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Política y cultura

versão impressa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.47 México Mar./Jun. 2017

 

Enfoques teóricos, métodos y técnicas

De la racionalidad exhaustiva a la democracia participativa

From comprehensive rationality to participatory democracy

Rodolfo Canto Sáenz* 

* Universidad Autónoma de Yucatán, Facultad de Economía, Mérida, México [rodolfo.canto@correo.uady.mx].


Resumen:

Influida por la nueva gestión pública, la evaluación de políticas públicas en México revela un sesgo cientificista que la lleva a privilegiar el papel de los especialistas en la búsqueda de una imposible racionalidad exhaustiva, mientras descuida las posibilidades que ofrece la participación ciudadana en los asuntos públicos. La ciudadanía puede ir más allá de los evaluadores profesionales gracias a sus grandes reservas de conocimientos y experiencias, pero su participación requiere de gobiernos afines, dispuestos a complementar la racionalidad técnica con la racionalidad política que emerge de la participación de los involucrados en todo el proceso de la política pública, incluida la evaluación.

Palabras clave: evaluación; políticas públicas; participación ciudadana; gobierno; democracia participativa

Abstract:

Influenced by the new public management, the evaluation of public policies in Mexico reveals a scientistic bias that leads it to privilege the role of specialists in the search for an impossible comprehensive rationality, while neglecting the possibilities offered by citizen participation in public affairs. Citizenship is able to go beyond the professional evaluators thanks to its large reserves of knowledge and experience, but their participation requires like-minded governments, willing to complement technical rationality with political rationality that emerges from the participation of those involved in all the public policy process, including evaluation.

Key words: evaluation; public policy; citizenship participation; governance; participatory democracy

Introducción

Inspirada en las tesis de la llamada nueva gestión pública (NGP), la evaluación de políticas públicas en México exhibe hoy un sesgo cientificista que la ha llevado a privilegiar el papel de los especialistas al tiempo que ha soslayado las posibilidades que ofrece la participación ciudadana en todo el proceso de las políticas públicas. Este sesgo, que entre otras cosas suele dar lugar a la búsqueda de una imposible racionalidad exhaustiva, la ha llevado a creer que con la aplicación de los métodos cuantitativos y cualitativos de las ciencias sociales podría llegar a conocerse qué se ha hecho bien o mal, qué podría mejorarse o incluso qué debería hacerse, en una suerte de visión omnicomprensiva del proceso de la política pública.

La vocación por los métodos top-down, o de arriba hacia abajo, ha llevado a los evaluadores mexicanos a ignorar incluso las recomendaciones básicas de la teoría, como las advertencias de Simon y Lindblom contra las pretensiones de racionalidad exhaustiva o la sugerencia de Lindblom de complementar la racionalidad técnica con la racionalidad política que emerge de la participación de los involucrados en todo el proceso de la política pública, incluida la evaluación.

El positivismo de la evaluación en México también se expresa en el afán de medirlo todo. Frases del tipo “lo que se mide es lo único que se lleva a cabo”, o “sólo lo que se mide se puede mejorar”, son frecuentes entre los organismos evaluadores en México, aun cuando existe abundante evidencia empírica de que lo que puede medirse no necesariamente es lo que más importa y, a la inversa, que lo que verdaderamente cuenta no siempre puede medirse.1 El caso de la carrera magisterial y otros que se comentan más adelante demuestran que lo que se puede medir (por ejemplo, los conocimientos de un docente mediante aplicaciones de exámenes) no dice gran cosa sobre lo que verdaderamente importa (en este ejemplo, la preparación de los educandos). La reducción de la evaluación a las simples mediciones ha significado en la práctica el descuido injustificable del contexto y el desaprovechamiento de grandes reservas de conocimientos y experiencias que pueden aportar los involucrados, con frecuencia los simples ciudadanos de a pie.

El gran complemento de la evaluación técnica, casi por completo ausente en México, es la evaluación participativa y, más exactamente, la participación de la ciudadanía en clave democrática en todo el proceso de la política pública, incluida la evaluación. La participación ciudadana en las políticas públicas desde la perspectiva de la democracia participativa implica un cambio fundamental y de gran alcance hacia un proceso más abierto de toma de decisiones y empoderamiento de los ciudadanos, que dejan de ser vistos como simples consumidores de políticas públicas para convertirse en coproductores, capaces de participar en todo el proceso de la política pública, incluida la evaluación. Esto desde luego requiere de gobiernos afines, algo todavía escaso en México.

El artículo incluye tres apartados: el primero reseña brevemente las tesis principales de la NGP y algunas de las particularidades de su adopción en México. El segundo se ocupa de la evaluación de políticas públicas en el contexto mexicano y relaciona sus rasgos más característicos con los resultados de algunas políticas implementadas en el país. El último apartado aborda el tema de la participación ciudadana en los asuntos públicos, incluida la evaluación, y reseña varias experiencias que demuestran su viabilidad, también en México, como los presupuestos participativos de Porto Alegre y de la Ciudad de México y el plebiscito de Acanceh, Yucatán.

La nueva gestión pública mexicana

En las últimas décadas, la gestión pública en México ha estado influenciada por las ideas e instrumentos de la nueva gestión pública, denominación empleada para referirse a un conjunto de prácticas de gestión que surgieron en varios países anglosajones, específicamente el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda desde la década de 1980.2 Las dos ideas fundadoras de la NGP fueron, primero, la flexibilización de las estructuras y procesos de las administraciones públicas, lo que suele llamarse el componente gerencial, y segundo, la introducción de mecanismos de mercado en la producción y distribución de bienes y servicios públicos, que suele denominarse el componente de competencia; ambas ideas apuntaban hacia una gestión pública más eficaz, eficiente y económica.3

A diferencia de los países de origen, donde las reformas fueron iniciativas de sus propios gobiernos, en México la NGP nunca fue un plan deliberado; la adopción de los nuevos métodos e instrumentos fue selectiva, contingente, a veces incluso contradictoria, y se debió, como escribe Cejudo,4 a cambios dramáticos en la economía y la política del país. En realidad la adopción en México de parte del repertorio de la NGP fue facilitada por el arribo al poder, también desde la década de 1980, de gobiernos que se identificaban con las ideas del libre mercado y que, al tiempo que abrían la economía a la competencia externa, suprimieron funciones y estructuras de la administración central e impulsaron procesos de privatización de las empresas públicas para reducir los abultados déficits fiscales que habían heredado de gobiernos anteriores.

El empleo de diversos instrumentos de la NGP e incluso la adopción de otros más se mantuvo después del año 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la elección presidencial por primera vez en 70 años, hecho que suele ser considerado el punto de transición del país a la democracia.

