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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.46 México sep./dic. 2016

 

Violencia, construcción de sujetos y ejercicio del poder

Comunidad y violencia

Joel Flores Rentería1 

1* Profesor-investigador, Departamento de Política y Cultura, UAM-Xochimilco, México [jflores@correo.xoc.uam.mx].


Resumen:

La idea de comunidad remite, invariablemente, a un existir con los otros, a una relación interpersonal que presupone vínculos de asociación. En términos generales pueden distinguirse dos formas de comunidad: las comunidades éticas, en las cuales la integración de las persona se da a partir de ciertos valores, como la libertad, la equidad y la justicia; y las comunidades orgánicas, donde la integración se efectúa a partir de los temores compartidos y con la finalidad de mantenerse a salvo de los peligros que amenazan la existencia de sus integrantes. Si bien la violencia se encuentra en el origen mismo de la comunidad, en las comunidades orgánicas se convierte en regla de convivencia.

Palabras clave: comunidad; violencia; raza; cultura

Abstract:

Community and violence. The idea of community refers invariably to be with others, to an interpersonal relationship which presupposes partnerships. In general terms we can distinguish two forms of community: ethical communities, in which the integration of the person is given from certain values such as freedom, equality and justice and organic communities where integration is performed at from shared and in order to stay safe from the dangers that threaten the existence of its member's fears. While violence is at the origin of the community, in organic communities it becomes rule of coexistence.

Key words: community; violence; race; culture

Introducción

Desde una perspectiva hermenéutica, en este trabajo se analiza la relación intrínseca entre comunidad y violencia, desde su origen mismo. La etimología de los términos muestra los significados que se entrelazan y, en cierto sentido, el simbolismo que se oculta en las palabras y que lleva a los hombres a comportarse de determinada manera. En uno de sus apuntes, Arendt señala: "Es terrible que los hombres, simplemente para protegerse de asesinar y de ser asesinados, se hayan puesto en condiciones bajo las cuales el uno es siempre juez del otro. Lo tremendo en las leyes no es la pena o el rigor de la exigencia legal, sino el hecho de que implica juzgar y condenar".1 Aquí pueden observarse algunos lazos que vinculan a la comunidad política con la violencia: en el momento fundacional, cuando se establece la comunidad como un mecanismo para preservar la seguridad de la vida y la propiedad de uno o en el transcurrir de la vida en comunidad que requiere ciertas nociones de justicia, y necesariamente la ley y el acto de juzgar y condenar.

La comunidad -o las diversas formas de agrupación humana- es un tema que atraviesa la historia de la filosofía política y uno de sus objetos de estudio centrales. Sin lugar a dudas, en las últimas décadas, debido a las interrogantes que plantean las transformaciones políticas, culturales y económicas de fin de siglo, ésta cobra mayor relevancia. La caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, los procesos de globalización y los problemas de gobernabilidad y representación política, la erosión del Estado nacional y la crisis de los antiguos paradigmas que difícilmente dan cuenta de la complejidad de nuestras sociedades, así como las olas migratorias a las grandes potencias, han propiciado el resurgimiento del racismo, de políticas xenofóbicas y la proliferación de las más diversas identidades colectivas que reivindican la idea de comunidad y sus particularidades culturales. "Se cree que las personas que convergen en un mismo Estado deben estar unidas en virtud de un mismo lenguaje, una cultura, una religión, o una historia comunes [...] la categoría subyacente vuelve a ser aquí el desarrollo de un potencial previamente existente".2 Por ello mismo original y auténtico. La identidad cultural se ha convertido en la principal herramienta para la lucha social y política. "Las reivindicaciones de autenticidad presuponen reivindicaciones de justicia".3 En nombre de la comunidad se reclaman para sí derechos diferenciados, específicos y relativos a la problemática de cada grupo social. La originalidad y autenticidad de la cultura devienen valores que permiten la cohesión social y en torno a éstos se construyen identidades excluyentes que niegan toda posibilidad de interacción y diálogo entre comunidades distintas.

El discurso de la igualdad de las culturas, lejos de desembocar en un verdadero diálogo, ha generado y difundido un peligroso enfrentamiento entre comunidades. En lugar de dar paso a una comunicación que permita la interacción, el acercamiento y el enriquecimiento mutuo de las culturas, ha llevado a una especie de narcisismo, en el que cada cultura se encierra en sí misma, incluso los principios, anteriormente considerados universales, de la cultura occidental, llevan en sí reivindicaciones particulares.

Los valores universales, que antaño permitieron la comunicación y la transculturación entre diferentes civilizaciones, hoy han desparecido, en su lugar se erige la reivindicación de las particularidades culturales: la originalidad y la autenticidad de la cultura, mismas que se dejan ver como fundamento y esencia de cada comunidad. "Herder planteó la idea de que cada uno de nosotros tiene un modo original de ser humano [...] Y lo mismo que las personas, un Volk debe ser fiel a sí mismo, es decir a su propia cultura".4 Los anhelos de preservar una cultura sin mezcla hacen resurgir, desde las últimas décadas del siglo XX, la intolerancia social y política, la xenofobia y, en casos extremos, el genocidio, tal como lo ilustra la historia reciente de la ex-Yugoslavia y de Ruanda.

En este contexto, la violencia y la comunidad se entrelazan; esta última ha sido introyectada por los sujetos que une como una propiedad, un atributo o un conjunto de cualidades que determinan su forma de existir y, al mismo tiempo, los califica como pertenecientes al mismo conjunto social. La comunidad es vista como si fuera una especie de sustancia que, simultáneamente, se produce y es producida por la unión de los individuos que congrega. Se concibe a "la comunidad como una sustancia que se agrega a la naturaleza de los sujetos, haciéndolos también sujetos de comunidad [...] sujetos de una entidad mayor, superior o incluso mejor que la simple identidad individual, pero que tiene su origen en ésta".5

