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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.30 México ene. 2008

 

Gobernanza y políticas públicas

 

La participación en las políticas públicas y los límites de la metáfora espacial

 

Matías Landau*

 

* Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: matiaslandau@hotmail.com

 

Recepción del original: 07/04/08.
Recepción del artículo corregido: 11/08/08.

 

Resumen

La promoción de la incorporación de la participación ciudadana en las políticas públicas parte, en muchos casos, de un argumento basado en una metáfora espacial según la cual el propósito sería "acercar" el Estado a los ciudadanos. El artículo discute la utilidad de tal metáfora, puesto que la misma conduce a un análisis normativo o evaluativo que impide una comprensión del modo en que la participación modifica el vínculo establecido entre las instituciones públicas y los ciudadanos. A partir del caso de la ciudad de Buenos Aires, se analiza el distanciamiento no como metáfora sino como mito, así como la inclusión de la participación como una práctica tendiente a desmitificar el gobierno.

Palabras clave: participación, metáfora espacial, ciudadanía, autoridad estatal, ciudad de Buenos Aires.

 

Abstract

The promotion of the incorporation of citizen participation in the public politics starts, in many cases, from an argument based in a spatial metaphor, according to which the aim would be to "approach" the State to the citizens. The article discusses the usefulness of such a metaphor, for it leads to a normative or evaluative analysis that prevents an understanding of the way in which the participation modifies the bond established between the public institutions and the citizens. Considering the case of the city of Buenos Aires, the distancing is analysed not as a metaphor, but as a myth; and the inclusion of participation is studied as a practice that tends to demystify the government.

Keywords: participation, space metaphor, citizenship, public authority, city of Buenos Aires.

 

LAS TRANSFORMACIONES EN LA RELACIÓN ESTADO–CIUDADANÍA Y LA EMERGENCIA DE LA METÁFORA ESPACIAL

En la actualidad se escucha en los discursos políticos y en los análisis periodísticos un argumento recurrente según el cual los políticos o las autoridades gubernamentales se "alejaron" de "la gente", y en consecuencia "no escuchan" las demandas de los ciudadanos. Es por esta razón —se dice— que el Estado es "ineficiente" y poco "representativo". Esta idea, que hoy se ha vuelto casi un lugar común, es concomitante a la emergencia de políticas que, apelando a diversas fórmulas de "participación ciudadana", plantean la necesidad de "acercar" a los gobernantes y los gobernados. Este razonamiento se construye, como vemos, a partir de una metáfora espacial que no se pone en discusión. La dicotomía cerca/ lejos opera no sólo como par de categorías habilitantes de un análisis realmente espacial, sino que sustituye metafóricamente en muchos casos a otras dicotomías como bueno/malo, eficiente/ineficiente, representativo/no representativo. En este sentido, el crecimiento exponencial que ha tenido la idea de fomentar la participación ciudadana es directamente proporcional al de esta metáfora espacial, sin la cual perdería gran parte de su razón de ser.

Esta metáfora espacial tiene su correlato en términos temporales. Pareciera que cuanto más lejos están las autoridades, más ardua es la tarea de "acercamiento", puesto que el trabajo llevaría más tiempo. La dimensión de la temporalidad se asocia además a una determinada interpretación de la historia: para plantear que algo se "alejó" es indispensable que explícita o implícitamente se considere que en algún momento estuvo "más cerca". En el caso de la metáfora a la que nos referimos, el "alejamiento" de las autoridades respecto de los ciudadanos se considera parte de un proceso histórico y político reciente. Aun cuando en muchos casos no sea más que una imagen ideal de una realidad que nunca existió, la representación de un Estado cercano a los ciudadanos es lo que motiva los análisis que parten de esta visión.

Esto nos conduce a otra de las características constitutivas de la metáfora espacial: su normatividad. La construcción dicotómica cerca/lejos no se moviliza generalmente sólo con objetivos descriptivos o interpretativos, sino que, en muchos casos, es utilizada con fines evaluativos. Se trata, a menudo, de medir cuánto más cerca o más lejos se encuentran las autoridades de los ciudadanos. Esta utilización de la metáfora espacial tiene su importancia en la actualidad, en la que proliferan diversos tipos de rankings que tienden a evaluar las acciones de los agentes y los organismos del Estado.

Si evitamos el uso acrítico de la metáfora espacial y la tomamos no como herramienta de observación, medición o evaluación, sino como objeto analizado, podemos percibir que ésta es resultante de las trasformaciones que, en los últimos 30 años, han modificado la forma de pensar los vínculos políticos e institucionales. La metáfora espacial no es más que la condensación de los cambios operados sobre la imagen que se tiene de las autoridades públicas, de los ciudadanos y del vínculo que une a ambos. La figura de la autoridad estatal es el resultado de un largo proceso histórico mediante el cual determinados sujetos son investidos de la "representación" del "bien general" y sus acciones son vistas como garantías de búsqueda del "servicio público".1 La figura del ciudadano, por su parte, es la otra cara de este proceso. El mismo camino que construyó la imagen de un Estado que debe dar respuestas a las demandas de la sociedad produjo una imagen del ciudadano como un vis à vis de éste, portador de determinados derechos y obligaciones.

Ahora bien, este esquema no es fijo, sino móvil. El carácter histórico de este proceso supone que la definición de los derechos que constituyen a la ciudadanía y las representaciones del "bien común" encarnada en las autoridades estatales es cambiante.2 En este sentido, tanto la imagen de la autoridad estatal como la de la ciudadanía se constituyen, en cada momento histórico, en objetos privilegiados para el análisis político de corte normativo. Ello es así porque en cada momento, a la descripción de un modo "real" de relación entre autoridades estatales y ciudadanos se corresponde un modelo "ideal", al cual se aspira llegar en un futuro.3

En este esquema propuesto, el concepto de participación se vuelve una herramienta comprensiva central del modo de articulación entre las autoridades estatales y los ciudadanos. Si operamos con el concepto de participación la misma desustancialización que con los de autoridad estatal y ciudadanía, podemos ver en la misma una noción que nos permite analizar, en cada momento, la forma a partir de la cual los ciudadanos "toman parte" de las relaciones políticas e institucionales. En este sentido, el modo de participación es indicador tanto de la imagen que se tiene de las autoridades estatales y de los ciudadanos, como de la articulación entre ellos. La modalidad que adquiere la participación, ya sea en instituciones de beneficencia, en organizaciones sindicales, en partidos políticos o en las tan de moda organizaciones no gubernamentales (ONG), constituye un modo específico de articulación de la relación Estado–sociedad.

Dicho esto, el lector advertirá que en el modelo de participación relativo al modo de articulación entre autoridades estatales y ciudadanos imperante en los países desarrollados del capitalismo de posguerra (y en algunos países latinoamericanos), la metáfora espacial estaba ausente. En efecto, las lecturas que en la segunda parte del siglo pasado se hacían del famoso modelo establecido por T. H. Marshall4 se preocupaban por construir una historia de la ciudadanía en la que la valoración positiva recaía en la construcción de una ciudadanía social cuyo sustento estaba dado por el mundo del trabajo, y su correlato de derechos sociales universales garantizados por un amplio abanico de prestaciones estatales.

