform, Washington, Broadening Access and Strengthening Input Market Systems/Banco Mundial, 2000; World Development Report Agriculture: Agriculture for Development, Washington, Banco Mundial, 2002.

Recibido: 03 de Febrero de 2017; Revisado: 02 de Marzo de 2017; Aprobado: 19 de Agosto de 2017

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