Sin embargo no todo el repertorio de la NGP ha sido adoptado en México; las tradiciones administrativas y la cultura misma del país han dado lugar a que ciertos enfoques e instrumentos de la nueva corriente hayan sido mejor recibidos que otros. En particular, de las dos ideas fundadoras de la NGP, ha corrido mejor suerte el componente de competencia, materializado en las privatizaciones de bienes y servicios públicos, que el componente gerencial.5

Vistas más de cerca, las dos ideas fundadoras de la NGP son distintas e incluso contradictorias, lo que se explica por sus diferentes orígenes intelectuales. El componente de competencia o de mercado se remonta a la escuela de la elección pública (public choice) y al nuevo institucionalismo económico; de esta herencia intelectual la NGP retoma su escepticismo frente a los instrumentos tradicionales de gestión, como la planeación y el control centralizados, que percibe como una ruta segura a la ineficiencia e incluso a la corrupción, por lo que prescribe la privatización o por lo menos la concesión de la prestación de los bienes y servicios públicos a agentes no gubernamentales.6

En contraste, el componente gerencial se remite al legado del managerialism estadounidense que postula mayor flexibilidad o libertad de gestión para los gerentes a fin de incentivar la creatividad, la innovación, el dinamismo y la capacidad de respuesta ágil y oportuna a los cambios en el entorno; al lado de la flexibilidad gerencial, la NGP retomó varios de los modelos clásicos de la business administration: planeación estratégica, orientación al cliente, calidad, énfasis en los resultados y estímulos al desempeño, entre otros. En los países de origen, la NGP logró un frágil equilibrio entre los dos componentes al otorgar mayor autonomía para agencias y gerentes públicos a cambio de mayor control en los resultados.7

En México, en cambio, se sigue observando una profunda desconfianza, no carente de justificación, hacia la burocracia y sus mandos medios e incluso altos, que en la práctica se ha traducido en un reforzamiento de los controles de todo tipo bajo la premisa, que recuerda a la vieja teoría X de la administración de empresas,8 de que los burócratas intentarán hacer lo que puedan por mantener sus privilegios y seguir medrando a costa del presupuesto público. A la inversa, la concesión o privatización de los servicios públicos es un proceso en marcha, que no se ha detenido pese a los relevos de gobierno e incluso de colores partidistas en el poder.

Desde luego, es posible que la desconfianza hacia los burócratas no sea la única razón para optar por mecanismos de mercado en la prestación de servicios públicos; otra razón, probablemente más poderosa, es la anemia fiscal del Estado mexicano. México tiene una de las menores cargas fiscales en América Latina, que no ha crecido a pesar de los avances en la democratización del sistema político. En 1999 la recaudación de impuestos era equivalente a 9.7% del producto interno bruto y en 2012, más de una década después de consumada la alternancia, seguía siendo de 9.7% del PIB. En contraste, la recaudación total en Brasil pasó de 28.2% del PIB en 1990 a 32.4% en 2010, y en Argentina se duplicó en el mismo periodo, al crecer de 16.1 a 33.5% del producto interno bruto.9

Hoy las cargas fiscales en Brasil y Argentina no se encuentran muy lejos de las que exhiben los países de la OCDE mientras que en México, paradójicamente un país miembro de la OCDE, la recaudación es más parecida a la de los países del África subsahariana. Frente a las dificultades para aumentar la recaudación fiscal puede parecer muy práctico concesionar a particulares la prestación de determinados servicios públicos, incluso los más básicos, como el agua potable.

A tres décadas de las reformas en los países de origen, y al lado de algunos aciertos, la NGP dejó varias promesas incumplidas: costos que no se redujeron, servicios que no mejoraron su calidad, regulaciones que sólo aumentaron la desmotivación, entre otras. De hecho, desde la década de 1990 se revirtieron algunas de sus reformas, como la marcha atrás en la concesión de servicios públicos a agencias externas, que había provocado una excesiva fragmentación y descoordinación creciente en las políticas públicas; tal fue el sentido de las reformas Joined-up government, promovida por el primer ministro británico Tony Blair y Whole-of-government impulsadas en otros países donde se pusieron en marcha ambiciosas reformas de nueva gestión pública.10

Desde la segunda mitad de la década de 1990 se redujo el apoyo político y social a la privatización a causa, entre otras razones, de las experiencias negativas en los ferrocarriles holandeses y británicos. Por ejemplo, a finales de 1999 el gobierno de los Países Bajos decidió poner fin al experimento privatizador de la seguridad social porque garantizar el interés público en las organizaciones privatizadas suponía establecer relaciones insólitamente complejas entre los sectores público y privado que deterioraban la accesibilidad de los servicios para los usuarios. La supervisión pública y la fiscalización central lograron poco control de los organismos administrativos porque éstos podían proteger sus conocimientos y sus procesos comerciales con eficiencia. Un cambio de fondo en la perspectiva institucional implicó que quien debía administrar la seguridad social no era el mercado sino el gobierno central.11

En México, el balance de los cambios propiciados por la NGP no se ve muy positivo, a juzgar por los informes de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), algunos de los cuales se comentan más adelante. La gran promesa de la NGP, de un gobierno que trabaja mejor y cuesta menos, no acaba de cumplirse en el país, como ilustran los casos del Servicio Profesional de Carrera,12 Pemex, el Servicio de Administración Tributaria, la Policía Federal Preventiva, la Carrera Profesional en el Magisterio, la participación ciudadana en los gobiernos municipales,13 la Secretaría de Educación Pública y varios más, evaluados por la ASF.14 El caso de la participación ciudadana ilustra muy bien la desconfianza hacia la democracia participativa que se percibe en la gestión pública mexicana, convencida de que las verdaderas soluciones a los problemas públicos han de ser del tipo top-down, a cargo de tecnocracias formadas en los saberes del gerencialismo y la public choice.

Evaluación de políticas públicas en México

La evaluación de políticas públicas con ideas y técnicas desarrolladas en la administración privada surgió en la década de 1980 al compás de la tesis neoliberal de que “nada funciona” en las administraciones públicas; desde entonces se ha extendido a muchos países y profundizado a grado tal que hoy algunos hablan de un verdadero Estado evaluador e incluso del nacimiento de una sociedad auditora. También, desde entonces, surgieron las críticas a la evaluación inspirada en el gerencialismo y algunos métodos de las ciencias sociales.15

La evaluación de políticas públicas concierne a dos aspectos principales: 1) la evaluación de la política específica y sus programas y 2) la evaluación de las personas que trabajan en las organizaciones responsables de la implementación de la política y los programas. La evaluación de políticas públicas mantiene hasta hoy, quizá en grado más acusado que en la administración privada, un sesgo cientificista o positivista que la hace creer que con la aplicación de los métodos cuantitativos y cualitativos de las ciencias sociales podrá llegar a conocerse qué se ha hecho bien o mal, qué podría mejorarse o incluso qué debería hacerse o dejar de hacer en los distintos ámbitos de la política pública.