En este modelo de ciudadanía, el Estado no estaba ni "lejos" ni "cerca", simplemente era el encargado de proveer a los ciudadanos los servicios necesarios para su inclusión social. En esta configuración, las categorías de "eficiencia" o "ineficiencia" se medían en función de la universalidad de la acción estatal, aun cuando ellas suponían en muchos casos una gran centralización de la acción en oficinas que no estaban (ni se preocupaban por estar) "cerca" de la gente. La categoría de "representatividad", por su parte, poco tenía que ver con la relación "directa" entre los ciudadanos y las agencias gubernamentales. Por el contrario, la misma se asociaba a la creación y el reconocimiento de las mediaciones sociales y políticas que unían, por medio de sindicatos y partidos, a los ciudadanos con el Estado. En otras palabras, la "mediación", que en la actualidad aparece como un impedimento para el "acercamiento" entre autoridades y ciudadanos, era la condición de posibilidad de un modelo de articulación Estado–sociedad ajeno a la metáfora espacial.

La participación, en este esquema, en tanto participación "política" o participación "sindical", se mantenía también por fuera de la metáfora espacial. Aún más, la participación sólo podía ser bien considerada en este esquema si se aceptaba que era una forma de diferenciación de los diversos sectores políticos y sociales en pugna. Si, por un instante, analizamos las relaciones de entonces con las categorías contemporáneas, podemos decir que un "buen" dirigente sindical no era quien se "acercaba" al Estado, sino quien se mantenía a una sana distancia de él, fiel a los intereses de los trabajadores a los que representaba. Del mismo modo, un "buen" dirigente político no era aquel que modificara su retórica para "acercarse" al electorado en pos de ganar votos, sino aquel que, aun a riesgo de perder, se mantuviera fiel a la plataforma partidaria y a sus valores ideológicos.

Este esquema empezaría a modificarse cuando en la década de 1970 comenzó a entrar en crisis el modelo de posguerra. Las luces amarillas que se encendieron por entonces en los países desarrollados supusieron el fin de los "treinta gloriosos" y el comienzo de transformaciones sociales, políticas y económicas que marcaron al mundo desde entonces. Las críticas que comenzaron a realizarse al modelo de articulación Estado–sociedad característico pusieron los cimientos para la edificación de la metáfora espacial, que se desarrollaría pacientemente desde entonces y llegaría a su maduración en la década de 1990.

Las críticas más extendidas, a izquierda y derecha, partían de criticar la "excesiva" presencia estatal en todas las esferas de lo social, y la "pasividad" de los ciudadanos respecto a las agencias estatales.5 En 1975, un informe de la Comisión Trilateral6 sobre la "crisis de las democracias"7 puso en negro sobre blanco muchas de las ideas que posteriormente motorizaron las transformaciones neoliberales de finales de la década de 1970 y comienzos de 1980 en Europa y Estados Unidos. En ese documento aparece por primera vez la utilización de una palabra que luego se volvería parte del lenguaje de sentido común político: gobernabilidad. Por entonces, lograr mayor "gobernabilidad" suponía modificar el modo de relación establecido entre las autoridades estatales y los ciudadanos, es decir, los modelos de autoridad, de ciudadanía y de participación. Según la mirada de los autores, el problema de la "gobernabilidad" estaba dado por el modo de autoridad y de participación vigente. En sus palabras:

1. La búsqueda de virtudes democráticas de igualdad y de individualismo ha conducido a la ilegitimación de la autoridad en general y a la pérdida de confianza en el liderazgo.

2. La expansión democrática de la participación y del compromiso político ha creado una "sobrecarga" de demandas hacia el Estado y un desequilibrio de las actividades de gobierno.8

La "crisis" de "gobernabilidad" hace referencia a un "exceso" de participación y a la necesidad de una "recuperación" de la autoridad. En el documento, los autores promovían transformaciones en el mundo de la educación, de la salud, del trabajo, etcétera. Muchas de ellas fueron las bases que inspiraron el Consenso de Washington y las reformas neoliberales de la "primera generación de reformas" que modificaron profundamente el modo de relación entre autoridad estatal y ciudadanía a partir de un proceso de privatización de empresas públicas, desregulación de los mercados financieros, apertura indiscriminada de las importaciones, transferencia de funciones a organismos de la sociedad civil y descentralización y focalización de políticas sociales.

Durante la década de 1990, América Latina vivió una verdadera oleada neoliberal que transformó profundamente a nuestras sociedades. Pero si en su primer lustro el credo neoliberal parecía crecer sin problemas, en el segundo comenzaron a percibirse los efectos perversos que el modelo pretendía ocultar.9 En este contexto, el de un neoliberalismo que comenzaba a ser cuestionado, la Comisión Trilateral publicó en 2000 el libro Dissafected Democracies,10 a 25 años del documento de 1975. Es interesante constatar que si en el pasado se afirmaba que la participación producía un "exceso" de demandas de la población, poniendo en peligro la "gobernabilidad", ahora la idea se había invertido. El diagnóstico era que la democracia se había consolidado como sistema, pero que los ciudadanos habían perdido confianza en sus dirigentes y se habían vuelto "apáticos". Si en la década de los setenta se sostenía que las causas eran "económicas", 25 años después se afirmaba que las "causas son políticas"11 y que para resolver el nuevo problema había que trabajar precisamente sobre la modalidad de la relación establecida entre las autoridades y los ciudadanos.

El discurso de la desconfianza en los políticos permitía evitar analizar el fracaso de las políticas neoliberales en términos económicos y adoptar una explicación que acusaba a las debilidades institucionales de los países latinoamericanos, dejando a salvo los fundamentos de las políticas fomentadas por los organismos internacionales. En otros términos, el problema no eran las políticas, sino los políticos o las instituciones. Es así que el argumento central del libro de 2000 es que la "desconfianza" no resultaba de un problema social o económico externo al sistema político, sino que el inconveniente "es con el gobierno y con los políticos mismos".12 La dificultad sería la pérdida de "capacidad" y de "fidelidad" de las autoridades públicas respecto a los ciudadanos. Este diagnóstico conduce a los autores a interrogarse sobre la manera de establecer la relación entre gobernantes y gobernados.