Un bien, un valor, una esencia que perteneció a nuestros antecesores y, justo por ello, nos pertenece y estamos obligados a preservarla para mantener la libertad en nuestra comunidad. El origen deviene destino, futuro esperado. Empero, para que ese destino anhelado se revele como realidad concreta es menester recobrar, apropiarse nuevamente de aquel origen extraviado. De esta manera, la originalidad y la autenticidad de la cultura aparecen como esencia de las comunidades, pues a partir de ellas se venera al origen mítico, al mismo tiempo que se cohesiona a sus integrantes en torno a la sociedad que se anhela construir. Las comunidades encuentran su identidad y diferencia en sus raíces culturales. El culto a la originalidad y autenticidad de la cultura ofrece al imaginario colectivo de los pueblos modernos la cristalización de la tan anhelada sociedad igualitaria. Los legítimos integrantes de la comunidad comparten un origen común, elemento que los hace iguales y posibilita la cohesión social, pues congrega a los individuos en torno a un patrimonio común: todos igualmente descienden de una estirpe de hombres portadores de una cultura específica, con valores y virtudes propias, las cuales transmiten a su progenie. En este sentido, la diversidad de los grupos sociales reside en la cultura y no en los individuos. Es la cultura la que hace a los pueblos diferentes y a los individuos iguales al interior de un mismo pueblo o comunidad.

Desde esta perspectiva se asume, de una manera consciente o inconsciente, que la cultura se transmite a manera de herencia, cual si fuera una cualidad genética del cuerpo social: una esencia que se convierte en parte integral y definitoria del individuo y de la colectividad. La comunidad es pensada como una entidad orgánica o física, pues ésta es concebida como el conjunto de individuos unidos porque comparten, y en consecuencia poseen, un origen común. Se trata de un proceso que implica una doble y simultánea apropiación: cada individuo, todo individuo, que posee un origen común lo posee porque se ha apropiado de él, y justo por haberlo hecho forma parte, es decir, pertenece a una comunidad específica. La comunidad aparece, entonces, como un ente animado y colectivo, que se produce y es producida por la unión de los individuos que congrega.

La comunidad, en esta concepción orgánica, se convierte en el valor supremo, en el fundamento de la vida y en el único móvil para la acción política y social. Se construye así una conciencia única y una sola voluntad que devienen ley moral. Misma que reúne al conjunto de generaciones sin límite de tiempo ni espacio, ya que la comunidad es concebida a partir de un origen común mítico, dónde se encuentran descritas las virtudes y los valores que los ancestros transmiten a las generaciones presentes y futuras; en este sentido, la comunidad aparece como una congregación de muertos, vivos y aun nonatos, por ello genera una conciencia y una ley perennes que se erigen como realidad única del individuo.

La concepción orgánica de comunidad exige la disolución del individuo en la colectividad, razón por la cual ha sido vinculada con los movimientos xenofóbicos y los nacionalismos exacerbados. Para Mussolini, el hombre en el fascismo "es un individuo, el cual es también una nación y una patria, aún más, él es la ley moral que reúne al conjunto de individuos y generaciones en una tradición, en una tarea que suprime el instinto egoísta, que limita las breves peripecias del placer para crear, por la idea del deber, un modo de vida superior, libre de todos los límites del tiempo y del espacio".6 De aquí deriva un falaz axioma, que define a las comunidades orgánicas: una cultura igual a una comunidad; de aquí también la violencia como regla de convivencia entre las comunidades orgánicas; pues el afán de preservar la autenticidad de la cultura, sin mezcla alguna, lleva en sí la exclusión del otro, de lo diferente. En esta lógica, quien posee una cultura distinta es extranjero, ajeno a la comunidad porque no comparte los mismos valores, usos y costumbres; y justo porque las identidades han sido construidas mediante la exaltación de las particularidades culturales y el culto a sus orígenes, el extranjero se deja ver como el elemento corruptor de la cultura y deviene culpable de todos los males sociales, desde el desempleo hasta la inseguridad ciudadana. Los anhelos de preservar una cultura original y auténtica, pura, hacen resurgir la intolerancia y las políticas xenofóbicas que fundamentan a los movimientos racistas.

Comunidad: poder y violencia

Toda comunidad remite a formas colectivas de existencia, donde lo común y lo privado se conjugan y diferencian cual si fueran extremos distintos de un mismo cabo. En esta relación entre lo común y lo privado el individuo encuentra su identidad, se transforma en un "Ser con los otros". Construye una existencia que sólo puede ser junto a, en compañía de, los otros. En ese "Ser con los otros" se manifiestan las formas de organización social, de opresión o libertad, se manifiestan los anhelos y las pasiones del ser humano.

Una comunidad es en cierto sentido una sociedad, palabra de origen latino: societas, que denota asociación, reunión, unión, comunidad, vida social. Asociación es, quizá, su significado más genérico y más ilustrativo; implica agrupación de individuos con un fin específico, éste puede ser cualquiera: la seguridad, la guerra, la ganancia, la libertad, el odio, el amor. El fin que se persigue es lo que permite la integración de los individuos y éste es aquello que los integrantes de la asociación consideran un bien que pueden poseer en común, condición necesaria para la asociación.

En toda asociación existe una estructura organizativa: criterios de justicia, instancias de gobierno y administrativas, erigidas en función del bien que se busca. El fin de la asociación es lo que la constituye, estructura y le da vida. Ahora bien, dado que la comunidad es una especie de asociación, "toda comunidad se ha formado teniendo como fin un determinado bien",7 y a partir de éste se estructura y organiza; en este sentido, la organización y el poder, en tanto que potencia o capacidad de hacer, son inherentes a la comunidad. De aquí el vínculo ineludible entre comunidad y violencia.

El vocablo violencia viene directamente del latín violentia; denota cualidad de violento, refiere principalmente al uso de la fuerza física. Empero, deriva del término vis, cuya raíz, de origen indoeuropeo, es wei: fuerza vital, impulso de vida. "Vis" significa fuerza o ímpetu en diferentes acepciones: vim adhibere alicui, emplear la fuerza física contra alguien; vis fluminis, la fuerza, el ímpetu o vigor, de la corriente del rio; vim adferre, hacer violencia o deshonrar, en este caso (y en otros) puede estar vinculada con la crueldad; vim hostium sustinere, resistir el empuje de los enemigos, aquí denota fuerza de voluntad y virtud; puede significar también carácter esencial de algo o naturaleza, vis amicitiae, la fuerza o esencia de la amistad. La fuerza ("vis") remite, por un lado, a la acción, al movimiento y, por otro, a una relación interpersonal. Es una especie de capacidad, de potencia, de poder hacer algo mediante la fuerza en sus diferentes significaciones.