En México también ha prevalecido el talante positivista de la evaluación. Por ejemplo, la citada ASF define la auditoría al desempeño de las políticas públicas como un análisis minucioso entre objetivos y resultados para determinar si las decisiones y alternativas que ha tomado el gobierno para resolver un problema fueron las más adecuadas. La clave del éxito de una revisión, afirma la ASF, recae en el grado de exactitud y precisión con que se obtiene la información y se realiza el ejercicio hermenéutico para interpretar con rigor metodológico la información.16

Para comprobar la validez de los resultados, continúa la ASF, debe realizarse un análisis detallado de todo el proceso de las políticas públicas: la manera en que los asuntos llegaron a agendarse; la lista de medios y fines con los cuales el gobierno espera resolver un asunto específico; la relación de todas las variables estructurales que pueden afectar el proceso de implementación de un programa público, lo que implica un esfuerzo exhaustivo por encontrar las variables no establecidas en el diseño que pueden impactar en el proceso; las causas que llevaron a enfrentar los problemas de la manera en que lo hace el gobierno; la relación de todas las alternativas que existen para enfrentar el mismo asunto; la óptima utilización de la información disponible para analizar la concordancia entre los objetivos y las metas planteadas y el desempeño del gobierno; la consistencia y claridad al realizar las conclusiones; las propuestas de modificaciones de los contenidos de los programas públicos bajo los principios de integridad, objetividad e imparcialidad.17

Esta lista podría ser demasiado ambiciosa; revela no sólo una confianza desmedida en los métodos de las ciencias sociales sino un compromiso con la racionalidad exhaustiva de improbable cumplimiento, por ejemplo cuando exige a los auditores “un esfuerzo exhaustivo por encontrar las variables no establecidas en el diseño que pueden impactar en el proceso”; esta es una tarea que varios de los clásicos del análisis de políticas públicas consideran imposible, por ejemplo Charles Lindblom18 o March y Simon.19 Incluso si un auditor excepcionalmente capaz pudiera lograr esto, por ejemplo con una política pública de escasa complejidad, sería excesivo pretender que la función pública incorporase el componente de exhaustividad implícito en estas exigencias. Considerar “todas las alternativas que existen para enfrentar el mismo asunto” podría llevar, sencillamente, a paralizar el proceso de las decisiones públicas, como argumenta Lindblom en su célebre artículo “La ciencia de salir del paso”.20

El positivismo de la evaluación en México se traduce también, al igual que en otros países, en el afán de medirlo todo: “lo que se mide es lo único que se lleva a cabo”, cita la ASF como la esencia sencilla y práctica de los indicadores de desempeño, definidos como un conjunto de medidas que tabulan, calculan y registran una actividad o un esfuerzo de un trabajo realizado. La información obtenida mediante los indicadores de desempeño, asienta la ASF, se expresa de manera cuantitativa o cualitativa y explica el grado de desempeño de una institución para la consecución de sus objetivos.21

Sin embargo, la propia ASF reconoce que una dificultad que enfrenta la construcción de indicadores se deriva de la “intangibilidad” de algunos tipos de producción como la investigación, la diplomacia o la actividad artística, e incluso pone el ejemplo del “escritor prolífico”: si intentáramos medir la productividad de un escritor por el número de páginas que escribe diariamente y encontrásemos que escribe 150 podríamos concluir que es prolífico e incluso darle un premio por su alta productividad, sólo para enterarnos después que los libros que escribe a nadie le interesan y no se venden.22 Pese a estas reservas, la medición de la productividad de algunos “intangibles” como la investigación está muy extendida en México y se emplea, por ejemplo, en la evaluación del desempeño en las universidades públicas.

Además de los “intangibles” a que se refiere la ASF, otro gran frente de cuestionamiento de los indicadores de desempeño es la cuestión de los valores, tema sustantivo en el proceso de las políticas públicas. ¿Cómo medir los valores implícitos en una política fuertemente redistributiva como la expropiación de tierras o suelo urbano, por ejemplo?

A propósito de los presupuestos programáticos, como el Presupuesto Basado en Resultados (PBR) que se intenta instituir en México23 y de los análisis de costo-beneficio, Geoffrey Vickers escribe que cuanto más crudamente simplificado sea el objetivo tanto mayor será la probabilidad de cumplirse eficientemente. Ante un objetivo de un solo valor y un repertorio de medios de los que se supone la posibilidad de comparación simple en función de su costo en recursos, es posible demostrar objetivamente qué medio es el mejor. Más no puede ni debería expresarse un problema político en esos términos; cuanto más francamente veamos su naturaleza multivalórica y los efectos multivalóricos de todas las vías para resolverlo, tanto más imposible resulta comparar los costos o los beneficios de las soluciones alternativas.24

Por otro lado, los indicadores de desempeño pueden ser muy útiles en muchos casos, tal como la propia ASF demuestra al evaluar el desempeño de varias instituciones públicas, como los avances en materia de reforestación logrados por la Comisión Nacional Forestal o la eficiencia técnica de la Comisión Federal de Electricidad, entre otras.25 Sin embargo, cuando se trata de evaluar el desempeño de las personas, parece claro que las mediciones no serán suficientes para mejorar los resultados de las políticas públicas. Peter Jackson, un connotado defensor del uso de los indicadores de desempeño, escribe que éstos “son un medio para ayudar a una gerencia responsable a tomar decisiones eficaces. Sin embargo no constituyen un sustituto mecánico del buen juicio, la sabiduría política o el liderazgo”.26

Pero aquí surge otro problema. Confiar en el buen juicio, la sabiduría política o el liderazgo de los funcionarios y empleados del sector público nos aproximaría a la vieja teoría Y de McGregor que citábamos al principio, algo que, definitivamente, parece bastante lejano en México. Por ejemplo la ASF parte de una concepción profundamente negativa de la burocracia: “La tradición dicta que las burocracias trabajan de acuerdo con sus intereses y provocan un desfase entre metas y objetivos”. “Lo que es un hecho es que los empleados y funcionarios realizan muy poco esfuerzo por entender las causas de este bajo desempeño y hacen aún menos para medirlas e intentar mejorarlas”.27

De estas afirmaciones, que casi coinciden en sus términos con las tesis de Niskanen sobre la burocracia, la ASF deriva la necesidad de un férreo control sobre el proceso de producción de bienes y servicios públicos, ya que sólo así se podrá llegar a niveles consistentes de producción y calidad. El auditor -continúa la ASF- deberá buscar que la institución controle todo el proceso de gestión interna y la única manera de alcanzar este resultado es conociendo si la institución actuó de manera consistente para obtenerlo. Sin embargo, otro problema a juicio de la ASF es que resulta imposible alcanzar metas innovadoras con una burocracia que “encuentra en la innovación la fosa de sus expectativas de permanencia en el puesto” y esta realidad impide que en muchas ocasiones las instituciones públicas puedan recurrir a procedimientos simplificados de gestión interna. Lo que sí se puede esperar, concluye la ASF, es que las instituciones cuenten con procedimientos racionales de organización que puedan ser monitoreados con exactitud para evitar que el personal trabaje de acuerdo con tradiciones y convicciones, más que con principios y reglas.28

Como ilustran estas afirmaciones, el componente de management de la NGP no parece haber arraigado gran cosa en México. Trabajar con principios y reglas antes que con convicciones no deja mucho espacio a la flexibilidad gerencial que postulaba la NGP y menos aún a la creatividad y la innovación, cuya fosa se encargan de cavar los burócratas. Los grandes teóricos de la administración privada que han influido en el discurso de la gestión pública dicen y sugieren cosas muy diferentes: Peters y Waterman, que Parsons considera la fuente más importante de influencia de la administración privada en la agenda de la gestión pública, introducen ideas acerca de la cultura, las organizaciones menos jerárquicas y más descentralizadas, la calidad, la misión, el desempeño y el liderazgo; Peter Drucker, cuya tesis de reorientar las organizaciones hacia sus clientes se convirtió en un principio central de la NGP, también se pronuncia a favor de las estructuras descentralizadas y el autocontrol como aspectos vitales para mejorar la administración.29