Este giro argumental está en relación directa con el cambio sustancial de los lineamientos de los discursos de los organismos internacionales. Hacia mediados de la década de 1990 emerge un "redescubrimiento" del papel del Estado y una preocupación renovada por diseñar nuevos esquemas de articulación entre autoridades públicas y ciudadanos. En 1997, el Banco Mundial publica el Informe sobre el desarrollo mundial. El Estado en un mundo cambiante, en el que promueve una vasta serie de reformas con el objetivo de "acercar el Estado a la sociedad"13 y "reducir la distancia entre el Estado y el ciudadano".14 En 1996, el Banco Mundial redacta el Sourcebook sobre participación.15 Este documento constituye un punto de inflexión. Si hasta entonces la prosperidad, para el Banco Mundial, estaba asegurada a partir de las reformas estructurales de comienzos de los años noventa, después de la publicación del Sourcebook comienza a desarrollar un nuevo discurso que propone que la inclusión de la participación es necesaria como método para promover el desarrollo y contribuir a un "buen gobierno".16 Este cambio de perspectiva en el diagnóstico de los problemas políticos y sociales de la democracia haría emerger nuevos conceptos elaborados por los principales teóricos políticos que sirven de apoyo a la construcción de políticas públicas. Es interesante constatar que, en un tiempo relativamente corto, los conceptos de good governance17 o de buen gobierno18 toman el lugar privilegiado que ocupaba algunos años antes la "gobernabilidad".

En todas estas formulaciones se revela una tendencia a producir nuevos esquemas de relación entre las autoridades y los ciudadanos. La perspectiva de governance se afirma a partir de una profunda transformación de la manera de concebir la relación entre autoridad y participación. Renate Mayntz es uno de los autores más reconocidos en cuanto a las cuestiones de modern governance. Este autor define la governance como una "nueva manera de gobernar, menos jerárquica, en la que los actores públicos y privados toman parte y cooperan en la formulación y la aplicación de políticas públicas".19 En lo concerniente al "buen gobierno", Stoker presenta cinco proposiciones, la última es la siguiente: "El 'buen gobierno' reconoce la capacidad de conseguir que se hagan las cosas, que no se basa en el poder del gobierno para mandar o emplear su autoridad. Considera que el gobierno puede emplear técnicas e instrumentos nuevos para dirigir y guiar".20 En este discurso, la palabra autoridad ha desaparecido para dar lugar a los conceptos de coordinación, co–equilibrio, guía, integración o regulación.

Más allá de sus diferencias, el uso de todos estos conceptos alimenta la idea de que la participación ciudadana contribuiría a resolver los problemas ligados a la pérdida de confianza de los ciudadanos respecto de las autoridades públicas y a mejorar las acciones del gobierno. Es justamente en el uso de estas ideas concernientes a la desconfianza ciudadana en que surge el recurso a una metáfora espacial: la pérdida de confianza en los funcionarios provendría de un "alejamiento" respecto de la "sociedad".21 En consecuencia, si la desconfianza se asocia a la "distancia" se comprende que las recetas más populares preconizan la necesidad de un "acercamiento" entre las autoridades y los ciudadanos. ¿Pero cómo operar este "acercamiento"? Es aquí que aparecen diversas fórmulas que preconizan la inclusión de una forma de establecer un vínculo "más cercano" entre las autoridades estatales y los ciudadanos, en donde a partir de una "colaboración" entre las partes se genere más "confianza" y se logre un gobierno más "eficiente" y "representativo". Entre las diversas fórmulas propuestas pueden mencionarse la de la "democracia participativa" y la de la "democracia deliberativa",22 aunque ninguna es tan significativa para nuestro análisis de la metáfora espacial como la fórmula adoptada por los franceses, que directamente hablan de "democracia de proximidad".23

La edificación de la metáfora espacial encuentra en el ámbito urbano un lugar ideal para su desarrollo. En efecto, un medio esencialmente "espacial" como es el de las ciudades se constituye en el ámbito privilegiado para desarrollar las categorías políticas que sustentan a los modos de gestión participativos. Es por ello que no debe resultar extraño que en la actualidad una ciencia como el urbanismo, que tradicionalmente se desarrolló desde un criterio técnico, hoy incorpore categorías políticas para presentarse, como ha sugerido Jordi Borja, como "urbanismo ciudadano";24 o que desde el derecho municipal, que antaño pensaba a la ciudad como el resultado de una evolución "natural" del carácter asociativo del hombre y a su gobierno como un mero acto administrativo, se incorpore una mirada política que privilegie la participación de los ciudadanos en la gestión publica de la ciudad. Esta asociación entre ciudad y participación ciudadana es un dato de nuestros tiempos puesto que, tal como ha analizado en detalle Oblet, los modos de pensar el gobierno de la ciudad no han estado siempre ligados a la idea de desarrollar prácticas democráticas.25 Ahora bien, en este punto, debemos hacernos las siguientes preguntas: ¿cuál es el resultado del llamado a la participación una vez que ésta se institucionaliza? ¿Cómo se manifiesta la metáfora espacial? ¿Qué consecuencias conlleva su utilización?

Nuestros análisis llevados a cabo en la ciudad de Buenos Aires pueden ayudarnos a reflexionar sobre este tema. Las reflexiones que presentaremos a continuación son fruto de una investigación llevada cabo entre los años 2004 y 2006 que tuvo como principal objetivo analizar el tipo de vínculo que se establece entre las autoridades estatales y los ciudadanos a partir de la implementación de programas participativos en el ámbito urbano.26 Para ello hemos estudiado tres programas estatales puestos en marcha por distintas secretarías de la ciudad en vinculación con los distintos Centros de Gestión y Participación (CGP).27 Éstos son el Presupuesto Participativo (PP), el Programa de Prevención del Delito (PPD) y el Programa de Diseño Participativo del Paisaje (PDPP). Estas iniciativas se sustentan en la idea de "descentralizar" y fomentar la "participación ciudadana" en las políticas de gestión estatales del presupuesto, la seguridad y los espacios verdes públicos, respectivamente. Nuestro objetivo principal fue dar cuenta, por encima de las especificidades propias de los campos de acción de cada programa, de las consecuencias producidas por la incorporación de la participación ciudadana sobre el vínculo que une a las autoridades estatales y a los ciudadanos en el ámbito urbano. El estudio se realizó en tres zonas diferentes de la ciudad a través de la elección de tres CGP (situados respectivamente en el norte, centro y sur) que refieren a diferentes sectores socioeconómicos predominantes.28 Hemos realizado observaciones participantes en las reuniones semanales llevadas a cabo por cada uno de los programas analizados. Esta información fue complementada con análisis de documentos y con la realización de entrevistas a autoridades estatales de los distintos niveles del gobierno (secretarios, subsecretarios, directores de los programas analizados, directores de los CGP y coordinadores de los programas analizados en el ámbito de los CGP) y a participantes de los mismos. En total, se realizaron 50 entrevistas.29

 

PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y "ACERCAMIENTO": EL CASO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

La historia de la ciudad de Buenos Aires muestra que en diferentes momentos históricos se ha desarrollado una intensa participación.30 A comienzos del siglo XX, los inmigrantes venidos de Europa constituyeron asociaciones de ayuda mutua. Algunas décadas más tarde, el crecimiento de la ciudad produjo el surgimiento de asociaciones de fomento, clubes de barrio y bibliotecas populares. A la vez, la sanción del voto universal, secreto y obligatorio, trajo consigo una amplia participación en partidos políticos nacionales o municipales. La llegada del peronismo, por su parte, canalizó la participación a partir de sindicatos ligados al Estado. Las décadas de 1960 y 1970 fueron testigos de una masiva participación estudiantil y obrera que dio lugar al surgimiento de organizaciones guerrilleras. Si hacemos este breve recuento es sólo para dejar en claro que la participación en la ciudad no es un fenómeno nuevo, sino que, en todo caso, es una práctica que en cada momento se ha organizado de distinto modo, de acuerdo a la articulación Estado–sociedad expresada tanto en el ámbito nacional como en el local.