La polisemia que lleva en sí el término violencia es captada en toda su dimensión por la palabra alemana Gewalt, la cual, "según las circunstancias, se traduce [...] como violencia, poder o fuerza".8 Oscila entre poder y violencia sin que puedan desligarse del todo los significados de dichos términos. Quizá por ello Max Weber haya definido al poder político como el "monopolio legítimo de la violencia",9 ello no implica que el uso legítimo de la violencia sea el único medio de que dispone, pero sí aquello que lo define. "Toda violencia es, como medio, poder que establece y mantiene el derecho".10 La violencia se encuentra en el origen mismo de la comunidad, tal como lo ilustra la metáfora del estado de naturaleza planteada por los filósofos contractuales, principalmente Hobbes y Locke. El estado de guerra remite a la revolución, al conflicto planteado entre dos violencias: una legítima, que intenta preservar el orden establecido; otra ilegítima, una especie de contraviolencia (vim hostium sustinere) que resiste los embates del adversario e intenta, en nombre de la justicia, instituir un orden jurídico diferente. En uno y otro caso la violencia se encuentra entrelazada con la comunidad. El carácter de legítimo deriva no de la violencia sino del lugar desde el cual se ejerce.

El poder es un principio de asociación, el más elemental y trascendente. Su esencia es la fuerza vital (wei: fuerza vital, impulso de vida). El impulso de vida lleva en sí, necesariamente, la destrucción de otros seres para conservar la vida propia. El poder es impulso vital. Impulso de vida que emana del instinto de autoconservación. Por esta razón el hombre comparte este poder con el resto de los seres vivos, pero de manera especial con los animales gregarios; pues por no ser autosuficientes, instintivamente se asocian para preservar sus vidas, puede observarse incluso cierto orden jerárquico y cierta organización del trabajo, tal es el caso de las abejas o las hormigas. Quizá por esta razón Aristóteles haya dicho que "el hombre es un animal político en mayor grado que cualquier abeja o cualquier otro animal gregario".11 Es decir, que el hombre, al igual que los animales gregarios, por no ser autosuficiente, en tanto que individuo, está condenado a vivir bajo una estructura de poder: a dominar o ser dominado.

El hombre es más político que el resto de los animales gregarios porque las asociaciones que forma no tienen como único fin la conservación de la vida bilógica, sino de una vida cualificada: libre, igual, justa o feliz. Es decir, son cominudades que no tienen como única finalidad la conservación de la especie y del individuo sino también su bienestar. Por ello Aristóteles señala que el hombre difiere del resto de los animales porque además de poseer la voz, posee la palabra, la cual le "sirve para expresar lo conveniente y lo nocivo [...] lo justo y lo injusto; esto, en efecto, es lo propio y característico de los hombres en relación con los demás animales, a saber, el tener sensación del bien y del mal [...] así como de las demás cualidades de esta índole, y la comunidad de tales sentimientos da lugar a la familia y a la ciudad".12 He aquí el origen del poder político, un medio, que si bien su origen remite a la violencia, su especificidad lo ubica en el plano de la palabra, del logos, de un hacer a partir del pensamiento y del diálogo.

El poder sin vestimenta alguna, en tanto que violencia, es el principio de toda asociación cuya finalidad única es la conservación de la vida bilógica. El poder se muestra aquí al desnudo, como violencia pura, pues la vida, para continuar, exige la destrucción misma de la vida, destrucción que queda simbolizada en el acto de alimentarse. Por ello Miguel de Unamuno señala que el hambre es hambre de muerte. La estructura de poder y la organización del trabajo que puede observarse en los animales gregarios tienen como único fin la conservación de la vida de la especie y del individuo. En las sociedades humanas no ocurre lo mismo, si bien es cierto que éstas tienen por principio la conservación de la vida del individuo en comunidad, ello tan sólo es la condición necesaria, no la suficiente. Como vimos anteriormente, Aristóteles señala que lo propio y característico de los hombres en relación con los demás animales es el tener sensación del bien y del mal, y que la comunidad de tales sentimientos da lugar a la familia y a la ciudad. En efecto, cuando el hombre tiene la sensación de que la vida es un bien comienza a conceptualizarla como tal: la dota de atributos y, con ello, concibe una existencia diferente a la de los animales. Es entonces que dá el paso de la vida instintiva a la vida cultural.

En el ámbito de la cultura la vida es arrancada de su entorno natural, ésta no se reduce únicamente a un proceso biológico, sino que es concebida al lado de un conjunto de valores que regulan la convivencia en la comunidad. Son dichos valores los que permiten el ejercicio del poder político, es decir, el ejercicio legítimo de la violencia. El representante político no representa a los individuos como tales, sino a los valores éticos que hicieron posible la asociación de dichos individuos. El representante es, o debe ser, una encarnación de los valores que hacen posible la vida en comunidad, pues son éstos los que permiten el ejercicio del poder, de la violencia, con la finalidad de conservar la comunidad.

Todo poder político ha sido ejercido a partir de la representación, pues lo que se representa son los valores y los bienes que permiten una convivencia en común y ello es lo que lo legitima. Cuando la reperesentación política se fractura el ejercicio del poder político se transforma en violencia y opresión.

Hobbes es el filósofo de las comunidades modernas y, quizá, quien mejor describe la representación política. El origen del Estado, de la comunidad política, es la violencia: el estado de guerra, donde reina el odio y la destrucción. Y lo que genera a este estado no es otra cosa que la igualdad. La naturaleza, señala:

[...] ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente más fuerte de cuerpo o más zagás de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra.13

La capacidad de matar hace a todos los seres humanos iguales. La vida es tan frágil que cualquiera, por cualquier motivo y en cualquier circunstancia, puede arrebatárnosla. El estado de guerra, en Hobbes, tiene por origen la igualdad y la libertad. La libertad para hacer todo lo que se desea, su único límite es el poder hacer lo que se desea.