Rosabeth Moss Kanter insiste en que no debe pensarse en el personal como un gasto indirecto sino verlo como fuente de valor; las organizaciones deben ser vistas como asociaciones y al empoderar y valorar a las personas, los negocios serán mejor administrables; W. Demming, habitualmente considerado uno de los inspiradores del éxito económico japonés, desarrolla el concepto y los métodos de los círculos de calidad, basados en el buen juicio, la creatividad y la responsabilidad de los trabajadores, y sobre todo en la confianza de la empresa en ellos (la teoría Y de McGregor), y la lista puede alargarse más.30 Es un hecho notable que, pese a las declaradas intenciones de trasladar a las esferas del gobierno los avances logrados en la administración privada -objetivo manifiesto de la NGP-, muy poco de esto parece haber sido adoptado en la gestión pública mexicana contemporánea.

La carrera magisterial

Un buen ejemplo de la dudosa eficacia de los incentivos económicos en la función pública es el Programa de Carrera Magisterial (PCM), que busca mejorar la calidad de la docencia en la educación básica con un sistema de incentivos económicos crecientes destinado a los profesores que aprueben sucesivos exámenes para acceder a niveles con recompensas cada vez mayores. El supuesto es que, al tener que actualizarse constantemente para alcanzar niveles con incentivos económicos más elevados (la carrera magisterial en sí), los profesores podrán desempeñar su trabajo docente con mayor calidad.

La evaluación practicada al PCM por la Auditoría Superior de la Federación ha puesto en tela de juicio ese supuesto. Al estudiar el impacto del programa con base en los resultados de la prueba ENLACE 2007, la ASF verificó que en la materia Español los alumnos de docentes incorporados al PCM lograron un total de 524 puntos de los 708 requeridos como mínimo, inferior en 3.1% al alcanzado por los alumnos de maestros no incorporados al programa. En Matemáticas, los alumnos de profesores con carrera magisterial obtuvieron 530 puntos de los 709 requeridos como mínimo, 3.7% menos que los alcanzados por los alumnos de los docentes sin carrera magisterial.31

Los esquemas de pago relacionados con el desempeño, escribe Parsons, son un intento por vincular las zanahorias y los garrotes de la capacitación y la evaluación a los incentivos monetarios. Se trata de una herramienta estándar en el sector privado, en el que existen “mínimos” claros de desempeño en función de los resultados y las ganancias. Sin embargo, en el contexto de las burocracias y los servicios públicos hay problemas relacionados con la filosofía de que el dinero y el propio interés son los mejores motivadores.32

En la práctica, continúa Parsons, la recompensa por “desempeño” está cargada de dificultades: ¿el dinero es la mejor motivación de los servidores públicos?, ¿quién lleva a cabo la evaluación?, ¿cómo medir el “incremento” en el desempeño de docentes, personal de enfermería y policías?, ¿se recompensa el desempeño individual, con todos los riesgos que implica en cuanto a crear divisiones y resentimientos? La paga por desempeño es uno de los últimos experimentos de una larga lista de técnicas racionales que empezaron a usarse en la década de 1960 como el ya citado SPPP, en este caso para mejorar la racionalidad (entendida como desempeño) cambiando la motivación, la cultura y las actitudes de las personas que trabajan en la caja negra de las políticas públicas.33 A juzgar por los resultados del Programa de Carrera Magisterial en México, probablemente la paga por desempeño corra en el futuro la misma suerte que en Chile, donde fue eliminada.

Por otra parte, evaluar el desempeño de los maestros con base en exámenes de conocimiento puede ser completamente ineficaz, como ilustra este ejemplo. Obtener mejores resultados en un examen de ninguna manera significa un mejor desempeño en lo que verdaderamente importa, que es la formación de los alumnos. Los conocimientos también son un medio, sin duda indispensable, pero tampoco son el fin.

A juicio de la British Psychological Society, la paga vinculada al desempeño y los tradicionales sistemas de evaluación representan una dudosa contribución a la innovación y la creatividad: pueden reprimirlas, antes que estimularlas. Al proceder de esta manera, sostiene la BPS, “el sector público podría estar caminando en una dirección absolutamente equivocada”.34

El Servicio Profesional de Carrera

El intento de instaurar un servicio civil de carrera en México, iniciado con la aprobación de la Ley del Servicio Profesional de Carrera (SPC) en 2003, durante el primer gobierno no priista en 70 años, es un buen ejemplo de los límites que en este país han encontrado las prescripciones no sólo de la NGP sino de la modernización administrativa en general.

Se asume que la instauración de un SPC requiere de un enorme apoyo político porque en la mayoría de los casos significa un profundo cambio cultural, que su implementación toma varios años y precisa de capacidades administrativas considerables, que sus beneficios no se notarán sino en el largo plazo y que se deben evitar las reformas radicales tipo big bang. Dessauge y Méndez distinguen cuatro grandes modelos de reforma: minimización, mercadización (marketizing), modernización y mantenimiento; Estados Unidos y el Reino Unido optaron por los primeros dos modelos, asociados a la NGP, en tanto que Francia y Alemania prefirieron el tercero. La experiencia ha revelado que los beneficios de la NGP en esta materia han sido menores a los esperados pero, también, que la modernización como tal ha sido excesivamente cuidadosa y gradual. México decidió implementar un sistema “de segunda generación”, que equilibraría los valores weberianos del servicio profesional con elementos de la nueva gestión pública.35

El diseño del SPC mexicano, intermedio entre la NGP y la modernización a la francesa, incluía exámenes de ingreso, carrera profesional y capacitación sistemática para los funcionarios de la administración pública federal, pero también permanencia sujeta a evaluación del desempeño y aprobación de cursos y exámenes basados en competencias laborales. Pese a sus afanes innovadores, los problemas de diseño y sobre todo de implementación del SPC dieron al traste con sus grandes ambiciones y llevaron “a una frustración e insatisfacción generalizada con el servicio profesional mexicano, que ya es visto como una mera simulación”.36

En la práctica, las secretarías han hecho a un lado la Ley con el recurso abusivo a su artículo 34, que prevé los nombramientos sin concurso pero sólo para casos justificados, como emergencias; de este modo, los nombramientos sin concurso hechos durante el gobierno de Calderón fueron más del doble que los de concurso. También se echó a andar un sistema de gestión por metas y resultados, ignorando las experiencias de países con sistemas de servicio civil más avanzado, como Chile y Brasil. El primero eliminó el bono de desempeño individual porque no mejoró los resultados y sólo sirvió para deteriorar el clima laboral, y Brasil consideraba eliminar el sistema de compensación basado en resultados porque no era claro que hubiera funcionado como mecanismo de motivación y desarrollo profesional y organizacional.37