La apelación a una participación "ciudadana" comenzó a desarrollarse con fuerza en la década de 1980. Por entonces, la promoción de la participación vecinal en organizaciones civiles se asociaba a la necesidad de construir instituciones que consolidaran el proceso iniciado en 1983 con el restablecimiento de la democracia. En este sentido, la participación era concebida como el reverso de un Estado autoritario, burocrático y centralizado. En 1986, Del Brutto realizaba un análisis en el marco del en ese entonces muy difundido argumento de la necesidad de encontrar formas de ejercicio de la autoridad por fuera del modelo "burocrático–autoritario". Esta autora expresaba el interés que se había generado por la descentralización y la participación en el ámbito urbano, partiendo del supuesto de que estos mecanismos permitirían, a su vez, convertir la "ineficiencia burocrática en eficiencia pluralista" y paliar "la insuficiencia de los mecanismos de la democracia representativa como productora de sucesos que legitimen y amplíen su poder".31

La década de 1990 trajo consigo un giro relativo al discurso participacionista en la ciudad. Con las instituciones democráticas más afianzadas, el discurso de la participación como opuesto a una forma de gobernar "burocrática–autoritaria" perdió la fuerza que tenía hasta entonces. En su lugar emergió un discurso participativo que, partiendo de la idea de la "apatía" ciudadana —o, en los términos que hiciera célebres O'Donnell, una "ciudadanía de baja intesidad"—,32 proponía un vínculo entre participación, gobierno, eficiencia y construcción de ciudadanía.

En 1994, la Constitución de la República Argentina fue reformada y entre las modificaciones introducidas se cambió el estatus institucional de la ciudad de Buenos Aires. Históricamente gobernada por un intendente nombrado directamente por el presidente de la nación, pasó a constituirse como una Ciudad Autónoma en la que su gobernante (llamado desde entonces jefe de gobierno) comenzó a ser elegido por medio del voto popular. En 1996, se desarrollaron las primeras elecciones de la era autónoma de la ciudad con el fin de elegir al primer jefe de gobierno y 60 convencionales constituyentes, encargados de sancionar la Constitución de la Ciudad Autónoma. Los principales candidatos al Poder Ejecutivo de la ciudad desarrollaban sus propuestas sobre cinco ejes: la acción pública, la lucha contra la corrupción municipal, los mecanismos de transparencia y de control ciudadano, la necesidad de descentralizar la gestión en los barrios, y el incentivo a la participación ciudadana. En líneas generales, y salvo algunos matices, las propuestas eran las mismas.33 El jefe de gobierno electo, Fernando de la Rúa, declaró inmediatamente después de la elección que su primera acción de gobierno estaría destinada a establecer la descentralización y la participación para que los vecinos "sintieran" la presencia del gobierno en su barrio.34 En su opinión, la participación y la descentralización eran dos elementos indispensables para establecer una administración que fuera a la vez democrática y eficiente.

Algunos meses más tarde tuvo lugar el desarrollo de la Convención Constituyente de la Ciudad de Buenos Aires. A lo largo de los debates, los representantes expresaban la necesidad de afirmar la autonomía de la ciudad y de instaurar un estilo de gobierno "participativo". De hecho, el primer artículo de la Constitución sancionada declara que la ciudad "organiza a sus instituciones autónomas como democracia participativa".35 En los debates, las categorías de "participación", "ciudadanía", "control de gestión" o "deliberación" eran utilizadas frecuentemente para distinguir el futuro de una ciudad "eficiente" y "democrática" con relación a su pasado "ineficiente", "autoritario" o "corrupto".

En 1997, se eligió a los primeros diputados de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y se celebraron algunas sesiones preparatorias en diciembre del mismo año. Durante esos días, los diputados se esforzaron por destacar que ese momento era una "fundación" que significaba una ruptura con el pasado. La cuestión de autonomía se asociaba con la condición de posibilidad de establecer un gobierno "eficiente" y "participativo". La nueva legislatura aparecía como la posibilidad de generar un cambio radical con relación al antiguo Concejo Deliberante, institución que en ese momento era objeto de un fuerte menosprecio social debido a las acusaciones recurrentes de corrupción. Uno de los debates más significativos se asociaba a la construcción de una Tribuna Popular, mecanismo que permitiría a los ciudadanos y a las organizaciones de la ciudad tomar parte de las sesiones de la legislatura. La cuestión que se planteó entonces era decidir si tal institución debía ser llamada "popular" o "ciudadana". Los que abogaban por "ciudadana", como la diputada Oyhanarte, destacaban que "popular" hacía referencia a un "público fantasma, monocromo, que habla por unanimidad", mientras que el término ciudadano refería a seres "concretos, individuales, informados, y conscientes de su responsabilidad".36 Los que querían optar por "popular" discutían que ellos, como diputados, eran los "representantes del pueblo de Buenos Aires", y que ciudadano excluía de la participación a los residentes y los menores que no tenían los mismos derechos que los "ciudadanos". Aunque el término popular ganó la "batalla", es interesante recordar que la diputada que proponía la expresión ciudadana destacaba que:

[...] el concepto de "ciudadanía" está comenzando a entenderse en un sentido amplio, como conciencia de pertenencia a una comunidad, no sólo aquí sino en otras partes del mundo. Si todavía en nuestro imaginario colectivo no está incorporada esta acepción más amplia, nuestra tarea justamente sería, además de la de legislar, la de educar, ampliar conceptos. En este sentido, reitero mi observación en relación a que el concepto de "ciudadanía", en este caso, debe ser entendido en sentido amplio y que no deja de ninguna manera afuera a aquellos que son residentes o menores.37

Luego de la sanción de la Constitución para implementar la descentralización y la participación ciudadana, el primer gobierno autónomo de la Ciudad de Buenos Aires creó los Centros de Gestión y Participación (CGP). La historia de los mismos comienza el 6 de agosto de 1996, cuando, mediante un decreto firmado por el jefe de gobierno Fernando de la Rúa, se dispuso la creación de un "Programa de descentralización administrativa". Entre los considerandos se mencionaba:

Que resulta necesario crear los instrumentos aptos a fin de enfrentar los desafíos de una moderna gestión urbana;

Que en tal sentido, la elaboración de un Plan para la ciudad permitirá definir, consensuadamente, el futuro deseado, las líneas de acción y el programa de obras para alcanzarlo;

Que esta planificación requiere asimismo de instrumentos que aseguren una eficiente y transparente inversión de los recursos, la participación activa de los vecinos y de las instituciones barriales en la promoción de iniciativas y en el control de la gestión;

Que resulta indispensable descentralizar determinadas prestaciones y servicios, con el propósito de lograr una mayor celeridad en la tramitación, toma y ejecución de decisiones, acercando el gobierno de la ciudad a la gente y facilitando la participación (Decreto N° 13–GCBA–96, las cursivas son nuestras).