De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con fuerzas unidas, para despojarle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida y de su libertad.14

La vida y el temor a la muerte son, para Hobbes, el fundamento de la comunidad política. En el estado de naturaleza, "cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno respecto de todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie".15 La única forma de terminar con ese estado de guerra es mediante un pacto donde se establezca que todos y cada uno renuncian a ese derecho natural que faculta al individuo a hacer todo lo que desea incluso en el cuerpo de los demás, para así transferirlo a una persona artificial: al Estado o Leviatán; y de esta manera constituir al poder político, soberano, porque el derecho que le han transferido es el derecho de guerra que cada individuo tenía en el estado de naturaleza. El ius belli tiene una doble implicación: por un lado, es la facultad atribuida al soberano para disponer de la vida de las personas; por otro, es la disposición del pueblo para matar a su enemigo o caer muerto a manos de él.

El pacto supone una relación entre iguales y libres y una asociación con fines específicos, en beneficio mutuo. Es un dar y un tomar al mismo tiempo. Los contratantes renuncian a ejercer su capacidad natural de matar para obtener el propio beneficio y transfieren este derecho al Leviatán, quien, a cambio, se obliga con los contratantes a garantizar la paz y la seguridad de sus vidas y sus propiedades. Paz y seguridad son los bienes más anhelados en el estado de guerra, son los bienes que legitiman y justifican el ejercicio del poder soberano, el cual está facultado para ejercer la violencia, e incluso matar, siempre y cuando el fin sea la conservación de la paz y la seguridad de las vidas y las propiedades de sus súbditos, de sus ciudadanos, de su pueblo. Son estos bienes los que hacen posible la representación política, en consecuencia, los gobernantes deben ser una encarnación de ellos para poder representar a la comunidad. Si estos bienes comunes no existieran no habría comunidad, y el poder sería violencia pura ejercida en beneficio propio.

La violencia y el miedo a la muerte son no sólo el fundamento de la comunidad política sino también del derecho positivo. "Del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente".16 El derecho civil aparece como el fármaco que inmuniza a la comunidad de la violencia que la destruye. Es la dosis justa de violencia que expulsa a la violencia misma. En Hobbes, la violencia no sólo precede y sucede a la ley sino que la acompaña en todo momento, razón por la cual permite la conservación y representación de la comunidad política, pues, al igual que ésta, emana de los bienes en torno a los cuales los individuos se asociaron para conformar un pueblo.

El miedo a la muerte violenta nunca está solo, se acompaña siempre de la esperanza, del deseo de evadir una muerte que es evitable porque no proviene de causas naturales sino de la violencia social generalizada. Para Hobbes, el miedo no se debe confinar al universo de la tiranía y el despotismo; por el contrario, es el lugar fundacional del derecho y la moral en el mejor de los regímenes. El miedo posee un potencial creativo; no obstante, debido a que no se ha sabido diferenciar entre el miedo y el pánico, entre el temor y el terror, éste ha sido identificado como el principio político del despotismo, tal como lo hace Montesquieu en su libro Del espíritu de las leyes.17 El miedo o temor es la potencia, el pánico o terror es el acto, razón por la cual se desencadena sólo ante la presencia de aquello que produce la amenaza de un peligro inminente, cuando esto ocurre la facultad deliberativa se paraliza e impulsivamente, movidos por el instinto de sobrevivencia, huimos de lo que nos aterroriza. El miedo, o temor, por el contrario, siempre nos acompaña; por ejemplo, en aquel individuo que le tiene miedo a la oscuridad, el miedo siempre está con él, pero el terror o pánico hace su aparición justo cuando se encuentra en la oscuridad. El miedo es la potencia que puede devenir actualidad, y en tanto que potencia, cuando se acompaña de la esperanza, del deseo de evitar los males que nos acechan, se actualiza en la razón. Esto ocurre en todos los hombres, pues, del temor mutuo -emanado de la capacidad de matar, inherente a cada hombre- "deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines".18 La esperanza vincula al miedo con la razón porque ésta se refiere a la posibilidad de alcanzar los bienes deseados y, en consecuencia, a la elección y deliberación sobre los medios para la consecución de nuestros fines. En este sentido, el Leviatán, el soberano que ha sido instituido, es producto de la razón y se deja ver como el único medio para preservar la paz y, con ella, la vida y los demás bienes. El miedo, en consecuencia, no se limita a bloquear y paralizar, impulsa a la reflexión para neutralizar el peligro. No se encuentra en el ámbito de lo irracional, sino en el de la razón, Por ello, para Hobbes, éste es el fundamento de la comunidad, del derecho y de la moral. "El miedo no sólo está en el origen de la política, sino que es su origen, en el sentido literal de que no habría política sin miedo. Este es el elemento que, según Canetti, aleja a Hobbes de todos los demás pensadores políticos antiguos y modernos".19

En Hobbes, la comunidad es concebida como un mecanismo de inmunización, que salvaguarda al individuo de los peligros que lo asechan en el estado de naturaleza. El miedo cumple una función doble: por un lado, genera el aislamiento entre los individuos; por otro, crea entre ellos los lazos de unidad más fuertes que pueda haber. Si el miedo es recíproco todos temen padecer el mismo mal; en consecuencia, todos esperan y anhelan alcanzar el mismo bien, lo cual es posible porque se trata de la preservación de la vida biológica de cada individuo. De esta manera, para preservar la vida biológica de todos, se concibe una idea de bien común que es el resultado de la suma de los bienes particulares. Se trata de un bien común, obvia decirlo, que permite que cada uno de los individuos se lo apropie porque remite a su existencia misma, pero justo porque permite su apropiación se construye una concepción orgánica o física de la comunidad. La suma de individuos y sus bienes particulares dan como resultado al Leviatán: al Dios mortal encargado de salvaguardar la vida.