La evaluación del SPC practicada por la Auditoría Superior de la Federación no muestra mejores resultados; además de los nombramientos sin concurso, la ASF encontró que de una muestra de 208 concursos ganados, en 79 de ellos el ganador no resultó el mejor evaluado, y nueve candidatos de director y director general adjunto que resultaron ganadores en el proceso de selección ingresaron al SPC sin acreditar las evaluaciones gerenciales respectivas; en total, 42% de la muestra de concursos ganados exhibió irregularidades.38

El Servicio de Administración Tributaria y el juego de las metas

La definición clara de los objetivos y su traducción en metas rigurosamente cuantificadas, otro de los postulados de la NGP, tampoco es, desafortunadamente, una garantía de eficacia, eficiencia y economía en las políticas públicas, a juzgar por los resultados de la auditoría practicada por la ASF al Servicio de Administración Tributaria (SAT), la institución encargada de recaudar los impuestos en México. Para el ejercicio 2007, el SAT formuló el indicador “Incremento en rentabilidad de la fiscalización”, que mide el monto de recaudación secundaria respecto del presupuesto ejercido en servicios personales. La meta que estableció el SAT para el ejercicio fue de 180 pesos recaudados por cada peso gastado en recaudación. El favorable resultado por el SAT fue de 227 pesos recaudados por cada peso gastado, con lo que había rebasado ampliamente la meta.

Sin embargo, la ASF encontró que ese resultado era inferior al de varios ejercicios anteriores. En 2004 el indicador había sido de 263 pesos y en 2006 de 230 pesos, lo que más bien apuntaba a una tendencia descendente en la recaudación, disimulada con el rebasamiento de una meta demasiado fácil de alcanzar.39 Este caso recuerda lo que Hood y Bevan identifican como un juego en el que los funcionarios deciden estratégicamente su comportamiento, no para satisfacer demandas ciudadanas sino para cumplir sus metas.40 Más allá del innegable mérito de la auditoría de la ASF, al poner en relieve este tipo de prácticas, cabe preguntarse si con indicadores más exigentes aumentaría la recaudación de impuestos.

Evaluación y democracia participativa

La participación de la ciudadanía en las políticas públicas desde la perspectiva de la democracia participativa implica un cambio fundamental y de gran alcance hacia un proceso más abierto de toma de decisiones y empoderamiento de los ciudadanos. Su principio es sencillo: someter todas las fases del proceso de la política pública a la crítica de un rango de opiniones tan amplio como sea posible. El ciudadano de a pie deja de ser visto como simple consumidor de políticas públicas para convertirse en coproductor, alguien capaz de participar activamente en todo el proceso de la política pública, incluida la evaluación. Esto desde luego requiere de gobiernos afines, comprometidos no sólo con la eficiencia y la eficacia sino también con la participación ciudadana misma, el cambio social, la equidad y la conciencia social. 41

La literatura especializada brinda varios ejemplos de una eficaz participación ciudadana en políticas públicas con mecanismos de democracia participativa. A continuación se retoman cuatro de ellos: las experiencias de gobierno participativo con poder de decisión; el presupuesto participativo de Porto Alegre; el presupuesto participativo de la Ciudad de México y el plebiscito de Acanceh, Yucatán.

El gobierno participativo con poder de decisión

El gobierno participativo con poder de decisión (GPPD) es la denominación que Fung y Wright42 han propuesto para un conjunto de experiencias de participación ciudadana en asuntos públicos que, con base en principios sencillos y con un diseño institucional adecuado, han logrado mayor eficacia en el logro de determinados objetivos públicos, como un ejercicio presupuestal responsable, seguridad ciudadana o un sistema escolar efectivo. El GPPD aspira a rediseñar innovadoramente las instituciones democráticas para aprovechar la energía e influencia de la gente del común, a menudo proveniente de los estratos populares, en la solución de los problemas que los aquejan. Las experiencias que los autores reseñan en su artículo son el presupuesto participativo de Porto Alegre, los consejos vecinales de gobierno en Chicago, las reformas de Panchayat en los estados de Bengala Occidental y Kerala, India, y las formas de planeación para la Conservación del Hábitat en los Estados Unidos.

El GPPD, describen Fung y Wright, descansa en el compromiso y las capacidades de la gente del común para tomar decisiones inteligentes a través de deliberaciones razonables. Sus principios son la concentración en problemas específicos y tangibles, la participación activa de la gente del común y el desarrollo deliberativo de soluciones a esos problemas. El diseño institucional para la práctica de estos principios incluye la delegación de autoridad a las unidades locales para la toma de decisiones públicas; eslabones formales de responsabilidad, recursos y comunicación entre las unidades y con las autoridades centrales a niveles superiores, y nuevas instituciones estatales que apoyan y guían los esfuerzos de solución de problemas en forma descentralizada. La participación de la base se asienta en dos razones generales: la amplia gama de experiencias y saberes de los ciudadanos ordinarios, que van más allá de los conocimientos de los especialistas, y la evidencia de que la participación directa de los operadores de base mejora los resultados. Los expertos y técnicos desempeñan un papel importante como facilitadores de los procesos deliberativos.

En las deliberaciones los participantes prestan atención a las posiciones de los demás y generan un conjunto de opciones luego de brindarles la debida consideración; deben persuadirse mutuamente por medio de razones que los demás puedan aceptar, no necesariamente las que más favorecen a su interés particular. Aunque los participantes pueden no tener muchas cosas en común −e incluso tener desconfianza mutua−, la deliberación los une en el objetivo compartido de mejorar su situación. La deliberación es distinta de la negociación estratégica (maximizar las preferencias de cada una de las partes) y también del voto agregado (elegir una preferencia de manera unilateral).

El GPPD, continúan Fung y Wright, requiere de la cooperación estrecha de funcionarios del Estado, lo que equivale a decir que requiere de gobiernos afines; su núcleo no es “luchar contra el poder” sino apoyarse en él para cambiar las instituciones básicas y no tan sólo lograr que éstas hagan suya tal o cual reivindicación, como persiguen muchos activistas. Se trata de transformar los mecanismos del poder del Estado y convertirlos en formas de organización de base impulsadas por procesos democráticos de deliberación y movilización. Se trata, en última instancia, de revalorizar lo público frente a la privatización del Estado.

La mayor eficacia en el logro de objetivos públicos del GPPD se debe a la participación de individuos cercanos a las dinámicas sociales, que conocen lo relevante y que saben cómo introducir mejoras en las situaciones problemáticas; además, la deliberación asegura soluciones más legítimas que otros procedimientos e incrementa el sentido de compromiso con las decisiones. Por otro lado, el GPPD acorta el ciclo de la retroalimentación en la acción pública y cada una de las experiencias tiene un efecto demostración que promueve otras similares, como ejemplifica el modelo de los presupuestos participativos, que ha sido reproducido en varias ciudades de América Latina y Europa.43

El presupuesto participativo de Porto Alegre

El presupuesto participativo (PP) de Porto Alegre, escribe Luciano Fedozzi,44 se rige por reglas universales de participación y por criterios objetivos e impersonales para la selección de las prioridades reivindicadas por las comunidades; de este modo, establece una dinámica de acceso a los recursos públicos que se opone al particularismo de gabinete como práctica tradicional de la administración local.

