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Política y cultura

versão impressa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.36 México Jan. 2011

 

Diversa/reseña de libros

 

Convención infantil

 

Neif Moreno Guzmán*

 

* Estudiante de la UAM-Iztapalapa, México [neifchueri@hotmail.com].

 

Mi nombre es Arturo, como ustedes saben. El miércoles, cuando salía de la escuela, mamá, como de costumbre, me había prometido que iba a pasar por mí para que comiéramos juntos, pero nunca cumple lo que dice, por eso ya ni la espero a la hora de la salida. Entonces se me ocurrió no llegar a la misma hora a mi casa, escaparme a cualquier otro lugar. Pero no sabía a dónde ir a hacer tiempo, y decidí que a la tienda de don Emilio. Al llegar, le pedí una Coca Cola bien fría y me senté en el banco de afuera para tomármela. Don Emilio me preguntó por qué estaba enojado. Le dije que mamá siempre promete y nunca cumple y que yo ya era un niño grande, que no estaba para juegos. Don Emilio me miró muy seriamente y me dijo:

—Sí, tienes razón. Ya estás a un paso de ser un niño grande, ¿o no?

—Pues sí.

Y me dijo que debía ser tratado como un niño grande. Me levanté del banco y le dije:

—Pues claro, además mire lo que he crecido en este año. No soy el más alto de la clase, pero tampoco soy un enano.

Don Emilio se metió en la tienda y salió de nuevo con un librito de color azul, arrugado y con un extraño ojo con alas en la portada y me dijo.

—Sólo los niños grandes pueden comprender lo que está escrito.

Y me lo dio. Lo comencé a oler y a buscar los dibujos, pero lo más extraño de ese libro, es que sólo tenía cuatro dibujos; un perro flaco, un ave negra, un árbol sin ramas y un pez lleno de rasguños. Las demás páginas estaban en blanco.

—Y ¿por qué no trae letras? —Le pregunté a don Emilio.

—Porque es para niños grandes, los niños grandes no solamente leen lo que hay en los libros, sino también escriben sus propios libros.

Me quedé un poco pensativo, y creí que ya era hora de regresar a casa. Me levanté, le di las gracias y agarrando mi mochila comencé a caminar, pero al llegar a la esquina, me alcanzó y me dijo:

—Lo único que te falta para escuchar lo que dicen las cosas es ésto.

Sacó un lápiz del bolsillo izquierdo de su camisa. Lo puso en mis manos. Le di las gracias de nuevo y me fui.

Cuando llegué a mi casa, mamá no estaba. Seguramente vendría diciendo lo de todas las tardes, que el trabajo, que el dinero y que de tanto trabajar se iba a volver loca. Siempre es la misma historia. Ya no le creo. Me senté a esperarla en la banqueta de afuera de mi casa, al lado de un árbol que nos ha dado muchos problemas con sus ramas. Comencé a observarlo y a preguntarle qué quería que escribiera. Al principio lo dije en voz baja, para que nadie me escuchara o pensaran que estaba loco, y el árbol no me respondió. Se lo pregunté una segunda vez, un poco más fuerte y tampoco hubo respuesta. La tercera vez se lo pregunté en un tono más fuerte. El árbol habló con una voz ronca y llena de polillas.

—Si no pones el lápiz en el papel, jamás te podré decir lo que quiero. Me dio miedo pensar que don Emilio tuviera razón. Sin desobedecer al árbol puse el lápiz sobre la primera página vacía que encontré y comencé a escribir lo que el árbol me decía.

—Mi nombre es Branche. Tengo más de diez años viviendo en esta calle. Estoy aquí desde antes que nacieras. En todo ese tiempo me ha tocado ver muchas cosas, tanto buenas como malas. He visto a gente mala quitarle sus pertenencias a otras; también a muchas parejas de enamorados grabar en mi piel sus nombres, encerrándolos en un corazón y jurándose amor eterno.

Le dije que no tenía novia, porque ya era un niño grande y los niños grandes nos dedicamos a escribir historias, nada más. Pero al decirle esto el árbol Branche se echó a reír y me dijo:

—Esta bien, tienes razón, como eres un niño grande, te voy a dar una misión de niño grande. Me puse nervioso, pero le dije sin temor:

—Haré lo que digas.

Y me respondió.