Comunidad: pueblo y masa

El pueblo es uno de los mayores enigmas. Es la fuente de legitimidad y el origen del poder soberano. El pueblo, señala Cicerón, no es "toda agrupación de hombres congregada de cualquier manera, sino la agrupación de una multitud, asociada por un consenso de derecho y la comunidad de intereses".20 El consenso de derecho, la ley, simboliza a la razón que rige su actuar y regula su convivencia. El pueblo, despojado de la razón, de ese consenso de derecho, queda reducido a una multitud abandonada a sus pasiones, este "agrupamiento es tan tirano como si hubiera una sola persona, e incluso tanto más repugnante cuanto que nada es más salvaje que esa bestia que imita el aspecto y el nombre de pueblo".21

El pueblo es una entidad ambivalente: amenaza al orden político al mismo tiempo que lo funda. Como plebe: plebs, es la muchedumbre, la masa, el vulgo ignorante, incapaz de gobernarse a sí mismo. Como populus es el conjunto de ciudadanos unidos por la isonomía, la igualdad en derechos y la libertad. Por un lado es "el populacho librado a las pasiones, la muchedumbre inculta, el número amenazante, del otro, el sabio sujeto de la soberanía, la forma tranquila de la voluntad general".22

El pueblo es una comunidad: común-unidad, comunión de individuos, la cual puede adquirir dos formas, como comunidad orgánica (multitud) o como comunidad ética (política). Es orgánica cuando el número es el atributo que la define, entonces deviene masa: una multitud incapaz de gobernarse a sí misma porque carece de un principio de asociación que le permita organizarse con vistas a alcanzar un fin específico. Frederic de Castillón, plasma con toda nitidez esta concepción de pueblo:

[...] según el significado que hemos atribuido al término pueblo y que creemos es el verdadero, su nota distintiva es tener un espíritu débil y limitado. Si se le pudiera liberar de esta enfermedad el pueblo dejaría de ser pueblo, desaparecería, y creo que se acordará conmigo que eso no es posible [...] Por lo tanto, debemos llamar pueblo, sin consideración al rango o a la fortuna, a todos aquellos que han recibido de la naturaleza un espíritu débil y limitado [...] a quienes sería más provechoso ser guiados que guiarse ellos mismos aunque frecuentemente persisten en hacerlo con una tozudez invencible y funesta.23

Además de un espíritu débil y limitado tendríamos que agregar a sus cualidades la pobreza y la ignorancia, pues, si el número es aquello que lo define como multitud, como masa, y si la mayor concentración de riqueza y de saber se da siempre en los menos, entonces la multitud, comparada con las minorías que detentan la riqueza y la sapiencia, siempre será pobre e ignorante. En síntesis, el número es el principio que define al pueblo como una comunidad orgánica, en consecuencia, éste deviene masa, ya que carece de un principio que permita su asociación y organización. Por tal motivo sus notas distintivas son su incapacidad para gobernarse a sí mismo, la ignorancia y la pobreza.

El pueblo como una comunidad política o ética es una asociación de individuos estructurada a partir de un valor ético: la libertad; de un fin, de un bien que se posee de manera colectiva. En este caso el pueblo es el legislador soberano de Marsilio de Padua: "El legislador o la causa eficiente, primera y propia de la ley es el pueblo, o sea, la totalidad de ciudadanos".24 Se trata entonces de una comunidad de ciudadanos, de personas libres. "La asociación [...] hace que la vida del individuo esté en comunión con la vida colectiva".25 No hay contradicción entre una y otra, ambas coexisten de manera armónica.

Las entidades éticas admiten la pluralidad sin negar la singularidad de los individuos. Una comunidad orgánica o física, un pueblo en tanto que masa, multitud, no admite la pluralidad, si se le dividiera dejaría de ser multitud y formaría diversas minorías, las cuales sólo si son sumadas volvería a constituir una multitud. Por ello la masa exige la disolución del individuo en la colectividad; es decir, que el individuo pierda su singularidad y exista como individuo masa. Exige la homogeneidad entre los distintos individuos que la integran. Una entidad ética, a diferencia de la entidad orgánica, se erige como él o los atributos que definen la forma de ser de los singulares que la integran y sólo en esta medida es que existe. Es un consenso de valores éticos. El pueblo es un consenso de derecho, como diría Cicerón.

En el caso de un pueblo, en tanto que comunidad de ciudadanos, la libertad es un valor ético que define y determina la forma de ser, de existir con los otros. "Sin libertad no existe sociedad verdadera, porque entre libres y esclavos no puede existir asociación sino sólo dominio de unos sobre los otros. La libertad es sagrada como el individuo, del que ella representa la vida. Donde no hay libertad la vida se reduce a una pura función orgánica".26

La asociación supone la igualdad con respecto al fin que persiguen los asociados, es decir, a los bienes que se espera alcanzar, supone también la libertad, pues todo acto de asociación es un acto libre de voluntad. La libertad y la igualdad son el fundamento de la asociación. Por ello devienen principio y fin de toda comunidad política.

La libertad ha desempeñado un papel determinante en las distintas épocas.

La libertad como forjadora de la historia, como sujeto mismo de toda la historia [...] por un lado, el principio explicativo del curso de la historia y, por otro, el ideal moral de la humanidad [...] dar por muerta a la libertad vale tanto como dar por muerta a la vida [...] Y por lo que toca al ideal [...] no hay otro que lo iguale, otro que haga palpitar el corazón del hombre en su cualidad de hombre, otro que responda mejor a la ley misma de la vida, que es la historia.27

La libertad, como categoría perenne, como valor ético que trasciende el tiempo, tiene como fundamento al ejercicio de la facultad deliberativa, del logos; es la libertad de pensamiento: esencia de la autonomía y de la capacidad que el individuo tiene para determinarse a sí mismo. Las categorías no cambian con el transcurrir del tiempo, lo que se transforma, enriquece o empobrece, es el concepto que se tiene de ellas, éste recoge las experiencias históricas para construir una conceptualización acorde con la época. Por diferentes que sean los conceptos la categoría permite su identidad y diferencia y con ello recuperar la experiencia histórica que se transforma en conciencia colectiva. En este sentido, las diferentes conceptualizaciones de libertad remiten a diferentes conciencias colectivas e individuales que determinan el quehacer y el hacer colectivo e individual de una época o de una comunidad.