Posteriormente, con el fin de llevar a cabo el proceso, el 18 de septiembre de 1996 se creó, mediante otro decreto, la Subsecretaría de Descentralización (Decreto N° 213–GCBA–96). Ahí se expresaba, entre los vistos y considerandos, lo siguiente:

Visto el Decreto N° 13–GCBA–96, por el cual se dispone y delega en el Vice Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la elaboración del plan ciudad y un PROGRAMA DE DESCENTRALIZACIÓN ADMINISTRATIVA, y CONSIDERANDO:

Que el artículo 2° de la citada norma establece que deberá proyectarse una estructura organizativa que permita facilitar los medios para la instrumentación de ambas acciones;

Que además, ello implica descentralizar determinadas prestaciones y servicios a fin de lograr un acercamiento de los mismos al ciudadano con el mayor grado de eficiencia y eficacia en la gestión.

Como vemos, la descentralización y la participación quedan asociadas a una "moderna", "eficiente" y "transparente" forma de gestión, basada en un "acercamiento" entre el "gobierno" y la "gente". Tácitamente se planteaba que, hasta entonces, ambos estaban "alejados". Esta concepción que liga eficiencia con participación, y descentralización con "acercamiento", estuvo presente también en muchos de los programas de gobierno que, desde entonces, se realizan a partir de una modalidad "participativa" de funcionamiento. En una entrevista realizada al director general de Participación y Gestión Comunitaria del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, éste nos decía, en relación con la decisión de comenzar a poner en marcha en la ciudad el Presupuesto Participativo (PP):38

[El PP surge] básicamente [..] posterior a la crisis política, ¿no? Digamos, posterior al 2001, posterior a la crisis política, a la caída del gobierno [...] Desde el gobierno de la ciudad se inicia un intento de acercamiento del Estado a la ciudadanía o al pueblo, al vecino, digamos, y en ese momento se lanzó el presupuesto participativo. (Las cursivas son nuestras.)

Este breve repaso del la historia reciente de la ciudad nos permite ver de qué manera las transformaciones operadas sobre la forma de concebir la relación Estado–sociedad en el ámbito urbano, a partir de la emergencia de una manera específica de concebir a las instituciones estatales y a la ciudadanía, han conducido a la emergencia de la metáfora espacial y a la invocación de la necesidad de un acercamiento. Se hace necesario, en este punto, analizar los límites propios de la utilización de tal metáfora.

 

DE LA DISTANCIA COMO METÁFORA AL DISTANCIAMIENTO COMO MITO

Lo dicho hasta aquí nos permite describir cómo la metáfora espacial estuvo presente en las transformaciones institucionales vividas por la ciudad de Buenos Aires en las últimas décadas. Modificaciones que, como hemos planteado en el primer apartado de este artículo, se inscriben en una lógica que excede a la particularidad del caso argentino. En resumen, el argumento que sostiene la inclusión de la participación plantea que las autoridades públicas se han alejado de los ciudadanos y que por esta razón el Estado no logra ser ni "eficiente" ni "representativo" de los intereses de los ciudadanos.

Ahora bien, un análisis relacional de la ejecución de diversos programas públicos participativos en Buenos Aires muestra que la incorporación de la participación en los programas de gobierno, aun cuando permite una relación más "directa" o más "cercana" entre las autoridades públicas y los ciudadanos en el ámbito urbano, no conlleva necesariamente a lograr un gobierno más "eficiente" y, en consecuencia, a lograr volver a encarnar la "representación" perdida.39

Esto se da a causa de diversas situaciones. Como resultado de los complejos relacionales en los que están envueltos los programas, la mayoría de los proyectos participativos quedan a merced de una serie de situaciones que no son manejables por parte de quienes planifican y coordinan los procesos. Algunas de ellas son:

1. El problema de la escala. Muchas iniciativas participativas intentan lograr consenso con los vecinos de una zona en torno a alguna acción puntual que luego no puede ejecutarse porque no corresponde a una "escala barrial" sino a una "escala ciudad". Por ejemplo, la votación de la inauguración de una escuela en determinada zona de la ciudad aprobada mediante un proceso participativo barrial tiene como objeción que la distribución de instituciones educativas se realiza a partir de un criterio que privilegia una equitativa distribución en las distintas zonas de la ciudad.

2. Los tiempos del Estado. Varias de las propuestas que se vehiculizan a partir de procesos participativos están ya planificadas como parte de un programa u oficina estatal, pero cuyos tiempos no son modificables. Por ejemplo, el plan de iluminación o de poda de árboles sigue un cronograma anual. Cuando los vecinos plantean una inquietud respecto de estas cuestiones, chocan con la negativa gubernamental a modificar los plazos previstos.

3. Los diagnósticos técnicos. Las iniciativas participativas deben ser aceptadas teniendo en cuenta criterios técnicos de factibilidad. Por ejemplo, para poner un semáforo en determinada esquina debe evaluarse su injerencia en el tránsito de la zona. O para establecer determinados usos de un parque público, se debe contar previamente con un estudio de suelos que determine su estado de contaminación y establezca los usos que se le pueden dar.

4. La disputas entre las distintas secretarías. El Estado nunca es un todo uniforme y homogéneo. En el caso de la ciudad de Buenos Aires, no todas las secretarías tienen la misma predisposición a colaborar con proyectos que lleven a cabo otras secretarías.

En tanto los programas escasas veces logran responder a las expectativas que tanto coordinadores como participantes tienen de materializar los acuerdos alcanzados, se corre el peligro de generar un efecto bumerán. Así lo expresaba el coordinador de uno de los programas analizados, explicando por qué, en su momento, decidió parar los procesos iniciados en tanto no se realizaran las obras: "Nosotros transferíamos después lo que habíamos hecho y el que tenía que hacer la obra no la hacía [...] No importa que la experiencia participativa haya sido exitosa, porque lo que genera es el bumerán desalentador que es todo lo contrario de lo que quisiste generar".

Este "efecto bumerán" es un problema para los postulados de la metáfora espacial. En efecto, se podría llegar a plantear que si los programas, en lugar de producir más "confianza" y a partir de ello lograr un "acercamiento" entre las autoridades estatales y los ciudadanos, generan más recelo y "desconfianza", se corre el riesgo de que los participantes abandonen el proceso, se "alejen", generando un "distanciamiento" aún mayor que al comienzo. Es por ello que se podría concluir que los programas participativos son un "fracaso".