—Ya estoy viejo, y cada vez que tengo el cabello un poco largo, pasa el jardinero y me deja totalmente calvo, de manera que no puedo lucir mi cabellera y eso me pone triste. Siento que mis amigos se burlan de mí. Además las personas que pasan, tienen la mala costumbre de pegarme un chicle en la piel, lo que hace que me vea feo y sucio. Y, para terminar, los perros me orinan a cada rato.

—Sí, tienes razón, no es justo como te tratamos. De ahora en adelante te voy a cuidar para que seas el árbol más guapo y elegante de toda la cuadra.

El árbol Branche sonrió, me dio las gracias y se despidió de mí. Yo seguía esperando a mamá, pero no llegaba. A lo lejos, alcancé a ver a un perro callejero que se acercaba al árbol Branche para orinarlo. Cuando el perro estaba a punto de levantar la patita izquierda. Abrí mi librito y poniendo el lápiz sobre la primera página vacía que encontré le dije:

—¡No lo hagas! A los árboles les molesta.

El perro escondió su cabeza entre sus patas y asustado comenzó a gritar.

—¡No me pegues, no me pegues, por favor no me maltrates!

Me acerqué a él y le dije:

—No te iba a pegar, ¿por qué piensas eso? Y me respondió:

—Porque los niños grandes me maltratan, me patean, y me persiguen. Y se echó a llorar.

—Bueno —le dije—, no todos los niños somos iguales.

Acariciándole la panza agregué:

—Tranquilo, no te haré daño, ¿cuál es tu nombre?

Me miró con un poco de desconfianza y me dijo:

—¿De verdad tú no me vas a hacer daño?

—De verdad —le dije—; sé lo que es estar en la calle, solo y con un trozo de sándwich guardado en la mochila.

Sonrió y me dijo:

—Bueno, si es así, mi nombre es Chien, y tú, ¿cómo te llamas?

—Qué lindo nombre. El mío es Arturo.

—Ese también es un lindo nombre.

Me imaginé que tendría hambre.

Saqué el trozo de sándwich que traía en la mochila y le dije:

—Come, te hará bien.

Sonrió y se lo comió de una mordida.

—Te prometo que voy a decirle a mis amigos de la escuela que no maltraten a ningún perro, por más feo y sucio que esté.

Chien me miró un poco incrédulo y me dijo:

—Te prometo que de ahora en adelante sólo haré pipí en los postes de luz, ya no más en los árboles.

Chien siguió su camino. Me sentí feliz de haber hecho un nuevo amigo.

Para ese entonces mamá se estaba tardando un poco más que de costumbre. Normalmente llegaba a casa a las cuatro de la tarde. Ya eran las cinco y no tenía noticias de ella. No sabía qué hacer, ni a quién llamar. Escuché un piar y sentí cosquillas en mis pies y vi a un pajarito de color gris, que al parecer quería llamar mi atención. Saqué mi librito y mi lápiz y utilizando la primera página que encontré en blanco, le dije:

—Hola pajarito, ¿cómo te llamas?

Y me respondió:

—Oiseau.

—¿Por qué estás tan sucio?

Y me dijo un poco enojado:

—Ahora me encuentro sucio y lleno de ácaros que me hacen tener mucha comezón y verme feo. Mira ya ni puedo volar. Antes era blanco como la nieve.

—¿Es la contaminación? —le pregunté, y me dijo que no, que no podía volar porque unos niños grandes que jugaban debajo del árbol en donde tenía su nido le arrojaron piedras, destruyeron su casita y al caer se quebró un ala.

Tomé a Oiseau entre mis manos y besé su ala rota. Le dije que lamentaba lo que le habían hecho esos niños grandes, y que no se preocupara, que yo estaba tomando nota de todas las cosas malas que ellos hacían con los árboles y los animales. Le prometí que hablaría con ellos, para hacerles entender que los animales y la naturaleza no son un juguete, que cada uno tiene vida propia. El pajarito me miró risueño y me dijo:

—Sé que tus intenciones son buenas, pero te aseguro que el hombre no cambiará jamás. Sólo cambia cuando algo lo afecta personalmente. De otro modo, es muy difícil.

Le dije que hacía lo que podía, que lo único que tenía era un librito azul lleno de páginas blancas y un lápiz que me había regalado un viejo loco. El pajarito me respondió que aquéllo no era suficiente. Le aseguré que no estaba solo, que mi lápiz y mi librito también contaban. Me despedí y agradeciendo me deseó suerte.