Al colocar frente a frente a los representantes de las regiones y sus reivindicaciones, continúa Fedozzi, se propicia una toma de decisiones que se opone a la visión exclusivamente particularista o regionalista de la participación comunitaria. Se establece una mediación institucional que coloca a cada parte en contacto con el todo, donde la parte, además de defender sus pleitos legítimos, es obligada a pensar en el todo y a comprometerse con los principios públicos de “justicia distributiva”. Esto ocurre cuando los participantes conocen y se reconocen en las necesidades, demandas y prioridades de las otras regiones o sectores sociales de la ciudad, teniendo que tomar decisiones sobre cuáles son los mejores criterios que deben prevalecer en la administración para orientar la distribución de los recursos tomando en cuenta la atención de las demandas de todas las partes de la ciudad.

Esto no quiere decir que el interés local de la región esté siendo eliminado del proceso participativo -lo que sería bastante improbable, señala el autor, dadas las grandes carencias urbanas y las prácticas históricas que caracterizan las acciones colectivas de los movimientos sociales. Significa que los criterios objetivos e impersonales permiten la toma de conocimiento, la construcción consensada y la apropiación colectiva, por parte de los sectores populares, de información y métodos de administración que pertenecían, hasta entonces, al dominio exclusivo y a la decisión unilateral del aparato burocrático y de los peldaños políticos del Estado.45

La dinámica del PP genera una esfera pública que favorece el ejercicio del control público sobre los gobernantes, creando obstáculos objetivos tanto para la utilización personal/privada de los recursos públicos como para el tradicional intercambio de favores que caracteriza al fenómeno clientelista. Los criterios objetivos que guían la deliberación sobre las demandas particulares entre sí y entre ellas y las de sentido más universal, tienden a preservar los intereses públicos asumidos como contenido de la administración estatal y principio definidor de la res pública. Algunos de los criterios que orientan la jerarquización de las prioridades en la deliberación entre las regiones son a) prioridad de la microrregión o del pueblo; b) carencia del servicio; c) población comprendida en la obra demandada.46

El presupuesto participativo de la Ciudad de México

La democratización del gobierno de la Ciudad de México, concretada en 1997 con la elección por voto ciudadano del jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, abrió la puerta a nuevos modelos de gestión pública que incorporaban la participación directa de los ciudadanos en las políticas públicas, incluso con mecanismos de democracia participativa.

En el año 2000 fueron electos por primera vez los titulares de las delegaciones políticas en el Distrito Federal y desde ese mismo año tres delegaciones impulsaron el presupuesto participativo inspirado en el modelo brasileño: Miguel Hidalgo, Cuauhtémoc y Tlalpan. En 2010 fue reformada la Ley de Participación Ciudadana del Distrito Federal y el presupuesto participativo se hizo obligatorio en todas las delegaciones: por ley, éstas debían destinar al presupuesto participativo 3% de su presupuesto total. Los ciudadanos decidirían cómo aplicar estos recursos en sus colonias o pueblos originarios; los rubros generales serían obras y servicios públicos, equipamiento, infraestructura urbana y prevención del delito.47

A diferencia de los modelos más desarrollados de presupuesto participativo, como los de Porto Alegre y Belo Horizonte, que derivan las decisiones ciudadanas de procesos deliberativos, en la Ciudad de México se optó por mecanismos de democracia directa. El encargado de realizar la consulta del presupuesto participativo sería el Instituto Electoral del Distrito Federal (hoy Ciudad de México). La consulta se llevaría a cabo en noviembre y su objetivo sería definir los proyectos específicos en que se aplicarían los recursos del presupuesto participativo del ejercicio fiscal inmediato en cada una de las colonias y pueblos originarios del Distrito Federal. La participación ciudadana en las consultas ha aumentado año con año, de 142 482 participantes en 2011 a 880 752 en 2013.48

El presupuesto participativo de la Ciudad de México es un claro avance hacia la participación democrática de la ciudadanía en el proceso de la política pública. Su área de oportunidad más evidente en la ausencia de deliberación entre los ciudadanos, al estilo de Porto Alegre y otras ciudades de América Latina y Europa. Sin embargo, la deliberación es una característica del modelo avanzado que podría ser difícil de reproducir en experiencias menos desarrolladas; en ciudades con poca experiencia asociativa previa la deliberación puede ser prematura y fracasar, si no la antecede un proceso de formación y aprendizaje. La deliberación bien puede ser un objetivo a lograr conforme se vaya consolidando el modelo local.49

El plebiscito de Acanceh, Yucatán

En 2007 fue promulgada en el estado de Yucatán, México, la Ley de participación ciudadana que regula el plebiscito, el referéndum y la iniciativa popular, tres mecanismos de democracia directa previstos en la Constitución estatal50. Entre otros derechos que esta ley les otorga, los ciudadanos pueden cuestionar proyectos de obra pública en los municipios, incluso si ya están en marcha.

En agosto de 2011, un grupo de ciudadanos del municipio de Acanceh solicitó ante el Instituto Electoral y de Participación Ciudadana (IEEPAC) la realización de un plebiscito sobre la construcción de una cancha de futbol en la plaza central de la cabecera municipal, que afectaba los predios de algunos vecinos y privaba al pueblo del espacio donde tradicionalmente se realizan las corridas de toros en sus ferias anuales.

El IIEPAC aceptó la solicitud y convocó al plebiscito; la votación se realizó el mes siguiente y arrojó un resultado por el NO de tipo vinculatorio, por lo que la autoridad quedó sujeta al cumplimiento de este resultado. La construcción de la cancha de futbol ya se había iniciado, de manera que el gobierno tuvo que demoler lo construido. Probablemente una tradicional evaluación ex ante habría concluido que todo estaba en orden, pero el hecho de fondo era que la comunidad no quería que esa obra fuera construida.

Este ejemplo ilustra la posibilidad cierta de una participación democrática de la ciudadanía en el proceso de la política pública, en este caso con mecanismos de democracia directa que convocan a todos los ciudadanos, de manera semejante al presupuesto participativo de la Ciudad de México. El plebiscito de Acanceh también ilustra, como en el caso de Porto Alegre, la posibilidad de una dinámica de acceso a los recursos públicos que se opone al particularismo de gabinete como práctica tradicional de la administración local.

Comentarios finales

Inspirada en las tesis de la NGP, la gestión pública mexicana contemporánea se ha reducido básicamente a las respuestas de arriba hacia abajo. Se ha confiado en los gerentes y las burocracias para resolver los problemas públicos haciendo sencillamente a un lado a las ciudadanías. Se han ensayado soluciones tecnocráticas con una confianza injustificada en la ciencia y el conocimiento de los expertos, a veces con pretensiones de racionalidad exhaustiva que no van a ninguna parte, como demostraron Simon y Lindblom hace ya mucho tiempo.

El Estado evaluador también ha sentado sus reales en México, con la creencia más bien vana -a juzgar por los resultados disponibles− de que con la evaluación minuciosa de los procesos y las decisiones, y las auditorías al desempeño de las personas, se lograría en la gestión pública mayor eficacia, eficiencia, economía y también mejor calidad en el servicio, atención al ciudadano-usuario y comportamiento de los actores (las tres E más las tres C).