Ahora bien, este planteamiento nos parece inadecuado por tres razones. En primer lugar, porque este análisis se hace tomando como naturales las categorías de análisis que propone la metáfora espacial en lugar de ponerlas en discusión. En segundo lugar, porque se establece desde un discurso normativo que tiende a evaluar o medir la participación, propósito que nosotros tratamos de eludir. En tercer lugar, porque no explica por qué, tanto en el caso de Buenos Aires como de muchas otras ciudades del mundo en los que se constata que los participantes desconfían de las autoridades estatales,40 los programas participativos se mantienen de todos modos en el tiempo.

Para ser claros: no nos interesa generar un "participaciómetro" para medir el desempeño de los programas participativos ni un verdadero–falso que permita dilucidar si algo "es" o "no es" participativo. Nuestro objetivo es lograr comprender el lugar que ocupa la participación en cuanto elemento articulador de un tipo de vínculo entre las autoridades estatales y los ciudadanos. No negamos que en términos políticos o técnicos pueda ser muy útil evaluar la participación, pero en términos sociológicos no ayuda mucho a comprender el fenómeno de la participación porque reduce la realidad a las categorías previas que el investigador tiene en la cabeza.

Para evitar la mirada normativa hay que renunciar al uso acrítico de la metáfora espacial. Para salir de este modelo hay que comenzar por proponer una mirada alternativa. Nuestra propuesta no es considerar a las categorías espaciales como una metáfora, sino como un mito. La diferencia no es menor. La primera –como hemos dejado en claro en las primeras páginas de este artículo– conduce a reificar un modo de interpretación de la forma que adquiere el vínculo entre las autoridades y los ciudadanos. La segunda, por el contrario, ayuda a recuperar su sentido histórico y, por ende, construido.

Cuando hablamos de "mito" no le asignamos a este término un sentido vago ni lo relacionamos con el uso corriente que asocia el mito a una "mentira". Lo hacemos retomando los análisis que hiciera Roland Barthes, para quien el mito es parte del habla, entendida ésta como cualquier elemento (ya sea verbal o visual) al que se le pueda asignar un significado. Lo que diferenciará al mito de cualquier otra forma de habla no es el objeto de su mensaje, sino la particular relación que se establece entre el significante y el significado. En el sistema lingüístico tenemos la asociación de un significante con un significado, que se expresa en un signo que permite al lector una multiplicidad de significaciones posibles. Y esta multiplicidad es justamente la que es impedida por la aparición del mito, que impone una única forma de interpretación del signo. Es por ello que Barthes plantea que el mito constituye un "sistema semiológico segundo"41 en el que el significado del sistema lingüístico es capturado y detenido por el significado mítico.

Para aclarar su argumento, Barthes pone dos ejemplos: en un libro de gramática se lee "Yo me llamo León". En la tapa de una revista se ve un soldado negro con el uniforme francés que saluda haciendo la venia. El punto de llegada del sistema lingüístico es el punto de partida del sistema mítico. Éste "captura" el signo lingüístico y le otorga una significación fija. En el primer ejemplo, "soy un ejemplo de gramática". En el segundo, "la imperialidad francesa". Barthes diferencia al significante lingüístico y al significante mítico otorgándoles los nombres de sentido y forma respectivamente. "Al devenir forma, el sentido aleja su contingencia, se vacía, se empobrece, no queda más que la letra".42 La significación mítica se hace posible justo porque la forma suplanta al sentido: de esta manera, "detiene" la palabra e impone una sola interpretación.43 Es por ello que la significación mítica tiene un carácter imperativo, que construye un habla "despolitizada"44 en la que se evidencia una "pérdida de su cualidad histórica".45

Este análisis nos permite percibir que el uso de la "metáfora espacial" no es más que un mito que toma a las categorías espaciales para establecer un análisis de las relaciones entre el Estado y la sociedad. La noción de "distanciamiento" es, quizá, una de las más significativas en la construcción de este mito. La metáfora espacial se afianza sobre la construcción de lo que podríamos llamar el "mito del distanciamiento", que funda como "natural" la idea según la cual todo mal desempeño estatal debe ser explicado por la distancia creciente de las autoridades respecto de los ciudadanos.

Esta categoría de "distanciamiento" fue analizada por Aboy Carlés, quien describe cómo, a partir de mediados de la década de 1960, diversos análisis sociales comienzan a reflexionar sobre el vínculo que los ciudadanos tienen con la política a partir de lo que denomina el fenómeno del distanciamiento. Según el autor:

[...] el distanciamiento político se define así a partir de dos dimensiones constitutivas: una práctico social y otra ético crítica. En su aspecto práctico social el distanciamiento es el proceso progresivo y continuo de alejamiento de individuos y grupos de la actividad política. En su aspecto ético crítico, el distanciamiento consiste en la generalización de una actitud de desconfianza y/ u hostilidad hacia la actividad política.46

Aboy Carlés muestra cómo esta noción de "distanciamiento" está fundada sobre la idea de que existe una clara escisión entre lo político y lo social, y en relación a ello una identidad previa de los ciudadanos en tanto representados, respecto a los políticos en tanto representantes. Lo que la idea de distanciamiento pretende plantear es que "la política no expresa la sociedad", o, en términos del lenguaje cotidiano, "que los políticos están lejos de la gente".47

A partir de la definición de la noción de "distanciamiento" acuñada por Aboy Carlés, podemos plantear que, en los últimos años, la dimensión ético–crítica se fue escindiendo de la práctico–social. Con esto no queremos decir que los ciudadanos dejaron de abandonar la actividad política, pero sí que se naturalizó una concepción que mostraba a los políticos como seres autosuficientes a los que nos les interesaba en lo más mínimo "acercarse" a los ciudadanos para resolverles los problemas. En otras palabras, la idea de distanciamiento se constituyó como un mito. La significación de esta mitología del distanciamiento se estableció a partir de una multiplicidad de significantes diferentes:48 noticias en los diarios, notas periodísticas, construcción de categorías de análisis políticos, etcétera. Nos parece que en el mito del distanciamiento, cualquier significante asociado a la ineficiente acción del Estado era impelido a significar la "lejanía" entre gobernantes y gobernados.

La construcción de este mito supuso una abolición de la historicidad del signo, construyendo un habla despolitizada y "eterna" que mostraba a los políticos y autoridades estatales como seres interesados sólo en su provecho personal, y desinteresados absolutamente en establecer cualquier vínculo con los gobernados y resolverles a éstos sus problemas. En este sentido, creemos que si bien los análisis sobre la "ineficiencia" estatal y la "crisis de representación", en un primer momento pudieron establecerse sobre un análisis histórico–político, luego fueron "capturados" por la significación mítica, obligándolos a despojarse de lo histórico y lo político, "naturalizando" y "eternizando" la imagen de los políticos que el mito del distanciamiento obligaba a significar: éstos son egoístas, no les interesa acercarse a los problemas de la gente, no escuchan las demandas ciudadanas y consecuentemente no les dan solución alguna, razón por la cual el Estado es ineficiente.