Sieyès plasma con toda nitidez la concepción social de libertad del mundo moderno: "La libertad del ciudadano consiste en la seguridad de no ser estorbado ni molestado en el ejercicio de su propiedad personal ni en el uso de su propiedad real".28 En esta definición de libertad se encuentran sintetizadas las transformaciones históricas y culturales que llevaron a la formación del imaginario colectivo de la modernidad. ¿Qué se entiende por propiedad personal, qué por propiedad real? Locke, en su Ensayo sobre el gobierno civil, señala que "cada hombre tiene la propiedad de su propia persona. Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos también afirmar que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son también auténticamente suyos".29 El esfuerzo de su cuerpo remite al uso de las facultades del individuo, a las libertades de pensamiento, de conciencia, de expresión, de imprenta, de cátedra. La propiedad de la persona de uno remite al derecho a la vida y los ordenamientos jurídicos que prohíben la tortura y la privación física de la libertad sin antes haber demostrado la culpabilidad del individuo. Por último, la obra de sus manos remite a todo aquello que el hombre ha sacado del estado en que la naturaleza lo dejó para convertirlo en un artículo de uso o de intercambio. Estas libertades y derechos constituyen la base de los derechos humanos y se encuentran inscritos en casi todas las constituciones de los Estados. Son los bienes, el fin, que estructuran a las comunidades políticas modernas.

En esta concepción de libertad, la ciudadanía moderna adquiere un carácter democrático, el cual reside en su universalidad, en la identidad que adquiere el individuo y el ciudadano. Una identidad que, antes de manifestarse en al ámbito jurídico, se construye en el plano cultural. En este sentido, el ser ciudadano implica que el individuo se vea a sí mismo como un ente capaz de autodeterminarse.

El principio de autodeterminación constituye la esencia de la autonomía ciudadanía. "El concepto de autonomía connota la capacidad de los seres humanos de razonar de forma consciente, de ser autorreflexivos y de autodeterminarse. Implica la capacidad de deliberar, juzgar, elegir y actuar".30 Expresa fundamentalmente dos ideas: la capacidad de los seres humanos para razonar y la noción de gobierno democrático, es decir, de un pueblo, de una comunidad de individuos libres, por ende, capaces de gobernarse a sí mismos.

De esta manera, democracia y ciudadanía, en el mundo moderno, se unen de manera indisociable. No es posible hablar de una democracia sin ciudadanos ni de ciudadanos que no aspiren a vivir en un gobierno democrático.

Ahora bien, la universalidad de la ciudadanía implica también la universalidad de la idea de pueblo, de un ente colectivo capaz de gobernarse a sí mismo. Empero, esta universalidad, en una primera instancia, no se refiere a un cambio de gobierno sino a una transformación en las mentalidades, que lleva al individuo a conceptualizarse como un ente libre, capaz de juzgar por sí mismo y de construir su propia verdad, en consecuencia, su propia organización social y política. Una mentalidad que transformaría a la sociedad feudal desde sus raíces y abriría las puertas a los más nobles anhelos humanistas que se plasman en el deseo de construir un orden político donde los pueblos puedan convivir armónicamente y en libertad.

El año de las revoluciones románticas y liberales, 1848, es conocido como la primavera de los pueblos. "La primavera de este año fue como una promesa de realización de todas las acariciadas y por largo tiempo aplazadas esperanzas de los filósofos y de los oradores de 1789".31 El pueblo soberano, destinado a gobernar en las democracias modernas, hacía su aparición en el escenario político internacional. La paz, la igualdad y la libertad reinarían en el mundo. Una especie de religiosidad, disfrazada de republicanismo, invadía la atmósfera de las primeras décadas del siglo XIX. Esta religiosidad, esta fe en la libertad, proclamaba la unión de todas las naciones. En junio de 1843 se reunía, en Londres, la primera convención pacifista internacional y con base en ella serían fundadas la Liga de la Hermandad Universal y La Sociedad de Unión de los Pueblos:

La maldad cesará y la violencia morirá.

Y el cansado mundo respirará libre durante un largo domingo.32

Con estas palabras, el poeta John Greenleaf Wittier, daba la bienvenida al primer Congreso de Paz, reunido en Bruselas el 29 de septiembre de 1848. Un año más tarde, en París, tendría lugar el segundo congreso de paz, Tocqueville, ministro de Relaciones Exteriores de Francia, le dio la bienvenida. Víctor Hugo fue su presidente, quien señaló en su discurso inaugural que la paz universal era una meta práctica e inevitable. "Hugo estaba convencido de que esto sucedería muy pronto, porque el ferrocarril y las innovaciones técnicas acelerarían toda la evolución. ¿Qué necesitamos? -preguntó- y respondió con confiada simplicidad y bajo atronadores aplausos: amaros los unos a los otros".33

El júbilo y la fe, de los republicanos de 1848, en la libertad universal y en la convivencia pacífica y armónica de los pueblos se fortalecían con las innovaciones tecnológicas. Junto a las revoluciones de 1848 hacían su aparición también los ferrocarriles, el telégrafo y la industrialización, que permitió una mayor generación de riqueza. El pueblo soberano deja ver su incalculable potencial transformador. No necesitaba príncipes ni reyes, la era de los tutores del pueblo había concluido.

Sin embargo, el mundo que emergió fue muy diferente del que esperaban los republicanos, no fue de libertad, paz y armonía sino de conflicto y violencia. En 1848 aparecían también las nuevas formas de dominación y las fuerzas políticas y sociales que dominarían los escenarios políticos nacionales e internacionales. El socialismo y el nacionalismo hacían su aparición triunfal. La lucha de clases, la guerra de una clase contra otra, de una nación contra otra, se dejaron ver como la nueva ley de vida de los nacientes Estados. El nacionalismo antepuso, por encima de las libertades cívicas y del humanismo individualista en ciernes desde el Renacimiento, el poder de la colectividad y la unidad. Exigió la disolución del individuo en la totalidad. Decretó la superioridad del interés colectivo y con ello arrojó al individuo al anonimato. ¿Qué es el individuo sino un miembro de una clase, un miembro de una nación? El interés colectivo, de una clase o de una nación, es superior al interés particular; en consecuencia, este último debe ser sacrificado en beneficio de la nación, de la clase social. El individuo quedó reducido a un número, y con esto el pueblo fue sustituido por la masa, cuyo principal atributo es el número. Masa equivale a multitud.