Mamá todavía no llegaba, y como supuse que se iba a tardar aún más, fui al parque que se encuentra cerca de casa. Me acerqué a una pequeña fuente que suele estar repleta de peces multicolores, pero cuando llegué, me encontré con uno solo, de aspecto enfadado. Solitario en una de las esquinas de la fuente, entre latas de refresco. Adiviné que el pez también quería decir algo. Saqué mi libro y mi lápiz y encontrando la primera página en blanco le pregunté por qué estaba escondido. Y formando cientos de burbujas se quejó:

—Porque no me gustan los niños grandes.

—Y ¿por qué no te gustan los niños?

—Porque mataron a mis amiguitos. Cada día echaban más basura en la fuente, hasta que mis amigos se quedaron sin aire y perdieron la vida.

Comencé a retirar los desechos que flotaban en la fuente y le expliqué:

—Sé que hay niños grandes muy dañinos. Espero que los perdones, no son malos, simplemente no son conscientes de lo que hacen. Pero si quieres, les puedo decir a mis amigos y a los niños grandes que conozca, que no echen basura en los estanques, ni en las fuentes.

—Pero eso es imposible —respondió—, hay miles de niños en el mundo, no puedes hablar con todos.

—Lo sé, es por eso que estoy anotando todo lo que está mal, quizás y así pueda transmitir el mensaje a más niños.

—Puede que funcione —suspiró el pez—, pero sinceramente lo dudo.

—No te preocupes, sé que funcionará, ¿cuál es tú nombre pececito?

—Mi nombre es Poisson.

—Mucho gusto Poisson, mi nombre es Arturo, espero verte feliz muy pronto.

Me alejé de la fuente y decidí regresar a casa para ver si mamá había llegado. Pero al volver, no supe encontrar mi camino y terminé por perderme. No sé cuánto tiempo estuve perdido, pero ya era de noche y no reconocía ninguno de los lugares por los que caminaba. Las calles estaban oscuras, solamente la entrada de un edificio iluminaba un poco la acera. Me senté ahí a esperar a mamá. Tenía frío, bajé la cabeza y comencé a llorar. Me sentía solo y extrañaba a mi madre. Entonces alcancé a escuchar muchas voces que a lo lejos gritaban mi nombre. Levanté la cabeza y vi a mamá con don Emilio y tres vecinas que le habían ayudado a buscarme. Cuando mamá me vio, me abrazó fuertemente y me dijo:

—¡Hijo mío, pensé que te había pasado algo! Hijo, por favor perdóname.

Al ver a mamá así, no supe qué decirle para que dejara de llorar, no sabía qué hacer. Le dije que estaba bien, que había hablado con el árbol Branche, con el perro Chien, con el pajarito Oiseau y con el pez Poisson. Mamá no entendía de qué hablaba, pero me abrazó y siguió llorando mientras me decía:

—Sé que no debí dejarte tanto tiempo solo, pero en el último momento mi jefe me pidió un trabajo urgente y cuando menos me di cuenta ya era demasiado tarde.

—Sí, ya sé que trabajas mucho...

—Recuerde que no todo en la vida es trabajo doña Blanca —le dijo don Emilio mientras me guiñaba un ojo.

—Sí, don Emilio —dijo sollozando—, por fortuna, aún no es demasiado tarde para que lo entienda.

Mamá se tranquilizó un poco y me preguntó:

—¿Quieres que te compre algo?, ¿que te lleve a algún lugar?, ¿que te cuente un cuento?

Cuando mamá me ofreció todas esas cosas, pensé bien qué le podía pedir y le dije:

—Sólo quiero no ser un niño grande, no quiero dejar de ser niño, para no hacer cosas malas.

Mamá no sabía qué decirme. Entonces don Emilio dijo:

—Sé que es difícil comprender todo lo que hacen los niños grandes, pero tú no tienes que hacer lo mismo que ellos. A veces, una persona basta para distinguirse, para lograr un cambio. Mientras más historias escribas y mientras más niños las lean. Contribuirás con un granito de arena, y estarás convocando a más y más niños para que ayuden a tener un planeta más limpio, un mejor país.

Al llegar a casa, mamá me preparó unos deliciosos pastelillos y me hizo dormir.

Terminé de leer mi composición. Mis compañeros me observaban atentamente. Había algo en sus miradas, un cierto brillo que no tenían antes de pasar a hacer mi exposición. La maestra me felicitó y me pidió que pasara a mi lugar.

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