Esto nos permite plantear que en los programas participativos, al mismo nivel de la búsqueda de nuevas herramientas tendientes a generar eficiencia estatal o mejorar la representatividad de las instituciones estatales, se puede rastrear un deseo de desmontar el vínculo mítico que une "ineficiencia" con "lejanía" entre autoridades estatales y ciudadanos. En otras palabras, dentro del escenario construido por el mito del distanciamiento, no es sólo la cuestión de la eficiencia o de la representatividad lo que hace que la participación cobre sentido. Es por ello que pese a que tanto en Buenos Aires como en otras ciudades las iniciativas participativas están atravesadas por problemas respecto a la resolución práctica de las demandas planteadas, los mismos mantienen una de sus razones de ser.

En estos casos, las autoridades estatales tienen una tarea desmitificadora: la incorporación de los participantes en relación a ellos. La apertura de la "trastienda" del Estado tiene como objetivo desarticular el mito del distanciamiento. En los programas que hemos analizado en la ciudad de Buenos Aires se percibe el esfuerzo de los coordinadores por mostrar su "buena intención" y su receptividad respecto a los participantes. En todos los casos hemos podido comprobar que, en general, cuando se logra sortear la desconfianza inicial, se establece una buena relación entre los coordinadores de los programas en el ámbito barrial o las autoridades de los CGP y los participantes. Los primeros se esfuerzan por mostrar que intentan "todo lo posible", mientras los segundos valoran la actitud y comprenden que su acción está sumamente limitada a causa de los impedimentos que ya hemos mencionado, relativos a la escala, los diagnósticos técnicos, las luchas internas entre las secretarías o los tiempos del Estado.

En suma, y a modo de cierre, se puede plantear que la inclusión de la participación opera como una herramienta que permite desmitificar al gobierno, es decir, mostrar que gobernar no es un acto sencillo que dependa de la voluntad de un funcionario público, sino un encadenamiento en el que deben articularse una multiplicidad de agencias estatales, no siempre manejadas por los coordinadores participativos. En este marco, las autoridades estatales y las instituciones públicas se esfuerzan por mostrar que actúan, dentro de sus posibilidades, para intentar canalizar y resolver las demandas de los vecinos. La incorporación de los ciudadanos en las tareas de gestión participativas les permite a los funcionarios estatales hacer que ellos mismos se enfrenten a la complejidad propia del Estado, con sus diferentes mecanismos burocráticos y técnicos. De esta manera, se rompe el esquema binario que establece un vis à vis entre el Estado y los ciudadanos, y, en consecuencia, se abre una posibilidad para contrarrestar la imagen negativa construida con base en la metáfora espacial.

 

NOTAS

1  Cf. Pierre Bourdieu, "Esprits d'État. Genèse et structure du champ bureaucratique", en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, vol. 96, núm. 1, París, 2003;         [ Links ] y "La représentation politique. Eléments pour une théorie du champ politique", en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, vol. 36, núms. 36–37, París, 1981.        [ Links ]

2  En otro lugar nos hemos dedicado a un análisis teórico e histórico de la relación establecida entre autoridad estatal y ciudadanía. Cf. Matías Landau, "Cuestión de ciudadanía, autoridad estatal y participación ciudadana", Revista Mexicana de Sociología, año 70, núm. 1, 2008.        [ Links ]

3 Los límites de este artículo no nos permiten profundizar sobre las diferentes perspectivas de análisis de la ciudadanía. Nos gustaría remarcar, sin embargo, que como han sugerido diversos autores que siguen una línea de pensamiento inaugurada por Michel Foucault, el carácter normativo de la ciudadanía permite que se constituya en una herramienta privilegiada para gobernar procesos sociales y políticos. Cf. Giovanna Procacci, "Ciudadanos pobres, la ciudadanía social y la crisis de los Estados de Bienestar", en Soledad García Steven Lukes (dir.), Ciudadanía: justicia social, identidad y participación, Madrid, Siglo XXI, 1999;         [ Links ] Isin Engin, "Who is the new citizen? Towards a genealogy", en Citizenship Studies, vol 1, núm. 1, Londres, 1997;         [ Links ]Being Political. Genealogies of Citizenship, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2002;         [ Links ] Rose Nikolas, "Governing cities, governing citizens", en Isin Engin (dir.), Democracy, Citizenship and the global city, Londres, Routledge, 2000.        [ Links ]

4  Cf. T. H. Marshall, "Ciudadanía y clase social", Revista Española de Investigaciones Sociológicas, núm. 79, 1997 (1949).        [ Links ]

5 Para un análisis de estas críticas, cf. Will Kymlicka y Wayne Norman, "El retorno del ciudadano", Revista Ágora, núm. 7, Buenos Aires, 1997.        [ Links ]

6 La Comisión Trilateral fue creada en 1973 por iniciativa de David Rockefeller, y rápidamente se constituyó en un espacio en el que dirigentes de empresas multinacionales, grandes banqueros, políticos y algunos académicos realizaban encuentros e informes con el fin de diagnosticar los principales problemas del mundo de la tríada capitalista (compuesta por Estados Unidos, Europa y Japón) y establecer líneas futuras de acción.

7 Cf. Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, The crisis of democracy, Nueva York, University Press, 1975.        [ Links ]

8 Ibid., p. 173.

9  Sólo como un puñado de ejemplos podemos citar la emergencia a mediados de la década de 1990 del movimiento zapatista en México, el "efecto tequila" o el surgimiento del movimiento piquetero en Argentina. Todas ellos constituyeron, a su manera, diversas señales de alerta de las que debieron tomar los defensores del modelo neoliberal. En Argentina, el año 1995 puede ser considerado, pese a la reelección conseguida por Menem, como un momento de inflexión ya que por entonces se comenzaba a percibir que el crecimiento económico se realizaba a partir de un modelo que generaba mayor desocupación, pobreza y precariedad laboral.