El poder de la masa de inmediato se dejó sentir. En diciembre de 1848, Luis Napoleón Bonaparte es electo, mediante sufragio universal, presidente de la república y tan sólo en tres años acabó con la república parlamentaria en Francia.

Pero no lo hizo en nombre de la reacción, echó abajo la libertad en nombre de la verdadera democracia y del verdadero progreso, de la voluntad del pueblo, que él invitó a unirse y al cual voluntariamente consultó mediante plebiscitos [...] Fue el candidato de todos aquellos que lamentaron la pacífica, la antinacional, política de Luis Felipe. Lamartine, el poeta de la paz y de los derechos humanos, tan popular en febrero de 1848 [...] fue derrotado por una nueva fuerza, el estado autoritario respaldado por las masas y sus emocionales impulsos nacionalistas y socialistas.34

El nacionalismo, apoyado en las doctrinas raciales, hizo del pueblo una masa, una multitud, una muchedumbre. En la antigüedad no se le otorgó a la muchedumbre ningún atributo para gobernarse a sí misma, en la modernidad la idea de raza le dio unidad y la convirtió en la nación soberana. Dicha idea es una de las nociones más arraigadas y difundidas de nuestra época, ha gozado de una aceptación universal. Raza y cultura, en cierto momento interactúan y se hacen equivalentes, ambos conceptos llevan en sí una explicación de los orígenes de la comunidad.

En el siglo de las luces Gobineau afirma: "los miembros de la raza aria sabían muy bien que un hombre no es honorable en virtud de las cualidades individuales, sino por la herencia de su raza".35 La raza ofrece aquí un criterio de igualdad y unidad a las modernas naciones democráticas. Ofrece, al imaginario colectivo, la cristalización de la tan anhelada sociedad igualitaria, conjugada con los deseos de conquista y dominación.

El concepto de raza es una construcción cultural moderna, a partir de la cual se legitima la posesión del territorio, el dominio de un grupo sobre los otros o el derecho a detentar el monopolio del poder político, no tiene relación alguna con la genética de los seres humanos ni con las condiciones geográficas del territorio. Más aún, la idea de raza no existe en las sociedades antiguas ni en la mente del hombre medieval.

La comunidad fundada en el parentesco sanguíneo no fue concebida por los pueblos antiguos, sino por los Estados modernos; sin embargo, sus antecedentes se remontan a la Edad Media. Uno, el más importante quizá, es la transmisión hereditaria del poder, el linaje, la sangre noble. Una vez que fue concebida la teoría del derecho divino de los reyes, en la cual el pueblo desaparece como fuente de poder, la nobleza se convirtió en el pueblo elegido, únicamente los nobles, por derecho de sangre, podían acceder al ejercicio de las magistraturas, de esta manera garantizaban el monopolio del poder político.

La sangre había sido uno de los objetos tabú desde tiempos inmemoriales. El tabú estaba basado en la creencia de que "el alma o la vida del animal estaba en la sangre o era la sangre misma [...] todo sitio donde cayera se convertía en lugar sagrado o tabuado".36 Esta añeja creencia sirvió para legitimar los derechos de sangre de la aristocracia medieval. Nobles de sangre azul y, por ello mismo, diferentes y superiores al resto de la comunidad. Una diferencia de carácter biológico que marginaba al pueblo común y lo mantenía en una condición de inferioridad.

La nobleza es una especie de comunidad fundada en los lazos sanguíneos. Los títulos nobiliarios se adquirían por derecho de sangre. En esta medida, la pureza de sangre, de linaje, era lo que confería el derecho a participar del poder político. Occidente se opuso a que los criollos participaran en las instituciones de poder del Nuevo Mundo, ya fueran éstas laicas o religiosas, argumentando que "aunque hubiesen nacido de padres blancos y puros, han sido amamantados por hayas indias en su infancia, de modo que su sangre se ha contaminado para toda la vida".37 Alessandro Valignano, el gran reformador de la misión jesuita en Asia, se opuso vehementemente a la admisión de indios y euroindios al sacerdocio:

[...] todas estas razas obscuras son muy estúpidas y viciosas, y tienen el más bajo espíritu [...] En cuanto a los mestizos y castizos debemos recibir muy pocos o ninguno, especialmente en lo tocante a los mestizos, ya que cuanto más sangre nativa tengan más se asemejaran a los indios y serán menos estimados por los portugueses.38

La superioridad racial aparece aquí en su plena expresión. La raza blanca es superior a todas las demás, lo cual le confiere el derecho a reinar sobre el orbe todo. Los argumentos de la pureza de sangre fueron utilizados para la conservación del poder político. El mejor ejemplo de esto lo proporciona Boulainvillers:

[La nobleza francesa] tienen su origen en los francos, los invasores y conquistadores germanos; la masa del pueblo pertenece a los subyugados, a los siervos que perdieron todo derecho a la vida independiente. Los verdaderos franceses [...] encarnados en nuestros días en la nobleza y sus partidarios, son hijos de hombres libres; los antiguos esclavos y todas las razas empleadas igualmente en el trabajo por sus señores son los padres del Tercer Estado.39

Inmediatamente vendría Gobineau a reforzar esta teoría racial: "la raza lo es todo, todas las demás fuerzas no son nada. Carecen de valor y significación [...] Si algún poder tienen, no es un poder autónomo, les es conferido por su soberano y superior: la raza omnipotente".40

La noción de raza, lejos de estar vinculada con la biología y la genética, se relaciona directamente con el poder, se trata de una construcción puramente cultural. Basta con preguntarnos por el origen de la palabra para saber que ésta no es más que un artificio de la modernidad.