El propio organismo evaluador-auditor de la gestión pública mexicana se encarga de dar cuenta de cuán peregrina es esa presunción, en un país cuya cultura y tradiciones no podían menos que tropicalizar las pretenciosas tesis de la NGP hasta llevarlas a la banalidad, como ilustran los casos del servicio civil de carrera, la carrera magisterial y hasta el servicio de recaudación tributaria, entre varios otros consignados por la Auditoría Superior de la Federación.

Al repasar los desarrollos recientes de la gestión pública en México se percibe una notoria escasez de referencias a la participación democrática de la ciudadanía en los asuntos públicos, como si se tratara de mundos separados sin ninguna conexión entre ellos; los ciudadanos sólo aparecen en escena como consumidores de servicios públicos, como meros usuarios o clientes, a quienes se les debe preguntar si están satisfechos con lo que se hace, nunca lo que se debe de hacer. La escasez de referencias se extiende a modelos de gestión participativa cuya eficacia está bien acreditada, como los presupuestos participativos. En cambio, han prevalecido en todos los ámbitos de la gestión pública los modelos top-down, ajenos a cualquier impulso democratizador, con resultados más bien pobres como revelan las auditorías de la Auditoría Superior de la Federación.

Existen, sin embargo, varios ejemplos de participación democrática en el proceso de la política pública que ilustran la mayor calidad que numerosas políticas pueden lograr con la amplia participación ciudadana, no sólo en materia de eficacia, eficiencia y economía sino también de transparencia, rendición de cuentas y combate a la corrupción. Los ejemplos están a la vista en muchos países y ciudades de América Latina ‒incluido México‒, como las citadas experiencias del gobierno participativo con poder de decisión, los presupuestos participativos de Porto Alegre y la Ciudad de México o el plebiscito de Acanceh. Estos ejemplos confirman que la ciudadanía es capaz de contribuir a la evaluación en todas sus modalidades, ya sea ex ante o ex post, o de procesos, resultados e impactos, incluso más allá de donde pueden llegar los evaluadores profesionales.

Es un hecho, sin embargo, que la participación democrática de la ciudadanía en las políticas públicas requiere de gobiernos afines, algo que no abunda en México. También requiere ir más allá de las pretensiones de racionalidad exhaustiva y complementar la racionalidad técnica, necesariamente limitada, con la racionalidad política que emerge de la participación de los involucrados en todo el proceso de la política pública, incluida la evaluación.

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1Véanse al respecto Gwyn Bevan y Christopher Hood, “What’s Measured is What Matters: Targets and Gaming in the English Public Health Care System”, Public Administration, vol. 84, núm. 3, 2006, pp. 517-538; y Peter Dahler-Larsen, “¿Debemos evaluarlo todo? O de la estimación de la evaluabilidad a la cultura de la evaluación”, Evaluación de Políticas Públicas, núm. 836, ICE, mayo-junio de 2007, pp. 93-104.

2Para un recuento del surgimiento y experiencias de la nueva gestión pública en Australia, Reino Unido, Estados Unidos, Canadá, Suecia y Alemania, véase Michael Barzelay, “La nueva gestión pública”, en Guillermo M. Cejudo (comp.), Nueva gestión pública, México, Siglo XXI Editores, 2011, pp. 114-158.

3Guillermo M. Cejudo, “La nueva gestión pública. Una introducción al concepto y la práctica”, en Guillermo M. Cejudo (comp.), Nueva gestión pública, México, Siglo XXI Editores, 2011, pp. 17-47.

4Ibid., p. 38.

5Esta interpretación difiere de la de Cejudo, quien considera que el componente gerencial ha sido mejor recibido en el país que el componente de competencia.

6Guillermo M. Cejudo, “La nueva gestión pública. Una introducción al concepto y la práctica”, op. cit., p. 30. A la vez, la desconfianza de la escuela de la elección pública en la burocracia (y los políticos) puede rastrearse en la herencia de la economía neoclásica, especialmente en William Ninskanen, Cara y cruz de la burocracia, Madrid, Espasa-Calpe, 2001, y en Anthony Downs, “Teoría económica de la acción política en una democracia”, en Albert Batlle (ed.), Diez textos básicos de ciencia política, Barcelona, Ariel, 2001, pp. 93-111.

7Guillermo M. Cejudo, “La nueva gestión pública...”, op. cit., p. 30.

8Douglas McGregor, El lado humano de las organizaciones, Bogotá, McGraw-Hill, 1994. Según la teoría X de McGregor, los empleados tienen una tendencia natural al ocio y sólo trabajan ante la amenaza del castigo; requieren monitoreo y supervisión constantes; el garrote y la zanahoria son necesarios. La teoría Y del mismo autor, en cambio, postula que los empleados encuentran en el trabajo una vía de autorrealización y que la mayoría de las personas poseen un alto grado de imaginación, creatividad e ingenio que pondrán al servicio de la organización si ésta les brinda las oportunidades de hacerlo. La teoría Y está implícita en los círculos de calidad, la mejora continua y otras innovaciones generadas en la administración privada que se basan en la confianza de las empresas en sus trabajadores; innovaciones que, en general, no han sido adoptadas en la administración pública mexicana, a pesar del énfasis de la NGP en las virtudes de la administración privada.

9Carlos Elizondo Mayer-Serra, “Ciudadanos, impuestos y gasto público en México: un precario equilibrio de baja intensidad y peor calidad”, en Luis F. Aguilar Villanueva y Jorge Alatorre (coords.), El futuro del Estado social, México, Universidad de Guadalajara/Miguel Ángel Porrúa, 2014, pp. 163-203.

10Guillermo M. Cejudo, “La nueva gestión pública...”, op. cit., pp. 35-36.

11Nicolette van Gestel y Christine Teelken, “Servicios de educación superior y de seguridad social en los Países Bajos: institucionalismo y nueva gestión pública”, Gestión y Política Pública, XIII (2), México, 2004, pp. 427-467.

12Véase Mauricio Dessauge Laguna y José Luis Méndez, “El servicio profesional: una introducción general”, en José Luis Méndez (comp.), Servicio profesional de carrera, México, Siglo XXI Editores, 2011, pp. 17-52.

13Véase Ana Díaz Aldret y Ángeles Ortiz Espinoza, “Participación ciudadana y gestión pública en los municipios mexicanos: un proceso estancado”, en Ana Díaz Aldret (comp.), Gobiernos Locales, México, Siglo XXI Editores, 2014, pp. 277-334.

14Auditoría Superior de la Federación, “Indicadores de desempeño”, en Roberto Salcedo (comp.), Evaluación de políticas públicas, México, Siglo XXI Editores, 2011, pp. 71-168.

15Wayne Parsons, Políticas públicas: una introducción a la teoría y la práctica del análisis de políticas públicas, México, Flacso, 2007, p. 562.

16Auditoría Superior de la Federación, “Análisis y evaluación de políticas públicas”, en Roberto Salcedo (comp.), Evaluación de políticas públicas, op. cit., pp. 52-70.