10 Susan Pahrr y Robert Putnam (comps.), Dissafected democracies. What's troubling the trilateral countries?, Princeton University Press, Princeton, 2000.        [ Links ]

11  Ibid., p. xix.

12  Ibid., p. 20.

13  Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial. El Estado en un mundo cambiante, Washington, DC, 1997, p. 125.        [ Links ]

14  Ibid, p. 147.

15  Banco Mundial, Sourcebook sobre participación, Washington, DC, 1996.        [ Links ]

16 Para un análisis de los usos de la participación en los discursos del Banco Mundial, cf. Matías Landau et al., "Interesados en la participación: un estudio sobre los discursos del Banco Mundial", en Manuel Rodríguez y Jorge Roze (comps.), Ciudades latinoamericanas III: transformaciones, identidades y conflictos urbanos del siglo XXI, México, Fundación Ideas, 2007.        [ Links ]

17 Cf. Renate Mayntz, "El Estado y la sociedad civil en la gobernanza moderna", Revista del CLAD Reforma y Democracia, núm. 21, Caracas, 2000.        [ Links ]

18  Gerry Stoker, "El 'buen gobierno' como teoría: cinco propuestas", 1998. Disponible en línea en http://www.grupochorlavi.org/php/doc/documentos/2006/Doc05.pdf        [ Links ]

19 Renate Mayntz, El Estado y la sociedad civil..., op. cit., p. 151.

20  Gerry Stoker, "El 'buen gobierno' como teoría...", op. cit., p. 3.

21  Como el lector advertirá a lo largo del artículo, la relación entre la invocación a la "desconfianza" ciudadana y la construcción de la metáfora espacial es estrecha. La difícil relación que se establece entre confianza y participación la hemos analizado en Matías Landau, "Participation institutionnalisée et confiance: un lien conflictuel", en Raisons Politiques, Presses de Sciences Po, núm. 29, París, 2008.        [ Links ]

22  Cf. Loïc Blondiaux e Yves Sintomer, "L'impératif délibératif", Politix, año 2002, vol. 15, núm. 57. Una versión en español puede leerse en Estudios Políticos, núm. 24, Medellín, enero–junio de 2004.        [ Links ]

23 Un detallado debate sobre el uso de la categoría de "proximidad" puede consultarse en Christian Le Bart y Rémi Lefebvre (dirs.), La proximité en politique. Usages, rhétoriques, pratiques, Presses Universitaires de Rennes, 2005.        [ Links ]

24  Cf. Jordi Borja, "Ciudadanía y espacio público", Revista del CLAD. Reforma y Democracia, núm. 12, Caracas, 1998.        [ Links ]

25  Cf. Thierry Oblet, Gouverner la ville. Les voies urbaines de la démocratie moderne, París, puf, 2005.        [ Links ]

26  Dicha investigación dio como resultado nuestra tesis de maestría, luego convertida en libro. Cf. Matías Landau, La participación promovida por el Estado: transformaciones en el vínculo entre las autoridades estatales y los ciudadanos en la ciudad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, mimeo, 2006;         [ Links ] Matías Landau, Política y participación ciudadana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Miño y Dávila, Buenos Aires, 2008.        [ Links ]

27 Los CGP son la base de la desconcentración administrativa de la ciudad de Buenos Aires creada luego de la autonomización alcanzada en 1996. La ciudad quedó dividida en 16 CGP, en los cuales los vecinos pueden realizar distintos trámites administrativos. A la vez, los CGP son los ámbitos de participación local. En la actualidad, los CGP han pasado a denominarse Centros de Gestión y Participación Comunal (CGPC) como paso previo a la separación de la ciudad en diferentes comunas.

28 En Buenos Aires, los barrios del norte son los que tienen un mayor nivel de ingresos, los de la franja céntrica están poblados mayoritariamente por sectores medios, y en el sur residen los sectores populares.

29 Para responder a los fines de este artículo, nos concentraremos en aquellas cuestiones que se vinculan directamente con la problemática abordada. Para un análisis detallado del complejo relacional constituido en Buenos Aires a partir de la incorporación de la participación en los programas de gobierno, cf. Matías Landau, Política y participación ciudadana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, op. cit.

30 Cf. Hilda Sábato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires (1862–1880), Buenos Aires, Sudamericana, 1998;         [ Links ] Luis Alberto Romero, "Sectores populares, participación y democracia: el caso de Buenos Aires", Revista Pensamiento Iberoamericano, Buenos Aires, 1984;         [ Links ] Luciano de Privitellio y Luis Alberto Romero, "Organizaciones de la sociedad civil, tradiciones cívicas y cultura política democrática: el caso de Buenos Aires, 1912–1976", Revista de Historia, año 1, núm. 1, Mar del Plata;         [ Links ] Luciano de Privitellio, Vecinos y ciudadanos. Política y sociedad en la Buenos Aires de entreguerra, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004;         [ Links ] Roberto Distéfano et al., De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil. Historia de la iniciativa asociativa en Argentina, 1776–1990, Fundación Ford, Buenos Aires, 2003.        [ Links ]

31 Cf. Liliana del Brutto, Política municipal y participación, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1986, p. 7.        [ Links ]

32  Cf. Guillermo O'Donnell, Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, Buenos Aires, Paidós, 1997.        [ Links ]

33  Cf. La Nación, 31 de marzo de 1996 y 14 de junio de 1996.

34  Cf. La Nación, 2 de julio de 1996.

35 Cf. Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, art. 1.

36  Cf. Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, Acta de la Sesión Preparatoria, 15 de diciembre de 1997.

37 Idem.

38 No es éste el lugar para analizar detenidamente la forma que adquirió la puesta en marcha del pp en Buenos Aires. Para ello, cf. Matías Landau, "Las tensiones de la participación. Apuntes sobre la implementación del Presupuesto Participativo en la Ciudad de Buenos Aires", Revista Laboratorio, año IV, Buenos Aires, verano 2004/2005; así como Política y participación ciudadana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, op. cit.

39 Para un análisis más detallado de este argumento, cf. Matías Landau, Política y participación ciudadana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, op. cit.

40  Esto es lo que puede constatarse, por ejemplo, para el caso de París. Cf. Sandrine Rui y Agnès Villechaise Dupont, "Les associations face à participation institutionnalisée: les ressorts d'une adhesion distanciée", Espaces et Sociétés, núm. 123, 2004/2005.        [ Links ]

41  Cf. Roland Barthes, Mitologías, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 205.        [ Links ]

42  Ibid., p. 209.

43 Dice Barthes que en el mito "hay una suerte de detención, en el sentido a la vez físico y judicial del término: la imperialidad francesa condena al negro que hace la venia a no ser más que un significante instrumental, el negro me interpela en nombre de la imperialidad francesa; pero en el mismo momento, la venia del negro se espesa, se vitrifica, se petrifica en un considerando eterno destinado a fundar la imperialidad francesa" (ibid., p. 218).

44  Ibid., p. 231.

45  Barthes entiende a la política como "el conjunto de las relaciones humanas en su poder de construcción del mundo" (ibid., p. 238). En este sentido, la política nos vincula con la historia, en tanto que toda construcción está situada en un espacio y en un lugar. Barthes dice que "el mito está constituido por la pérdida de la cualidad histórica de las cosas: las cosas pierden en él el recuerdo de su construcción" (idem).

46  Cf. Gerardo Aboy Carlés, Las dos fronteras de la democracia argentina. La reformulación de las identidades políticas de Alfonsín a Menem, Rosario, Homo Sapiens, p. 23.        [ Links ]

47  Ibid., p. 28.

48  Barthes plantea que la significación de un mito puede establecerse a partir de una multiplicidad de significantes diferentes.

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