El término de raza tiene un origen incierto y confuso, no existe en el griego, ni en el latín, ni en el hebreo, en ninguna lengua antigua. Debido a ello se han dado varias etimologías probables. Para unos, raza deriva de la palabra latina radix, que quiere decir raíz, o de radiux, rayo. Para otros su origen se remonta al sánscrito, deriva de la palabra ra, que denota limitación, alcance o posesión.41 Empero, lo más probable es que raza derive de "la voz arábiga ra's, que significa cabeza, origen y, por extensión metafórica, tronco de generación. El vocablo pasó del sur de España al resto de la península para significar res y raza de ganado".42

En un principio la palabra raza fue utilizada con los animales, de manera especial con el ganado, con ella clasificaban a los animales según sus cualidades y origen, más tarde "los mercaderes orientales, moros, turcos, árabes y hebreos, que en Ibiza, Venecia, Berbería, Egipto, Constantinopla y Arabia negociaban con el tráfico de esclavos tan diversos, los clasificaban según su raza, empleando la voz semita ras, que indica cabeza u origen, es decir, sus antecedentes genéticos".43 Los tratantes de esclavos llegaron a ser tan expertos que con un rápido examen del esclavo en venta sabían sus características físicas y psíquicas.

El descubrimiento de América trajo consigo la expansión del mercado, el comercio de esclavos llegó a todas las partes del mundo y con él también la palabra raza, la cual se encuentra en todas las lenguas modernas. Este es el origen de la raza, vil y despreciable como cualquier forma de racismo.

Hasta el siglo XVIII, la noción de raza fue utilizada siempre en forma despectiva, empleada únicamente con los animales y los esclavos, no se le atribuía ni gloria ni virtud, ni patrimonio cultural alguno.

Si bien la difusión universal de la idea de raza se debe al mercado, la aceptación, también universal, ha sido por obra de científicos, filósofos y literatos, que en el siglo XIX hicieron de ésta la esencia del pueblo y de la nación. El término de raza, denotaba origen y lugar de procedencia, ofrecía a los revolucionarios el arma idónea para derrocar al antiguo régimen, pues en tanto que origen y lugar de procedencia todos eran franceses, alemanes o italianos. En este sentido, la raza aparece como un elemento capaz de borrar la desigualdad social y política, pronto se constituiría en el fundamento de las modernas sociedades democráticas y de lfos movimientos nacionalistas.

La idea de raza hizo posible la construcción del Estado nacional, dio los argumentos para que países enteros o pequeños grupos de individuos legitimaran su dominación, abrió también las puertas para dar paso a las políticas xenófobas y al exterminio genocida; el pueblo común encontró en ella tan sólo una aparente realización de la utopía de la sociedad igualitaria.

La idea de raza ofrece a los pueblos modernos un origen común, una cultura originaria, que les da cohesión e identidad, pero que termina por convertirlos en masa, en una multitud de individuos anónimos porque la idea de raza borra toda cualidad individual, decreta la identidad entre el individuo y la comunidad, abriendo así las puertas, en casos extremos, a los nacionalismos exacerbados y al genocidio.

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1Hannah Arendt, Diario flosófico 1950-1973, Barcelona, Herder, 2006, p. 151.

2Charles Taylor, Imaginarios sociales, Barcelona, Paidós, 2006, p. 205.

3Seyla Benhabid, Las reivindicaciones de la cultura, igualdad y diversidad en la era global, Argerntina, Katz, 2006, p. 107.

4Charles Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 49-51.

5Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003, p. 23.

6B. Mussolini, "La doctrina del fascismo", en Enzo Traverso, Le totalitarisme, le XX siècle en debat, París, Seuil, 2001, p. 124.

7Aristóteles, Política, en Obras, Madrid, Aguilar, 1982, 1252a.

8Étienne Balibar, Violencias, identidades y civilidad, Barcelona, Gedisa, 2005, p. 106.

9Max Weber, El político y el científico, México, Ediciones Coyoacán, 1997, p. 8.

10Walter Benjamin, Per la critica della violenza, citado por Roberto Esposito, Immunitas, Buenos Aires, Amorrourtu, 2005, p. 45

11Ibid., 1253a.

12Idem.

13T. Hobbes, Leviatán, México, Fondo de Ccultura Económica, 1996, p. 100.

14Ibid., p. 101.

15Ibid., p. 107.

16Ibid., p. 173.

17Montesquieu, Del espíritu de los leyes, Madrid, Tecnos, 2007, libro III, cap. IX.

18T. Hobbes, Leviatán, op. cit., p. 101.

19Roberto Esposito, Communitas..., op. cit., p. 56.

20Ciceron, De la república, UNAM, Bibliotheca Scriptorvm Graecorvm et Romanorvm Mexicana, México, 1984, p. 20.

21Ibid., p. 82.

22Pierre Rosanvallon, Pueblo inalcanzable, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 2004, p.16.

23Frederic de Castillon, "Disertación sobre la cuestión..., op. cit., pp. 61-62 y 32.

24Marsilio de Padua, El defensor de la paz, Madrid, Tecnos, 1989, p. 54.

25Giuseppe Manzini, "Los deberes del hombre", en Pensamienos sobre la democracia en Europa y otros escritos, Madrid, Tecnos, 2004, p. 358. Política y Cultura, otoño 2016, núm. 46, pp. 187-207.

26Ibid., p. 305.

27Benedetto Croce, La historia como hazaña de la libertad, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 49.

28Sieyès, "Consideraciones sobre los medios de ejecución sobre los cuales los representantes de Francia podrán disponer en 1789", en David Pantoja (comp.), Escritos políticos de Sieyès, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 66.

29J. Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Aguilar, Madrid, 1983, p. 23.

30David Held, La democracia en el orden global, España, Paidós, 1997, p. 182.

31Hans Kohn, El siglo XX, reto a occidente y su respuesta, Reverte, México, 1960, p. 3.

32Ibid., p. 5.

33Ibid., p. 6.

34Ibid., pp. 11-12.

35Gobineau, Essai sur l'inégalité des races humaines, citado por Ernest Cassirer, El mito del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 267.

36James George Frazer, La rama dorada, México, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 272-274.

37Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 94.

38Idem.

39Ernest Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 271.

40Ibid., p. 275.

41Véase Fernando Ortiz, "Raza, voz de mala cuna y mala vida", Cuadernos Americanos, año IV, núm. 5, México, septiembre-octubre, 1945, pp. 85 y ss.

42Ibid., p. 87.

43Ibid., p. 93.

Recibido: 29 de Febrero de 2016; Aprobado: 14 de Agosto de 2016

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