17Ibid., p. 59.

18Charles Lindblom, “La ciencia de salir del paso”, en Luis F. Aguilar (comp.), Política pública, México, Siglo XXI Editores, 2012, pp. 74-93.

19James March y Herbert Simon, Teoría de la organización, Barcelona, Ariel, 1969.

20En el citado artículo Lindblom escribe: “Para problemas complejos [la racionalidad exhaustiva] es imposible. Se le puede describir, pero no se le puede utilizar más que para problemas relativamente simples y aun así sólo en forma modificada. Supone capacidades intelectuales y fuentes de información que los hombres simplemente no tienen, por lo que es absurdo emplearlo como enfoque para elaborar política cuando el tiempo y el dinero que se puede asignar a un problema de política son limitados [...] En realidad, la administración pública tiene, política o legalmente, funciones y limitaciones circunscritas, razón por la cual concentra su atención en relativamente pocos valores y pocas políticas alternativas entre las innumerables opciones de acción que se podrían imaginar”. Charles Lindblom, “La ciencia de salir del paso”, op. cit., pp. 75-76. Véanse también Yehezkel Dror, “Salir del paso, ¿‘ciencia’ o inercia?”, en Luis F. Aguilar, La hechura de las políticas, México, Miguel Ángel Porrúa, 2007, pp. 255-264; Amitai Eztioni, “La exploración combinada, un tercer enfoque en la toma de decisiones”, en ibid., pp. 265-282; John Forester, “La racionalidad limitada y la política de salir del paso”, en ibid., pp.315-340.

21ASF, “Indicadores de desempeño”, op. cit., pp. 78-79. Para una crítica al afán de medirlo todo véase Víctor M. Quintero, Impacto social. Evaluación de proyectos de desarrollo, Bogotá, Editorial Hipertexto, 2010.

22ASF, “Indicadores de desempeño”, op. cit., pp. 76 y 117.

23Véase Roberto Salcedo, “Evaluación de políticas públicas”, en Roberto Salcedo (comp.), Evaluación de políticas públicas, op. cit., pp. 17-51. El Presupuesto Basado en Resultados recuerda al conocido Sistema de Planeación, Programación y Presupuestos (SPPP), utilizado en países como Estados Unidos y el Reino Unido durante la década de 1960 con el objetivo de establecer metas, resultados y valores claros dentro del proceso presupuestal, y crear un sistema de análisis y revisión en el que fuera posible calcular los costos y beneficios de un programa para varios años. El SPPP buscaba situar las decisiones acerca de las partes del presupuesto en el contexto de la totalidad de la estrategia de gastos del gobierno. La filosofía detrás de ello, escribe Parsons, encerraba el deseo de una racionalidad exhaustiva capaz de atravesar las áreas de las políticas públicas y las fronteras departamentales para analizar la relación entre los insumos y los resultados, entre las promesas y el desempeño y entre las acciones del gobierno y sus consecuencias. “Este sueño quedaría incumplido: Nixon abolió el SPPP en 1971 y en Gran Bretaña murió en 1979, tras una larga agonía” (Wayne Parsons, Políticas públicas..., op. cit., p. 430). Probablemente no sea pesimista en exceso pensar que el PBR correrá la misma suerte en México.

24Geoffrey Vickers, Value Systems and the Social Process, Londres, Tavistock Publications, 1968.

25ASF, “Indicadores...”, op. cit., pp. 82-85 y 133-134.

26Peter Jackson, “The management of performance in the public sector”, Public Money and Management, vol. 8, núm. 4, 1988, pp. 11-16.

27ASF, “Indicadores...”, op. cit., pp. 107 y 148.

28ASF, “Indicadores...”, op. cit., pp. 107-111.

29Wayne Parsons, Políticas públicas..., op. cit., p. 574.

30Ibid., p. 574-575.

31ASF, “Indicadores...”, op. cit., p. 126.

32Wayne Parsons, Políticas públicas..., op. cit., p. 573.

33Ibid., p. 574.

34British Psychological Society, Fostering Innovation: A Psychological Perspective, Leicester, BPS, 1994, citada en Wayne Parsons, Políticas públicas..., op. cit., p. 580.

35Mauricio Dessauge Laguna y José Luis Méndez, “El servicio profesional: una introducción general”, op. cit., pp. 17-52.

36Ibid., p. 47.

37Ibid., pp. 42-45.

38ASF, “Indicadores...”, op. cit., p. 159.

39ASF, “Indicadores...”, op. cit., p. 124.

40Gwyn Bevan y Christopher Hood, “What’s Measured in What Matters: Targets and Gaming in the English Public Health Care System”, Public Administration, vol. 84, núm. 3, 2006, pp. 517-538.

41Sobre la participación democrática de la ciudadanía en todo el proceso de la política púbica véase William N. Dunn, “Policy reforms as arguments”, en F. Fischer y J. Forester (eds.), The Argumentative Turn in Policy Analysis and Planning, Londres, Duke University Press, 1993; véase también Amitai Etzioni, The Active Society: A Theory of Societal and Political Process, Nueva York, Free Press, 1968.

42Archon Fung y Erik Olin Wright, “En torno al gobierno participativo con poder de decisión”, en Manuel Canto Chac (comp.), Participación ciudadana en las políticas públicas, México, Siglo XXI Editores, 2012, pp. 150-175.

43Ibid., pp. 169-170.

44Luciano Fedozzi, “El presupuesto participativo de Porto Alegre”, en Manuel Canto Chac (comp.), Participación ciudadana en las políticas públicas, op. cit., pp. 176-204.

45Ibid., pp. 177-178.

46Ibid., pp. 183-184.

47Ma. Isabel García Morales, Ma. Concepción Martínez Rodríguez y Juan Marroquín Arreola, “Antecedentes, implementación y resultados del presupuesto participativo en la Ciudad de México, 2011-2012”, en Ma. del Pilar Pérez Hernández, Humberto Merritt Tapia y Georgina Isunza Vizuet (coords.), Los desafíos del desarrollo local, México, Miguel Ángel Porrúa, 2015, pp. 69-86.

48Ibid., p. 82.

49Sobre experiencias de presupuesto participativo con distintos grados de desarrollo véase Ana Claudia Chavez Teixeira y Maria do Carmo Alburquerque, “Presupuestos participativos: proyectos políticos, cogestión del poder y alcance democrático”, en Evelina Dagnino, Alberto J. Olvera y Aldo Panfichi (coords.), La disputa por la construcción democrática en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 192-242.

50A diferencia de la mayoría de los países de América Latina, en México no se contemplan estos mecanismos de democracia directa en su Constitución Política o en leyes de cobertura nacional, y sólo existen en algunas entidades federativas, entre ellas Yucatán. Véase Felipe Hevia de la Jara, “Participación ciudadana institucionalizada: análisis de los marcos legales de la participación en América Latina”, en Evelina Dagnino, Alberto J. Olvera y Aldo Panfichi (coords.), La disputa por la construcción democrática en América Latina, op. cit., pp. 367-395.

Recibido: 23 de Agosto de 2016; Revisado: 10 de Octubre de 2016; Aprobado: 27 de Marzo de 2017

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